martes, 5 de agosto de 2014

EN LAS MANOS DEL DESTINO - 02. LA REGIÓN DEL INVIERNO


EN LAS MANOS DEL DESTINO - 02. LA REGIÓN DEL INVIERNO
El amanecer ya cubría los bosques, tiñéndolos de oro, volviendo deslumbrantes las aguas, cuando todos partimos hacia el inicio de ese viaje compuesto de momentos impensados e inimaginables. Caminábamos en silencio, pero yo sabía que todos hablábamos a gritos con nosotros mismos. Nuestra mente estaba llena de ideas, de pensamientos y sentimientos que se mezclaban hasta devenir una maraña ininteligible de sensaciones asfixiantes. Sin embargo, todos nos mirábamos con serenidad e ilusión, como si en verdad no tuviésemos miedo, como si todo fuese tan sencillo como respirar.
Nuestro ser estaba anegado en fuerzas e ímpetu. Tras insistirle con cariño, al fin yo había conseguido convencer a Rauth de que desayunásemos un poco todos juntos antes de partir. Habíamos comido frutas deliciosas, habíamos bebido leche, incluso, al fin, yo había probado el chocolate. Había comido hasta sentirme verdaderamente hinchada, tanto que me creía incapaz de moverme. El chocolate me había parecido una de las cosas más deliciosas de la vida. Rauth me lo había ofrecido en forma de graciosos bombones rellenos de una espesa y sabrosa crema de chocolate cuyo exquisito sabor había estado a punto de hacerme estallar de gozo. Todos rieron al ver la sonrisa de placer que habían esbozado mis labios y cómo mis ojos brillaban.
Leonard también había comido frutas, había bebido leche y agua, pero lo había hecho con un temor muy gracioso que volvía lánguidos sus movimientos. Mordía la manzana que tenía en la mano con inseguridad y temor, como si pensase que su cuerpo gritaría de histeria si ingería aquella comida. Apenas pudo terminarse la manzana y bebió leche con una leve mueca de disgusto congelada en su rostro.
-          No me gusta —expresó avergonzado agachando la mirada—. Tiene un sabor horrible.
-          ¡No te gusta la leche! —me reí cariñosamente—; pero si está deliciosa...
-          No, no me gusta. Además, me da asco pensar que ha salido de un animal.
-          Te da asco —se rió Rauth—. Entonces, si te repugna la comida que salga de los animales, quiere decir que quizá eres vegetariano.
-          A mí tampoco me gusta comer carne —le confesó Scarlya—. Desde siempre me ha dado mucho asco. Además, cuando era humana y vivía en Florencia, veía cómo asesinaban a los cerdos y luego de esos fragmentos de carne ensangrentada hacían comida. Bah... qué asco —exclamó torciendo los labios.
-          Qué mal lo presentas —me reí—; pero te entiendo. A mí tampoco me gustaba comer carne cuando era humana, sobre todo porque era carne de oso y estaba excesivamente dura. Además, incluso tenía que comérmela cuando ya estaba empezando a pudrirse porque no teníamos otra opción. Necesitábamos comer carne porque ésta nos daba fuerzas... pero a veces prefería morirme de hambre, sinceramente. En cambio, estos bombones están tan... tan excesivamente buenos que no dejaría de comerlos nunca —me reí gozosa mientras cogía otro bombón con mis dedos ya pringados de chocolate.
-          ¡Sinéad! —exclamó Rauth con cariño—. ¡Ya te has comido diez! Vas a ponerte como una foca.
-          ¿Eso es posible? —le pregunté divertida con la boca llena—. Bah, da igual. Si luego perderé todo esto... qué más da... si a lo mejor me muero hoy mismo porque me cae una piedra en la cabeza... y me moriré sin haber saboreado esta maravillosa delicia porque engorda. ¡Bah! Nunca he tenido la ocasión de engordar —me reía como si nada me importase.
-          Tenemos que irnos, Shiny —me avisó Eros divertido mientras me retiraba del regazo la cajita de bombones—. Venga, no comas más.
-          Ay, ahora estoy hinchada —protesté apoyándome en su hombro y presionándome levemente la barriga—. Ahora sólo me apetece dormir.
-          De eso nada. Tenemos que irnos —exigió Rauth divertido.
-          Qué glotona eres, Shiny —se rió Eros acariciándome las mejillas.
-          Es que está todo tan bueno... y sé que no se acabará... por mucho que coma —respondí melancólicamente.
-          Tenemos que irnos ya. Presiento que se acerca alguien —nos advirtió Brisita con un poco de miedo.
-          Viene Alneth —confesó Rauth incómodo.
-          Voy a beber agua y a lavarme las manos... —me excusé separándome repentinamente de Eros. No me apetecía ver a alguien que había querido hacerle daño a mi Brisita—. Ven conmigo, Brisita, cariño.
No se opuso. Me acompañó al cuarto de baño apenas sin mirar atrás. Desde allí, oímos cómo alguien entraba en el hogar de Rauth. Enseguida escuchamos la voz de Alneth; la que sonó falsamente amable y dulce:
-          Rauth, ¿quiénes son estos heidelfs tan adorables?
-          Como si no lo supiese —musitó Brisita entristecida—. Lo sabe todo, Sinéad, todo.
-          Eso no puede ser —negué asustada.
-          Son Leonard, Scarlya y Eros. A Eros ya lo conoces —le contestó Rauth con frialdad.
-          ¿¿Y a dónde vais? ¿Por qué tenéis preparadas todas esas mochilas?
