LA SOMBRA DEL ETERNO RETORNO
Desde hacía días, deseaba
acallar un silencio profundo que le llenaba toda el alma y gritaba en su
interior con una fuerza superior a la de cualquier huracán. Un remolino de
emociones se le anudaba a la garganta cada vez que intentaba sumergirse en sí
misma con el fin de entender lo que sentía, pero algo se le había quebrado
desde hacía más de seis meses. Seis meses no parecía una medida de tiempo muy
exacta, pues ella sabía que su tortura y su sufrimiento habían comenzado mucho
antes, desde que supo que tendría que abandonar su cálido hogar para lanzarse a
un futuro incierto en busca de una estabilidad económica que, en su tierra,
nunca podría conseguir. Impulsada por todas esas ideas que le fueron inculcando
desde niña, viajó a ese lugar desconocido en el que apenas podía aspirar el
aroma de la hierba. Poco a poco, fue consiguiendo esa estabilidad económica que
todos ansiaban para ella, pero le costaba mucho retener el dinero a su lado.
Ella, que siempre había sido humilde y nunca había pensado en lo que gastaba,
debía andar con mucho ojo con todo lo que compraba, debía hacer cuentas
interminables para comprender cuánto podía gastar en los días siguientes. Era
un sinvivir, algo que le quitaba el sueño, algo que la desorientaba en su vida.
Sus estudios la habían
construido como persona, pero no como ser humano que pudiese subsistir en esa
sociedad en la que todos vivían aparentemente tan conformes. Era un número más
en la seguridad social, un número más en las estadísticas, una persona más que
cogía el tren todos los días, tan temprano que ni siquiera había salido el sol.
Era una persona más que caminaba por la calle hacia una oficina en la que debía
permanecer encerrada durante ocho horas. Era una voz sin rostro para todos
aquéllos que se veían obligados a hablar con ella al otro lado del teléfono.
Era algo que no tenía personalidad para los responsables de su trabajo. Nadie
conocía bien su historia. Se hallaba en una tierra ajena en la que trataba de
encontrarse, pero, en todos esos días que llevaba allí viviendo, no había
conseguido conocer a nadie que pudiese conocerla.
Algunos días, salía de la
oficina más tarde de lo que deseaba porque, a último momento, le había entrado
una llamada de alguien que parecía intuir la prisa que se apoderaba de toda
ella cuando se acercaba la hora de salir. Debía ser cordial y fingir que esa
llamada no la fastidiaba. Cada día le resultaba más complicado esconder sus
sentimientos y, paradójicamente, cada día hablaba mejor, sabía modular con más
perfección su voz, hasta hacerles creer a todos aquéllos que conversaban con
ella que era la persona más alegre de la Tierra.
Cuando salía más tarde de lo
deseado de su trabajo, debía aguardar veinte minutos a que llegase el siguiente
autobús que la llevaría a la estación de tren. Veinte minutos. A nadie le
importaba que ella desperdiciase esos veinte minutos de su vida esperando el
autobús. Daba lo mismo. Ella lo único que debía hacer era trabajar lo mejor
posible, y punto. No cabían lamentaciones en ninguna parte. Había de callar y
seguir adelante, esforzándose día tras día por alcanzar esa estabilidad
económica que le permitiese comprar un piso en alguna parte. Lo cierto es que
había perdido el interés por cualquier hogar que pudiese conseguir en aquella
tierra insulsa en la que le costaba tanto adivinar el sabor de los alimentos.
No deseaba perder veinte
minutos de su vida sentada en la parada del autobús intentando que los que
aguardaban, como ella, ni siquiera la mirasen. Quería pasar desapercibida por
todos. No quería que nadie le hablase ni la mirase. Era una chica morena, con
el pelo muy largo, tenía los ojos marrones, era delgada y su estatura no
alcanzaba los ciento sesenta centímetros, pero ella no se sentía bonita en
aquel lugar; al contrario, notaba que sus ojos no brillaban igual, que la
mirada se le estaba apagando.
