CAPÍTULO 4
LA SEMILLA DEL TEMOR
El crepúsculo era una ola de luz azulada que se
arrastraba por el cielo, trayendo consigo el manto que formaban las lejanas
estrellas. Algunas nubes deseaban adornar aquel paisaje celeste que a Yuna le
pareció propio de un sueño, pero el viento que de vez en cuando soplaba
atravesando el bosque las alejaba, las deshacía, jugaba con ellas hasta
convertirlas en una lluvia de vapor áureo.
El poblado en el que Anwon vivía se asemejaba mucho al
que había visto nacer y crecer a Yuna. Las casas que lo componían estaban
hechas de madera y piedra y se alineaban formando calles por las que era muy
cómodo caminar, calles cubiertas por la arena de los bosques. Los árboles
protegían aquellos hogares que el cielo también teñía de oro en aquellos momentos.
Parecía como si aquel rincón del mundo estuviese hecho solamente de atardecer.
Yuna captó el olor del humo, de la comida cociéndose y
también el de algunas hierbas vueltas infusiones templadas. De algunas casas
que tenían las ventanas y la puerta abiertas, se escapaban risas, voces
desconocidas, palabras que, aunque estuviesen pronunciadas en el idioma que
Yuna hablaba, le parecían emanar de un mundo muy lejano al suyo; un mundo que a
la vez era cercano y accesible a ella. No era un mundo desconocido como lo
había sido el que habitaba Ondina y todas aquellas mujeres que creían en
aquellas diosas tan hermosas y a la vez extrañas para Yuna.
— Ésa es mi casa –le indicó Anwon señalándole una casa
pequeña con las paredes pintadas de blanco y gris–. MI madre estará haciendo la
cena.
— Tengo mucha hambre –le confesó Yuna sin saber lo que
decía.
Yuna estaba anonadada por la calma que reinaba en
aquel lugar; una calma que en absoluto se parecía a la que había inundado el
poblado de Ondina. Aquella serenidad la acogía, le hacía creer que su mundo no
había desaparecido y además la ayudaba a confiar más en su posible futuro. No
obstante, Yuna supo enseguida que su futuro tampoco podía estar entre aquellas
gentes desconocidas, porque ella no debía depender de la amabilidad de otros
seres. Ella debía construirse su propia vida, su propio bienestar…
— Mira, ahí viene Maebe –le comentó Anwon extrayéndola
bruscamente de sus pensamientos; los que ya habían comenzado a desalentarla.
Al ver a Maebe caminando hacia ella, Yuna sintió que
regresaban a su memoria todos los recuerdos de su vida pasada. Vio en Maebe el
rostro de su madre y, al mirarla a los ojos, creyó oír su risa, la voz de su
padre llamándola y también pudo aspirar el olor a castañas asadas, a infancia,
a cobijo, a hogar. Maebe portaba en su figura, en su apariencia y en su modo de
andar el vestigio de aquel pasado del que Yuna no deseaba olvidarse nunca.
Maebe era la prueba de que su mundo sí había existido.
Maebe era alta, con la piel pálida, con los ojos grandes
y muy negros, tan negros como la noche más oscura, y su cabello largo y
nocturno en marcaba su bello rostro. Yuna siempre creyó que Maebe era la mujer
más hermosa que jamás había visto. Era muy delgada, pero sus brazos y sus
piernas contenían una fuerza que la ayudaba a no agotarse nunca. Caminaba
serenamente, sin hacer ruido, y prácticamente siempre portaba vestidos oscuros
que realzaban la esbeltez de su precioso cuerpo. Era cinco años mayor que Yuna,
pero Yuna siempre tuvo la impresión de que en el interior de aquella mujer
vivía una niña reprimida que nunca pudo ser niña, que no disfrutó plenamente de
la infancia ni de la inocencia que otorgan esos valiosos años que sirven como
cuna del carácter que después cada persona debe desarrollar.
— Yuna –la llamó Maebe con su aterciopelada y sosegada
voz–, siento mucho lo que ocurrió.