-          Vamos a hacer un viaje por Lainaya para que la vean —respondió Rauth. Oí que se alzaba de donde estaba sentado y ordenaba la mesa retirando los platos, los cuencos, los utensilios que habíamos usado para comer y la comida que había sobrado—. Si no te importa, debemos marcharnos ya.
-          Puedo acompañaros —le propuso simpáticamente.
-          No es necesario, Alneth. Quédate cuidando de mi hogar, por favor.
-          ¿Por qué estás tan serio, cariño? —le preguntó melosa. Oí que se acercaba a él.
-          Lo ha llamado cariño —musité estremecida.
-          Siempre ha querido enamorarlo —me confesó Brisita con un susurro casi inaudible.
-          No estoy serio, Alneth. Son figuraciones tuyas. Tenemos que irnos.
-          ¿Dónde está Sinéad? Si están Eros, Leonard y Scarlya, obligadamente ella tiene que estar por aquí también. ¿Y Brisita? Hace muchísimo tiempo que no la veo y la echo de menos.
-          Mentirosa —murmuró Brisita con rabia. No pude evitar reírme silenciosamente.
-          No están. Brisita no está aquí y Sinéad está esperándonos en otro lugar. Tenemos que irnos ya.
-          No me supone ningún esfuerzo acompañaros, de veras.
-          No hace falta que vengas. Ya somos muchos.
-          Sí, sí es necesario. Creo que podría ayudaros a descubrir los lugares más bellos de Lainaya.
-          Yo también los conozco.
-          Presiento que me ocultas algo y que quieres deshacerte de mí, Rauth. ¿Por qué? ¿Te he hecho algo?
-          No es eso. Simplemente, tenemos prisa.
-          Está bien. Id tirando. Ya os alcanzaré cuando menos os lo esperéis.
-          No quiero que nos sigas, Alneth. No es necesario, de veras —opuso Rauth nervioso.
-          Qué terco eres. No sé por qué te preocupas tanto por mí. De veras, me apetece acompañaros.
-          Ya somos muchos... No quiero que vengas —le confesó Rauth. Noté que su voz temblaba, como si sus sentimientos quisiesen escaparse de su cuerpo a través de sus palabras y su razón los detuviese.
-          ¿No quieres que vaya con vosotros? —preguntó sorprendida.
-          No me pidas más explicaciones, Alneth. Estoy cansado de que controles todo lo que hago, de que no me dejes solo nunca. Intentas enamorarme. ¿Acaso piensas que no me he dado cuenta? Jamás te amaré, compréndelo de una vez —protestó excesivamente intimidado.
-          Creo que no es justo que me digas todo eso delante de ellos.
-          No me has dejado otra opción. Preferiría que te marchases cuanto antes de aquí antes de que esta conversación se enturbiase más.
-          Nunca he oído a Rauth hablar así —musitó Brisita intimidada.
-          No sé si debería haber dicho todo eso —proseguí con temor también.
-          Está bien, me marcho; pero no lo hago porque me lo ordenes, sino porque me siento incapaz de mirarte después de cómo me has tratado. Quiero que sepas que no te desharás de mí tan fácilmente, Rauth. Nuestros destinos están cruzados de alguna manera, aunque quieras negarlo.
Entonces oímos que se marchaba. Sus pasos sonaban cargados de una ira contenida. Brisita y yo salimos del cuarto de baño cuando creímos que ella no podría oír nuestras voces desde la lejanía. Rauth nos miró decepcionado y cansado, como si en verdad la visita de Alneth le hubiese absorbido todas las fuerzas; pero enseguida nos sonrió para infundirnos ánimo y valentía.
Lo ayudamos a recoger el salón y después, en silencio, salimos de su hogar sin atrevernos a mencionar lo que acababa de suceder. Y  en silencio nos mantuvimos hasta que llegamos a un lugar donde yo nunca había estado. No habíamos dicho nada desde que habíamos salido de la curiosa morada de Rauth y de repente noté que todos deseábamos hablar a la vez.
El camino que seguíamos, el que estaba orillado por grandes y ancestrales árboles, de pronto se inclinaba hacia un lugar que los troncos de los árboles nos impedían visualizar. Una senda aparecía sinuosamente a nuestra izquierda y a la derecha teníamos un gran lago de aguas turbias. El cielo no se atrevía a reflejarse en aquellas aguas tan movidas y parecía que de súbito hubiese empezado a oscurecer. Las copas de los árboles eran densas y apenas nos permitían observar el color del cielo.
-          ¿Adónde tenemos que ir ahora? —preguntó Leonard intimidado.
-          Tenemos que atravesar el lago hasta llegar a su otra orilla. Entonces nos adentraremos en la región del invierno —contestó Rauth sin el menor ápice de entusiasmo; lo cual me sobrecogió.
-          ¿La región del invierno? —quiso saber Scarlya con ilusión—. Suena muy bonito.
-          Sí, pero necesitamos ponernos unos abrigos que nos resguarden del frío. Aunque parezca algo innecesario porque aquí hace calor, en la otra orilla...
-          ¿Para qué tenemos que ponernos esos abrigos? —cuestionó Leonard desorientado.
-          Recuerda, padre, que ahora sí nos afecta el frío —le respondí con cariño.
-          No me acostumbro a esto —protestó agotado.
Rauth extrajo de su mochila un largo abrigo de color negro y todos lo imitamos. Mi abrigo era blanco, lo cual me hizo sonreír y preguntarme si sería posible mantenerlo limpio todo el tiempo. Brisita tenía un pequeñito abrigo de color lila, Scarlya se emocionó cuando vio que el suyo era rojo y el de Eros era azul oscuro, como el matiz de los primeros instantes del anochecer. El de Leonard también era negro.
