EN LAS MANOS DEL DESTINO - 02. LA REGIÓN DEL
INVIERNO
El amanecer ya cubría los
bosques, tiñéndolos de oro, volviendo deslumbrantes las aguas, cuando todos
partimos hacia el inicio de ese viaje compuesto de momentos impensados e
inimaginables. Caminábamos en silencio, pero yo sabía que todos hablábamos a
gritos con nosotros mismos. Nuestra mente estaba llena de ideas, de
pensamientos y sentimientos que se mezclaban hasta devenir una maraña
ininteligible de sensaciones asfixiantes. Sin embargo, todos nos mirábamos con
serenidad e ilusión, como si en verdad no tuviésemos miedo, como si todo fuese
tan sencillo como respirar.
Nuestro ser estaba anegado en
fuerzas e ímpetu. Tras insistirle con cariño, al fin yo había conseguido convencer
a Rauth de que desayunásemos un poco todos juntos antes de partir. Habíamos
comido frutas deliciosas, habíamos bebido leche, incluso, al fin, yo había probado
el chocolate. Había comido hasta sentirme verdaderamente hinchada, tanto que me
creía incapaz de moverme. El chocolate me había parecido una de las cosas más
deliciosas de la vida. Rauth me lo había ofrecido en forma de graciosos bombones
rellenos de una espesa y sabrosa crema de chocolate cuyo exquisito sabor había
estado a punto de hacerme estallar de gozo. Todos rieron al ver la sonrisa de
placer que habían esbozado mis labios y cómo mis ojos brillaban.
Leonard también había comido
frutas, había bebido leche y agua, pero lo había hecho con un temor muy
gracioso que volvía lánguidos sus movimientos. Mordía la manzana que tenía en
la mano con inseguridad y temor, como si pensase que su cuerpo gritaría de histeria
si ingería aquella comida. Apenas pudo terminarse la manzana y bebió leche con
una leve mueca de disgusto congelada en su rostro.
-
No me gusta —expresó avergonzado agachando la mirada—. Tiene un sabor
horrible.
-
¡No te gusta la leche! —me reí cariñosamente—; pero si está
deliciosa...
-
No, no me gusta. Además, me da asco pensar que ha salido de un animal.
-
Te da asco —se rió Rauth—. Entonces, si te repugna la comida que salga
de los animales, quiere decir que quizá eres vegetariano.
-
A mí tampoco me gusta comer carne —le confesó Scarlya—. Desde siempre
me ha dado mucho asco. Además, cuando era humana y vivía en Florencia, veía
cómo asesinaban a los cerdos y luego de esos fragmentos de carne ensangrentada
hacían comida. Bah... qué asco —exclamó torciendo los labios.
-
Qué mal lo presentas —me reí—; pero te entiendo. A mí tampoco me
gustaba comer carne cuando era humana, sobre todo porque era carne de oso y
estaba excesivamente dura. Además, incluso tenía que comérmela cuando ya estaba
empezando a pudrirse porque no teníamos otra opción. Necesitábamos comer carne
porque ésta nos daba fuerzas... pero a veces prefería morirme de hambre,
sinceramente. En cambio, estos bombones están tan... tan excesivamente buenos
que no dejaría de comerlos nunca —me reí gozosa mientras cogía otro bombón con
mis dedos ya pringados de chocolate.
-
¡Sinéad! —exclamó Rauth con cariño—. ¡Ya te has comido diez! Vas a
ponerte como una foca.
-
¿Eso es posible? —le pregunté divertida con la boca llena—. Bah, da
igual. Si luego perderé todo esto... qué más da... si a lo mejor me muero hoy
mismo porque me cae una piedra en la cabeza... y me moriré sin haber saboreado
esta maravillosa delicia porque engorda. ¡Bah! Nunca he tenido la ocasión de
engordar —me reía como si nada me importase.
-
Tenemos que irnos, Shiny —me avisó Eros divertido mientras me retiraba
del regazo la cajita de bombones—. Venga, no comas más.
-
Ay, ahora estoy hinchada —protesté apoyándome en su hombro y
presionándome levemente la barriga—. Ahora sólo me apetece dormir.
-
De eso nada. Tenemos que irnos —exigió Rauth divertido.
-
Qué glotona eres, Shiny —se rió Eros acariciándome las mejillas.
-
Es que está todo tan bueno... y sé que no se acabará... por mucho que
coma —respondí melancólicamente.
-
Tenemos que irnos ya. Presiento que se acerca alguien —nos advirtió
Brisita con un poco de miedo.
-
Viene Alneth —confesó Rauth incómodo.
-
Voy a beber agua y a lavarme las manos... —me excusé separándome
repentinamente de Eros. No me apetecía ver a alguien que había querido hacerle
daño a mi Brisita—. Ven conmigo, Brisita, cariño.
No se opuso. Me acompañó al
cuarto de baño apenas sin mirar atrás. Desde allí, oímos cómo alguien entraba
en el hogar de Rauth. Enseguida escuchamos la voz de Alneth; la que sonó
falsamente amable y dulce:
-
Rauth, ¿quiénes son estos heidelfs tan adorables?
-
Como si no lo supiese —musitó Brisita entristecida—. Lo sabe todo,
Sinéad, todo.
-
Eso no puede ser —negué asustada.
-
Son Leonard, Scarlya y Eros. A Eros ya lo conoces —le contestó Rauth
con frialdad.
-
¿¿Y a dónde vais? ¿Por qué tenéis preparadas todas esas mochilas?
-
Vamos a hacer un viaje por Lainaya para que la vean —respondió Rauth.
Oí que se alzaba de donde estaba sentado y ordenaba la mesa retirando los
platos, los cuencos, los utensilios que habíamos usado para comer y la comida
que había sobrado—. Si no te importa, debemos marcharnos ya.