Maebe se expresaba con una calma que contrastaba,
muchas veces, con los sentimientos que le brotaban de la mirada. Yuna creía que
Maebe siempre estaba triste. Nunca la había visto sonreír.
— No sabes nada de ellos, ¿verdad? –le preguntó
intentando que su voz no reflejase la pena que le oprimía la garganta.
— No sé nada de ellos porque me marché justo el mismo
día en el que tú emprendiste tu viaje. Ayer regresé a tu poblado y entonces...
— No sabes nada tampoco.
— No sé nada, pero no te desanimes. Los buscaremos.
Maebe no sonreía prácticamente nunca, pero, en
aquellos momentos, Yuna creyó detectar en su honda mirada el atisbo de una
tímida y esperanzadora sonrisa; pero aquella visión fue tan efímera como una
estrella fugaz.
— Ven, debes de estar hambrienta.
— Maebe, me gustaría contarte lo que me ocurrió ayer.
Creo que te interesará mucho –le dijo de pronto esperanzada.
— Por supuesto. me interesa cualquier cosa que quieras
explicarme –le ofreció empezando a caminar junto a ella.
Yuna sabía que Maebe sentía mucho interés por otras
culturas muy distintas a la que ella había conocido desde su nacimiento. Intuía
que le despertaría una inmensa curiosidad conocer las creencias de Ondina y de
las mujeres de aquel silencioso poblado. De pronto, Yuna creyó que Maebe había
nacido en el lugar equivocado. Ella era tan queda como Ondina e incluso le
pareció, súbitamente, que Ondina se hallaba de nuevo a su lado, corporeizada en
Maebe. Quizá Maebe sí pudiese adorar con toda su alma a aquellas diosas tan
especiales.
La madre de Anwon y de Maebe la recibió con un cariño
que a Yuna le llenó los ojos de lágrimas. Se sintió tiernamente acogida en el
dulce abrazo que aquella mujer tan cariñosa le entregó. La besó en la frente y
le pidió que nunca dudase en solicitarle cualquier cosa que necesitase. Yuna
encontró en los ojos de aquella mujer el reflejo de la bondad de la gente de su
pueblo.
Cenó con calma y mucho apetito. El cocido de verduras
y hortalizas que le sirvieron le pareció la comida más exquisita que había
probado en su vida.
Cuando terminó de comer el postre, entonces Maebe le
propuso salir a dar un paseo bajo las estrellas. Yuna, entonces, mientras
caminaba sosegadamente junto a Maebe, le explicó todo lo que había vivido desde
que había emprendido aquel viaje que, aunque hubiese sido infructífero,
posiblemente le había salvado la vida.
Maebe la escuchó con mucho interés. Cuando Yuna
terminó de relatarle todo lo que había vivido antes de encontrarse con Anwon,
entonces se instaló entre ellas un silencio aterciopelado que Yuna no se
atrevió a romper. Al fin, Maebe dijo:
— Es probable que conozca a Ondina.
Y ya no dijo nada más sobre el tema.
La noche se
expandía sobre aquel pequeño mundo, escondido del resto de la Humanidad por
aquellas imponentes montañas áridas, de laderas imposibles que parecían
desembocar en el centro de la Tierra misma.
Maebe se
deslizaba en silencio por aquellas desiertas calles, compuestas por casas de
las que brotaban aquellos sonidos de vida, tan alegres, tan llenos de
complicidad. Maebe caminaba sin mirar a ninguna parte, sólo fijándose levemente
qué tenía ante ella para esquivar sigilosamente cualquier obstáculo; pero
parecía como si ella no anduviese guiándose por sus ojos, sino por su alma,
como si conociese de memoria todos los rincones de aquel poblado que era su
pequeño hogar. Yuna iba junto a ella sin atreverse a romper aquel inhóspito
silencio que las envolvía. Pensó entonces que estaba cansada de que el mundo
pareciese callado. Ella necesitaba hablar e incluso gritar su desgracia.
Necesitaba pedir ayuda alzando brutalmente su voz. Así pues, interrumpió
aquella falta de palabras sin importarle que a Maebe le apeteciese
permanecer callada.