-          Qué bonitos todos —sonreí amorosamente.
-          Sí, son preciosos —me dio la razón Scarlya—. Me gusta mucho el tuyo, Sinéad.
-          Si perdemos más tiempo, no llegaremos nunca —apuntó Rauth con frialdad. Parecía estar enfadado o haberse vuelto de pronto infinitamente impaciente. Sin embargo, no me atreví a preguntarle qué le sucedía.
-          ¿Y dónde está la barca? —preguntó Scarlya.
-          Hay que invocarla.
Aquella respuesta me hizo sonreír, pues trajo a mi mente una antigua leyenda; pero me mantuve serena y queda, a la espera de que aquella misteriosa barca apareciese. Tras abrocharse el abrigo, Rauth se acercó a la orilla y, con los ojos delicadamente cerrados, permaneció en silencio hasta que un fuerte y gélido viento meció las ramas de los árboles con aspereza. Aquel viento parecía provenir de la otra orilla del lago y nos robó a todos el aliento y la frágil serenidad que palpitaba en nuestro interior. Sin embargo, no temíamos, pues sabíamos que junto a Rauth y Brisita no podía ocurrirnos nada malo.
Unas espesas y oscuras brumas cubrieron el lago y nos envolvieron, ocultándonos nuestro entorno. No podíamos ver nada, ni siquiera nos percibíamos unos a los otros en aquellas frías tinieblas. Entonces, de repente, algo apareció ante nosotros; algo oscuro y extraño que fue cobrando forma a medida que los segundos pasaban. Enseguida supe que se trataba de la barca que nos llevaría a todos a la otra orilla.
-          Montaos —nos ordenó Rauth con un susurro.
Lo obedecimos en silencio, pero temiendo que aquella barca pudiese deslizarse por encima de las aguas impidiéndonos subirnos. Temía caerme en aquel lago tan oscuro y movedizo. No estaba segura de poder nadar bien con las vestiduras que portaba y además todavía me sentía algo incómoda por todo lo que había comido; mas ignoré todas aquellas sensaciones y temores y me subí en la barca intentando serenarme. Aquellas espesas y oscurísimas brumas me habían robado toda la calma que latía en mí.
Rauth se sentó junto a mí. Leonard y Scarlya estaban detrás de nosotros y Brisita y Eros se acurrucaron en la popa de la barca también en silencio. Percibí, muy vagamente, que Eros abrazaba a Brisita y la acunaba contra su pecho, entre sus cariñosos brazos. Sonreí en medio de tanta confusión y oscuridad.
La barca empezó a moverse lentamente, como si temiese hacer ruido. Me pregunté qué fuerza la impelería, quién la empujaba, si ninguno de nosotros la llevaba. Rauth estaba a mi lado con las manos escondidas entre los pliegues de su abrigo y restaba con los ojos fijos en un horizonte inexistente. Las neblinas nos ocultaban cualquier orilla, cualquier ápice de vida que pudiese existir más allá de ese instante, de ese espacio.
-          ¿Quién lleva la barca? —le pregunté en el oído. Me daba miedo hablar. Creía que las aguas se agitarían si oían mi voz.
-          La magia —me contestó secamente.
-          ¿Qué te ocurre, Rauth? —le pregunté sin poder evitarlo. Percibirlo tan áspero conmigo me hería en el alma.
Rauth no me contestó. Continuó con los ojos fijos en aquel horizonte al que, supuestamente, estábamos acercándonos; mas yo creía que navegábamos a la deriva por un lago que en verdad no tenía más orilla que la que habíamos dejado atrás; pero su silencio no me incitaba a preguntarle nada. También me quedé callada, intentando comprender los motivos de su taciturno comportamiento.
-          Tengo miedo —susurró Scarlya en el oído de Leonard.
-          Yo también —le confesó él con vergüenza—; pero tenemos que confiar en Rauth. Él sabe lo que hace.
-          Por supuesto... —accedió ella—. Leonard, por favor, cógeme la mano.
-          Hace frío —indicó Eros sorprendido.
-          Se nota que estamos llegando a la tierra de la nieve —observé cariñosamente—. Me imagino que será como Lacnisha.
-          Se llama la región del invierno y no tiene nada que ver con Lacnisha. Este mundo no se asemeja al tuyo, Sinéad —me contradijo Rauth intentando que sus palabras no sonasen excesivamente agrias, pero no lo consiguió.
-          De acuerdo —musité tristemente.
-          Ya hemos llegado —anunció Rauth—. Ya podéis bajar.
-          Pero si no se ve ni la oscuridad aquí —se rió Eros nervioso.
-          Estas brumas no desaparecerán hasta que la barca se marche —lo avisó Rauth. Su voz sonó un poco más tranquila.
-          Shiny... mami.
-          Brisita, cariño, quédate ahí. Ya voy.
Mas no pude ir a buscar a Brisita a la popa de la barca porque antes Rauth me tomó de la mano y tiró de mí para que saliese cuanto antes de allí. Me costó ponerme en pie. Me parecía que mis extremidades se habían congelado y que mis articulaciones se habían convertido en piedra. Entonces me di cuenta de que hacía muchísimo frío.
Rauth me ayudó a bajar. Cuando me hallé en la orilla, busqué dificultosamente a Brisita. Cuando la vi entre Eros y Scarlya, sonreí más tranquila. Rauth volvía a permanecer quieto y quedo enfrente de la orilla. Lentamente, aquellas espesas brumas que habían vuelto oscuridad el amanecer fueron desapareciendo hasta que, de pronto, una luz quebradiza, pero deslumbrante, empezó a cubrirlo todo. Vi de nuevo el lago (de la barca no quedaba ni rastro) con sus aguas azuladas y turbias, vi los árboles que habíamos abandonado en la otra orilla y el cielo apareció sobre nosotros, claro y a la vez grisáceo. Había alboreado ya, pero el firmamento todavía no se había deshecho de todos los matices de la noche.