Una de esas tardes, decidió
caminar por los alrededores de la oficina en la que trabajaba tratando de
encontrar alguna imagen que le pudiese acariciar el alma. Su oficina se hallaba
cerca de una pequeña plaza en la que jugaban niños a la pelota. Aquella plaza
se encontraba rodeada por edificios altos construidos hacía más de tres
décadas, de los cuales apenas emanaba vida.
Se sentó en uno de los
bancos que había en aquella plaza. Curiosamente, el banco estaba rodeado por un
sinfín de flores que no despedían ningún olor. Intentando huir de la decepción
que aquello le produjo, sacó de su bolso el libro que pretendía leer desde
hacía semanas. No conseguía avanzar prácticamente nada. No podía leer. Cuando
posaba los ojos en aquellas letras impresas, algo se le quebraba por dentro. El
sonido silencioso de aquellas palabras escritas en su lengua le removía
demasiado el alma, pero no se atrevía a comprar libros escritos en castellano.
No quería alejarse de la melodía de su tierra. Deseaba retornar a ella siempre
que pudiese, aunque aquel retorno ficticio le rompiese el corazón, aunque no
pudiese desintegrar con aquellos acercamientos la distancia que la separaba de
su hogar. No quería ignorar que existía y saber que existía le dolía. Seguía
existiendo. Eso era lo que más la aliviaba, que todo seguía como siempre allí,
pero también era lo que más la laceraba.
Cuando luchaba contra sus
sentimientos intentando que éstos le permitiesen entender lo que leía, notó que
alguien caminaba hacia ella. Creyendo que se trataría de algún niño de los que
jugaban en aquella plaza, procuró ignorar aquella presencia, pero ésta se
corporeizó con precisión y, al instante, se apercibió de que alguien se había
sentado a su lado, alguien que irradiaba un fuerte olor a perfume de mujer.
Alzó tímidamente la cabeza y
la miró con curiosidad y miedo. No quería hablar con nadie, pero su educación
le impedía ignorar a las personas que se hallaban tan cerca de ella. Parpadeó
ante la potente mirada de la chica que se había situado a su lado. Tenía los
ojos grandes y muy azules. Parecían un pedazo de cielo caído a la tierra. Sus
pestañas eran doradas y tenía congelado en su rostro un gesto de curiosidad
como el que a ella también se le había helado en el alma.
Sus cabellos rubios,
brillantes y rizados caían libres por sus delgados hombros. Iba vestida con una
sencilla camiseta negra y una falda tejana. Tenía en la mano un bolso pequeño y
bastante usado y llevaba muchas pulseras en los dos brazos. Una punta de amatista
le colgaba del cuello.
—
Hola —la saludó amigablemente, sonriéndole. Al sonreír, ella advirtió
que llevaba aparatos en los dientes—. ¿Puedo sentarme contigo? Bueno, ya estoy
sentada, claro. Me refiero a si puedo estar contigo sentada aquí. —Ella asintió
extrañada, en silencio—. Vale, pues es que mira, este sitio a mí me gusta
mucho. Vigilo a mi hermano desde aquí. Mi hermano es ese niño con la camiseta
del Real Madrid. —Ella no tenía ni idea de cómo era una camiseta del Real
Madrid—. Es muy bueno jugando al fútbol, la verdad. Quiere ser futbolista, pero
eso es tan difícil... Realmente, es difícil ser algo que quieras ser en esta
vida, sobre todo si se trata de cosas tan así, así... como de mentira, como de
cuento o de novela. ¿Te gusta leer? —Ella volvió a asentir—. Pues es que yo soy
escritora, mira, no se lo leería a cualquier persona, pero a mí tú me caes
bien... —Sacó entonces una pequeña libreta de su bolso diminuto—. Escribí esto
el otro día, en el Retiro, ¿has ido al Retiro? Supongo que sí. Pues puse: “me
gustaría que el atardecer cayese sobre mí y me llevase junto a las estrellas
para anochecer sobre la ciudad y ver cómo amanece en el mundo.” Sé que no es
gran cosa, pero es que llevo un año escribiendo una novela de una chica que