—
Quiero encontrar a mi familia. Estoy segura de
que siguen vivos. Me gustaría que me ayudaseis, pero entenderé que no podáis
hacerlo.
—
¿Quién te dijo que no pueda hacerlo?
—
No quiero suponer ningún problema ni ninguna
molestia.
—
¿Por qué piensas que eres una molestia? Eres
parte de nuestra familia y tus padres y tus hermanos también son nuestra
familia. Nosotros también queremos encontrarlos y saber lo que ocurrió.
—
Sí, pero...
—
Te ayudaré, Yuna, pero tienes que confiar en mí y
también aceptar la posibilidad de que no los encontremos por muchos esfuerzos
que dediquemos a buscarlos. Has de estar preparada para cualquier cosa.
—
Lo estoy. Llevo... creo que dos días pensando
que los había perdido para siempre, pero ahora estoy segura de que no están
muertos. Si pensase que están muertos sin haberlos buscado antes, estaría
matándolos en vida. ¿No crees’
—
Lo creo, sí. Es cierto.
—
¿Qué podemos hacer?
—
Primeramente, tenemos que volver a tu poblado y
buscar, entre los escombros, alguna señal que nos indique qué fue de ellos, a
dónde fueron, si quedan objetos suyos que nos puedan orientar. Si no
encontramos nada, entonces me temo que tendremos que recorrer casi todos estos
bosques en busca de alguna señal que hubiesen podido dejar a su paso. No
obstante, no podemos emprender este viaje solas. Necesitamos ayuda, una ayuda
muy especial.
Maebe se
expresaba como si solamente ella se escuchase a sí misma. Parecía hablarle a la
noche silenciosa y oscura. Yuna se fijó en que casi no había luces a su
alrededor que les iluminasen el camino y que llevaban andando sin advertir qué
las rodeaba desde que habían salido de la casa de Maebe. En ese momento, Yuna se
percató de que la noche se había henchido de una tristeza que le apretaba el
alma. Las palabras que Maebe lanzaba al silencio chocaban con su corazón,
haciéndolo temblar. Maebe trataba de expresarse sin sentimientos para que sus
palabras sonasen alentadoras y esperanzadoras, pero también realistas, y el
efecto que su hablar causaba en el alma de Yuna era mucho más profundo que la
noche inquebrantable que las envolvía.
Entonces se
detuvo de súbito sintiendo que empezaba a faltarle el aire. Maebe también se
paró junto a ella. Yuna no quería que la tocase. Le parecía que la tristeza de
Maebe flotaba a su alrededor como unas nieblas húmedas y espesas y temía que,
si la tomaba de la mano, esa pena tan honda se le adentraría irreversiblemente
en el alma hasta arrancarle los pequeños destellos de esperanza que aún
palpitaban en su corazón.
Yuna notaba que
Maebe la observaba con sus ojos profundamente negros y brillantes, grandes y
expresivos. Maebe la miraba con interés, pero también con calma, como si
entendiese ese momento mejor que nadie y le diese tiempo a Yuna a aceptar la situación
en la que se encontraba.
La noche se
extendía ante ellas, cada vez más oscura, oculta tras las brumas que a Maebe le
manaban de la mirada, del alma, de la piel. Era como si ella fuese la
corporeización de la tristeza. Yuna no pudo retener las palabras que de pronto
le habían llenado la mente y que le presionaban los labios como si tuviesen
materia y se inflasen alimentadas por el aire de la noche.
—
Maebe, ¿por qué pareces siempre tan triste?
Cuando te vi por primera vez teniendo solamente cinco años, creí que te acababa
de ocurrir algo terrible. Le pregunté a mi madre qué te pasaba, pero ella no
supo contestarme. Luego, años después, en otra ocasión en la que volviste a mi
poblado, seguías pareciéndome muy triste. Quise preguntarte qué te sucedía,
pero no me atreví porque eres tan silenciosa y reservada que cuesta mucho
acercarse a ti. ¿Por qué estás así, tan alicaída?
