domingo, 29 de septiembre de 2019

¡CÁLLATE!


¡CÁLLATE!

“¿Quién te crees que eres? ¿Quién pretendes ser? Deseas tantas cosas y, sin embargo, eres tan sumamente incapaz de llevarlas a cabo... No eres capaz de luchar por nada ni de responder a tus principios esenciales. Mírate. Mírate bien al espejo y dite a ti misma lo que ves. Pretendes aparecer bella ante la gente. Sientes envidia de esas mujeres que tienen la capacidad de pasar largos minutos de sus días ante el espejo maquillándose y acicalándose y que, además, gozan del vigor suficiente para hacer deporte y llevar una dieta sana; pero ni siquiera esa envidia que sientes te anima a volver realidad lo que deseas hacer. No eres capaz ni de comer sano, ni de hacer deporte ni de cuidarte. Sales a la calle vestida siempre con pantalones tejanos y una camiseta sosa con algún mensaje estúpido que ni e entiendes. Trabajas en una frutería y mueren allí tus horas ya muertas. ¿Quién pretendes ser, tú, ingenua perezosa? ¿De qué te quejas? No fuiste capaz de acabar la carrera de psicología que empezaste con tanta ilusión y ni tan sólo fuiste capaz de luchar por el amor de ese chico que tanto querías. ¿Por qué? Porque no eres capaz de nada, porque te superan las dificultades, porque no naciste para ser fuerte ni valiente, por muy valiente que los demás crean que eres. No eres valiente. Tienes una suerte que no te mereces. No te mereces la familia que tienes, tan buena y amable, no te mereces tener trabajo porque no lo aprecias. No te mereces tener una cara bonita porque ni siquiera sabes cuidártela. No te mereces nada. Ni siquiera te mereces morir porque la muerte sería un alivio para ti. Sufres por detalles insignificantes que te vuelven absurda. Eres absurda, tonta y completamente prescindible. Es comprensible que no entiendas por qué los demás te quieren. Estás volviéndote como la mayoría de mujeres que viven sin ilusión, que caminan por el mundo sin cuidar su aspecto. Estás gorda y tienes una cara de absoluta amargura. No eres capaz de mirarte a los ojos porque, cuando lo haces, lo único que encuentras en tu mirada es odio, odio hacia ti misma. Sientes ese odio recorriéndote las venas y ansías poder darte una paliza a ti misma. ¿Cómo es posible que no te hayas tirado todavía por el balcón? ¿A qué esperas? Mírate, qué pena das. Vas vestida con unos simples tejanos y una camiseta tras la cual intentas ocultar esa barriguita que te está saliendo. No quedas con tus amigas porque te sientes inferior a su lado, al lado de todas tus amigas. Las ves más guapas, sientes que tienen más energía que tú, más cosas que contar, que viven una vida excelente, que no tienen problemas, que te gustaría ser como ellas, que las quieres imitar en lo que más te gusta de ellas, pero no eres capaz de nada. Cuando llegas del trabajo, lo único que haces es abrir un paquete de galletas de chocolate y comértelas mirando ese concurso de preguntas. Intentas contestar alguna de esas preguntas, pero no puedes porque eres una ignorante. De eso también te quejas, de que no sabes nada. La cultura te atrae mucho, pero ni siquiera eres capaz de pasar una mañana de sábado en el museo del Prado. Sientes envidia de esas amigas tuyas que trabajan como profesoras. Te habría gustado ser profesora, pero, evidentemente, tampoco has sido capaz de luchar por ese sueño. Personas como tú no deberían estar vivas. No deberían nacer, simplemente. Un día, te despiertas con ganas de cambiar de color de cabello. Ahora lo llevas negro azabache. La peluquera te advirtió de que el negro es un tinte que cuesta mucho de quitar, pero no quisiste escucharla y ahora echas de menos ese color rojizo que hacía brillar tu cara un poco, sólo un poco, porque tu piel no tiene brillo. Eres apagada como una noche sin estrellas. Creen que eres bonita, pero tú no piensas eso en absoluto. Eres normal, incluso algo fea. Tienes unas mejillas demasiado redondas, unos ojos pequeños e insignificantes, unos labios finos. No hay nada especial en ti. De veras, no pierdas más tiempo. No le hagas perder más tiempo a la sociedad. Desaparece. Es lo único que te mereces, desaparecer. Tus padres te llorarán cuando mueras, pero se acostumbrarán rápido a vivir sin ti. No sueles hablar con ellos para nada. Nunca hacéis planes juntos. Parece que su desgana es lo único que heredaste de ellos.”

“¡Cállate! ¡Cállate de una vez!” Grité histérica dándole un puñetazo al espejo. La voz no desapareció, sino que comenzó a hablarme mucho más agresivamente.

“Pero ¿qué haces? ¿Qué has conseguido con eso, estúpida? Pues hacerte daño. Te sangran los nudillos, idiota. Has roto el espejo, imbécil. Ni siquiera te duele esa herida que tú misma te acabas de hacer. No me callaré nunca, jamás. Gritaré por dentro de ti siempre, hasta el último instante de tu vida. No puedes deshacerte de mí. Soy la voz del odio que sientes hacia ti misma. Soy la voz de la rabia que tú misma te inspiras. Soy el odio a tu ser, el rencor hacia tu existencia. Mátate y, entonces, yo desapareceré. No soy tu verdugo. Tú eres tu propia verdugo. Durante años, fuiste matándote. Acaba con esto de una vez. Nada cambiará. Seguirá todo igual durante años. No hay solución para ti.”

“¡Quiero ser libre!” Grité de nuevo dándole otro puñetazo al espejo, con mucha más fuerza que antes. Sentí que la herida que me acababa de hacer se volvía más profunda y que algunos cristales se mezclaban con la sangre que comenzó a manarme con más intensidad. Entre lágrimas, agarré un cristalito entre mis trémulos dedos y me hice otro corte profundo en el brazo. No moriría volando hacia la nada. No me lanzaría por el balcón como yo misma me ordenaba. Moriría en un charco de sangre, de mi propia sangre, y la saborearía hasta quedarme sin aliento, hasta beberme mi propio aire. No moriría rápidamente. No me merecía una muerte rápida. Me merecía apagarme poco a poco, sufrir mi marcha, notar cómo mi vida se convertía en silencio.

Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Escribir con sangre estas palabras, con los últimos suspiros de mi destino le doy punto final a toda mi indiferencia. Quisiera hundir el recuerdo de mí misma en este lago de sangre en el que me gustaría ahogarme.

 

lunes, 23 de septiembre de 2019

LA SOMBRA DEL ETERNO RETORNO


LA SOMBRA DEL ETERNO RETORNO

Desde hacía días, deseaba acallar un silencio profundo que le llenaba toda el alma y gritaba en su interior con una fuerza superior a la de cualquier huracán. Un remolino de emociones se le anudaba a la garganta cada vez que intentaba sumergirse en sí misma con el fin de entender lo que sentía, pero algo se le había quebrado desde hacía más de seis meses. Seis meses no parecía una medida de tiempo muy exacta, pues ella sabía que su tortura y su sufrimiento habían comenzado mucho antes, desde que supo que tendría que abandonar su cálido hogar para lanzarse a un futuro incierto en busca de una estabilidad económica que, en su tierra, nunca podría conseguir. Impulsada por todas esas ideas que le fueron inculcando desde niña, viajó a ese lugar desconocido en el que apenas podía aspirar el aroma de la hierba. Poco a poco, fue consiguiendo esa estabilidad económica que todos ansiaban para ella, pero le costaba mucho retener el dinero a su lado. Ella, que siempre había sido humilde y nunca había pensado en lo que gastaba, debía andar con mucho ojo con todo lo que compraba, debía hacer cuentas interminables para comprender cuánto podía gastar en los días siguientes. Era un sinvivir, algo que le quitaba el sueño, algo que la desorientaba en su vida.

Sus estudios la habían construido como persona, pero no como ser humano que pudiese subsistir en esa sociedad en la que todos vivían aparentemente tan conformes. Era un número más en la seguridad social, un número más en las estadísticas, una persona más que cogía el tren todos los días, tan temprano que ni siquiera había salido el sol. Era una persona más que caminaba por la calle hacia una oficina en la que debía permanecer encerrada durante ocho horas. Era una voz sin rostro para todos aquéllos que se veían obligados a hablar con ella al otro lado del teléfono. Era algo que no tenía personalidad para los responsables de su trabajo. Nadie conocía bien su historia. Se hallaba en una tierra ajena en la que trataba de encontrarse, pero, en todos esos días que llevaba allí viviendo, no había conseguido conocer a nadie que pudiese conocerla.

Algunos días, salía de la oficina más tarde de lo que deseaba porque, a último momento, le había entrado una llamada de alguien que parecía intuir la prisa que se apoderaba de toda ella cuando se acercaba la hora de salir. Debía ser cordial y fingir que esa llamada no la fastidiaba. Cada día le resultaba más complicado esconder sus sentimientos y, paradójicamente, cada día hablaba mejor, sabía modular con más perfección su voz, hasta hacerles creer a todos aquéllos que conversaban con ella que era la persona más alegre de la Tierra.

Cuando salía más tarde de lo deseado de su trabajo, debía aguardar veinte minutos a que llegase el siguiente autobús que la llevaría a la estación de tren. Veinte minutos. A nadie le importaba que ella desperdiciase esos veinte minutos de su vida esperando el autobús. Daba lo mismo. Ella lo único que debía hacer era trabajar lo mejor posible, y punto. No cabían lamentaciones en ninguna parte. Había de callar y seguir adelante, esforzándose día tras día por alcanzar esa estabilidad económica que le permitiese comprar un piso en alguna parte. Lo cierto es que había perdido el interés por cualquier hogar que pudiese conseguir en aquella tierra insulsa en la que le costaba tanto adivinar el sabor de los alimentos.

No deseaba perder veinte minutos de su vida sentada en la parada del autobús intentando que los que aguardaban, como ella, ni siquiera la mirasen. Quería pasar desapercibida por todos. No quería que nadie le hablase ni la mirase. Era una chica morena, con el pelo muy largo, tenía los ojos marrones, era delgada y su estatura no alcanzaba los ciento sesenta centímetros, pero ella no se sentía bonita en aquel lugar; al contrario, notaba que sus ojos no brillaban igual, que la mirada se le estaba apagando.

Una de esas tardes, decidió caminar por los alrededores de la oficina en la que trabajaba tratando de encontrar alguna imagen que le pudiese acariciar el alma. Su oficina se hallaba cerca de una pequeña plaza en la que jugaban niños a la pelota. Aquella plaza se encontraba rodeada por edificios altos construidos hacía más de tres décadas, de los cuales apenas emanaba vida.

Se sentó en uno de los bancos que había en aquella plaza. Curiosamente, el banco estaba rodeado por un sinfín de flores que no despedían ningún olor. Intentando huir de la decepción que aquello le produjo, sacó de su bolso el libro que pretendía leer desde hacía semanas. No conseguía avanzar prácticamente nada. No podía leer. Cuando posaba los ojos en aquellas letras impresas, algo se le quebraba por dentro. El sonido silencioso de aquellas palabras escritas en su lengua le removía demasiado el alma, pero no se atrevía a comprar libros escritos en castellano. No quería alejarse de la melodía de su tierra. Deseaba retornar a ella siempre que pudiese, aunque aquel retorno ficticio le rompiese el corazón, aunque no pudiese desintegrar con aquellos acercamientos la distancia que la separaba de su hogar. No quería ignorar que existía y saber que existía le dolía. Seguía existiendo. Eso era lo que más la aliviaba, que todo seguía como siempre allí, pero también era lo que más la laceraba.

Cuando luchaba contra sus sentimientos intentando que éstos le permitiesen entender lo que leía, notó que alguien caminaba hacia ella. Creyendo que se trataría de algún niño de los que jugaban en aquella plaza, procuró ignorar aquella presencia, pero ésta se corporeizó con precisión y, al instante, se apercibió de que alguien se había sentado a su lado, alguien que irradiaba un fuerte olor a perfume de mujer.

