CAPÍTULO 7
QUIERO OÍR TU
VOZ
Yuna abrió los
ojos sobresaltada y extrañada. Le parecía que alguien la había llamado en
sueños. Se incorporó frotándose los ojos y entonces descubrió que se hallaba
sola. Maebe había desaparecido. Se fijó en su entorno intentando localizarla,
pero Maebe no estaba por ninguna parte. Un temor gélido se le adentró en el
alma.
Se levantó
trémula y desesperada. El sol apenas iluminaba aquel instante. El bosque se
hallaba sumido en unas nieblas que envolvían los árboles y que le impedían
atisbar qué quedaba más allá del pequeño rincón en el que habían dormido Maebe
y ella.
Por el matiz de
la luz que llovía del cielo, dedujo que ni siquiera serían las siete de la
mañana, si es que todavía sabía contar las horas después de tanta
desorientación. Empezó a caminar en busca de alguna señal que le indicase dónde
podía haber ido Maebe. Era muy extraño que ella no estuviese a su lado. Solían
despertarse juntas, darse los buenos días, preguntarse cómo habían dormido,
explicarse los sueños que habían tenido...
El sol no
conseguía disipar las brumas que escondían su fulgor. Se hallaba oculto tras
nubes gruesas y azuladas que parecían presagiar la tormenta más devastadora de
la Historia. Yuna sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo cuando se
imaginó aquel bosque inundado por la lluvia. Si llovía, no podrían emprender
las labores de búsqueda que tanto deseaba llevar a cabo.
Cuando más
sumida estaba en sus pensamientos confusos, oyó una risa mezclándose con el
brumoso silencio de la mañana. Entonces descubrió a Maebe jugando con Litzia y
Unse junto al río. Las alimentaba con fajos de hierba fresca mientras también
les adecentaba las crines. Las dos yeguas la miraban agradecidas, con mucho
cariño, confianza y respeto. Maebe estaba envuelta en un halo de felicidad que
serenó al instante la trémula y asustadiza alma de Yuna; quien, en los últimos
días, se había vuelto mucho más insegura y frágil. Nunca había sido tan
sencillo amedrentarla.
—
¡Buenos días, Yuna! —la saludó Maebe con
alegría—. Perdóname por haberme ido sin despertarte, pero es que dormías con
tanta calma... además, Litzia ha venido a pedirme que me levantase ya.
Yuna no sabía
qué contestar. Era consciente de que Maebe había descubierto con mucha
facilidad lo que pensaba ella en esos momentos y sintió que la vergüenza le
coloreaba las mejillas.
—
Enseguida desayunaremos nosotras también.
Tenemos que reunir fuerzas para el intenso día que vamos a vivir hoy.
Maebe parecía
muy alegre, energética, liviana. A Yuna le costaba entender cómo era posible
que se encontrase tan bien teniendo por delante una jornada tan difícil y
posiblemente demasiado dura, pero no osó preguntarle nada. Se acercó a Unse e
imitó a Maebe. Tomó un paño, lo remojó en el agua y empezó a refrescar a la
yegua, quien parecía sonreírle con sus ojos claros y sinceros.
Al cabo de unos
largos y densos minutos, Maebe se alejó lentamente de Litzia y se acercó a Yuna
preguntándole con los ojos qué le ocurría. Yuna no le contestó, no le dijo
nada. Sólo se dejó llevar por ella cuando Maebe la condujo de vuelta al lugar
donde habían dormido. Desayunaron en silencio, también, aunque Yuna ansiaba
confesarle a Maebe que se había asustado mucho al despertar sin ella. No
obstante, creía que no debía ser tan sincera con Maebe, pues esas confesiones
lo único que provocarían sería que Maebe confundiese aún más los sentimientos
que las unían.
—
Tu aldea está muy cerca de aquí —le explicó
inútilmente Maebe a Yuna, quebrando con delicadeza el silencio que se había
instalado férreamente entre las dos—. No sé por dónde tenemos que empezar a
buscar. Quizá tengamos que buscar más con el alma que con los sentidos.
—
Yo eso no sé hacerlo —protestó Yuna. Entonces se
percató de que se encontraba de muy mal humor. Estaba enfadada consigo misma,
con el mundo, incluso con ese sol que apenas conseguía derramar su luz sobre la
tierra.
