lunes, 30 de marzo de 2020

MÁS ALLÁ DEL VIENTO: CAPÍTULO 7. QUIERO OÍR TU VOZ


CAPÍTULO 7

QUIERO OÍR TU VOZ

Yuna abrió los ojos sobresaltada y extrañada. Le parecía que alguien la había llamado en sueños. Se incorporó frotándose los ojos y entonces descubrió que se hallaba sola. Maebe había desaparecido. Se fijó en su entorno intentando localizarla, pero Maebe no estaba por ninguna parte. Un temor gélido se le adentró en el alma.
Se levantó trémula y desesperada. El sol apenas iluminaba aquel instante. El bosque se hallaba sumido en unas nieblas que envolvían los árboles y que le impedían atisbar qué quedaba más allá del pequeño rincón en el que habían dormido Maebe y ella.
Por el matiz de la luz que llovía del cielo, dedujo que ni siquiera serían las siete de la mañana, si es que todavía sabía contar las horas después de tanta desorientación. Empezó a caminar en busca de alguna señal que le indicase dónde podía haber ido Maebe. Era muy extraño que ella no estuviese a su lado. Solían despertarse juntas, darse los buenos días, preguntarse cómo habían dormido, explicarse los sueños que habían tenido...
El sol no conseguía disipar las brumas que escondían su fulgor. Se hallaba oculto tras nubes gruesas y azuladas que parecían presagiar la tormenta más devastadora de la Historia. Yuna sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo cuando se imaginó aquel bosque inundado por la lluvia. Si llovía, no podrían emprender las labores de búsqueda que tanto deseaba llevar a cabo.
Cuando más sumida estaba en sus pensamientos confusos, oyó una risa mezclándose con el brumoso silencio de la mañana. Entonces descubrió a Maebe jugando con Litzia y Unse junto al río. Las alimentaba con fajos de hierba fresca mientras también les adecentaba las crines. Las dos yeguas la miraban agradecidas, con mucho cariño, confianza y respeto. Maebe estaba envuelta en un halo de felicidad que serenó al instante la trémula y asustadiza alma de Yuna; quien, en los últimos días, se había vuelto mucho más insegura y frágil. Nunca había sido tan sencillo amedrentarla.
      ¡Buenos días, Yuna! —la saludó Maebe con alegría—. Perdóname por haberme ido sin despertarte, pero es que dormías con tanta calma... además, Litzia ha venido a pedirme que me levantase ya.
Yuna no sabía qué contestar. Era consciente de que Maebe había descubierto con mucha facilidad lo que pensaba ella en esos momentos y sintió que la vergüenza le coloreaba las mejillas.
      Enseguida desayunaremos nosotras también. Tenemos que reunir fuerzas para el intenso día que vamos a vivir hoy.
Maebe parecía muy alegre, energética, liviana. A Yuna le costaba entender cómo era posible que se encontrase tan bien teniendo por delante una jornada tan difícil y posiblemente demasiado dura, pero no osó preguntarle nada. Se acercó a Unse e imitó a Maebe. Tomó un paño, lo remojó en el agua y empezó a refrescar a la yegua, quien parecía sonreírle con sus ojos claros y sinceros.
Al cabo de unos largos y densos minutos, Maebe se alejó lentamente de Litzia y se acercó a Yuna preguntándole con los ojos qué le ocurría. Yuna no le contestó, no le dijo nada. Sólo se dejó llevar por ella cuando Maebe la condujo de vuelta al lugar donde habían dormido. Desayunaron en silencio, también, aunque Yuna ansiaba confesarle a Maebe que se había asustado mucho al despertar sin ella. No obstante, creía que no debía ser tan sincera con Maebe, pues esas confesiones lo único que provocarían sería que Maebe confundiese aún más los sentimientos que las unían.
      Tu aldea está muy cerca de aquí —le explicó inútilmente Maebe a Yuna, quebrando con delicadeza el silencio que se había instalado férreamente entre las dos—. No sé por dónde tenemos que empezar a buscar. Quizá tengamos que buscar más con el alma que con los sentidos.
      Yo eso no sé hacerlo —protestó Yuna. Entonces se percató de que se encontraba de muy mal humor. Estaba enfadada consigo misma, con el mundo, incluso con ese sol que apenas conseguía derramar su luz sobre la tierra.
      Vaya, ¿qué te ocurre, Yuna?
      No lo sé. Estoy cansada.
      Es comprensible.
      Vayamos ya. No quiero perder más tiempo.
      Apenas hay luz, Yuna.
      Me da igual.
Maebe se dio cuenta de que era inútil discutir con Yuna. Estaba atrapada en un sentimiento de impotencia y rabia que apenas le permitiría comprender las cosas.
Se dirigieron, sin las yeguas, a quienes dejaron libres por aquel día, hacia el poblado de Yuna, hacia las ruinas que revelaban que allí había habido casas, personas que vivían felices, que había habido vida.
Yuna sentía ganas de llorar, pero no quería derrumbarse de nuevo delante de Maebe, quien ya la había consolado demasiadas veces. Ansiaba mostrarse fuerte con ella para poder transmitirle algo de vigor y energía positiva, aunque tuviesen las dos el alma destrozada.
la luz tenue y ceniza que llovía del cielo alumbraba un paisaje desolador. Árboles quemados, retorcidos y prácticamente deshechos rodeaban un poblado devastado, lleno de casas derribadas, de objetos calcinados, de restos de vida. Durante las horas crepusculares en las que Yuna había estado allí el día anterior, no había percibido ni la mitad de la desolación que inundaba aquel lugar que antes, para ella, había poseído tanta vida y alegría.
      Tenemos que empezar a buscar alguna señal que nos indique si tus familiares y vecinos pudieron huir.
      Yo no sé cómo vamos a adivinar eso —protestó Yuna intentando ser fuerte, pero su voz sonó trémula.
      También tenemos que esforzarnos por encontrar alguna señal de lo que pudo ocurrir aquí.
Seguida por Yuna, una Yuna trémula y titubeante, Maebe empezó a caminar entre las ruinas, fijándose en todo lo que la rodeaba. Los ojos le resplandecían de emoción, pero también había temor en su mirada. Yuna percibía toda la desolación que a Maebe también le hacía sentir aquella imagen tan triste.
Permanecieron caminando entre las ruinas, rebuscando bajo las maderas quemadas y observando todos los detalles que encontraban a su paso hasta que el sol consiguió disipar las nieblas que sumían al día en un silencio inquebrantable. El cielo derramó la luz del sol por doquier, iluminando aquellos rincones que antes habían permanecido ocultos por las brumas. Se hallaba cerca el mediodía.
      Aquí no hay nada que nos ayude —se quejó Yuna agotada, sentándose desolada sobre las ruinas, sin importarle lo sucias que quedarían después sus ropas—. Lo único que hay aquí son objetos quemados y casas derribadas. No hay nada. Estamos perdiendo el tiempo.
      No es cierto, Yuna. Creo haber encontrado algo que nos puede ayudar bastante.
      ¿El qué? —le preguntó Yuna retirándose las manos de su rostro; el que ya estaba humedecido por las lágrimas.
      Mira esto.
Maebe tenía en las manos un objeto que Yuna no identificó. No tenía ni la menor idea de qué podía ser aquello. Parecía un pedazo de tela, pero Yuna pensó que el tacto de aquel objeto era muy distinto al de la tela. Se levantó lentamente de donde se había sentado y tocó con miedo y repugnancia aquello que Maebe sostenía.
      ¿Qué es esto? —preguntó estremecida. Aquel tacto le provocaba dentera.
Era áspero, pero porque el polvo y la ceniza turbaban su textura. Parecía elástico e irrompible. Maebe le permitió a Yuna que tomase entre sus manos trémulas aquel objeto incomprensible.
