martes, 30 de agosto de 2016

LA VISITA - 09. EL ABRAZO DE LA MADRE

9

El abrazo de la madre 


Desperté envuelta en un silencio profundo y aterciopelado. Cuando abrí los ojos, la oscuridad más densa invadía mi alrededor y parecía que me hallase en medio de la nada. Sin embargo, ni el inquebrantable silencio que me rodeaba ni la oscuridad brumosa que me cubría deshicieron la inmensa paz que me anegaba el alma. Estaba tan tranquila que ni tan sólo los recuerdos más tristes de mi vida conseguían desasosegarme; aunque lo cierto es que no podía rememorar los últimos momentos que había vivido dominada por la vigilia. Me costó mucho evocar los recuerdos creados antes de que el sueño se adueñase de mi consciencia. 
Cuando conseguí acordarme de todo lo  que había ocurrido desde que me había adentrado en Lainaya junto a Arthur, la dulce calma que me llenaba el alma se agrietó un poco. Me costaba creerme que hubiese podido hablar tan directamente con Ugvia y sobre todo que me hubiese quedado dormida entre sus brazos; pero esos recuerdos eran tan reales como mi existencia.
Comencé a intranquilizarme. No saber dónde me encontraba me impacientaba y tampoco podía permanecer serena si no conocía lo que me sucedería próximamente. Así pues, me incorporé y miré más detenidamente a mi alrededor. Entonces descubrí que había dormido en un suelo cubierto por una alfombra bastante mullida y suave que funcionaba como lecho. A mi lado solamente había vacío. En el lugar en el que me hallaba, no había ni  un solo recoveco por el que pudiese adentrarse el esplendor de la noche. Únicamente la soledad, la oscuridad y el silencio se atrevían a ocupar aquella estancia misteriosa cuya forma tampoco era capaz de adivinar.
Cuando creí que sería incapaz de encontrar la salida de aquel lugar, apareció ante mí un suave fulgor azulado que me tranquilizó al instante. Supe, sin que nadie tuviese que decírmelo, ni siquiera mi propia memoria, que quien se hallaba ante mí era Ugvia. La apariencia con la que se me había presentado el amanecer anterior volvía a definirla. Estaba vestida, esta vez, con un traje vaporoso de color verde que me recordaba a las hojas perennes de los árboles que mantienen intacta su fronda en invierno. Me atreví a observarla con más minuciosidad y así pude darme cuenta de que era muy hermosa. Tenía los ojos muy brillantes, aunque aquel esplendor no impedía que se percibiese, a la perfección, el matiz grisáceo de su mirada; la cual era serena, maternal, tierna, dulce e inocente. Sus cabellos eran largos, blanquecinos, aunque no parecían canosos, sino teñidos por la misma nieve, y el gesto que mantenía congelado en su rostro inspiraba muchísima confianza. Sentí una insoportable atracción por su presencia, por sus brazos, por su cuerpo, como si ella fuese la materialización de un paisaje precioso a través del que ansiaba correr hasta perder la noción del viento.
Buenas noches, mi querida hija —me saludó amablemente mientras se acercaba a mí—; aunque también eres mi amiga. Todos sois mis hijos, pero no todos sois mis amigos.
Exactamente —le sonreí con timidez—. Buenas noches, Ugvia.
Nos espera una noche muy larga, pero lo primero que tenemos que hacer es buscar tu alimento. En Lainaya no puedes encontrar la sangre que necesitas para subsistir y para adquirir las fuerzas que requieres, pero yo puedo proporcionártela.
¿Cómo? —le pregunté desconcertada.
Ven conmigo.
Ugvia comenzó a caminar, dirigiéndose hacia un lugar inconcreto. Enseguida me apercibí de que los lugares por los que pasábamos surgían súbitamente, como si ella los crease al andar. Nos hallamos, de pronto, en un corredor largo y muy oscuro delimitado por dos muros de piedra ennegrecida  por el paso del tiempo. Sin poder evitarlo, aquel pasadizo me recordó muchísimo a los que construían la distribución de los castillos que habían sido mi morada a lo largo de mi vida. 
Apareció ante nosotras una gran puerta de madera gruesa que Ugvia abrió sin tocar ningún pomo. Entramos en una habitación pequeña en la que había un sofá en el cual Ugvia, con un gesto silente, me ordenó que me sentase. Cuando la obedecí, ella desapareció; pero mi soledad duró apenas unos instantes. Regresó a los segundos portando en sus manos un recipiente cuya forma no pude concretar. 
Puedo crear toda la sangre que necesites sin que tenga que morir nadie entre tus brazos —me avisó con ternura—. Relájate, Shiny.
Entonces me mandó que cerrase los ojos y noté que me acercaba a los labios el borde de aquel recipiente tan misterioso; el cual era fino y muy estrecho. Sin preverlo, la calidez de la sangre me invadió, su sabor me descontroló y, apenas sin saber muy bien cómo me movía, me aferré a aquella especie de ánfora de la que manaba el líquido más exquisito que jamás pudo existir. 
Aquella sangre sabía excesivamente bien y estaba tan espesa que no podía evitar que mi consciencia cada vez se distanciase más de mi alrededor. Cuanto más espesa sea la sangre, más placer experimento siempre al beberla. Estaba tibia y deliciosa. Deseé que no se terminase nunca y, durante unos largos momentos, pensé que aquel  inocente deseo se me había cumplido, pues el tiempo pasaba sin que la cantidad de aquella sangre llegase a su fin. Continuamente esperaba detectar la última gota que se me permitía ingerir, pero aquélla no llegaba nunca. Así pues, me olvidé de las prohibiciones y del fin y me entregué a la riquísima sensación que me invade cuando me alimento.
Llegó un momento en el que me pareció que el cuerpo deseaba explotarme. Dejé de beber lentamente y, con mucha pausa, fui recuperando la noción de mi alrededor y de mí misma. Todavía me aferraba a la madera gruesa de aquella especie de cuenco misterioso, pero estaba tumbada en el sofá en el que Ugvia me había ordenado que me acomodase. Ella no estaba a mi lado. Me hallaba completamente sola. Tenía la respiración agitada y los recuerdos de mi reciente ingesta de sangre me invadían toda la mente, haciéndome experimentar los rescoldos del inmenso placer que me había alejado de la realidad. El alma se me había anegado en paz y en esos mmomentos me parecía que ninguna dificultad podría vencerme. 
De repente, cuando más sumergida estaba en aquellas deliciosas sensaciones, alguien se adentró en aquella estancia. Sus pasos eran silentes y cuidadosos, como si caminase sin querer asustarme. Alcé los ojos y entonces me encontré con la preciosa y otoñal mirada de Arthur. Me percaté de que la sangre me había devuelto la nitidez de mis sentidos. La apariencia de Arthur brillaba mucho más que la última vez que me había hallado a su lado. Me parecía que los cabellos le resplandecían de una forma muy especial, como si sobre ellos hubiese llovido el fulgor de las estrellas, y su mirada estaba anegada en una luz que me arropó como si de un manto cálido de terciopelo se tratase. 
Se sentó a mi lado sin decirme nada. Solamente nos comunicábamos a través de nuestros ojos. En esos instantes, me pareció que el tiempo había deshecho el camino recorrido hasta ese momento para detenerse justo en esos años en los que Arthur y yo éramos tan inmensamente felices. No obstante, seguía siendo consciente de que nos hallábamos en Lainaya (si es que aquel lugar se encontraba emplazado en alguna región de Lainaya). Aquella certeza embelleció mucho más aquel instante.
Has recuperado el dulce rubor de tus mejillas y ahora los ojos te brillan mucho más —me comunicó Arthur con una voz suave y aterciopelada. Que me hablase de ese modo me sobrecogió mucho—. ¿Dónde has estado?
¿Dónde estamos ahora? —le pregunté incorporándome y acomodándome a su lado, más cerca de sus ojos verdosos.
En el palacio de Brisa —me contestó extrañado—. ¿Qué te sucede?
¿Me he despertado aquí, en el palacio de Brisa?
Por supuesto. Has dormido en este sofá, según me ha revelado Lluvia.
No es verdad. Yo he estado con ugvia y acaba de proporcionarme una inmensa cantidad de sangre.
Sí, a mí también —me susurró  confidencialmente—, pero nadie debe saberlo, ¿de acuerdo?
¿Por qué?
Sinéad, Ugvia ha sido muy complaciente con nosotros, pero lo ha hecho a cambio de que mantengamos en secreto todo lo que hemos vivido con ella.
¿Tú también la viste ayer?
Sí, pero no podía hacer nada. Estaba completamente paralizado. No podía hablar ni moverme.
¿Y no te incomodaste?
No, porque Ugvia me llenó el alma de paz.
Arthur, me siento muy perdida. Ha desaparecido incluso el ánfora que tenía en las manos, de la cual ha manado toda la sangre que he bebido —apunté al darme cuenta de repente que entre las manos ya no tenía aquel recipiente.
