CAPÍTULO 3
¿PUEDES OÍR MI LLAMADO?
Todo había
desaparecido. No había más que oscuridad a su alrededor. La oscuridad, incluso,
eran unos brazos tiernos que la protegían de cualquier mal o dolor; pero de
pronto abrió los ojos sintiendo que los párpados le pesaban como si se le
hubiesen convertido en hierro. No reconocía dónde se hallaba y tampoco podía
recordar los últimos momentos que había vivido antes de dormirse. Mas entonces
supo que no se había dormido, que el estado en el que había permanecido sumida
ni siquiera se asemejaba al sueño más profundo. No había estado en el mundo de
los sueños. La nada que la había acogido en aquel abrazo vacío no pertenecía a
la onírica tierra en la que la consciencia mora durante la noche.
en su mente,
sólo había confusión y desorientación. En su corazón había comenzado a nacer un
incipiente miedo que enseguida se le esparció por todo su ser, como si el
desconcierto que la dominaba lo hubiese alimentado, y deseó huir de allí, deseó
alzarse de donde estaba tumbada y correr hacia los brazos de la noche. Sí, sabía
que era de noche, pero la oscuridad no la asustaba, pues la aterraba más no
poder recordar, no poder saber dónde estaba, no poder intuir lo que iba a
ocurrirle; pero entonces notó una mano cálida en la suya y una presencia
acogedora y protectora.
Ondina estaba a
su lado, esperando pacientemente el momento en el que ella despertase, y
únicamente las rodeaba la soledad más aterciopelada. El silencio que se
acumulaba en los rincones de la estancia en la que se hallaban cantaba muy
alto, de modo ensordecedor, agotando las palabras, callando los sonidos de la
noche. Parecía como si el mundo entero se hubiese quedado sin voz, como si ya
no hubiese nada en la Tierra, sólo ese instante que semejaba eterno e
indestructible.
Yuna ansió decir
algo, pero no sabía qué palabra podía romper aquel silencio que tanto la
intimidaba y además tenía la sensación de que cualquier sonido podía herirla
hasta en lo más profundo del alma. Incluso estaba convencida de que ella no
tenía derecho a destruir ese silencio en el que Ondina la protegía.
Entonces,
inesperadamente, una serie de imágenes inconexas le inundó la mente. Se vio a
sí misma corriendo desorientada por el bosque, bañándose después en el
caudaloso río que había humedecido su vida, posteriormente caminando por unas calles
desiertas y, por último, cantando junto a unas mujeres que no conocía en un
templo muy bonito lleno de misticismo y soledad.
Tuvo la
sensación de que esos recuerdos no le pertenecían y, de nuevo, ansió huir de
allí, correr lejos, muy lejos, hacia algún lugar en el que nadie la conociese,
en el que nadie pudiese conocerla, en el que nadie pudiese encontrarla jamás y
en el que no experimentase ni la menor sombra de terror ni inseguridad. Ella,
que siempre había sido tan valiente y fuerte, se creía inútil, se percibía
frágil y débil como una flor tímida que nace cuando ni siquiera la primavera ha
avisado de su llegada.
Unas intensas
ganas de llorar, inoportunas e inexplicables, le presionaron la garganta y notó
que los ojos se le llenaban de lágrimas. Volteó la cabeza para que Ondina no se
apercibiese de que estaba llorando, pero entonces supo que Ondina era una mujer
muy intuitiva que podía adivinar con mucha facilidad los sentimientos de las
personas que se hallasen junto a ella. Por lo tanto, era absurdo que quisiese
esconderle su llanto.
Se acordaba de
Ondina porque su mano le transmitía la energía que había sentido al encontrarse
con ella por primera vez, porque aquel contacto le hacía saber que entre ellas
dos existía una especie de lazo que ella no sabía nombrar y porque no podía
olvidar que había sido la primera persona que le había ofrecido un lugar en el
que ampararse de la soledad.
—
¿Dónde estoy? –se atrevió a preguntar al fin,
con una voz débil inundada de llanto.
—
Estás en mi casa. caíste desmayada –le contestó
Ondina de forma enigmática. Yuna supo que Ondina no deseaba seguir hablando.
—
Necesito descansar.
—
Está bien. Por favor, confírmame que te
encuentras bien ya.
—
me encuentro bien. No preciso de nada, ni de tu
atención ni de la de nadie –le espetó sin controlar sus palabras. Se arrepintió
al instante de haber sido tan grosera, pero enseguida entendió que habían
hablado por ella la frustración y el miedo que experimentaba.
Ondina no le
dijo nada más. Le soltó la mano, se levantó de donde estaba sentada y salió de
la estancia en la que se hallaban sin hacer ruido. Cerró la cortina que
protegía aquel lugar del resto de la casa y entonces Yuna se quedó sola, a
solas con sus sentimientos y sus confusos recuerdos.
Entonces se
acordó, con mucha más viveza que nunca, de que lo había perdido todo, de que no
tenía nada y de que, posiblemente, su familia había desaparecido para siempre.
Era muy probable que nunca más volviese a ver a sus padres, ni a sus hermanos
ni a sus vecinos. Quizá el fuego los hubiese devorado a todos. Quizá las llamas
hubiesen acabado con el rastro de sus vidas.
Era la primera
vez que se planteaba la posibilidad de que todos sus seres queridos y conocidos
hubiesen muerto. Hasta entonces, solamente se había sentido capaz de aceptar
que su mundo se había desvanecido; pero pensar que todos los que la conocían habían
desaparecido para siempre era como lanzarse a las garras de una fiera feroz que
la trituraría con sus agresivas fauces, era clavarse a sí misma un infinito puñal
que destrozaría sus entrañas.
—
Pero tengo que aceptar que posiblemente no
volveré a verlos –se dijo casi inaudiblemente, ahogada por la tristeza que de
súbito se había convertido en su única realidad–. Nadie puede asegurarme que
ellos estén vivos. Es como si no hubiesen existido nunca, como si incluso la
naturaleza se hubiese olvidado de su aliento. No queda nada, nada de lo que yo
tenía... pero quiero buscarlos, quiero creer que aún respiran en mi mundo. No
es posible que esté tan sola. No me lo creo, no puedo creerlo.