Brisita, Eros, Scarlya y Leonard miraban embelesados lo que quedaba tras de mí. Curiosa, me di la vuelta y entonces la belleza más inmensa y encandiladora me abrumó, se apoderó de mis sentidos y durante unos instantes demasiado eternos me hizo creer que en verdad me hallaba en un sueño. No pude evitar que de mis labios se escapase un suspiro de impresión que se quedó congelado en mis ojos, queriendo llenármelos de lágrimas.
Ante nosotros, un prado helado se extendía hacia más allá del horizonte, el cual estaba delimitado por unas altísimas y robustas montañas que parecían dividir esa tierra en inocencia y agresividad. Había árboles, pero éstos estaban separados por enormes llanuras donde solamente habitaba la nieve más blanca y resplandeciente. El cielo que cubría aquel invernal paisaje tenía el color de las fresas maduras, algo que me hizo sonreír de extrañeza. Parecía tan rojizo como la sangre, pero también tan rosado como las flores más crecidas. Ansié tañerlo para saber si era de terciopelo.
Unas esponjosas nubes, las que poseían el color de la nieve que lloraban, se deslizaban muy lentamente por el cielo, con pausa, como si en ese mundo no existiese el tiempo. El contraste que se producía entre el cielo, las nubes y la nieve hacía de aquel paraje un lugar sólo posible en la imaginación más soñadora y sensible. Ansié poder plasmarlo en un lienzo; pero sabía que no existía mejor lienzo donde pudiese ser pintado que mi memoria, allí de donde jamás se borraría.
-          Qué belleza —dije mientras intentaba regresar costosamente a la realidad.
-          ¿Cómo es posible que existan lugares tan bonitos? —preguntó Scarlya.
-          Además, no se oye nada. Parece como si ni siquiera nuestras voces pudiesen sonar aquí —observó Eros—. Creo que nunca he escuchado un silencio tan profundo.
-          Yo sí —le revelé sonriéndole con muchísima añoranza.
-          ¿Dónde? Creo que, si existe el silencio, es porque nace de este lugar...
-          Lo he escuchado en Lacnisha —contesté entornando los ojos—. Y este paisaje se parece tanto a mi amada isla... salvo que allí hay más árboles... y el cielo es liliáceo; pero es tan silencioso y sereno como ella... tan acogedor como...
-          Ya basta, Sinéad —me interrumpió Rauth intentando no ser brusco, pero nuevamente falló en su intento.
Tenía ganas de llorar, pero intenté que nadie lo advirtiese. Sin embargo, sabía que todos habían percibido el extraño comportamiento de Rauth; el que parecía cortar el aire en fragmentos gélidos que se me clavaban en el alma; pero intenté ignorar mis sentimientos para poder permanecer serena junto a todos ellos.
-          ¿Adónde tenemos que ir? —preguntó Scarlya con delicadeza y miedo, como si temiese que Rauth le contestase con palabras hirientes.
-          Tenemos que seguir el camino del lago hasta llegar a la región de la primavera. Después, allí, tendremos que buscar el hogar del agua, de donde nacen todos los ríos, y continuar descendiendo hasta llegar a la región del fuego, donde podremos encontrar a Lumia; pero, para ello, tenemos que atravesar parajes desiertos donde el calor grita estridentemente, valles profundos en los que se halla el hogar del viento, donde el otoño es pura decadencia. Esos valles están cercados por inmensos volcanes que duermen esperando el momento de erupcionar. Cuando pasemos esos valles, entonces llegaremos a la tierra de la misma tierra, donde cada hora hay terremotos que agrietan las montañas...
Las palabras de Rauth nos silenciaron a todos, nos estremecieron brutalmente y nos anegaron el alma en temor e inseguridad; pero no quisimos demostrárselo. Empezamos a caminar cuando él nos pidió con los ojos que lo siguiésemos y nos mantuvimos en silencio durante un tiempo que pesó en nuestro corazón como la nieve que doblaba el tamaño de las montañas.
El amanecer todavía no había vuelto día la noche de aquel níveo lugar. El alba se había quedado paralizada en la orilla de aquel brumoso lago. Parecía como si en aquel rincón de Lainaya no existiese la luz; pero la oscuridad de la noche no nos resultaba molesta ni inquietante, pues la nieve refulgía de modo que nos alumbraba, nos proporcionaba la luminosidad que necesitábamos para no errar en nuestro camino.
Caminamos durante horas. Me parecía que nunca me había cansado tanto. Me dolían los pies, tenía las manos heladas, no cesaban de llorarme los ojos, pues el frío me los rasgaba, y todo mi cuerpo parecía querer convertirse en hielo en cualquier momento. Anhelaba arrimarme a la lumbre más inocente para poder templarme, pero no protesté en ningún momento. Además, pasadas aquellas insufribles horas, empecé a tener tanta hambre que creí que me desmayaría en cualquier instante. Aquella situación me recordaba inevitablemente a mi vida humana; a aquellos días tan largos en los que mi familia y yo buscábamos incansablemente la comida que podía ayudarnos a sobrevivir. No eran únicamente las sensaciones que experimentaba (como el agotamiento, el hambre, la sed) lo que me hacía acordarme de aquellos días tan lejanos, sino también el paisaje que se extendía ante nuestros ojos. La nieve cubría páramos inacabables resguardados por montañas de cumbre inalcanzable.