Alzó tímidamente la cabeza y la miró con curiosidad y miedo. No quería hablar con nadie, pero su educación le impedía ignorar a las personas que se hallaban tan cerca de ella. Parpadeó ante la potente mirada de la chica que se había situado a su lado. Tenía los ojos grandes y muy azules. Parecían un pedazo de cielo caído a la tierra. Sus pestañas eran doradas y tenía congelado en su rostro un gesto de curiosidad como el que a ella también se le había helado en el alma.

Sus cabellos rubios, brillantes y rizados caían libres por sus delgados hombros. Iba vestida con una sencilla camiseta negra y una falda tejana. Tenía en la mano un bolso pequeño y bastante usado y llevaba muchas pulseras en los dos brazos. Una punta de amatista le colgaba del cuello.

   Hola —la saludó amigablemente, sonriéndole. Al sonreír, ella advirtió que llevaba aparatos en los dientes—. ¿Puedo sentarme contigo? Bueno, ya estoy sentada, claro. Me refiero a si puedo estar contigo sentada aquí. —Ella asintió extrañada, en silencio—. Vale, pues es que mira, este sitio a mí me gusta mucho. Vigilo a mi hermano desde aquí. Mi hermano es ese niño con la camiseta del Real Madrid. —Ella no tenía ni idea de cómo era una camiseta del Real Madrid—. Es muy bueno jugando al fútbol, la verdad. Quiere ser futbolista, pero eso es tan difícil... Realmente, es difícil ser algo que quieras ser en esta vida, sobre todo si se trata de cosas tan así, así... como de mentira, como de cuento o de novela. ¿Te gusta leer? —Ella volvió a asentir—. Pues es que yo soy escritora, mira, no se lo leería a cualquier persona, pero a mí tú me caes bien... —Sacó entonces una pequeña libreta de su bolso diminuto—. Escribí esto el otro día, en el Retiro, ¿has ido al Retiro? Supongo que sí. Pues puse: “me gustaría que el atardecer cayese sobre mí y me llevase junto a las estrellas para anochecer sobre la ciudad y ver cómo amanece en el mundo.” Sé que no es gran cosa, pero es que llevo un año escribiendo una novela de una chica que tiene problemas psicológicos y que desea cosas imposibles que ella luego quiere convertir en realidad cueste lo que le cueste. Va por la calle fijándose en pequeñas cosas que la puedan llevar a realizar sus sueños. Bueno, te preguntarás por qué te cuento todo esto. Pues te lo cuento porque he visto que contigo se puede hablar. Me gustaría que me contestases, no creas. No quiero que pienses que creo que se puede hablar contigo porque no me has interrumpido ni me has dicho nada todavía. Sé que se puede hablar contigo porque de toda la empresa eres la única que no se habla todavía con nadie. Yo también trabajo donde trabajas tú. Te veo entrar todos los días en la oficina en silencio, como si no quisieses que nadie te mirase, y realmente consigues pasar desapercibida porque creo que las personas que quieren pasar desapercibidas pasan desapercibidas. Es como algo que irradian, que no quieren que los demás les hablen ni nada. Pues yo no tengo con quien hablar. Eso quería decirte, que no tengo con quien hablar. Mis padres están divorciados y yo preferí quedarme con mi padre porque mi madre... Bueno, mi madre... es otra cosa, pero con mi padre apenas puedo hablar porque no coincidimos prácticamente. A mi hermano lo cuidan mis abuelos paternos. Mis abuelos maternos viven en un pueblo de Euskadi, porque es que resulta que yo soy de Euskadi, pero desde muy pequeña vivo aquí en Madrid porque mis padres decidieron venirse aquí a Madrid a vivir. Mi padre sí es de aquí, pero mi madre no y mi madre ha vuelto a Euskadi y de vez en cuando vamos a verla mi hermano y yo, pero no me gusta mi madre. Es muy severa y silenciosa. No le gusta escucharme hablar.

Ella se había quedado pendiendo de su voz. Hacía mucho tiempo que nadie le hablaba durante tantos momentos seguidos. El libro que intentaba leer se le había helado en las manos. Tenía puesto el dedo índice de la mano derecha en la parte interior del lomo del libro para no perder la página.

   Me llamo Edurne. ¿Y tú? Por cierto, Edurne significa nieve en euskera. No sé euskera y me encantaría aprender porque es la lengua de mi tierra. ¿Cómo te llamas tú?

   Uxía —dijo con timidez, pronunciando su nombre con lentitud y precisión para que Edurne lo entendiese bien.

   ¿Uxía? —le preguntó con curiosidad.

   Sí, Uxía.

   Pues me parece muy bonito ese nombre. ¿De dónde es?

Ella no respondió. No quería contestar. No quería explicarle que su nombre, en castellano, era Eugenia y que era una virgen gallega...

   Uxía. Suena a gallego. ¿Es que eres gallega?

Asintió, retirándole la mirada y cerrando los ojos.

   ¡Ahí va! ¡Somos del norte las dos, entonces!

   Lo somos, sí —respondió sin mirarla aún, con una voz suave y casi inaudible.

   Eres muy tímida, ¿verdad? Bueno, dicen que las personas tímidas son las que más merecen la pena. Las que hablan tanto como yo... Bueno, no digo que sean peores, pero somos diferentes. Las que nos damos a conocer enseguida somos más cansinas. Las que no habláis tan rápido de vosotras tenéis un misterio que sólo esconde una gran persona.

   Gracias. Nunca interpretaron de ese modo mi timidez.

   Huy, te canta el acento, Uxía. No sé cómo no me he dado cuenta antes de que eres gallega.

   Tampoco hablé tanto.

   ¿Y qué haces aquí?

   Vine porque se me escapó el autobús.

   No, mujer. Aquí en Madrid —rió Edurne con ganas.

   Trabajar.

   ¿Sólo eso?

   Sólo eso.

Edurne se quedó en silencio, mirando curiosa a Uxía, quien apenas alzaba sus ojos castaños. Aquel “sólo eso” escondía demasiadas cosas. Escondía una verdad dolorosa que Uxía no se atrevía a convertir en palabras por miedo a que se le partiese el alma delante de una desconocida que, en esos momentos, había comenzado a ser una conocida que quería oírla hablar.

   No encontraba trabajo en Ourense y me vine a Madrid —prosiguió con esfuerzo.

   Pero ¿conoces a alguien o vives sola?

   Vivo en un piso compartido con estudiantes. No puedo pagarme un piso para mí sola.