Sí, eso es cosa de Ugvia. Ven, tenemos que ir al bosque. Allí nos reencontraremos con ella.
Arthur...
No temas. Todo va a salir bien.
Arthur, necesito hablar contigo.
Será mejor que lo hagamos luego.
No, no, es urgente.
Nada es más urgente que la vida de nuestra hija.
Nuestra hija...
Sí, nuestra hija... el fruto de nuestro amor, de nuestro eterno amor.
Aquellas palabras, y sobre todo el tono con el que Arthur las había pronunciado, me llenaron los ojos de lágrimas y me hicieron experimentar unas intensísimas ganas de llorar, como si tuviesen la capacidad de lanzar sobre mí el peso de todos los años que habíamos permanecido separados. No obstante, Arthur se levantó antes de percibir el efecto que me había causado lo que acababa de decir. Se encaminó hacia ese pasadizo que antes yo había atravesado con Ugvia sin tener ni idea de donde me hallaba. Arthur me aguardó en la puerta de la estancia en la que supuestamente había dormido, pero no me miraba, como si temiese encontrarse con unos ojos totalmente cargados de desesperación.
Lo seguí en silencio, todavía sintiendo en el alma el potente efecto de su declaración, y de repente nos hallamos en medio de la naturaleza nocturna que rodeaba el palacio de Brisa, el cual estaba emplazado en medio de un bosque totalmente cargado de otoños, de lluvias pasadas, de vientos que ya no soplaban. El silencio más profundo lo anegaba todo y parecía que en aquel lugar nunca había susurrado nadie, ni tan sólo los seres más diminutos que poblaban aquel bosque.
Arthur caminaba delante de mí, forjando el camino que debíamos seguir. Llegamos, al fin, a ese lago en el que, el amanecer anterior, Ugvia se nos había aparecido. El agua estaba en calma, acariciada por una mansa brisa que ni siquiera se atrevía a mecer las ramas de los árboles. El cielo que nos cubría estaba lleno de estrellas lejanas que nos proporcionaban una luz muy suave y dulce. El ambiente que nos rodeaba estaba impregnado de serenidad y sublimidad, pero yo no podía desprenderme de la tristeza que me habían hecho sentir las palabras de Arthur; las que contenían tanto dolor, tanta fuerza y tanta impotencia. 
Bien. Ugvia me ha pedido que la esperemos aquí.
Arthur se había sentado a la orilla del lago, pero yo todavía me mantenía en pie tras él. No obstante, acabé situándome a su lado y me acomodé en aquel suelo cubierto de una hierba mullida y aromática.
Supongo que tardará un poco en llegar —titubeó Arthur sin saber qué decirme.
Arthur, necesito hablar contigo, y lo necesito ya, ahora —le declaré intentando no arrancar a llorar.
Sí, dime, Sinéad.
Arthur, quiero...
¿Qué quieres, Sinéad? —me preguntó con miedo.
Quiero que sepas que nunca seré capaz de borrar de mi alma...
No, no sigas, Sinéad. Lo sé, sé todo lo que quieres decirme —me aseguró tomándome de las manos—. Sé cómo te sientes y qué piensas, pero no quiero escucharlo. No lo soportaría. No digas nada, por favor.
Arthur, me cuesta mucho encontrarle el sentido a la vida —le confesé sin poder evitar que el llanto contra el que tanto había luchado se apoderase de mí.
Tienes que intentar buscárselo, Sinéad. Tsolen te ama, tú lo amas...
No puedo pensar en Tsolen. No lo soporto. No lo amo como antes porque he notado que nos hallamos muy lejos uno del otro, cada vez más lejos. Él... él no vive como yo, no piensa ni siente como yo.
Pero ¿eso qué más da, Sinéad, si os amáis?
Porque no entiende mi realidad ni yo tampoco entiendo la suya.
Tsolen busca vivir cómodamente y sabe adaptarse muy bien al presente y a todo lo que os toca vivir. Tú, en cambio, eres como yo. No soportas que te arrebaten lo que tanto amas.
Arthur, no puedo más, no puedo más.
Mi llanto era inconsolable, pero Arthur no se atrevía a abrazarme porque sabía que, si lo hacía, mi dolor se volvería excesivamente intenso y le traspasaría el alma. Lo único que se atrevía a hacer era presionarme las manos con mucho cariño.
Intenta serenarte, amor. Te prometo que, cuando todo esto pase, hablaremos serenamente y te escucharé todo el tiempo que necesites, pero ahora tenemos que ser fuertes por nuestra hijita.
No sé qué va a pasar.
Ugvia te aseguró que la salvaría.
No me dijo eso. Me aseguró que haría algo por mí, pero no si conseguiría salvarle la vida a Brisita.
Seamos pacientes y comprensivos con ella. Ugvia también está sufriendo muchísimo. 
Lo sé. 
Entonces en esos momentos se apagó la oscuridad que nos rodeaba, pues un intenso fulgor azulado volvió a deslumbrarnos. La magia de Ugvia me permitió dejar de llorar, ya que me sentí arropada por su presencia, y ella apareció de nuevo ante nosotros, portando en la mirada una paz con la que me acarició el alma hasta deshacer las ganas de llorar que tanto me habían dominado. Arthur me soltó de las manos y se quedó quieto ante la Diosa.
No tenemos mucho tiempo —nos anunció sentándose entre los dos. Nunca la había visto sentada, solamente de pie, imponente en medio de la noche, y notarla tan cercana me sobrecogió mucho. Podía tañerla con las manos si las alargaba, pero sin embargo me mantuve quieta, aguardando sus palabras—. Debemos reunir ahora toda nuestra magia. Extended las manos hacia el lago, como si quisieseis amparar el brillo de las estrellas. Debemos ponerlas muy juntas, así —nos indicó realizando ella el gesto que nosotros teníamos que imitar—. Cerrad los ojos y sentid el influjo de la tierra, la magia de la vida y el poder de la naturaleza fluyendo por vuestro ser. Tenéis en vuestro interior un sinfín de capacidades mágicas. Sois poderosos e inmortales. Debéis aprovechar todas esas facultades que os otorga ser lo que sois.
Las sublimes palabras de Ugvia nos inspiraban muchísima seguridad, nos alentaban y nos proporcionaban una paz inquebrantable. Cuando colocamos las manos tal como ella nos había indicado, empecé a notar que fluía por mi ser un poder ancestral, como si la magia de la naturaleza se me hubiese adentrado en el alma y se repartiese por todo mi cuerpo. Aquella sensación era tan agradable que no pude evitar desear que aquel momento durase para siempre. 
Lo que más me sobrecogía era notar que aquella magia se expandía por mi ser cada vez con más fuerza. Era imparable, poderosa, poseía un brío indestructible que me engrandecía, que me hacía creer que el mundo se achicaba a mi alrededor y que yo me volvía tan imponente como la misma Diosa. Aquel pensamiento me estremeció, pues me pareció pretencioso, pero del alma de Ugvia me llegó un aviso, una orden que me instaba a no deshacerlo. 
Shiny, recuerda que puedes controlar la fuerza del viento y de la lluvia. Recuerda que puedes hacer que del cielo brote la nieve más esponjosa cuando el calor del verano lo abrasa todo. No olvides lo poderosa que eres. Dominas los bosques, los mares e incluso, aunque no lo  creas, puedes convertir en volcán cualquier monte. No sientas culpa por creer que eres tan imponente como yo.
El mundo parecía una ilusión distante perdida más allá de las cumbres de las montañas más altas. El cielo era un manto que nos cubría protegiéndonos de la superficialidad de la tierra y, cuando creía que el viento se había olvidado de cómo soplar, entonces las ramas protestaban, impulsadas por una brisa poderosa que removía las aguas del lago que teníamos enfrente, que nos amparaba y nos separaba de una orilla en la que ocurrían hechos ajenos a nuestra voluntad y a nuestros deseos. Me parecía que nada había acaecido nunca, que el pasado no era más que un destino vacío y que todos los momentos que iban en pos del primer instante de nuestro futuro se habían quedado rezagados en una perpetua eternidad que nunca pasaba ni pasaría, un tiempo que no transcurría. El espacio era absolutamente nada, como nada eran mis pensamientos. El único sentimiento que palpitaba en mí era el  de la convicción. Estaba convencida de muchísimas certezas, pero no podía nombrarlas porque en esos momentos había olvidado el sonar de todas las palabras. 
Noté que unos dedos helados y a la vez cálidos se cerraban en torno a mis manos y que me las presionaban como si quisiesen transmitirme una fuerza que no se hallaba en ninguna parte. Quise rogar a gritos que aquellos dedos nunca me soltasen, pero no podía hablar ni pensar. Una voz muy sutil que todavía palpitaba en mi mente me advirtió de que aquellos dedos le pertenecían a Ugvia y aquella certeza me hizo sentir mucho más tranquila y protegida que antes. 
Cree en ti, Shiny, por favor.