—
Vaya, ¿qué te ocurre, Yuna?
—
No lo sé. Estoy cansada.
—
Es comprensible.
—
Vayamos ya. No quiero perder más tiempo.
—
Apenas hay luz, Yuna.
—
Me da igual.
Maebe se dio
cuenta de que era inútil discutir con Yuna. Estaba atrapada en un sentimiento
de impotencia y rabia que apenas le permitiría comprender las cosas.
Se dirigieron,
sin las yeguas, a quienes dejaron libres por aquel día, hacia el poblado de
Yuna, hacia las ruinas que revelaban que allí había habido casas, personas que
vivían felices, que había habido vida.
Yuna sentía
ganas de llorar, pero no quería derrumbarse de nuevo delante de Maebe, quien ya
la había consolado demasiadas veces. Ansiaba mostrarse fuerte con ella para
poder transmitirle algo de vigor y energía positiva, aunque tuviesen las dos el
alma destrozada.
la luz tenue y
ceniza que llovía del cielo alumbraba un paisaje desolador. Árboles quemados,
retorcidos y prácticamente deshechos rodeaban un poblado devastado, lleno de
casas derribadas, de objetos calcinados, de restos de vida. Durante las horas
crepusculares en las que Yuna había estado allí el día anterior, no había
percibido ni la mitad de la desolación que inundaba aquel lugar que antes, para
ella, había poseído tanta vida y alegría.
—
Tenemos que empezar a buscar alguna señal que
nos indique si tus familiares y vecinos pudieron huir.
—
Yo no sé cómo vamos a adivinar eso —protestó
Yuna intentando ser fuerte, pero su voz sonó trémula.
—
También tenemos que esforzarnos por encontrar
alguna señal de lo que pudo ocurrir aquí.
Seguida por
Yuna, una Yuna trémula y titubeante, Maebe empezó a caminar entre las ruinas,
fijándose en todo lo que la rodeaba. Los ojos le resplandecían de emoción, pero
también había temor en su mirada. Yuna percibía toda la desolación que a Maebe
también le hacía sentir aquella imagen tan triste.
Permanecieron
caminando entre las ruinas, rebuscando bajo las maderas quemadas y observando
todos los detalles que encontraban a su paso hasta que el sol consiguió disipar
las nieblas que sumían al día en un silencio inquebrantable. El cielo derramó
la luz del sol por doquier, iluminando aquellos rincones que antes habían
permanecido ocultos por las brumas. Se hallaba cerca el mediodía.
—
Aquí no hay nada que nos ayude —se quejó Yuna
agotada, sentándose desolada sobre las ruinas, sin importarle lo sucias que
quedarían después sus ropas—. Lo único que hay aquí son objetos quemados y casas
derribadas. No hay nada. Estamos perdiendo el tiempo.
—
No es cierto, Yuna. Creo haber encontrado algo
que nos puede ayudar bastante.
—
¿El qué? —le preguntó Yuna retirándose las manos
de su rostro; el que ya estaba humedecido por las lágrimas.
—
Mira esto.
Maebe tenía en
las manos un objeto que Yuna no identificó. No tenía ni la menor idea de qué
podía ser aquello. Parecía un pedazo de tela, pero Yuna pensó que el tacto de
aquel objeto era muy distinto al de la tela. Se levantó lentamente de donde se
había sentado y tocó con miedo y repugnancia aquello que Maebe sostenía.
—
¿Qué es esto? —preguntó estremecida. Aquel tacto
le provocaba dentera.
Era áspero, pero
porque el polvo y la ceniza turbaban su textura. Parecía elástico e irrompible.
Maebe le permitió a Yuna que tomase entre sus manos trémulas aquel objeto incomprensible.
Yuna pellizcó
aquella extraña textura, alargando un pedazo de aquella tela extraña. No era
tela. Era algo más duro y resistente. Pensó, fugazmente, que aquel objeto podía
contener aire. Se lo imaginó inflándose y volando por el cielo. Supo, al
instante, que aquella certeza no se la había imaginado. Ésta había procedido de
un recóndito lugar de su mente que, de pronto, le pareció nuevo, lleno de
recuerdos de momentos que ella no había vivido.