Maebe miró
asustada a Yuna. Yuna percibió, entre las sombras densas de la noche, que los
ojos de Maebe se habían llenado de incomodidad e incluso culpabilidad. Un
silencio extenso e inquebrantable se instaló entre ellas y Yuna se sintió de
repente tan arrepentida por haber sido tan grosera que, sin poder evitarlo, se
acercó a Maebe y la tomó delicadamente de la mano, apretándosela después con
ánimo y cariño. Entonces prosiguió:
—
No quiero ser descortés contigo. Quiero que me
hables de ti. Eres parte de mi familia y no te conozco en absoluto. Quieres
ayudarme, pero yo nunca te he ayudado a ti y ni siquiera sé si puedo hacerlo.
Quiero que seamos amigas, no sólo primas lejanas. Realmente no sé qué eres para
mí, pero sólo necesito que confíes en mí. Si confías en mí, entonces me
resultará más sencillo confiar yo en ti.
—
Ahora yo no importo, Yuna. Quien importa es tu
familia. Ellos son los que necesitan ayuda, no yo. A mí no puedes ayudarme de
ninguna manera. Nadie puede hacerlo. Créeme, durante toda mi vida, intenté
buscar ayuda en muchos remedios y personas sabias, pero jamás nadie ha podido
ayudarme. Ahora no es momento de hablar de esto. Te lo explicaré en otra
ocasión.
—
Pero, al menos, podrías...
—
No, Yuna. Te aseguro que conocer mi historia no
te ayudaría en absoluto a concentrarte en buscar a tu familia. Es preciso que
reúnas toda tu energía ahora. Tienes que ser fuerte, Yuna. Es probable que
vivamos momentos muy duros y ahora mi situación no es relevante. Lo único que
haría si te abriese mi corazón sería entorpecerlo todo.
—
Pero también tienes derecho a que te apoyen, a
que te escuchen si necesitas hablar.
—
No, yo no merezco nada de eso, Yuna. Créeme,
ahora no procede que hablemos de mí. Yo también quiero olvidarme de mi propia
vida. Necesito ayudarte para sentir que merece la pena que esté en este mundo.
Quiero entregarme a esta búsqueda con toda mi alma para que, al menos, mi
existencia sirva para algo. Puede que esto te parezca algo egoísta, pero te
aseguro que en absoluto es así. No busco realizarme a través de tu desgracia.
Sólo quiero hacer algo útil por los demás antes de... de...
Maebe se quedó
en silencio, más en silencio si cabía, y cerró los ojos con fuerza. Una certeza
flotó entre Yuna y Maebe, potente y devastadora. Yuna quería preguntarle por
las palabras que había dejado en el aire, pero no se atrevió. Supo que éstas
eran mucho más duras que la realidad en la que se hallaban atrapadas.
—
Creo que deberíamos volver —dijo Maebe de
súbito, abriendo lentamente los ojos. Yuna se fijó en que la mirada de Maebe
brillaba como si hubiesen caído las estrellas en sus ojos—. Se hace tarde.
Tenemos que descansar para que mañana nos sintamos preparadas para emprender la
búsqueda de tu pasado. Vayamos a casa, Yuna.
Yuna se había
quedado embelesada, detenida en un instante que se había apoderado de su
corazón. Al ver la profunda, brillante y tierna mirada que Maebe le había
dedicado, el corazón se le había encogido dentro de su pecho. No entendía lo
que le estaba ocurriendo con aquella mujer misteriosa que tanto se desvivía por
ayudarla. Sólo supo que, en aquel momento, había nacido entre ellas una
conexión potente que se fortalecería con el paso de los días, a medida que
fuesen viviendo la tristeza y la desesperación juntas.
Volvieron a casa
en silencio. Ya se habían dirigido demasiadas palabras aquella noche. Maebe
parecía emocionada y agotada y Yuna notaba en esos momentos todo el cansancio
que se acumulaba en su alma después de casi un día entero corriendo a través
del bosque, de las montañas, del viento, al encuentro de aquel llamado que le
había entregado una nueva oportunidad para buscar su pasado.