La voz de la Diosa se colaba a través de las brumas que anegaban todo mi ser, mi alrededor, mi existencia y mi pasado. No cabía nada en aquella nada, pero la voz de Ugvia podía ocuparlo todo. Entonces, como si aquellas palabras en realidad hubiesen sido una orden que no podía ignorar, abrí los ojos y miré desconcertada a mi alrededor. 
Estaba tendida sobre el suelo que formaba la mullida orilla del lago. Arthur estaba a mi lado, acariciándome los cabellos, y me miraba como si hubiese permanecido alejada de él durante un tiempo inmensurable. Me sentía extraña. Tenía la sensación de que,  si me ponía en pie, empezaría a temblar brutalmente. Anhelé que Arthur me abrazase para sentirme protegida, pero no me atreví a pedírselo.
Vayamos al castillo de Brisa —me sugirió levantándose de pronto.
No sé si podré caminar.
Ahora te sientes tan débil porque tu cuerpo está aceptando toda la fuerza que albergas en ti, Sinéad, pero debes ser valiente. Vayamos. No podemos perder más tiempo.
¿Dónde está Ugvia? —le pregunté tras incorporarme. 
No vuelvas a pronunciar su nombre. Nadie tiene que saber que hemos estado con ella.
No podré olvidarlo nunca. Esa inmensa protección que ella nos ha ofrecido supera cualquier sensación agradable y vence cualquier sentimiento asfixiante. Jamás podré olvidarla...
Sinéad, por favor, céntrate. Tenemos que salvar a Brisita.
No sé lo que tengo que hacer.
No pienses. Ella te guiará, te lo aseguro. Cree en mí.
Me alcé del suelo y comencé a caminar aferrándome con fuerza a la mano de Arthur, quien me guió a través del bosque hasta el palacio de Brisita. Nos adentramos allí como si no hubiese nadie más en ese lugar y nos encaminamos directamente hacia la alcoba de nuestra hijita. No obstante, yo apenas podía pensar en el camino que recorríamos, pues Arthur me guiaba como si yo no tuviese voluntad.
La alcoba de Brisita estaba invadida por una luz muy tenue que provenía del pábilo de unas cuantas velas, situadas en los cuatro rincones de la habitación. La ventana estaba abierta. El suave y aromático aroma de la noche se adentraba en aquella estancia y la adornaba cálidamente. 
Brisa estaba tendida en su lecho y nos miraba extrañada. Supe que nuestra apariencia le resultaba levemente inquietante, pero no nos dijo nada, tal vez porque apenas tenía fuerzas para hablar. 
Me senté a su lado y le acaricié los cabellos. Noté que la piel le ardía intensamente, torturada por una fiebre que anhelé deshacer cuanto antes. Entonces, al notar la fuerza de aquel deseo, percibí que de las manos me emanaba un poder especial; un poder indescriptible que nunca había experimentado antes. Coloqué, pues, las dos manos sobre la frente de Brisa y permití que aquel anhelo volviese a apoderarse de todo mi ser, ensordeciendo el resto de mis sentimientos y de mis pensamientos. 
Brisa cerró los ojos y empezó a respirar agitadamente. Me asusté muchísimo, pues pensé que mi presencia empeoraba su estado; pero, enseguida, su respiración se volvió lenta, profunda, pero lenta al fin, calmada. Noté que se había dormido. Sin que nadie tuviese que ordenármelo, desplacé las manos hacia su vientre, donde las situé con muchísimo cuidado, temiendo que mis gestos la extrajesen de su sueño reparador. Tenía por seguro que el mal que atacaba a mi hijita nacía directamente de aquella parte de su cuerpo y después se expandía por todo su ser.
Percibí detalles muy curiosos cuando le coloqué las manos en el vientre. Creí notar el eco de la vida de Lluvia, la que había crecido en sus entrañas hacía ya unos cuantos meses, también el eco de los pensamientos de Sauce y el amor de Lianid. De su corazón parecía que proviniesen sus recuerdos y de su sangre se desprendía una debilidad que, lentamente, fue convirtiéndose en vigor. Aquella sensación me animó, me hizo retirar las manos del vientre de Brisa para colocárselas en los hombros y así atraerla hacia mí. La rodeé con mis brazos mientras le pedía, en silencio, a través de mi mente, que olvidase el dolor y recibiese la dicha, la paz y la vida. Brisa estaba dormida, pero, sin embargo, se asió a mí con desesperación. Entonces abrió los ojos y respiró profundamente, como si quisiese inspirar todo el aire que la enfermedad que padecía le había impedido traer a su ser. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada perdida, pero, muy pausadamente, comenzó a entornarlos y de repente me di cuenta de que me miraba con extrañeza y a la vez alivio.
Brisita, ¿puedes oírme?
No dejes de abrazarme. Me transmites, con tu presencia y con tus manos, muchísima fuerza.
Brisa hablaba con delicadeza, pero su voz ya volvía a tener ese deje de poder que tanto me gustaba oír en ella. La abracé más fuerte y ella apoyó la cabeza en mi hombro derecho. Así permanecimos durante un tiempo que ninguna de las dos se atrevió a contar ni tampoco se molestó en medir.
Tienes en ti el poder de la Diosa. La Diosa ahora está en ti, por eso no puedes percibir plenamente la voz de tus pensamientos ni tampoco concentrarte en lo que haces. La Diosa te guía porque tiene su alma en la tuya, ha unido su corazón al tuyo y se mueve a través de ti —me susurró Brisa en el oído—. Permite que ella sea en ti y tú seas ella. No pienses. Solamente déjate llevar por su voluntad y entonces me curaré para siempre.
Brisa había vuelto a sorprenderme. Su sabiduría era plena e infinita. La obedecí sin pensar en nada. Cerré los ojos y me dejé llevar por esas sensaciones que gritaban en mí sin que naciesen de mi alma. Noté que mi alrededor se desvanecía como siempre ocurría cuando Ugvia se presentaba ante mí y del alma me brotó una voluntad impetuosa que me hizo abrazar a Brisa con un amor que solamente puede provenir de la madre de todas las madres, de la madre de todos. Quise agradecerle a Ugvia que me permitiese curar a Brisa a través de su fuerza, pero era incapaz de formular cualquier frase, aunque ésta únicamente existiese en mi mente.
Aquel momento me pareció eterno, pero no me impacienté, sino que me hundí en su hermosura y en su magia. Notaba que el alma de Brisa se deshacía de las terribles sensaciones que habían estado a punto de arrebatarle el aliento y también cómo de su cuerpo se escapaba para siempre la triste sombra de la enfermedad. El vigor que se adentraba en Brisa procedía de mi espíritu, el cual estaba lleno del poder eterno de Ugvia. 
La respiración de Brisa cada vez era más tranquila. De sus brazos ya no se desprendía esa inquietante debilidad que la había invadido las últimas veces que habíamos estado juntas, sino una creciente fuerza que me hizo sentir ganas de llorar. No obstante, no permití que mis sentimientos deshiciesen la vigorosa presencia de las sensaciones que emanaban del alma de Ugvia. Aguardé a que llegase el instante en el que ella comenzase a marcharse de mi interior; el cual no tardó en sobrevenirnos. De repente percibí que en mi alma solamente quedaba mi  voz sintiente. Brisa todavía se hallaba entre mis brazos, pero ya no se escapaba de su ser ni el menor ápice de dolor ni muerte. Estaba tan lozana como antaño y tan hermosa como siempre, con sus mejillas rosadas, con sus ojos brillantes, con su sonrisa tierna y sabia. 
Me encuentro bien —me anunció separándose de mis brazos y poniéndose en pie—. Es más, tengo la sensación de que poseo mucha más fuerza que antes. Tú, en cambio, debes estar agotada, mamá.
Brisa —me reí a la vez que lloraba por percibirla tan animada, tan viva.
Hija —susurró Arthur sobrecogido.
Brisa se volteó y observó a Arthur con sublimidad. Noté que se había estremecido y empequeñecido ante la bellísima imagen de Arthur. Entonces caí en la cuenta de que Brisa nunca había conocido plenamente a su papá tal como podía hacerlo en esos momentos.
Eres idéntico a Sauce. Tenéis los mismos ojos, la misma mirada, el mismo gesto en el rostro, la misma serenidad; pero tú... 
Brisa no pudo seguir hablando. El llanto ahogó su voz. Percibí que ansiaba abrazar a Arthur, pero no se atrevía a hacerlo. Se cubrió el rostro con las manos para ocultar su llanto, su inocente llanto. 
Arthur sí se atrevió a acercarse a ella para rodearla tiernamente con sus brazos. Brisa entonces se descubrió el rostro y se lanzó a los brazos de su padre, uniéndose a él en el abrazo más bonito que jamás pudieron darse.
