REGRESANDO A LAINAYA
08
ÉSTA NO PUEDE SER TU MORADA
Atardecía. Las montañas se
cubrieron de oro, el viento trajo en su soplar el aroma de una lejana lluvia y
los pájaros crepusculares empezaron a alabar la belleza de ese ocaso con unos
cantos tiernos y profundos. Hacía algunos largos minutos que tenía los ojos
cerrados. Continuamente intentaba serenarme para poder pensar con claridad. Mis
sentimientos se habían vuelto turbios y apenas podía recordar lo que había
ocurrido antes de ese instante y mucho menos podía centrarme en ese presente
que yo no había previsto vivir.
Zelm no dejó de abrazarme en
ningún momento. Entre sus brazos, creía que no existía ningún motivo para
sentirme triste. Sin embargo, aunque pudiese percibir plenamente su cariño y su
apoyo, había algo que tiraba continuamente de mi alma, como si fuese un llamado
que no se callaba. No obstante, lentamente, aquella voz silenciosa fue desvaneciéndose
hasta que fue sustituida por un sosiego que no tenía otro origen que el amor
que Zelm me dedicaba y la belleza del paisaje que nos rodeaba. Entonces, cuando
me noté más tranquila, abrí los ojos y miré a mi alrededor. La sutil
magnificencia que había captado en un perdido instante antes de cerrar los ojos
se intensificó imparablemente hasta tornarse la beldad más eterna.
El crepúsculo ya había encendido
las primeras estrellas de la noche. A lo lejos cantaba el cárabo y algunas
lechuzas intentaban ensordecer con sus roncos silbidos los últimos haces de luz
del día. Era un ambiente tan íntimo y tan estremecedor que no pude evitar
sobrecogerme. Fue aquella atmósfera de misterio y hermosura lo que de pronto me
hizo ser consciente de lo que estaba acaeciendo y de lo que significaba aquel
momento. Zelm pareció captar mis sentimientos y mis pensamientos, porque de
repente se apartó de mí para poder mirarme plenamente a los ojos.
—
¿Te sientes preparada para hablar, Sinéad?
—
Sí —le contesté sin estar muy segura de mis palabras.
—
¿Quieres que conversemos aquí o prefieres que vayamos a otro lugar?
—
Creo que no eres la más indicada para hablar con ella —le comunicó
Brisa con amabilidad—. Acabas de contraer matrimonio con Aliad. Es justo que
paséis juntos vuestra primera noche...
—
Es cierto —corroboré con vergüenza—. No pierdas el tiempo conmigo.
—
Soy el hada reina del invierno. Es necesario que todas las hadas de
Lainaya nos reunamos para conversar acerca de lo que está ocurriendo, Sinéad.
Has provocado algo prohibido con tu ilícito regreso a Lainaya cuando debías
permitir que la magia te llevase a tu mundo.
—
Pero... yo no quería irme, Zelm.
—
¿Y qué sucede con Eros, Sinéad? —me preguntó Cerinia de repente con
disgusto—. ¿Eres consciente del daño que le hará saber que nunca más volverá a
verte?
—
¿Cómo? No me lo creo —me reí nerviosa—. Sí es posible volver de
Lainaya. Brisita ha ido a visitarme muchas veces.
—
No se trata de que puedas ir a visitarlo, sino de que has quebrado por
completo la vida que compartíais —siguió recriminándome Cerinia.
—
No tienes permitido habitar en Lainaya para siempre —prosiguió Galeia
con severidad—. No tenías ningún derecho a volver.
—
Eso no es cierto. Estoy engendrando un hijito de Eros... —titubeé
nerviosa levantándome de pronto. Todas las hadas que se habían dirigido a mí
estaban en pie entre los árboles, por lo que no me sentía cómoda permaneciendo
sentada en el suelo—. Si me iba, le quitaría la vida...
—
¿Y qué sentido tiene que alumbres aquí ese hijito si él no puede
conocerlo ni cuidarlo? —me preguntó Indilsa con seriedad. Entonces me di cuenta
de que todas las hadas de Lainaya estaban enfadadas conmigo; lo cual me
sobrecogió inmensamente.
—
Lo siento.
