MIEDO
Los atardeceres, en aquellas escondidas
tierras, brillaban como si estuviesen hechos de la luz de todas las estrellas
del firmamento. Cuando abría los ojos, notaba palpitando por dentro de mí los
últimos rescoldos del templado fulgor del día. Salía de la alcoba donde dormía
sabiendo que dentro de unos breves instantes me reencontraría con un resplandor
que ya no podía herirme, que podía protegerme del frío y de la oscuridad de la
noche.
Caminaba viendo cómo se adivinaban las
primeras sombras de la noche tras esas montañas entre las que se ocultaban
grandes extensiones de bosques densos y frondosos de acacias, robles y
castaños, en cuyas preciosas copas reverberaban los matices más refulgentes del
otoño. Caminaba aspirando el aroma de la savia de los árboles y de los pétalos
de las tímidas flores que crecían suavemente entre las raíces de los árboles;
oyendo cómo el murmullo ininterrumpido del agua se mezclaba con el musitar de
los animales y sintiendo en mi piel los postreros suspiros del día.
Sabía que podía disfrutar plenamente de la
luz y la templanza del día, pero me costaba mucho acostumbrarme a dormir por
las noches, a imaginarme que el alba era en verdad el atardecer de mi sueño.
Mis instintos vampíricos me impedían cerrar los ojos cuando el ocaso se hubiese
transformado en una noche espesa y abrirlos cuando el amanecer rozase el cielo
apagando las estrellas.
Se acercaba el invierno. Ya se adivinaba el
frío en el aliento del viento que mecía con fuerza las ramas de los árboles
pretendiendo arrancarles las últimas hojas anaranjadas que perlaban sus copas.
Olía a nieve lejana, a nubes espesas que resguardaban las primeras lágrimas del
invierno. Las remotas cumbres de las montañas se habían vuelto blanquecinas. La
escarcha destellaba en las últimas flores del otoño y se posaba en las
murientes hojas.
Ya llegaba el invierno y la naturaleza se
preparaba tiernamente para recibirlo. Las vacías ramas de los árboles se
erguían hacia el cielo como si esperasen la llegada de esa nieve que se
convertiría en sus copas. Los troncos protegían las fulgurantes lágrimas del
rocío y los animales que durante el otoño habían vagado libres por el bosque se
ocultaban en refugios templados donde aguardarían la llegada de la primavera.
Me desperté un ocaso notando una leve punzada
de dolor en el alma, como si fuese la voz de una nostalgia silenciada. Salí del
hogar donde vivía con mis padres y Geork y empecé a caminar sigilosamente entre
los vacíos árboles. El silencio que impregnaba el bosque era tan profundo que
me sentí tentada de detener la respiración para que ni siquiera las piedras
oyesen mi aliento. El cielo estaba teñido de gris; de un gris que se apagaba
conforme los segundos transcurrían. En la creciente oscuridad de ese helado
firmamento no se había prendido todavía ninguna estrella. El cielo estaba
cubierto de unas nubes densas que me ocultaban el fulgor de la luna y me hacían
creer que las sombras de la noche apagarían el resplandor de cualquier vida.
El murmullo del agua también sonaba tenue,
como si se ocultase tras un sinfín de rocas áridas y gruesas. Me había
despertado anhelando bañarme en ese río que tanto adoraba; pero aquellos deseos
se desvanecieron cuando capté la inmensa soledad en la que estaba sumida la
naturaleza. Ansié regresar hacia la hermosa casita de mis padres, pero alguien
me detuvo apareciendo de pronto ante mí.
—
Sinéad —se rió inocentemente—, no pretendía asustarte.
—
Áurea —me reí también, inquieta y sobresaltada.