-
Puedo acompañaros —le propuso simpáticamente.
-
No es necesario, Alneth. Quédate cuidando de mi hogar, por favor.
-
¿Por qué estás tan serio, cariño? —le preguntó melosa. Oí que se
acercaba a él.
-
Lo ha llamado cariño —musité estremecida.
-
Siempre ha querido enamorarlo —me confesó Brisita con un susurro casi
inaudible.
-
No estoy serio, Alneth. Son figuraciones tuyas. Tenemos que irnos.
-
¿Dónde está Sinéad? Si están Eros, Leonard y Scarlya, obligadamente
ella tiene que estar por aquí también. ¿Y Brisita? Hace muchísimo tiempo que no
la veo y la echo de menos.
-
Mentirosa —murmuró Brisita con rabia. No pude evitar reírme
silenciosamente.
-
No están. Brisita no está aquí y Sinéad está esperándonos en otro
lugar. Tenemos que irnos ya.
-
No me supone ningún esfuerzo acompañaros, de veras.
-
No hace falta que vengas. Ya somos muchos.
-
Sí, sí es necesario. Creo que podría ayudaros a descubrir los lugares
más bellos de Lainaya.
-
Yo también los conozco.
-
Presiento que me ocultas algo y que quieres deshacerte de mí, Rauth.
¿Por qué? ¿Te he hecho algo?
-
No es eso. Simplemente, tenemos prisa.
-
Está bien. Id tirando. Ya os alcanzaré cuando menos os lo esperéis.
-
No quiero que nos sigas, Alneth. No es necesario, de veras —opuso
Rauth nervioso.
-
Qué terco eres. No sé por qué te preocupas tanto por mí. De veras, me
apetece acompañaros.
-
Ya somos muchos... No quiero que vengas —le confesó Rauth. Noté que su
voz temblaba, como si sus sentimientos quisiesen escaparse de su cuerpo a
través de sus palabras y su razón los detuviese.
-
¿No quieres que vaya con vosotros? —preguntó sorprendida.
-
No me pidas más explicaciones, Alneth. Estoy cansado de que controles
todo lo que hago, de que no me dejes solo nunca. Intentas enamorarme. ¿Acaso
piensas que no me he dado cuenta? Jamás te amaré, compréndelo de una vez
—protestó excesivamente intimidado.
-
Creo que no es justo que me digas todo eso delante de ellos.
-
No me has dejado otra opción. Preferiría que te marchases cuanto antes
de aquí antes de que esta conversación se enturbiase más.
-
Nunca he oído a Rauth hablar así —musitó Brisita intimidada.
-
No sé si debería haber dicho todo eso —proseguí con temor también.
-
Está bien, me marcho; pero no lo hago porque me lo ordenes, sino
porque me siento incapaz de mirarte después de cómo me has tratado. Quiero que
sepas que no te desharás de mí tan fácilmente, Rauth. Nuestros destinos están
cruzados de alguna manera, aunque quieras negarlo.
Entonces oímos que se marchaba.
Sus pasos sonaban cargados de una ira contenida. Brisita y yo salimos del
cuarto de baño cuando creímos que ella no podría oír nuestras voces desde la
lejanía. Rauth nos miró decepcionado y cansado, como si en verdad la visita de
Alneth le hubiese absorbido todas las fuerzas; pero enseguida nos sonrió para
infundirnos ánimo y valentía.
Lo ayudamos a recoger el salón y
después, en silencio, salimos de su hogar sin atrevernos a mencionar lo que
acababa de suceder. Y en silencio nos
mantuvimos hasta que llegamos a un lugar donde yo nunca había estado. No
habíamos dicho nada desde que habíamos salido de la curiosa morada de Rauth y
de repente noté que todos deseábamos hablar a la vez.
El camino que seguíamos, el que
estaba orillado por grandes y ancestrales árboles, de pronto se inclinaba hacia
un lugar que los troncos de los árboles nos impedían visualizar. Una senda
aparecía sinuosamente a nuestra izquierda y a la derecha teníamos un gran lago
de aguas turbias. El cielo no se atrevía a reflejarse en aquellas aguas tan
movidas y parecía que de súbito hubiese empezado a oscurecer. Las copas de los
árboles eran densas y apenas nos permitían observar el color del cielo.
-
¿Adónde tenemos que ir ahora? —preguntó Leonard intimidado.
-
Tenemos que atravesar el lago hasta llegar a su otra orilla. Entonces
nos adentraremos en la región del invierno —contestó Rauth sin el menor ápice
de entusiasmo; lo cual me sobrecogió.
-
¿La región del invierno? —quiso saber Scarlya con ilusión—. Suena muy
bonito.
-
Sí, pero necesitamos ponernos unos abrigos que nos resguarden del
frío. Aunque parezca algo innecesario porque aquí hace calor, en la otra
orilla...
-
¿Para qué tenemos que ponernos esos abrigos? —cuestionó Leonard
desorientado.
-
Recuerda, padre, que ahora sí nos afecta el frío —le respondí con
cariño.
-
No me acostumbro a esto —protestó agotado.
Rauth extrajo de su mochila un
largo abrigo de color negro y todos lo imitamos. Mi abrigo era blanco, lo cual
me hizo sonreír y preguntarme si sería posible mantenerlo limpio todo el
tiempo. Brisita tenía un pequeñito abrigo de color lila, Scarlya se emocionó
cuando vio que el suyo era rojo y el de Eros era azul oscuro, como el matiz de
los primeros instantes del anochecer. El de Leonard también era negro.
-
Qué bonitos todos —sonreí amorosamente.
-
Sí, son preciosos —me dio la razón Scarlya—. Me gusta mucho el tuyo,
Sinéad.