   Está la cosa muy cara, es cierto.

Esa frase le golpeó el corazón. Sin saberlo, Edurne le había lanzado una flecha impregnada de veneno que se le había clavado en lo más hondo del alma. Como respuesta a la dolorosa reacción que le habían provocado esas palabras, Uxía miró rápidamente el reloj que llevaba en su muñeca derecha y se levantó con calma, fingiendo que se sentía tranquila cuando lo cierto era que un terremoto le agitaba todo su ser.

   He de irme, Edurne. Dentro de tres minutos, pasará mi autobús.

   ¿Dónde vives?

   En Alcalá de Henares.

   ¡Está muy lejos de aquí!

   Lo sé. Llevo seis meses haciendo este trayecto dos veces al día.

   ¿Quieres que te acerque a casa en mi coche? Lo tengo aparcado cerca de aquí.

   No es necesario, de veras.

Edurne le sonrió y Uxía se despidió de ella con un ligero movimiento de cabeza. El autobús pasaba por la parada justo cuando ella llegó. El conductor la conocía, por lo que se detuvo al instante y le abrió la puerta para que pudiese subir. Intercambiaron un cordial “buenas tardes” y, acto seguido, Uxía se refugió en los últimos asientos del vehículo, rogando que nadie le preguntase nada ni la mirase. Sabía que a todos los viajeros de aquel medio de transporte les fastidiaba que ella siempre detuviese la rapidez con la que el vehículo debía desplazarse porque siempre llegaba tarde. Nunca estaba en la parada cuando el autobús pasaba; pero no era culpa suya. Ya le gustaría decirles que ella sólo cumplía con su trabajo, que, si fuese por ella, no se subiría a ese autobús ni a ninguno que circulase por esa ciudad, que su deseo no era precisamente viajar en aquellos asientos duros que reforzaban el dolor de espalda que le había surgido hacía seis meses; pero callaba, como siempre, como nunca había callado antes.

Llegó a su casa a las dos horas. Nadie la recibió. Nadie se apercibió de que había llegado. Se dirigió directamente hacia el baño para darse una ducha rápida. Justo entonces advirtió que algo había cambiado en su interior. La profundísima tristeza que siempre gritaba en su ser se había calmado un poco. Brillaba en ella una ilusión tenue que la detenía para que reflexionase, que la instaba a rebuscar en sus pensamientos hasta encontrar la causa de esa dicha tan súbita. Sí, se sentía levemente sosegada por algo que no conseguía descifrar. Tal vez fuese Edurne la que había disminuido su pena. Era ella, sí. Alguien se había dignado fijarse en su existencia. Alguien había querido hablar con ella, después de seis meses de absoluta indiferencia, después de seis meses preguntándose por qué en aquella ciudad nadie la miraba ni se planteaba que respiraba. Sin embargo, una voz burlona le advirtió de que no debía ilusionarse tanto, pues lo único que Edurne quería era que ella la escuchase, nada más. Seguramente, a Edurne no le interesarían su vida ni sus sentimientos. Lo único que ella anhelaba (y bien se lo había comunicado) era desahogarse, era tener a alguien que la escuchase porque en su casa no podía hablar con nadie. Nada más. Ella no importaba. Era Edurne quien importaba, como siempre. Eran los demás los que recibían toda la importancia que ella nunca se merecía tener. Siempre los demás.

Se duchó con rabia, con movimientos rápidos, sintiendo que algo le ardía en la garganta, que una fuerza indómita le quemaba en los ojos, que la sangre se le había convertido en plomo y que se ahogaba, se ahogaba en su frustración. “Vida miserenta” pensaba continuamente, sin calma, sin silencio.

Se peinó su largo pelo negro casi sin importarle nada, se lo secó sin fijarse en cómo le estaba quedando el peinado y salió del baño después de vestirse con unos pantalones tejanos y una camiseta que llevaba estampada la versión estrellada de la bandera de su tierra. Salió a la calle rápidamente, sin coger nada, ni el móvil ni las llaves, y empezó a caminar y a caminar sin importarle a dónde podían dirigirle sus pasos. No conocía nada de lo que la rodeaba y no deseaba conocerlo. Quería huir, correr de regreso a casa. Aquella vida no tenía importancia, no importaba nada. El atardecer caía sobre ella como una amenaza, como si el cielo brillante del ocaso quisiese aplastarla. Seis meses, seis meses lejos de quienes la conocían y podían entenderla, lejos de su hogar y de las calles de su ciudad, lejos de sí misma. ¿Qué sentido tenía aquello? ¿Y todo aquello por una estabilidad económica que apenas la mantenía con vida?

Había pasado seis años de su vida en la universidad. ¿Para qué? Para que aquellos conocimientos le alimentasen el alma y la construyesen como persona; pero nada había sido suficiente. Debía presentarse a unas oposiciones de enseñanza si quería tener futuro, pero no conseguía estudiar, no conseguía enfrentarse a todos esos temas que podían asegurarle la vida que siempre había soñado tener. Enseñar a hablar y entender bien la lengua de su tierra, de su país, al fin y al cabo, a personas que ni siquiera estaban interesadas en saberla hablar, leerla, escribirla. Sentía que en aquel momento de la Historia todo había perdido importancia para todo el mundo, que ningún esfuerzo obtenía recompensa, que ni siquiera el cielo del día aguardaba ya la presencia de las estrellas, porque eran muchos años de Historia, muchos años de vida ya en la Tierra, muchos siglos vividos. Nada se vivía ya con ilusión. Estaba segura de que la Tierra también sentía esa carencia de ilusión a medida que iban pasando los años, como los niños que al ser niños se ilusionan por todo y que pierden esa capacidad de emocionarse conforme la vida los va rasgando por dentro. Exactamente igual que esos niños que ya no encuentran ilusión en cada nuevo día. Todos pasamos por ese momento en el que no sentimos que la vida sea una ilusión, sino una obligación, mantener abierto un regalo que no queremos mirar ni tocar.