—
Es un globo —dijo Yuna de pronto, sin comprender
por qué pronunciaba aquellas palabras.
—
Exactamente. Es un globo de helio enganchado a
una Bengala.
—
¿Una qué?
—
Una Bengala. Mira —le ordenó Maebe arrebatándole
a Yuna el globo de las manos y mostrándole un extraño palo quemado—. Esto es
como una vela. Si le prendes fuego, arde. Por lo que puedo observar, es
bastante resistente al viento. ¿Notas la mecha? La mecha está ya quemada.
—
¿Y eso qué quiere decir? —le cuestionó Yuna
asustada, estremecida. La mente se le había llenado de imágenes horribles.
—
Hay más globos como éste repartidos por todo el poblado.
—
¿Qué quiere decir eso, Maebe?
—
Quiere decir que el incendio que quemó tu aldea
fue absoluta e innegablemente provocado. Causar incendios utilizando globos de
helio adheridos a una Bengala es algo que ya se hizo en otros lugares de la
Tierra. Es una táctica extremadamente cruel, no sólo por lo que ocasiona, sino
porque es totalmente imprevisible. Al lanzar un artefacto de éstos, el fuego
puede declararse en cualquier lugar sin importar si se trata de un bosque, de
una ciudad o de una aldea.
—
Pero eso es extremadamente cruel —susurró Yuna
rompiendo a llorar—. ¿Por qué hacen eso? ¡Y quién puede hacer algo tan
horrible?
—
Personas sin corazón ni alma, hechas sólo de
maldad, intereses egoístas y de ambición. Ellos convierten la ambición en una
enfermedad. Deberían morir quemados ellos también, pero lo peor es que nadie
los descubre nunca. Obran de maneras horribles de forma impune —explicó Maebe
intentando no llorar, con rabia e impotencia—. Yo llevo años buscando a las personas
que tratan así a nuestro planeta, pero nunca tuve éxito. Es más, vengo de un
futuro en el que los incendios son la peor plaga de la Humanidad. En mi tiempo,
ya han ardido miles y miles de árboles, ha quedado reducida a cenizas una
ingente cantidad de bosques... y todo porque a esos seres humanos les interesa
utilizar esos terrenos para fines que ni sé nombrar.
—
No, no, eso no puede ser verdad, Maebe. Me
hablas de la peor pesadilla que jamás pudo existir.
—
Te hablo de la verdad más espantosa que nunca pudimos
imaginar. Es cierto que nuestros antepasados quemaban algunas porciones de
bosque para poder construir sus casas, pero a cambio renunciaban a años de su
vida por ello, también agradecían el servicio de la naturaleza entregándole a ella
algún sacrificio. No hacían eso en balde, pero, dentro de nada, la Humanidad
perderá todo el respeto que la Naturaleza se merece. La tratarán como la peor
criatura, como algo ínfimo.
—
Eso es el peor de los delitos. Si de ella
vivimos, si ella nos da la vida...
—
Eso es, pero a nadie le importa eso. Para la
mayoría de humanos de la Tierra, sólo habrá un dios y ese dios será el dinero.
—
¿Dinero? ¿Qué es eso?
—
Es un objeto de mucho valor que sirve para
intercambiar cosas. Nosotros no lo necesitamos nunca porque todo lo que tenemos
lo compartimos con los demás, porque la tierra ya nos da todo aquello que
requerimos para vivir...
—
Pero, entonces, ¿qué podemos hacer nosotras?
—
Vengar a nuestra Madre Tierra.
—
¿Cómo?
—
No podemos luchar contra ese inmenso número de
humanos que le hacen daño a la Tierra. Lo único que podemos hacer es...
—
Pero, si no podemos localizarlos, ¿cómo...?
—
Tú y yo necesitamos ayuda. No podemos afrontar
esto solas.
—
¿Quién quemó mi aldea, Maebe? ¿Y dónde están mis
padres y mi hermana? ¿Quién fue capaz de hacerles daño a unas personas tan
buenas, que jamás hicieron ningún mal, que siempre lucharon digna y
humildemente por sus vidas? —le preguntó Yuna llorando desconsolada—. Antes de
vengar el daño que están haciendo esos seres humanos que ni siquiera se merecen
que llamemos personas, me gustaría encontrar a mi familia. Necesito saber que
ellos están bien.