tiene problemas psicológicos y que desea cosas imposibles que ella luego quiere
convertir en realidad cueste lo que le cueste. Va por la calle fijándose en
pequeñas cosas que la puedan llevar a realizar sus sueños. Bueno, te
preguntarás por qué te cuento todo esto. Pues te lo cuento porque he visto que
contigo se puede hablar. Me gustaría que me contestases, no creas. No quiero
que pienses que creo que se puede hablar contigo porque no me has interrumpido
ni me has dicho nada todavía. Sé que se puede hablar contigo porque de toda la
empresa eres la única que no se habla todavía con nadie. Yo también trabajo
donde trabajas tú. Te veo entrar todos los días en la oficina en silencio, como
si no quisieses que nadie te mirase, y realmente consigues pasar desapercibida
porque creo que las personas que quieren pasar desapercibidas pasan
desapercibidas. Es como algo que irradian, que no quieren que los demás les
hablen ni nada. Pues yo no tengo con quien hablar. Eso quería decirte, que no
tengo con quien hablar. Mis padres están divorciados y yo preferí quedarme con
mi padre porque mi madre... Bueno, mi madre... es otra cosa, pero con mi padre
apenas puedo hablar porque no coincidimos prácticamente. A mi hermano lo cuidan
mis abuelos paternos. Mis abuelos maternos viven en un pueblo de Euskadi,
porque es que resulta que yo soy de Euskadi, pero desde muy pequeña vivo aquí
en Madrid porque mis padres decidieron venirse aquí a Madrid a vivir. Mi padre
sí es de aquí, pero mi madre no y mi madre ha vuelto a Euskadi y de vez en
cuando vamos a verla mi hermano y yo, pero no me gusta mi madre. Es muy severa
y silenciosa. No le gusta escucharme hablar.
Ella se había quedado
pendiendo de su voz. Hacía mucho tiempo que nadie le hablaba durante tantos
momentos seguidos. El libro que intentaba leer se le había helado en las manos.
Tenía puesto el dedo índice de la mano derecha en la parte interior del lomo
del libro para no perder la página.
—
Me llamo Edurne. ¿Y tú? Por cierto, Edurne significa nieve en euskera.
No sé euskera y me encantaría aprender porque es la lengua de mi tierra. ¿Cómo
te llamas tú?
—
Uxía —dijo con timidez, pronunciando su nombre con lentitud y precisión
para que Edurne lo entendiese bien.
—
¿Uxía? —le preguntó con curiosidad.
—
Sí, Uxía.
—
Pues me parece muy bonito ese nombre. ¿De dónde es?
Ella no respondió. No quería
contestar. No quería explicarle que su nombre, en castellano, era Eugenia y que
era una virgen gallega...
—
Uxía. Suena a gallego. ¿Es que eres gallega?
Asintió, retirándole la
mirada y cerrando los ojos.
—
¡Ahí va! ¡Somos del norte las dos, entonces!
—
Lo somos, sí —respondió sin mirarla aún, con una voz suave y casi
inaudible.
—
Eres muy tímida, ¿verdad? Bueno, dicen que las personas tímidas son las
que más merecen la pena. Las que hablan tanto como yo... Bueno, no digo que
sean peores, pero somos diferentes. Las que nos damos a conocer enseguida somos
más cansinas. Las que no habláis tan rápido de vosotras tenéis un misterio que
sólo esconde una gran persona.
—
Gracias. Nunca interpretaron de ese modo mi timidez.
—
Huy, te canta el acento, Uxía. No sé cómo no me he dado cuenta antes de
que eres gallega.
—
Tampoco hablé tanto.
—
¿Y qué haces aquí?
—
Vine porque se me escapó el autobús.
—
No, mujer. Aquí en Madrid —rió Edurne con ganas.
—
Trabajar.
—
¿Sólo eso?
—
Sólo eso.
Edurne se quedó en silencio,
mirando curiosa a Uxía, quien apenas alzaba sus ojos castaños. Aquel “sólo eso”
escondía demasiadas cosas. Escondía una verdad dolorosa que Uxía no se atrevía
a convertir en palabras por miedo a que se le partiese el alma delante de una
desconocida que, en esos momentos, había comenzado a ser una conocida que
quería oírla hablar.