¿De dónde había manado tanto desaliento? ¿Quién le había enseñado a pensar de ese modo tan negativo? ¿Qué sentido tenía vivir así? De pronto, tomó una resolución. Volvió sobre sus pasos, corriendo, como si alguien la persiguiese. Tal vez la persiguiese la tristeza que, durante más de veinte semanas, le había gritado en el alma con una fuerza insoportable. Tal vez fuesen las pocas ganas de vivir que le quedaban las que iban en pos de ella. Ella regresaba a la vida. Quería regresar a la vida. Quería recuperar la ilusión de vivir, de soñar de nuevo, de despertar sonriéndole al día que empezaba.

Llegó a casa y tuvo que llamar al timbre, pues se había dejado las llaves. Le abrió Marta, una de las compañeras de piso que llevaban compartiendo hogar con ella desde que llegara hacía seis meses. No le dijo nada, como siempre. Marta parecía muda, pero no lo era. Bien alzaba la voz cuando discutía con Sergio, el otro chico insoportable con el que Uxía tenía que compartir piso. Uxía miró a Marta con cien interrogantes en la mirada, como si, en ese momento, quisiese recuperar todas las palabras que nunca se habían dirigido. Marta le devolvió una mirada de indiferencia. Marta ni siquiera sabía de dónde era Uxía, ni le importaba. Tan absorta en su mundo, su existencia sólo se componía de libros en los que se sumergía horas y horas y en chicos que iba desechando como si fuesen muñecos. Nada más. El resto, ¿qué más daba? Tal vez estuviese sumida en el mismo vacío en el que flotaba Uxía, pero tampoco quería saberlo.

Uxía preparó el bolso con sus llaves y su documentación. Nada más. No se llevaría ni el móvil ni todos esos libros que la habían mantenido cerca de su tierra durante esos seis meses de vacío. Sólo cogió documentación y dinero. Necesitaba dinero, algo de dinero, sólo.

Entonces volvió a salir y corrió hacia la estación de tren de Alcalá de Henares. Subió a un tren que la llevaría a Atocha, desde donde tomaría otro que la llevaría a Chamartín y, de ahí, un Albia que la llevaría de regreso a casa en cinco horas. Conocía de memoria los horarios de esos trenes, pues demasiadas veces los había memorizado, tal vez preparándose para una ocasión como la que se le acababa de presentar. Estaba tan resuelta que no pensaba en nada más.

Corría por los andenes de Chamartín cuando, de repente, oyó que alguien la llamaba. No quería que su nombre sonase en aquel lugar, lleno de tanta gente desconocida. No quería que su nombre volviese a sonar lejos de su hogar, pero ya no había vuelta atrás. Había sonado en medio del barullo, del escándalo hecho de tantas voces chirriantes. Quiso ignorar esa voz que la llamaba, pero alguien la tomó rápidamente del brazo. Una respiración agitada le acarició el cuello y una mano cariñosa buscó sus dedos.

   ¿Qué haces aquí, Uxía?

Edurne la miraba con interés y sorpresa. Uxía lamentó tanto en aquel momento que aquella chica se hubiese sentado a su lado...

   He de volver a Ourense —dijo solamente.

   ¿Ahora? Pero si mañana es miércoles...

   He de volver.

   Pero ¿y el trabajo, Uxía?

Uxía no contestó. Con delicadeza, se deshizo de la mano de Edurne y, tras mirarla tímidamente a los ojos, le dijo:

   Que se queden con ese trabajo mal pagado. Yo no lo quiero.

   ¿Vuelves a Ourense, entonces?

   Vuelvo.

   Pero ¿por qué con tanta urgencia?

   Porque está muriendo un ser querido.

Edurne se quedó atónita, sin saber qué decir, mirándola con una lástima repentina que ensombreció sus clarísimos ojos azules.

   Vaya, lo siento. Si quieres, digo en la empresa que...

   No digas nada. A nadie le importará que falte.

   Por supuesto que le importará y...

   Sólo soy un número. Cualquier otra persona podrá sustituirme.

   Estaban muy contentos contigo, Uxía.

   Nunca me lo dijeron.

   Lo estaban. Yo trabajo en el departamento de recursos humanos y...

   No me importa, Edurne, de veras. Gracias por preocuparte por mí. Adiós.

Uxía se separó de ella antes de que Edurne pudiese detenerla con otra palabra o gesto más. No obstante, antes de que Uxía estuviese lejos, le dijo con claridad:

   Si vuelves, te presentaré a mis amigos, iremos juntas a fiestas preciosas en las que relucirás, te llevaré al teatro e incluso podemos viajar juntas a Euskadi para que conozcas mi tierra. Yo también quiero conocer la tuya.

Uxía no se volteó. Sus ojos castaños eran dos lagos en los que se hundían la miseria y la nostalgia más dolorosa.

   Si quieres, puedo ir contigo ahora mismo y... así no vas sola. Es un viaje muy largo.

   Só cinco horas —dijo para sí misma—. Cinco horas e poderei despedirme.

Edurne no pudo detenerla. Ni siquiera pudo asomarse a sus ojos por última vez. Una mano le apretaba el corazón. Se había imaginado junto a Uxía en una de esas fiestas a las que solía acudir tan a menudo, bailando con ella bajo las incandescentes luces que danzaban al compás de la potente música que los envolvía a todos, con un coctel en la mano, sonriéndole, riéndose con ella. Se la había imaginado vestida de rojo, ese rojo intenso que contrastaría con sus negrísimos cabellos lisos, con esos ojos marrones y tan grandes, con esa piel pálida que era el reflejo más bonito de la nieve, la nieve que ella llevaba en su nombre. Se había imaginado presentándole a sus amigos más queridos y diciendo: “ella es Uxía y es de Galicia”; pero nada de eso sería posible. Otra vez más, se le había escapado una ilusión, alguien en quien confiar, alguien que podría haber sido su hermana. De nuevo, la vida la había herido.

Uxía se subió al tren y se acomodó en un asiento junto a la ventana. A aquellas alturas del año, aquellos días tan grises y tristes de noviembre, prácticamente nadie tomaba ese tren para volver a Ourense. Muy pocos viajeros compartían vagón con ella; lo cual la serenaba. Se arrepintió de no haber introducido libros o el móvil en su bolso, pero no quería nada en aquellos momentos ni lo querría en los siguientes.