Áurea brillaba sutilmente entre las sombras
de la noche como si portase en su piel el esplendor de todas esas estrellas que
refulgirían tras esas inmensas y densas nubes que apagaban nuestro entorno. Me
sonreía con dulzura y los ojos le fulguraban débilmente. Estaba vestida con una
falda negra cuyo vuelo le daba vida a su estrecha cintura. Una blusa floreada
perfeccionaba la hermosa forma de su cuerpo y sus cabellos ondulados y rubios
le caían libres y rebeldes por los hombros y se le desparramaban por la espalda
como si fuesen las hojas de un sauce llorón. Estaba tan bella que pensé que
ningún paisaje mágico podría poseer tanta beldad como ella.
—
¿Te apetece que paseemos un ratito por el bosque? —me preguntó
acercándose más a mí y tendiéndome su mano derecha. Yo se la tomé con
delicadeza—. Esta noche está tan oscura que no me apetece caminar sola por
ninguna parte, pero tampoco quiero encerrarme como si sintiese miedo.
Yo le asentí levemente con la cabeza mientras
le presionaba la mano y empezaba a caminar junto a ella bajo el opaco cielo de
la noche. Los últimos suspiros del atardecer parecían un espejismo que se
perdía en la inmensidad de las sombras de la oscuridad. Era la primera vez que
me hallaba a solas con Áurea después de tantos y tantos siglos sin conversar
íntimamente entre los árboles. Me costaba recordar la última vez que habíamos
estado juntas sin sentirnos en peligro. No quise rebuscar entre mi memoria por
miedo a que el alma se me llenase de la imagen y las sensaciones de algún
recuerdo que me hiriese profundamente en el corazón.
—
Voy a llevarte a un lugar donde todavía brillan los últimos destellos
del día. Quiero mostrarte algo.
Áurea hablaba con distancia, como si
estuviese dirigiéndose a alguien que no se hallaba a su lado, sino más allá de
los sueños y de la vida. Me fijé en que tenía los ojos perdidos en ese
horizonte ensombrecido por la noche. El silencio que nos rodeaba era tan
profundo que nos sentíamos tentadas de hablar susurrando. Ni siquiera el viento
se atrevía a mecer más las ramas de los árboles, tal vez intuyendo que ya no le
quedaban más hojas por arrancar.
—
¿Te encuentras bien? —me preguntó deteniéndose en el empiece de una
senda que se perdía entre los gruesos troncos de los árboles—. Te noto
distante.
—
Tengo en el alma una sensación que no logro comprender.
—
Tal vez nos venga bien hablar a las dos.
—
Sí, tal vez.
Juntas nos internamos en ese bosque poblado
de tantos árboles, descendiendo por una misteriosa cuesta que de repente se
convirtió en un prado alfombrado por una hierba perlada de escarcha. Áurea me
soltó de la mano y se sentó en el suelo, perdiendo los ojos por ese horizonte
donde debían reverberar las estrellas y que, sin embargo, estaba todo cubierto
por unas brumas mucho más espesas que la tristeza más honda.
—
Mira, Sinéad —me ordenó suavemente mirándome a los ojos. Cuando me
senté a su lado, me dijo—: Hace tiempo que noto que algo ha cambiado en este
mundo. Sigue siendo tan hermoso, pero hay matices que nunca he visto. Nadie
parece reparar en esos detalles tan aparentemente ínfimos, pero a mí me
preocupan mucho.
—
¿De qué detalles se trata? —le pregunté inquieta.
—
¿No ves, en el horizonte, donde se supone que deberían brillar las
estrellas, unas brumas azuladas que parecen moverse sin que el viento sople?
—
Sí. Hasta ahora pensaba que se trataba de nubes, simplemente.
—
No son nubes. Hace unas semanas, esas nieblas no eran más que una
línea que se confundía con el horizonte; pero ahora son mucho más grandes y
notables. Desde que empezaron a crecer, no he visto que las estrellas brillen
allí, en esa parte del horizonte.
—
¿Qué crees que puede ser?
—
No lo sé, Sinéad, pero... pero me temo que no se trata de nada bueno.
Geork también las ha visto, pero no les da importancia.
—
Parecen olas.
—
Sí, sí, se mueven como si fuesen olas que se acercan a una orilla
invisible.