-
Si perdemos más tiempo, no llegaremos nunca —apuntó Rauth con
frialdad. Parecía estar enfadado o haberse vuelto de pronto infinitamente
impaciente. Sin embargo, no me atreví a preguntarle qué le sucedía.
-
¿Y dónde está la barca? —preguntó Scarlya.
-
Hay que invocarla.
Aquella respuesta me hizo
sonreír, pues trajo a mi mente una antigua leyenda; pero me mantuve serena y
queda, a la espera de que aquella misteriosa barca apareciese. Tras abrocharse
el abrigo, Rauth se acercó a la orilla y, con los ojos delicadamente cerrados,
permaneció en silencio hasta que un fuerte y gélido viento meció las ramas de
los árboles con aspereza. Aquel viento parecía provenir de la otra orilla del
lago y nos robó a todos el aliento y la frágil serenidad que palpitaba en
nuestro interior. Sin embargo, no temíamos, pues sabíamos que junto a Rauth y
Brisita no podía ocurrirnos nada malo.
Unas espesas y oscuras brumas
cubrieron el lago y nos envolvieron, ocultándonos nuestro entorno. No podíamos
ver nada, ni siquiera nos percibíamos unos a los otros en aquellas frías
tinieblas. Entonces, de repente, algo apareció ante nosotros; algo oscuro y
extraño que fue cobrando forma a medida que los segundos pasaban. Enseguida
supe que se trataba de la barca que nos llevaría a todos a la otra orilla.
-
Montaos —nos ordenó Rauth con un susurro.
Lo obedecimos en silencio, pero
temiendo que aquella barca pudiese deslizarse por encima de las aguas
impidiéndonos subirnos. Temía caerme en aquel lago tan oscuro y movedizo. No
estaba segura de poder nadar bien con las vestiduras que portaba y además
todavía me sentía algo incómoda por todo lo que había comido; mas ignoré todas
aquellas sensaciones y temores y me subí en la barca intentando serenarme.
Aquellas espesas y oscurísimas brumas me habían robado toda la calma que latía
en mí.
Rauth se sentó junto a mí.
Leonard y Scarlya estaban detrás de nosotros y Brisita y Eros se acurrucaron en
la popa de la barca también en silencio. Percibí, muy vagamente, que Eros
abrazaba a Brisita y la acunaba contra su pecho, entre sus cariñosos brazos.
Sonreí en medio de tanta confusión y oscuridad.
La barca empezó a moverse
lentamente, como si temiese hacer ruido. Me pregunté qué fuerza la impelería,
quién la empujaba, si ninguno de nosotros la llevaba. Rauth estaba a mi lado
con las manos escondidas entre los pliegues de su abrigo y restaba con los ojos
fijos en un horizonte inexistente. Las neblinas nos ocultaban cualquier orilla,
cualquier ápice de vida que pudiese existir más allá de ese instante, de ese
espacio.
-
¿Quién lleva la barca? —le pregunté en el oído. Me daba miedo hablar.
Creía que las aguas se agitarían si oían mi voz.
-
La magia —me contestó secamente.
-
¿Qué te ocurre, Rauth? —le pregunté sin poder evitarlo. Percibirlo tan
áspero conmigo me hería en el alma.
Rauth no me contestó. Continuó
con los ojos fijos en aquel horizonte al que, supuestamente, estábamos acercándonos;
mas yo creía que navegábamos a la deriva por un lago que en verdad no tenía más
orilla que la que habíamos dejado atrás; pero su silencio no me incitaba a
preguntarle nada. También me quedé callada, intentando comprender los motivos
de su taciturno comportamiento.
-
Tengo miedo —susurró Scarlya en el oído de Leonard.
-
Yo también —le confesó él con vergüenza—; pero tenemos que confiar en
Rauth. Él sabe lo que hace.
-
Por supuesto... —accedió ella—. Leonard, por favor, cógeme la mano.
-
Hace frío —indicó Eros sorprendido.
-
Se nota que estamos llegando a la tierra de la nieve —observé cariñosamente—.
Me imagino que será como Lacnisha.
-
Se llama la región del invierno y no tiene nada que ver con Lacnisha.
Este mundo no se asemeja al tuyo, Sinéad —me contradijo Rauth intentando que
sus palabras no sonasen excesivamente agrias, pero no lo consiguió.
-
De acuerdo —musité tristemente.
-
Ya hemos llegado —anunció Rauth—. Ya podéis bajar.
-
Pero si no se ve ni la oscuridad aquí —se rió Eros nervioso.
-
Estas brumas no desaparecerán hasta que la barca se marche —lo avisó
Rauth. Su voz sonó un poco más tranquila.
-
Shiny... mami.
-
Brisita, cariño, quédate ahí. Ya voy.
Mas no pude ir a buscar a
Brisita a la popa de la barca porque antes Rauth me tomó de la mano y tiró de
mí para que saliese cuanto antes de allí. Me costó ponerme en pie. Me parecía
que mis extremidades se habían congelado y que mis articulaciones se habían
convertido en piedra. Entonces me di cuenta de que hacía muchísimo frío.
Rauth me ayudó a bajar. Cuando
me hallé en la orilla, busqué dificultosamente a Brisita. Cuando la vi entre
Eros y Scarlya, sonreí más tranquila. Rauth volvía a permanecer quieto y quedo
enfrente de la orilla. Lentamente, aquellas espesas brumas que habían vuelto
oscuridad el amanecer fueron desapareciendo hasta que, de pronto, una luz
quebradiza, pero deslumbrante, empezó a cubrirlo todo. Vi de nuevo el lago (de
la barca no quedaba ni rastro) con sus aguas azuladas y turbias, vi los árboles
que habíamos abandonado en la otra orilla y el cielo apareció sobre nosotros,
claro y a la vez grisáceo. Había alboreado ya, pero el firmamento todavía no se
había deshecho de todos los matices de la noche.