-          No puedo más —protestó Scarlya de pronto. Su voz sonó como un susurro—. Tengo hambre, estoy haciéndome pipí y además tengo una sed atroz. ¡Y tengo frío! ¿Es que no podemos pararnos a descansar un momento? Además me duele la barriga —protestó deteniéndose en medio de dos árboles.
-          ¿Ya te has cansado, Scarlya? Huy, qué flojita estás —se burló Eros—. Si ni siquiera llevamos dos horas andando.
-          Mentira. Llevamos más —lo contradijo ella con ganas de llorar—. Por lo menos llevamos siete horas andando.
-          ¡Venga ya! —estalló Eros en risas.
-          Siete no, pero cuatro sí —apuntó Rauth con paciencia—; pero no podemos detenernos hasta que lleguemos al refugio. Si la verdadera noche nos alcanza en medio de estos bosques helados, podemos morir congelados, pues el frío se vuelve intensísimo y punzante. Comeremos cuando lleguemos; pero, si queréis, podéis beber agua. Tenéis bastante en la mochila; aunque os recomiendo que la reservéis para ocasiones más necesarias.
Su respuesta me desalentó mucho más, pero no quise comunicárselo. Yo también tenía hambre, frío y otras necesidades que me presionaban la barriga; pero continué caminando hasta que, al fin, enfrente de nosotros apareció un bosque repleto de árboles sin hojas que esperaban la llegada de la nieve para hacer con ella sus copas. A lo lejos, entre dos montañas, había un pequeño monte oscuro y misterioso. Intuí que allí se hallaba nuestro refugio.
-          Ya cada vez queda menos —me animó Leonard—. Mira a Brisita. Está dormida entre los brazos de Eros.
-          ¿Lleva acunándola durante todo el viaje? No me he dado ni cuenta.
-          Sí, Sinéad. Estás absorta. No sé lo que te sucede, pero no eres igual a la Sinéad vampiresa —me confesó Leonard con cariño.
-          Tengo ganas de muchas cosas —me quejé apoyándome en su brazo—. Además, Rauth... está tan... tan...
No pude terminar la frase. Las lágrimas me interrumpieron. Enseguida me acordé de lo que le había confesado a Eros sobre el amor que sentía por Rauth. No, no era cierto que a él ya no lo amase en aquella tierra. Era posible que la intensidad de ese amor hubiese mermado, pero yo necesitaba que él siguiese siendo tan bueno, cariñoso y dulce conmigo. No soportaba que las palabras que me dirigía estuviesen cargadas de aspereza y acritud.
-          Habla con él. No llores o se dará cuenta.
-          Lo sé.
-          Ya estamos llegando al refugio. Allí podremos comer y templarnos cabe el fuego —nos avisó Rauth, quien se había detenido enfrente de nosotros para aguardarnos. Él caminaba más rápido que nadie, como si sus sentimientos lo impulsasen.
Cuando, al fin, llegamos al refugio, estuve a punto de llorar de alegría. Me parecía que mi corazón latía en mis pies y que no podía mover los dedos, aunque durante todo aquel trayecto los hubiese protegido en los bolsillos de mi abrigo. Me senté en un rincón y me apoyé en uno de los muros de aquella cueva, olvidándome por unos instantes del hambre, de la sed, del cansancio y de las demás necesidades que mi cuerpo tenía.
-          Ya podemos comer. Shiny, te has quedado dormida —me avisó Eros con amor.
-          Necesito salir afuera un momento.
-          Está excesivamente de noche —me reveló Leonard—. Da miedo.
-          No me importa. Las noches invernales... creo que no me asustan...
Sabía que aquello no era cierto. Sabía que, en cuanto me hallase en medio de aquel bosque anegado en soledad y oscuridad, los recuerdos más tristes de mi vida humana regresarían a mi memoria, llenándola de desconsuelo, intimidación y pena. Y realmente no me equivoqué.
Cuando intenté volver al refugio, la noche me rodeó de tal modo que me creí incapaz de encontrar el camino de regreso. La oscuridad era tan absoluta que ni tan sólo podía percibir mis propias manos. Aquella densa oscuridad parecía haberlo devorado completamente todo, todo. Ni siquiera la nieve relucía tenuemente. Aquella oscuridad era la más inacabable que yo jamás había captado.
Me había perdido, pero no quería alarmarme ni aterrarme. Continué caminando lentamente, intentando no chocarme con los árboles, hasta que, al fin, oí la risa de Scarlya mezclándose con el silencio de la noche. No obstante, sonaba perseguida por un sinfín de ecos, como si en verdad ella estuviese riéndose en la cima de una montaña. Me detuve para intentar adivinar de dónde emanaba, pero, por mucho que sonase, yo no lograba detectar el lugar del que procedía.
-          ¿Scarlya? —la apelé nerviosa y desorientada; pero nadie me contestó, solamente aquella risa que, lentamente, fue revelándome que en realidad no pertenecía a Scarlya—. ¡Rauth, Leonard, Eros...!
Mi voz se hundió en aquel oscuro e inhóspito silencio. Los árboles rechazaron mis llamados y ni siquiera los ecos creados por el vacío quisieron imitar mi desesperación. Era como si nadie pudiese hablar allí, como si nada pudiese interrumpir aquel insondable y espeso silencio.
