domingo, 20 de octubre de 2019

LEALTAD SIN PRECEDENTES


LEALTAD SIN PRECEDENTES

Qué mirada tan triste tiene hoy. Sus ojos siempre están llenos de tristeza, pero hoy parecen mucho más profundos y oscuros. Tiene los ojos más negros y bonitos que he visto en mi corta vida. Cuando la miré por primera vez, algo se me recompuso por dentro. Hasta que ella me encontró, nunca me había dado cuenta de lo sola que estaba. Enseguida supe que algo ya nos había unido desde mucho antes de conocernos. Cuando la vi caminando desorientada entre aquellos gruesos y antiguos árboles, supe que tenía que ayudarla y que yo me hallaba en ese lugar para guiarla. Al instante, ella se convirtió en algo de mí y yo me volví algo de ella. Un vínculo inquebrantable nos unió para siempre. Noté que, desde lo más hondo de mi ser, emergía un halo de luz que la envolvía y, a su vez, ese halo de luz que manaba de mí era el reflejo de la luz que ella irradiaba. Sí, ella brillaba. Ella ha brillado siempre, aunque esté inmensamente triste. La noche en la que nos encontramos, ella estaba muy triste, pero también refulgía en sus ojos el comienzo de una esperanza que ella no se atrevía a sentir libremente. Tenía mucho miedo y estaba tan perdida que casi no podía pensar con claridad; pero, en cuanto me descubrió a su lado, mirándola con tanto respeto e incluso fascinación, emergió de su desorientación como si ésta fuese un mar embravecido

Hoy está muy triste. Me gustaría poder preguntarle qué le ocurre. Nunca ha podido abandonar esa tristeza que le llena el alma, pero hace días que está mucho más nerviosa y sensible. Me habla con un tono de voz más bajo, más confidencial. Ella me habla siempre, aunque no pronuncie ninguna palabra, porque sus ojos se expresan en un idioma que sólo yo puedo entender. Sé que nadie comprende sus ojos mejor que yo. Si hubiese alguien que la entendiese, no estaría tan sola. Ella y yo somos muy distintas. No somos de la misma especie. Ella es de la especie de esos seres que nos quitan nuestro hogar a nosotros, a los que desde siempre estuvimos aquí. Sé que ellos son humanos y nosotros, animales. La mayoría de los humanos está convencida de que los animales ni pensamos, ni sentimos ni reflexionamos; pero hay una pequeña parte de esos seres que creen lo contrario y ella es una humana que cree de la forma correcta. No sólo sabe que pienso y siento, sino que, además, está totalmente segura de que la entiendo cuando me habla, cuando me mira o me acaricia. Ella es muy inteligente, mucho más de lo que los demás saben.

Yo no pertenezco a su misma especie porque soy un animal. Más concretamente, soy un animal que inspira temor y asco a la mayoría de seres humanos, pero a ella no le inspiro nada de eso, al contrario. Desde el primer momento que compartimos, ella sólo sintió por mí respeto y cariño. No pertenezco a su misma especie, pero la entiendo y quiero mucho más que todas las personas que la conocen o creen conocerla. Hay bastantes personas que la visitan aspirando a ganarse su confianza, pero hace tiempo que ella perdió la confianza en la vida y en las personas que ella creía que la querían. La engañaron vilmente haciéndole creer que la querían, que la respetaban y la entendían cuando lo cierto fue siempre que lo único que deseaban era quedar bien con ella porque, tratándola bien a ella, se sentían realizados como personas. Son unos hipócritas. Hubo un tiempo en el que sí la ayudaron a ser un poco más feliz, pero hace años que lo único que le causan es sufrimiento. No la entienden, no la ayudan nunca ni se preocupan realmente por ella. Si yo pudiese hablar su lengua, les pediría que la escuchasen, les pediría que la quisiesen de verdad y que la ayudasen a ser feliz; pero ellos no comprenden el lenguaje de mis miradas como sí lo hace ella. Ni siquiera se dignan mirarme. Soy parte del decorado de su vida, nada más.

Una noche, fui en busca de ayuda porque sentí que se iba, que se moría, y yo no pude soportarlo. La vida sin ella me resultaría difícil y muy triste. Desde que estoy con ella, apenas me apetece salir al bosque y vagar sola por ahí. Si salgo, quiero que sea con ella. Quiero que compartamos los caminos que recorremos, el aire que respiramos, los olores del bosque, los sonidos del río, todo. Ella me habla siempre de un lugar que se parece un poco a este bosque que rodea nuestra acogedora cabaña. Me habla de esos lejanos lares con una tristeza preciosa que vuelve mucho más suave su voz. Tiene una voz preciosa, aterciopelada y armoniosa que me acoge siempre. Además, tiene un acento muy gracioso y tierno. No habla igual que las personas que forman parte de su vida, aunque de forma casi inexistente. Habla distinta. Los demás se expresan también con calma, pero con una decisión. Esa decisión con la que hablan me parece que vuelve más frías las palabras que pronuncian y también utilizan otro idioma. Ella me habla en una lengua con la que no se expresa delante de ellos. Sólo a mí me habla empleando ese idioma tan gracioso. Parece que cante al hablar. Sí, también canta. Muchas veces, la oigo cantar canciones preciosas mientras lava su ropa en el río, mientras trabaja la tierra, mientras cocina o limpia la cabaña. Ella sabe que la escucho con atención. Me parece que su voz es el sonido más bonito que pudo crear la naturaleza; pero ella no quiere cantar delante de nadie. Sólo se atreve a hacerlo delante de mí.

Me habla de cosas que no conozco. Me habla de montañas muy altas que se llenan de nieve en invierno. Me habla de un río en el que siempre se bañaba cuando llegaba el verano. Me habla de recoger el trigo, de la vendimia, de muchas maneras de cultivar la tierra. Me habla también de otros amigos suyos, también animales, con los que siempre se llevó estupendamente, mucho mejor que con las personas, y, siempre que me habla de todo ello, se le llenan los ojos de lágrimas. Siempre me habla de su pasado cuando nos hallamos las dos sentadas entre los árboles o delante de la lumbre. Le gusta mucho prender la lumbre cuando cae la noche y ya refresca un poco. Yo la rodeo con mi cuerpo y apoyo la cabeza en su pecho para escucharla mirándola a los ojos. Ella me acaricia suavemente, como si le diese miedo rasgarme la piel con sus suaves dedos, mientras me habla o me canta alguna canción de ésas tan bonitas con las que me duerme inevitablemente. Sus manos son muy cariñosas. Trabajar la tierra las ha fortalecido, pero sigue manando de ellas mucha ternura y cuidado. Me siento tan protegida en esos momentos que me parece que nunca estuve sola. Perdí a mi madre cuando era muy pequeña y, desde entonces, nunca había vuelto a sentir tanto calor, aunque las madres de nuestra especie son frías y nos abandonan pronto para que crezcamos rápido; pero a mí me separaron de ella mucho antes de que pudiese entender que era su hija. No me acuerdo de ella. Sin embargo, yo no la quiero como una hija quiere a su madre ni como si fuese mi hermana. Realmente, no sé diferenciar los tipos de amor que pueden existir. Ella sí me habla de las diferentes maneras de amar. Me habla de su madre y me explica que su madre la abandonó, enviándola lejos de su hogar injustamente porque ella amaba de una manera que, supuestamente, no estaba permitida; pero ¿cómo va a estar prohibida una manera de amar? El amor es un sentimiento muy bonito y no se debería prohibir.