Brisita, Eros, Scarlya y Leonard
miraban embelesados lo que quedaba tras de mí. Curiosa, me di la vuelta y
entonces la belleza más inmensa y encandiladora me abrumó, se apoderó de mis
sentidos y durante unos instantes demasiado eternos me hizo creer que en verdad
me hallaba en un sueño. No pude evitar que de mis labios se escapase un suspiro
de impresión que se quedó congelado en mis ojos, queriendo llenármelos de
lágrimas.
Ante nosotros, un prado helado
se extendía hacia más allá del horizonte, el cual estaba delimitado por unas
altísimas y robustas montañas que parecían dividir esa tierra en inocencia y
agresividad. Había árboles, pero éstos estaban separados por enormes llanuras
donde solamente habitaba la nieve más blanca y resplandeciente. El cielo que
cubría aquel invernal paisaje tenía el color de las fresas maduras, algo que me
hizo sonreír de extrañeza. Parecía tan rojizo como la sangre, pero también tan
rosado como las flores más crecidas. Ansié tañerlo para saber si era de
terciopelo.
Unas esponjosas nubes, las que
poseían el color de la nieve que lloraban, se deslizaban muy lentamente por el
cielo, con pausa, como si en ese mundo no existiese el tiempo. El contraste que
se producía entre el cielo, las nubes y la nieve hacía de aquel paraje un lugar
sólo posible en la imaginación más soñadora y sensible. Ansié poder plasmarlo
en un lienzo; pero sabía que no existía mejor lienzo donde pudiese ser pintado
que mi memoria, allí de donde jamás se borraría.
-
Qué belleza —dije mientras intentaba regresar costosamente a la
realidad.
-
¿Cómo es posible que existan lugares tan bonitos? —preguntó Scarlya.
-
Además, no se oye nada. Parece como si ni siquiera nuestras voces
pudiesen sonar aquí —observó Eros—. Creo que nunca he escuchado un silencio tan
profundo.
-
Yo sí —le revelé sonriéndole con muchísima añoranza.
-
¿Dónde? Creo que, si existe el silencio, es porque nace de este
lugar...
-
Lo he escuchado en Lacnisha —contesté entornando los ojos—. Y este
paisaje se parece tanto a mi amada isla... salvo que allí hay más árboles... y
el cielo es liliáceo; pero es tan silencioso y sereno como ella... tan acogedor
como...
-
Ya basta, Sinéad —me interrumpió Rauth intentando no ser brusco, pero
nuevamente falló en su intento.
Tenía ganas de llorar, pero
intenté que nadie lo advirtiese. Sin embargo, sabía que todos habían percibido
el extraño comportamiento de Rauth; el que parecía cortar el aire en fragmentos
gélidos que se me clavaban en el alma; pero intenté ignorar mis sentimientos
para poder permanecer serena junto a todos ellos.
-
¿Adónde tenemos que ir? —preguntó Scarlya con delicadeza y miedo, como
si temiese que Rauth le contestase con palabras hirientes.
-
Tenemos que seguir el camino del lago hasta llegar a la región de la
primavera. Después, allí, tendremos que buscar el hogar del agua, de donde
nacen todos los ríos, y continuar descendiendo hasta llegar a la región del
fuego, donde podremos encontrar a Lumia; pero, para ello, tenemos que atravesar
parajes desiertos donde el calor grita estridentemente, valles profundos en los
que se halla el hogar del viento, donde el otoño es pura decadencia. Esos
valles están cercados por inmensos volcanes que duermen esperando el momento de
erupcionar. Cuando pasemos esos valles, entonces llegaremos a la tierra de la
misma tierra, donde cada hora hay terremotos que agrietan las montañas...
Las palabras de Rauth nos
silenciaron a todos, nos estremecieron brutalmente y nos anegaron el alma en
temor e inseguridad; pero no quisimos demostrárselo. Empezamos a caminar cuando
él nos pidió con los ojos que lo siguiésemos y nos mantuvimos en silencio
durante un tiempo que pesó en nuestro corazón como la nieve que doblaba el
tamaño de las montañas.
El amanecer todavía no había
vuelto día la noche de aquel níveo lugar. El alba se había quedado paralizada
en la orilla de aquel brumoso lago. Parecía como si en aquel rincón de Lainaya
no existiese la luz; pero la oscuridad de la noche no nos resultaba molesta ni
inquietante, pues la nieve refulgía de modo que nos alumbraba, nos
proporcionaba la luminosidad que necesitábamos para no errar en nuestro camino.
Caminamos durante horas. Me
parecía que nunca me había cansado tanto. Me dolían los pies, tenía las manos
heladas, no cesaban de llorarme los ojos, pues el frío me los rasgaba, y todo
mi cuerpo parecía querer convertirse en hielo en cualquier momento. Anhelaba
arrimarme a la lumbre más inocente para poder templarme, pero no protesté en
ningún momento. Además, pasadas aquellas insufribles horas, empecé a tener
tanta hambre que creí que me desmayaría en cualquier instante. Aquella
situación me recordaba inevitablemente a mi vida humana; a aquellos días tan
largos en los que mi familia y yo buscábamos incansablemente la comida que
podía ayudarnos a sobrevivir. No eran únicamente las sensaciones que
experimentaba (como el agotamiento, el hambre, la sed) lo que me hacía
acordarme de aquellos días tan lejanos, sino también el paisaje que se extendía
ante nuestros ojos. La nieve cubría páramos inacabables resguardados por
montañas de cumbre inalcanzable.