Por fin, por fin puedo conocerte. Apenas te recuerdo, pues Alneth se apoderó tan rápido de ti... Tienes el alma más pura que he percibido en un hombre. Eres como Shiny, pero en chico —se reía nerviosa—. De ti emanan las mismas sensaciones que se desprenden del alma de Shiny. Es muy curioso. Es como si estuvieseis hechos de la misma materia, con el mismo matiz, como si hubieseis nacido de la misma alma. Ahora entiendo tantas cosas...
Brisa, cariño —susurró Arthur riéndose también de felicidad.
Eres tan hermoso, tan bello... ¡Eres un audelf vampiro! —exclamó Brisa riéndose tan puramente que no pude evitar sonreír—. Eres perfecto, Arthur.
¿Te gusta más que Tsolen? —le preguntó una nueva voz. Me sobrecogí cuando descubrí que se trataba de Zelm.
No puedo contestar. Tsolen me quiere mucho, también; pero Arthur es mi papá.
Buena respuesta, reina suprema de Lainaya —la felicitó Zelm feliz.
Zelm, encantada de conoceros —le indicó Arthur acercándose a ella tras separarse de Brisa con delicadeza. Brisa le había dejado ir sonriéndole—. Sois tan hermosa como un amanecer invernal.
Vaya, qué galante. No me extraña que... En fin, será mejor que no diga nada. Por favor, no me trates así, con tanta deferencia. Recuerda que el respeto que quieras ofrecerme solamente puede provenir de tu alma, de donde emanará con plena sinceridad, y no de las palabras, las que muchas veces ocultan grandes mentiras.
Sonreí al oír aquellas palabras. Parecía como si la Diosa pudiese hablar a través de todas las hadas de Lainaya. Zelm pareció interpretar muy bien mi sonrisa, pues me guiñó un ojo. Me pregunté, entonces, si en realidad nuestros encuentros con Ugvia eran tan secretos como pensábamos. Lo que pude deducir fue que no podíamos revelarlos a través de las palabras, pero sí a través de las miradas, a través de la conexión que nos unía a todos.
Creo que deberíamos festejar que la reina de nuestro mundo se ha recuperado al fin. 
Por supuesto que sí. Vayamos al jardín. Hace una noche muy bonita —consintió Brisa con mucha felicidad.
Ninguno de nosotros objetó nada, sino que seguimos a Brisa y a Zelm al jardín, en el que, sorprendentemente, ya se había congregado un gran número de hadas dispuestas a celebrar aquel acontecimiento tan importante. Yo todavía no podía creerme que aquel momento fuese real. Temía que, inesperadamente, Brisa perdiese el vigor que la dominaba y enfermase de nuevo; pero aquello no ocurrió en toda la noche, al contrario; con cada segundo que pasaba, parecía que Brisa se encontrase mucho mejor; lo cual acrecía la alegría que todos sentíamos. 

Entonces me pareció que el tiempo se había detenido en Lainaya y que nunca más volveríamos a sufrir. Me hundí en la hermosura de aquella noche, toqué música con  las demás haditas, cantamos en honor a Ugvia y todos disfrutamos de aquella fiesta como si no hubiese mañana. El mal había quedado atrás, la tristeza se había alejado de nosotros y todo lo que sentíamos era paz y armonía. 

lunes, 29 de agosto de 2016

LA VISITA - 08. ESCUCHA EL VIENTO, TIENE MUCHO QUE DECIRNOS

8
Escucha el viento, tiene mucho que decirnos
Llegamos al lago dorado cuando apenas había llovido la luz del día sobre los bosques. Me parecía que el amanecer, en Lainaya, era lento y se quedaba rezagado junto a los últimos destellos de la noche. La naturaleza despertaba poco a poco. Susurraban los pájaros más madrugadores, se abrían las flores, revivía el eco del agua. El silencio se acallaba, ofreciéndole el terreno de los sonidos a los detalles del bosque, a la voz del día. 
El lago estaba en calma, acariciado por la serenidad que inspira la silenciosa oscuridad de la noche. Brisita no estaba allí, algo que intuíamos; pero sabíamos que dentro de poco llegaría, guiada por Lluvia. No estaba segura de que Brisita supiese que Arthur y yo nos hallábamos en Lainaya. 
Nunca he visto este lugar —me dijo Arthur observando minuciosamente nuestro entorno—. Es absolutamente precioso, Sinéad. Qué paz se respira aquí, que bien huele, qué silencio tan agradable. Tengo la sensación de que somos los únicos que vivimos aquí.
Éste es el lugar que Brisita más ama de Lainaya.
Sí, lo comprendo. Es muy inspirador. Solamente con observar la belleza que nos rodea, se me llena el alma de versos preciosos.
Arthur se sentó  en la hierba e inspiró profunda y lentamente, como si quisiese introducir en su ser el mágico y aromático silencio que nos rodeaba. Yo me situé a su lado, acomodada también en la hierba, entre los árboles, y, sin saber muy bien qué debía hacer, cerré los ojos e, involuntariamente, comencé a hablar con Ugvia. Hacía mucho tiempo que no me dirigía a ella y me daba vergüenza que oyese mi voz anímica, pero vencí mis nervios y empecé a confesarle todo lo que sentía. Le rogué que permitiese que Brisita siguiese siendo reina de Lainaya por muchos años más, que no le arrebatase la vida tan pronto, que la dejase disfrutar de la felicidad plena otra vez. 
Necesito tanto oír la voz de Ugvia asegurándome que todo va a ir bien... —me comunicó de pronto Arthur, justo cuando ese mismo deseo me había anegado toda el alma.
Yo también lo necesito. Si pudiésemos oírla, aunque solamente fuese por esta vez... Cuántas cosas le preguntaría, cuánto la adoraría en esa efímera fracción de segundo que la tuviésemos enfrente...
Entonces, de repente, apareció ante nosotros una luz azulada que lo invadió todo, apagando el creciente matiz dorado del cielo y la oscuridad del lago. Me acordé de aquella mañana en la que había tenido una alucinación tan profunda, en la que había sentido que el alma se me llenaba de fe, de bondad, de magia; pero aquel instante se diferenciaba muchísimo del que vivía en esos momentos en que yo sabía que no era la única que estaba experimentando aquella sensación tan potente y percibiendo ese resplandor tan brillante. Arthur estaba inmerso en ese mar esplendente y podía sentir el calor que se desprendía de aquel intenso fulgor.
Ambos nos habíamos hundido en un hondo silencio que se nutría de nuestro asombro; el que se intensificó cuando, en medio de aquella intensísima luz azulada y cálida, apareció una figura resplandeciente que se difuminaba entre tanto fulgor. La figura fue volviéndose cada vez más concreta a medida que transcurría el tiempo; un tiempo que parecía no discurrir por el Universo. 
Distinguimos, entre la blanquecina niebla que nos rodeaba, un cuerpo esbelto, delgado y ágil; una mujer alta, bella, imponente. Todavía no podía percibir el rostro de aquella hermosa mujer, pero yo sentía que de todo su ser, su inconcreto y tal vez intangible ser, se desprendía una energía muy tibia que me arropaba y me hacía sentir acogida. Estaba segura de que a su lado no podía ocurrirme nada lamentable ni doloroso, al contrario, mi vida solamente estaría hecha de dicha si me mantenía a su vera. 
La niebla la envolvía, tornaba misteriosa su presencia; pero, poco a poco, la bruma que la rodeaba fue difuminándose y ella apareció cada vez más nítida y brillante. Surgió de entre las tinieblas como lo hace la luna en una noche tormentosa. 
No puedo describirla, pues, en el momento en el que la tenía ante mí, tampoco era capaz de identificar su apariencia con alguna palabra. No podía encontrar la forma de definir el matiz de sus cabellos ni el de sus ojos grandes. No sonreía, pero el gesto que tenía congelado en su rostro no era de seriedad, sino de serenidad, de armonía, incluso de felicidad; pero se trataba de una felicidad muy dulce y cálida que no agobiaba. 
Deseaba saludarla, pero me había quedado sin palabras. Sabía que, en pocos segundos, ella se dirigiría a mí con su poderosa voz y aquel hecho me ponía muy nerviosa. Fue acercándose a mí casi sin moverse, como si la transportase el aire. Nuestro alrededor estaba anegado en una calma inquebrantable que no estaba compuesta ni de sonidos ni de olores, solamente de un resplandor muy tibio y azulado que me hacía sentir inmensamente acogida. El lago frente al que nos encontrábamos también había desaparecido. 
No temáis.
Aquellas palabras sonaron sin sonar. Supe que Arthur y yo éramos los únicos que habíamos podido oírla. Arthur se mantenía a mi lado, con la mirada perdida, con las manos unidas, mirándome sin mirarme. El amanecer eterno que cubría aquel momento hacía resplandecer sus rojizos cabellos otoñales. Rogué que aquella imagen se grabase profundamente en mi memoria para poder plasmarla en un lienzo en cuanto pudiese.