Aquella noche estuvo
llena de pesadillas. Yuna soñó que una enorme fiera de color rojo se lanzaba
sobre ella, apresándola entre sus poderosas garras. Su aliento era ardiente,
como si estuviese hecho de lava, y la fiera la miraba con ojos terribles. Yuna
quería gritar, pero tenía una gran piedra sobre su rostro. Se asfixiaba. No
podía respirar ni susurrar porque la piedra y el humo que brotaba de aquella
horrible criatura le arrebataba el aire.
Una mano cálida
y cariñosa le agitaba el hombro, pero Yuna no reaccionaba. Seguía intentando
gritar y respirar. Entonces oyó que alguien la llamaba con dulzura,
pronunciando su nombre queda, pero intensamente. Abrió los ojos desorientada,
sintiendo que todavía le costaba respirar, sin poder quitarse de los ojos las imágenes
de aquella espantosa pesadilla.
Maebe estaba a
su lado, aguardando su despertar, tomándola de las manos, mirándola con
ternura. Yuna vio que, tras Maebe, ya despuntaba el alba. Se preguntó cómo era
posible que la noche hubiese pasado tan rápido.
—
Estabas teniendo una pesadilla. Querías gritar,
pero algo te lo impedía.
—
Gracias por despertarme. Estaba siendo terrible
—le confesó Yuna con la voz quebrada.
—
¿Qué soñabas?
Cuando Yuna le
narró su terrible sueño, entonces Maebe dejó de mirarla, entornó los ojos y
permaneció unos segundos en silencio, pensativa y preocupada.
—
Aquella bestia era el fuego que devoró tu
poblado —le confesó volviendo a mirarla con dulzura—. El fuego es destructivo y
cruel. Tenemos que descubrir quién incendió tu aldea.
—
¿Cómo sabes que fue intencionado?
—
Lo sé. No es necesario que nadie me lo diga.
Maebe se había
expresado con una gravedad que Yuna nunca le había oído en la voz.
—
Tengo que contarte algo, Yuna; pero lo haré
dentro de unas horas, cuando nos hallemos caminando hacia tu poblado. Ahora es
preciso que descanses un poco más.
Yuna no pudo
volver a dormirse. Continuamente le volvían a la mente las palabras de Maebe.
Plantearse la posibilidad de que el incendio que le había arrebatado su
presente hubiese sido intencionado le destrozaba el corazón. Pensarlo le dolía
como si ella misma se estuviese clavando un puñal en el alma. No quería llorar
antes de conocer la verdad, pero no pudo evitar que los ojos se le llenasen de
lágrimas continuamente, sin tregua, como si por dentro de ella hubiese un río
desbocado que pugnaba por liberarse de los diques que lo contenían.
“Maebe me
ayudará” se dijo intentando calmarme. “Ella es sabia y parece conocer mucho más
detalles que yo. Ha viajado mucho más que yo, ha visto otras culturas e incluso
creo que ha estado en contacto con el mundo que queda más allá de las montañas.
He de confiar en ella”.
La mañana llegó
dorando los campos y las calles del poblado. El profundo silencio de la noche
se quebró en mil sonidos de alegría y vida. Todos los habitantes de la aldea
salieron de sus casas en busca de comida, de agua o del frescor de la mañana. A
través de las ventanas del hogar de Maebe, Yuna vio cómo las mujeres del
poblado cargaban sobre sus cabezas cestos llenos de ropa, de comida, de frutas,
de leche. Pensó que en aquel rincón del mundo se desempeñaban muchas más tareas
que en el lugar en el que ella había nacido y vivido.
—
¿Adónde van con esos cestos llenos de comida?
—le preguntó Yuna a Maebe mientras desayunaban frutas y leche fresca—. Tu
hermano y tu madre tampoco están. ¿Adónde fueron?
—
Van al mercado. Allí venden las frutas que no
van a comer. Las mujeres que llevan ropa en los cestos van a lavar al río —le
contestó Maebe con calma, como si hubiese explicado aquello muchas veces. Había
falta de interés en su voz—. Yo tendría que haber ido con ellos, pero me hallo
en otras circunstancias.
—
Pero ¿ellos no van a venir con nosotras a buscar
a mi familia?
—
No, Yuna. Ellos no pueden venir con nosotras.