-
No puedo más —protestó Scarlya de pronto. Su voz sonó como un
susurro—. Tengo hambre, estoy haciéndome pipí y además tengo una sed atroz. ¡Y
tengo frío! ¿Es que no podemos pararnos a descansar un momento? Además me duele
la barriga —protestó deteniéndose en medio de dos árboles.
-
¿Ya te has cansado, Scarlya? Huy, qué flojita estás —se burló Eros—.
Si ni siquiera llevamos dos horas andando.
-
Mentira. Llevamos más —lo contradijo ella con ganas de llorar—. Por lo
menos llevamos siete horas andando.
-
¡Venga ya! —estalló Eros en risas.
-
Siete no, pero cuatro sí —apuntó Rauth con paciencia—; pero no podemos
detenernos hasta que lleguemos al refugio. Si la verdadera noche nos alcanza en
medio de estos bosques helados, podemos morir congelados, pues el frío se
vuelve intensísimo y punzante. Comeremos cuando lleguemos; pero, si queréis,
podéis beber agua. Tenéis bastante en la mochila; aunque os recomiendo que la
reservéis para ocasiones más necesarias.
Su respuesta me desalentó mucho
más, pero no quise comunicárselo. Yo también tenía hambre, frío y otras
necesidades que me presionaban la barriga; pero continué caminando hasta que,
al fin, enfrente de nosotros apareció un bosque repleto de árboles sin hojas
que esperaban la llegada de la nieve para hacer con ella sus copas. A lo lejos,
entre dos montañas, había un pequeño monte oscuro y misterioso. Intuí que allí
se hallaba nuestro refugio.
-
Ya cada vez queda menos —me animó Leonard—. Mira a Brisita. Está
dormida entre los brazos de Eros.
-
¿Lleva acunándola durante todo el viaje? No me he dado ni cuenta.
-
Sí, Sinéad. Estás absorta. No sé lo que te sucede, pero no eres igual
a la Sinéad vampiresa —me confesó Leonard con cariño.
-
Tengo ganas de muchas cosas —me quejé apoyándome en su brazo—. Además,
Rauth... está tan... tan...
No pude terminar la frase. Las
lágrimas me interrumpieron. Enseguida me acordé de lo que le había confesado a
Eros sobre el amor que sentía por Rauth. No, no era cierto que a él ya no lo
amase en aquella tierra. Era posible que la intensidad de ese amor hubiese
mermado, pero yo necesitaba que él siguiese siendo tan bueno, cariñoso y dulce
conmigo. No soportaba que las palabras que me dirigía estuviesen cargadas de
aspereza y acritud.
-
Habla con él. No llores o se dará cuenta.
-
Lo sé.
-
Ya estamos llegando al refugio. Allí podremos comer y templarnos cabe
el fuego —nos avisó Rauth, quien se había detenido enfrente de nosotros para
aguardarnos. Él caminaba más rápido que nadie, como si sus sentimientos lo
impulsasen.
Cuando, al fin, llegamos al
refugio, estuve a punto de llorar de alegría. Me parecía que mi corazón latía
en mis pies y que no podía mover los dedos, aunque durante todo aquel trayecto
los hubiese protegido en los bolsillos de mi abrigo. Me senté en un rincón y me
apoyé en uno de los muros de aquella cueva, olvidándome por unos instantes del
hambre, de la sed, del cansancio y de las demás necesidades que mi cuerpo
tenía.
-
Ya podemos comer. Shiny, te has quedado dormida —me avisó Eros con
amor.
-
Necesito salir afuera un momento.
-
Está excesivamente de noche —me reveló Leonard—. Da miedo.
-
No me importa. Las noches invernales... creo que no me asustan...
Sabía que aquello no era cierto.
Sabía que, en cuanto me hallase en medio de aquel bosque anegado en soledad y
oscuridad, los recuerdos más tristes de mi vida humana regresarían a mi
memoria, llenándola de desconsuelo, intimidación y pena. Y realmente no me
equivoqué.
Cuando intenté volver al
refugio, la noche me rodeó de tal modo que me creí incapaz de encontrar el
camino de regreso. La oscuridad era tan absoluta que ni tan sólo podía percibir
mis propias manos. Aquella densa oscuridad parecía haberlo devorado
completamente todo, todo. Ni siquiera la nieve relucía tenuemente. Aquella
oscuridad era la más inacabable que yo jamás había captado.
Me había perdido, pero no quería
alarmarme ni aterrarme. Continué caminando lentamente, intentando no chocarme
con los árboles, hasta que, al fin, oí la risa de Scarlya mezclándose con el
silencio de la noche. No obstante, sonaba perseguida por un sinfín de ecos,
como si en verdad ella estuviese riéndose en la cima de una montaña. Me detuve
para intentar adivinar de dónde emanaba, pero, por mucho que sonase, yo no
lograba detectar el lugar del que procedía.
-
¿Scarlya? —la apelé nerviosa y desorientada; pero nadie me contestó,
solamente aquella risa que, lentamente, fue revelándome que en realidad no
pertenecía a Scarlya—. ¡Rauth, Leonard, Eros...!
Mi voz se hundió en aquel oscuro
e inhóspito silencio. Los árboles rechazaron mis llamados y ni siquiera los
ecos creados por el vacío quisieron imitar mi desesperación. Era como si nadie
pudiese hablar allí, como si nada pudiese interrumpir aquel insondable y espeso
silencio.
Inevitablemente, el miedo empezó
a apoderarse de todos mis sentidos y de mi aterido cuerpo. El frío que sentía
se intensificó hasta volverse insoportable y comencé a tiritar violentamente
mientras se apoderaban de mí unas desgarradoras ganas de llorar. En mi mente
resonaron las advertencias de Rauth; las que revelaban la importancia de encontrar
el refugio antes de que la noche se cerniese sobre aquellos bosques. Entonces
creí que nadie me hallaría jamás y que perecería allí, sola, helada, en medio
de la noche más oscura de la Historia.