—
No encontraba trabajo en Ourense y me vine a Madrid —prosiguió con
esfuerzo.
—
Pero ¿conoces a alguien o vives sola?
—
Vivo en un piso compartido con estudiantes. No puedo pagarme un piso
para mí sola.
—
Está la cosa muy cara, es cierto.
Esa frase le golpeó el
corazón. Sin saberlo, Edurne le había lanzado una flecha impregnada de veneno
que se le había clavado en lo más hondo del alma. Como respuesta a la dolorosa
reacción que le habían provocado esas palabras, Uxía miró rápidamente el reloj
que llevaba en su muñeca derecha y se levantó con calma, fingiendo que se
sentía tranquila cuando lo cierto era que un terremoto le agitaba todo su ser.
—
He de irme, Edurne. Dentro de tres minutos, pasará mi autobús.
—
¿Dónde vives?
—
En Alcalá de Henares.
—
¡Está muy lejos de aquí!
—
Lo sé. Llevo seis meses haciendo este trayecto dos veces al día.
—
¿Quieres que te acerque a casa en mi coche? Lo tengo aparcado cerca de
aquí.
—
No es necesario, de veras.
Edurne le sonrió y Uxía se
despidió de ella con un ligero movimiento de cabeza. El autobús pasaba por la
parada justo cuando ella llegó. El conductor la conocía, por lo que se detuvo
al instante y le abrió la puerta para que pudiese subir. Intercambiaron un
cordial “buenas tardes” y, acto seguido, Uxía se refugió en los últimos
asientos del vehículo, rogando que nadie le preguntase nada ni la mirase. Sabía
que a todos los viajeros de aquel medio de transporte les fastidiaba que ella
siempre detuviese la rapidez con la que el vehículo debía desplazarse porque
siempre llegaba tarde. Nunca estaba en la parada cuando el autobús pasaba; pero
no era culpa suya. Ya le gustaría decirles que ella sólo cumplía con su
trabajo, que, si fuese por ella, no se subiría a ese autobús ni a ninguno que
circulase por esa ciudad, que su deseo no era precisamente viajar en aquellos
asientos duros que reforzaban el dolor de espalda que le había surgido hacía
seis meses; pero callaba, como siempre, como nunca había callado antes.
Llegó a su casa a las dos
horas. Nadie la recibió. Nadie se apercibió de que había llegado. Se dirigió
directamente hacia el baño para darse una ducha rápida. Justo entonces advirtió
que algo había cambiado en su interior. La profundísima tristeza que siempre
gritaba en su ser se había calmado un poco. Brillaba en ella una ilusión tenue
que la detenía para que reflexionase, que la instaba a rebuscar en sus
pensamientos hasta encontrar la causa de esa dicha tan súbita. Sí, se sentía
levemente sosegada por algo que no conseguía descifrar. Tal vez fuese Edurne la
que había disminuido su pena. Era ella, sí. Alguien se había dignado fijarse en
su existencia. Alguien había querido hablar con ella, después de seis meses de
absoluta indiferencia, después de seis meses preguntándose por qué en aquella
ciudad nadie la miraba ni se planteaba que respiraba. Sin embargo, una voz
burlona le advirtió de que no debía ilusionarse tanto, pues lo único que Edurne
quería era que ella la escuchase, nada más. Seguramente, a Edurne no le
interesarían su vida ni sus sentimientos. Lo único que ella anhelaba (y bien se
lo había comunicado) era desahogarse, era tener a alguien que la escuchase
porque en su casa no podía hablar con nadie. Nada más. Ella no importaba. Era
Edurne quien importaba, como siempre. Eran los demás los que recibían toda la
importancia que ella nunca se merecía tener. Siempre los demás.
Se duchó con rabia, con
movimientos rápidos, sintiendo que algo le ardía en la garganta, que una fuerza
indómita le quemaba en los ojos, que la sangre se le había convertido en plomo
y que se ahogaba, se ahogaba en su frustración. “Vida miserenta” pensaba
continuamente, sin calma, sin silencio.