Y aquellas
palabras le arrancaron del alma la última estela de valentía que todavía había
palpitado tímidamente en su ser. Comenzó a llorar como posiblemente nunca lo
hubiese hecho antes, sintiendo que el aliento se le iba, se le agotaba entre
sollozos profundos que agitaban todo su interior, notando que no cabía en su
corazón más tristeza. Tenía la potente sensación de que había comenzado a caer
por un abismo que no tenía fin, cuyo vacío la absorbía y la absorbía
atrayéndola hacia el centro de la nada. Lo único que podía captar a su
alrededor era oscuridad, asfixia y desesperación.
Y aquella crisis
tan triste y asfixiante duró demasiado tiempo. Alimentaban su tristeza los
recuerdos de todos los momentos que había vivido hasta entonces, el recuerdo de
sus seres queridos, de la risa de su hermana, de la sonrisa de su madre y de la
potente voz de su padre. Todo aquello parecía formar parte de un sueño. Qué
vacío se había quedado el mundo sin ellos, qué vacía era la vida si nadie podía
compartir con ella aquellos recuerdos, si no quedaba en la Tierra nadie que
conociese su voz y el significado de sus miradas.
Mas, de repente,
como si las lágrimas que no dejaban de brotarle de los ojos le hubiesen
transmitido aliento, notó que se instalaba por dentro de ella una tímida
esperanza que, incontrolada, comenzaba a crecer y a crecer en su alma, llenando
aquel vacío que había intentado devorar todo su espíritu. Entonces Yuna dejó de
llorar, alzó la cabeza, se limpió las lágrimas con las manos y miró a su
alrededor, como si hubiese despertado de un plácido y largo sueño.
—
tengo que buscarlos o, al menos, he de
asegurarme de que de veras no queda nadie de mi tribu –se dijo mientras se
levantaba de la cama de paja en la que había estado tumbada–. No puedo
desalentarme tan rápido sin haber luchado. Yo no soy así, Yo no era así.
Era cierto que
había recibido un golpe demasiado potente e hiriente, pero ella nunca había
sentido tanta desesperación. Nunca se había permitido caer, nunca, pues de su
fortaleza dependían muchas personas. Ella debía ser fuerte, siempre tuvo que
ser fuerte, y ahora era ella misma quien dependía de su valor para continuar
viviendo.
Pese a que en
aquel poblado la hubiesen acogido, aquel lugar no era su hogar. Ondina, aunque
se hubiese comportado tan bien con ella, no podía ayudarla siempre. Tenía que
marcharse, recorrer el mundo en busca de sus raíces, de sus recuerdos y de la
muestra de que su pasado había existido. Quizá fuese la última persona de su
tribu, pero al menos quería preguntarle al viento, a la naturaleza, a los
árboles y al cielo si de veras todos habían desaparecido, devorados por el
fuego, arrastradas sus cenizas por el silencio de la noche y el aire de la
madrugada.
Salió de la
alcoba en la que se había despertado intentando que sus pasos no resonasen en
el suelo de madera. temía alertar a Ondina. Aunque quisiese agradecerle su
ayuda, no quería encontrarse con ella. No se creía capaz de desvelarle que se
marchaba y que posiblemente nunca más volverían a verse; pero Ondina estaba
sentada a la mesa, mirando fijamente una vela cuyo pábilo temblaba tímidamente,
reflejándose su fulgor en las paredes vacías y silenciosas.
Yuna se quedó
detenida tras ella, mirándola con curiosidad. La luz de la vela reverberaba en
los oscuros ojos de Ondina y formaba haces plateados en sus mejillas. Estaba
silenciosa, como todo el poblado. Entonces Yuna supo que ella no había nacido
para vivir rodeada de tanto y tanto silencio. Aquel silencio le oprimía el
corazón, le arrebataba la energía, la convencía de que ni siquiera se merecía
hablar. Entonces entendió que había sido aquel silencio lo que tanto la había
desalentado, lo que había turbado su valentía. Sí, probablemente la
desaparición de su mundo también había colaborado en que estuviese tan desconsolada,
pero aquel silencio había ahondado sus heridas y había triturado su fortaleza;
aquélla que le había permitido dormir en el bosque, al amparo de los árboles y
acompañada por aquella serpiente que había velado su sueño.
Al acordarse de
aquel fiel animal, se preguntó si volverían a encontrarse o si, como sus seres
queridos, había desaparecido para siempre. De repente, una idea feroz y gélida
se le adentró en el alma. Se planteó la posibilidad de que aquella serpiente
fuese la reencarnación de alguna de aquellas personas que la querían tanto y
que la habían cuidado desde siempre. Acaso fuese su padre, su madre o alguno de
sus hermanos quien la había protegido con tanto cariño y lealtad; pero aquella
probabilidad le parecía tan emotiva y desgarradora que la desterró de su mente.
Se concentró en aquel momento y en lo que debía hacer a partir de entonces.
—
Ondina –la llamó intentando que su voz no
resonase demasiado en medio de aquel absorbente silencio–, Ondina, me marcho.
Ondina separó
desorientada y sorprendida los ojos de la vela y la miró como si no la
conociese, como si nunca la hubiese visto. En su mirada resplandeció una sombra
de disgusto, pero Ondina supo esconder aquella emoción bajo una sonrisa que
Yuna intuyó completamente fingida.
—
¿Y adónde vas?
—
Tengo que buscar a mi familia.
—
Pero ¿estás segura de que aún siguen vivos?
Probablemente...
—
Tengo que asegurarme de que han desaparecido. No
puedo darlos por perdidos sin haberlos buscado antes.
—
Te entiendo; pero, entonces, ¿qué ocurre con la
Diosa? Ella te ha acogido.
—
Ella no puede ser mi diosa, Ondina. Yo creo en
los seres elementales, en los espíritus del bosque.
—
Esas creencias no son incompatibles con las
nuestras.
—
Para mí sí lo son. Vosotros atribuís...
—
Nosotras –la corrigió con paciencia–. ¿O acaso no
te diste cuenta de que no había en nuestro templo ni un solo hombre?
Aquella pregunta
la desconcertó tanto que Yuna creyó que había olvidado todas las palabras que
conocía.
—
No hay hombres en vuestro poblado –susurró para
sí misma, incapaz de entender aquella realidad–. ¿Por qué?