Yo no sé cómo la quiero. La quiero de una manera fuerte y protectora. No quiero que le pase nada, pero siento que no la puedo cuidar de todo. Puedo protegerla de peligros físicos como una piedra en el camino que ella no ha advertido, una repentina tormenta a la que ella no le ha dado importancia, otro animal que quiera hacerle daño (aunque los animales saben que a ella no tiene sentido hacerle daño porque nos quiere a todos), pero no puedo protegerla de sus sentimientos. Sus sentimientos son muy peligrosos. A mí me parece que la tristeza o la frustración la destruirán sin que ella pueda evitarlo y me siento muy impotente porque no la puedo ayudar. Por más que trate de calmarla con mi cercanía y mi cariño, ella apenas reacciona. Dicen que está enferma, pero yo creo que lo que le pasa es que echa mucho de menos el lugar en el que vivía antes de venir aquí. Me contó que la mantuvieron encerrada en un sitio horrible durante años y que allí nadie la quería. Entonces es comprensible que tenga el corazón tan herido y lleno de tristeza. Es muy importante sentirnos queridos. Incluso para los animales, al contrario de lo que muchos humanos piensan, el cariño y el respeto son fundamentales para sentirnos felices. También necesitamos estar en nuestro hábitat. A ella le pasa lo mismo que nos ocurre a nosotros cuando nos separan del ambiente en el que mejor estamos. Estuvo encerrada durante mucho tiempo lejos de todo aquello que le hacía sentir viva. Dudo mucho de que se le cure definitivamente esa herida que tiene en el corazón.

Yo soy extraña. Quiero decir que, por lo general, los miembros de mi especie no tienen estos pensamientos tan profundos ni pueden reconocer con tanta claridad sus propios sentimientos y mucho menos los de los humanos; pero yo siento que no soy igual que mis hermanas. También me muevo por instintos, es evidente. Cuando tengo hambre, no puedo pensar en nada más que en comer, que en cazar, que comerme un suculento ratón o cualquier otra alimaña que me encuentre; pero también pienso demasiado y sé que ella entiende lo que pienso. Puede leerme la mente, lo sé.

Y está muy triste y nerviosa. Nunca la he visto así. No sé qué hacer para calmarla. Llora mucho, pasa horas sin comer, luego sale de la cabaña sin decirme a dónde va ni pedirme que la acompañe. Sé que es por esa otra humana que conoció hace poco. Desde que ésa apareció, está mucho más descontrolada por el miedo y la tristeza. Tiene mucho miedo. Me habla de ella con una voz que nunca le oí antes. Está aterrada porque dice que ella es alguien que ya conoció en otra vida. Creo en las otras vidas, pero no entiendo por qué le provoca tanto pánico que ella haya aparecido otra vez. Tendría que sentirse feliz por reencontrarse con alguien tan importante; pero teme a esa mujer como si ella fuese la portadora de todas sus desgracias. Dice que ha venido para vengarse de ella porque, según me cuenta, sabe que en otra vida hizo algo horrible sin poder evitarlo, pero ¿cómo va a hacer algo horrible ella, que es tan buena, tan cariñosa, tan dulce? Me dijo que no se acuerda de lo que ocurrió, pero sabe que acabaron muy mal por culpa suya, porque, por ser cobarde, la desveló ante las personas más crueles del mundo; pero estoy segura de que esa mujer ni siquiera se acordará de eso. Ella sí se acuerda porque es muy especial y poderosa. Es muy poderosa. Tiene tanto poder que ni ella misma lo puede soportar.

Ahora me llama con su peculiar acento. Siempre se dirige a mí con el nombre de Némesis. Me pregunta dónde estoy y me pide que la acompañe a algo muy importante para ella. Su voz suena llena de energía. Eso me gusta.

 

Qué impotencia siento, qué rabia, qué ganas de morder a todas esas personas que supuestamente la querían. ¡Los mataría a todos si tuviese el valor para hacerlo! Pero ella, con su cariño, ha atenuado mis instintos animales, qué curioso.

¡Mas ahora sólo siento que la quiero defender de todos ésos que se creen con el derecho de tratarla como si fuese escoria! Siento algo que me recorre el cuerpo y que me hace tener ganas de atrapar lo que sea y apretarlo hasta deshacerlo. La han tratado tan mal que pensaba que se desharía allí mismo, pero se ha mantenido fuerte, con ganas de llorar, pero fuerte, con poder en la mirada. Yo notaba que intentaba controlar lo que sentía porque no se quería rendir. Quería ser fuerte, pero no ha podido resistir el envite de la honda decepción que sentía y se ha derrumbado en medio del bosque, entre la noche. Yo no sabía qué hacer para calmarla. La miraba intentando transmitirle con los ojos esa fuerza que necesitaba para mantenerse poderosa porque a mí me gusta verla poderosa. Me siento fuerte junto a ella cuando se muestra tan capaz de enfrentarse a cualquier peligro. Habla diferente, con más seguridad, tiene otro brillo en la mirada y parece invencible. Cuando tiene ese ánimo, creo que las dos podemos afrontar cualquier adversidad; pero también me conmueve verla triste, deshecha en llanto, porque siento que puedo protegerla, que en mí está la responsabilidad de ampararla de su dolor.

Ella apenas notaba la fortaleza que yo quería transmitirle con la mirada. Estaba oscuro a nuestro alrededor y ella cada vez estaba más deshecha en llanto, pero de repente apareció esa mujer, otra vez, desfigurándolo todo, haciendo temblar el suelo de nuestro mundo. Apareció cuando creía que ya no volveríamos a ver a nadie más esa noche.

Se había perdido. Ella podría haberla ayudado, pero, en lugar de mostrarse tranquila, se comportó de una forma muy extraña. Quiso esconderle lo mal que se sentía tras una máscara de frialdad y distancia que en absoluto se correspondía con lo que ella deseaba mostrar realmente. La conozco tan bien que sé cuándo intenta fingir y cuándo es totalmente ella.

La mujer ésa, que tanto miedo le inspira a ella, también estaba muy asustada. Qué absurdo todo. La mujer ésa me tiene un miedo atroz. Me tiene miedo. Qué estúpida. Yo nunca le habría herido, en un principio, pero ahora sí siento ganas de atacarla o de darle algún susto porque le está haciendo daño. No se da cuenta, pero ella sufre mucho por culpa suya. No me gusta esa mujer. Va por el mundo haciéndose la inocente. Intenta engañar a la gente haciéndoles creer a todos que es buena, pero es tonta. No sabe actuar. No tiene ni idea de lo que debe hacer. No la sabe tratar, a ella que es tan especial. Me gustaría pedirle que desapareciese, que la dejase en paz, que no la espiase continuamente. La espía sin que ella se dé cuenta, evidentemente. La observa entre los árboles cuando lava su ropa en el río, cuando trabaja, incluso cuando se baña. ¿Quién se cree que es? ¿Por qué no se acerca a ella y le habla en lugar de ir espiándola? No me gusta eso. Sé que ella nota que alguien la acecha, pero tampoco le da mucha importancia a eso porque cree que forma parte de su supuesta enfermedad.

 

Hoy es un día extraño. Algo hay en el ambiente que pesa. No hay aire. Hay tristeza a nuestro alrededor. Le cuesta respirar. Está enferma. Ahora sí está enferma. No piensa con claridad. Ni siquiera sabe en qué momento del día se encuentra. No come casi. Se pasa las horas delante de ese altar que no deja de ordenar. Pone incienso continuamente y da larguísimos paseos por el bosque cuando es totalmente de noche. Está perdiendo la vida. Tengo mucho miedo. No quiero que le pase nada. Es parte de mí y, si ella muere, me apagaría. Seguiría viviendo porque la vida tiene que durar el tiempo que está establecido que dure, pero me movería sin aliento porque la quiero mucho. Sí, la quiero. Mi amor no sé si está prohibido o no. Es posible que nadie lo entendiese ni pudiese imaginarlo, pero la quiero con todo mi ser y ella me quiere también. Anoche me abrazó durante mucho tiempo. Perdí la noción de las horas. Creí que estaba a punto de amanecer cuando ni tan sólo se había escondido la luna. Me sentía tan bien, tan cómoda, tan protegida... Me habría gustado decírselo empleando el precioso idioma con el que ella se dirige a mí, pero no puedo hablar. La naturaleza no nos dio esa capacidad a los animales; mas sí la miré a los ojos, buscando su consciencia, y encontré algo que me puso muy triste. Encontré una honda desolación abarcando toda su alma. Vi tanto desconsuelo en su mirada que sentí que algo se me quebraba por dentro. Supe que estaba perdiéndose, que la estaba perdiendo, que estaba desapareciendo, que estaba muriendo la mujer que tan valiente y poderosa podía ser. Entonces, la miré con más fuerza a los ojos. Quise ordenarle a gritos que recuperase su poder, que fuese fuerte, que no se dejase vencer por nada.