La voz que nos había ordenado que no tuviésemos miedo era profunda y poderosa, parecía emanar de lo más hondo de la tierra y a la vez de lo más lejano del cielo. Portaba en su sonar el brillo de todas las estrellas, el ímpetu del sol, la fuerza del viento, la humedad de la lluvia, la gelidez de la nieve y el eco del trueno. Era una voz muy dulce, pero a la vez muy imponente que hacía temblar el aire cuando se colaba por el silencio. 
Has rogado que me presente ante ti. Me has asegurado, a través de la distancia, que me adorarías profundamente si aparecía. Dime qué deseas. No puedo prestarte mucho tiempo, pero te dedicaré mi presencia en estos instantes efímeros. Te ruego que seas concisa.
Las palabras que Ugvia acababa de dirigirme me sobrecogieron profundamente e intensificaron los nervios que me habían anegado el alma. Creyendo que no sería capaz de ordenar mis pensamientos ni de construir un discurso claro, empecé a seleccionar, veloz y nerviosamente, las palabras con las que le rogaría a Ugvia que salvase la vida de Brisita. Comencé a hablar tratando de que aquel ser mágico e imponente no detectase todas las emociones que me anegaban el alma; aunque yo sabía que su inmenso poder le otorgaba la capacidad de percibir todo lo que se desprendía del alma de quien estuviese ante ella.
Tenía el alma henchida de sublimidad y los ojos estaban a punto de llenárseme de lágrimas, pero traté de ser fuerte. No quería que la emoción tan intensa que sentía me arrebatase la consciencia de ese instante y la noción de todo lo que me ocurría y me rodeaba.
Ugvia, siento por vos una...
No, Shiny, no. No me trates de vos. Mi tratamiento no tiene tiempo ni deferencia. Es tu alma quien me otorga el respeto que quieras dedicarme, no las palabras, así que dirígete a mí tal como te lo pide tu corazón.
Me pide que os trate así, de vos, porque para mí no existe otro tratamiento más respetuoso y sublime. Fue el que conocí cuando apenas podía pensar.
Haz entonces lo que te pide el alma.
Siento por vos, Ugvia, una inmensa gratitud por permitirme estar aquí una vez más, por facilitarme adentrarme en Lainaya sin ponerme ningún impedimento. Sois consciente de que adoro esta tierra con todo mi corazón y que para mí no existe un lugar más hermoso que estos lares. Por eso no quiero que Lainaya sufra la pérdida de su amada reina. Por favor, curad a Brisita. 
No pude evitar que la voz se me quebrase cuando pronuncié el nombre de mi querida hija. Ugvia cerró los ojos. Supe entonces que mis sentimientos se habían transmitido a su alma a través de mi voz y de mi mirada. Ella era la madre de todos. Podía conocer perfectamente el amor que se le dedica a un hijo, a alguien que ha nacido de tus entrañas. Ugvia no era sólo la madre de todos nosotros, sino sobre todo la madre de la naturaleza. Aquel pensamiento me sobrecogió profundamente y me hizo pensar de repente en lo triste que ella debía estar al ver cómo su mayor creación, la más hermosa de todas, se desvanecía, se destruía, moría lentamente en manos de unos seres que no sabían amarla realmente y que vivían creyendo que su presencia era totalmente invencible y eterna; pero la naturaleza también tiene fin, tiene caducidad, sobre todo si no se la cuida, si no se tiene por ella esa atención que tanto se merece. Amparando a la naturaleza, es posible cuidar cualquier vida. Si ni siquiera sabemos respetar nuestro hogar, nuestro entorno, ¿cómo podremos tener cautela de nuestros seres queridos y de nosotros mismos?
Shiny, bien sabes que yo amo a Brisita tanto como tú. La ungí con mi saber, con mi paciencia, con mi magia, y deseé que su reinado durase muchísimos años; pero ha llegado un momento en la Historia en la que nada puede ser tan imperecedero, en el que todo es caduco. Debes aceptar el destino de tu hija así como yo tengo que luchar por aceptar el de mi mayor creación, mi más amada hija.
La voz de Ugvia sonaba distante, pero también estaba impregnada de humedad. Noté que de los ojos me brotaban unas lágrimas espesas que me resbalaban lentamente por las mejillas. Ansié retirármelas, pero temía que Ugvia se desvaneciese si me movía. Ella continuó hablando, aunque su voz sonase trémula, aunque de sus palabras se desprendiese una insoportable impotencia:
El destino de mi creación más mágica y poderosa está quebrándose. Yo, cuando lo creé todo, pensé que sería eterno todo bosque, todas las montañas, que nunca dejarían de nacer ríos de lo más profundo de la tierra y de lo más oculto de las piedras, que nunca la lluvia se agotaría de humedecer el vientre de su madre, pues ansiaría eternamente que brotasen los árboles y las flores más bellas de su verdosa tierra. Creí que el cielo siempre resplandecería, que siempre sería azul, que las estrellas nunca dejarían de ser la luz de la noche, que el esplendor de la luna jamás se turbaría ni opacaría, que los mares serían la voz más fuerte de toda la Tierra, que cuando tronase temblarían hasta los volcanes... Creí que siempre sabrían escucharme, sabrían interpretar mis silenciosas palabras, las que porta el viento, las que contiene el murmullo de los ríos y de los lagos; pero me he dado cuenta de que apenas puedo expresarme ya a través de los elementos. Se ha apoderado de mi creación un abatimiento inquebrantable que irá acreciéndose con el paso de los años. No se puede hacer nada para luchar en contra de la destrucción.
Ugvia, no puede ser que os hayáis rendido —expresé con una impotencia desgarradora. No podía luchar contra las poderosas ganas de llorar que se habían apoderado de mi alma—. Si vos os habéis rendido, ¿qué me queda entonces?
Shiny, querida Shiny. Sería menester que todos los seres que viven en tu tierra pensasen y sintiesen como tú. Apenas quedan almas como la tuya en el mundo y en el Universo. En Lainaya todos aman la naturaleza, pero lo hacen porque no han conocido otra cosa. Si lo hiciesen, si por casualidad alguna de las hadas que aquí ahbita comprobase cómo viven los seres de tu planeta, estoy segura de que dejarían atrás todo esto para internarse en la excesiva modernidad que reina en tu inmenso hogar. Es cierto que muchos seres humanos piensan y sienten como tú, pero no es suficiente, no basta con sus sentimientos ni sus pensamientos, tampoco con sus intenciones. No basta. Lo que sería necesario sería que la Historia se invirtiese, que el tiempo dejase de fluir hacia adelante para retroceder hasta esos tiempos en los que los bosques no sufrían por la presencia de las personas.
Por favor, Ugvia, no os rindáis. Si vos os rendís, no sé qué motivo me queda para seguir viviendo en ese mundo adverso. No soporto saber que os habéis rendido. No lo soporto. Debe haber alguna solución.
¡Por supuesto que la hay! —exclamó Ugvia cerrando con fuerza los ojos y alzando la voz—. ¡La solución es que de repente yo agite toda la tierra, todos los cimientos de las montañas, haga brotar de los volcanes toda la lava que albergan, remueva la tierra hasta derruir todos los edificios que la pisan, para destrozar todas las calles que la ahogan! ¿La solución es que haga brotar del centro de vuestro mundo una inmensa columna de humo y piedras que lo arrase todo! ¡La solución es que haga caer del cielo un sinfín de diluvios que inunden las ciudades, que haga nacer de las nubes los rayos más poderosos que fundan todas las luces artificiales, que resuenen por doquier los truenos más ensordecedores! ¡La solución es que me alíe de nuevo con la fuerza del viento, del agua y del fuego para que, juntos, nos levantemos en contra de la modernidad! ¡La solución sería destruir esta era para construir una nueva en la que no quede ni rastro de lo que ha ocurrido durante todos los últimos siglos que hemos estado obligados a vivir! ¡La solución es que todo muera! ¡La solución es que lo destruya todo! —exclamó cada vez con más fuerza; tras lo cual, permaneció unos instantes en silencio. Al fin, con una voz más calmada, me dijo—: Pero no puedo hacer eso, querida Shiny, porque una de las premisas que me impuse a mí misma cuando creé el mundo fue no intervenir en el destino del Universo. Yo lo creé todo, pero no puedo influir en su hado porque eso ya no forma parte de mi responsabilidad, sino de la de todos los que habitan en todas partes. Yo no puedo controlar todas las mentes existentes porque entonces estaría faltando a mi propia promesa, a mi propia confianza. Puedo crear, pero no controlar, Shiny, así como ningún padre ni ninguna madre deberían controlar la mente de sus hijos. Solamente pueden crearlo s y educarlos, pero no dominarlos.
¡No puede ser! ¡Yo puedo ayudaros, Ugvia! Recordad cuando juntas creamos un nuevo mundo.
Ese nuevo mundo también ha desaparecido, Shiny, igual que lo hará el que tú conoces y en el que has vivido durante toda tu vida. También desaparecerá Lainaya cuando en la Tierra apenas quede aire fresco, cuando apenas queden regiones que no estén contaminadas. La contaminación llega hasta los lares más recónditos. Debes aceptarlo.