—
Porque no los necesitamos para nada, Yuna –le
contestó levantándose de la silla y acercándose a ella. Yuna sintió un
escalofrío–. Los hombres no saben respetar a las mujeres y nosotras somos
capaces de hacer cualquier trabajo. Llevamos siglos existiendo de este modo.
—
Pero, entonces, ¿ninguna de vosotras ha sido
nunca madre?
—
Por supuesto que sí. Que no haya hombres en
nuestro poblado no significa que no tengamos contacto con ellos –se rió Ondina
de forma encantadora y sensual–. El mundo está plagado de hombres fuertes y
atractivos capaces de hacer cualquier cosa para conseguir el amor de una mujer.
Tenemos hijos, por supuesto que sí; aunque muchas de nosotras opta por no ser
madre nunca, como la Madre Cazadora. Sin embargo, me sorprende que creas que
los hombres solamente sirven para ayudarnos a tener hijos —se rió comedida.
—
Por supuesto que no creo eso... pero ¿qué ocurre
si alguna de vosotras da a luz un hombre? –le preguntó intimidada.
—
Lo enviamos al poblado de los sacerdotes. Allí
crecen los niños y después ellos toman el camino que deseen.
—
Pero separarse de un hijo debe de ser tan
doloroso...
—
Más doloroso es abandonar este poblado con
nuestro hijo en brazos y lanzarnos a las garras de un mundo desconocido.
—
En mi tribu, los hombres y las mujeres tienen el
mismo valor. nadie es más ni menos que otra persona y todos nos respetamos por
igual. No entiendo por qué afirmas que los hombres no saben aceptar la
fortaleza de una mujer.
—
En tu poblado puede que las cosas sean
maravillosas, pero en el resto del mundo no lo son, Yuna.
—
De todas formas, yo no puedo quedarme aquí.
—
Si es por nuestra Diosa...
—
Yo he crecido siendo amiga de los espíritus del
bosque, de los seres elementales y de los animales como lo fui siempre de las
personas. Para mí, no hay ningún ser superior ante el cual tengamos que
arrodillarnos. Sí creemos en nuestra Madre Naturaleza, pero ella es nuestra
madre y como tal debemos quererla, no rendirnos a su voluntad ni tampoco
creernos inferiores a su poder. Ella nos creó a todos para querernos también y
para acompañarnos en nuestra vida. Yo no puedo rendirle culto a un ser que sea
superior a cualquier vida, pues toda vida es importante y esencial para la
existencia de la Tierra.
—
Tus creencias no son erróneas, Yuna. Yo no te pedí,
en ningún momento, que te justificases ante mí. Eres libre. Ve donde te pida tu
corazón, donde te guíe tu alma; pero permíteme que te corrija en algo: nosotras
no nos creemos inferiores a nuestra Diosa, al contrario, nuestra Diosa y
nosotras somos parte de un todo y como tal la adoramos. Al venerarla, estamos venerando
nuestra propia vida porque la Diosa está en nosotras también, así como en cada
ser. Y nosotras sí creemos en los seres elementales, también, pues muchas veces
los invocamos en los rituales; de modo que no tiene sentido que pienses que
somos tan distintas. Que nuestras supuestas diferencias no sean la excusa que
explique por qué quieres irte. Encuentro que es natural y lógico que desees
marcharte para buscar los vestigios de tu pasado. Haz lo que creas que debes
hacer; pero regresa si notas que el mundo no te acoge, si tienes la impresión
de que, dondequiera que vayas, te persigue la soledad. Nosotras siempre
estaremos esperándote y te recibiremos cuando quieras volver.
—
Muchas gracias –susurró Yuna intimidada,
conmovida y avergonzada.
—
Puedes marcharte al amanecer. Ahora está muy
oscuro.
—
No, no. Quiero irme ya.
—
¿Tienes miedo a que te retenga de algún modo o
que te envenene? –le cuestionó Ondina riéndose sorprendida, pero Yuna intuyó
que estaba ofendida.
—
No, por supuesto que no. ¿Cómo piensas que...?
—
Sí, sí tienes miedo a que te encierre en mi
hogar y no te permita marchar. Está bien. Si no confías en mí, no tiene sentido
que permanezcas aquí más tiempo. Vete antes de que esa desconfianza que
experimentas hacia mí se instale definitivamente en tu corazón y te obligue a
desconfiar del mundo entero.
Ondina no
parecía sincera, pero Yuna no entendía por qué no creía en sus palabras ni
tampoco en el significado de sus miradas.
—
Gracias por haberme ayudado, Ondina –le dijo
tendiéndole la mano. Ondina se la apretó con cariño, pero se la soltó
enseguida.
—
Que la Diosa te acompañe. Bendiciones, Yuna.
—
Bendiciones, Ondina.
Cuando Yuna
salió de la casa de Ondina, tuvo la sensación de que el frescor de la noche la
acogía en su abrazo húmedo y aromático. Aquel olor a noches veraniegas, a rocío
y a hierba le hizo sentir viva y la convenció de que merecía muchísimo la pena
defender sus intereses, sus deseos y sus pensamientos.
Mas, entonces,
mientras caminaba por las silenciosas y extremadamente solitarias calles de
aquel poblado, cayó en la cuenta de que no tenía a dónde ir ni tampoco llevaba
consigo ningún alimento que pudiese ayudarla a mantenerse fuerte mientras
durase su búsqueda. Se lamentó de no haberle pedido a Ondina que le ofreciese
algunas frutas, pero también comprendió que no tenía sentido que Ondina la
ayudase en esas circunstancias, ya que aquel camino que estaba emprendiendo
solamente manaba de sus anhelos. Ondina ya no formaba parte de aquella senda ni
de aquel futuro que ni siquiera ella misma podía imaginarse.
Anduvo durante
un tiempo incontable por aquellas calles solitarias. el bosque recortaba el
cielo, creando un horizonte mucho más oscuro que la noche. Estaba segura de que
los árboles la acogerían, pero también tenía miedo a aquella hondísima
oscuridad.
Tenía la
sensación de que ni siquiera brillaban las estrellas. La noche estaba
silenciosa, como aquel poblado que parecía olvidado; pero aquellos pensamientos
no la detuvieron. Siguió caminando hasta que notó que quedaba atrás la última
casa del pueblo. Entonces recordó que la casa de Ondina estaba muy cerca de la
linde del bosque. Se preguntó por qué no había huido antes por aquella senda
que se veía desde las ventanas de su morada, pero dedujo que, antes de
marcharse para siempre, deseaba despedirse de aquel lugar que, a su modo, la
había acogido. Sabía que no volvería nunca más allí.