Ambas nos quedamos en silencio, observando
esas lejanas y oscuras brumas que parecían querer cubrir el cielo entero con
lentitud y espesura. El viento soplaba de vez en cuando, muy de vez en cuando,
intentando arrancarnos un suspiro; pero una sensación muy potente, parecida al
temor más punzante, se había apoderado de nuestra voz y no nos permitía hablar
ni gesticular.
—
No debe de ser nada bueno —repitió Áurea entornando los ojos.
—
No sé qué hacer.
—
¿Cómo está Lacnisha?
—
Hace días que no salgo de aquí. No necesito alimentarme.
—
Tienes que ir a ver cómo está.
Las palabras de Áurea sonaron tan teñidas de
preocupación que no pude evitar estremecerme. Cerré los ojos con fuerza,
intentando imaginarme qué estaba sucediendo, elucubrando sobre el significado
de esos extraños detalles, y entonces, inesperadamente, tomé la decisión de
regresar a Lacnisha para comprobar en qué estado se encontraba su nieve, sus
árboles, sus nubes, su aliento.
—
Creo que iré hoy mismo a verla —la informé mientras me levantaba del
suelo.
—
Iré contigo, Sinéad. No quiero que estés sola.
—
No creo que esté ocurriendo nada malo. Tal vez estemos alertándonos en
vano.
—
No lo sé, pero yo también tengo el alma invadida por una sensación que
me empequeñece.
No nos dijimos nada más. Corrimos juntas
hacia el rincón exacto que nos permitiría salir de ese mágico mundo y llegar
hasta mi amada y ancestral isla. No nos costó nada encontrarnos en medio de
aquellos eternamente nevados bosques, bajo ese cielo espeso y liliáceo en el
que nunca habían brillado las estrellas. El frío del interminable invierno que
reinaba en esas tierras me golpeó en la piel, pero no me estremeció como
siempre lo hizo, no me hizo sentir acogida, no me hizo saber que estaba de
nuevo en casa.
—
Áurea —susurré incapaz de levantarme del suelo. El cuerpo me pesaba—,
Áurea.
—
Aquí estoy, Sinéad —me avisó ella presionándome las manos—. ¿Qué te
ocurre?
—
No sé, no noto lo de siempre.
—
¿Qué quieres decir?
Tenía los ojos cerrados. No me atrevía a
abrirlos por miedo a encontrarme con una imagen que no concordase con mis
recuerdos; pero no podía alargar más el momento de perder la mirada por la
hermosura de Lacnisha. Abrí los ojos lentamente, con temor, y entonces el
aliento del invierno me los rozó como si desease arrancarme esas lágrimas que
tanto tiempo llevaba encerrando en mi mirada.
La nieve más blanca y pura seguía alfombrando
el suelo de Lacnisha y el silencio más denso lo impregnaba todo; pero algo
había cambiado. No sabía concretar de qué se trataba, qué detalle había mutado
la apariencia de aquella isla que tanto amaba. Simplemente notaba que la nieve
no brillaba igual, que había esparcida por el bosque una oscuridad que nunca
había invadido Lacnisha; una oscuridad que parecía querer destruir el antiguo resplandor
de su alma.
—
Lacnisha no está igual.
—
Yo la veo igual que siempre, Sinéad.
—
No, Áurea. Tú no la conoces desde siempre, desde hace tantos años.
—
No, no la conozco tanto como tú.
—
Noto que hay menos nieve alfombrando su suelo y, además, no está
nevando ahora, cuando debería nevar sin cesar. Estamos cerca del solsticio de
invierno, cuando más nieva en Lacnisha. No está nevando, no está nevando, y al
tocar esta nieve, sé que no nieva desde hace al menos un mes. Esta nieve está
demasiado dura. No es una nieve reciente —protestaba con la respiración
convertida en suspiros sutiles mientras tañía sin cesar la nieve que cubría
aquel suelo tan antiguo—. Mira los árboles. No tienen nieve en sus ramas...
—
Sinéad, posiblemente empiece a nevar dentro de poco.