—
Ellos están bien, Yuna. Créeme.
—
¿Cómo lo sabes?
—
Porque lo siento en mi alma. No sé dónde están,
pero se encuentran bien, a salvo.
—
¿Cómo podemos encontrarlos?
—
Yo puedo viajar con mi alma al momento en el que
tu aldea ardió, pero, para ello, necesito ayuda. Conozco a una mujer muy
especial que vive en las montañas, lejos de cualquier ser humano, que podría
ayudarnos. También tú puedes mirar en tu interior y llamar a tu familia
utilizando el reclamo que siempre os comunicó, que siempre nos comunicó a
todos. Lanza ese llamado sin voz, pero con todas las fuerzas de tu alma.
Necesitas estar tranquila, a solas contigo misma, para poder concentrarte. Es
muy importante que nadie interrumpa ese momento que sólo te pertenece a ti.
Puedes hacerlo, Yuna. Yo empleé ese llamado en muchísimas ocasiones para llamar
a mis seres queridos y para saber que están bien. Tú también puedes hacerlo.
—
Nadie me enseñó nunca a llamarlos con mi alma.
—
Yo puedo enseñarte, si confías en mí, por
supuesto.
—
Confío en ti, evidentemente que confío en ti.
Eres lo único que tengo ahora mismo —le confesó tomándola de las manos y
sentándose junto a ella.
—
Tú también eres lo único que tengo ahora. Bien,
pues lo que tienes que hacer es cerrar los ojos y silenciar la voz de tu mente.
No pienses en nada. ¿Alguna vez has meditado?
—
Sí, muchas veces.
—
Es algo semejante. No permitas que ninguna
imagen ni sonido se introduzca en tu mente. No importa de donde provenga, si de
tu interior o del exterior. Cierra tu mente a cualquier estímulo. Cierra los
ojos, húndete en el silencio íntimo que te llena. Entonces evoca el recuerdo de
tus padres y de tu hermana. Míralos a los ojos a través de la distancia
mientras alzas la voz de tu alma y los llamas, mientras pronuncias: ¿podéis oír
mi llamado?
La voz de Maebe
sonaba suave, hipnótica, cada vez más lejana. Yuna era muy hábil meditando, pero
supo que lo que debía realizar era distinto a meditar. Era algo más profundo
que tenía que conectarla con las personas que más quería en el mundo.
Cuando Maebe
advirtió que Yuna se hallaba lejos de ese instante, se soltó delicadamente de
sus manos y se alzó del suelo con la intención de alejarse de ella lo más
silenciosamente posible. Caminó sin hacer ruido por encima de las ruinas, entre
cenizas y maderas quemadas, entre objetos calcinados que ya no tenían ni forma
ni dueño, bajo la luz incipiente de ese mediodía que apenas brillaba, sólo lo
necesario para alumbrar esas pequeñas señales que Maebe y Yuna necesitaban
encontrar.
Maebe confiaba
en el poder de Yuna, aunque ella no hubiese aprendido todavía a desarrollarlo.
Sabía que era una mujer muy fuerte y mágica. Sólo era preciso que ella la
ayudase a descubrirlo y aceptarlo. Se sentía orgullosa de ella, de todo lo que
estaba superando, pero también sabía que aquel orgullo se mezclaba con otro
sentimiento mucho más potente. Maebe sí amaba a Yuna, pero se trataba de un
amor que no era físico, sino sobre todo anímico. Ella notaba que su alma estaba
enlazada a un alma que no formaba parte de aquel instante, ni de aquel tiempo
ni de aquel lugar, que la esperaba más allá de la vida, de esa vida, y más allá
del viento.
Yuna nadaba por
el silencio que le llenaba el alma sin dejar de evocar nítidamente la imagen de
sus padres y de su hermana. Los veía relucir en la oscuridad que le inundaba
los ojos. Se sentía cada vez más unida a su recuerdo. La voz de su interior
susurraba ya sus nombres y, poco a poco, comenzó a lanzar al silencio aquel
llamado ancestral que podía comunicarla con ellos. El llamado empezó siendo un
musitar suave, pero acabó convirtiéndose en un grito desesperado. A Yuna le
pareció que aquel reclamo henchido de fuerza se escapaba de su alma silente y
de su cuerpo inmóvil y atravesaba el aire, las montañas, el viento, volaba
entre los árboles con alas de plata que resplandecían bajo la luz delicada del
mediodía. Volaba y volaba arrancándole suspiros al viento, fluyendo con los
ríos, lejos, muy lejos, hacia ningún lugar, llegando sin embargo más allá de
aquel instante.