Yuna pellizcó aquella extraña textura, alargando un pedazo de aquella tela extraña. No era tela. Era algo más duro y resistente. Pensó, fugazmente, que aquel objeto podía contener aire. Se lo imaginó inflándose y volando por el cielo. Supo, al instante, que aquella certeza no se la había imaginado. Ésta había procedido de un recóndito lugar de su mente que, de pronto, le pareció nuevo, lleno de recuerdos de momentos que ella no había vivido.
      Es un globo —dijo Yuna de pronto, sin comprender por qué pronunciaba aquellas palabras.
      Exactamente. Es un globo de helio enganchado a una Bengala.
      ¿Una qué?
      Una Bengala. Mira —le ordenó Maebe arrebatándole a Yuna el globo de las manos y mostrándole un extraño palo quemado—. Esto es como una vela. Si le prendes fuego, arde. Por lo que puedo observar, es bastante resistente al viento. ¿Notas la mecha? La mecha está ya quemada.
      ¿Y eso qué quiere decir? —le cuestionó Yuna asustada, estremecida. La mente se le había llenado de imágenes horribles.
      Hay más globos como éste repartidos por todo el poblado.
      ¿Qué quiere decir eso, Maebe?
      Quiere decir que el incendio que quemó tu aldea fue absoluta e innegablemente provocado. Causar incendios utilizando globos de helio adheridos a una Bengala es algo que ya se hizo en otros lugares de la Tierra. Es una táctica extremadamente cruel, no sólo por lo que ocasiona, sino porque es totalmente imprevisible. Al lanzar un artefacto de éstos, el fuego puede declararse en cualquier lugar sin importar si se trata de un bosque, de una ciudad o de una aldea.
      Pero eso es extremadamente cruel —susurró Yuna rompiendo a llorar—. ¿Por qué hacen eso? ¡Y quién puede hacer algo tan horrible?
      Personas sin corazón ni alma, hechas sólo de maldad, intereses egoístas y de ambición. Ellos convierten la ambición en una enfermedad. Deberían morir quemados ellos también, pero lo peor es que nadie los descubre nunca. Obran de maneras horribles de forma impune —explicó Maebe intentando no llorar, con rabia e impotencia—. Yo llevo años buscando a las personas que tratan así a nuestro planeta, pero nunca tuve éxito. Es más, vengo de un futuro en el que los incendios son la peor plaga de la Humanidad. En mi tiempo, ya han ardido miles y miles de árboles, ha quedado reducida a cenizas una ingente cantidad de bosques... y todo porque a esos seres humanos les interesa utilizar esos terrenos para fines que ni sé nombrar.
      No, no, eso no puede ser verdad, Maebe. Me hablas de la peor pesadilla que jamás pudo existir.
      Te hablo de la verdad más espantosa que nunca pudimos imaginar. Es cierto que nuestros antepasados quemaban algunas porciones de bosque para poder construir sus casas, pero a cambio renunciaban a años de su vida por ello, también agradecían el servicio de la naturaleza entregándole a ella algún sacrificio. No hacían eso en balde, pero, dentro de nada, la Humanidad perderá todo el respeto que la Naturaleza se merece. La tratarán como la peor criatura, como algo ínfimo.
      Eso es el peor de los delitos. Si de ella vivimos, si ella nos da la vida...
      Eso es, pero a nadie le importa eso. Para la mayoría de humanos de la Tierra, sólo habrá un dios y ese dios será el dinero.
      ¿Dinero? ¿Qué es eso?
      Es un objeto de mucho valor que sirve para intercambiar cosas. Nosotros no lo necesitamos nunca porque todo lo que tenemos lo compartimos con los demás, porque la tierra ya nos da todo aquello que requerimos para vivir...
      Pero, entonces, ¿qué podemos hacer nosotras?
      Vengar a nuestra Madre Tierra.
      ¿Cómo?
      No podemos luchar contra ese inmenso número de humanos que le hacen daño a la Tierra. Lo único que podemos hacer es...
      Pero, si no podemos localizarlos, ¿cómo...?
      Tú y yo necesitamos ayuda. No podemos afrontar esto solas.
      ¿Quién quemó mi aldea, Maebe? ¿Y dónde están mis padres y mi hermana? ¿Quién fue capaz de hacerles daño a unas personas tan buenas, que jamás hicieron ningún mal, que siempre lucharon digna y humildemente por sus vidas? —le preguntó Yuna llorando desconsolada—. Antes de vengar el daño que están haciendo esos seres humanos que ni siquiera se merecen que llamemos personas, me gustaría encontrar a mi familia. Necesito saber que ellos están bien.
      Ellos están bien, Yuna. Créeme.
      ¿Cómo lo sabes?
      Porque lo siento en mi alma. No sé dónde están, pero se encuentran bien, a salvo.
      ¿Cómo podemos encontrarlos?
      Yo puedo viajar con mi alma al momento en el que tu aldea ardió, pero, para ello, necesito ayuda. Conozco a una mujer muy especial que vive en las montañas, lejos de cualquier ser humano, que podría ayudarnos. También tú puedes mirar en tu interior y llamar a tu familia utilizando el reclamo que siempre os comunicó, que siempre nos comunicó a todos. Lanza ese llamado sin voz, pero con todas las fuerzas de tu alma. Necesitas estar tranquila, a solas contigo misma, para poder concentrarte. Es muy importante que nadie interrumpa ese momento que sólo te pertenece a ti. Puedes hacerlo, Yuna. Yo empleé ese llamado en muchísimas ocasiones para llamar a mis seres queridos y para saber que están bien. Tú también puedes hacerlo.
      Nadie me enseñó nunca a llamarlos con mi alma.
      Yo puedo enseñarte, si confías en mí, por supuesto.
      Confío en ti, evidentemente que confío en ti. Eres lo único que tengo ahora mismo —le confesó tomándola de las manos y sentándose junto a ella.
      Tú también eres lo único que tengo ahora. Bien, pues lo que tienes que hacer es cerrar los ojos y silenciar la voz de tu mente. No pienses en nada. ¿Alguna vez has meditado?
      Sí, muchas veces.
      Es algo semejante. No permitas que ninguna imagen ni sonido se introduzca en tu mente. No importa de donde provenga, si de tu interior o del exterior. Cierra tu mente a cualquier estímulo. Cierra los ojos, húndete en el silencio íntimo que te llena. Entonces evoca el recuerdo de tus padres y de tu hermana. Míralos a los ojos a través de la distancia mientras alzas la voz de tu alma y los llamas, mientras pronuncias: ¿podéis oír mi llamado?
La voz de Maebe sonaba suave, hipnótica, cada vez más lejana. Yuna era muy hábil meditando, pero supo que lo que debía realizar era distinto a meditar. Era algo más profundo que tenía que conectarla con las personas que más quería en el mundo.
Cuando Maebe advirtió que Yuna se hallaba lejos de ese instante, se soltó delicadamente de sus manos y se alzó del suelo con la intención de alejarse de ella lo más silenciosamente posible. Caminó sin hacer ruido por encima de las ruinas, entre cenizas y maderas quemadas, entre objetos calcinados que ya no tenían ni forma ni dueño, bajo la luz incipiente de ese mediodía que apenas brillaba, sólo lo necesario para alumbrar esas pequeñas señales que Maebe y Yuna necesitaban encontrar.
Maebe confiaba en el poder de Yuna, aunque ella no hubiese aprendido todavía a desarrollarlo. Sabía que era una mujer muy fuerte y mágica. Sólo era preciso que ella la ayudase a descubrirlo y aceptarlo. Se sentía orgullosa de ella, de todo lo que estaba superando, pero también sabía que aquel orgullo se mezclaba con otro sentimiento mucho más potente. Maebe sí amaba a Yuna, pero se trataba de un amor que no era físico, sino sobre todo anímico. Ella notaba que su alma estaba enlazada a un alma que no formaba parte de aquel instante, ni de aquel tiempo ni de aquel lugar, que la esperaba más allá de la vida, de esa vida, y más allá del viento.