—
No, no... Áurea —la apelé levantándome deprisa del suelo y corriendo
hacia la orilla—, ven, ven, Áurea. Mira el mar... No, no está igual. Ya no hay
banquisas flotando a la deriva, como siempre. Ahora el agua se mueve, se mueve.
En Lacnisha nunca hubo olas.
—
Yo creía que sí...
—
Algo está ocurriendo. Lacnisha no está igual.
—
Sinéad, cálmate, cariño —me pidió rodeándome con sus brazos. Yo había
empezado a llorar sin preverlo ni poder evitarlo—. No te preocupes. Estoy
segura de que...
—
Las banquisas que rodeaban Lacnisha eran tan antiguas como su suelo. Este
mar nunca tuvo olas. Debería estar nevando, y tengo la sensación de que no lo
hace desde...
—
Estarás equivocada, Sinéad...
—
No, conozco tanto esta isla como a mí misma. No está igual.
—
¿Quieres que vayamos a buscar a Leonard y hablemos con él?
—
No, no creo que él pueda hacer nada. Es eterno y muy poderoso, pero no
creo que pueda remediar nada...
—
Tú sí puedes lograr que nieve, Sinéad.
—
Nunca he controlado la naturaleza que reina en Lacnisha.
—
Hazlo ahora. Concéntrate y haz que nieve. A Lacnisha le irá bien,
Sinéad.
No tenía fuerzas ni ánimos para rebatirle a
Áurea ni una sola de sus palabras, así que me separé de la orilla y me dirigí
hacia el corazón de ese puro y nevado bosque. Cerré los ojos y me arrodillé en
la nieve mientras concentraba toda mi magia en mi alma, mientras reunía todos
mis poderes en un solo deseo: «Por favor, haz que el invierno llore sus
lágrimas heladas sobre este bosque, haz que la temperatura de estos lares
descienda hasta congelar ese mar que siempre estuvo lleno de banquisas que
protegían la orilla de Lacnisha», rogaba con todo el ímpetu de mi alma, con una
desesperación que me hacía suspirar de vez en cuando; pero, por mucho que
suplicase empleando toda mi magia, nada cambiaba a mi alrededor, al contrario,
cualquier cambio que yo pudiese captar solamente se operaba en mi interior.
Percibía que la voz de esa magia que podía unirme a la consciencia de la Naturaleza
se silenciaba, algo la golpeaba, tal vez la brutalidad de la realidad que nos
envolvía.
—
No puedo —me quejé abriendo de repente los ojos. La poca magia que
había logrado concentrar en mi alma se desvaneció irrevocablemente—. Por mucho
que lo ruegue, no consigo nada.
—
Tal vez no lo consigas porque estás demasiado nerviosa.
—
No, Áurea, no consigo conectarme con el espíritu de la Naturaleza. Ya
nada es como antes. No capto su voz, no oigo nada más allá de mis pensamientos.
—
Tranquilízate, Sinéad, por favor —me pidió agachándose enfrente de mí
y abrazándome de nuevo. Estaba tan nerviosa que ni siquiera podía controlar mi
equilibrio—. Volveremos a nuestro hogar y les contaremos a los demás todo lo
que está sucediendo.
—
No puedo creerme que esto sea real. Incluso tengo la sensación de que
hace más calor en Lacnisha.
—
No es cierto. Hace mucho frío. Venga, regresemos antes de que te
sientas más desprotegida.
—
Yo nunca me he sentido desprotegida en Lacnisha, nunca, nunca
—sollozaba sin poder controlar mis sentimientos.
—
Sinéad, nada es lo que parece. Volvamos.
No me opuse. Permití que Áurea me condujese
de vuelta a aquellas tierras que, aparentemente, estaban lejos de la
destrucción; aquellas tierras que yo había creado con el deseo de que fuesen el
hogar más protector de todo el Universo; pero en esos momentos ya empezaba a
dudar de que aquellos lares se hallasen alejados de cualquier adversidad que
pudiese golpear nuestro mundo.