El bosque, tal
como ella había intuido, la abrazó con mucho cariño y la resguardó del intenso
silencio de la noche. Yuna sintió que se había adentrado en la tierra de su
memoria. El bosque, con sus sonidos nocturnos, con la presencia de los
poderosos árboles que lo poblaban, la había acogido como el hogar más
protector. El río susurraba allí a lo lejos y cantaban suavemente algunas aves
nocturnas que, sin querer turbar aquella eterna calma, cruzaban el cielo
buscando a sus seres queridos, tal como ella deseaba hacer también.
Entonces se
acordó de que ella conocía un modo de llamar a los miembros de su tribu. Existía
un grito inconfundible, que albergaba un reclamo ancestral, que ella podía
lanzar para que atravesase el silencio de la noche y llegase hasta quienes
formaban parte de su mundo.
Debía lanzarlo;
pero no se atrevía a hacerlo. El miedo a que nadie le contestase la detenía y
le impedía pensar con claridad. Entonces decidió que dormiría antes de quebrar
el silencio en busca de una respuesta que posiblemente nunca llegaría.
Buscó, entre los poderosos troncos de los árboles, un
lugar donde pudiese acostarse, donde el relente de la noche no acariciase su
piel hasta enfriar el calor que se albergaba en su cuerpo. Lo encontró
enseguida, pues aquel bosque tan hermoso estaba plagado de rincones íntimos en
los que era posible despegarse de la sensación de hallarse en otra realidad. Se
sentó entre raíces olvidadas y gruesas que se escondían entre altas y frondosas
plantas y entonces cerró los ojos para no seguir viendo la oscuridad, para
alejarse de la impresión de saberse tan sola en la noche.
Comenzó a pensar en sí misma, en su vida, en lo que
podía ocurrirle en el futuro si no era valiente. El viento, de vez en cuando,
cantaba junto a sus pensamientos y atenuaba la sensación de soledad que la
rodeaba. la naturaleza la acompañaba en aquel momento tan triste en el que lo
había perdido todo, en el que no tenía adónde ir ni tampoco sabía qué camino
debía seguir para encontrar la continuación de su existencia.
Se acordó de que había planeado lanzar el llamado
ancestral para comprobar si de veras todos los miembros de su tribu habían
desaparecido. Entonces recordó que su abuela le había explicado que aquel
reclamo llevaba existiendo desde hacía un número incontable de años. Era mucho
más antiguo que los árboles que poblaban aquella naturaleza que tanto amaban
todos. Era un grito que había vivido siempre, que se había transmitido de
generación en generación y de tribu en tribu. Su tribu no era la única que
había habitado en aquellos lares. Muchas antes habían llenado aquel lugar, le
habían dado vida y lo habían impregnado de sus creencias y sus leyendas
mágicas. Su tribu no era más que un pedacito de aquella cultura que tantos
misterios albergaba para quienes no la conocían realmente. Era una cultura muy
antigua que había sobrevivido al paso del tiempo y a las continuas amenazas que
habían llegado a aquellas tierras. Precisamente aquel llamado que ella deseaba
esparcir por el viento tenía su origen en un tiempo en el que las personas que
pertenecían a aquella antigua cultura debían buscar continuamente un hogar,
debían abandonar de pronto el que había sido suyo para procurarse protección en
rincones muy lejanos. En aquel tiempo en el que aquellas personas eran nómadas,
se ideó la forma de convocar a todas las tribus que pudiese haber por un
territorio desconocido. De ese modo, se habían unido muchos para crear
poblados, para defenderse en caso de peligro, para componer una enorme familia
que había atraído la prosperidad. Nadie sabía en qué instante de la Historia se
habían pronunciado por primera vez aquellas palabras que se traducían como:
¿puedes oír mi llamado? En los labios de quienes sabían hablar aquel idioma tan
antiguo, éstas sonaban largas, potentes e indestructibles. Había que
exclamarlas con una voz aguda que pudiese atravesar cualquier distancia, que el
viento pudiese transportar en su sonar y que las montañas pudiesen devolver sin
mutar ni un ápice su estridente sonido. El llamado debía expandirse limpio y
claro por la naturaleza, sin ninguna interferencia, sin que nada turbase la
nitidez de aquellas palabras que eran un reclamo, una manera de pedir ayuda y
compañía.
Yuna nunca se había encontrado en la necesidad de
lanzar aquel llamado, pues jamás había estado tan sola y, en las ocasiones que
había tenido que emprender un viaje, todos habían esperado su llegada allí
donde siempre se habían hallado. Además, Yuna siempre había caminado por el
mundo sintiéndose acompañada por sí misma. No había precisado de la ayuda de
ningún miembro más de su tribu ni de cualquier persona porque se había guiado
por sus instintos, por sus intuiciones y sobre todo por su sabiduría; la que,
conforme iba pasando el tiempo, se volvía más potente.
Mas, en aquellos momentos de su vida, estaba
completamente sola. Era preciso lanzar aquel reclamo. Necesitaba asegurarse de
que no era la última miembro de aquella cultura ancestral y, además, necesitaba
refugiarse en la vida de otro ser para seguir adelante, para impedir que sus
costumbres y sus creencias desapareciesen.
Se durmió imaginándose aquel momento en el que ella
gritaría “¿puedes oír mi llamado?” y en el que alguien le contestaría “¡sí, oigo
tu llamado!”. Entonces ella correría a través del bosque, entre los árboles,
bajo el cielo ingente de la mañana, hasta llegar a la persona que había oído su
llamado y la esperaba entre los troncos para recibirla en la continuación de su
vida.
Amaneció suavemente, como si a la luz del sol le diese
miedo despertarla, pero Yuna abrió los ojos en cuanto el primer rayo del alba rozó
el cielo. Miró a su alrededor sintiéndose mucho más desorientada que cuando se
había dormido, pero enseguida recordó por qué existía ese día, qué sentido
tenían esas horas matutinas en las que ella debía invocar la poca valentía que
aún le quedaba y luchar por su vida, por su futuro e incluso por su pasado.