No puedo.
Sé que lo harás.
No, no, no. Yo no tengo motivos para vivir si todo lo que he conocido y amado desaparecerá, si llegará un momento en el que no pueda reconocer ni un solo rincón de los que formaron el escenario de mis días.
MI llanto  era inconsolable. Sollozaba sin poder respirar y apenas veía lo que me rodeaba, pues las lágrimas me habían cubierto los ojos por completo. De repente noté que Ugvia se acercaba a mí y que me rodeaba con sus etéreos brazos. En aquel abrazo me sentí inmensamente protegida. Me rendí entre sus brazos, en su pecho, llorando como hacía mucho tiempo que no plañía. Me sentí feliz entre tanta tristeza al saber que me hallaba en los brazos de la Gran Madre. Ugvia comprendía mi llanto y también lo agradecía, sobre todo lo agradecía.
Puedo hacer una última cosa por ti, es cierto, porque tu alma es la mía. Eres tan poderosa porque estamos eternamente conectadas. Sientes tanto la destrucción de la naturaleza porque estás arraigada a su alma, porque de su alma ha nacido la tuya. Cuando llegaste al mundo, nació también en el alma de la naturaleza un lazo que siempre te atará a ella. Por eso no puedes ser feliz ya, porque no hay  nada que pueda asegurarte que esta destrucción tendrá fin. No obstante, puedo darte un último consuelo. Lucharé contra la muerte para alargar la vida de tu hija todo lo que se merece vivir, ¿de acuerdo? No llores más, mi amada hija, mi poderosa hija.
Aquel momento parecía un sueño. Aunque no pudiese percibir con los ojos la belleza de aquel instante, sabía que el amanecer se doraba sobre nosotras, resplandeciendo sobre los mares, los ríos, los lagos. Sobre el viento, la luz se intensificaba. Más allá de las montañas, nacía el día, un día atardeciente para el alma de la naturaleza; para la que siempre anochecía. Las estrellas cedían su luminosidad a la mañana mientras se apagaba la luna, se escondía para morar al otro lado del mundo, recibiendo ese esplendor áureo que les brindaba a los bosques la posibilidad de desvanecer las sombras que la noche había acumulado entre sus poderosos troncos. Mas para mí se trataba de un fulgor hiriente del que necesitaba y debía protegerme. No sabía si Ugvia conocía ese detallito que para mí era tan importante, pero no me atrevía a recordárselo.
Además, la falta de sangre y las lágrimas que me habían brotado de la mirada con tanta intensidad habían acrecido mi sed. La sed turbaba la belleza de ese momento y hacía arder mi cuerpo como si éste fuese el pábilo de una vela. Seguramente Ugvia también podía percibir ese detalle, pues estaba completamente convencida de que podía detectar todo lo que sucedía en mi interior. 
Debes protegerte del día, ¿verdad?
Ugvia... Brisa...
No temas por ella. Brisa no se irá este día. Debes alimentarte y dormir. No olvido que todavía mantienes   tu esencia  en este mundo. Conozco todo lo que eres, pues gran parte de lo que eres te lo ofrecí yo. Yo también te creé.
Aquellas palabras me hicieron sonreír. Me sentí, de pronto, como si me hallase entre los brazos de mi madre Klaudia o de Undine; pero aquel sentimiento no se asemejaba en absoluto al que me anegaba el alma cuando alguna de aquellas dos mujeres que yo tanto quería me amparaba entre sus brazos, sino que era más potente, mucho más potente, porque sabía que me encontraba entre los brazos de la madre más poderosa y mágica.
De repente me acordé de Arthur. Había perdido la noción de su presencia. No sabía si todavía estaba a mi lado o si se había marchado para esconderse de la luz del día. Intenté preguntarle a Ugvia dónde se hallaba Arthur, pero no pude porque el sueño había comenzado a adueñarse de mi alma y de mi mirada. 
No temas, Shiny. Todo estará bien. Arthur también está protegido. En el lugar donde se encuentra, he hecho nacer unas sombras que lo ampararán de la luz del día y podrá dormir hasta el anochecer. No te preocupes por nada y descansa, que tu alma necesita la sombría paz del sueño.


Pude cerrar los ojos en paz, como si de repente nada más me preocupase, como si hubiesen desaparecido todos los sentimientos punzantes de la vida. Me dormí entre los brazos de Ugvia, perdiendo entonces la noción de mi alrededor, de mi propio cuerpo, de mi alma. Todo desapareció, incluso la percepción de los brazos etéros de Ugvia rodeándome. Una oscuridad densa se apoderó de mi ser y se abatió sobre mis sensaciones, desvaneciendo el contorno de mis sueños. 

jueves, 4 de agosto de 2016

LA VISITA - 07. TENEMOS QUE VERLA VOLAR

Tenemos que verla volar 
La noche había caído plena y densa sobre el mar. Las estrellas tiritaban tras las espesas nubes entre las que volaba nerviosa y tensa. El camino celestial hacia Muirgéin me pareció interminable; pero, al fin, entre las brumas de la lejanía y la lluvia latente que solía humedecer sus bosques, la vi refulgir como un astro errante. Se oía, desde el remoto rincón intangible donde me hallaba, el eco de los animales que habitaban en aquella antigua y serena naturaleza. En esos momentos, mientras observaba aquella bella isla tan poblada de árboles frondosos, me preguntaba dónde estaría Arthur. Sin embargo, la inquietud nacida de no conocer su paradero y de plantearme la posibilidad de que él no se encontrase en Muirgéin se desvaneció en cuanto el viento frío y húmedo de aquella triste noche me trajo el aroma de su cuerpo; el que se mezclaba con el silencio y la soledad que invadían aquellos lares tan mágicos.
Descendí suavemente a la tierra portando en el alma una inmensa calma con  la que deseaba desvanecer la voz de los sentimientos punzantes que querían atravesarme el corazón. Que Brisa estuviese enferma me desasosegaba tanto que me creía incapaz de hablar con serenidad; pero, cuando me hallé caminando entre los tupidos árboles de Muirgéin, sobre su mullido suelo, aquella intranquilidad tan profunda comenzó a desaparecer. Sin saber muy bien por qué, intuía que cualquier idea que se me ocurriese solucionaría aquella tristísima situación.
No pensaba en el camino que debía seguir, sino que directamente me dirigí hacia aquella cueva que Arthur amaba tanto. Sabía que él se encontraba allí, taciturno y melancólico, evocando los recuerdos más felices de su vida para sentirse protegido por la templanza de la ternura de la vida. Me lo imaginaba con la mirada perdida, los ojos fijos en aquellos momentos tan pasados, con sus eternos cabellos otoñales revueltos por la lluvia, la humedad y la soledad que vivían en Muirgéin, con el esbozo de una sonrisa pendiéndole de los labios... Su hermosura seguiría fulgurando, a pesar de que hubiesen transcurrido tantos siglos de su nacimiento, y estaba segura de que la añoranza que le anegaba el alma lo volvería mucho más bello. Aquella posibilidad me estremeció y me hizo preguntarme cómo actuaría cuando nos mirásemos a los ojos después de tanto tiempo sin hacerlo.
Cuando me hallé en el interior de aquella silenciosa y profunda cueva, miré a mi alrededor y, tal como había intuido, encontré a Arthur sentado enfrente de ese manantial de aguas nítidas y mágicas en las que, sin necesidad de que nos alumbrase la luna, nuestro reflejo aparecía con exactitud y esplendor.
Arthur se hallaba de espaldas a mí, por lo que no podía ni siquiera intuir mi presencia. Estaba profundamente sumido en sus pensamientos y en sus recuerdos, incapaz de advertir que su soledad se había turbado. El aire que flotaba a su alrededor, posiblemente, le trajese el aroma de mi cuerpo, así como a mí el viento me había llevado el suyo, pero yo no podía aguardar el momento en el que aquello sucediese, por lo que me acerqué a él y, antes de tocarle la espalda con cuidado para no sobresaltarlo en exceso, lo apelé con muchísima ternura y nostalgia. 
Arthur, al oír mi voz, se sobresaltó, al contrario de lo que deseaba que ocurriese, y se volteó rápidamente para cerciorarse de que lo que había oído formaba parte de su realidad. Al descubrirme ante él, observándolo con ternura y a la vez felicidad, se quedó paralizado; pero de los ojos se le desprendía muchísima sorpresa y a la vez alivio. Me sonrió con mucha dulzura. Me pregunté si él era consciente de que estaba sonriéndome con tanto amor. Me parecía que su mente y aquella sonrisa que había esbozado él con tanta luz formaban parte de seres distintos.
¿Sinéad? ¿Qué haces aquí, Sinéad? —me preguntó  incrédulo, incapaz de esconder sus intensos sentimientos.
Arthur, necesito hablar contigo.