Creía que lo sabías —se excusó sin mirarla a los ojos.
—
¿Por qué? yo creía que...
—
Verás, Yuna, este poblado no es tan seguro como
el tuyo.
—
Como lo era el mío —la corrigió Yuna
decepcionada.
—
Como lo era el tuyo. Lo siento.
—
¿Por qué?
—
No podemos dejar los hogares abandonados,
cerrados. Es probable que, cuando volviésemos, alguien se hubiese apoderado de
todo lo que era nuestro.
—
¿Cómo? Eso nunca habría ocurrido en mi poblado.
—
Por eso acabo de decirte que esta aldea no es
tan segura como la tuya, Yuna. Estamos expuestos a más peligros. Este poblado
queda cerca de otro país donde en absoluto tienen costumbres parecidas a las
nuestras. Aquí tenemos el fin de nuestro mundo.
—
pero las montañas...
—
¿Qué montañas? Hay humanos a los que ni siquiera
las montañas pueden detener.
—
No puedo creer que haya personas capaces de
quitarles a los demás lo que les pertenece.
—
Las hay y eso no es lo peor que pueden hacer.
Yuna notó que se
le partía el alma.
—
Tenemos que prepararlo todo para el viaje. Tu
aldea queda a más de dos días de aquí. No podemos ir caminando porque entonces tardaríamos
más de tres días y no creo que sea conveniente que nos demoremos tanto. Tenemos
que encontrar los vestigios de la vida de tu familia y de tus vecinos antes de que...
—
Antes de ¿qué, Maebe? por favor, no me ocultes
información.
—
Antes de que lo encuentren otros.
—
¿Otros?
—
Bueno, no es precisamente encontrar. Antes de que
otros lleguen a esos lares y puedan destruirlos todavía más.
—
Maebe, ¿qué sabes?
—
Sé demasiado, Yuna. Sé tanto que me gustaría no
saber. Me gustaría olvidar e ignorar, créeme.
La voz de Maebe
había sonado trémula y lluviosa.
—
Lo siento. Me siento tan alterada y decepcionada
que no domino mis sentimientos ni mis palabras. Perdóname. Estoy siendo grosera
contigo.
—
No, en absoluto. Estás siendo como en estos
momentos te sale ser. No tienes que disculparte por mostrar tus emociones. Yo
sé que no estás decepcionada ni enfadada conmigo, sino con la situación —le
expresó mientras recogía la mesa, ponía a remojar los cubiertos y tazas que
habían utilizado y los lavaba enseguida frotando con plantas aromáticas—. No
tardaremos en irnos.
—
Escucha, Maebe, dijiste que no iríamos andando a
mi aldea. ¿Cómo nos desplazaremos, entonces?
—
Con yeguas. ¿Alguna vez has montado a caballo?
—
¿A caballo? —preguntó Yuna entusiasmada.
—
Sí, a caballo —le contestó Maebe sonriéndole por
primera vez en su vida, creyó Yuna.
Y qué sonrisa
tan bonita tenía. Era una sonrisa franca, brillante, bondadosa y tierna. Los
ojos se le entornaron cuando arqueó los labios y su rostro quedó iluminado por
una luz muy cálida que se expandió por toda la casa.
—
Nunca he montado a caballo. Tendrás que
enseñarme —le confesó con timidez, pero también alegre, contagiada por la
sonrisa resplandeciente de Maebe.
—
Ah, es muy sencillo. Lo más importante es
conectar con la yegua —le explicó mientras frotaba los cubiertos con un paño—.
Si el animal confía en ti, entonces ya tienes medio camino recorrido. Después,
sólo tienes que dejarte llevar por ella y sientes que vuelas a través del
viento. Te sientes libre, al fin. Es una sensación tan hermosa...
Maebe hablaba de
forma ensoñadora. Era la primera vez que Yuna la oía expresarse de ese modo.
Descubrió entonces que el alma de Maebe estaba llena de ternura y de magia.
Había algo en su voz que le apretaba dulcemente el corazón y que la emocionaba.
Parecía como si Maebe se refiriese a algo más trascendental que simplemente correr
por el bosque a lomos de una yegua.