Se levantó perezosamente del suelo y se encaminó hacia
el río. Necesitaba que las aguas le devolviesen la claridad de sus pensamientos
y la fortaleza de sus músculos. Se sentía atenuada y entumecida, pero el frío
no la asustaba, al contrario, se acogió a aquella sensación de gelidez
intentando que ésta alejase definitivamente el sueño que todavía se le
acumulaba en los ojos.
Mas, antes de bañarse, cayó en la cuenta de que el sol
todavía no podría secar su ropa. No tenía otra muda, así que debía esperar a
que el mediodía reinase en la naturaleza si quería limpiar sus prendas y su
cuerpo.
Entonces caminó desorientada por el bosque en busca de
algún fruto que pudiese destruir la debilidad de su ánimo. Tenía hambre y
todavía se sentía demasiado cansada; pero no quería desistir.
Recordó, de pronto, que se había propuesto lanzar ese
llamado ancestral que podía salvarla de la soledad, pero el miedo a que nadie
la oyese la detenía. Era la primera vez que algo la amedrentaba y le impedía
actuar a merced de sus deseos. Experimentó muchísima rabia cuando se descubrió
tan aterrada y apocada. Se despreció por no ser valiente, por no poder
enfrentarse a sus temores y por permitir que éstos la dominasen.
Aquella rabia que se había apoderado de su alma fue la
que, inesperadamente, le otorgó la valentía que había perdido. Entonces, se
detuvo en medio de los árboles y miró hacia el cielo intentando adquirir de su
tenue luz la fuerza que temblaba en su ser, a punto de desvanecerse. El alba le
aseguró que no estaba sola, que podía enfrentarse a cualquier adversidad que se
le presentase en su camino y que, por encima de todas las cosas, ella era mucho
más poderosa de lo que creía. La luz del amanecer le pidió que nunca desconfiase
de sí misma y que jamás se percibiese tan frágil y asustadiza. El viento,
además, la ayudó a entender que no era digno de ningún ser despreciar el
desaliento o la tristeza. Yuna comprendió que esos sentimientos también podían
guiarla en su crecimiento y también le permitirían volverse más sabia.
Entonces sí, de pronto sí se sintió capaz de lanzar al
aire aquel llamado tan antiguo. tomó aire, se colocó las manos en los labios y,
haciendo un túnel con los dedos, exclamó con toda la potencia de su alma, de su
corazón y de su fortaleza: “¿puedes oír mi llamado?”
La melodía de aquel antiguo reclamo se esparció por el
aire de la madrugada y, muy velozmente, se alejó de ella, volando, volando muy
aprisa, como si aquellas palabras gozasen de unas alas vaporosas que ni
siquiera el vendaval más potente podría destruir jamás. Yuna notó que su voz se
distanciaba del último ápice de desconfianza que había latido en su ser y se
dirigía hacia las enormes montañas que construían las fronteras entre aquel
país y el resto del mundo. Nunca se imaginó que su voz pudiese tener tanto
ímpetu.
Las lejanas montañas le devolvieron su voz convertida
en ecos nítidos que tornaron a esparcirse por el bosque, atravesando el aire,
cruzando los caminos, sumergiéndose en las aguas del río y de nuevo regresando
a las montañas. Sus extensas y agudas palabras se repitieron al menos cinco
veces antes de callarse lentamente. Fueron desvaneciéndose poco a poco, como si
no quisiesen que el aire dejase de escucharlas.
Yuna se quedó quieta, aguardando una respuesta,
aguardando una señal que le asegurase que habían oído su llamado, su antiguo
reclamo. Era la primera vez que lo lanzaba y no confiaba realmente en que
alguien pudiese entender nítidamente todas las palabras que lo formaban.
Mas el tiempo transcurría sin que llegase a ella
ninguna respuesta. Entonces, sin sentir miedo ni inseguridad, volvió a hacer
con sus dedos ese túnel por el que debía pasar su voz y de nuevo lanzó al aire
silencioso de la mañana aquel reclamo. Yuna percibió que todos los animales del
bosque, aquéllos que le cantaban a la llegada del día, se habían callado, como
si no quisiesen enturbiar aquel reclamo tan importante. El silencio acogía su
voz poderosa y sus palabras de auxilio.
Su voz volvió a recorrer el bosque y llegó hasta las
montañas. Las montañas se la devolvieron nítida y ella la recibió en su ser,
esperanzadora, pero solitaria, cada vez más solitaria. Su voz también se había
impregnado de soledad y de abandono. Se le adentró en su pecho ese llamado
convertido en un eco sin respuesta.
—
No hay nadie –se
dijo susurrando, aún oyendo los últimos vestigios de su reclamo; los que se
perdían por el ingente silencio de la madrugada–. nadie me contesta porque no
queda ninguna persona que conozca estas palabras.
sin embargo, Yuna no quiso que el desaliento volviese
a arrebatarle las esperanzas que todavía dormían en su ser. Empezó a caminar
rápidamente para dirigirse a algún monte desde el cual pudiese lanzar con más
fuerza su llamado. Ella creía que, si gritaba desde la cima de alguna montaña,
su voz podría atravesar distancias mucho más considerables y posiblemente
alguien, al otro lado de aquel país, oyese sus palabras ancestrales.
NO obedeció a su cuerpo en todas aquellas ocasiones en
las que le suplicó que se detuviese. Estaba agotada, pero sus deseos eran mucho
más fuertes que la parte física de su ser. Llegó hasta un monte no muy alto que
pudo ascender apenas sin oír los acelerados latidos de su corazón. Caminaba apartando
las plantas que anhelaban enturbiar su camino, sintiendo solamente desesperación.
la desesperación la dominaba, la impelía a través de la nada.
Al fin, la cima de aquel monte la recibió con
esperanza, con quietud y silencio. El sol estaba ya dorando el cielo y las
horas en las que su luz apenas había sido un reflejo azulado habían quedado ya
muy atrás, perdidas en los últimos vestigios de aquella solitaria noche. Ya
apenas resplandecían las estrellas y la luna había desaparecido tras las
montañas.
había algunas nubes que se tornaban nieblas en aquella
cumbre tan silenciosa. Yuna se fijó en que no había nadie a su alrededor, ni
siquiera un ave desorientada. ¿Cómo era posible que estuviese tan sola?
