viernes, 21 de febrero de 2014

EL TEMBLOR DE LA NOCHE


EL TEMBLOR DE LA NOCHE

 

        Estaba siendo una noche fría, casi distante, de esas noches en las que parece que el alma se siente sola en medio de las estrellas y el cuerpo se vacía de todos esos sentimientos punzantes para que nada rasgue nuestra alma. Había intentado reflejar mis sentimientos con canciones profundas que hacían temblar mi corazón, pero parecía como si mis dedos no quisiesen unirse a mis pensamientos y emociones por miedo a que de ellos brotasen notas demasiado tiernas y hermosas. Me había dado por vencida y entonces me había sumergido en la escritura para tratar de tornar palabras todo lo que sentía, pero la pluma tampoco pudo ser mi consuelo.
        Eros había salido a dar un paseo para, según él, despejarse y sentir la caricia de la noche civilizada. Él adora perderse por esas calles iluminadas con luces que en verdad no provienen del fulgor de la naturaleza, sino de algo sin carácter ni sentimientos. Casi siempre voy con él, pues no hay nada que me guste más que estar a su lado, viendo cómo los ojos le brillan de emoción y ternura cuando nos percibe juntos en un lugar que él admira; pero esta noche me creía incapaz de salir con él, pues notaba que mi alma tiritaba por dentro de mí, de nuevo aterida por esos pensamientos que quieren hacerme comprender que nunca debería haber entrado en esta vida.
        Sin embargo, ahora todo parece tan distinto... El alba ha cubierto la ciudad y la ha teñido de un rosado que deslumbra y acaricia los ojos a la vez, pero yo no puedo hundirme en ese sueño que me alejará de la realidad. En mi alma se agolpan sentimientos y pensamientos que me hacen sentir a la par feliz y nerviosa. Esta noche, cuando Eros regresó de ese paseo que a él tanto lo ayuda a disfrutar de la vida, se acercó a mí y, sentándose a mi lado, con una voz que intentaba no reflejar ni un solo sentimiento, me pidió:
  • Shiny, quisiera que fuésemos a dar un paseo por la naturaleza. Sí, acabo de venir de pasear, pero necesito salir contigo y estar en un lugar que tú adores. Llévame a algún rincón que te haga sentir viva...
Sorprendida, pues Eros no es muy asiduo a querer adentrarse en la profundidad de los bosques, lo conduje hacia aquel lugar donde hemos vivido tantas experiencias, tantos momentos tiernos y melancólicos en los que ambos soñábamos con un mundo mejor. Cuando esos ancestrales troncos nos rodearon y sus frondosas copas nos cubrieron, Eros se detuvo y me tomó tiernamente de las manos, presionándomelas con cariño y dulzura. Los ojos le refulgían, brillando en su mirada un hondo sentimiento que me costaba interpretar. Parecía como si de pronto el mundo se hubiese vuelto demasiado grande para él, como si su corazón no pudiese abarcar la fuerza e intensidad de sus emociones. Quise preguntarle qué le ocurría, pero entendí que el silencio debía interrumpirse cuando Eros lo necesitase.
El viento soplaba tiernamente, como si le diese miedo mecer las ramas de los árboles, y por el bosque se repartía la preciosa y tranquila trova de la noche. Algunos pájaros nocturnos cantaban de vez en cuando, sobresaltándonos dulcemente. Hacía bastante tiempo que no oía esos cantos tan misteriosos.
De pronto, cuando creía que el viento y esos animalitos tan distantes serían los únicos que se expresarían en aquel oscuro silencio, Eros, hundiéndose más profundamente en mis ojos, empezó a hablarme con una tranquilidad completamente fingida. Noté que la voz le temblaba sutilmente. Me costaba comprender por qué estaba nervioso, y la respuesta me la dieron las palabras que me dedicaba:
  • Shiny, llevamos juntos mucho tiempo. Sabe que te quiero con toda mi alma, que soy incapaz de dar un paso sin ti, que eres el amor de mi vida y que, si desapareces o te marchas de mi lado, todo se apagará para mí. Eres la luz de mis días y la luminosa oscuridad de mis noches. No estoy hecho para vivir sin ti, Shiny. Soy una parte de tu cuerpo, tú eres una parte completamente indispensable de mi ser. Jamás, convéncete, jamás seré capaz de vivir sin ti. Posiblemente haya experiencias que me pierda si estoy contigo, pero no me importa, pues la vida, el significado de esa palabra tan amplia, eres tú. Te he traído aquí porque quisiera pedirte algo sin que nada interrumpa estas palabras; pero antes me gustaría preguntarte si tu corazón todavía me ama como siempre lo hizo. A veces pienso que esta difícil vida quebrará nuestro destino. No, no ha sucedido nada lamentable; pero debo confesarte que tengo miedo, Shiny. Sí, tengo miedo; pero no a que te alejes de mí, sino a que ocurra algo que haga temblar el suelo de nuestro presente. Shiny, la vida en la que nos hemos adentrado es complicada, soy plenamente consciente de ello, por eso a veces temo que no sepa protegerte lo suficiente...
Sus palabras me llenaron los ojos de lágrimas; pero no únicamente por lo bellas que sonaban, sino porque Eros las pronunciaba con un tono anegado en dulzura, miedo e incluso tristeza, como si aquélla fuese la última noche de nuestra vida. Yo le presioné las manos con fuerza y amor para que ese temor que se desprendía de sus palabras no se intensificase. Eros cerró con fuerza los ojos. Me pareció que retenía en su mirada unas rojizas lágrimas que brillarían en la oscuridad de la noche.