Me pareció que oía mi voz silenciosa, mis gritos que no sonaban, porque me sonrió de súbito mientras deslizaba los dedos por mi cuerpo, suave y lentamente, a la vez que entornaba los ojos y me decía que me quería, que yo era lo único que tenía. Noté que se le aceleraba el corazón y entonces me prometió que me llevaría allí a su tierra y que allí podríamos ser libres. Me dijo que allí nadie nos haría daño y que me gustarían mucho esos bosques que ella tanto ama, que me enseñaría las montañas que protegían la aldea en la que ella había nacido... pero sé que eso no podrá ser. Nunca estaremos juntas allí porque ella está enferma y quieren encerrarla de nuevo, lo sé muy bien. Hace unas tardes, oí cómo la mujer esa mayor se lo decía al hombre, que debía pensar en llevarla allí, pero a él lo horroriza imaginarse llevándola otra vez a ese sitio en el que seguramente acabará muriendo.

Yo los mataré antes a todos. No la llevarán a ninguna parte porque yo lo impediré. No me importa que después me maten a mí. No quiero que le quiten la libertad. Ella se merece todo lo bueno y ellos sólo le dan cosas malas. No la quieren.

 

Hoy siento que la vida se está apagando ya. Nos queda poco tiempo. Hay algo que me avisa de que debo ir con mucho cuidado. No estamos en nuestra cabaña, sino en la casa del hombre ése que parecía tan bueno y que nos quiere separar. Ella me ha pedido que me esconda porque también sabe que estoy en peligro. Hace días, hice algo horrible. La defendí de la dañina energía que esa mujer tenía. La defendí porque ella estaba perdiéndose por culpa suya. Esa mujer la estaba matando sin saberlo y yo no podía permitir que le hiciese más daño.

Sé que me equivoqué, pero ya no hay vuelta atrás. Lo que más me duele no es que esa mujer estuviese a punto de morir ni que ella la quiera, porque sé que la quiere de esa forma prohibida de la que me habló una vez. Lo que más me duele es que nuestro tiempo se acaba. La dejaré sola. Me separarán de ella y la dejaré sola sin quererlo. No quiero dejarla sola. No puedo imaginármela sin mí. Quiero protegerla de todo y, si me separan de ella, no podré hacerlo. ¿Qué va a ser de ella?

Me duele pensar que me separarán de ella sin que ella pueda saber cuánto la quiero. No sé cómo la quiero, pero la quiero mucho. No me importa no saber qué tipo de amor es éste. Lo que me importa es que es de verdad, es sincero, es real y sé que, salvo esas personas de las que tanto me habla, nadie la ha querido ni la querrá como yo.

Ojalá no me vea morir. Sé que voy a morir. Me van a matar. No me permitirán estar con ella; pero no saben que no me rendiré tan rápido. Antes de que intenten separarme de ella, me lanzaré a ellos y los morderé con todas mis fuerzas. No sé si quiero matarlos. Lo único que quiero es que por unos momentos pierdan la conciencia para que ella y yo podamos huir juntas a ese lugar del que con tanto amor y nostalgia se acuerda; pero sé que mi veneno es mortal. De eso yo no tengo la culpa.

 

miércoles, 2 de octubre de 2019

NO ELEGÍ MIS VACACIONES


Querida Elisa:

Te escribo esta carta en la casa de mi abuela. Estamos a principios de agosto, pero no sé cuándo te llegará esta carta. Para enviar cartas, tenemos que ir a la ciudad porque aquí no hay buzones. El cartero pasa una vez a la semana para recoger el correo que los vecinos de la aldea quieran enviar, pero en agosto pasa cada quince días y yo no estoy dispuesta a esperar tanto. Lo mismo pasará cuando quiera recibir una carta tuya. Tendré que esperar tanto que no sé si merece la pena que me contestes. Creo que es mejor que me des las cartas que me escribas cuando nos veamos en la escuela en septiembre. Tengo ganas de volver a la escuela porque te echo de menos a ti y a todos nuestros amigos. También echo de menos jugar al tenis con las chicas porque aquí nadie sabe jugar al tenis y hay niños que nunca oyeron hablar del tenis. ¿Puedes creértelo? Pero es que te voy a contar muchas cosas que te costará creer.

Es el primer año que venimos de vacaciones a la aldea de mi abuela. La aldea de mi abuela está perdida entre montañas, valles y bosques. Sabes muy bien que siempre hemos ido a veranear fuera de España. Hemos visitado países preciosos. Me lo pasé muy bien el año pasado en Italia y creía que este año iríamos a Grecia, pero mi padre decidió que pasaríamos todo el mes de agosto en la aldea de mi abuela, de su madre en este caso. ¡Todo el mes de agosto! Lo peor es que aquí no hay playa. Para ir a la playa, tienes que ir muy lejos y mi padre prefiere quedarse en la aldea disfrutando, según él, de estos bosques, de los animales y del río. Yo probé a bañarme en el río, pero me da miedo porque me parece que el agua va muy rápido. Me invitan a que me acerque a los animales, pero todos los animales de la Tierra me dan miedo. Aquí hay muchas vacas y ovejas. Las vacas me dan miedo. Creo que me van a atacar y las ovejas huelen raro. No me gustan los animales.

Voy a hablarte de los niños de la aldea y también de mi abuela. Hacía mucho tiempo que no veía a mi abuela. Alguna vez, hemos venido aquí a pasar algunos días en Navidades; pero, como a mí no me gustaba venir porque estaba todo nevado y teníamos que estar encerrados en casa todo el tiempo, dejamos de venir. Casi no me acordaba de mi abuela, pero ella, al parecer, me recordaba muy bien. Me ha recibido con mucho cariño, eso sí, pero a mí me cuesta darle cariño a una mujer de la que apenas me acuerdo. Además, todavía me cuesta mucho entenderla. Habla muy diferente a nosotras. Tiene un acento muy marcado y le cuesta hablar en castellano, como les pasa a todas las personas que viven aquí. Yo no entiendo cómo pueden vivir todo el año en este lugar en el que no hay nada. No se puede ir a ninguna parte porque no hay taxis. Tampoco hay cine, ni tiendas, ni piscina ni nada. Mi abuela me quiere mucho. Mi padre no se cansa de decírmelo, pero yo no puedo decir lo mismo. Claro que la aprecio porque es mi abuela y porque se está portando muy bien conmigo, pero yo nunca necesité tener una abuela que viviese en una aldea que está entre montañas. Creo que este sitio ni sale en los mapas. No hace falta que lo busques en ninguna parte porque no lo vas a encontrar.

Hay muchos árboles y caminos por los que me da miedo andar porque me parece que este bosque tan profundo y denso me va a tragar y que no voy a saber encontrar el camino de regreso a casa. La mayoría de los niños que hay en la aldea juegan mucho en el bosque, pero yo prefiero quedarme en casa dibujando o haciendo mis deberes. Echo de menos ver la televisión. Aquí no hay televisión. Hay radio, pero la radio me aburre. Tampoco me he traído mis cintas de Mecano ni de Alaska y echo de menos escuchar esas canciones.