Cuando pudo recuperar el aliento y controló la
cadencia de su respiración, entonces volvió a lanzar su llamado, esta vez con
mucha más fuerza que antes. Oyó que su voz se tornaba vigorosa, que las
palabras que pronunciaba se convertían en las más claras de la Historia y que
no quedaba ni un solo rincón del bosque que no hubiese sentido la magia de
aquel reclamo tan y tan antiguo.
Mas, nuevamente, su llamado volvió solitario a ella
para refugiarse en su pecho anhelante y lleno de miedo.
Ya no le quedó ninguna duda: estaba sola, para siempre
sola, más sola que nunca, más sola de lo que nadie más lo estuvo en el mundo.
Desalentada, desfallecida de cansancio y desánimo, se
sentó en el suelo, sobre las agrestes piedras que cubrían aquel monte, y
entonces volvió a llorar. No quiso detener las lágrimas que le brotaban veloces
de los ojos ni tampoco se esforzó, en ningún momento, por dominar la
profundidad de sus suspiros. Lloró por la muerte de todo lo que había conocido,
por la muerte de sus esperanzas y de sus sueños, lloró por no tener futuro, por
haberse quedado sin presente y por notar que su pasado perdía fuerza y sentido.
¿Cómo podía demostrarle la vida que su pasado había existido si ya no quedaba
nada que pudiese ayudarla a recordar? En su memoria todavía latían sus
vivencias, pero no era suficiente. Ella no confiaba en su mente, pues ésta
podía deshacerse de pronto, inesperadamente, de todo lo que la volvía lógica y
pensante y entonces podía apagarse su razón, como a veces le ocurría a su
hermana cuando su enfermedad alzaba su voz con esa estridente y triste fuerza.
Cuando notó que el llanto que tan vilmente la había
atacado comenzaba a perder vigor, entonces alzó la cabeza y miró al frente. Se
quedó paralizada cuando, a través del velo de lágrimas que le cubría los ojos,
percibió cómo la luz del día resplandecía sobre los árboles, reflejándose en el
río y dorando las flores, las plantas y las piedras. Todo brillaba, todo,
incluso el lejano horizonte. Aquel paisaje tan hermoso y vivo le hizo entender
que siempre quedaba luz tras la más profunda oscuridad. Aquella visión tan de
ensueño le demostró que la naturaleza siempre renacería tras la noche. El
amanecer siempre llegaba, destruyendo las sombras y la soledad. Ella también
podía resurgir como lo hace el sol, también podía relucir como las hojas bajo
el alba y como las flores que brotan sonriéndole a la vida, siendo parte del
renacimiento de la naturaleza, de la misma existencia del mundo. Nunca estaría
totalmente vencida porque la vida eran ciclos que nunca terminaban y, tras el
desaliento, podían gritar el ánimo, la esperanza y la capacidad de seguir
soñando.
Entonces, cuando aquellos pensamientos tan bellos le
inundaron toda la mente, permitiéndole dejar de llorar y retirándole del alma
las últimas lágrimas que le habían resbalado por las mejillas, Yuna oyó que un
sonido fuerte y estridente cruzaba el aire. Fue un sonido que no deseaba
terminar ni quedarse en silencio; un sonido que llegó hasta ella paralizándola
y estremeciéndole de pronto.
Era otro llamado, era una respuesta, eran las mismas
palabras que ella le había entregado al viento para que las llevase lejos, muy
lejos, hasta el alma de quien pudiese entender su vida y compartiese sus
costumbres y sus creencias.
Alguien la reclamaba a ella, sí, a ella, alguien le
preguntaba si podía oír su llamado. Sintiendo palpitar por dentro de ella una
fuerza indestructible, se alzó del suelo y, colocándose las manos frente a los
labios en forma de túnel, exclamó, con una resplandeciente claridad: “¡sí,
puedo oír tu llamado!”
Entonces el viento le trajo otras palabras que le
llenaron el corazón de emoción, de alivio y de esperanza:
—
¡Te oigo! ¡Te
oigo!
Impulsada por una fuerza que no tenía semejante en el
mundo, Yuna comenzó a correr, montaña abajo, sin experimentar cansancio ni
tampoco temor, apartando con decisión las plantas que deseaban entorpecerle el
camino. Corrió mientras no dejaba de gritar:
—
¡Te oigo! ¡Te
oigo!
Comenzó entonces un intercambio de palabras que
solamente ella y la persona que le había respondido podían entender. Empezó a
vagar por el viento un reclamo tras otro, exclamaciones de alegría, de
fortaleza, de vida, al fin de ilusión y vida.
Yuna no podía imaginarse en qué lugar del bosque se
hallaba la persona que le había contestado, pero aquello no la detenía ni la
acobardaba. Seguía corriendo a través de los árboles sin cesar de lanzar aquellas
palabras que la mantenían conectada con quien la esperaba en aquel rincón
incierto. De vez en cuando, le pedía que se acercase a ella, que siguiese su
voz. Y Yuna sabía que llegaría el momento en que ambos se encontrarían y
podrían verse entre los troncos, bajo el incendiado cielo de la mañana.
Parecía como si el sol corriese por el cielo, tal como
ella corría por el bosque, porque Yuna tuvo la impresión de que aquel tímido
amanecer que tanto la había intimidado se había convertido en una dorada mañana
cuya luz poderosa había deshecho cualquier haz de sombra que quisiese
acumularse entre los árboles. Todo resplandecía, todo, y ella se sentía
envuelta por un manto de fulgores que nunca se apagarían y que templaban su ser
y su alma.
La voz de quien le había respondido sonaba llena de
ecos, pero Yuna, lentamente, fue detectando el lugar de dónde nacía. Estaba
todavía muy lejos. Debía correr durante varias horas para llegar hasta los ojos
de quien no dejaba de contestarle, pero también tenía la esperanza de que él
también correría hacia ella y se encontrarían mucho antes de que llegase el
principio de la tarde.
Sí, Yuna pudo saber al instante que quien le había
respondido había sido un hombre, un hombre joven que posiblemente no la
conociese, pero que formaba parte de su mundo sólo porque había entendido su
reclamo. Ella no podía relacionar aquella voz con algún recuerdo que morase
intacto en su mente, pero aquel detalle no la desasosegaba; al contrario, le
hacía sentir una curiosidad muy hermosa que también la impulsaba a correr sin
experimentar agotamiento.