  • Eros, te quiero con todo mi corazón —le contesté con una voz queda y levemente temblorosa. Me costaba controlar las emociones que palpitaban por dentro de mí; las que se unían en una potente melancolía que batía en mi corazón a falta de esos latidos que perdí para siempre—. Yo también soy completamente incapaz de vivir sin ti. Es cierto que nuestra vida es eterna y que, durante todo ese tiempo que viviremos, pueden sucedernos hechos inesperados; pero mi corazón te pertenece plenamente, amor mío. No sé por qué atisbo ese miedo tan gélido en tus ojos. Esta vida es complicada, pero te aseguro que estaremos juntos siempre, luchando contra todas las adversidades que quieran vencernos. Yo también tengo miedo a no saber protegerte lo suficiente —le confesé estremecida. No había previsto la intensidad de mis palabras.
  • Shiny, amor mío, necesito pedírtelo. Quizá para ti no tenga sentido, pero necesito hacerlo. Siento como si el tiempo huyese de mis manos y, antes de que se marche a una tierra inalcanzable, deseo hacerlo...
  • ¿De qué se trata? —le pregunté sobrecogida. Su desesperación me hacía temblar y me empequeñecía.
Entonces Eros abrió nuevamente los ojos y los hundió profundamente en los míos, tan profundamente que de pronto nuestro alrededor dejó de existir y nuestro mundo sólo fueron nuestras aunadas miradas. Creí que había amanecido, que la oscuridad de la noche se había convertido en una intensa, brillante y azulada luz que creaba un cielo donde ni el calor ni el fulgor del sol herían. Sus ojos fueron mi realidad y las palabras que comenzó a dedicarme, el sonido de mi vida. Me pareció que el suelo desaparecía y que nadaba a la deriva por un mar sin olas ni quietud.
  • Shiny, quiero pasar el resto de mis días y noches contigo, quiero que seas mi eternidad, que nadie pueda cuidarte ni amarte como yo, que tu corazón y el mío sean una única alma... Quiero estar contigo más allá de la muerte y del olvido, quiero que seas mi cielo y mi tierra para siempre, absoluta e irrevocablemente para siempre. Shiny, te amo con una fuerza que jamás creí existente, que no preví, que ni siquiera conocía. Parece como si cada nueva noche que vivo contigo intensificase irreversiblemente este amor que siento por ti. Shiny, Shiny... —suspiraba presionándome las manos.
  • No estés nervioso, amor mío...
  • Shiny, ¿quieres casarte conmigo? —me preguntó al fin tras un largo silencio en el que sólo había escuchado sus palabras, las que resonaban continuamente en mi mente—. ¿Quieres ser tan mía que ni siquiera encuentres el principio ni el fin de tu ser?
  • Eros...
Sus palabras me habían robado la voz, los pensamientos, la capacidad de recordar y de reaccionar. Se introdujeron en mi alma, agitando y revolviendo todo mi interior, haciendo de mis sentimientos una maraña ininteligible de sensaciones, emociones y recuerdos olvidados. Me quedé absolutamente paralizada, sin saber cómo mirarlo ni qué debía decirle. Lo único que pude hacer fue presionarle las manos, pero lo hice porque de pronto noté que el suelo desaparecía de verdad.
Por mi mente se deslizaron pensamientos que me hicieron temblar, recuerdos de situaciones que me habían empequeñecido. Sin saber por qué, vi los ojos de Wen mirándome desde la tierra del engaño y la decepción; pero también atisbé los de Estrella refulgiendo de felicidad, de gratitud y alivio, como si con su mirada me impulsase a que aceptase cuanto antes la proposición de Eros. También vislumbré, en las lejanías de la memoria, todas esas noches y todos esos días que Eros y yo habíamos vivido, cuyo recuerdo fue como un puñal que se me clavó en el alma; un puñal envenenado con mi propia traición. No, no había errado en ningún momento, ni siquiera me había permitido sumergirme en esos sentimientos ilícitos; pero sin embargo me sentía culpable, arrepentida y temerosa.
  • Dime, Shiny, ¿quieres casarte conmigo? —volvió a preguntarme, esta vez un poco más sensible y nervioso que antes.
  • Eros...
Para huir de esa telaraña de confusiones ilícitas e hirientes, emergí de mis pensamientos y recuerdos para hundirme en esa azulada mirada que tanto me embelesaba. Y entonces él volvió a ser mi mundo. En esos ojos, en los que refulgía el cielo de un estío que nunca sentiré, se hallaba mi mundo, toda mi realidad, el empiece de mis sueños y la eternidad de mis ilusiones. En sus ojos volví a encontrar la paz que mis pensamientos me arrebataban. Fueron una luz que brilló esplendorosamente en medio de la oscuridad de esas punzantes emociones que tanto me sobrecogían. En sus ojos volví a experimentar todas esas sensaciones y emociones que nos pertenecían, que siempre fueron nuestras; reviví esas noches, todos esos momentos que juntos habíamos escrito en las invisibles líneas de nuestro destino. Y de repente sus ojos fueron la respuesta que mis labios no se atrevían a contestar, fueron la visión de todos nuestros instantes futuros, de la claridad de nuestros amaneceres, de la nocturnidad de nuestros ocasos... y fueron las manos que me asieron para que no cayese al abismo de la desorientación. Eran sus ojos; esos ojos garzos que me enamoraron hacía ya tantos y tantos años; unos ojos que fueron mi sustento, pero a veces también la mano que me impulsó a la perdición; unos ojos compuestos de cielo y tierra, de universo y nada, de un mar sin olas en el que no me importaría morir ahogada...