Yuna sentía,
cada vez con más fuerza, que el alma se le llenaba de vigor, de poder, de
claridad. No dejó de pronunciar desesperada y energéticamente aquel llamado
hasta que, al fin, notó que alguien le contestaba en silencio. Una voz también
que susurraba y gritaba al mismo tiempo se le adentraba en el alma, rompiendo
la quietud en la que se hallaba sumido su ser. Alguien le contestaba. Era una
voz demasiado familiar para ella; una voz que la había ayudado a dormir, que le
había dirigido las palabras más cariñosas que jamás nadie le dijera, que
también la había regañado cuando ella había hecho alguna travesura. Era la voz
que había oído desde que su vida empezó, desde que tenía uso de razón.
“¡Mamá,! ¡Mamá!
¡Mamá!” La llamó desesperada a través de la distancia, con una desesperación
que rayaba la locura. Sin darse cuenta, se arrodilló y apoyó las manos en el suelo
para detener los temblores que se habían apoderado de su cuerpo. “¡Mamá!
¿Puedes oírme, mamá? Estoy en nuestra aldea. ¿Donde estás, mamá?”
La voz de su
madre sonaba cada vez más clara. Yuna sintió que la emoción que experimentaba
la desesperaba profundamente, pero intentó reprimir las ganas de gritar que la
dominaban. Necesitaba llamar a su madre empleando todo el torrente de su voz,
pero sabía que aquel momento se desvanecería si lo hacía.
“Hija, hija.
¡Estás viva, hija!”
“Sí, mamá, estoy
viva. Por favor, dime dónde estáis. Necesito encontraros”.
“Estamos muy
lejos de aquí, cariño. Tuvimos que huir. Estamos al otro lado de las montañas.
Alguien nos avisó de que estábamos en peligro y huimos antes de que se
declarase ese incendio que nos lo ha quitado todo. Si vas hacia las montañas
del norte, entonces llegarás a un país distinto. Tienes que encontrar el río
que baja caudaloso de las montañas y seguirlo hasta que llegues a un gran
poblado alimentado por esas aguas, rodeado por un denso bosque de robles, sicomoros
y castaños. Entonces verás casas de colores, muy graciosas y acogedoras, y en
una pintada de naranja estamos nosotros. Estamos refugiados en casa de unos
familiares que nos tratan muy amablemente. Tienes que venir, pero no temas por
nosotros. Estamos bien. Tu hermana también se encuentra mucho mejor. Si vas a
emprender ese largo viaje, ve con mucho cuidado. Es más, te pediría que no lo
hicieses, que iniciases tu vida en otro lugar, que no te arriesgases a llegar
hasta aquí porque las montañas son peligrosas, tienen muchos peligros que no
podrás superar”.
Yuna necesitaba
preguntarle muchas cosas, pero la voz de su madre desapareció mucho antes de
que pudiese ordenar sus pensamientos. Su alma se quedó invadida de silencio. No
había nadie al otro lado del viento que pudiese oírla. La voz de su madre se
había hundido en la nada. Yuna volvía a estar completamente sola, a solas
consigo misma, con su corazón desbocado y frágil.
Abrió lentamente
los ojos y la imagen que el día le devolvió la estremeció profundamente. Ante
ella, las montañas dividían el cielo en luz y oscuridad. El cielo que la cubría
no era más que el reflejo de las ruinas quemadas sobre las que ella se hallaba.
El bosque, las montañas, todo, todo estaba en silencio, quieto y paralizado,
como si ella se hallase en otro mundo, distante de todo lo que había conocido,
y separada de todo ello por un velo invisible hecho sólo de silencio y soledad.
No había nada a su alrededor. Sí, había árboles calcinados, había ruinas, había
objetos vueltos ceniza, pero nada de aquello tenía vida. Aquello no era nada.