Se peinó su largo pelo negro
casi sin importarle nada, se lo secó sin fijarse en cómo le estaba quedando el
peinado y salió del baño después de vestirse con unos pantalones tejanos y una
camiseta que llevaba estampada la versión estrellada de la bandera de su
tierra. Salió a la calle rápidamente, sin coger nada, ni el móvil ni las llaves,
y empezó a caminar y a caminar sin importarle a dónde podían dirigirle sus
pasos. No conocía nada de lo que la rodeaba y no deseaba conocerlo. Quería
huir, correr de regreso a casa. Aquella vida no tenía importancia, no importaba
nada. El atardecer caía sobre ella como una amenaza, como si el cielo brillante
del ocaso quisiese aplastarla. Seis meses, seis meses lejos de quienes la
conocían y podían entenderla, lejos de su hogar y de las calles de su ciudad,
lejos de sí misma. ¿Qué sentido tenía aquello? ¿Y todo aquello por una
estabilidad económica que apenas la mantenía con vida?
Había pasado seis años de su
vida en la universidad. ¿Para qué? Para que aquellos conocimientos le
alimentasen el alma y la construyesen como persona; pero nada había sido
suficiente. Debía presentarse a unas oposiciones de enseñanza si quería tener
futuro, pero no conseguía estudiar, no conseguía enfrentarse a todos esos temas
que podían asegurarle la vida que siempre había soñado tener. Enseñar a hablar
y entender bien la lengua de su tierra, de su país, al fin y al cabo, a
personas que ni siquiera estaban interesadas en saberla hablar, leerla,
escribirla. Sentía que en aquel momento de la Historia todo había perdido
importancia para todo el mundo, que ningún esfuerzo obtenía recompensa, que ni
siquiera el cielo del día aguardaba ya la presencia de las estrellas, porque
eran muchos años de Historia, muchos años de vida ya en la Tierra, muchos
siglos vividos. Nada se vivía ya con ilusión. Estaba segura de que la Tierra
también sentía esa carencia de ilusión a medida que iban pasando los años, como
los niños que al ser niños se ilusionan por todo y que pierden esa capacidad de
emocionarse conforme la vida los va rasgando por dentro. Exactamente igual que
esos niños que ya no encuentran ilusión en cada nuevo día. Todos pasamos por
ese momento en el que no sentimos que la vida sea una ilusión, sino una
obligación, mantener abierto un regalo que no queremos mirar ni tocar.
¿De dónde había manado tanto
desaliento? ¿Quién le había enseñado a pensar de ese modo tan negativo? ¿Qué
sentido tenía vivir así? De pronto, tomó una resolución. Volvió sobre sus
pasos, corriendo, como si alguien la persiguiese. Tal vez la persiguiese la tristeza
que, durante más de veinte semanas, le había gritado en el alma con una fuerza
insoportable. Tal vez fuesen las pocas ganas de vivir que le quedaban las que
iban en pos de ella. Ella regresaba a la vida. Quería regresar a la vida.
Quería recuperar la ilusión de vivir, de soñar de nuevo, de despertar
sonriéndole al día que empezaba.
Llegó a casa y tuvo que
llamar al timbre, pues se había dejado las llaves. Le abrió Marta, una de las
compañeras de piso que llevaban compartiendo hogar con ella desde que llegara
hacía seis meses. No le dijo nada, como siempre. Marta parecía muda, pero no lo
era. Bien alzaba la voz cuando discutía con Sergio, el otro chico insoportable
con el que Uxía tenía que compartir piso. Uxía miró a Marta con cien
interrogantes en la mirada, como si, en ese momento, quisiese recuperar todas
las palabras que nunca se habían dirigido. Marta le devolvió una mirada de
indiferencia. Marta ni siquiera sabía de dónde era Uxía, ni le importaba. Tan
absorta en su mundo, su existencia sólo se componía de libros en los que se
sumergía horas y horas y en chicos que iba desechando como si fuesen muñecos.
Nada más. El resto, ¿qué más daba? Tal vez estuviese sumida en el mismo vacío
en el que flotaba Uxía, pero tampoco quería saberlo.