  • Sí, Eros —le contesté anhelante, incapaz de prever el tono de mis palabras; las que sonaron prácticamente quedas, desesperadas y lejanas, como si el mundo que nos rodeaba no pudiese albergar sonidos—. Sí, por supuesto que quiero casarme contigo y ser eternamente tuya... Perdóname —le musité a punto de desvanecerme.
  • Perdonarte, ¿por qué? —me preguntó muy tiernamente soltando mis manos y dirigiendo las suyas hacia mi cabeza para tomarla con delicadeza y amor—. Perdóname tú a mí por amarte de este modo. No creo que sea sano —se rió encantadoramente.
  • No, el amor no es un sentimiento sano... pero no me importa enfermar eternamente a tu lado... No me importa perder la razón en tus ojos, entre tus brazos, en nuestro mundo —le confesé abrazándome a él con una desesperación lenta y espesa—. Te quiero.
Por dentro de mí palpitaba una emoción que yo no deseaba escuchar, pues sabía perfectamente que, si lo hacía, si le prestaba la atención que ella tanto precisaba, todo se desmoronaría a mi alrededor. No quería preguntarme ni responderme nada, sólo sentir ese instante con toda mi alma, saber que era el inicio de un camino algo más estable que el que habíamos recorrido prácticamente a oscuras. Sin embargo, era plenamente consciente de que aquella noche era una puerta que accedía a una realidad que podía convertirse en algo hiriente para mí y para alguien más cuyo nombre no me atrevía a recordar. No, era incapaz de aceptar la realidad que mi razón trataba de musitarme. Únicamente podía negarla, despedazarla con las garras de mis intensos sentimientos y lanzar sus pedacitos a un abismo de profundidad inmensurable. No obstante, mi corazón se atrevía a susurrarme posibilidades que atenuaban la punzante sensación que se desprendía de aquellas dudas: probablemente, si Eros y yo nos casábamos, esas situaciones que yo no sabía vivir se desvanecerían, tal vez todo fuese más sencillo y nuestro matrimonio desharía esos caminos que mi inquieto corazón anhelaba recorrer, quizá la vida dejase de ser tan confusa y peligrosa si él y yo fundíamos tan absolutamente su vida y la mía...
  • Quieres casarte conmigo —afirmó incapaz de creerse esa realidad—. Pensaba que me lo negarías, que el matrimonio era innecesario para ti y algo totalmente hiriente...
  • Contigo nada puede ser hiriente, Eros.
  • Es cierto... De ti amaría incluso las heridas que pudieres hacerme...
  • Jamás lo haré —le prometí alzando la cabeza y mirándolo profundamente a los ojos—. Eres mi mundo...
  • Un mundo con el que nada ni nadie podrá arrasar jamás, vida mía.
Y entonces la naturaleza fue testigo de uno de los besos más desesperados, punzantes, amorosos y profundos que le entregaba a Eros desde hacía muchísimo tiempo. El viento sopló un poco más impetuosamente, como si quisiese gritar de felicidad o melancolía... Lo cierto es que en esos momentos me costaba interpretar las emociones de la naturaleza.
  • Nos casaremos en primavera, cuando este bosque se llene de colores vivos y de esas flores que tú tanto adoras —me comunicó al cabo de unos tiernos momentos separándose dulcemente de mis labios—. Serás la luz que más brille en ese ocaso... y será tan mágico que ni siquiera las estrellas que ya han desaparecido podrán olvidar ese instante.
  • Lo será, amor mío —le respondí emocionada.
  • Shiny, mi Shiny... —suspiró presionándome delicadamente la cabeza, impulsándome más hacia su cuerpo.
Parecía como si el tiempo hubiese dejado de existir, como si la noche fuese el único instante que la Historia vivía. Nos abrazamos, nos besamos y permanecimos infinitamente juntos como si nada más existiese afuera de nuestra entrañable y nostálgica realidad...
Y ahora, cuando ya han pasado unas cuantas horas de esos momentos tan de ensueño, me pregunto si lo que siento latir por dentro de mí es solamente miedo. Tal vez sea una emoción cuyo nombre no se ha inventado aún. Quiero estar con Eros hasta que mi ser se agote de tener materia, más allá de esta vida y de la muerte. Quiero estar con él incluso cuando todo lo que nos rodea haya perdido la hermosura que pudo brillar un día... y quiero estar con él, pero no es un deseo, sino una necesidad de mi cuerpo y de mi alma; pero temo que la vida quiera apuñalar estas tiernas emociones para destruirlas y convertir sus rescoldos en sentimientos que destrozarán todo mi interior, mi mundo, su mundo, su alma. Sé que estoy haciendo lo correcto, sé que para mí no hay, ni debe haberlo jamás, otro destino que no sean sus brazos, su cuerpo y su alma; pero me aterra la posibilidad de que estas profundas e innegables certezas hieran corazones que no nacieron para ser lastimados... Sólo me encomiendo al tiempo y al espíritu que controla la naturaleza para que me ayuden a vislumbrar los senderos más seguros de mi vida; esos que me conducirán a un destino que no lacerará a nadie.