Inevitablemente, el miedo empezó a apoderarse de todos mis sentidos y de mi aterido cuerpo. El frío que sentía se intensificó hasta volverse insoportable y comencé a tiritar violentamente mientras se apoderaban de mí unas desgarradoras ganas de llorar. En mi mente resonaron las advertencias de Rauth; las que revelaban la importancia de encontrar el refugio antes de que la noche se cerniese sobre aquellos bosques. Entonces creí que nadie me hallaría jamás y que perecería allí, sola, helada, en medio de la noche más oscura de la Historia.
Estaba tan aterida y asustada que no pude evitar sentarme en el suelo mientras notaba cómo todo mi cuerpo temblaba. Ya había empezado a llorar. Podía ser más valiente y seguir buscando aquel refugio entre aquella oscuridad, pero con aquel cuerpo mortal me creía incapaz de caminar serenamente, me sentía tan vulnerable, tan débil... tan frágil...
Mas entonces noté que alguien se acercaba a mí. Aquella risa que había parecido emanada del alma de Scarlya se repetía continuamente, creando ecos espeluznantes, a la vez que aquellos casi inaudibles pasos se tornaban ensordecedoramente sonoros. Alcé la cabeza para intentar ver algo, pero no había nada ni nadie enfrente de mí. Todo seguía estando tan oscuro como antes y mi cuerpo cada vez temblaba con más fuerza y desesperación.
-          Sinéad, Sinéad, Sinéad.
Eran unos susurros que portaban mi nombre, pero no pertenecían a ninguna voz conocida. Me asusté muchísimo más, tanto que no pude evitar alzarme del suelo y empezar a correr por entre los árboles deslumbrada por aquella intensísima oscuridad. Me tropecé unas cuantas veces, pero seguía corriendo como si no me hubiese hecho daño. Las piernas y los pies me protestaban de fríos que los tenía, pero yo ignoraba todas las sensaciones que mi cuerpo pudiese experimentar.
-          ¡Rauth!
Lo llamé casi asfixiada por el esfuerzo. El gélido aire de la noche se adentraba ardientemente en mi pecho y lo incendiaba, haciéndome tener ganas de toser. La debilidad ya se había apoderado de mí y notaba que mi cuerpo cada vez tenía menos ímpetu para seguir corriendo. Además, aquellos susurros y aquella risa incesante no hacían sino volverse más ensordecedores. Parecía como si me persiguiesen, como si se fortaleciesen con mi miedo.
-          ¡Rauth, Rauth!
-          Sinéad, Sinéad, no huyas —me pedían aquellas voces casi atropellándose unas con las otras—. Sinéad, Sinéad...
-          Ay, no, no... por favor, no... dejadme... —protestaba descontrolada por el miedo. El cansancio más absoluto ya se había apoderado irrevocablemente de mí. Me sentía mareada—. Arthur, Arthur...
Ni siquiera era consciente de que estaba llamando de forma errónea a Rauth. Los recuerdos, el presente y el pasado se mezclaban en mi mente, confundiéndome. La debilidad por no haber comido nada durante todo el día se manifestaba en un intenso mareo que me hizo caer al suelo, entre temblores de frío y pánico.
-          Arthur, Arthur, ayúdame... —suplicaba casi sin poder hablar.
Mi respiración estaba tan agitada que apenas podía distinguir entre inspiración y expiración. El aire quemaba mi pecho, lo congelaba, le arrebataba el calor a mi cuerpo. Cerré los ojos con fuerza deseando que aquel instante desapareciese cuanto antes; pero ni las voces, ni la risa, ni el cansancio ni el miedo desaparecieron. Continuaron palpitando en mi ser y a mi alrededor como si poseyesen toda la vida de la Tierra.
De pronto, noté que alguien se acercaba a mí; pero sabía que no se trataba únicamente de un ser, sino de muchos, pues percibía varias respiraciones, oía sonrisas, notaba el crujir de algunas vestiduras y de la nieve. Quise alzar la cabeza para ver algo, para saber si en verdad aquello era cierto o formaba parte de un sueño; pero no podía moverme.
Entonces un calor muy tierno empezó a envolverme, como si me rodease una templada y cariñosa lumbre. Unas manos heladas tomaron mi cabeza con delicadeza y otras manos me separaron del helado suelo. Cuando me noté en el aire, quise gritar, pero el miedo se había apoderado de mi voz.
Una luz brillaba enfrente de mí, como si fuese el camino del amanecer. Aquel fulgor era violáceo, azulado y rojizo al mismo tiempo. Se componía de matices indescriptibles. Aquel resplandor, como el alba, fue cubriéndolo todo, como si quisiese abatir el frío y la oscuridad de la noche. Aquel esplendor tan bonito me permitió percibir, si no nítidamente, al menos vagamente mi entorno.
Entonces me di cuenta de que estaba rodeada por una inmensa cantidad de seres extraños que no podía nombrar. Eran etéreos. Parecían no tener cuerpo, sino ser únicamente espíritu. Aunque no reconociese la especie a la que aquellos seres tan brillantes pertenecían, podía distinguir entre hombres y mujeres. Todos llevaban el cabello largo y resplandeciente, tenían esbozada en sus labios una tierna sonrisa que hacía relucir sus pequeños y almendrados ojos. No identifiqué ningún color conocido en aquellos ojos. Todos se parecían a algún matiz de la vida; pero sin embargo eran indescriptibles. Además, su piel era casi transparente, como si no tuviese materia, y estaban vestidos con trajes níveos cuya tela y cuya tonalidad se mezclaban con el fulgor de la nieve.
-          Sinéad, no nos temas —me habló una de ellos. Su voz parecía el eco de la nieve rozando los troncos de los árboles. Era una voz solamente hecha de susurros—. Somos los espíritus del invierno y queremos vivir contigo el solsticio de invierno, que en esta tierra es nombrado Mavaen.