Cuando llegamos al bosque donde nos habíamos
encontrado esa noche, Áurea me acompañó al hogar de mis padres y me acomodó en
el lecho en el que llevaba durmiendo todos los días desde que había llegado a
aquellas mágicas tierras. No era capaz de atender a lo que sucedía a mi
alrededor. Áurea me hablaba, pero me costaba mucho comprender sus palabras. Lo
único que me anegaba el alma era un miedo atroz e infinito a que Lacnisha
desapareciese, a que mi amada isla también muriese.
—
Lacnisha, Lacnisha —deliraba sin poder controlar mis lágrimas.
—
No te preocupes por Lacnisha, Sinéad.
—
Debería estar nevando —susurraba casi sin voz.
—
Nevará, ya lo verás. Dentro de unos días vuelve a Lacnisha, ya verás
cómo esto solamente es un susto.
Me dormí entre suspiros de dolor y miedo,
guiada hacia el sueño por unas caricias cariñosas que Áurea me dio en el
rostro, en los cabellos y en las manos. Cuando mi consciencia desapareció, me
encontré perdida en un mundo lleno de sombras y frío. Caminaba por un bosque
cuyos árboles parecían haber estado siempre vacíos, carentes de vida y de luz.
La oscuridad del cielo que me cubría era tan
espesa que ni siquiera podía atravesarla con los ojos. Me costaba ver lo que
había a mi alrededor. Solamente notaba las sombras de los árboles que orillaban
mi camino.
De repente noté que la temperatura de mi
entorno ascendía imparablemente. Me desperté sobresaltada y, sin poder
controlar mis movimientos ni mis pensamientos, salí del lecho en el que dormía
y corrí hacia el exterior guiada por un miedo que no tenía ni principio ni fin.
Corrí y corrí a través de la noche, dejando atrás la protección que aquel hogar
podía ofrecerme, hasta encontrarme en el rincón que era la puerta hacia el otro
mundo, el mundo de la humanidad. No dudé ni un instante, solamente llené mi
alma del deseo de regresar a esa tierra tan corrompida y amenazada.
Entonces me encontré de nuevo en medio de los
bosques de Lacnisha. Bajo mis pies, refulgía muy tenuemente la pura nieve que
alfombraba su suelo. Sobre mí, el cielo espectral de una noche eterna apagaba
cualquier destello de luz que pudiese alumbrar mi camino o mi alrededor. Me
rodeaban esos árboles ancestrales que nunca se habían llenado de hojas, pero
sus ramas parecían tristes, decaídas, apuntaban hacia la tierra como si el
firmamento pesase sobre ellas.
Miré a mi alrededor sin comprender nada. No
podía aceptar las imágenes que llegaban a mí. La nieve que cubría aquel eterno
suelo era tan fina como la escarcha que adorna las flores en las madrugadas. El
infinito silencio que siempre se había esparcido por la inmensa soledad que
reinaba en Lacnisha estaba lleno de sonidos cuya procedencia era incapaz de
determinar. Me pareció captar el murmullo de unas olas tímidas, la voz de la
lejana civilización; un sonido que nunca había llegado hasta Lacnisha. Corrí,
sin preverlo, hacia la orilla de aquella entrañable isla, sin percatarme de que
sobre las cumbres de las montañas ya no se posaba esa nieve esponjosa que las
había engrandecido bajo el cielo de la noche. Reparé en esa terrible ausencia
cuando me hallé al otro lado de esas montañas observando ese mar que antaño
estuvo tan helado y que en esos momentos se mecía en unas olas interminables.
Me di la vuelta, incapaz de soportar esa imagen, y entonces advertí que la
piedra que formaba aquellas ancestrales montañas se había descubierto
ennegrecida ante los ojos del presente.
Tuve que reprimirme un alarido de terror, de
impotencia y de tristeza cuando me percaté de que la nieve que siempre había
argentado esas poderosas montañas se deslizaba suavemente por sus laderas
convertida en unos ríos de dudoso caudal; unos ríos que se mezclaban, al llegar
a la tierra, con la nieve que había caído del cielo ya hacía tanto y tanto
tiempo; un tiempo que era incapaz de contar, de conocer.