 

lunes, 3 de febrero de 2014

INSOMNIO


INSOMNIO

No puedo dormir. Continuamente pienso en mis sentimientos, en mi vida y en lo que está sucediéndome últimamente. Además, sus profundos ojos no dejan de aparecer en mis sueños. Lo veo siempre en ese mundo onírico anegado en imágenes sombrías y lúgubres. A veces aparece tras unas brumas inquebrantables que me ocultan su valiente y dulce mirada, pero mis temblorosas y gélidas manos luchan contra esas neblinas para poder aferrar las suyas, las que siempre siento tibias y protectoras; mas, antes de que sus dedos y los míos consigan enlazarse irrevocablemente, el helado viento de la realidad abate mi sueño y me devuelve la consciencia que el dormir me arrebata. Entonces me despierto desorientada, buscando el calor de sus manos, intentando ver su sonrisa en la espesa oscuridad de mi alcoba. Eros duerme plácidamente a mi lado, ajeno a lo que sueño, a lo que siento. No me atrevo a mirarlo, como si la culpa me lo impidiese. Parece como si hubiese cometido un delito escalofriante que puede arrasar con la vida de todos los que me rodean.

Y hoy es uno de esos días en los que me he despertado guiada por la fuerza de la culpa. He vuelto a soñar con él, pero, esta vez, podía atisbar nítidamente el esplendor de su mirada, podía tomar sus manos y hundirme en su cálida sonrisa. Hemos estado juntos en un lugar desierto, caminando bajo un firmamento completamente estrellado donde los astros acogían la luz de la luna. Su mano ha tenido asida la mía durante todo ese sueño y nuestros ojos, sin que lo esperásemos ni pudiésemos evitarlo, se fundían en una sola mirada que silenciaba nuestros pensamientos y sentimientos. Wen me observaba fijamente, como si de súbito yo me hubiese convertido en su destino, y yo lo miraba tiernamente, hundiéndome sin regreso en sus ojos, como si mi vida se hubiese reducido a ese instante. Ninguno de los dos se atrevía a decir nada, pues sabíamos que no existía ni una sola palabra que pudiese describir la belleza de ese momento. Y, entonces, cuando creía que la noche devendría el alba más dorada de mi vida, él soltaba mi mano y me rodeaba desesperadamente con sus brazos. Cuando noté que me presionaba vivamente contra su pecho, la percepción de sus brazos, el calor de su piel y la sonoridad de su vida comenzaron a desvanecerse. Unas extrañas nieblas lo difuminaban, tornándolo la sombra de un pensamiento. Y, así, sintiéndome tan perdida y extrañada, la consciencia ha regresado a mí.

No puedo evitarlo. Cómo me gustaría ordenarle a mi alma que no me hiciese soñar con él, que no me recordase continuamente el bello esplendor de sus ojos, que no me hiciese desear incesantemente que sus manos tomen las mías. No sé lo que me sucede, pero soy plenamente consciente de que no es algo bueno, de que estos sentimientos son tan ilícitos como intentar bailar bajo la luz del sol.

Ayer fue una tarde triste, tarde que fue el amanecer de una noche larga y densa. Eros, por cuarta vez en aquella semana, había ido con Duclack a dar un paseo con la moto. Yo no me preocupo por él, pues sé que es plenamente responsable; pero temo quedarme sola, pues, cuando la soledad me rodea, mis pensamientos y sentimientos se vuelven mucho más insondables. La mente se me nubla, como si sobre mí se hubiese posado una espesa capa de nubes liliáceas que presagian la tormenta más desgarradora de la Historia. A veces intento huir de mis pensamientos tañendo el arpa, como si en sus cuerdas encontrase la paz que mi alma me arrebata; pero todas las canciones que brotan de mis manos son tristes, están impregnadas de oscuridad, tinieblas y melancolía. Incluso me parece que el arpa tiembla entre mis manos; algo que me hace sentir infinitamente culpable, como si me diese miedo entristecerla hasta provocar que sus cuerdas ya no quieran sonar.