-          Pero yo debo volver a mi hogar —protesté incapaz de aceptar que aquel momento fuese real.
-          Eres la heidelf que más ama el invierno en esta tierra. Buscamos almas nobles y níveas que puedan celebrar con nosotros la noche más larga y fría del invierno. Después la nieve tomará otro color. Bien conoces sus matices... —me explicó uno de ellos.
-          ¿Qué sois? —les cuestioné con vergüenza. Empezaba a sentirme extrañamente cómoda con ellos. No podía evitar que sus palabras me hubiesen halagado.
-          Somos los espíritus del invierno. Somos llamados Niedelfs.
-          Se parece mucho a heidelf...
-          Los Heidelfs son las hadas de la primavera. Nosotros somos las hadas del invierno. Los Audelfs son las hadas del otoño y los Estidelfs son las hadas del verano. Tú eres una heidelf, pero creo que, más bien, deberías ser una Niedelf. Tu alma está hecha de nieve y la nieve son tus orígenes.
-          Pero...
-          No temas. Nosotros te respetamos, aunque después de esta noche quizá tus intenciones y tus deseos cambien.
-          El solsticio de invierno es la festividad más importante para nosotros. Encendemos hogueras heladas, bailamos hasta que la noche se vuelve rojiza y disfrutamos de la nieve como si al día siguiente fuese a fundirse para siempre. No hay maldad, solamente pureza...
-          Pero yo tengo frío aquí...
-          No lo tendrás si vienes con nosotros. Tocaremos una música cristalina que se mezclará con el sonido de la nieve al caer, haremos de la oscuridad sendas relucientes que brillarán en medio de la noche y nuestras risas y nuestras voces se fundirán con el eco del viento. Ven con nosotros. Somos los creadores del invierno, de su frío, de su amenazante silencio, y tú puedes ser una de nosotros si lo deseas.
-          Pero no es necesario que lo decidas ahora mismo. Puedes hacerlo en medio de nuestra danza.
Hablaban respetando sus turnos. Nadie interrumpía a nadie. Sus voces eran amenas, casi cristalinas. Parecían carillones dulces agitados por la brisa más tibia y tenue. No podía negarme a sus palabras, pues de repente había empezado a sentir una inmensísima curiosidad por todo aquello que me narraban, así que, sin decirles nada, agaché la cabeza. Todavía seguía suspendida en sus manos, apartada de la nieve, pero cuando percibieron mi asentimiento me dejaron ir. Mi cuerpo cayó lentamente hacia la tierra. Aunque la distancia que me separaba de la nieve no fuese considerable, notaba que mi cuerpo se estremecía. De pronto, me sentí ligera, como si la pesadez del hambre, de la sed y del miedo me hubiese abandonado.
Entre todos, tomándome de las manos, casi llevándome volando sobre la nieve, me arrastraron cariñosamente hacia un lugar en el que los árboles cercaban un prado helado donde las esponjosas nubes se reflejaban en el silencio. Inesperadamente, una llamarada azul emergió del centro de aquel prado y el cielo se tiñó de un color añil que me deslumbró. La oscuridad fue desvaneciéndose hasta convertirse en una luz azulada y violácea que nos acogió a todos.
Todo ocurría como si fuese parte de un sueño. Yo deseaba marcharme y quedarme al mismo tiempo. Me inquietaba cuando me acordaba de que Rauth y los demás estaban aguardándome, pero era incapaz de separarme de aquellos extraños seres. Parecía que me hubiesen hipnotizado. Y tal vez lo hubiesen hecho.
De la nada, todos tomaron unos instrumentos que yo no podía nombrar y se los repartieron entre ellos. Me ofrecieron un extraño instrumento de cuerda. Era redondo y tenía cinco cuerdas que parecían ser de plata. No me preguntaba nada. Nada me inquietaba. Aceptaba todo lo que sucedía como si fuese mi única realidad.
Entonces comenzamos a tañer una música que parecía provenir de las entrañas de la tierra. Nadie me reveló qué notas debía tocar, pues las sentía palpitar por dentro de mí como si fuesen otra voz aparte de mis pensamientos. Además, los demás niedelfs me guiaban con sus instrumentos. Sonaban campanitas casi imperceptibles, tambores delicados, flautas dulcísimas. Era una música tan amena y a la vez tan mágica... Parecía poder invocar hasta el espíritu más ancestral de la Historia. La hoguera alrededor de la cual todos danzábamos lanzaba al cielo suspiros de luz azulada que engrandecían las nubes, tornándolas rojizas, liliáceas, verdosas, blanquecinas. Parecía como si aquella mágica hoguera hubiese pintado un arcoíris en el firmamento.
Salvo quienes tocaban un instrumento de viento, todos empezamos a cantar acerca de la sabiduría de la naturaleza en una lengua que yo jamás había oído ni leído; una lengua que creí más antigua que el poder del viento. Aquellos versos se perdían por el silencio de nuestro corazón, pero se aunaban mágicamente con la melodía que todos creábamos con nuestros instrumentos:
«Y el invierno llega, llega,
Con pausa, con amor, con frío.
Y tiñe de oro las montañas,
Vuelve plata las nubes.
Silencia el viento, hiela los bosques
Y lo convierte todo...
En silencio.
Y los bosques aparecen quedos,
Son solitarios, vive el silencio en ellos,
Entre los antiguos árboles,
Bajo las poderosas ramas.
Y allí respira el silencio,
Y las nubes resguardan con amor,
Con respeto,
Con amor y respeto,
El suave y níveo manto
Con el que el invierno arropa los bosques».