Yuna nadaba por el silencio que le llenaba el alma sin dejar de evocar nítidamente la imagen de sus padres y de su hermana. Los veía relucir en la oscuridad que le inundaba los ojos. Se sentía cada vez más unida a su recuerdo. La voz de su interior susurraba ya sus nombres y, poco a poco, comenzó a lanzar al silencio aquel llamado ancestral que podía comunicarla con ellos. El llamado empezó siendo un musitar suave, pero acabó convirtiéndose en un grito desesperado. A Yuna le pareció que aquel reclamo henchido de fuerza se escapaba de su alma silente y de su cuerpo inmóvil y atravesaba el aire, las montañas, el viento, volaba entre los árboles con alas de plata que resplandecían bajo la luz delicada del mediodía. Volaba y volaba arrancándole suspiros al viento, fluyendo con los ríos, lejos, muy lejos, hacia ningún lugar, llegando sin embargo más allá de aquel instante.
Yuna sentía, cada vez con más fuerza, que el alma se le llenaba de vigor, de poder, de claridad. No dejó de pronunciar desesperada y energéticamente aquel llamado hasta que, al fin, notó que alguien le contestaba en silencio. Una voz también que susurraba y gritaba al mismo tiempo se le adentraba en el alma, rompiendo la quietud en la que se hallaba sumido su ser. Alguien le contestaba. Era una voz demasiado familiar para ella; una voz que la había ayudado a dormir, que le había dirigido las palabras más cariñosas que jamás nadie le dijera, que también la había regañado cuando ella había hecho alguna travesura. Era la voz que había oído desde que su vida empezó, desde que tenía uso de razón.
“¡Mamá,! ¡Mamá! ¡Mamá!” La llamó desesperada a través de la distancia, con una desesperación que rayaba la locura. Sin darse cuenta, se arrodilló y apoyó las manos en el suelo para detener los temblores que se habían apoderado de su cuerpo. “¡Mamá! ¿Puedes oírme, mamá? Estoy en nuestra aldea. ¿Donde estás, mamá?”
La voz de su madre sonaba cada vez más clara. Yuna sintió que la emoción que experimentaba la desesperaba profundamente, pero intentó reprimir las ganas de gritar que la dominaban. Necesitaba llamar a su madre empleando todo el torrente de su voz, pero sabía que aquel momento se desvanecería si lo hacía.
“Hija, hija. ¡Estás viva, hija!”
“Sí, mamá, estoy viva. Por favor, dime dónde estáis. Necesito encontraros”.
“Estamos muy lejos de aquí, cariño. Tuvimos que huir. Estamos al otro lado de las montañas. Alguien nos avisó de que estábamos en peligro y huimos antes de que se declarase ese incendio que nos lo ha quitado todo. Si vas hacia las montañas del norte, entonces llegarás a un país distinto. Tienes que encontrar el río que baja caudaloso de las montañas y seguirlo hasta que llegues a un gran poblado alimentado por esas aguas, rodeado por un denso bosque de robles, sicomoros y castaños. Entonces verás casas de colores, muy graciosas y acogedoras, y en una pintada de naranja estamos nosotros. Estamos refugiados en casa de unos familiares que nos tratan muy amablemente. Tienes que venir, pero no temas por nosotros. Estamos bien. Tu hermana también se encuentra mucho mejor. Si vas a emprender ese largo viaje, ve con mucho cuidado. Es más, te pediría que no lo hicieses, que iniciases tu vida en otro lugar, que no te arriesgases a llegar hasta aquí porque las montañas son peligrosas, tienen muchos peligros que no podrás superar”.
Yuna necesitaba preguntarle muchas cosas, pero la voz de su madre desapareció mucho antes de que pudiese ordenar sus pensamientos. Su alma se quedó invadida de silencio. No había nadie al otro lado del viento que pudiese oírla. La voz de su madre se había hundido en la nada. Yuna volvía a estar completamente sola, a solas consigo misma, con su corazón desbocado y frágil.
Abrió lentamente los ojos y la imagen que el día le devolvió la estremeció profundamente. Ante ella, las montañas dividían el cielo en luz y oscuridad. El cielo que la cubría no era más que el reflejo de las ruinas quemadas sobre las que ella se hallaba. El bosque, las montañas, todo, todo estaba en silencio, quieto y paralizado, como si ella se hallase en otro mundo, distante de todo lo que había conocido, y separada de todo ello por un velo invisible hecho sólo de silencio y soledad. No había nada a su alrededor. Sí, había árboles calcinados, había ruinas, había objetos vueltos ceniza, pero nada de aquello tenía vida. Aquello no era nada.
Se levantó sin saber qué hacer ni qué pensar. Se sacudió distraída las ropas mientras intentaba reconocer los sentimientos que le anegaban el alma. Saber que sus familiares estaban bien la serenaba profundamente, pero no entendía qué hacían tan lejos del que fuera su hogar. Se preguntaba cómo era posible que hubiesen llegado tan lejos en tan poco tiempo. Ella había estado fuera de su casa durante tres días, si es que había sabido contar las horas que había permanecido viajando, y, en ese tiempo, sus padres y su hermana habían llegado hasta el otro lado de las montañas. Aquel lugar estaba totalmente prohibido para ella, para todos los habitantes de su aldea, durante generaciones. No comprendía qué hacían allí y la aterraba pensar que sus familiares habían renunciado a todo lo que habían creído y tenido.
Caminó lentamente hacia el bosque, donde sabía que podría encontrar a Maebe. Necesitaba explicarle todo lo que había descubierto y, sobre todo, pedirle consejo. No sabía qué hacer. Deseaba reencontrarse con su familia, pero no se atrevía a emprender un viaje tan largo. Se preguntó qué sentido tenía entonces todo lo que Maebe y ella deseaban hacer si estaba tan lejos de su gente, pero también era consciente de que no le atraía en absoluto la idea de llegar hasta otro país en el que, posiblemente, no quedaría nada de sus costumbres, ni de sus creencias ni de su modo de vivir, donde tendría que esforzarse por hacerse a otra manera de existir. No se atrevía a descubrir otra cultura, otra civilización. Ella era feliz, había sido muy feliz, con todo lo que había tenido, durante toda su vida. No quería conocer otra cosa. No quería ser habitante de un lugar con el que no podría identificarse jamás.
Se imaginó viviendo con Maebe en medio del bosque, en una casita de madera, cultivando como siempre habían hecho sus antepasados todo lo que precisaban para comer, celebrando sus rituales especiales con los que pedirían prosperidad y con los que le agradecerían a la naturaleza todo lo que les daba; pero una vida lejos de su familia le dolía. Imaginar que nunca más los vería también la hería profundamente.
Estaba tan confundida que apenas le prestaba atención al lugar por el que caminaba, que ni siquiera se percató de que había llegado junto al río en el que se había bañado la mañana en la que había conocido a Ondina. Saber que Ondina había querido utilizarla le dolió repentinamente en el alma como si le hubiesen clavado un puñal. Sí, le habían clavado el puñal de la traición.
Un remolino de sentimientos inundó su corazón. Se agachó frente al agua y, sin pensar, se lanzó al río sin desvestirse. Necesitaba lavar también su ropa, no sólo su cuerpo y su alma. Nadó dificultosamente intentando que el agua humedeciese todo lo que llevaba, toda su piel, todos los rincones de su cuerpo. Se bañó con rabia, incluso con impotencia, pero también con energía; con una energía renovada que le permitía confiar un poco más en sí misma.