Hay muchos niños en la aldea porque casualmente los abuelos de todos esos niños viven aquí, pero también hay niños que son de la aldea. Con esos niños no he conseguido hablar prácticamente nada porque parece que hablemos en lenguas distintas. Intenté hablarles en francés, pero no entienden francés. Hablan un idioma que se parece mucho al castellano, pero que no tiene nada que ver. Mi padre ha intentado enseñarme algunas palabras en esta lengua, pero realmente nunca le puse interés.

Hay algunos niños que sí hablan mejor el castellano y con los que me llevo bien. Hay una chica que se llama Lúa y que es mayor que yo, que me cae muy bien y que parece intentar que todos nos llevemos bien. Lo intenta y a veces lo consigue. Jugamos a cosas muy divertidas. Tiene mucha imaginación y trata muy bien a los niños, incluso a los más pequeños, cuando los demás no quieren jugar con los niños pequeños. Cuando me vio por primera vez, me preguntó en castellano cuántos años tenía y, cuando le dije que tenía diez años, enseguida me invitó a jugar con ella. Me dijo que me quería enseñar rincones de estos bosques, pero yo le dije que me daba miedo el bosque y entonces me invitó a su casa a merendar; pero Lúa está muy pendiente de otra niña, que creo que tiene mi edad, aunque no lo parece, que a mí no me cae nada bien. He intentado hablar con ella en varias ocasiones y parece tonta o a lo mejor es que no me entiende. No me extrañaría, pues me recuerda mucho a un animal. Es como una de esas vacas que cuida porque es calmada y callada como ellas. Lleva a las vacas a comer al monte y pasa todo el día allí sola, entre los árboles, en el monte. Lúa alguna vez ha ido con ella, pero regresa siempre sola. No comprendo cómo permiten que una niña tan pequeña pase tantas horas sola en el monte. A mí nunca me dejarían hacer eso y, si me dejasen hacerlo, jamás me iría sola por ahí al monte; pero aquí es como si no existiesen los peligros. Esta niña de la que te hablo parece una persona mayor porque hace cosas de mayores. No juega nunca con nosotros, no habla con los niños, sólo con Lúa a veces, y se dedica a trabajar en las tierras que su madre y ella tienen. Me han contado que su abuela murió hace tres años y que desde entonces están más solas, pero todos los vecinos de la aldea las quieren mucho.

Además, te confieso que me da miedo. No habla nunca conmigo ni con nadie, sólo con la gente mayor, y, cuando la he oído hablar, me parece que tiene una voz muy curiosa, pero lo que más miedo me da de ella son sus ojos porque tiene unos ojos negrísimos y muy profundos y a mí me parece que me escruta por dentro cada vez que me mira, aunque también sé que pasa de mí, que le soy indiferente. No me gusta esa niña y no quiero volver a verla más, pero parece que es muy importante para todos porque todos la tienen muy presente siempre y, encima, ahora que la aldea está en fiestas, toca en todas partes su pandereta y canta muy bien. Yo no sé qué sentido tiene tocar un instrumento como la pandereta. Yo pensaba que solamente se tocaba en Navidades, pero ellos la tocan todo el año.

Tienen unas costumbres muy raras y me cuesta entenderlas, pero también es verdad que es bonito lo que hacen y la comida está muy buena aquí; pero yo quiero ir contigo a la playa o a la piscina allí en el chalé que tienes en Platja d’Aro. Yo que soy de Madrid, me gusta mucho ir a la playa y tus padres son muy afortunados por tener una casa como ésa en la playa.

A mí me habría gustado irme con mi madre a Málaga, con sus hermanas, pero, como mis padres están así de mal, no me ha quedado más remedio que venir con mi padre a la aldea de mi abuela. Ojalá mi padre me haga caso y nos vayamos ya, en unos días; pero dice que quiere recuperar todo el tiempo perdido aquí, que necesitaba mucho estar en este lugar. Yo no entiendo por qué alguien necesita estar en un lugar en el que no hay nada.

Ayer intenté hablar con la niña ésta y fue un fracaso. A mí no se me resiste nadie. Yo le caigo bien a todo el mundo, pero esta niña pasa de mí, ya te lo digo yo, y eso me da mucha rabia. Iba con una vaca marrón que es de su madre y de ella. Yo le pregunté algo sobre la vaca, y no me contestó. Se me quedó mirando como si yo fuese E.T el extraterrestre. Le pregunté si es que no me entendía y tampoco me contestó. Me miraba como si fuese un bicho raro. Luego me dijo que sí con la cabeza. Le pregunté si es que era muda y me dijo: “non”, y luego se fue. Dijo: “non” y luego se fue, pero casi no la oí contestarme. Vaya niña más tonta. ¿Cómo alguien te puede demostrar tan abiertamente que le importas un pimiento? Yo le he preguntado a Lúa si es que le pasa algo a esa niña y me contó que era muy tímida y que le costaba mucho relacionarse con los demás, sobre todo si tenía que hablar en castellano. ¿No entiendo que alguien no sepa hablar castellano en España. Estamos en España, ante todo, ¿no? Muchas veces me lo dijo mi madre, que estamos en España, que todo era España. Pues esta aldea también es España, digo yo, pero, no, esta niña no sabe hablar nuestra lengua. Es tonta, ya te lo digo yo.

Y dejo de escribir porque mi padre dice que me va a llevar a la ciudad (que sólo se puede ir en coche) para que demos una vuelta. A lo mejor me compra un helado o algo. Me ha pedido que le proponga a alguna de mis amigas que venga conmigo, pero no tengo amigas todavía.

Me despido con un abrazo muy fuerte de tu mejor amiga.

Lidia

domingo, 29 de septiembre de 2019

¡CÁLLATE!


¡CÁLLATE!

“¿Quién te crees que eres? ¿Quién pretendes ser? Deseas tantas cosas y, sin embargo, eres tan sumamente incapaz de llevarlas a cabo... No eres capaz de luchar por nada ni de responder a tus principios esenciales. Mírate. Mírate bien al espejo y dite a ti misma lo que ves. Pretendes aparecer bella ante la gente. Sientes envidia de esas mujeres que tienen la capacidad de pasar largos minutos de sus días ante el espejo maquillándose y acicalándose y que, además, gozan del vigor suficiente para hacer deporte y llevar una dieta sana; pero ni siquiera esa envidia que sientes te anima a volver realidad lo que deseas hacer. No eres capaz ni de comer sano, ni de hacer deporte ni de cuidarte. Sales a la calle vestida siempre con pantalones tejanos y una camiseta sosa con algún mensaje estúpido que ni e entiendes. Trabajas en una frutería y mueren allí tus horas ya muertas. ¿Quién pretendes ser, tú, ingenua perezosa? ¿De qué te quejas? No fuiste capaz de acabar la carrera de psicología que empezaste con tanta ilusión y ni tan sólo fuiste capaz de luchar por el amor de ese chico que tanto querías. ¿Por qué? Porque no eres capaz de nada, porque te superan las dificultades, porque no naciste para ser fuerte ni valiente, por muy valiente que los demás crean que eres. No eres valiente. Tienes una suerte que no te mereces. No te mereces la familia que tienes, tan buena y amable, no te mereces tener trabajo porque no lo aprecias. No te mereces tener una cara bonita porque ni siquiera sabes cuidártela. No te mereces nada. Ni siquiera te mereces morir porque la muerte sería un alivio para ti. Sufres por detalles insignificantes que te vuelven absurda. Eres absurda, tonta y completamente prescindible. Es comprensible que no entiendas por qué los demás te quieren. Estás volviéndote como la mayoría de mujeres que viven sin ilusión, que caminan por el mundo sin cuidar su aspecto. Estás gorda y tienes una cara de absoluta amargura. No eres capaz de mirarte a los ojos porque, cuando lo haces, lo único que encuentras en tu mirada es odio, odio hacia ti misma. Sientes ese odio recorriéndote las venas y ansías poder darte una paliza a ti misma. ¿Cómo es posible que no te hayas tirado todavía por el balcón? ¿A qué esperas? Mírate, qué pena das. Vas vestida con unos simples tejanos y una camiseta tras la cual intentas ocultar esa barriguita que te está saliendo. No quedas con tus amigas porque te sientes inferior a su lado, al lado de todas tus amigas. Las ves más guapas, sientes que tienen más energía que tú, más cosas que contar, que viven una vida excelente, que no tienen problemas, que te gustaría ser como ellas, que las quieres imitar en lo que más te gusta de ellas, pero no eres capaz de nada. Cuando llegas del trabajo, lo único que haces es abrir un paquete de galletas de chocolate y comértelas mirando ese concurso de preguntas. Intentas contestar alguna de esas preguntas, pero no puedes porque eres una ignorante. De eso también te quejas, de que no sabes nada. La cultura te atrae mucho, pero ni siquiera eres capaz de pasar una mañana de sábado en el museo del Prado. Sientes envidia de esas amigas tuyas que trabajan como profesoras. Te habría gustado ser profesora, pero, evidentemente, tampoco has sido capaz de luchar por ese sueño. Personas como tú no deberían estar vivas. No deberían nacer, simplemente. Un día, te despiertas con ganas de cambiar de color de cabello. Ahora lo llevas negro azabache. La peluquera te advirtió de que el negro es un tinte que cuesta mucho de quitar, pero no quisiste escucharla y ahora echas de menos ese color rojizo que hacía brillar tu cara un poco, sólo un poco, porque tu piel no tiene brillo. Eres apagada como una noche sin estrellas. Creen que eres bonita, pero tú no piensas eso en absoluto. Eres normal, incluso algo fea. Tienes unas mejillas demasiado redondas, unos ojos pequeños e insignificantes, unos labios finos. No hay nada especial en ti. De veras, no pierdas más tiempo. No le hagas perder más tiempo a la sociedad. Desaparece. Es lo único que te mereces, desaparecer. Tus padres te llorarán cuando mueras, pero se acostumbrarán rápido a vivir sin ti. No sueles hablar con ellos para nada. Nunca hacéis planes juntos. Parece que su desgana es lo único que heredaste de ellos.”