Estaba tan aterida y asustada
que no pude evitar sentarme en el suelo mientras notaba cómo todo mi cuerpo
temblaba. Ya había empezado a llorar. Podía ser más valiente y seguir buscando
aquel refugio entre aquella oscuridad, pero con aquel cuerpo mortal me creía
incapaz de caminar serenamente, me sentía tan vulnerable, tan débil... tan
frágil...
Mas entonces noté que alguien se
acercaba a mí. Aquella risa que había parecido emanada del alma de Scarlya se
repetía continuamente, creando ecos espeluznantes, a la vez que aquellos casi
inaudibles pasos se tornaban ensordecedoramente sonoros. Alcé la cabeza para
intentar ver algo, pero no había nada ni nadie enfrente de mí. Todo seguía
estando tan oscuro como antes y mi cuerpo cada vez temblaba con más fuerza y
desesperación.
-
Sinéad, Sinéad, Sinéad.
Eran unos susurros que portaban
mi nombre, pero no pertenecían a ninguna voz conocida. Me asusté muchísimo más,
tanto que no pude evitar alzarme del suelo y empezar a correr por entre los
árboles deslumbrada por aquella intensísima oscuridad. Me tropecé unas cuantas
veces, pero seguía corriendo como si no me hubiese hecho daño. Las piernas y
los pies me protestaban de fríos que los tenía, pero yo ignoraba todas las
sensaciones que mi cuerpo pudiese experimentar.
-
¡Rauth!
Lo llamé casi asfixiada por el
esfuerzo. El gélido aire de la noche se adentraba ardientemente en mi pecho y
lo incendiaba, haciéndome tener ganas de toser. La debilidad ya se había
apoderado de mí y notaba que mi cuerpo cada vez tenía menos ímpetu para seguir
corriendo. Además, aquellos susurros y aquella risa incesante no hacían sino
volverse más ensordecedores. Parecía como si me persiguiesen, como si se
fortaleciesen con mi miedo.
-
¡Rauth, Rauth!
-
Sinéad, Sinéad, no huyas —me pedían aquellas voces casi atropellándose
unas con las otras—. Sinéad, Sinéad...
-
Ay, no, no... por favor, no... dejadme... —protestaba descontrolada
por el miedo. El cansancio más absoluto ya se había apoderado irrevocablemente
de mí. Me sentía mareada—. Arthur, Arthur...
Ni siquiera era consciente de
que estaba llamando de forma errónea a Rauth. Los recuerdos, el presente y el
pasado se mezclaban en mi mente, confundiéndome. La debilidad por no haber
comido nada durante todo el día se manifestaba en un intenso mareo que me hizo
caer al suelo, entre temblores de frío y pánico.
-
Arthur, Arthur, ayúdame... —suplicaba casi sin poder hablar.
Mi respiración estaba tan
agitada que apenas podía distinguir entre inspiración y expiración. El aire
quemaba mi pecho, lo congelaba, le arrebataba el calor a mi cuerpo. Cerré los
ojos con fuerza deseando que aquel instante desapareciese cuanto antes; pero ni
las voces, ni la risa, ni el cansancio ni el miedo desaparecieron. Continuaron
palpitando en mi ser y a mi alrededor como si poseyesen toda la vida de la
Tierra.
De pronto, noté que alguien se
acercaba a mí; pero sabía que no se trataba únicamente de un ser, sino de
muchos, pues percibía varias respiraciones, oía sonrisas, notaba el crujir de
algunas vestiduras y de la nieve. Quise alzar la cabeza para ver algo, para
saber si en verdad aquello era cierto o formaba parte de un sueño; pero no
podía moverme.
Entonces un calor muy tierno
empezó a envolverme, como si me rodease una templada y cariñosa lumbre. Unas
manos heladas tomaron mi cabeza con delicadeza y otras manos me separaron del
helado suelo. Cuando me noté en el aire, quise gritar, pero el miedo se había
apoderado de mi voz.
Una luz brillaba enfrente de mí,
como si fuese el camino del amanecer. Aquel fulgor era violáceo, azulado y
rojizo al mismo tiempo. Se componía de matices indescriptibles. Aquel
resplandor, como el alba, fue cubriéndolo todo, como si quisiese abatir el frío
y la oscuridad de la noche. Aquel esplendor tan bonito me permitió percibir, si
no nítidamente, al menos vagamente mi entorno.
Entonces me di cuenta de que
estaba rodeada por una inmensa cantidad de seres extraños que no podía nombrar.
Eran etéreos. Parecían no tener cuerpo, sino ser únicamente espíritu. Aunque no
reconociese la especie a la que aquellos seres tan brillantes pertenecían,
podía distinguir entre hombres y mujeres. Todos llevaban el cabello largo y
resplandeciente, tenían esbozada en sus labios una tierna sonrisa que hacía
relucir sus pequeños y almendrados ojos. No identifiqué ningún color conocido
en aquellos ojos. Todos se parecían a algún matiz de la vida; pero sin embargo
eran indescriptibles. Además, su piel era casi transparente, como si no tuviese
materia, y estaban vestidos con trajes níveos cuya tela y cuya tonalidad se
mezclaban con el fulgor de la nieve.
-
Sinéad, no nos temas —me habló una de ellos. Su voz parecía el eco de
la nieve rozando los troncos de los árboles. Era una voz solamente hecha de
susurros—. Somos los espíritus del invierno y queremos vivir contigo el
solsticio de invierno, que en esta tierra es nombrado Mavaen.