De pronto, unas nubes grises, densas y profundas cubrieron el cielo, apagando la poca luz que iluminaba aquel instante, y empezó a llover con fuerza. Las gotas chocaban con la tierra produciendo un sonido delicioso y hermoso, humedeciéndola, arrancándole de las entrañas un aroma que a Yuna le hizo sentir viva: el aroma de la tierra mojada, revivida.
Cuando Yuna salió del agua, la lluvia la envolvió suavemente, humedeciendo aún más sus ropas y su cabellos si cabía. Yuna pensó que la lluvia purificaría la tierra toda, su aldea quemada, el aire, la energía que flotaba por el bosque.
Se sentó en una roca sin importarle que la lluvia la estuviese empapando todavía más. De pronto, notó que, entre el ruido de la lluvia y del viento que agitaba brutalmente las ramas de los árboles, alguien caminaba hacia ella. No dudó de que se trataba de Maebe. Agradeció que la hubiese encontrado. Necesitaba hablar con ella.
      ¿Yuna? Ven, ven, vas a enfriarte. Ven junto al fuego, cielo —le pidió cariñosamente mientras le acariciaba los cabellos, húmedos, rizados, llenos de agua.
      Mis padres y mi hermana están al otro lado de las montañas —le explicó distraída.
      ¿Y están bien?
      Están bien, sí, pero muy lejos de aquí. No lo entiendo.
      ¿Quieres ir con ellos?
      No lo sé.
      Creo que lo único que necesitas ahora es secarte junto al fuego y comer algo caliente.
      Sí, gracias, Maebe. Gracias una vez más.
      Estás tan distraída e impresionada por lo que has vivido que ni siquiera te das cuenta de que tienes un frío atroz —se rió Maebe una vez ya sentadas las dos junto al fuego y cubriendo a Yuna con una manta seca tras ordenarle que se desvistiese y dejase cerca de las llamas su ropa empapada—. Tu mente es mucho más fuerte que tu cuerpo.
      Sí tengo frío, sí.
      Tienes que cuidarte. Lo último que nos faltaba era que te enfermases.
      Lo que he conseguido hoy...
      ¿Hablar con tu familia?
      Sí, eso... Es algo mágico.
      Muy mágico. Es algo que ya hacían nuestros antepasados para comunicarse con las demás tribus.
      ¿Cómo sabías que yo podía hacerlo?
      Porque nuestra civilización es mucho más mágica de lo que nadie imagina.
      Mis padres jamás me hablaron de ese poder.
      Tus padres te ocultaron tantas cosas... Discutí muchas veces con ellos por eso.
      ¿De veras?
      Por supuesto. No me parecía bien que te ocultasen la mayoría de las cosas que podemos hacer con el alma. Por eso estás tan dormida. Tienes ese poder en ti, pero todavía no lo has despertado. Yo te ayudaré a hacerlo.
      ¿Por qué lo hicieron?
      Pues no lo sé, Yuna, pero...
      Pero ¿qué?
      Intuyo que el hecho de que lo hiciesen y que ahora se encuentren al otro lado de las montañas tiene relación... No son hechos aislados. ¿Con quién hablaste?
      Con mi mamá. Me dijo que, antes de que se declarase el incendio, alguien los avisó de lo que ocurriría y ahora están en la casa de unos familiares...
      Tú nunca tuviste familiares al otro lado de las montañas, ni tú ni yo. Todos nuestros familiares están aquí, Yuna, en estas tierras.
      No entiendo nada.
      Creo que lo más conveniente es que vayamos a verlos para que te lo expliquen todo. Yo te acompañaré. No temas, pero antes debemos acudir a la mujer de la que te hablé antes para que nos ayude a descubrir quién y por qué incendiaron tu aldea.
      de acuerdo. Muchas gracias, Yuna.
      También son mi familia y es a mujer es una gran amiga mía.
      ¿Cómo es?
      Muy amable y mágica, pero también muy reservada. Ya la conocerás.
      De acuerdo.
      Por lo pronto, hoy creo que descansaremos un poco. Nos lo merecemos después de tanta tensión.
Efectivamente, las dos se hallaban agotadas. Permanecieron bajo los frondosos árboles que las protegían de la lluvia durante horas, casi durante toda la tarde, hasta que el cielo volvió a brillar, lanzando a la tierra los últimos esplendores de aquel tormentoso atardecer. Entonces aprovecharon para caminar entre los árboles junto a Litzia y Unse, quienes parecían intuir la gravedad de aquellos momentos. Con sus ojos tiernos, intentaban comunicarles aliento a aquellas dos mujeres que tanto las respetaban, cuidaban y querían.
Así se marchó ese día extraño; el cual suponía el inicio de una nueva etapa en la vida de Maebe y Yuna. Yuna se sentía distinta. Incluso le parecía que la intensa tormenta que había inundado el bosque significaba un fin para ella. La lluvia se había llevado la desconfianza y el temor. En esos momentos, se dio cuenta de que se sentía fuerte, capaz de sobrellevar cualquier adversidad. Saber que su familia estaba bien le llenaba el alma de alivio y gratitud, aunque también estaba confundida y desorientada. Desconocer el porqué de tantos hechos le hacía temblar, pero la fortaleza que había nacido en su interior era mucho más potente que aquellas emociones y la animaba a creer que todo iría bien, que conseguiría descubrir todo aquello que no lograba comprender.


sábado, 28 de marzo de 2020

MÁS ALLÁ DEL VIENTO: CAPÍTULO 6. RUINAS Y CENIZAS


CAPÍTULO 6

RUINAS Y CENIZAS

La felicidad y armonía que acompañaban a Maebe y Yuna en aquel viaje hacia lo desconocido eran frágiles como el hielo en el estío. Yuna sentía en su alma, como si de una premonición se tratase, que aquellas horas de calma precedían a una impetuosa tormenta que devastaría la poca esperanza que pudiese latir en su corazón. Aunque Maebe no le confesase lo que pensaba, Yuna sabía que Maebe experimentaba exactamente las mismas sensaciones que ella. Se lo leía en sus ojos negros como la noche más oscura. Había aprendido a leer en su mirada muy rápidamente. Sentía que entre ellas había semejanzas que provenían de otros tiempos no compartidos.
Se hallaban cada vez más cerca del bosque que rodeaba la aldea en la que Yuna había nacido. Yuna reconocía los árboles que veía, aunque, ante la vista de cualquier persona, fuesen idénticos a los que llevaban poblando los bosques por los que corrían. Ella podía distinguir la madera de cada uno de esos árboles que estuvieran junto a ella desde que era niña.
Litzia y Unse corrían veloces a través de las horas brillantes de la mañana, sin agotarse, con una energía preciosa que resplandecía en sus ojos profundos. Yuna se sentía muy segura a lomos de aquella hermosa yegua que estaba siendo la compañera de viaje más especial de su vida, junto a Maebe. Viajar con Maebe también era muy sencillo. Maebe era silenciosa, pero sabía mantener profundas e interesantes conversaciones imposibles de olvidar.
Aquella mañana, habían despertado juntas, acariciadas por el tierno sol que emergía de tras los montes, dorado y suave. Las brumas del alba se habían desvanecido entre el canto húmedo y dulce de los pájaros, quienes les habían dado unos buenos días llenos de esperanza y suavidad. Yuna no recordaba en qué momento se había quedado dormida, pero la última imagen que podía evocar antes de que el sueño la atrapase era la quietud en la que Maebe dormía, su suave respirar, sus imperceptibles movimientos. No fue necesario que le preguntase a Maebe cómo había dormido. Sabía que Maebe no había tenido pesadillas. Ella tampoco las había tenido.