El traqueteo del tren y el sonido de su rodar por las vías la sumieron en un sueño tibio que se interrumpió justo antes de entrar en la estación de la ciudad. El corazón le golpeó el pecho con fuerza cuando reconoció los andenes de la estación de Ourense. Al bajar, el frío de la noche le acarició la piel, esa piel pálida llena de tantas derrotas ya, y la impulsó a correr hacia la salida de la estación. Era de noche. Brillaban las estrellas tras una gruesa capa de nubes que no se atrevían a deshacerse en llanto. Cruzó la avenida de las Caldas con calma, gozando de cada paso. La cuesta abajo que formaba aquella calle la empujaba tiernamente, impulsándola a correr, pero ella quería alargar esos momentos. Su casa estaba en la rúa do Progreso, cerquísima de la rúa do Paseo, pero no llegaría hasta allí.

Cruzó el paso de cebra que la separaba del puente Romano y entonces se detuvo. Las farolas amarillentas brillaban sobre la piedra. No había ruido, no había sonido. El Miño callaba, la noche era serena, no había malestar, no había tristeza. Nadie, excepto la ciudad, sabía que estaba allí, escondiéndose de la vida, del mundo, de la estabilidad económica.

Estabilidad económica. Qué ridículas le resultaban esas dos palabras que encerraban una realidad inventada. Estabilidad. La única estabilidad que conocía estaba allí, en esa piedra, en ese río quedo.

Se acercó al primer pretil que se encontraba al entrar al puente y se quedó asomada al río unos larguísimos instantes. Un viento suave jugó con sus cabellos negros y le secó las lágrimas que habían humedecido sus mejillas, sin atreverse a resbalar. Se aferró a la barandilla que la separaba del río como si en ese momento quisiese recuperar la fuerza que le había faltado durante esos seis meses que había permanecido lejos de su hogar. Seis meses que parecían seis años, seis siglos, seis vidas.

“Nunca máis me separarán de ti” se dijo mientras cerraba con fuerza los ojos. “Nunca máis serei ninguén fóra de eiquí nin tentarei selo”. Sentía que, al fin, alguien entendía sus pensamientos.

No pensó, no recordó, no quiso sentir. Se impulsó hacia el río, rogando que todo se apagase en aquel momento. Lo único que lamentó fue no haber escrito una carta de despedida a su familia, pero tampoco importaba. Nadie habría comprendido sus palabras. Nadie habría entendido por qué prefería morir antes que seguir viviendo en aquel teatro en el que no había ningún papel para ella. No quedaba ya más lucha.

Las aguas del Miño estaban frías, pero ella no tembló. Se hundió y se hundió en el río, notando la falta de aire, notando que su cuerpo se agitaba en un último intento de seguir viviendo. Se golpeó la espalda con las rocas, se hundió en la oscuridad más húmeda y densa, pero, en el fondo de su ser, su alma brillaba, al fin, después de tanto tiempo sin luz, sin vida. Pudo recuperar la vida en la muerte. La muerte le devolvió la vida.

Semanas después, lejos de la ciudad de Ourense, cerca da Garda, en la linde entre Galicia y Portugal, un hombre mayor, pescador desde siempre, encontró su cuerpo hinchado y deshecho. Sus ojos seguían abiertos, llenos de agua y vida.

domingo, 22 de septiembre de 2019

SIN PRESUNCIÓN DE INOCENCIA


SIN PRESUNCIÓN DE INOCENCIA

“Acabaría siendo una mujer despiadada que mataría a los animales sin el menor rastro de humanidad”, dije sin pensar, sin fijarme en todas esas personas que me miraban fijamente, esperando la respuesta a todas esas preguntas de cortesía que me formularon. La jueza, vestida con un traje azul, me miraba sin pestañear tras esas lentes gruesas. Llevaba su cabello rojizo recogido en un peinado imposible y no sonreía, nunca. Creí que no sabía hacerlo. Puede que la vida le hubiese enseñado a deshacerse de ese gesto que tanta calma puede inspirar.

Yo deseaba contestarles en la lengua que me oyó pronunciar mis primeras palabras, pero me hallaba en un juzgado de Madrid. Mi caso había traspasado las fronteras de mi región histórica y había llegado a los juzgados de Madrid. Jamás creí que todo pudiese llegar tan lejos. Nunca pude imaginarlo.

“¿Dónde estaba usted la noche del dieciocho de enero a las nueve? Varias fuentes comentan que la vieron en el lugar de los hechos”.

De nada me valía mentir. Debía decir la verdad. No tenía sentido que intentase engañarlos, ya no tenía sentido. Durante mis treinta años, había tratado de esconder mi realidad disfrazándola de intuiciones casuales, de bromas sin importancia, de risas entre llantos; pero, a aquellas alturas, ya no tenía ningún sentido que siguiese fingiendo.

“Estaba en el lugar de los hechos porque yo fui la causante de éstos” dije con una voz clara, intentando esconder mi acento. Me pareció oír varios suspiros de sorpresa que se perdieron en el silencio de la sala, tan llena de ecos. Fugazmente, pensé que aquel silencio había oído las peores palabras que jamás pudieron pronunciarse.

“Estaba en el lugar de los hechos, evidentemente”. El silencio que siguió a mis palabras me indicó que podía y debía continuar hablando. “Estaba en el lugar de los hechos porque yo quise estar. Hacía muchos años que reprimía mis impulsos y mis ganas de asesinar a quienes serían...”

Alguien quiso interrumpirme, pero la jueza lo impidió y me ordenó que prosiguiese. Me hallaba nadando en mi confesión, sin vuelta atrás. Noté que los ojos se me habían llenado de lágrimas, pero ya no me importaba nada. Estaba segura de que aquél sería el momento preciso que le daría punto final a mi vida; esa vida que tanto me había costado construir. Trabajaba como administrativa en el ayuntamiento de mi ciudad, aquella ciudad que había visto mis primeros pasos, que había sido siempre mi refugio, tan llena de parques y de historia. Nunca más regresaría a sus calles empedradas. No podría volver a caminar por aquel paseo a la orilla del río.

“Prosiga” me pidió la jueza sin consideración, con una voz fría y distante.