-
Pero yo debo volver a mi hogar —protesté incapaz de aceptar que aquel
momento fuese real.
-
Eres la heidelf que más ama el invierno en esta tierra. Buscamos almas
nobles y níveas que puedan celebrar con nosotros la noche más larga y fría del
invierno. Después la nieve tomará otro color. Bien conoces sus matices... —me
explicó uno de ellos.
-
¿Qué sois? —les cuestioné con vergüenza. Empezaba a sentirme
extrañamente cómoda con ellos. No podía evitar que sus palabras me hubiesen
halagado.
-
Somos los espíritus del invierno. Somos llamados Niedelfs.
-
Se parece mucho a heidelf...
-
Los Heidelfs son las hadas de la primavera. Nosotros somos las hadas
del invierno. Los Audelfs son las hadas del otoño y los Estidelfs son las hadas
del verano. Tú eres una heidelf, pero creo que, más bien, deberías ser una
Niedelf. Tu alma está hecha de nieve y la nieve son tus orígenes.
-
Pero...
-
No temas. Nosotros te respetamos, aunque después de esta noche quizá
tus intenciones y tus deseos cambien.
-
El solsticio de invierno es la festividad más importante para
nosotros. Encendemos hogueras heladas, bailamos hasta que la noche se vuelve
rojiza y disfrutamos de la nieve como si al día siguiente fuese a fundirse para
siempre. No hay maldad, solamente pureza...
-
Pero yo tengo frío aquí...
-
No lo tendrás si vienes con nosotros. Tocaremos una música cristalina
que se mezclará con el sonido de la nieve al caer, haremos de la oscuridad
sendas relucientes que brillarán en medio de la noche y nuestras risas y
nuestras voces se fundirán con el eco del viento. Ven con nosotros. Somos los
creadores del invierno, de su frío, de su amenazante silencio, y tú puedes ser
una de nosotros si lo deseas.
-
Pero no es necesario que lo decidas ahora mismo. Puedes hacerlo en
medio de nuestra danza.
Hablaban respetando sus turnos.
Nadie interrumpía a nadie. Sus voces eran amenas, casi cristalinas. Parecían
carillones dulces agitados por la brisa más tibia y tenue. No podía negarme a
sus palabras, pues de repente había empezado a sentir una inmensísima
curiosidad por todo aquello que me narraban, así que, sin decirles nada, agaché
la cabeza. Todavía seguía suspendida en sus manos, apartada de la nieve, pero
cuando percibieron mi asentimiento me dejaron ir. Mi cuerpo cayó lentamente
hacia la tierra. Aunque la distancia que me separaba de la nieve no fuese
considerable, notaba que mi cuerpo se estremecía. De pronto, me sentí ligera,
como si la pesadez del hambre, de la sed y del miedo me hubiese abandonado.
Entre todos, tomándome de las
manos, casi llevándome volando sobre la nieve, me arrastraron cariñosamente
hacia un lugar en el que los árboles cercaban un prado helado donde las
esponjosas nubes se reflejaban en el silencio. Inesperadamente, una llamarada
azul emergió del centro de aquel prado y el cielo se tiñó de un color añil que
me deslumbró. La oscuridad fue desvaneciéndose hasta convertirse en una luz
azulada y violácea que nos acogió a todos.
Todo ocurría como si fuese parte
de un sueño. Yo deseaba marcharme y quedarme al mismo tiempo. Me inquietaba
cuando me acordaba de que Rauth y los demás estaban aguardándome, pero era
incapaz de separarme de aquellos extraños seres. Parecía que me hubiesen hipnotizado.
Y tal vez lo hubiesen hecho.
De la nada, todos tomaron unos
instrumentos que yo no podía nombrar y se los repartieron entre ellos. Me
ofrecieron un extraño instrumento de cuerda. Era redondo y tenía cinco cuerdas
que parecían ser de plata. No me preguntaba nada. Nada me inquietaba. Aceptaba
todo lo que sucedía como si fuese mi única realidad.
Entonces comenzamos a tañer una
música que parecía provenir de las entrañas de la tierra. Nadie me reveló qué
notas debía tocar, pues las sentía palpitar por dentro de mí como si fuesen
otra voz aparte de mis pensamientos. Además, los demás niedelfs me guiaban con
sus instrumentos. Sonaban campanitas casi imperceptibles, tambores delicados,
flautas dulcísimas. Era una música tan amena y a la vez tan mágica... Parecía
poder invocar hasta el espíritu más ancestral de la Historia. La hoguera
alrededor de la cual todos danzábamos lanzaba al cielo suspiros de luz azulada
que engrandecían las nubes, tornándolas rojizas, liliáceas, verdosas,
blanquecinas. Parecía como si aquella mágica hoguera hubiese pintado un
arcoíris en el firmamento.
Salvo quienes tocaban un
instrumento de viento, todos empezamos a cantar acerca de la sabiduría de la
naturaleza en una lengua que yo jamás había oído ni leído; una lengua que creí
más antigua que el poder del viento. Aquellos versos se perdían por el silencio
de nuestro corazón, pero se aunaban mágicamente con la melodía que todos
creábamos con nuestros instrumentos:
«Y el invierno llega, llega,
Con pausa, con amor, con frío.
Y tiñe de oro las montañas,
Vuelve plata las nubes.
Silencia el viento, hiela los bosques
Y lo convierte todo...
En silencio.
Y los bosques aparecen quedos,
Son solitarios, vive el silencio en ellos,
Entre los antiguos árboles,
Bajo las poderosas ramas.
Y allí respira el silencio,
Y las nubes resguardan con amor,
Con respeto,
Con amor y respeto,
El suave y níveo manto
Con el que el invierno arropa los bosques».