Habían desayunado calmadamente y, enseguida que recogieron todas sus pertenencias, reemprendieron su camino. Maebe le comunicó que apenas quedaban diez horas para llegar a su aldea. Viajarían durante todo el día, deteniéndose para lo necesario, para que las yeguas descansasen y para refrescarlas en el río, pero era muy importante que llegasen antes de que la noche se apoderase por completo del terreno del día.
Mas la tarde llegó mucho antes de que pudiesen darse cuenta. El cielo se volvió anaranjado justo cuando Yuna empezaba a reconocer el terreno por el que pasaban. Descubrió que se hallaba cerca de la orilla del río en el que se había bañado aquella mañana en la que había conocido a Ondina. Al acordarse de Ondina, entonces sintió la imperiosa necesidad de hablarle a Maebe de ella. Necesitaba saber qué opinaba Maebe de las creencias de aquel poblado y de la misma Ondina. Recordó que Maebe le había confesado que conocía a Ondina.
      Sí conozco a Ondina —le confirmó Maebe bajándose de Litzia. Iban a detenerse para que las yeguas bebiesen agua y para prepararse para la noche—. Hace mucho tiempo, también me encontré con ella cerca de su poblado. No sé por qué apareció ante mí.
      Ella estaba por aquí la mañana en la que la conocí. Lo que me extrañó fue que se hallase tan lejos de su aldea. Su poblado quedaba a más de una hora caminando de aquí. Podría pensar que le gustaba más bañarse en este río, pero cerca de su hogar también fluyen ríos muy caudalosos, por lo que esa posibilidad no me convence.
      No es una posibilidad lógica. Es probable que le gustase caminar por este bosque. Realmente, Yuna, nunca entendí muy bien el carácter de Ondina ni de las demás mujeres que vivían con ella en el poblado.
      No hay hombres en su poblado.
      No, no hay hombres, pero bien que luego copulan con ellos en rituales que celebran unas pocas veces al año.
Al oír esas palabras en la voz de Maebe, Yuna enrojeció enteramente. Notó arder sus mejillas. No entendía por qué la había atribulado tanto que Maebe hablase de ese modo.
      ¿Cómo sabes eso? —le preguntó aún sintiendo latir la vergüenza en su alma.
      Porque Ondina me lo explicó.
      No lo entiendo.
      ¿Qué no entiendes?
      No entiendo por qué hacen eso. Es como si utilizasen a los hombres y luego no quisiesen saber nada más de ellos.
      Sí, así es. A mí tampoco me parece lógico. Tanto hombres como mujeres somos válidos. Nadie tiene derecho a utilizar a otra persona para su propio beneficio, pero creo que las mujeres del poblado de Ondina no actúan así por...
      Un momento —exclamó Yuna asustada y estremecida.
      ¿Qué ocurre?
      ¿Cómo sabes quién es Ondina?
      No te entiendo...
      ¿Cómo sabes de quién te hablo cuando menciono ese nombre?
      Pues porque... porque igual que sé quién es Anwon...
      No, Maebe. Aquí hay algo que no tiene sentido. Cuando conocí a Ondina, ella no me reveló su nombre. Me explicó que las personas de su poblado, bueno, las mujeres de su poblado, llaman a las otras utilizando nombres que cada una le asigna a las demás.
      ¿Qué? No, no, eso no es verdad —se rió Maebe extrañada—. Ondina es Ondina para ti, para mí y para estos árboles que ahora nos oyen hablar.
      No, no. Ella me dijo que...
      Ella dominaba tu mente, Yuna.
      ¿Qué?
      Vamos, Yuna, no me digas que nunca te has planteado esa posibilidad. No es comprensible que te puedas sentir tan a gusto con alguien que ni sabes quién es, que, además, le asignes un nombre tan bonito, que...
      Pero luego conocí a otra mujer de su poblado y me contó que ella la nombraba con otro nombre.
      ¿Y te lo creíste?
      Pues claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?
      Eso de que cada persona pueda llamar a otra con el nombre que quiera no tiene ningún sentido. Entonces no habría leyes para nadie, no podríamos conocernos... No tiene sentido, Yuna.
Maebe reía incómoda, como si aquella conversación le resultase incomprensible, propia de un sueño, como si no supiese explicarse ante Yuna, quien se hallaba cada vez más desconcertada y desorientada.
      ¿Por qué me engañó?
      No te engañó. Jugó con tu mente. Esas mujeres son muy peligrosas. Pueden hipnotizarte sin que te des cuenta.
      Pero ¿cómo es eso posible?
      Son un poblado que domina la hipnosis. Es una hipnosis muy sutil de la que apenas eres consciente.
      ¿Y por qué querían hipnotizarme?
      Para que fueses una de las suyas.
      Pero, entonces, ¿cómo logré escapar?
      Porque no consiguieron hipnotizarte suficiente. Eres mucho más poderosa de lo que piensas.
      Pero Ondina parecía tan amable, tan servicial y mística...
      Huy, Yuni, desconoces tantas cosas... —le dijo con cariño mientras refrescaba con un paño húmedo el lomo de Litzia, quien la miraba agradecida.
      Me gustaría conocer contigo todo eso que ignoro.
      Son demasiadas cosas, Yuna.
      ¿Y por qué tú sabes tanto?
      La respuesta a esa pregunta te asustaría.
      No, creo que nada podría asustarme. Además, quiero conocerte plenamente. Por favor, sé sincera conmigo.
Entonces Maebe se quedó quieta, estrujando el paño entre sus frías, blancas y delgadas manos. Miraba a Yuna sin verla, pensativa e insegura. Yuna se fijó en que, tras Maebe, las brumas del ocaso destellaban suavemente, envolviéndola, haciendo refulgir la pálida piel de Maebe; la que parecía intolerante al sol, la que, por mucho que la luz la acariciase, nunca se bronceaba. Aquello inquietaba a Yuna, pero no osaba preguntarle algo tan extraño.
Una repentina ráfaga de viento agitó las hojas de los árboles, provocando un sonido misterioso y tierno, y revolvió los lisos, largos y negros cabellos de Maebe, quien seguía pensativa y paralizada.
Al fin, Maebe tendió el paño con el que había lavado a su yegua en una rama y se acercó a Yuna sonriéndole sutilmente. La tomó de la mano y la instó silenciosamente a alejarse de la orilla.
      Quiero que paseemos mientras hablamos.
Yuna no pudo protestar ni preguntar nada. La mano de Maebe era fría como el hielo, pero se desprendía de sus dedos un calor y un cariño deliciosos que le hacían sentir protegida. No era capaz de deshacerse de la mano de Maebe.
      Sabes que he viajado mucho a lo largo de mi vida. Mi primer viaje lo hice cuando tenía sólo diez años. Era consciente de lo que quería. Yo nunca fui niña, Yuna. No sé qué es tener inocencia, qué es ser peligrosamente ingenua. No jugué nunca con los demás niños de la aldea porque me parecían demasiado infantiles para mí. No me identificaba con nadie porque era silenciosa y conocía excesivamente lo que los demás pensaban de mí. Podía oír nítidamente la voz de los pensamientos de los demás. Jamás le confesé esto a nadie. Guardé muchos secretos a lo largo de mi vida y éste es uno de ellos. Eres la primera persona a la que le confieso que siempre pude leerles la mente a los otros. No me cuesta nada hacerlo. Sé lo que piensan las personas que están a mi lado, que me miran, que me oyen hablar, que me conocen, ya sea poco o profundamente, aunque sé que nadie jamás me ha conocido profundamente.
Yuna sintió un escalofrío. Si era cierto aquello que Maebe afirmaba con tanta solemnidad, entonces quería decir que Maebe podía leer sus pensamientos, que estaría leyéndolos en ese momento, que podía conocer todo lo que pensaba. Sintió que la vergüenza y el miedo le llenaban el alma, pero no fue capaz de interrumpir a Maebe.