Se levantó sin
saber qué hacer ni qué pensar. Se sacudió distraída las ropas mientras
intentaba reconocer los sentimientos que le anegaban el alma. Saber que sus
familiares estaban bien la serenaba profundamente, pero no entendía qué hacían
tan lejos del que fuera su hogar. Se preguntaba cómo era posible que hubiesen
llegado tan lejos en tan poco tiempo. Ella había estado fuera de su casa
durante tres días, si es que había sabido contar las horas que había
permanecido viajando, y, en ese tiempo, sus padres y su hermana habían llegado
hasta el otro lado de las montañas. Aquel lugar estaba totalmente prohibido
para ella, para todos los habitantes de su aldea, durante generaciones. No
comprendía qué hacían allí y la aterraba pensar que sus familiares habían
renunciado a todo lo que habían creído y tenido.
Caminó
lentamente hacia el bosque, donde sabía que podría encontrar a Maebe.
Necesitaba explicarle todo lo que había descubierto y, sobre todo, pedirle
consejo. No sabía qué hacer. Deseaba reencontrarse con su familia, pero no se
atrevía a emprender un viaje tan largo. Se preguntó qué sentido tenía entonces
todo lo que Maebe y ella deseaban hacer si estaba tan lejos de su gente, pero
también era consciente de que no le atraía en absoluto la idea de llegar hasta
otro país en el que, posiblemente, no quedaría nada de sus costumbres, ni de
sus creencias ni de su modo de vivir, donde tendría que esforzarse por hacerse a
otra manera de existir. No se atrevía a descubrir otra cultura, otra
civilización. Ella era feliz, había sido muy feliz, con todo lo que había
tenido, durante toda su vida. No quería conocer otra cosa. No quería ser
habitante de un lugar con el que no podría identificarse jamás.
Se imaginó
viviendo con Maebe en medio del bosque, en una casita de madera, cultivando
como siempre habían hecho sus antepasados todo lo que precisaban para comer,
celebrando sus rituales especiales con los que pedirían prosperidad y con los
que le agradecerían a la naturaleza todo lo que les daba; pero una vida lejos
de su familia le dolía. Imaginar que nunca más los vería también la hería
profundamente.
Estaba tan
confundida que apenas le prestaba atención al lugar por el que caminaba, que ni
siquiera se percató de que había llegado junto al río en el que se había bañado
la mañana en la que había conocido a Ondina. Saber que Ondina había querido
utilizarla le dolió repentinamente en el alma como si le hubiesen clavado un
puñal. Sí, le habían clavado el puñal de la traición.
Un remolino de
sentimientos inundó su corazón. Se agachó frente al agua y, sin pensar, se
lanzó al río sin desvestirse. Necesitaba lavar también su ropa, no sólo su cuerpo
y su alma. Nadó dificultosamente intentando que el agua humedeciese todo lo que
llevaba, toda su piel, todos los rincones de su cuerpo. Se bañó con rabia,
incluso con impotencia, pero también con energía; con una energía renovada que
le permitía confiar un poco más en sí misma.
De pronto, unas
nubes grises, densas y profundas cubrieron el cielo, apagando la poca luz que
iluminaba aquel instante, y empezó a llover con fuerza. Las gotas chocaban con
la tierra produciendo un sonido delicioso y hermoso, humedeciéndola,
arrancándole de las entrañas un aroma que a Yuna le hizo sentir viva: el aroma
de la tierra mojada, revivida.
Cuando Yuna
salió del agua, la lluvia la envolvió suavemente, humedeciendo aún más sus
ropas y su cabellos si cabía. Yuna pensó que la lluvia purificaría la tierra
toda, su aldea quemada, el aire, la energía que flotaba por el bosque.
Se sentó en una
roca sin importarle que la lluvia la estuviese empapando todavía más. De
pronto, notó que, entre el ruido de la lluvia y del viento que agitaba
brutalmente las ramas de los árboles, alguien caminaba hacia ella. No dudó de
que se trataba de Maebe. Agradeció que la hubiese encontrado. Necesitaba hablar
con ella.
—
¿Yuna? Ven, ven, vas a enfriarte. Ven junto al
fuego, cielo —le pidió cariñosamente mientras le acariciaba los cabellos,
húmedos, rizados, llenos de agua.
—
Mis padres y mi hermana están al otro lado de
las montañas —le explicó distraída.
—
¿Y están bien?