Uxía preparó el bolso con
sus llaves y su documentación. Nada más. No se llevaría ni el móvil ni todos
esos libros que la habían mantenido cerca de su tierra durante esos seis meses
de vacío. Sólo cogió documentación y dinero. Necesitaba dinero, algo de dinero,
sólo.
Entonces volvió a salir y
corrió hacia la estación de tren de Alcalá de Henares. Subió a un tren que la
llevaría a Atocha, desde donde tomaría otro que la llevaría a Chamartín y, de
ahí, un Albia que la llevaría de regreso a casa en cinco horas. Conocía de
memoria los horarios de esos trenes, pues demasiadas veces los había
memorizado, tal vez preparándose para una ocasión como la que se le acababa de
presentar. Estaba tan resuelta que no pensaba en nada más.
Corría por los andenes de
Chamartín cuando, de repente, oyó que alguien la llamaba. No quería que su
nombre sonase en aquel lugar, lleno de tanta gente desconocida. No quería que
su nombre volviese a sonar lejos de su hogar, pero ya no había vuelta atrás.
Había sonado en medio del barullo, del escándalo hecho de tantas voces
chirriantes. Quiso ignorar esa voz que la llamaba, pero alguien la tomó
rápidamente del brazo. Una respiración agitada le acarició el cuello y una mano
cariñosa buscó sus dedos.
—
¿Qué haces aquí, Uxía?
Edurne la miraba con interés
y sorpresa. Uxía lamentó tanto en aquel momento que aquella chica se hubiese
sentado a su lado...
—
He de volver a Ourense —dijo solamente.
—
¿Ahora? Pero si mañana es miércoles...
—
He de volver.
—
Pero ¿y el trabajo, Uxía?
Uxía no contestó. Con
delicadeza, se deshizo de la mano de Edurne y, tras mirarla tímidamente a los
ojos, le dijo:
—
Que se queden con ese trabajo mal pagado. Yo no lo quiero.
—
¿Vuelves a Ourense, entonces?
—
Vuelvo.
—
Pero ¿por qué con tanta urgencia?
—
Porque está muriendo un ser querido.
Edurne se quedó atónita, sin
saber qué decir, mirándola con una lástima repentina que ensombreció sus
clarísimos ojos azules.
—
Vaya, lo siento. Si quieres, digo en la empresa que...
—
No digas nada. A nadie le importará que falte.
—
Por supuesto que le importará y...
—
Sólo soy un número. Cualquier otra persona podrá sustituirme.
—
Estaban muy contentos contigo, Uxía.
—
Nunca me lo dijeron.
—
Lo estaban. Yo trabajo en el departamento de recursos humanos y...
—
No me importa, Edurne, de veras. Gracias por preocuparte por mí. Adiós.
Uxía se separó de ella antes
de que Edurne pudiese detenerla con otra palabra o gesto más. No obstante,
antes de que Uxía estuviese lejos, le dijo con claridad:
—
Si vuelves, te presentaré a mis amigos, iremos juntas a fiestas
preciosas en las que relucirás, te llevaré al teatro e incluso podemos viajar
juntas a Euskadi para que conozcas mi tierra. Yo también quiero conocer la
tuya.
Uxía no se volteó. Sus ojos
castaños eran dos lagos en los que se hundían la miseria y la nostalgia más
dolorosa.
—
Si quieres, puedo ir contigo ahora mismo y... así no vas sola. Es un
viaje muy largo.
—
Só cinco horas —dijo para sí misma—. Cinco horas e poderei despedirme.
Edurne no pudo detenerla. Ni
siquiera pudo asomarse a sus ojos por última vez. Una mano le apretaba el
corazón. Se había imaginado junto a Uxía en una de esas fiestas a las que solía
acudir tan a menudo, bailando con ella bajo las incandescentes luces que
danzaban al compás de la potente música que los envolvía a todos, con un coctel
en la mano, sonriéndole, riéndose con ella. Se la había imaginado vestida de
rojo, ese rojo intenso que contrastaría con sus negrísimos cabellos lisos, con
esos ojos marrones y tan grandes, con esa piel pálida que era el reflejo más
bonito de la nieve, la nieve que ella llevaba en su nombre. Se había imaginado
presentándole a sus amigos más queridos y diciendo: “ella es Uxía y es de
Galicia”; pero nada de eso sería posible. Otra vez más, se le había escapado
una ilusión, alguien en quien confiar, alguien que podría haber sido su hermana.