      No temas, Yuna. Yo nunca te leería la mente a ti. Soy capaz de cerrar el flujo de pensamientos que llegan accidentalmente a mí.
      Pues no lo parece. Justo pensaba...
      Para saber que lo que te confieso te inquieta, no es necesario que te lea la mente. Todas las personas del mundo pensarían exactamente lo mismo que tú si les confesase que puedo oír la voz mental de los demás —rió Maebe encantada, tiernamente. Yuna se tranquilizó al instante—. No es una bendición poder leer la mente de los demás. Es más bien una maldición, pero es algo inevitable. Es como si hubiese nacido con el pelo de color rojizo o los ojos verdes. Es una manera de ser, sólo eso. Tuve que esforzarme mucho por aprender a disimular que conocía lo que todos pensaban de mí y, créeme, no fue una tarea fácil, sobre todo porque no podía contar con nadie que me ayudase. Yo misma me enseñé a no meterme en la mente de los demás cuando no era preciso. Contigo siempre lo hice, desde siempre, porque yo quiero conocerte de un modo natural. No quiero saber más de lo que tú desees contarme. Te mereces por mi parte todo el respeto del mundo.
      ¿Por qué?
      Porque tú tienes otras facultades que todavía no has descubierto y porque... porque...
      ¿Por qué, Maebe? —le preguntó deteniendo su paso y mirándola profundamente a los ojos.
      Porque me haces sentir como jamás nadie me hizo sentir antes, porque me gusta lo que soy cuando estoy contigo, porque desde siempre me pareciste un ser mágico, porque eres como yo sería si... si no fuese así como soy en esta vida.
      ¿Nada más?
      ¿Te parece poco, Yuna?
      Creo que hay algo más que no quieres decirme.
      Todavía no es el momento de hacerlo, por mucho que lo piense y lo sienta. A ti te parece que nos conocemos desde hace dos días, pero no es así. Yo te conozco mucho más de lo que posiblemente te conozcas a ti misma.
      Maebe, por los seres elementales, dime por qué afirmas algo así —le rogó estremecida, sintiendo un escalofrío gélido recorriéndole todo el cuerpo.
      Yo...
      ¿Yo te gusto, Maebe? Quiero decir...
      Te entendí perfectamente, Yuna.
      Quiero que seas sincera conmigo.
      Ya lo estoy siendo —se defendió Maebe intentando desasirse de la mano de Yuna, pero ella se la presionó con más fuerza—. No es justamente eso, es... es...
      Sí o no, Maebe.
      Eso es no decir nada —se excusó Maebe indefensa, deshaciéndose de los dedos de Yuna.
      Entonces es que sí. Sí te gusto.
      Por supuesto que me gustas. Si no me gustases, no querría ayudarte; pero es que se trata de algo más elevado. Es... A través de ti, puedo ayudar a la Naturaleza, a las tierras que sufrirán la maldad de las personas, a la vida de los bosques, de los animales, de nuestra Madre Tierra...
Maebe luchaba contra unas intensas ganas de llorar que le apretaban la garganta. Las palabras de Maebe le helaron la sangre a Yuna. No acababa de comprenderlas.
      ¿Por qué?
      Es la primera vez que atacan nuestros poblados, pero no será la última. Yo... Yuna, no me preguntes nada más, por favor —le rogó consiguiendo deshacerse de la mano de Yuna, cubriéndose el rostro con sus dedos trémulos—. No puedo seguir hablando, no puedo.
      Maebe, pero...
      Por favor, ya no sigamos hablando. No puedo decírtelo. Todavía no.
      Está bien, Maebe. Cálmate, por favor —le pidió mientras la abrazaba.
      Mañana iremos a tu poblado y posiblemente descubramos cosas muy duras. Tenemos que mantener estable nuestra alma para poder aceptar todo lo que veremos.
      ¿Cómo lo sabes?
      Porque este incendio fue provocado y porque no será el único que arrasará con nuestras tierras. Quieren destruir nuestro mundo, Yuna —le confesó con una voz trémula, llena de desesperación y lágrimas.
      ¿Cómo lo sabes?
      Lo sé. Confórmate con eso. Creo que hoy te confesé ya suficiente...
      Desde luego que sí, pero...
      Y tú sí me gustas, Yuna, mucho. Si nos hallásemos en otras circunstancias, lucharía por seducirte, por enamorarte, por hacerte feliz; pero no puedo hacerlo.
      ¿Por qué no?
      Porque yo a ti no te gusto y jamás te gustará ninguna mujer y porque... porque.... porque yo no soy de tu tiempo.
      ¿Cómo?
      No soy de tu tiempo. No pertenezco a tu mundo ni a estos años. No soy de aquí, no soy de ahora, ni del pasado ni...
Maebe había hablado como si no pudiese dominar su voz. Yuna estaba segura de que no le confesaría nada más aquel ocaso, pero Maebe había expulsado de su alma una certeza que no podía mantener más tiempo guardada en el silencio.
Al oír esas extrañas palabras, se quedó paralizada. Sostenía a Maebe en sus brazos y de repente la notó frágil, brumosa, como si su materia estuviese convirtiéndose en aire. La soltó rápidamente, como si su piel quemase, e intentó mirarla a los ojos, pero Maebe no estaba junto a ella.
      ¡Maebe! ¿Puedes oírme?
      Yuna... —susurró ella casi sin voz—. No tendría que habértelo dicho. Perdóname.
      No te entiendo. ¿Qué ocurre?
Maebe se alejó velozmente de ella, asustada por una realidad que Yuna no podía imaginar. Se perdió entre los árboles, desapareció tras las brumas del crepúsculo. El sol brilló un instante en su pálida piel, pero enseguida todo quedó en silencio, oscuro y sin vida.
      ¡Maebe! —la llamó Yuna empezando a correr en pos de ella—. ¡Maebe, no me dejes sola!
Maebe había desaparecido. La noche se esparcía por el cielo, apagando los pocos haces de luz que el ocaso lanzaba a la Tierra, y Yuna sentía que no veía nada en medio de las nieblas que de súbito lo habían inundado todo.
      ¡Maebe! ¡Maebe!
De pronto, notó que corría entre árboles sin vida. A través de los sutiles resplandores que aún le quedaban al cielo, vio que los árboles que allí había estaban calcinados. Los troncos estaban ennegrecidos, derribados. Había ramas quemadas por el suelo, hojas secas y muchas cenizas, sobre todo cenizas. Se agachó y hundió los dedos en esas cenizas que antes habían sido vida.
Alzó los ojos y, ante ella, aparecieron ruinas de casas de madera. Sintió un escalofrío de terror cuando descubrió dónde se hallaba. Estaba en su aldea, su aldea vuelta ruinas y cenizas.
Se quedó paralizada, llorando sin respirar. Sólo sentía cómo le resbalaban las lágrimas por las mejillas, ardientes como las llamas que habían devorado su vida. El cielo que cubría aquellos instantes tenía el color de las cenizas que le tiznaban las manos y sus ropas. Se encendían algunas estrellas en el horizonte, pero su luz era también ceniza. Sólo la rodeaban cenizas.
      Mamá, papá... —musitó casi sin voz, incapaz de saber por qué los llamaba en esos momentos en los que, evidentemente, ellos no podrían oírla—. Hermana... Belina, Belina...
Se levantó impulsada por la impotencia y la tristeza y empezó a correr sobre las cenizas, saltando los pedazos de madera que habían formado esos hogares tan hermosos que su padre había construido. No sentía cómo esas ruinas le arañaban la piel. Era como si su cuerpo y su alma se hubiesen separado. Se movía guiada por unos sentimientos mucho más potentes que el incendio que había devastado su poblado.