Fue lo único que me atreví a contestar. Me senté en el suelo, a su lado, antes de que él se percatase de que estaba temblando brutalmente. Tenerlo ante mí después de tantos meses sin mirarlo a los ojos, tras todo lo que había acaecido entre ambos, me llenaba el alma de nervios y de tristeza a la vez. Cuando experimentaba aquellas emociones tan potentes, entonces me acordaba de Tsolen; pero no quería pensar en él porque, si lo hacía, todo lo que me había propuesto se me volvería insoportable e imposible de llevar a cabo.
¿Qué haces aquí? —volvió a preguntarme, esta vez retirando los ojos de los míos—. Me esperaba cualquier cosa, menos que vinieses a verme.
Sí, Arthur, yo tampoco me imaginaba, hace unos días, que acabaría volviendo a Muirgéin. Me he encontrado con Morgaine en Hispania. Vivía en el interior de un árbol grueso y...
¿Cómo está Morgaine? —me cuestionó asustado. Me pregunté si todo lo que Morgaine me había explicado sobre ellos dos era cierto.
Ahora estará muy feliz.
¿Cómo lo sabes?
Morgaine se encuentra en Lainaya.
¿Cómo?
Y lo más posible es que sea madre de muchos niadaes. Oisín y ella se han enamorado locamente, como si estuviesen destinados a estar juntos.
Las palabras con las que le explicaba a Arthur lo que había ocurrido con Morgaine me brotaban del alma sin que apenas yo valorase el significado que contenían. Arthur permaneció en silencio durante unos larguísimos momentos en los que solamente hablaba por nosotros la voz del viento que soplaba allí afuera meciendo las densas ramas de los árboles.
Me alegro por ella, de veras —declaró cerrando los ojos con fuerza. Intuí que estaba reprimiéndose las ganas de llorar que lo atacaban.
¿Tú la amas todavía, Arthur? 
La aprecio con todo mi corazón, pero ya no puedo amarla.
Ella me asegura que no es el amor de tu vida inmortal.
Se lo confesé así, ciertamente; pero no sé por qué tengo que experimentar esos sentimientos ni por qué tener encerradas en mi alma esas certezas que han destruido mi vida por completo y que tanto me impiden ser feliz.
Arthur, quisiera mantener contigo una conversación muy importante; pero antes tengo que advertirte de algo muy triste.
¿De qué se trata?
Arthur, Brisita está enferma. Se halla su vida muy cerca de la muerte.
¿Por qué?
Le expliqué, con sentimiento y nervios, lo que había acaecido desde que me había introducido de nuevo en Lainaya. Cuando se enteró de que la enfermedad de Brisa no tenía cura, empezó a llorar en silencio, ocultando sus rojizas lágrimas tras sus manos temblorosas. Yo no me atrevía a abrazarlo para consolarlo porque sabía que, en cuanto lo rodease con los brazos, yo también arrancaría a plañir desconsoladamente. La tristeza que me agitaba tanto el alma era tan potente que apenas me permitía moverme.
No he podido gozar apenas de ella, de su bondad y su belleza, y de repente la vida me la arranca definitivamente de mi lado —sollozaba Arthur desconsoladamente—. La vida siempre me aparta de los seres que más amo, sin los que menos capaz me siento de vivir. No es justo. No sé para qué estoy vivo si mi destino está tan lleno de sufrimiento.
Arthur, no te rindas, por favor. Tenemos que ser fuertes para ayudar a Brisita. 
No sé cómo la ayudaremos, Sinéad, si ni siquiera tu poderosa sangre ha conseguido destruir su enfermedad.
Yo estoy segura de que hay alguna solución que nadie ha logrado  descubrir todavía.
No, Sinéad. Si ni siquiera las hadas de Lainaya han logrado curarla...
Tenemos que volver a Lainaya. Estoy segura de que, juntos, encontraremos la forma de curarla. Ayúdame a volver, Arthur.
Yo no puedo volver, Sinéad, ¿o acaso no recuerdas que fenecí allí?
Sinceramente, ni siquiera recuerdo cuántas veces te has muerto —intenté bromear. Sorprendentemente, Arthur sonrió.
No sé cómo lo haces, pero siempre que estamos juntos encuentro el sentido a todos mis momentos.
Tenemos que ofrecerle el sentido de la vida a Brisita. Por favor, Arthur, ayúdame.
Lo haré, pero mañana. Hoy quisiera gozar plenamente de tu presencia. Hace mucho tiempo que deseaba conversar contigo.
Yo también anhelo que hablemos serenamente, pero no podré hacerlo mientras Brisita nuestra hijita esté en peligro.
Eso es cierto. Pues no se hable más.
Entonces Arthur salió de la cueva que nos protegía de la lluvia. Yo anduve en pos de él, intentando que los nervios que me atacaban no se apoderasen completamente de mí. Cuando nos hallamos en medio del bosque, bajo las frondosas ramas de los árboles, con las nubes espesas que cubrían el cielo custodiando todos nuestros movimientos, Arthur se acercó a mí y me tomó fuertemente de las manos. Cerró los ojos y me pidió con calma y a la vez impaciencia:
Pídele a Ugvia que te permita viajar a Lainaya. Ella puede oírte, pues se halla en todas partes, sobre todo en la naturaleza, y ésta que nos rodea, te lo aseguro, es mucho más poderosa que cualquier ánima ancestral.
¿Alguna vez has intentado volver a Lainaya pidiéndole a Ugvia que te ayude?
Sí, alguna vez.
¿Y te ha funcionado?
No, pero estoy seguro de que ahora sí nos ayudará a los dos.
No le pregunté ni le objeté nada más. Cumplí lo que me pedía. Empecé a suplicarle a Ugvia que nos permitiese viajar una vez más a Lainaya; a esa mágica tierra que nos había permitido ser felices una vez más. Entonces todo comenzó a desvanecerse, sin necesidad de que Arthur y yo nos lanzásemos al abismo de la noche para que nuestro vuelo nos transportase a esa otra realidad. Las nubes que cubrían el cielo nos envolvieron como si hubiesen descendido a la Tierra y un olor intenso a humedad y a invierno se adentró  en nuestro ser, apagando cualquier recuerdo que perteneciese a la naturaleza que habíamos abandonado. Ni tan sólo nos agitó el viento de la magia, sino que nuestro alrededor permaneció silencioso y sereno. 
Arthur me presionaba las manos cada vez con más fuerza, pero también con más decisión. Al fin, noté que el frío que nos rodeaba se convertía, lentamente, en un espeso calor que  nos acarició la piel. Sin embargo, yo notaba que la apariencia de nuestro cuerpo no mudaba. Seguiríamos siendo vampiros en aquella mágica tierra; pero  a ninguno de los dos nos importaba porque ambos comprendíamos que era necesario que poseyésemos esa forma perfecta que Leonard nos había ofrecido y con la que tantos siglos llevábamos existiendo. 
Ya nos encontramos en Lainaya —me avisó Arthur con calma.
Qué rapidez —susurré sorprendida.
Creía que sería más complicado. Si no nos ha costado introducirnos en este mundo, es porque es necesario que nos hallemos aquí.
Abrí los ojos justo cuando Arthur me advirtió de aquella posibilidad y entonces me encontré rodeada por un desierto árido en el que reposaban las estrellas. Reconocí enseguida el desierto que reinaba en la región del estío. Me pregunté por qué nos hallábamos allí precisamente, pero no le transmití a Arthur mis dudas. 
Sinéad, ¿dónde estamos?
¿No recuerdas este lugar? —le pregunté sobrecogida por los recuerdos que de repente me habían anegado el alma.
No, no lo recuerdo. Apenas me acuerdo de Lainaya, solamente puedo evocar con nitidez la región de la primavera y la del invierno. 
No recuerdas este lugar porque el espíritu vengativo de Alneth se había introducido en tu cuerpo.
¿Cómo?
No importa, Arthur.
Sinéad, fíjate, parece inmenso. Mis vampíricos ojos no alcanzan a ver más allá de estas dunas; lo cual me inquieta, pero sé que allí a lo lejos refulge el amanecer.
Por eso estamos aquí, porque en esta región de Lainaya todavía no ha amanecido. Alborea antes en la tierra de la primavera o en la del otoño. En la del verano el día nace más tarde y se apaga también cuando en las otras regiones brillan intensamente la luna y las estrellas.
Creo que éste es el lugar más idóneo.
¿Para qué?
Para confesarte algo que llevo ansiando decirte desde hace mucho tiempo.
¿De qué se trata?
Cuando todo esto pase, quisiera llevarte a un lugar que...
Arthur no pudo terminar su confesión, pues alguien interrumpió delicadamente sus palabras. Apareció a nuestro lado una estidelf preciosa que nos miraba inquieta y levemente asustada; pero enseguida se desvaneció el miedo que se le había posado en los ojos. Pareció reconocernos, aunque nosotros no la conocíamos. No obstante, se asemejaba muchísimo a una estidelf que nos había ayudado profundamente.