—
Te gustará mucho. También es bonito desplazarte
por ti misma, corriendo lo más velozmente posible, pero nosotras nos agotamos
muy rápido.
—
Yo ayer corrí durante horas por el bosque cuando
oí el llamado de tu hermano.
—
Sí, pero en ese momento no era tu cuerpo el que
te proporcionaba tanta energía.
—
¿Y quién era, entonces?
—
Era la Naturaleza, la Naturaleza en mayúsculas.
No era el bosque, no eran las montañas ni el viento. Era el espíritu de todos
ellos.
—
tienes tanta razón... Yo así lo sentía.
—
Entonces no cabe duda de que era así. Siempre
escucha y cree lo que te dice tu alma.
—
Gracias.
—
Gracias a ti. Hace mucho que nadie me escucha
como lo haces tú, no sólo con atención, sino también con cariño.
Maebe había entornado
los ojos intentando ocultarle a Yuna que se le habían llenado de lágrimas. Se
volteó antes de que Yuna pudiese atisbar la emoción esparcida por todo su
rostro.
—
Tenemos que preparar lo que necesitaremos para
el viaje —le habló al cabo de unos segundos. Su voz sonó más queda y contenida.
Yuna supo que Maebe luchaba contra la emoción que le apretaba la garganta—.
Cogeremos algo de ropa y comida.
—
Yo no tengo nada más que esta túnica y estos
mantos —le expresó Yuna desolada, recordando de súbito que había perdido
absolutamente todo lo que había tenido.
—
No te preocupes por nada. Todo lo que perdiste
en el incendio es reemplazable. Lo único que no se puede reemplazar es la vida.
Aquellas
palabras le golpearon el corazón a Yuna. Notó que le subía por el pecho una
emoción incontrolable. Jamás le habían dirigido unas palabras tan sabias y
reales. Nunca había sido consciente de aquella verdad tan absoluta que Maebe
acababa de compartir con ella.
—
Vaya, me parece que hoy nos despertamos las dos
bastante sensibles —le sonrió Maebe retirándose una lágrima que pugnaba por
escaparse de sus ojos negrísimos, nocturnos y expresivos. Era la segunda vez
que Yuna la veía sonreír, pero aquella sonrisa era distinta a la anterior,
menos brillante, pero más hermosa—. Preparemos ya nuestro pequeño equipaje
antes de que sea más tarde.
Salieron del hogar
de Maebe cuando el sol derramaba su cálida y potente luz sobre las casas, las
montañas, el bosque. Maebe condujo a Yuna hacia unas cuadras de madera donde
aguardaban, pacientes e ilusionadas, dos yeguas preciosas.
—
Ella es Litzia —dijo Maebe señalando una yegua
blanca con los ojos grandes y verdosos—. Es mi yegua. La que está a su lado es su
hermana Unse. Es muy importante que los nombres de ambas tengan un sonar tan
distinto para que no haya confusión cuando las llamemos.
Unse era
preciosa, también. Era blanca y gris. Tenía los ojos más pequeños que su
hermana y una crin brillante, con vetas grises que contrastaban con el blancor
de todo su cuerpo.
—
Hola, Unse —la saludó Yuna acariciándola con
cuidado para no asustarla ni intimidarla—. Soy Yuna. Espero que seamos muy
buenas amigas.
Unse la miraba
con curiosidad e interés. Entornaba los ojos, luego volvía a abrirlos
nítidamente, brillantes y calmados. Cuando Yuna le habló, agachó la cabeza y
resopló simpática. Yuna rió con dulzura y miró de reojo a Maebe. Vio entonces
que Maebe volvía a sonreír tranquila y encantada. Yuna se sintió afortunada por
lograr que Maebe sonriese tantas veces en tan poco tiempo.
—
Le caes bien —le dijo Maebe cariñosamente
mientras acariciaba a Litzia—. Tienes que ir poco a poco con ella para no
asustarla. Lo primero que haremos será caminar tomándolas de las bridas hasta
que lleguemos a lo profundo del bosque. Es preciso que Unse note que puede
confiar en ti, que caminas llevándola con decisión. También fortaleza. No
temas. No es conveniente que noten que tienes miedo o te sientes insegura, al
contrario. Ellas buscan que estemos serenas y confiadas a su lado.