Tropezó con los restos de una puerta y cayó al suelo llorando desesperada, sin poder luchar contra las imágenes que le llenaban la mente. Veía cómo el fuego avanzaba devorando todo lo que encontraba a su paso. Aquellas imágenes terribles se mezclaban con las palabras que Maebe acababa de dirigirle, con las estremecedoras confesiones que había compartido con ella, y entonces su desesperación crecía imparable, alimentada por el horror, la desorientación y la pena más honda que jamás experimentara.
Sin poder dominarse, empezó a rebuscar entre las ruinas, retiraba pedazos de madera, de tierra, de barro incluso. No le importaba que todo aquello estuviese ensuciando vilmente sus ropas, su piel, que incluso estuviese haciéndose heridas que le sangraban desagradablemente, mezclándose su sangre con el polvo, las cenizas, con los residuos de todas aquellas vidas.
      Yuna, cariño, ¿qué haces? —le preguntó una voz amable, calmada, tiernamente llena de lágrimas.
Maebe se sentó a su lado, también ignorando la ceniza que flotaba a su alrededor, y tomó las manos de Yuna con decisión, intentando detenerla. Cuando vio las heridas que Yuna tenía en los dedos y en los brazos, entonces sintió una horrible culpabilidad repartiéndose por todo su cuerpo y su alma.
      Cielo, para ya, por favor. Basta, basta, cielo —le ordenó firmemente, pero con mucha dulzura. Entendió enseguida que Yuna estaba fuera de sí—. No conseguirás nada haciéndote daño, Yuna. Perdóname, no tendría que haberte dejado sola.
      Están aquí, están aquí, están aquí, mis padres, mi hermana, mis vecinos, están aquí y tengo que salvarlos —decía Yuna entre sollozos de dolor, de tristeza.
      No, Yuna. Ellos no están aquí. Es muy probable que huyesen. Puede que aquí...
      Aquí hay algo, Maebe, hay algo bajo estas maderas quemadas. Ayúdame a encontrarlo.
Efectivamente, Maebe vio que, bajo el último suspiro del día, brillaba algo entre aquellos tablones quemados. Era un objeto blanco, manchado por la ceniza. Maebe se esforzó por extraerlo de bajo aquellas maderas y, al fin, consiguió asir un pedazo de tela suave y antigua.
Al tenerlo en las manos, se percató de que era una diadema de tela.
      Es... es la cinta de pelo de mi hermana, Maebe. La reconocería entre un millón. Sí, es la suya, es la suya, la que tenía flores bordadas, mira, mira —le ordenó arrebatándosela de las manos y moviéndola entre sus dedos, en busca de los bordados mencionados—. ¿Ves? Aquí están las flores que yo misma le bordé cuando nació, eh, cuando nació, porque ella es más pequeña que yo, sólo tres años, pero yo con tres años ya sabía bordar, pero mal, por eso estas flores tienen unos pétalos tan uniformes, pero a mi hermana le gustaba mucho esta diadema y la llevó siempre. Cuando le creció la cabeza un poco, tuvimos que coserle más tela,. ¿Ves las puntadas que hicimos? Aquí están, están aquí, míralas.
      Sí, Yuna, las veo.
      Mi hermana nunca se separaba de esta diadema. La llevaba siempre consigo. Si está aquí, es porque ella no pudo huir. Ella estaba enferma del alma. Si el incendio se declaró teniendo ella uno de sus brotes, entonces no pudo huir porque, porque no...
      Yuna, vayámonos de aquí, cariño. Ahora no es momento para que rebusquemos entre las ruinas. Mañana, bajo la luz del sol...
      No, Maebe. Aquí hay algo que tenemos que descubrir.
      Mañana, Yuna, tiene que ser mañana. Ahora con la noche no veremos nada y no es seguro que estemos aquí. Hazme caso, por favor.
      Tú lo sabes todo siempre, ¿verdad? No puedes hacerme caso porque lo sabes todo. Si tanto sabes, entonces dime quién provocó este incendio, dime dónde están mis familiares, dime...
Yuna hablaba enfadada, pero Maebe sabía que aquella rabia nacía de la tristeza. Yuna no estaba enfurecida con ella, sino con la situación. No obstante, le dolió en el alma que Yuna le hablase así cuando lo único que ella deseaba era protegerla.
      Vayamos a bañarnos y a cenar un poco. Tenemos que descansar.
Maebe había tomado con mucho cariño la mano de Yuna y la instaba a alzarse del suelo. Yuna la obedeció, siendo consciente de súbito de lo injusta que acababa de ser con Maebe, quien sólo la había tratado con amor desde que se habían reencontrado.
      Perdóname, Maebe. La tristeza me ha descontrolado.
      No te preocupes, Yuna. Entiendo perfectamente lo que sientes. Conozco la rabia que te hace sentir que unos ingratos y crueles humanos provoquen incendios que queman lo que más quieres. Sé perfectamente lo que sientes, créeme.
      ¿Tú lo has sentido también?
Maebe asintió en silencio.
      Sí, Yuna, por desgracia, sí, pero... no fue en esta vida. Mejor dicho, no será en esta vida.
      No te entiendo.
      Lógico. No me entiendo ni yo.
      Es como si me hablases de vidas que todavía no han existido.
      Son vidas que no han existido, pero existirán. Te prometo que, mientras cenemos, te lo contaré todo con detalle...
      ¿Por qué huiste antes?
      Porque todo lo que te confesé me duele tanto que no puedo soportarlo, porque mi alma no es lo suficientemente grande para albergar certezas tan potentes y trascendentales. Me cuesta mucho entender por qué yo soy la escogida... y tú también eres otra escogida.
      ¿Escogida para qué?
      Lo entenderás más adelante sin que tenga que explicártelo.
Llegaron a la orilla del río donde Yuna se había bañado aquella mañana en la que había conocido a Ondina. De pronto, recordó lo que Maebe le había contado sobre ella y su poblado e, inconscientemente, entendió por qué Maebe sabía que Ondina y las demás mujeres de aquella aldea hipnotizaban a los demás. Maebe le habría leído la mente a Ondina.
      Ondina no pudo hipnotizarte nunca, ¿verdad? —le preguntó mientras se desvestía para bañarse. Estaba tan aturdida que ni siquiera sintió vergüenza al notar que Maebe deslizaba los ojos por su cuerpo desnudo.
      Nunca pudo, efectivamente. Vaya, Yuna, estás llena de ceniza y heridas. Tengo que curarte esas heridas.
Maebe se acercó sigilosamente a Yuna, intuyendo lo que Yuna pensaba en esos momentos. Por eso, no la tocó.
      Vaya, seguro que, después de conocer todo eso de mí... no querrás ni que te acaricie.
      No, no es así para nada –se rió Yuna avergonzada—. Que yo te pueda gustar me parece tan natural como la humedad del agua.
      Hay civilizaciones que no entienden que haya mujeres que amen a otras mujeres y hombres que amen a otros hombres.
      ¿Cómo? ¿Por qué?
      No lo entienden.
      No entender eso es no entender el sentimiento del amor. Nunca creí que fuese diferente que un hombre amase a otro hombre a que una mujer amase a un hombre. Es exactamente lo mismo, es amor. ¿Qué más da qué género tenga la persona a la que amamos?
      Pues hay culturas a las que les parece una aberración que las personas del mismo sexo se quieran.
      No lo entiendo, pero tampoco tenemos que preocuparnos por eso, pues nunca viviremos entre esas gentes incomprensivas e incultas. No comprender el amor es no tener cultura.