Aquellas mágicas estrofas se repetían incesantemente. Entonces me olvidé del tiempo, del espacio, del mundo, de mi vida, porque aquella magia me arrebató todo lo que yo era y tornó aquella noche en el único instante de mi existencia. Creí que ya no quedaba presente más allá de esa noche... e, inesperadamente, deseé que aquella hipnótica danza, aquellos tiernos cantos y aquella música tan celestial fuesen eternos.
Mas algo quebró la magia de aquel instante: el amanecer; un amanecer que, sin embargo, no deslumbraba, solamente tornaba menos amenazante la oscuridad que las llamas de aquella azulada hoguera no podían disipar. El alba me devolvió una pequeña parte de mis pensamientos y de mis recuerdos, me hizo volver a sentir la pesadez del cansancio, del hambre y de la extrañeza. Los niedelfs que habían bailado y cantado junto a mí parecían ecos de ese fulgor que empezaba a hacer brillar más la nieve. Todos me miraban como si se despidiesen de mí. Entonces recordé su propuesta...
-          Ven con nosotros, Sinéad —me pidieron todos al unísono, como si nos hallásemos en un sueño.
-          No...
-          ¡Sinéad!
Aquella voz no le pertenecía a ninguno de esos seres etéreos y níveos. Rauth corría hacia mí con los ojos anegados en miedo, desconcierto y decepción. Cuando me tuvo al alcance de sus manos, me arrebató el instrumento que sostenía y me tomó rápidamente de las manos. Sin preguntarme nada, empezó a tirar de mí para que corriésemos juntos. Como no fui capaz de reaccionar, inevitablemente comenzó a arrastrarme por la nieve. Parecía tan asustado, tan nervioso...
-          Dime que no has cantado con ellos, dime que no has danzado junto a ellos, dime que no has mirado esa hoguera...
-          Rauth... ha sido muy bonito y puro, te lo aseguro.
-          ¡Ay, Sinéad! ¿Por qué siempre tienes que ser tan imprudente?
-          ¿Cómo?
-          ¡Haz el favor de correr!
-          Rauth, me perdí y... ellos me encontraron.
-          No me importa por qué has acabado con ellos, no me importa cómo has llegado a... a encontrarte con ellos. Tienes que huir cuanto antes. No entiendes nada, Sinéad, ¡no entiendes nada!
-          No lo entiendo porque no me lo has explicado nunca.
-          Te da igual la oscuridad, finges que no te aterra, te damos igual todos, ¿verdad? ¿Cómo es posible que nos hayas abandonado así? —me preguntó irascible deteniéndose enfrente de nuestro refugio.
-          Rauth, ya te he dicho que me perdí y ellos me encontraron. Si no hubiese sido por ellos, quizá habría muerto helada en la nieve.
-          ¿Recuerdas todo lo que ha ocurrido esta noche?
-          No... no lo recuerdo con exactitud. Solamente sé que hemos cantado y danzado alrededor de una hoguera hermosa...
-          ¿Sabes por qué no lo recuerdas con nitidez? —me preguntó desafiante.
-          No...
-          Porque se han apoderado de tu alma. Los niedelfs no son tan indefensos como parecen, Sinéad. ¿Acaso no has pensado en ello?
-          No... Solamente querían celebrar el solsticio de invierno...
-          ¿Y qué caracteriza al solsticio de invierno, Sinéad?
-          La oscuridad y el frío...
-          ¿Y eso te parece indefenso?
-          No entiendo nada. Y tengo frío y hambre...
-          Escúchame, Sinéad. Los espíritus del invierno buscan a almas vulnerables para alimentar su poder. Se han apoderado de tu alma para que no pudieses huir de ellos y, bailando y cantando con ellos, has alimentado su vigor, su potencia, sus dominios. Los niedelfs son seres de la oscuridad. Quieren conseguir que el solsticio de invierno se extienda a los demás días del año y quieren expandir su frío y su oscuridad por todos los rincones de Lainaya. Has ayudado a que la oscuridad sea más poderosa, Sinéad.
-          No lo sabía —me lamenté a punto de llorar.
-          Tu alma es vulnerable, pero también muy fuerte. Y ellos se han aprovechado de eso. No debes fiarte de nadie, de absolutamente nadie, Sinéad. Cualquier rincón puede ser temerario para nosotros y puede estar lleno de amenazas.
-          De acuerdo. Lo siento mucho —me lamenté agachando la cabeza.
-          Ya lo sabes para otra vez.
Zanjó la conversación con la misma aspereza con la que se había dirigido a mí durante todo el día. Entonces creí que no soportaría ni una palabra más pronunciada con tanta frialdad. Sin poder evitarlo, le pregunté entristecida:
-          ¿Qué te sucede conmigo, Rauth? ¿Por qué me tratas así?
-          ¿Por qué te has escondido de Alneth? Quien tiene que enfrentarla eres tú. Nos has dejado solos...
-          Pero creía que era conveniente que no viese a Brisita...
-          A Brisita no debe verla, pero a ti...
-          Lo siento.
-          Además...Nada, no importa. Ahora no es el momento de hablarlo. Entra y come algo. Después, duerme. Mañana será un día muy largo y mucho más duro que éste.
Rauth me tomó del brazo, como si temiese que pudiese escaparme, y me acompañó al interior de aquella cueva cuya salida protegimos con rocas grandes y oscuras. Me senté en el suelo y comí en silencio mirando cómo las llamas danzaban hipnóticamente. Después, sin decir nada más, me dormí junto a la lumbre, recordando y soñando con la peligrosa y mágica hermosura que había teñido aquella gélida y oscura noche.