“¡Cállate! ¡Cállate de una vez!” Grité histérica dándole un puñetazo al espejo. La voz no desapareció, sino que comenzó a hablarme mucho más agresivamente.

“Pero ¿qué haces? ¿Qué has conseguido con eso, estúpida? Pues hacerte daño. Te sangran los nudillos, idiota. Has roto el espejo, imbécil. Ni siquiera te duele esa herida que tú misma te acabas de hacer. No me callaré nunca, jamás. Gritaré por dentro de ti siempre, hasta el último instante de tu vida. No puedes deshacerte de mí. Soy la voz del odio que sientes hacia ti misma. Soy la voz de la rabia que tú misma te inspiras. Soy el odio a tu ser, el rencor hacia tu existencia. Mátate y, entonces, yo desapareceré. No soy tu verdugo. Tú eres tu propia verdugo. Durante años, fuiste matándote. Acaba con esto de una vez. Nada cambiará. Seguirá todo igual durante años. No hay solución para ti.”

“¡Quiero ser libre!” Grité de nuevo dándole otro puñetazo al espejo, con mucha más fuerza que antes. Sentí que la herida que me acababa de hacer se volvía más profunda y que algunos cristales se mezclaban con la sangre que comenzó a manarme con más intensidad. Entre lágrimas, agarré un cristalito entre mis trémulos dedos y me hice otro corte profundo en el brazo. No moriría volando hacia la nada. No me lanzaría por el balcón como yo misma me ordenaba. Moriría en un charco de sangre, de mi propia sangre, y la saborearía hasta quedarme sin aliento, hasta beberme mi propio aire. No moriría rápidamente. No me merecía una muerte rápida. Me merecía apagarme poco a poco, sufrir mi marcha, notar cómo mi vida se convertía en silencio.

Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Escribir con sangre estas palabras, con los últimos suspiros de mi destino le doy punto final a toda mi indiferencia. Quisiera hundir el recuerdo de mí misma en este lago de sangre en el que me gustaría ahogarme.

 

lunes, 23 de septiembre de 2019

LA SOMBRA DEL ETERNO RETORNO


LA SOMBRA DEL ETERNO RETORNO

Desde hacía días, deseaba acallar un silencio profundo que le llenaba toda el alma y gritaba en su interior con una fuerza superior a la de cualquier huracán. Un remolino de emociones se le anudaba a la garganta cada vez que intentaba sumergirse en sí misma con el fin de entender lo que sentía, pero algo se le había quebrado desde hacía más de seis meses. Seis meses no parecía una medida de tiempo muy exacta, pues ella sabía que su tortura y su sufrimiento habían comenzado mucho antes, desde que supo que tendría que abandonar su cálido hogar para lanzarse a un futuro incierto en busca de una estabilidad económica que, en su tierra, nunca podría conseguir. Impulsada por todas esas ideas que le fueron inculcando desde niña, viajó a ese lugar desconocido en el que apenas podía aspirar el aroma de la hierba. Poco a poco, fue consiguiendo esa estabilidad económica que todos ansiaban para ella, pero le costaba mucho retener el dinero a su lado. Ella, que siempre había sido humilde y nunca había pensado en lo que gastaba, debía andar con mucho ojo con todo lo que compraba, debía hacer cuentas interminables para comprender cuánto podía gastar en los días siguientes. Era un sinvivir, algo que le quitaba el sueño, algo que la desorientaba en su vida.

Sus estudios la habían construido como persona, pero no como ser humano que pudiese subsistir en esa sociedad en la que todos vivían aparentemente tan conformes. Era un número más en la seguridad social, un número más en las estadísticas, una persona más que cogía el tren todos los días, tan temprano que ni siquiera había salido el sol. Era una persona más que caminaba por la calle hacia una oficina en la que debía permanecer encerrada durante ocho horas. Era una voz sin rostro para todos aquéllos que se veían obligados a hablar con ella al otro lado del teléfono. Era algo que no tenía personalidad para los responsables de su trabajo. Nadie conocía bien su historia. Se hallaba en una tierra ajena en la que trataba de encontrarse, pero, en todos esos días que llevaba allí viviendo, no había conseguido conocer a nadie que pudiese conocerla.

Algunos días, salía de la oficina más tarde de lo que deseaba porque, a último momento, le había entrado una llamada de alguien que parecía intuir la prisa que se apoderaba de toda ella cuando se acercaba la hora de salir. Debía ser cordial y fingir que esa llamada no la fastidiaba. Cada día le resultaba más complicado esconder sus sentimientos y, paradójicamente, cada día hablaba mejor, sabía modular con más perfección su voz, hasta hacerles creer a todos aquéllos que conversaban con ella que era la persona más alegre de la Tierra.

Cuando salía más tarde de lo deseado de su trabajo, debía aguardar veinte minutos a que llegase el siguiente autobús que la llevaría a la estación de tren. Veinte minutos. A nadie le importaba que ella desperdiciase esos veinte minutos de su vida esperando el autobús. Daba lo mismo. Ella lo único que debía hacer era trabajar lo mejor posible, y punto. No cabían lamentaciones en ninguna parte. Había de callar y seguir adelante, esforzándose día tras día por alcanzar esa estabilidad económica que le permitiese comprar un piso en alguna parte. Lo cierto es que había perdido el interés por cualquier hogar que pudiese conseguir en aquella tierra insulsa en la que le costaba tanto adivinar el sabor de los alimentos.

No deseaba perder veinte minutos de su vida sentada en la parada del autobús intentando que los que aguardaban, como ella, ni siquiera la mirasen. Quería pasar desapercibida por todos. No quería que nadie le hablase ni la mirase. Era una chica morena, con el pelo muy largo, tenía los ojos marrones, era delgada y su estatura no alcanzaba los ciento sesenta centímetros, pero ella no se sentía bonita en aquel lugar; al contrario, notaba que sus ojos no brillaban igual, que la mirada se le estaba apagando.