Maebe le sonrió emocionada, pero no dijo nada más. Aquel silencio le advirtió a Yuna de que sus palabras no eran reales. Maebe, con su falta de respuesta, estaba revelándole que, algún día, tendrían que enfrentarse a esas culturas tan incomprensibles para ellas.
      Porque no tendremos que... que hablar nunca con alguien así, ¿verdad, Maebe?
      No estamos tan lejos del resto del mundo como siempre nos quisieron hacer entender nuestros padres, nuestros antepasados... El mundo está volviéndose cada vez más pequeño, Yuna. Están rompiéndose fronteras que antes eran indestructibles, están encogiéndose las distancias...
      Pues yo nunca cambiaré mi manera de pensar por mucho que en el mundo haya quienes no la entiendan. Tenemos que ser fieles a nuestras creencias.
      Es imposible ser fiel a tus creencias en un mundo donde ser como eres es un delito.
      Pero esos mundos de los que hablas no están en este tiempo.
      No, todavía no; pero no falta mucho para que lo estén, y, sí, sí forman parte de esta era; pero quedan muy lejos de nuestro pequeño rincón, Yuna —intentó calmarla acariciándole las mejillas, también llenas de cenizas—. Anda, bañémonos para quitarnos de encima tanta desolación.
Se bañaron en silencio, sin decirse nada. Yuna recordó lo hermoso que había sido jugar juntas la noche anterior, pero aquella noche todo era distinto. Pensó entonces en lo que Maebe le había confesado sobre lo que sentía por ella. Se preguntó por qué Maebe estaba tan segura de que no podría seducirla nunca. Efectivamente, ella nunca se había imaginado compartiendo su vida con otra mujer, ni con otra mujer ni con un hombre, porque ella adoraba estar sola, ser independiente. No obstante, en esos momentos se percató de que necesitaba a Maebe mucho más de lo que había necesitado a nadie. Si ella desapareciese, se sentiría de pronto desorientada, perdida e inexperta. Era como si Maebe le hubiese hecho nacer de nuevo. Cuando Maebe se había alejado de ella desolada por sus poderosas certezas, había notado que el alma se le llenaba de temor.
Mientras cenaban, Maebe le dijo a Yuna:
      Yo no soy de este presente. Nací aquí, pero siempre sentí y supe que éste no era ni mi tiempo ni mi tierra. Vengo de otra era, de otro siglo, de otras tierras muy lejanas a éstas; mas amo estos bosques, estas montañas...
      ¿Eres una mujer del futuro?
      El futuro no existe. Digamos que hay una distinción temporal entre lo que hemos vivido y lo que todavía no conocemos que viviremos, pero, en la dimensión de las edades, no existe tal diferencia. Existen todas las vidas al mismo tiempo, todas las épocas a la vez. El tiempo es una construcción irreal que nosotros formulamos para orientarnos en el transcurso de los días, pero para la Naturaleza sólo existen las estaciones. Si no existiésemos nosotros, para ella no habría eras tan distintas. Podría permanecer todo igual durante años y años. Para ella no existen los años. Sí hubo distintos períodos en la historia de la Tierra, pero ella no los decidió. Nosotros, en cambio, establecemos una cuenta temporal para no perdernos, para que sepamos qué va después y antes de lo que vivimos. El alma, además, nuestra alma y el alma de todos los seres de este mundo, es inmaterial, sólo es energía. Podemos conectar tan plenamente con los seres elementales porque ellos también son energía. Hay personas con las que tienes una conexión más profunda e intensa que con otras porque su alma y la tuya se conocieron en otro tiempo, pero nunca lo recordaríamos. Yo... yo sí lo recuerdo todo, todo lo que viví en mis vidas, distinguidas por épocas que aprendí a contar cuando llegué a este mundo de nuevo. Me mandaron aquí porque tengo que intentar luchar contra una fuerza más devastadora que cualquier huracán o volcán: la maldad del ser humano, la ambición de las personas, la inconsciencia de las personas, todas ellas englobadas en. Una única fuerza destructora. Yo recuerdo todo lo que ocurrirá después de esta vida porque lo he vivido ya, pero me hallo en un pasado que antecede a un futuro que nadie, excepto yo, ha vivido, y en ese futuro... todo es tan cruel, tan desolador... Yo existo a la vez en varias épocas y tengo una conexión indestructible con la yo de otras épocas. Vaya, no me crees, ¿verdad?
      Sí, sí te creo. Lo que me ocurre es que todo lo que me cuentas me vuelve nada, nada...
      te equivocas, Yuna. Tú eres mucho. Eres la escogida para que me ayudes. Eres muy semejante a alguien que será muy importante para mí en otra vida. Tienes un alma poderosa que puede contactar con otros planos y eso...
      Pero si no tengo ni idea de cómo se hace eso —se lamentó Yuna trémula, llorosa.
      Lo aprenderás. Por cierto... tenemos que buscar a otra mujer que nos puede ayudar a encontrar el origen del incendio que devoró tu aldea y que devastará prácticamente todos estos bosques que ahora nos rodean y nos protegen.
      ¿Qué?
      Estos bosques se quemarán, Yuna. Los quemarán, como también están quemando los bosques de otras tierras inocentes, que también son mi hogar.
      ay, no, no, eso no puede ser cierto —lloró Yuna asustada.
      No puede ser cierto, no tendría que poder ser cierto, pero lo será. Tenemos que ser muy fuertes, Yuna —le pidió Maebe con una voz frágil.
      No podré dormir esta noche. Todo lo que me has explicado es...
      ¿Entiendes ahora por qué no quería ser tan sincera contigo?
      Pero era preciso que lo fueses.
      Sí podrás dormir. Estás muy agotada tanto física como anímicamente, sobre todo anímicamente. Ven, acomodémonos junto al fuego. Intenta cerrar los ojos o contar estrellas. Yo cuento estrellas cuando no puedo dormir. Intento imaginar que se multiplican, que el cielo se divide, que...
      Por favor, Maebe, no me abandones nunca —le pidió indefensa mientras se acomodaba junto a ella—. Es muy probable que no pueda amarte ni me enamore de ti, pero te necesito mucho.
      ¿Es muy probable? Tendrías que haber dicho que es completamente imposible, ¡no? —se rió Maebe deslizando los dedos por los rizados cabellos de Yuna.
      No me gustan las frases rotundas.
      Estamos solas ahora. Nadie te pediría explicaciones de lo que sientes. Ni siquiera tienes que dártelas a ti misma.
      Todo ha cambiado mucho para mí. Ya no soy la misma mujer que era antes de que se incendiase... que incendiasen mi aldea. Por lo tanto, tampoco tienen sentido todas esas convicciones que me definieron entonces.
      Así pues... ¿puedo intentar algo? —le preguntó mirándola tiernamente.
      Depende...
Maebe abrazó a Yuna y la acomodó en su pecho, como si Yuna fuese una niña indefensa, y, entre caricias delicadas y lentas, empezó a entonar una melodía preciosa. Comenzó a cantarle en un idioma que Yuna no conocía. Sonaba dulce, cariñoso, muy distinto a las lenguas que se hablaban por aquellas tierras. Yuna permaneció escuchando a Maebe totalmente paralizada, sumida en una quietud que la calmaba, que le llenaba el alma de esperanza y de amor, sobre todo de amor. Sin darse cuenta, los ojos empezaron a pesarle y se durmió dulcemente, perdiendo poco a poco el rastro de la noche, de la aterciopelada voz de Maebe y de las dulces caricias que le daba en los cabellos. Se durmió notando que había desaparecido por completo la tristeza, el miedo, la tensión y la desorientación que le habían agitado el alma. Antes de perder la consciencia, pensó fugazmente que, al día siguiente, se sentiría más animada y fuerte para luchar contra la injusticia y para descubrir qué le ocurrió a su familia.