—
¡Lacnisha! —susurré con la voz quebrada, perdiendo involuntariamente
el equilibrio y cayendo de rodillas al suelo mientras empezaba a llorar
desconsoladamente—. Lacnisha, ¿Qué está pasando?
De repente noté que alguien me llamaba a
través de la distancia; una distancia no creada por el espacio que separa dos
lares, sino por la distancia que divide dos mundos. Sabía que aquel reclamo
procedía de la tierra que yo había creado con tanto amor uniéndome al alma de
la Naturaleza. Alguien me llamaba con desesperación desde el otro lado de la
vida y yo debía acudir cuanto antes a aquel reclamo, pero no tenía fuerzas para
abandonar Lacnisha en medio de aquella triste noche. No obstante, me esforcé
por levantarme del suelo y volver a aquel mundo mágico antes de que se hiciese
mucho más tarde.
Sabía que quien me llamaba con tanto ahínco y
desesperación era Klaudia, mi madre. Que ella me reclamase a través del espacio
y del tiempo me estremecía tanto que era incapaz de concentrarme para traspasar
las fronteras de la realidad para llegar hasta ella; pero al fin me hallé
corriendo por esos bosques tan inmaculados y puros que habían emergido de lo
más profundo de mi alma. Sin embargo, noté, mientras corría, que la noche ya no
cantaba igual, que la voz de los bosques estaba silenciándose.
Vi a Klaudia esperándome entre dos árboles.
Tenía los ojos anegados en miedo, en desesperación y en agonía. Cuando me tuvo
al alcance de sus manos, me aferró con fuerza de los brazos y me atrajo hacia
sí temblando descontroladamente.
—
Madre...
—
Sinéad, debes hacer algo, debes hacer algo —me pidió acongojada.
—
¿Qué sucede?
—
Mira allí —me ordenó señalándome con su mano diestra el horizonte en
el que Áurea también había perdido los ojos—. Esas nubes...
Aquellas sombras que a Áurea y a mí nos
habían parecido olas serenas se habían convertido en un cielo más que cubría el
horizonte de nuestros mágicos días y nuestras brillantes noches. Aquellas
nieblas avanzaban a través de las sombras de aquella inmensa oscuridad,
cubriéndolo todo, apagando cualquier destello de vida. Algo se quebró por
dentro de mí, como un aviso, como un temor incontrolable. Me acordé rápidamente
de que la nieve de Lacnisha estaba derritiéndose y que el mar que la rodeaba
estaba perdiendo las banquisas que siempre la habían protegido.
—
¿Qué está pasando, Sinéad? —me preguntó de repente Geork.
—
No lo sé, no lo sé.
—
Lacnisha está en peligro, ¿verdad? —quiso saber Alex situándose a mi
lado—. He ido a alimentarme y la he visto tan extraña...
—
Sí, sí. La nieve de Lacnisha está derritiéndose y debería estar
nevando. Ahora es cuando más frío hace en Lacnisha y... sin embargo no hace
frío y no nieva —les explicaba nerviosa—. Las banquisas que la rodean están
derritiéndose y en el mar que la protege del mundo han surgido unas olas que...
—
Algo muy grave está sucediendo —aportó Ernest sobrecogido.
—
Debemos hacer algo —pidió Áurea temerosa.
—
¿Qué podemos hacer nosotros? —cuestionó Eitzen. De repente me di
cuenta de que todos mis seres queridos se hallaban a mi alrededor—. Creo que lo
que está ocurriendo no depende de ninguno de nosotros, ni siquiera de ti,
Sinéad.
Mientras intercambiábamos palabras tan llenas
de desesperación, aquellas brumas oscuras que nos lo ocultaban todo iban
avanzando a través de la noche, cubriéndolo todo. Entonces me percaté de que, a
su paso, aquellas brumas destruían los árboles que poblaban aquel mundo, aquel
bosque. Parecían devorarlos, absorberlos, convertirlos en más nieblas que
alimentaban esas nubes destructoras. Lentamente, dejé de oír el murmullo de la
voz del agua y el musitar de los animales. Olía a vacío. Lo llenaba todo un
olor a nada, a vida desvanecida.