De nuevo, la vida la había herido.
Uxía se subió al tren y se
acomodó en un asiento junto a la ventana. A aquellas alturas del año, aquellos
días tan grises y tristes de noviembre, prácticamente nadie tomaba ese tren
para volver a Ourense. Muy pocos viajeros compartían vagón con ella; lo cual la
serenaba. Se arrepintió de no haber introducido libros o el móvil en su bolso,
pero no quería nada en aquellos momentos ni lo querría en los siguientes.
El traqueteo del tren y el
sonido de su rodar por las vías la sumieron en un sueño tibio que se
interrumpió justo antes de entrar en la estación de la ciudad. El corazón le
golpeó el pecho con fuerza cuando reconoció los andenes de la estación de
Ourense. Al bajar, el frío de la noche le acarició la piel, esa piel pálida
llena de tantas derrotas ya, y la impulsó a correr hacia la salida de la
estación. Era de noche. Brillaban las estrellas tras una gruesa capa de nubes
que no se atrevían a deshacerse en llanto. Cruzó la avenida de las Caldas con
calma, gozando de cada paso. La cuesta abajo que formaba aquella calle la
empujaba tiernamente, impulsándola a correr, pero ella quería alargar esos
momentos. Su casa estaba en la rúa do Progreso, cerquísima de la rúa do Paseo,
pero no llegaría hasta allí.
Cruzó el paso de cebra que
la separaba del puente Romano y entonces se detuvo. Las farolas amarillentas
brillaban sobre la piedra. No había ruido, no había sonido. El Miño callaba, la
noche era serena, no había malestar, no había tristeza. Nadie, excepto la
ciudad, sabía que estaba allí, escondiéndose de la vida, del mundo, de la
estabilidad económica.
Estabilidad económica. Qué
ridículas le resultaban esas dos palabras que encerraban una realidad
inventada. Estabilidad. La única estabilidad que conocía estaba allí, en esa
piedra, en ese río quedo.
Se acercó al primer pretil
que se encontraba al entrar al puente y se quedó asomada al río unos
larguísimos instantes. Un viento suave jugó con sus cabellos negros y le secó
las lágrimas que habían humedecido sus mejillas, sin atreverse a resbalar. Se
aferró a la barandilla que la separaba del río como si en ese momento quisiese
recuperar la fuerza que le había faltado durante esos seis meses que había
permanecido lejos de su hogar. Seis meses que parecían seis años, seis siglos,
seis vidas.
“Nunca máis me separarán de
ti” se dijo mientras cerraba con fuerza los ojos. “Nunca máis serei ninguén
fóra de eiquí nin tentarei selo”. Sentía que, al fin, alguien entendía sus
pensamientos.
No pensó, no recordó, no
quiso sentir. Se impulsó hacia el río, rogando que todo se apagase en aquel
momento. Lo único que lamentó fue no haber escrito una carta de despedida a su
familia, pero tampoco importaba. Nadie habría comprendido sus palabras. Nadie
habría entendido por qué prefería morir antes que seguir viviendo en aquel
teatro en el que no había ningún papel para ella. No quedaba ya más lucha.
Las aguas del Miño estaban
frías, pero ella no tembló. Se hundió y se hundió en el río, notando la falta
de aire, notando que su cuerpo se agitaba en un último intento de seguir
viviendo. Se golpeó la espalda con las rocas, se hundió en la oscuridad más
húmeda y densa, pero, en el fondo de su ser, su alma brillaba, al fin, después
de tanto tiempo sin luz, sin vida. Pudo recuperar la vida en la muerte. La muerte
le devolvió la vida.
Semanas después, lejos de la
ciudad de Ourense, cerca da Garda, en la linde entre Galicia y Portugal, un
hombre mayor, pescador desde siempre, encontró su cuerpo hinchado y deshecho.
Sus ojos seguían abiertos, llenos de agua y vida.