Una de esas tardes, decidió caminar por los alrededores de la oficina en la que trabajaba tratando de encontrar alguna imagen que le pudiese acariciar el alma. Su oficina se hallaba cerca de una pequeña plaza en la que jugaban niños a la pelota. Aquella plaza se encontraba rodeada por edificios altos construidos hacía más de tres décadas, de los cuales apenas emanaba vida.

Se sentó en uno de los bancos que había en aquella plaza. Curiosamente, el banco estaba rodeado por un sinfín de flores que no despedían ningún olor. Intentando huir de la decepción que aquello le produjo, sacó de su bolso el libro que pretendía leer desde hacía semanas. No conseguía avanzar prácticamente nada. No podía leer. Cuando posaba los ojos en aquellas letras impresas, algo se le quebraba por dentro. El sonido silencioso de aquellas palabras escritas en su lengua le removía demasiado el alma, pero no se atrevía a comprar libros escritos en castellano. No quería alejarse de la melodía de su tierra. Deseaba retornar a ella siempre que pudiese, aunque aquel retorno ficticio le rompiese el corazón, aunque no pudiese desintegrar con aquellos acercamientos la distancia que la separaba de su hogar. No quería ignorar que existía y saber que existía le dolía. Seguía existiendo. Eso era lo que más la aliviaba, que todo seguía como siempre allí, pero también era lo que más la laceraba.

Cuando luchaba contra sus sentimientos intentando que éstos le permitiesen entender lo que leía, notó que alguien caminaba hacia ella. Creyendo que se trataría de algún niño de los que jugaban en aquella plaza, procuró ignorar aquella presencia, pero ésta se corporeizó con precisión y, al instante, se apercibió de que alguien se había sentado a su lado, alguien que irradiaba un fuerte olor a perfume de mujer.

Alzó tímidamente la cabeza y la miró con curiosidad y miedo. No quería hablar con nadie, pero su educación le impedía ignorar a las personas que se hallaban tan cerca de ella. Parpadeó ante la potente mirada de la chica que se había situado a su lado. Tenía los ojos grandes y muy azules. Parecían un pedazo de cielo caído a la tierra. Sus pestañas eran doradas y tenía congelado en su rostro un gesto de curiosidad como el que a ella también se le había helado en el alma.

Sus cabellos rubios, brillantes y rizados caían libres por sus delgados hombros. Iba vestida con una sencilla camiseta negra y una falda tejana. Tenía en la mano un bolso pequeño y bastante usado y llevaba muchas pulseras en los dos brazos. Una punta de amatista le colgaba del cuello.

   Hola —la saludó amigablemente, sonriéndole. Al sonreír, ella advirtió que llevaba aparatos en los dientes—. ¿Puedo sentarme contigo? Bueno, ya estoy sentada, claro. Me refiero a si puedo estar contigo sentada aquí. —Ella asintió extrañada, en silencio—. Vale, pues es que mira, este sitio a mí me gusta mucho. Vigilo a mi hermano desde aquí. Mi hermano es ese niño con la camiseta del Real Madrid. —Ella no tenía ni idea de cómo era una camiseta del Real Madrid—. Es muy bueno jugando al fútbol, la verdad. Quiere ser futbolista, pero eso es tan difícil... Realmente, es difícil ser algo que quieras ser en esta vida, sobre todo si se trata de cosas tan así, así... como de mentira, como de cuento o de novela. ¿Te gusta leer? —Ella volvió a asentir—. Pues es que yo soy escritora, mira, no se lo leería a cualquier persona, pero a mí tú me caes bien... —Sacó entonces una pequeña libreta de su bolso diminuto—. Escribí esto el otro día, en el Retiro, ¿has ido al Retiro? Supongo que sí. Pues puse: “me gustaría que el atardecer cayese sobre mí y me llevase junto a las estrellas para anochecer sobre la ciudad y ver cómo amanece en el mundo.” Sé que no es gran cosa, pero es que llevo un año escribiendo una novela de una chica que tiene problemas psicológicos y que desea cosas imposibles que ella luego quiere convertir en realidad cueste lo que le cueste. Va por la calle fijándose en pequeñas cosas que la puedan llevar a realizar sus sueños. Bueno, te preguntarás por qué te cuento todo esto. Pues te lo cuento porque he visto que contigo se puede hablar. Me gustaría que me contestases, no creas. No quiero que pienses que creo que se puede hablar contigo porque no me has interrumpido ni me has dicho nada todavía. Sé que se puede hablar contigo porque de toda la empresa eres la única que no se habla todavía con nadie. Yo también trabajo donde trabajas tú. Te veo entrar todos los días en la oficina en silencio, como si no quisieses que nadie te mirase, y realmente consigues pasar desapercibida porque creo que las personas que quieren pasar desapercibidas pasan desapercibidas. Es como algo que irradian, que no quieren que los demás les hablen ni nada. Pues yo no tengo con quien hablar. Eso quería decirte, que no tengo con quien hablar. Mis padres están divorciados y yo preferí quedarme con mi padre porque mi madre... Bueno, mi madre... es otra cosa, pero con mi padre apenas puedo hablar porque no coincidimos prácticamente. A mi hermano lo cuidan mis abuelos paternos. Mis abuelos maternos viven en un pueblo de Euskadi, porque es que resulta que yo soy de Euskadi, pero desde muy pequeña vivo aquí en Madrid porque mis padres decidieron venirse aquí a Madrid a vivir. Mi padre sí es de aquí, pero mi madre no y mi madre ha vuelto a Euskadi y de vez en cuando vamos a verla mi hermano y yo, pero no me gusta mi madre. Es muy severa y silenciosa. No le gusta escucharme hablar.

Ella se había quedado pendiendo de su voz. Hacía mucho tiempo que nadie le hablaba durante tantos momentos seguidos. El libro que intentaba leer se le había helado en las manos. Tenía puesto el dedo índice de la mano derecha en la parte interior del lomo del libro para no perder la página.

   Me llamo Edurne. ¿Y tú? Por cierto, Edurne significa nieve en euskera. No sé euskera y me encantaría aprender porque es la lengua de mi tierra. ¿Cómo te llamas tú?

   Uxía —dijo con timidez, pronunciando su nombre con lentitud y precisión para que Edurne lo entendiese bien.

   ¿Uxía? —le preguntó con curiosidad.

   Sí, Uxía.

   Pues me parece muy bonito ese nombre. ¿De dónde es?

Ella no respondió. No quería contestar. No quería explicarle que su nombre, en castellano, era Eugenia y que era una virgen gallega...

   Uxía. Suena a gallego. ¿Es que eres gallega?

Asintió, retirándole la mirada y cerrando los ojos.

   ¡Ahí va! ¡Somos del norte las dos, entonces!

   Lo somos, sí —respondió sin mirarla aún, con una voz suave y casi inaudible.

   Eres muy tímida, ¿verdad? Bueno, dicen que las personas tímidas son las que más merecen la pena. Las que hablan tanto como yo... Bueno, no digo que sean peores, pero somos diferentes. Las que nos damos a conocer enseguida somos más cansinas. Las que no habláis tan rápido de vosotras tenéis un misterio que sólo esconde una gran persona.

   Gracias. Nunca interpretaron de ese modo mi timidez.

   Huy, te canta el acento, Uxía. No sé cómo no me he dado cuenta antes de que eres gallega.

   Tampoco hablé tanto.

   ¿Y qué haces aquí?

   Vine porque se me escapó el autobús.

   No, mujer. Aquí en Madrid —rió Edurne con ganas.

   Trabajar.

   ¿Sólo eso?

   Sólo eso.

Edurne se quedó en silencio, mirando curiosa a Uxía, quien apenas alzaba sus ojos castaños. Aquel “sólo eso” escondía demasiadas cosas. Escondía una verdad dolorosa que Uxía no se atrevía a convertir en palabras por miedo a que se le partiese el alma delante de una desconocida que, en esos momentos, había comenzado a ser una conocida que quería oírla hablar.