“Siempre supe qué personas llegarían lejos, siempre pude conocer el destino de los demás. Nadie decidió que fuese así, ni siquiera yo entendí nunca por qué podía adivinar con tanta claridad el futuro de aquellos bebés que tan inocentes me parecían” comencé a explicar intentando que mi voz sonase tan fría y distante como la de la jueza. “Estaba en algún restaurante, oía llorar a un bebé y, enseguida, sabía si aquél se convertiría en una buena persona. Por suerte, la gran mayoría de niños serían buenas personas; pero una pequeña parte de ellos se volverían crueles cuando llegasen a su adultez. Yo no podía permitir que hubiese más asesinos en la sociedad, asesinos de vidas, de cualquier tipo de vidas. Intuía el destino de los pirómanos, de los violadores... Si yo podía evitar un mal a la sociedad, evidentemente, lucharía por hacerlo; pero también es evidente que no me atrevía a quitarle la vida a un ser supuestamente inocente que llevaba dentro de sí el germen de la maldad, de la impiedad. No obstante, todas esas ansias de quitarles el aliento a esos asesinos se convirtieron en una bola de hierro que me presionaba el alma. Yo no podía caminar tranquilamente por la calle. Siempre podía ver ante mí el futuro de esos niños que dormían sosegados en sus carricoches o que paseaban tomados de la mano de sus padres. Sé que les costará creerme, que no me creerán, que incluso pensarán que soy una psicópata, pero les aseguro que, esta vez, no tienen ante ustedes a una enferma mental. Les juro que les estoy diciendo toda la verdad. Nunca le expliqué a nadie mi problema. Aguanté más de veinte años en silencio todo lo que me ocurrió. Si esta vez no pude reprimir mis impulsos, fue porque el futuro de aquel bebé me pareció insostenible, imposible, inaceptable. Sería un asesino de mil vidas. Sería un pirómano que le prendería fuego al bosque que rodea la aldea en la que viven mis abuelos. Si yo no le hubiese quitado la vida, posiblemente, dentro de cinco años, habría incendiado ese precioso bosque, lleno de árboles milenarios, y el fuego que habría provocado habría quemado la casa de mis abuelos, habría asesinado a un número incontable de vidas. Además, iba a ser un terrorista. Vi que ponía una bomba en la catedral de la capital de mi Comunidad Autónoma y que después viajaría hasta Barcelona para poner otra bomba en la estación de Sants. ¿Creen ustedes que yo tendría que haberme quedado de brazos cruzados sabiendo todo eso? No les miento, no les miento. Deben creerme, deben creerme.”

Mi voz había perdido la frialdad y la distancia que la habían empapado durante todo mi discurso. Me imaginé reflejada en la mirada de todas aquellas personas que después me juzgarían, que tenían mi futuro entre sus manos de hierro, en sus mentes de cuero. Había en el silencio que mantenían algo que yo no sabía interpretar. No pude entender por qué se me clavó tan profundamente en el alma el silencio de todos ellos. Fue un puñal, fue como un cuchillo que me rasgó las entrañas. Entonces, sin poder evitarlo, empecé a llorar, cada vez más honda e intensamente. Lloré arrodillándome en el suelo y pidiendo perdón, pero también comprensión. Rogaba que me comprendiesen, que, por un momento, se detuviesen a ponerse en mi lugar. Por supuesto que era posible que alguien naciese con facultades especiales. Yo era una persona demasiado humana. Había personas a las que le faltaba una inmensa porción de humanidad y precisamente eran esas personas las que yo quería eliminar de nuestro mundo. No podía soportar el maltrato en ninguna de sus formas, pero tampoco me gustaba creerme una Diosa implacable que le quitaba la vida a esos seres que después se convertirían en escoria, en crueldad; mas tampoco podía seguir viviendo, sabiendo que de mí dependía salvar esa innumerable cantidad de vidas.

“Compréndanme, por favor, sólo les pido eso, que me comprendan, que no me juzguen tan rápido, que no crean que soy una asesina por gusto.”

Pero yo sabía que no había nada que hacer, que había perdido la batalla. ¿Cómo pretendía que me comprendiesen unas personas tan físicamente arraigadas a lo material, a lo que se puede demostrar con los sentidos? Me habría gustado que me juzgasen los seres de la tierra, de los bosques, del aire, del agua; pero ellos nunca hablan, no se expresan en la lengua de las palabras. Estaba perdida. Había perdido mi existencia.

No me queda nada más que decir en mi futuro. Yo pude extinguir miles de vidas que acabarían siendo la Muerte sin guadaña; pero ellos fueron mi muerte. Me declararon culpable de diez delitos de asesinato con alevosía. Qué mentira tan cruel, tan profunda.

Mas ya nada importa, sólo que me hallo encerrada en una celda húmeda, lejos de mi hogar. Si al menos me hubiesen enviado a la prisión de Pereiro de Aguiar... pero me hallo “bajo el cielo sin estrellas de Madrid y no encuentro la ilusión que me quemaba dentro”. Ya no quedan estrellas que brillen para mí en esta mala hora que nunca será pasado, que nunca será un presente ni un futuro.

Me gustaría aprender a volar, ser invisible e inmaterial para poder atravesar las paredes de esta prisión física que me está quitando la vida, vida que, seguramente, ya no me merezco. Sin embargo, yo no me siento culpable. Lo declaro abiertamente, sin miedo ni remordimientos. Yo no soy culpable de nada, absolutamente de nada. Pienso que, si alguien me dio este poder, fue porque tenía que defender nuestro mundo frágil. No soy una asesina. Simplemente soy una mujer que tiene la capacidad de ver el futuro de los demás con una claridad que jamás nadie podrá comprender. No soy una asesina. Volvería a quitarles la vida una y otra vez a esos niños que acabarían por convertirse en unos asesinos. Quizás ellos tampoco tengan la culpa de lo que serían, pero yo no podía permitir que la vida fluyese por sus venas cuando ellos, precisamente, serían los portadores de la muerte. ¿¿Qué ocurriría si a mí me sucedía algo y nunca pudiese evitar todo ese mal?