Aquellas mágicas estrofas se
repetían incesantemente. Entonces me olvidé del tiempo, del espacio, del mundo,
de mi vida, porque aquella magia me arrebató todo lo que yo era y tornó aquella
noche en el único instante de mi existencia. Creí que ya no quedaba presente
más allá de esa noche... e, inesperadamente, deseé que aquella hipnótica danza,
aquellos tiernos cantos y aquella música tan celestial fuesen eternos.
Mas algo quebró la magia de
aquel instante: el amanecer; un amanecer que, sin embargo, no deslumbraba,
solamente tornaba menos amenazante la oscuridad que las llamas de aquella
azulada hoguera no podían disipar. El alba me devolvió una pequeña parte de mis
pensamientos y de mis recuerdos, me hizo volver a sentir la pesadez del cansancio,
del hambre y de la extrañeza. Los niedelfs que habían bailado y cantado junto a
mí parecían ecos de ese fulgor que empezaba a hacer brillar más la nieve. Todos
me miraban como si se despidiesen de mí. Entonces recordé su propuesta...
-
Ven con nosotros, Sinéad —me pidieron todos al unísono, como si nos
hallásemos en un sueño.
-
No...
-
¡Sinéad!
Aquella voz no le pertenecía a
ninguno de esos seres etéreos y níveos. Rauth corría hacia mí con los ojos
anegados en miedo, desconcierto y decepción. Cuando me tuvo al alcance de sus manos,
me arrebató el instrumento que sostenía y me tomó rápidamente de las manos. Sin
preguntarme nada, empezó a tirar de mí para que corriésemos juntos. Como no fui
capaz de reaccionar, inevitablemente comenzó a arrastrarme por la nieve. Parecía
tan asustado, tan nervioso...
-
Dime que no has cantado con ellos, dime que no has danzado junto a
ellos, dime que no has mirado esa hoguera...
-
Rauth... ha sido muy bonito y puro, te lo aseguro.
-
¡Ay, Sinéad! ¿Por qué siempre tienes que ser tan imprudente?
-
¿Cómo?
-
¡Haz el favor de correr!
-
Rauth, me perdí y... ellos me encontraron.
-
No me importa por qué has acabado con ellos, no me importa cómo has
llegado a... a encontrarte con ellos. Tienes que huir cuanto antes. No
entiendes nada, Sinéad, ¡no entiendes nada!
-
No lo entiendo porque no me lo has explicado nunca.
-
Te da igual la oscuridad, finges que no te aterra, te damos igual
todos, ¿verdad? ¿Cómo es posible que nos hayas abandonado así? —me preguntó
irascible deteniéndose enfrente de nuestro refugio.
-
Rauth, ya te he dicho que me perdí y ellos me encontraron. Si no
hubiese sido por ellos, quizá habría muerto helada en la nieve.
-
¿Recuerdas todo lo que ha ocurrido esta noche?
-
No... no lo recuerdo con exactitud. Solamente sé que hemos cantado y
danzado alrededor de una hoguera hermosa...
-
¿Sabes por qué no lo recuerdas con nitidez? —me preguntó desafiante.
-
No...
-
Porque se han apoderado de tu alma. Los niedelfs no son tan indefensos
como parecen, Sinéad. ¿Acaso no has pensado en ello?
-
No... Solamente querían celebrar el solsticio de invierno...
-
¿Y qué caracteriza al solsticio de invierno, Sinéad?
-
La oscuridad y el frío...
-
¿Y eso te parece indefenso?
-
No entiendo nada. Y tengo frío y hambre...
-
Escúchame, Sinéad. Los espíritus del invierno buscan a almas vulnerables
para alimentar su poder. Se han apoderado de tu alma para que no pudieses huir
de ellos y, bailando y cantando con ellos, has alimentado su vigor, su
potencia, sus dominios. Los niedelfs son seres de la oscuridad. Quieren
conseguir que el solsticio de invierno se extienda a los demás días del año y
quieren expandir su frío y su oscuridad por todos los rincones de Lainaya. Has
ayudado a que la oscuridad sea más poderosa, Sinéad.
-
No lo sabía —me lamenté a punto de llorar.
-
Tu alma es vulnerable, pero también muy fuerte. Y ellos se han
aprovechado de eso. No debes fiarte de nadie, de absolutamente nadie, Sinéad.
Cualquier rincón puede ser temerario para nosotros y puede estar lleno de
amenazas.
-
De acuerdo. Lo siento mucho —me lamenté agachando la cabeza.
-
Ya lo sabes para otra vez.
Zanjó la conversación con la
misma aspereza con la que se había dirigido a mí durante todo el día. Entonces
creí que no soportaría ni una palabra más pronunciada con tanta frialdad. Sin
poder evitarlo, le pregunté entristecida:
-
¿Qué te sucede conmigo, Rauth? ¿Por qué me tratas así?
-
¿Por qué te has escondido de Alneth? Quien tiene que enfrentarla eres
tú. Nos has dejado solos...
-
Pero creía que era conveniente que no viese a Brisita...
-
A Brisita no debe verla, pero a ti...
-
Lo siento.
-
Además...Nada, no importa. Ahora no es el momento de hablarlo. Entra y
come algo. Después, duerme. Mañana será un día muy largo y mucho más duro que
éste.
Rauth me tomó del brazo, como si
temiese que pudiese escaparme, y me acompañó al interior de aquella cueva cuya salida
protegimos con rocas grandes y oscuras. Me senté en el suelo y comí en silencio
mirando cómo las llamas danzaban hipnóticamente. Después, sin decir nada más,
me dormí junto a la lumbre, recordando y soñando con la peligrosa y mágica
hermosura que había teñido aquella gélida y oscura noche.