—
Lo entiendo.
Dirigiéndose
hacia el bosque, dieron un paseo calmado y ágil. Las yeguas caminaban también
con pausa, pero fijándose en todo lo que ocurría a su alrededor. En esos
momentos, Yuna se dio cuenta de que, pese a la tristeza que le anegaba el
corazón, se sentía feliz. Confiaba en que aquella emoción la ayudase a ser
fuerte y creyó que, si no se dejaba vencer por el desaliento, podría encontrar
a su familia dondequiera que estuviese.
2 comentarios:
Es sorprendente lo que pueden cambiar las cosas de un capítulo a otro. Me encanta esos cambios de personajes, de mundos, de culturas. Es divertido. Maebe me cae muy bien, y a diferencia de Ondina, no me despierta desconfianza (aunque la pobre Ondina tampoco ha hecho nada para merecer desconfianza). Me gusta su poblado, su gente y su forma de pensar. Han sido muy hospitalarios con Yuna y para nada es una molestia para ellos. Ondina me parece misteriosa, inteligente,fuerte, mística y algo perturbadora, pero Maebe me transmite otras cosas. Parece delicada, triste y soñadora. Parece que tiene buen corazón y creo que sus intenciones son transparentes, pero todo esto son solo sensaciones, que me puedo equivocar perfectamente. Maebe oculta traumas personales, secretos que no quiere desvelar, pero también creo que sabe mucho más de lo que dice. Espero que nos lo aclare en el próximo capítulo. No sé, pero me ha dado la sensación de que entre ellas han saltado chispas...aunque a lo mejor soy yo, que quiero ver donde no hay jajajaja. Ella tiene claro que lo que le ocurrió a la aldea de Yuna no fue un accidente. Eso que cuenta de personas que cruzan las montañas, pertenecientes de otros lugares y que no son precisamente buenas personas, me hace temer lo peor. A ver como les va en su viaje al poblado de Yuna, con esas dos yeguas tan bonitas (¡dan ganas de tener un caballo!jajaja). ¡Espero que muuuuchas ganas la continuación!
Es curioso cómo Ondina no está presente en el capítulo pero a la vez su presencia se deja notar, y qué verdad es que a veces un silencio es más expresivo que las palabras, porque cuando Maebe dice que "tal vez" la conozca se crea una especie de abismo que queda ahí, en suspenso. Ahora ya sabemos más, sabemos que hay peligros, que hay vecinos peligrosos, me los imagino como una especie de bárbaros, y que frente a una cultura que parece pacífica y naturalista existe otra conquistadora y arrasadora, me pregunto cómo se defiende en los pueblos de Ondine, Maebe y Yuna, aunque el de Yuna aparezca como misteriosamente protegido, ¿bastan esos dos días de distancia a la frontera para que se salven con tanta facilidad? Pero el hecho es que Yuna no ha visto un ataque en todos sus días de vida; por cierto que es esta hipótesis, la del ataque, la que gana fuerza, también me he acordado de mi librito de continuación de El Señor de los Anillos, que empezaba así, con un habitante de un poblado regresando a casa y encontrándose la aldea destruida y quemada, aunque ahí sí que había cadáveres, parece que Yuna no encontró ninguno, que mira, al final es mejor así porque deja espacio para la esperanza.
La relación entre Maebe y Yuna es completamente distinta de la que se estableció con Ondina, aunque ambas sean amistosas, pero al complicidad entre las dos primeras nada tiene que ver con la otra; y en la escena con las yeguas, que por cierto es preciosa, queda más que patente. Nos queda ver cómo transcurre ese pequeño viaje hasta la aldea de Yuna y qué descubren en él, ojalá algo bueno, no me gustaría nada que todo quede una matanza absoluta pero bueno, conociéndote eres capaz de que haya un alud de piedras y no quede títere con cabeza jajajajajajajajajjajajaja, bueno, sigo adelante, la historia es muy bonita.
Publicar un comentario