   No encontraba trabajo en Ourense y me vine a Madrid —prosiguió con esfuerzo.

   Pero ¿conoces a alguien o vives sola?

   Vivo en un piso compartido con estudiantes. No puedo pagarme un piso para mí sola.

   Está la cosa muy cara, es cierto.

Esa frase le golpeó el corazón. Sin saberlo, Edurne le había lanzado una flecha impregnada de veneno que se le había clavado en lo más hondo del alma. Como respuesta a la dolorosa reacción que le habían provocado esas palabras, Uxía miró rápidamente el reloj que llevaba en su muñeca derecha y se levantó con calma, fingiendo que se sentía tranquila cuando lo cierto era que un terremoto le agitaba todo su ser.

   He de irme, Edurne. Dentro de tres minutos, pasará mi autobús.

   ¿Dónde vives?

   En Alcalá de Henares.

   ¡Está muy lejos de aquí!

   Lo sé. Llevo seis meses haciendo este trayecto dos veces al día.

   ¿Quieres que te acerque a casa en mi coche? Lo tengo aparcado cerca de aquí.

   No es necesario, de veras.

Edurne le sonrió y Uxía se despidió de ella con un ligero movimiento de cabeza. El autobús pasaba por la parada justo cuando ella llegó. El conductor la conocía, por lo que se detuvo al instante y le abrió la puerta para que pudiese subir. Intercambiaron un cordial “buenas tardes” y, acto seguido, Uxía se refugió en los últimos asientos del vehículo, rogando que nadie le preguntase nada ni la mirase. Sabía que a todos los viajeros de aquel medio de transporte les fastidiaba que ella siempre detuviese la rapidez con la que el vehículo debía desplazarse porque siempre llegaba tarde. Nunca estaba en la parada cuando el autobús pasaba; pero no era culpa suya. Ya le gustaría decirles que ella sólo cumplía con su trabajo, que, si fuese por ella, no se subiría a ese autobús ni a ninguno que circulase por esa ciudad, que su deseo no era precisamente viajar en aquellos asientos duros que reforzaban el dolor de espalda que le había surgido hacía seis meses; pero callaba, como siempre, como nunca había callado antes.

Llegó a su casa a las dos horas. Nadie la recibió. Nadie se apercibió de que había llegado. Se dirigió directamente hacia el baño para darse una ducha rápida. Justo entonces advirtió que algo había cambiado en su interior. La profundísima tristeza que siempre gritaba en su ser se había calmado un poco. Brillaba en ella una ilusión tenue que la detenía para que reflexionase, que la instaba a rebuscar en sus pensamientos hasta encontrar la causa de esa dicha tan súbita. Sí, se sentía levemente sosegada por algo que no conseguía descifrar. Tal vez fuese Edurne la que había disminuido su pena. Era ella, sí. Alguien se había dignado fijarse en su existencia. Alguien había querido hablar con ella, después de seis meses de absoluta indiferencia, después de seis meses preguntándose por qué en aquella ciudad nadie la miraba ni se planteaba que respiraba. Sin embargo, una voz burlona le advirtió de que no debía ilusionarse tanto, pues lo único que Edurne quería era que ella la escuchase, nada más. Seguramente, a Edurne no le interesarían su vida ni sus sentimientos. Lo único que ella anhelaba (y bien se lo había comunicado) era desahogarse, era tener a alguien que la escuchase porque en su casa no podía hablar con nadie. Nada más. Ella no importaba. Era Edurne quien importaba, como siempre. Eran los demás los que recibían toda la importancia que ella nunca se merecía tener. Siempre los demás.

Se duchó con rabia, con movimientos rápidos, sintiendo que algo le ardía en la garganta, que una fuerza indómita le quemaba en los ojos, que la sangre se le había convertido en plomo y que se ahogaba, se ahogaba en su frustración. “Vida miserenta” pensaba continuamente, sin calma, sin silencio.

Se peinó su largo pelo negro casi sin importarle nada, se lo secó sin fijarse en cómo le estaba quedando el peinado y salió del baño después de vestirse con unos pantalones tejanos y una camiseta que llevaba estampada la versión estrellada de la bandera de su tierra. Salió a la calle rápidamente, sin coger nada, ni el móvil ni las llaves, y empezó a caminar y a caminar sin importarle a dónde podían dirigirle sus pasos. No conocía nada de lo que la rodeaba y no deseaba conocerlo. Quería huir, correr de regreso a casa. Aquella vida no tenía importancia, no importaba nada. El atardecer caía sobre ella como una amenaza, como si el cielo brillante del ocaso quisiese aplastarla. Seis meses, seis meses lejos de quienes la conocían y podían entenderla, lejos de su hogar y de las calles de su ciudad, lejos de sí misma. ¿Qué sentido tenía aquello? ¿Y todo aquello por una estabilidad económica que apenas la mantenía con vida?

Había pasado seis años de su vida en la universidad. ¿Para qué? Para que aquellos conocimientos le alimentasen el alma y la construyesen como persona; pero nada había sido suficiente. Debía presentarse a unas oposiciones de enseñanza si quería tener futuro, pero no conseguía estudiar, no conseguía enfrentarse a todos esos temas que podían asegurarle la vida que siempre había soñado tener. Enseñar a hablar y entender bien la lengua de su tierra, de su país, al fin y al cabo, a personas que ni siquiera estaban interesadas en saberla hablar, leerla, escribirla. Sentía que en aquel momento de la Historia todo había perdido importancia para todo el mundo, que ningún esfuerzo obtenía recompensa, que ni siquiera el cielo del día aguardaba ya la presencia de las estrellas, porque eran muchos años de Historia, muchos años de vida ya en la Tierra, muchos siglos vividos. Nada se vivía ya con ilusión. Estaba segura de que la Tierra también sentía esa carencia de ilusión a medida que iban pasando los años, como los niños que al ser niños se ilusionan por todo y que pierden esa capacidad de emocionarse conforme la vida los va rasgando por dentro. Exactamente igual que esos niños que ya no encuentran ilusión en cada nuevo día. Todos pasamos por ese momento en el que no sentimos que la vida sea una ilusión, sino una obligación, mantener abierto un regalo que no queremos mirar ni tocar.

¿De dónde había manado tanto desaliento? ¿Quién le había enseñado a pensar de ese modo tan negativo? ¿Qué sentido tenía vivir así? De pronto, tomó una resolución. Volvió sobre sus pasos, corriendo, como si alguien la persiguiese. Tal vez la persiguiese la tristeza que, durante más de veinte semanas, le había gritado en el alma con una fuerza insoportable. Tal vez fuesen las pocas ganas de vivir que le quedaban las que iban en pos de ella. Ella regresaba a la vida. Quería regresar a la vida. Quería recuperar la ilusión de vivir, de soñar de nuevo, de despertar sonriéndole al día que empezaba.

Llegó a casa y tuvo que llamar al timbre, pues se había dejado las llaves. Le abrió Marta, una de las compañeras de piso que llevaban compartiendo hogar con ella desde que llegara hacía seis meses. No le dijo nada, como siempre. Marta parecía muda, pero no lo era. Bien alzaba la voz cuando discutía con Sergio, el otro chico insoportable con el que Uxía tenía que compartir piso. Uxía miró a Marta con cien interrogantes en la mirada, como si, en ese momento, quisiese recuperar todas las palabras que nunca se habían dirigido. Marta le devolvió una mirada de indiferencia. Marta ni siquiera sabía de dónde era Uxía, ni le importaba. Tan absorta en su mundo, su existencia sólo se componía de libros en los que se sumergía horas y horas y en chicos que iba desechando como si fuesen muñecos. Nada más. El resto, ¿qué más daba? Tal vez estuviese sumida en el mismo vacío en el que flotaba Uxía, pero tampoco quería saberlo.