No me conocéis, pero soy hija de Adina —se presentó simpática, aunque tímidamente—. Mi nombre es Loyalen y quisiera guiaros hacia mi palacio para que allí podáis protegeros. La noche, en este lugar, es peligrosa, es más corta de lo que creéis, aunque es cierto que en Estidalia amanece más tarde que en las otras regiones de Lainaya.
No te preocupes, Loyalen. Estamos bien, de veras. Debemos ir hacia la región del otoño. No sé si sabes que la reina suprema de Lainaya está enferma...
Sí, lo sé —me interrumpió retirándome la mirada. Se fijó detenidamente en Arthur—. ¿De dónde sois? No sois hadas de Lainaya.
No, no lo somos. Creía que me habías reconocido.
Sé que eres Shiny, pero... 
No soy un hada de Lainaya, pero nunca os haré daño.
Lo sé. Tu mirada es franca y luminosa.
Loyalen, mi nombre es Arthur. 
Rauth en tu anterior vida en Lainaya —indicó ella sonriéndole.
Sí, así es.
Y eres el padre de la reina suprema. No os interrumpiré más. Os acompañaré a la región del otoño. Conozco un atajo que os permitirá alcanzar vuestro destino con más celeridad y antes de que amanezca, que es lo importante.
Entonces Loyalen comenzó a caminar con decisión a través del desierto. Era muy blanca y, bajo la estrellada noche que nos cubría, su piel parecía de plata. Tenía los cabellos tan oscuros como su madre y era menuda, aunque de su ser se desprendía mucha fortaleza y vigor. Andaba como si nada la asustase, pero al mismo tiempo era cautelosa. 
Creí que el amanecer nos sorprendería caminando por aquel desierto vacío sin que a nuestro alrededor se operase ningún cambio; pero, en la lejanía, de pronto vi que un bosque de pinos altísimmos recortaba el horizonte. Sus largas ramas eran la cuna de las estrellas. La luna se había alzado hacia el centro del cielo y el viento cantaba una canción serena que me acarició el alma.
Justo cuando llegamos al principio de ese pinar, Loyalen se separó de nosotros, despidiéndose como si fuésemos a vernos al día siguiente, y desapareció entre los troncos de los árboles tras asegurarnos que, si continuábamos la senda que ella nos indicaba, conseguiríamos llegar al lago otoñal más precioso de Lainaya. No necesité preguntarle si aquel lugar era el que Brisita tanto adoraba, pues sus ojos sabios me ofrecieron la respuesta. 
Los atajos siempre me parecen mucho más largos que los caminos reales —le dije a Arthur cuando llevábamos andando unas cuantas horas.
A mí también, pero eso sucede porque no conocemos esa senda. Cualquier camino conocido nos resultará más corto que cualquier otro.
Creo que ya queda poco.
Mira, Sinéad, por detrás de nosotros ya está amaneciendo —me informó  deteniendo su paso y mirando hacia el desierto que habíamos abandonado.
El amanecer dorado llovía sobre el desierto, volviendo áurea su arena y tornando de plata las dunas que se levantaban en su inmenso vacío. Me pareció  una imagen tan bella que rogué que nunca se borrase de mi memoria. Deseaba retratarla en cuanto pudiese. 
Sinéad, quisiera decirte algo —me avisó cuando transcurrieron unos silenciosos segundos en los que solamente nos habíamos limitado a observar la belleza de aquel instante.
¿De qué se trata?
¿No tienes la sensación de que en realidad el tiempo no ha pasado?
No te comprendo, Arthur.
Cuando estoy a tu lado, tengo la impresión de que todavía nos encontramos inmersos en esos años en los que  fuimos tan felices. Me parece que el tiempo no ha transcurrido, que verdaderamente nunca  nos separó la muerte, que aún vivimos en Vasnilth y podemos tomarnos de la mano para correr juntos hacia esa cueva en la que tantas veces nos amamos. No me juzgues erróneamente por todo lo que estoy confesándote. No quiero malinfluenciarte y arrancarte de tu presente, pero necesitaba decírtelo, Sinéad. En cambio, cuando me hallo lejos de ti, siento en mi corazón y en todo mi ser el peso de todos esos siglos que de veras han discurrido por nuestro destino, distanciándonos cada vez más. ¿Tú no sientes exactamente lo mismo que yo?
No, Arthur —le confesé con franqueza—. Yo sí siento el peso de todos esos siglos que han pasado desde esos instantes tan felices. Lo siento cuando estoy a tu lado y cuando me encuentro lejos de ti. No puedo desprenderme de esa asfixiante sensación.
¿ Y cómo vives con ella? Cuando a mí me invade el alma, soy incapaz de respirar.
No podía contestarle. Aquella sensación de la que tan plenamente acababa de hablarle a Arthur se acreció poderosamente por dentro de mí, como si, al convertirla en palabras, le hubiese otorgado una fuerza indestructible. Ésta me presionaba el alma, me arrebataba la serenidad de mi respiración y me hacía creer que el mundo se había vuelto inmensamente grande y yo me había empequeñecido como un granito insignificante de arena.
¿Estás bien? —me preguntó acercándose más a mí y rodeándome la cintura con su brazo derecho—. No tienes buen aspecto.
No sé, Arthur. No me encuentro bien. Hace muchos años que no estoy totalmente bien. De repente me invade una sensación horrible y solamente tengo ganas de llorar —le contesté con un hilo de voz.
Pues llora, Sinéad. Llora si lo necesitas.
Es que, si empiezo, no puedo parar.
Yo estoy contigo.
Arthur me abrazó con ternura, incitándome a desahogarme entre sus brazos. Se comportaba tan cariñoso y comprensivo como siempre había sido conmigo. Aquella certeza hizo que emergiesen de mi memoria un sinfín de recuerdos en los que me veía junto a Arthur llorando por algún motivo que él volvía dulzura o protegida por su amor, su empatía, su tierna sonrisa. Arthur había estado a mi lado en los momentos más difíciles de mi existencia. Estuvo a mi lado cuando Leonard perdió  su reinado y murieron tantos amigos nuestros, también cuando me había hallado pronta a perder la cordura, cuando regresé de ese trance mortífero... Arthur me había perdonado cuando me había entregado a Scarlya (aunque le costó mucho permitir que mi amor cerrase la herida que yo misma le había horadado en el alma), me amparó de la crueldad de los humanos, me hizo tan feliz siempre, siempre... y en esos momentos de nuevo me encontraba entre sus brazos, resguardada por su serenidad otoñal.
Dime qué tienes, Sinéad —me pidió tomando mi cabeza entre sus dulces manos.
Arthur... 
Sí, estoy aquí contigo. Dime qué te sucede. 
No puedo.
Está bien, pero debes intentarlo.
No podía hablar, solamente llorar; pero, cuando transcurrieron unos larguísimos momentos, pude dejar de plañir. Me limpié las lágrimas con un pañuelo que me prestó Arthur y después me senté en la hierba, entre dos árboles. Arthur se sentó  enfrente de mí. Me miraba fija, profunda y amorosamente.
Quizá lo que necesites sea alejarte del mundo  en el que vives —comenzó a decirme con pausa—. Te hace daño ver cómo los humanos maltratan la naturaleza, cómo viven cada vez más inmersos en una realidad completamente materialista, cómo destruyen lo que tú tanto amaste...
No lo sé. He creído siempre que ésa es la causa de mi tristeza, pero tal vez no sea la única. 
Quizá no debas esforzarte por buscarla. La encontrarás cuando menos te lo esperes. Ahora, debemos ayudar a Brisita en todo lo que podamos. Intenta animarte. Atiende a lo bello que es este amanecer. ¿No te parece que el silencio que nos rodea es de terciopelo? Además, un olor exquisito ha llenado el bosque. Huele a rocío, a savia, a madera, a humedad. Es un aroma que adoro con toda el alma.
Yo también —le sonreí tiernamente. Hacía mucho tiempo que nadie me incitaba a reparar en los detalles hermosos de mi entorno—. Es una fragancia que despierta los sentidos y te llena el alma de paz.
Exactamente. Ven, vayamos a la región del otoño. Intuyo que nos falta poco para llegar.
Con el ánimo que Arthur me había entregado, fui capaz de levantarme del suelo y empezar a caminar casi sin acordarme de que, hacía apenas unos instantes, había llorado desconsoladamente. Lainaya también me ayudaba a creer que aquellos momentos eran únicos e irrepetibles (como lo son todos los instantes nacidos de la felicidad más nostálgica) y que la naturaleza podría deshacer cualquier problema que se interpusiese en nuestro camino.

Así pues, bajo la luz rosada del amanecer, caminamos hacia aquel lugar en el que debíamos ser tan fuertes para entregarle a Brisita la mayor parte de nuestro poder. Yo estaba dispuesta a renunciar incluso a mi inmortalidad si así conseguía alargar la vida de mi amada hijita; el único fruto de mis entrañas, del amor verdadero, de la belleza de la vida.