Otras veces permanezco observando cómo la noche discurre por el cielo, encendiendo las primeras estrellas a la vez que apaga los últimos suspiros del día. La espesa negrura del bosque se vuelve cada vez más profunda a medida que el ocaso cae sobre la ciudad. Y, aunque intente escaparme de mis pensamientos, observando el crepúsculo es como más lo extraño. Me imagino que viene a buscarme y que me pide que nos apartemos volando de ese instante, de ese lugar... y lo lleve hacia una tierra donde no existan las fronteras ni los peligros. Mas siempre despierto de esas ensoñaciones sintiéndome infinitamente culpable. No entiendo lo que me sucede, pero tal vez no lo comprenda porque no me atrevo a indagar en mis propios sentimientos buscando las respuestas a todas las preguntas que surgen de mi razón.

Sin embargo, el insomnio que hoy me controla me ayuda a comprender lo que me acaece. Detrás de estos sentimientos que me hacen temblar y de los sueños que anegan mi mente todos los días, hay una explicación que me hace tiritar, que me parece escalofriante e inoportuna. No, no quiero reconocer lo que me sucede; pero mis recuerdos me incitan continuamente a hacerlo. Cuando pienso en la última vez que estuvimos juntos, me parece como si un río de aguas gélidas recorriese todo mi cuerpo, llevando certezas que ni mi mente ni mi alma quieren acoger. Aún me acuerdo de ese instante en el que la naturaleza nos protegió de la punzante realidad que puede quebrar nuestros sueños, justo cuando yo anhelaba erróneamente que el mundo cambiase para mí. Nos habíamos sentado juntos en el bosque, entre los gruesos y ancestrales árboles que tanto adoro, y nos habíamos mirado profundamente a los ojos. Yo había visto que las estrellas refulgían y se resguardaban en su honda e insondable mirada como si ésta fuese su firmamento, el rincón del Universo donde arden esos lejanos astros que tanto nos embelesan. Y, justo entonces, cuando más hundida estaba en su mirada, cuando él me había dicho que era la mujer más romántica que había conocido, sentí que algo se quebraba por dentro de mí, como si esas palabras hubiesen sido una mano que había descubierto mis sentimientos más profundos. Tuve miedo, pero sin embargo no quería que aquel momento se terminase...

No quiero reconocer lo que me sucede porque, si lo hago, entonces mi vida temblará mucho más de lo que ya tiembla, comenzará para mí una época que puede destruir todo lo que hemos logrado. A veces pienso que no debería haber abandonado el amparo de los bosques para introducirme en una vida tan complicada. Yo no me imaginé, en ningún momento, que todo pudiese tornarse tan difícil, tan estremecedor y temerario. Ahora mismo me gustaría poder manejar el tiempo y regresar a aquella noche en la que había accedido a abandonar nuestro enorme y ancestral castillo para adentrarnos en la sociedad... Eros tampoco pudo imaginarse nunca que nuestra vida pudiese tiritar de esta manera. Me duele recordar lo ilusionados que estábamos cuando nos trasladamos a este hogar tan entrañable y acogedor. En aquel entonces desconocíamos plenamente todo lo que ocurriría en nuestra vida.

En realidad temo por todos estos amiguitos que tanto me quieren, por esas personitas que me han acogido en su vida sin saber qué se esconde detrás de mis miradas; pero sobre todo temo por él, pues conocer lo que yo soy lo pone en peligro. Ojalá nunca hubiese llegado aquí. He turbado la vida de todos los que vivían tan serenamente antes de mi llegada. No deberíamos haber venido nunca, nunca. Todo podría seguir tan tranquilo sin nosotros...

Mas sobre todo pienso esto por culpa de mis sentimientos; los que están estropeándolo todo. Si es cierto lo que siento, debo alejarme de aquí, no puedo romper la vida de unas personas tan buenas. Estrella no se merece que yo, alguien que en verdad no tuvo que haberse introducido nunca en su presente, le haga tanto daño. No, no pienso hacerle daño a una persona tan buena y pura como ella, por eso callaré rotunda y profundamente las emociones que me anegan el alma. Quizá fuese adecuado distanciarme de este presente y no regresar nunca más a este mágico rincón del mundo; pero, siempre que pienso eso, noto que algo se me desquebraja por dentro de mí, como si mi alma se agrietase. No, no puedo alejarme de él... no puedo... Aunque lo tenga prohibido, lo necesito en mi vida. Habiendo conocido el esplendor de su mirada, ya no puedo vivir sin hundirme en sus ojos.

Nadaba en estas cavilaciones cuando oí el timbre de mi hogar. Me ilusioné tanto... No puedo negar que pensaba que podría ser él, que anhelaba que lo fuese. Corrí alegre hacia la puerta y la abrí con entusiasmo y simpatía, intentando ignorar los sentimientos que me ensordecían. El alma se me cayó al suelo cuando ante mí vi a la señora Hermenegilda. Ya había regresado de su viaje.