Uxía preparó el bolso con sus llaves y su documentación. Nada más. No se llevaría ni el móvil ni todos esos libros que la habían mantenido cerca de su tierra durante esos seis meses de vacío. Sólo cogió documentación y dinero. Necesitaba dinero, algo de dinero, sólo.

Entonces volvió a salir y corrió hacia la estación de tren de Alcalá de Henares. Subió a un tren que la llevaría a Atocha, desde donde tomaría otro que la llevaría a Chamartín y, de ahí, un Albia que la llevaría de regreso a casa en cinco horas. Conocía de memoria los horarios de esos trenes, pues demasiadas veces los había memorizado, tal vez preparándose para una ocasión como la que se le acababa de presentar. Estaba tan resuelta que no pensaba en nada más.

Corría por los andenes de Chamartín cuando, de repente, oyó que alguien la llamaba. No quería que su nombre sonase en aquel lugar, lleno de tanta gente desconocida. No quería que su nombre volviese a sonar lejos de su hogar, pero ya no había vuelta atrás. Había sonado en medio del barullo, del escándalo hecho de tantas voces chirriantes. Quiso ignorar esa voz que la llamaba, pero alguien la tomó rápidamente del brazo. Una respiración agitada le acarició el cuello y una mano cariñosa buscó sus dedos.

   ¿Qué haces aquí, Uxía?

Edurne la miraba con interés y sorpresa. Uxía lamentó tanto en aquel momento que aquella chica se hubiese sentado a su lado...

   He de volver a Ourense —dijo solamente.

   ¿Ahora? Pero si mañana es miércoles...

   He de volver.

   Pero ¿y el trabajo, Uxía?

Uxía no contestó. Con delicadeza, se deshizo de la mano de Edurne y, tras mirarla tímidamente a los ojos, le dijo:

   Que se queden con ese trabajo mal pagado. Yo no lo quiero.

   ¿Vuelves a Ourense, entonces?

   Vuelvo.

   Pero ¿por qué con tanta urgencia?

   Porque está muriendo un ser querido.

Edurne se quedó atónita, sin saber qué decir, mirándola con una lástima repentina que ensombreció sus clarísimos ojos azules.

   Vaya, lo siento. Si quieres, digo en la empresa que...

   No digas nada. A nadie le importará que falte.

   Por supuesto que le importará y...

   Sólo soy un número. Cualquier otra persona podrá sustituirme.

   Estaban muy contentos contigo, Uxía.

   Nunca me lo dijeron.

   Lo estaban. Yo trabajo en el departamento de recursos humanos y...

   No me importa, Edurne, de veras. Gracias por preocuparte por mí. Adiós.

Uxía se separó de ella antes de que Edurne pudiese detenerla con otra palabra o gesto más. No obstante, antes de que Uxía estuviese lejos, le dijo con claridad:

   Si vuelves, te presentaré a mis amigos, iremos juntas a fiestas preciosas en las que relucirás, te llevaré al teatro e incluso podemos viajar juntas a Euskadi para que conozcas mi tierra. Yo también quiero conocer la tuya.

Uxía no se volteó. Sus ojos castaños eran dos lagos en los que se hundían la miseria y la nostalgia más dolorosa.

   Si quieres, puedo ir contigo ahora mismo y... así no vas sola. Es un viaje muy largo.

   Só cinco horas —dijo para sí misma—. Cinco horas e poderei despedirme.

Edurne no pudo detenerla. Ni siquiera pudo asomarse a sus ojos por última vez. Una mano le apretaba el corazón. Se había imaginado junto a Uxía en una de esas fiestas a las que solía acudir tan a menudo, bailando con ella bajo las incandescentes luces que danzaban al compás de la potente música que los envolvía a todos, con un coctel en la mano, sonriéndole, riéndose con ella. Se la había imaginado vestida de rojo, ese rojo intenso que contrastaría con sus negrísimos cabellos lisos, con esos ojos marrones y tan grandes, con esa piel pálida que era el reflejo más bonito de la nieve, la nieve que ella llevaba en su nombre. Se había imaginado presentándole a sus amigos más queridos y diciendo: “ella es Uxía y es de Galicia”; pero nada de eso sería posible. Otra vez más, se le había escapado una ilusión, alguien en quien confiar, alguien que podría haber sido su hermana. De nuevo, la vida la había herido.

Uxía se subió al tren y se acomodó en un asiento junto a la ventana. A aquellas alturas del año, aquellos días tan grises y tristes de noviembre, prácticamente nadie tomaba ese tren para volver a Ourense. Muy pocos viajeros compartían vagón con ella; lo cual la serenaba. Se arrepintió de no haber introducido libros o el móvil en su bolso, pero no quería nada en aquellos momentos ni lo querría en los siguientes.

El traqueteo del tren y el sonido de su rodar por las vías la sumieron en un sueño tibio que se interrumpió justo antes de entrar en la estación de la ciudad. El corazón le golpeó el pecho con fuerza cuando reconoció los andenes de la estación de Ourense. Al bajar, el frío de la noche le acarició la piel, esa piel pálida llena de tantas derrotas ya, y la impulsó a correr hacia la salida de la estación. Era de noche. Brillaban las estrellas tras una gruesa capa de nubes que no se atrevían a deshacerse en llanto. Cruzó la avenida de las Caldas con calma, gozando de cada paso. La cuesta abajo que formaba aquella calle la empujaba tiernamente, impulsándola a correr, pero ella quería alargar esos momentos. Su casa estaba en la rúa do Progreso, cerquísima de la rúa do Paseo, pero no llegaría hasta allí.

Cruzó el paso de cebra que la separaba del puente Romano y entonces se detuvo. Las farolas amarillentas brillaban sobre la piedra. No había ruido, no había sonido. El Miño callaba, la noche era serena, no había malestar, no había tristeza. Nadie, excepto la ciudad, sabía que estaba allí, escondiéndose de la vida, del mundo, de la estabilidad económica.

Estabilidad económica. Qué ridículas le resultaban esas dos palabras que encerraban una realidad inventada. Estabilidad. La única estabilidad que conocía estaba allí, en esa piedra, en ese río quedo.

Se acercó al primer pretil que se encontraba al entrar al puente y se quedó asomada al río unos larguísimos instantes. Un viento suave jugó con sus cabellos negros y le secó las lágrimas que habían humedecido sus mejillas, sin atreverse a resbalar. Se aferró a la barandilla que la separaba del río como si en ese momento quisiese recuperar la fuerza que le había faltado durante esos seis meses que había permanecido lejos de su hogar. Seis meses que parecían seis años, seis siglos, seis vidas.

“Nunca máis me separarán de ti” se dijo mientras cerraba con fuerza los ojos. “Nunca máis serei ninguén fóra de eiquí nin tentarei selo”. Sentía que, al fin, alguien entendía sus pensamientos.

No pensó, no recordó, no quiso sentir. Se impulsó hacia el río, rogando que todo se apagase en aquel momento. Lo único que lamentó fue no haber escrito una carta de despedida a su familia, pero tampoco importaba. Nadie habría comprendido sus palabras. Nadie habría entendido por qué prefería morir antes que seguir viviendo en aquel teatro en el que no había ningún papel para ella. No quedaba ya más lucha.

Las aguas del Miño estaban frías, pero ella no tembló. Se hundió y se hundió en el río, notando la falta de aire, notando que su cuerpo se agitaba en un último intento de seguir viviendo. Se golpeó la espalda con las rocas, se hundió en la oscuridad más húmeda y densa, pero, en el fondo de su ser, su alma brillaba, al fin, después de tanto tiempo sin luz, sin vida. Pudo recuperar la vida en la muerte. La muerte le devolvió la vida.

Semanas después, lejos de la ciudad de Ourense, cerca da Garda, en la linde entre Galicia y Portugal, un hombre mayor, pescador desde siempre, encontró su cuerpo hinchado y deshecho. Sus ojos seguían abiertos, llenos de agua y vida.