Inesperadamente, el suelo empezó a temblar violentamente
bajo nuestros pies. Un terremoto cruel y despiadado agitó con una brutalidad
interminable todos los rincones de esa naturaleza tan amada, derrumbando inevitablemente
los curiosos y preciosos hogares que se hallaban entre los árboles,
arrebatándoles las rocas a las montañas, derribando esos mismos árboles que nos
habían protegido siempre. Las montañas perdían su hermosa y poderosa forma, el
cielo que nos cubría se había oscurecido irreversiblemente y de todas partes
surgían suspiros de desesperación. Los pocos animales que todavía vagaban por
el bosque creyendo que dentro de poco celebrarían la llegada del invierno corrían
desorientados por doquier, intentando encontrar un refugio que pudiese ampararlos
de aquel desastre.
—
¡Sinéad, Sinéad! —gritaba Alex intentando no perder el equilibrio.
—
¡Sinéad, haz algo! —me suplicó Klaudia cayendo al suelo
inevitablemente.
—
¡No sé qué puedo hacer! —protesté con la voz totalmente quebrada.
—
¡Intenta conectarte con el espíritu de la Naturaleza! —me aconsejó
Áurea.
Traté de ignorar todos esos sentimientos que
me anegaban el alma, pero era incapaz de serenarme. Jamás podría conectarme con
el alma de la Naturaleza si estaba tan desasosegada y desesperada; pero entonces
supe que ni tan sólo hallándome sumida en la calma más interminable podría
enlazarme a esa voz ancestral que me había ayudado a crear aquel mundo tan
hermoso y aparentemente eterno.
Mientras trataba de conectarme con aquella
alma tan antigua, a mi alrededor se derrumbaban los árboles, desaparecían las
flores, las nubes, se turbaba el silencio. Miles de sonidos indescifrables se
habían apoderado de la suave voz de los bosques y la habían convertido en un
delirio de gritos, golpes y rugidos que me sobrecogían profundamente.
No podía luchar contra nada. Parecía como si
me hallase en un mundo que nunca había sido mi hogar, que yo nunca había amado
ni conocido; en un mundo manejado por una fuerza impiadosa que lo despreciaba
todo, que deseaba destruir cualquier vida, aunque ésta fuese efímera y
delicada. No podía ni siquiera aferrar de las manos a mis seres queridos. Ellos
se alejaban de mí arrancados de mi lado por un ímpetu que solamente provenía de
la destrucción.
Sentí ganas de gritar, pero estaba tan
paralizada que no podía ni siquiera entornar los ojos. Hipnotizada por una
fuerza incontrolable, observaba aterrada cómo aquellas oscuras sombras
avanzaban y avanzaban a través de la noche absorbiendo todo lo que formaba
aquel mundo que tanto esfuerzo me había costado construir; notaba aterrada cómo
el suelo temblaba bajo mis pies, intentando arrancarme el equilibrio,
destruyendo los árboles, destruyéndolo todo. Además, a lo lejos, podía oír el
eco de la nieve derritiéndose.
Solamente podía notar que tenía la
respiración agitada y que alguien me presionaba con mucha fuerza de las manos.
La oscuridad que nos rodeaba a todos se hacía cada vez más profunda, más espesa
e impenetrable. Los árboles desaparecían a nuestro alrededor, se apagaban los
sonidos de la noche, dejaban de brillar las pocas estrellas que podía adivinar
tras esa insondable capa de nubes densas. Ya no olía a savia ni a vida,
solamente a vacío, a ese vacío que invade los hogares que se deshabitan.
—
Sinéad, por favor, haz algo —me pidió una voz llena de ecos lejanos.
Era incapaz de saber a quién le pertenecía—. Sinéad, todo está desapareciendo.
Haz algo, Sinéad.