Yuna se preguntaba de dónde emanaba la fuerza que le
permitía correr sin sentir que debía detenerse para recuperar el aliento.
Recordaba que no había comido nada desde hacía un día y, además, el desmayo que
había sufrido la noche anterior la había dejado extenuada y casi sin ánimo.
Entonces entendió que la naturaleza misma, con sus árboles poderosos y su
ingente cielo incendiado, le entregaba todo el ímpetu del que ella precisaba
para enfrentarse con valor a aquellos momentos. De ella misma no habría nacido
aquel vigor tan necesario.
La voz que la llamaba sonaba todavía llena de ecos,
pero cada vez más cercana y fuerte. La distancia que los separaba se acortaba.
Ambos corrían el uno hacia el otro como si fuesen los últimos habitantes de la
Tierra y pudiesen salvar el mundo si se miraban a los ojos.
Yuna supo que llevaba más de una hora corriendo cuando
de pronto se encontró en un lugar totalmente desconocido. Jamás había estado en
aquel rincón del bosque. Había árboles retorcidos cuyos troncos parecían, más
bien, el reflejo de vidas antiguas que se negaban a desaparecer. Se percató,
entonces, de que aquellos troncos aparecían tan inclinados porque habían
crecido en la ladera de una de las montañas que delimitaban el territorio de su
país. Entonces, se detuvo y volvió a exclamar aquellas palabras ancestrales.
La voz sonó muy cerca de ella. parecía brotar de los
troncos de los árboles. Yuna creyó que aquella voz no era humana, que era la
naturaleza que le contestaba o, peor aún, que era su propia voz la que le había
hecho creer que alguien la había oído; pero entonces vio a un hombre bajando de
la montaña que ella se hallaba a punto de ascender.
La tarde, en aquel lugar, parecía más cercana. La luz
del mediodía se tornaba grisácea entre los árboles, caía del cielo como si
lloviese ya desvanecida por la presencia del ocaso; pero el día seguía
refulgiendo entre las ramas de los árboles.
Yuna supo que ya no necesitaba volver a lanzar aquel
llamado tan significativo porque quien la había oído se hallaba a escasos
metros de ella, observándola ya con interés y felicidad. Yuna notaba que de los
ojos de aquel hombre manaba una energía muy potente que le hizo sentir
protegida. Entonces, inesperadamente, se preguntó qué aspecto tendría ella.
Llevaba sin bañarse más de un día y estaba segura de que la intensa carrera que
hubo de hacer para llegar hasta él la había despeinado y habría sonrojado sus
mejillas. Era la primera vez que se preocupaba de veras por su apariencia
física.
Se tocó sus cabellos rizados y, disimuladamente,
empezó a peinárselos delicadamente con los dedos y a recolocarse mejor los
mechones de su rebelde flequillo. Se rehízo la raya que separaba su melena y
después se retiró el sudor que le perlaba la frente. Fue entonces cuando se percató
de que el hombre estaba enfrente de ella, a punto de llamarla o de alargarle
las manos para que ella se las tomase.
— Yuna –la llamó de repente, con una voz trémula, aunque
contenida–, Yuna. ¿Eres tú, Yuna?
— Soy yo, sí –respondió ella desorientada. No entendía
por qué aquel chico la conocía cuando ella no lo había visto jamás.
— Sé que me encontraría contigo tarde o temprano. ¿Dónde
has estado, Yuna? Te esperaba todo el poblado.
— ¿Sabes algo de mi familia? –le preguntó ansiosa, sin
poder controlar sus palabras.
El chico se quedó detenido, en silencio, apenas sin
mirarla. Yuna no necesitó que le dijese nada; pero, aún así, le insistió con
timidez:
— Por favor, dime si sabes algo de ellos.
— No sé nada de ellos porque yo nunca formé parte de tu
tribu, Yuna –le contestó con cautela.
— Y, entonces, ¿cómo es posible que me conozcas?
— Hay una persona que ambos conocemos que me habló de ti
y me contó que debías regresar de un largo viaje para...
—
¿Quién es esa
persona?
Yuna no podía dominar su curiosidad y su ansiedad.
Normalmente, no solía ser tan indiscreta ni grosera, pero, en aquellos
momentos, después de haber experimentado tanta desesperación por desconocer el
paradero de sus seres queridos, no podía valorar las palabras que le nacían
apresuradamente de los labios, impulsadas por la intensa tristeza que aún le
latía en el alma.
— Maebe –le respondió él serenamente–. Ella nos conoce a
ambos.
— Maebe, sí, por supuesto que sí... pero...
— Maebe es mi hermana, pero ella prefirió irse de
nuestro lado y buscar su vida en otra parte. Es una historia muy triste que
puede que te cuente alguna vez, pero ahora lo que más importa es que comas y
puedas descansar. Después de un viaje tan largo...
— Yo… yo estuve ayer en un poblado tan extraño... Allí
me dieron de comer y una mujer muy buena me acogió como si siempre me hubiese
esperado. Celebré con ella y con muchas más mujeres un ritual muy bonito en el
que cantaron versos preciosos dedicados a la diosa cazadora y yo... yo sentí de
repente que mi materia se volatilizaba y me convertía en aire. Me desperté en
la casa de la mujer que me ayudó ayer, pero yo sabía que tenía que buscar a mis
seres queridos y por eso me fui, pero creo que la he traicionado. No sé por qué
te cuento todo esto, pero...
Yuna hablaba como si su voz no fuese suya, como si
necesitase desprenderse de los recuerdos de sus últimos días como si éstos le
pesasen en el alma. El chico la escuchaba con una atención inquebrantable y no
dejaba de fijarse en su forma de gesticular, en cómo entornaba sutilmente los
párpados al hablar y cómo pronunciaba cada palabra, con esa mezcla de seguridad
y de temor ensombreciendo su hermosa voz. Él creyó que nunca había oído una voz
tan bonita, pero su admiración no se asemejaba a la que había sentido hacia
cualquier otra mujer que lo había atraído como si fuesen polos opuestos. De
repente se percató de que deseaba proteger a Yuna de cualquier peligro que
pudiese herirla en el alma.