«¿Ya ha regresado de su viaje?», me pregunté desalentada. «Yo pensaba que estaría fuera más tiempo». Mis pensamientos me desanimaban mucho más de lo que ya lo estaba. No me ayudaban en absoluto a sonreír ni a sentirme serena. Sabía que aquel ocaso no estaba tan preparada para soportar los interminables monólogos de aquella mujer tan estridentemente agotadora. Sin embargo, cuando la miré, me arrepentí de ser tan cruel y despiadada con ella. Los ojos le brillaban de entusiasmo, revelándome que se alegraba infinitamente de verme. Entonces, inesperadamente, también experimenté pena por ella. Aquella mujer había empezado a quererme sin pedirme nada a cambio.

  • ¡Buenas tardes, Pálida Millonaria! —me saludó animadamente alargándome su mano. Yo se la tomé con timidez. Me pregunté cuándo aprendería a pronunciar mi nombre—. Me alegro mucho de haber regresado. Es que después del viaje del IMSERSO fui al pueblo de mis hijos. Fui a Las Alpujarras del Mar. Tengo que contarte muchas cosas, pero tiene que ser en mi casa porque han venido mis hijos y mis nietos. Quiero presentártelos. Ha venido Paco, mi hijo más querido, y en el pueblo le hablé mucho de ti. Es que él se fue a vivir allí hace más de veinte años. Todos hablan andaluz. Los hijos son más graciosos... He hecho té y tostitas... Ah, claro, no sabes lo que son las tostitas. De camino a mi casa te lo cuento, vayamos.
  • Lo siento mucho, señora; pero esta tarde tengo cosas que hacer.
  • De eso nada. Percibo que estás más sola que la una. ¿Dónde se ha ido ese novio tuyo?
  • Ha ido a dar un paseo.
  • ¿Sin ti? Huy, esto me huele a cuernos —murmuró pensando que yo no la oiría—; pero, bueno, no pasa nada, él se lo pierde. Vayamos —me ordenó de nuevo tirando de la manga de mi vestido—. Coge las cosas y vayamos a mi casa. Venga, que el té se enfriará.

No tuve más remedio que ir con la señora Hermenegilda a su casa. Aquel crepúsculo no me sentía capaz de luchar por mis intereses. No me apetecía en absoluto conocer a los familiares de la señora Hermenegilda. Me los imaginaba a todos tan terriblemente habladores como ella. Me figuraba que todos hablarían al mismo tiempo y que nadie escucharía a nadie; sin embargo, no pude protestar, pues, durante todo el trayecto (el que en realidad no era muy largo, ya que solamente teníamos que bajar unas pocas escaleras), estuvo refiriéndome experiencias de su viaje:

  • Los familiares de mi hijo son muy buena gente. Es que su mujer es de Las Alpujarras del Mar y, claro, ella no se sentía capaz de abandonar a sus padres. Mi consuegro está perfectamente, pero mi consuegra está enferma del corazón y, para colmo, le ha dado alfrémer de ese. Pobre mujer, apenas puede sostener el tenedor. No se acuerda casi de nada...

Aquellas palabras, sin esperarlo, me estremecieron de tristeza. El Alzheimer es una de las enfermedades que más horribles me parecen. Perder todos los recuerdos tras esforzarse infinitamente por vivir es como morir en vida. Me parece muy injusto que la memoria fenezca mucho antes que el cuerpo. Nunca podré entender por qué los humanos tienen que sufrir enfermedades tan escalofriantes. Sin saber por qué, en esos momentos pensaba en Wen. Me preguntaba qué sucedería si alguna vez él enfermaba, y ni siquiera era capaz de responderme, pues mi alma temblaba sobrecogedoramente por dentro de mí. Aquellos tristes pensamientos me alejaron inevitablemente de las palabras que la señora Hermenegilda todavía me dedicaba. La pena que se desprendía de aquellas injustas preguntas que me realizaba se intensificó cuando, repentinamente, mi razón se anegó en otra desalentadora pregunta: ¿qué ocurriría el día en que él se marchase para siempre de la vida? Y aquella pregunta, sin que yo pudiese intuirlo, me reveló que yo no aceptaba la mortalidad de Wen. No, no la aceptaba...