La estela de mi memoria me sugirió que
aquella voz le pertenecía a Eitzen. Guiada por la desesperación que impregnaba
aquellas palabras, me esforcé por observar minuciosamente lo que sucedía a mi
alrededor, aunque en esos momentos me parecía que yo no era dueña de mis
pensamientos ni de mis sentimientos.
La oscuridad que se cernía sobre nosotros y
que avanzaba devorando todo lo que formaba aquel bosque se había apoderado de
la imagen de todos mis seres queridos. Quien me aferraba de las manos cada vez
tenía menos fuerza en los dedos. Inesperadamente, perdí el rastro de esas manos
que me hacían sentir medianamente protegida y me quedé sola en medio de un mar
de brumas que me apartó del último sonido de aquella noche. No podía hacer
nada, no podía pensar, era como si me hubiesen robado la voluntad, el alma, la
vida. Solamente podía presenciar cómo todo lo que yo había creado desaparecía
absorbido por una fuerza cuya procedencia era incapaz de determinar. Mis seres
queridos también se perdían por esa creciente inmensidad, por ese helado vacío.
Yo caía por un abismo que me separaba cada vez más de ellos, irrevocablemente,
para siempre, de ellos. Quise llamarlos, me esforcé por lograr recuperar el
equilibrio y el dominio de mis deseos en medio de esa absoluta vacuidad, pero
no podía controlar nada, ni tan sólo la voz de mis pensamientos.
Klaudia, Ernest, Geork, Áurea,
Eitzen, Alex: todos desaparecían absorbidos por la nada en la que vivían antes
de que yo los apartase de la muerte. La mirada de todos ellos se convirtió en
oscuridad delante de mis incrédulos ojos. Sentía que en mi alma se quebraba una
fuerza que hasta entonces la había mantenido más o menos estable, que la había
protegido de la tristeza más irreversible. Continuamente intentaba gritar para
llamarlos, para asegurarles que lucharía por ellos; pero no podía cumplir nada
de lo que me proponía porque de repente yo había dejado de ser dueña de mi
vida, de mi cuerpo y de mi destino. Solamente notaba que la gravedad de la
realidad me atraía hacia sí, hacia un suelo que siempre, siempre, desde el
principio de la vida de la Historia, había estado cubierto por una nieve
inmaculada y eterna que, en esos momentos, estaba desvaneciéndose.
Noté que me rodeaba el frágil
frío que invadía tímidamente los bosques de Lacnisha; un frío que antes había
sido el más denso y profundo del Universo; un frío que me había protegido de la
gelidez más insoportable de la vida. Percibí que esa misma gravedad que me
había arrancado de la vera de mis seres queridos me impulsaba hacia ese suelo
para que me tumbase allí, para que descansase sobre una nieve que cada vez se
volvía más frágil y menos espesa. No podía abrir los ojos porque me sentía
inmensamente débil. Oía, a lo lejos, que un sonido sordo y continuo interrumpía
el silencio de la noche. Un destello de razón me desveló que aquel sonido
procedía de ese mar que rodeaba la isla de Lacnisha; un mar que hasta entonces
había permanecido sumido en la quietud y la serenidad más absolutas; pero otro
destello de consciencia me advirtió de que aquellos extraños sonidos que
interrumpían la tranquilidad de aquella eterna noche que reinaba en Lacnisha
era la voz de la desaparición de ese mundo que hasta esos instantes nos había
protegido de la maldad de la humanidad.
Tenía mucho sueño, mi consciencia
pretendía apagarse; pero antes de perder la noción de mí misma, me pregunté por
qué estaba sucediendo aquello, quise saber qué estaba destruyendo mi amado
mundo. «Tal vez sea imposible mantener vivo un lugar tan mágico cuando en este
mundo real cada vez hay menos amor hacia la Naturaleza, cuando todo está
perdiendo importancia en esta tierra», me dije antes de perder la consciencia.
«Es imposible que haya magia en una realidad tan horrible y triste». Tras
aquellas palabras, entonces todo desapareció, desapareció sin que yo pudiese
saber cuándo volvería a pensar con nitidez, lejos de la inconsciencia, lejos
del mundo oscuro de los sueños.