Tengo treinta años y mi vida se ha detenido. Se detuvo aquella mañana de diciembre en la que me declararon culpable. No hay remedio para tanta desesperación; pero, tal vez, ya no merezca vivir fuera de esta cárcel. Tampoco podría convivir con mis semejantes siempre viendo el futuro de quienes ni siquiera entendieron qué es vivir. ¿Y qué es vivir? Cada cual tiene su manera de existir. Aprende como puede a respirar en este mundo que los demás crean para los demás. Este mundo no es de nadie y, no obstante, todos se creen dueños de esta realidad, para nadie es un misterio que hay fuerzas inmensas por encima de nosotros que disponen lo que nos encontraremos. No hay lugar para mí ya en esta realidad que tan llena de estímulos extraños está. Sólo me queda pasar aquí este fragmento de vida del que aún dispongo, pero, poco a poco, yo también me convertiré en una verdadera asesina. Me volveré una asesina de mi propia vida.

Me habría gustado mucho poder explicar más sobre mí, pero se me agota el tiempo y ya no me quedan palabras. No sé quién leerá estas líneas. Yo no las leeré jamás. Nunca deslizaré los ojos por las letras extrañas que nacen de mi pulso nervioso porque no puedo leer mi letra, porque mis ojos no tienen la capacidad de leer esta letra pequeña que escribo sin ni siquiera fijarme en su forma. Puedo ver el futuro de los demás con una claridad espeluznante, pero no puedo ver nada a mi alrededor. Vivo en una oscuridad profunda que no tiene estrellas, en la que ni tan sólo brilla el recuerdo de la luna. Vivo en una oscuridad constante y tenebrosa en la que jamás lució un suspiro de luz. No hay nada más que negrura y silencio en mis ojos. No vi nunca un rostro humano. No sé qué apariencia tiene una flor. Conozco el tacto de un incontable número de texturas y puedo reconocer una cantidad insospechada de olores, pero nada más.

Ahora mi cabello negro está tan largo y tan extrañamente peinado que ni siquiera puedo desenredarlo. Mis ojos deberían ser negros, como la noche que los apaga; sin embargo, son marrones como el tronco de un castaño antiguo. La falta de apetito me arrebató la forma sinuosa que mi cuerpo tenía y ya no me importa ni siquiera con qué ropa me visto, pues ya no tengo futuro; por lo tanto, tampoco tengo presente. No puedo tener proyectos, tampoco, porque una serie de personas incomprensivas me arrancaron ese derecho. Sólo me queda esperar, reflexionar, intentar entenderme.

Y quizá algún día, antes de marcharme definitivamente de este mundo sin que nadie lo sepa, contaré cómo fue mi infancia. Ahora le mando esta carta a la Nada, esa Nada que no quiero que deje de esperarme, pues algún día llegará a ser mi hogar.

 

SIN TÍTULO


SIN TÍTULO

Quero escribir, simplemente; escribir só empregando palabras, sen pensar nas que virán despois. Quero escribir nas dúas linguas que máis domeo e emprego sen pensar nada máis que na escrita. Vou derrubar as fronteiras que unha novela sempre nos impón. Quero desfacer os límites. Non quero pensar en ren, só escribir, escribir escoitando a voz da inspiración.

Necesito escribir usando la lengua que, en ese momento, mi alma me pida emplear, sin pensar en que alguien dejará de entenderme, sin pensar que, en ese momento, a mi corazón le apetece expresarse en otro idioma. Tengo una vida llena de distintas cosas que se mezclan las unas con las otras, sin tener nada en común entre ellas. Vivo días de absoluto descontrol emocional en los que puedo sentir ganas de llorar o de reír, y, además, estoy llena de reflexiones que no quiero que caigan en el abismo de mi propio olvido.

E, para escribir o que nese momento sinta que hei de escribir, non haberá fronteiras. Non me preguntarei se gustará o que escribo. Simplemente escribirei porque a escrita é unha voz para min. Quero reflectir na escrita ese pequeno descontrol que teño arestora dentro de min.

Siempre nos imponemos límites, pensamos que, continuamente, nos tenemos que regir por unas normas que rijan nuestro comportamiento. Creamos arte convencidos de que nuestra obra debe insertarse en unos dogmas en concreto para que pueda tener vida dentro del inmenso mundo de la inspiración. No pensamos en lo única que puede ser cada nueva obra que nazca de nuestra alma. Por eso, en esta nueva etapa que empiezo en este blog lleno de tantas historias mágicas, sencillamente colgaré lo que en ese momento siento que tengo que colgar.

Hai historias que só poden vivir un intre, que non precisan de moitas palabras para seren contadas. Esas historias serán a que vos atoparedes eiquí. Algunhas estarán escritas en castelán e, outras, en galego, porque hai linguas que poden expresar mellor que outras un pensamento ou sentimento. Non traducirei tampouco porque non son historias para sempre as que eiquí haberá. Son historias que existen nesta vez, nun momento concreto, e que logo pasarán, esqueceranse e ninguén lembrará nunca máis delas. Todo é efémero nestes tempos e coido que cada vez hai menos regras. A min sempre me provocaron admiración os xenios para os que parecía que non existisen as normas artísticas que a sociedade sempre quixo impoñerlles. Non hai motivos para crear o que os demais pensan que habemos de crear. Ninguén pode domear os fillos que nacen, que se conciben. Está nas mans da natureza o aspecto dun fillo e a súa maneira de ser. Unha obra de arte é un fillo para nós. Nin tan sequera nós mesmos podemos controlar o que creamos. Cando a inspiración nos domea, desaparecemos nas súas mans e todo vai nacendo sen que o poidamos prever nin entender. E non é preciso entender a arte e poñerlle unha linguaxe á inspiración.

Y estas entradas son para los que me conocen y llevan leyéndome desde hace tanto tiempo. No tienen que preguntarme ya nada. Comprenden mi escritura mucho mejor que yo misma a veces. A vosotros irán dedicadas estas historias que parecen el reflejo de las nubes en un río; bello y efímero. Si decidí publicar estos pedacitos de vidas, fue porque creo que, si no lo hiciese, os estaríais perdiendo una pequeña parte de mi propia vida. Os habla la creadora de todas esas historias que llevan existiendo en mi vida desde que decidí traerlas al mundo. Soy madre de muchas palabras que, de momento, aún viven en el silencio. Poco a poco irán encontrando su voz e irán convirtiéndose en una realidad, en líneas, en una historia. De antemano, os doy las gracias por, de nuevo, estar ahí, como siempre, fieles e incondicionales.