  • Y mi hijo Paco ha viajado mucho. Ya has visto todas las figuras que tengo en el armario de mi comedor —seguía hablándome—. Viaja tanto porque es un hombre de negocios, aunque nunca quiere decirme qué negocios maneja. La Loli, su mujer, me cuenta que están forrándose; pero que, entre el alquiler, los niños, los recibos... el dinero parece como si saltase por la ventana y volase lejos. Ayudan también a la madre de la Loli, que la pensión que tiene no da para nada, ni para las pastillas. No sé cuánto durará esto. Encima dicen que Robador ha timado miles de veces y que se gasta el dinero público en furcias. Este país es un asco, Pálida Millonaria; pero no quiero agobiarte con las cosas del gobierno, que seguro que te aburre la política. Por cierto, tienes unos ojos muy tristes hoy —advirtió de pronto, sorprendiéndome infinitamente—. ¿Es porque ese amor tuyo está viéndose con otra? Ay, mi amiga Fernanda pasó exactamente por lo mismo que tú. Descubrió que su marido la engañaba con una penca y fue a su casa y lo descubrió debajo de la cama de la zopenca. ¡Lo sacó a escobazos! Tendrías que mirar a ver si te pone los leños, ay, los cuernos, lo que pasa es que mi amiga Herminia y yo decimos los leños porque los cuernos no tiene sentido. Cuando alguien te es infiel, está poniéndote leños ardientes en tu vida... Bueno, ya hemos llegado. Aquí es. Bueno, ya lo sabes. He invitado a mis amigas Vicenta, Herminia y Fernanda, pero ni Herminia ni Vicenta han podido venir porque con este frío tienen las piernas que ni siquiera les palpitan. Mi amiga Fernanda está esperando a que vengas para conocerte. Ah, creo que ya la conoces. Estuvo en la fiesta de fin de año, si es que el amigo alemán no ha visitado también mi cabeza... ¡Ay, Fernanda, ven! Es que, entre que se levanta y viene, nosotras ya hemos entrado en el comedor. Por eso la aviso con tiempo, para que cuando lleguemos ya se haya levantado. Fernanda, aunque ya la conozcas, ésta es la Pálida Millonaria. Se llama Shraní o algo así... Tiene un nombre muy raro y difícil de pronunciar...
  • Me llamo Sinéad... —dije tímidamente.
  • Shraní... parece un nombre árabe —divagó la señora Fernanda—. Yo soy amiga de Hermenegilda. Somos amigas desde que aprendimos a coser.
  • Y éstos son mis hijos Paco, Manolo, Antonio, Rogelio, Magencio, Rodolfo y Leopoldo. Ellas son Lola, la mujer de Paco como te he dicho; Carmen, la mujer de Manolo; Isabel, la mujer de Rogelio; y Hortensia, la mujer de Magencio. Las demás no han podido venir. Esos tres niños pequeños que están comiendo las tostitas, ay, que no te he dicho lo que son aún, son los hijos de Paco y la Lola. Las tostitas son tortitas de harina, pero les pongo caramelo.

Me preguntaba, continuamente, cómo era posible que en aquel salón tan pequeño cupiese tanta gente; pero intenté disimular mi inquietud. Lo que más me desasosegaba era que el olor de la sangre podía tañerse con los dedos y estrujarse hasta volverlo parte de la piel...

  • Loh demáh niñoh no han poío vení —me informó la mujer de Paco—. Zan quedao en el campo con zu agüelo cudiando de zu agüela. Ziéntate, ziéntate aquí muhé, ¡que hay zitio pa toh! —me invitó señalándome una silla libre.
  • Gracias,  pero tampoco quería quedarme mucho tiempo —me excusé tímidamente.
  • ¡Pero zi tah máh blanca que la nieve! —gritó Paco—. ¡A vé zi toma un poco el zoooo! ¡Te vieneh a Lah Alpuharrah y ya veráh como te poneh máh tizná que un leño ardío en la lumbre! ¡Allí ze come mu bien! ¡Mi zuegra hace unoh potaheh que te chupa incluzo loh deoh de lo pieh! Ezo cuando ze acuerda de cómo ze cocina clarooo. Ven pacá, moza, ¡y proba ehta tohtita que ha hesho mi mare! Ehtan tan buenah que no te lo creeráh. Te parecerá raro cómo hablo, ¡pero eh que en Lah Alpuharrah del Mar ze te pega toh!
  • Sí, claro, lo entiendo. No, gracias. No me apetece comer. Hace poco que he merendado.
  • ¡Manolo, trae pacá la guitarra y tócale a la nena alguna canción de ezah de la tuyah! —le ordenó Loli.

No me apetecía en absoluto escuchar aquellas canciones “de las suyas” que podía tocarme aquel hombre, pues me imaginaba que la música sería tan vulgar como ellos, pero no objeté nada. Manolo se fue y regresó a los pocos segundos con una guitarra que parecía ser mucho más antigua que mi amada arpa celta.

  • ¡Ezta guitarra me la regaló mi paire cuando tenía dieh añoh! —me comunicó a gritos, como si pensase que yo estaba sorda—. ¡Era zuya! ¡Tocaba en loh vagoneh de loh treneh!
  • Este hijo mío... solamente se acuerda de mi tercer marido porque tocaba la guitarra —murmuró la señora Hermenegilda aparentemente disgustada—. De los siete, Manolo es el más artista —me informó—. En realidad todos eran muy inteligentes, pero se fueron al pueblo y se les turbó la mente.

Inesperadamente, antes de que yo pudiese contestar a las palabras de la señora Hermenegilda, Manolo comenzó a rasguear la guitarra y a cantar estridentemente, como si su cuerpo estuviese a punto de explotar:

  • ¡Ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyy, que me duele el alma de tanto amarteiiiiin! ¡Aaayyyy, que el corazón me ehplotará si te veo con ezoh ohoooooh!

Creí que aquella canción (por llamar de algún modo a aquellos intentos de música) duraría hasta que se terminase la vida de la Historia. Manolo no dejaba de aporrear la guitarra mientras cada vez gritaba más alto. Me sorprendía muchísimo que la señora Hermenegilda tuviese unos familiares tan... bien, creo que no existen palabras para definirlos. A la vez que Manolo cantaba una canción tan insoportablemente horrible, todos daban palmas (menos la señora Hermenegilda y Fernanda, quienes parecían sumamente disgustadas) y decían continuamente «¡ole! ¡Ole!».