—
Están bien, sí, pero muy lejos de aquí. No lo
entiendo.
—
¿Quieres ir con ellos?
—
No lo sé.
—
Creo que lo único que necesitas ahora es secarte
junto al fuego y comer algo caliente.
—
Sí, gracias, Maebe. Gracias una vez más.
—
Estás tan distraída e impresionada por lo que
has vivido que ni siquiera te das cuenta de que tienes un frío atroz —se rió
Maebe una vez ya sentadas las dos junto al fuego y cubriendo a Yuna con una
manta seca tras ordenarle que se desvistiese y dejase cerca de las llamas su
ropa empapada—. Tu mente es mucho más fuerte que tu cuerpo.
—
Sí tengo frío, sí.
—
Tienes que cuidarte. Lo último que nos faltaba
era que te enfermases.
—
Lo que he conseguido hoy...
—
¿Hablar con tu familia?
—
Sí, eso... Es algo mágico.
—
Muy mágico. Es algo que ya hacían nuestros
antepasados para comunicarse con las demás tribus.
—
¿Cómo sabías que yo podía hacerlo?
—
Porque nuestra civilización es mucho más mágica
de lo que nadie imagina.
—
Mis padres jamás me hablaron de ese poder.
—
Tus padres te ocultaron tantas cosas... Discutí
muchas veces con ellos por eso.
—
¿De veras?
—
Por supuesto. No me parecía bien que te
ocultasen la mayoría de las cosas que podemos hacer con el alma. Por eso estás
tan dormida. Tienes ese poder en ti, pero todavía no lo has despertado. Yo te
ayudaré a hacerlo.
—
¿Por qué lo hicieron?
—
Pues no lo sé, Yuna, pero...
—
Pero ¿qué?
—
Intuyo que el hecho de que lo hiciesen y que
ahora se encuentren al otro lado de las montañas tiene relación... No son
hechos aislados. ¿Con quién hablaste?
—
Con mi mamá. Me dijo que, antes de que se
declarase el incendio, alguien los avisó de lo que ocurriría y ahora están en
la casa de unos familiares...
—
Tú nunca tuviste familiares al otro lado de las
montañas, ni tú ni yo. Todos nuestros familiares están aquí, Yuna, en estas
tierras.
—
No entiendo nada.
—
Creo que lo más conveniente es que vayamos a
verlos para que te lo expliquen todo. Yo te acompañaré. No temas, pero antes
debemos acudir a la mujer de la que te hablé antes para que nos ayude a
descubrir quién y por qué incendiaron tu aldea.
—
de acuerdo. Muchas gracias, Yuna.
—
También son mi familia y es a mujer es una gran
amiga mía.
—
¿Cómo es?
—
Muy amable y mágica, pero también muy reservada.
Ya la conocerás.
—
De acuerdo.
—
Por lo pronto, hoy creo que descansaremos un
poco. Nos lo merecemos después de tanta tensión.
Efectivamente,
las dos se hallaban agotadas. Permanecieron bajo los frondosos árboles que las
protegían de la lluvia durante horas, casi durante toda la tarde, hasta que el
cielo volvió a brillar, lanzando a la tierra los últimos esplendores de aquel
tormentoso atardecer. Entonces aprovecharon para caminar entre los árboles
junto a Litzia y Unse, quienes parecían intuir la gravedad de aquellos
momentos. Con sus ojos tiernos, intentaban comunicarles aliento a aquellas dos
mujeres que tanto las respetaban, cuidaban y querían.
Así se marchó
ese día extraño; el cual suponía el inicio de una nueva etapa en la vida de
Maebe y Yuna. Yuna se sentía distinta. Incluso le parecía que la intensa
tormenta que había inundado el bosque significaba un fin para ella. La lluvia
se había llevado la desconfianza y el temor. En esos momentos, se dio cuenta de
que se sentía fuerte, capaz de sobrellevar cualquier adversidad. Saber que su
familia estaba bien le llenaba el alma de alivio y gratitud, aunque también
estaba confundida y desorientada. Desconocer el porqué de tantos hechos le
hacía temblar, pero la fortaleza que había nacido en su interior era mucho más potente
que aquellas emociones y la animaba a creer que todo iría bien, que conseguiría
descubrir todo aquello que no lograba comprender.