— ¿...pero necesito que me acompañes a ese poblado.
Quiero pedirle perdón a Ondina y...
— Me parece que no es necesario que vuelvas allí. Seguramente,
ella no cree que tengas que pedirle perdón por nada y además será consciente de
que le agradeces todo lo que te ayudó. Ven conmigo. Te llevaré a mi casa y allí
podrás asearte y comer un poco. Se hace tarde. No confíes en los atardeceres
veraniegos. Parecen muy brillantes y de repente se tornan en ocaso.
— ¿Cómo me oíste? Yo creía que nadie podría percibir mi
llamado –le preguntó mientras caminaban serenamente entre los árboles.
— Lo oyó mi madre. me contó que, cuando se levantó para
recoger agua del río, oyó una especie de llamado muy lejano, pero creyó que
formaba parte de su imaginación. No obstante, yo enseguida supe que eras tú. NO
me preguntes por qué lo sabía, pero no dudaba de ello. Tardé en contestarte
porque lo hice cuando mi madre me explicó lo que había ocurrido.
— No te inquietes.
— Perdón. Tendríamos que haberte buscado. Es horrible lo
que ocurrió.
— ¿Y tu hermana? –le cuestionó de súbito asustada y
conmovida–. Si ella conoce a la gente de mi poblado, deberá saber qué ha
ocurrido con todos ellos.
— Mi hermana justamente estaba en mi casa cuando tu poblado
ardió, Yuna. Lo siento mucho.
— ¿Y de veras no sabe qué fue de mis padres, de mis hermanos,
de mis vecinos...?
Yuna estaba a punto de ponerse a llorar de nuevo. El
chico vio brillar las primeras lágrimas en sus ojos profundos y no tardó en
tomarla de la mano con fuerza mientras, con una voz aterciopelada y llena de
aliento, le aseguraba:
— No tengas miedo, Yuna. No estás sola. Mi familia te
acogerá, de veras. NO llores ni estés triste. No debes perder la esperanza. NO
sabemos lo que ha podido suceder con ellos. Posiblemente, lograsen escapar y
ahora estarán viviendo en otro lugar. Yo te ayudaré a buscarlos.
— Muchas gracias –musitó ella apenas sin voz.
— Por cierto, me llamo Anwon. Perdóname por no haberme
presentado antes.
Yuna le presionó la mano a Anwon y de pronto se sintió
mucho más protegida que nunca. Las palabras que él acababa de dirigirle le
habían acariciado el alma como si de veras fuesen unos dedos dulces que
deseaban cerrarle las heridas que la vida le había horadado.
— Ven, vayamos a casa.
atardecía ya cuando, juntos, caminaban todavía tomados
de la mano hacia el poblado de Anwon. Yuna no sabía qué decirle a aquel chico
que había aparecido en su vida como si fuese un espíritu del bosque; aquéllos
que acudían en ayuda de los animales, los árboles o las flores que sufrían o
que estaban en peligro. Ella creía que algún ser mágico había guiado a Anwon
hasta ella. Sin embargo, no se atrevió, en ningún momento, a confesarle a Anwon
lo que pensaba. Sonrió cuando se percató de que en su alma estaban naciendo
emociones que ella nunca había percibido vagar por su ser; pero se esforzó por
ignorar la voz de aquellos nuevos sentimientos que podían asustarla y
debilitarla como lo había hecho la tristeza.
2 comentarios:
Wow, capítulo trepidanteeeee!! Me gusta Anwon, me transmite buenas energías, no sé. Incluso he pensado igual que Yuna, que le había guiado un ser mágico del bosque o que él mismo era un ser mágico. Ha sido muy emocionante cuando le ha contestado la llamada. Sigo con la intriga de lo que le habrá ocurrido a su familia, qué misterio. Ondina se ha portado bien con ella, aunque Yuna desconfíe(me pasa igual que ella, desconfío de ese poblado, aunque sin motivo convincente), le ha prestado toda la ayuda que necesitaba. Es intensa en cuanto a sus creencias y parece que Yuna no se siente del todo cómoda. Anda que eso de separar los sexos, eso si que me da un poco de mal royo. Meter a todos los hombres en el mismo saco...no me gusta. Eso no quita que Ondina fuese sincera con ella y que de verdad le abra las puertas de su casa y su pueblo cuando ella quiera. Creo que tarde o temprano volverá. Hay algo misterioso en ese poblado, en sus creencias. Esa experiencia extrasensorial que la dejó inconsciente debe impactar mucho, la pobre, se pone a hablar de ella a Anwon así de repente y ya quería volver para darle las gracias a Ondina. Le ha marcado más de lo que ella misma quiere reconocer,ya no el pueblo o sus creencias, la propia Ondina. Esa mujer esconde muchos secretos y espero que los descubramos más adelante. Ayy, está muy emocionante, Ntoch. ¡¡Felicidades por esta nueva historia!!
Pone los pelos de punta la narración, porque consigues que el lector sienta lo que pasa a cada personaje, especialmente a la protagonista, como si lo estuviera viviendo en primera persona. Me ha gustado el concepto de la llamada, porque me he acordado del lazo de los vampiros, que une a cada uno con su creador, y sobre todo del lazo universal, que une a todos los vampiros que hay; Yuna recurre a este "lazo universal" particular, la llamada, para saber qué ha pasado con su familia y conocidos, y está muy bien descrita ese sentimiento contradictorio de esperanza pero también de miedo porque si hace la llamada y nadie la recoge, ¿no quedará sola irremediablemente? Antes ha salido del poblado de Ondina, tan especial, es como si fuera muy clasista, misterioso, abierto y cerrado a la vez; Yune ha recibido una buena ayuda de Ondina, pero quedan en el aire muchos misterios, un cierto aire de secta que no casa bien con la mentalidad de Yuna, que parece más sana y natural, aunque sea tal vez menos culta y refinada. El caso es que ahora ha dado con un contacto indirecto, ese chico parece que dice la verdad, y que Yuna está acercándose a saber del paradero de toda su gente, y nuevamente se reabre la esperanza y también el abismo tener noticias ciertas de la posible catástrofe... mientras tanto todo está abierto para Yuna, y por ende, para nosotros. ¿Qué habrá pasado? ¿encontrará a su hermana o a algún familiar? ¡L veremos!
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