Cuando, ¡al fin!, la canción terminó, todo se quedó en silencio. Rogué que aquella ausencia de sonidos fuese eterna, pero de pronto Magencio (el hombre más feo que había visto en mi vida, de cabellos y barbas abundantes y despeinados) se dirigió a mí:

  • ¿Tu zabeh tocáh algún ihtrumento?
  • Sí, sé tocar algunos —le contesté con calma y timidez. El suave tono de mi voz contrastó infinitamente con la forma tan estridente que todos tenían de hablar.
  • ¿Cuáleh? —se interesó su mujer.
  • Entre ellos, el arpa...
  • ¿El arpa? ¡Bah! ¡Zi con ezo no ze puede tocáh flamenco! —dijo disgustado, como si yo tuviese la culpa de aquello, pensando tal vez que aquella música que tan poco me gusta fuese la única existente en el mundo.
  • Lo siento, pero tengo que irme —indiqué alzándome de donde estaba sentada. Cada vez me sentía más incómoda. Nadie dejaba de mirarme profundamente.
  • ¡A vé zi algún día te vieneh a Lah Alpuharrah! —me gritó Loli—. ¡Allí hay ehpazio pa toh!
  • De acuerdo —dije tímidamente.

Inesperadamente, antes de que pudiese dirigirme hacia la puerta, uno de los tres hijos de Paco se lanzó a mis piernas y me aferró desesperadamente de la falda del vestido. Creía que me lo rompería, pues no dejaba de estirar, como si quisiese que me agachase. Me incliné un poco hacia abajo para que él pudiese mirarme a los ojos e, inesperadamente, con sus pequeñas y pegajosas manos, empezó a palparme el rostro, hundiendo en mis mejillas sus manchados dedos. Intenté retirarme de él, pero vino su hermano, quien me asió con fuerza de los cabellos, impidiéndome realizar el más sutil movimiento. Sus padres, en lugar de regañarlos, comenzaron a reírse. La señora Hermenegilda fue la única que se apiadó de mí. Mientras los tomaba de los brazos para apartarlos de mí, les dijo:

  • ¡Dejadla, va, que tiene que irse! Os promete que mañana mismo vuelve, ¿verdad, Pálida Millonaria?
  • Bueno, lo intentaré.
  • ¡Zi no queremoh que ze quede! —gritó el que me había palpado tan descaradamente el rostro—. Zólo queremoh tocarla porque parece un fantazma de lo blanca que eh.
  • ¡Niñoh, no zeáih tan maleducaoh! A vé zi la zeñorita va a penzá que no zabemoh educaroh —lo regañó Loli, su madre.

«No creo que les deis una educación ejemplar si ni siquiera vosotros sois educados. No sé por qué tenéis que hablar a gritos», les dije silenciosamente. Precisamente aquella tarde no me sentía capaz de soportar tantas sandeces; aunque sabía que tenía que esforzarme por sonreír.

  • Lo siento mucho, pero tengo que irme —me disculpé separándome definitivamente de los niños y alzándome del suelo—. Gracias por invitarme a su casa, señora Hermenegilda —le agradecí mientras me dirigía hacia la puerta—. No, no es necesario que me acompañe.
  • A vé zi vieneh máh, muhé, que noh hah caío mu bien —me gritó Leopoldo—. A mi muhé la habríah encantao.
  • Seguro que sí —contesté suavemente. Me pregunté si ellos me habrían oído, pues parecía como si no supiesen que existe la posibilidad de hablar tranquila y quedamente.

Cuando llegué a mi hogar, aún resonaban en mi mente las chillonas voces de aquellas personas tan vulgares. Me parecía que todavía gritaban a mi lado o que Manolo tocaba (o aporreaba) la guitarra. Sonreí cuando me percaté de que la vulgar brutalidad de aquellas personas contrastaba infinitamente con la delicadeza que se desprendía de todos los gestos, palabras y miradas de mis amigos.

Antes de sumergirme en las tiernas notas de alguna canción que me hiciese soñar y me ayudase a deshacerme de todas esas voces que chillaban brutalmente en mi mente, me dirigí hacia la ventana y perdí los ojos por el íntimo paisaje que la noche esbozaba. El cielo ya se había desprendido de los fulgores del día para entregarle sus rincones más acogedores y tiernos a la luz de las estrellas. El frío aliento del invierno helaba las calles, creando así una perfecta soledad cuya visión y percepción ahondaron la melancolía que siempre ha envuelto y protegido mi corazón. La soledad que anegaba las calles y mi morada me hacía extrañarlo mucho más, como si aquel silencio y aquella ausencia tan profunda contuviesen el eco de su voz. Mientras miraba hacia esas estrellas que refulgen pese al estridente resplandor de las farolas, rogué que la vida no nos desgarrase nuevamente el alma. Le pedí al silencio que resguardase tiernamente mis sentimientos para apartarlos de la injusta presencia del sufrimiento.