—
Sentirlo no es suficiente. Es más, ni siquiera importa —me amonestó
Brisita mirándome con decepción—. ¿Sabes lo que has hecho, Sinéad? ¿Sabes lo
que has provocado con tu regreso a nuestro mundo? —Yo negué, estremecida—. Has
ocasionado que mueras en tu otra vida. Ahora quienes viven allí solamente
tendrán de ti tus cenizas. Eros habrá vuelto a vuestra vida portando en sus
manos las cenizas de su amada.
—
Yo no sabía nada de eso. Juro que actué sin pensar —me defendí con
ganas de llorar.
—
¡En nuestro mundo no se jura! —me regañó Cerinia cada vez más
nerviosa.
—
¡No sé qué hacer! —exclamé estallando en llanto.
—
Creo que no es justo que la acusemos de ese modo —intervino de repente
Courel, adelantándose hacia mí—. Detengámonos por unos momentos a pensar en lo
que ella siente.
—
No puede quedarse aquí. Éste no es su hogar —protestó Sidunia
asustada.
—
No es cierto —la contradijo Laudinia con serenidad. Entonces me
percaté de que era una de las pocas hadas que no estaba molesta—. Esta misma
mañana le he informado de que puede escoger entre su vida en la Tierra o... o
su futuro en Lainaya, y Sinéad ha escogido quedarse en nuestro mundo. Creo que
no podemos oponernos a su decisión.
—
Pero es que lo ha hecho de forma irreflexiva —exclamó Brisita.
—
Es así como se toman las decisiones más importantes de nuestra vida,
Brisa —le comunicó Laudinia aún con mucha calma—. Además, Sinéad sentía que
quería estar aquí. No hay nada que haya podido vencer sus anhelos.
—
Estoy segura de que, cuando se aperciba realmente de lo que ha hecho,
querrá regresar, y entonces será demasiado tarde —propuso Zelm con tristeza.
Ella tampoco estaba enfadada.
—
Este asunto solamente nos concierne a las reinas de Lainaya —expresó
Brisa de pronto, intentando parecer tranquila; pero todos los sentimientos que
invadían su alma provocaban que los ojos le resplandeciesen de histerismo y que
las manos le temblasen levemente. Comprendí que aquel día había sido muy
complicado para ella—. Así pues, todas las hadas que no sean reinas de Lainaya
deben marcharse.
—
¿Y no será mejor que os vayáis a tu palacio, reina? —le cuestionó
Sidunia con temor.
—
Es cierto. Somos muchas hadas aquí y queremos estar en el bosque
—continuó Adina.
—
Sí, posiblemente tengáis razón —reconoció Brisita con vergüenza
agachando la mirada—. Zelm, Laudinia, Galeia y Cerinia, por favor, seguidme...
—
¿Y yo? —pregunté estremecida.
—
Lo mejor será que vengas —me ofreció Zelm tendiéndome la mano. Yo se
la tomé como si estuviese a punto de perder el equilibrio—. Esto también te
concierne a ti, por supuesto; aunque ahora estés descontrolada por los nervios.
—
Creo que a Sinéad le convendría otra cosa antes de conversar con
vosotras —intervino inesperadamente Mecea—. Algún hada de la primavera debería
llevarla al lago de la verdad.
—
¿El lago de la verdad? —quise saber con temor.
—
Sí, es ese lago al que puedes asomarte para ver lo que está acaeciendo
en el otro mundo. Ya lo has usado unas cuantas veces, ¿verdad? —me preguntó
Laudinia con cariño.
—
Sí, es cierto...
—
Suinsey, por favor, acompáñala tú —le ordenó Laudinia a un hada de
cabellos cortos y violáceos.
—
Para mí será un placer acompañarla, pero creo que lo mejor será que
vaya con ella alguien con quien tenga más confianza —aportó Suinsey con
amabilidad.
—
Oisín, eres el más indicado para ir con ella ahora. Yo la acompañaría,
pero debo reunirme con las demás hadas de Lainaya —le mandó Laudinia con
educación.
—
Pero yo no soy un heidelf —protestó él con vergüenza.
—
No, pero tú controlas muy bien las aguas.
—
Se trata de un lago que está en la región de la primavera...
—
Hace tiempo que no se nos prohíbe vagar libremente por todas las
regiones de Lainaya —le recordó Brisita.
—
De acuerdo. Vayamos, pues...
No me atrevía a decir nada, ni
siquiera a mirar a otro lugar que no fuese ese camino que Oisín y yo habíamos
empezado a recorrer juntos; una senda que parecía diluirse en la tierra y en la
hierba que alfombraban el suelo. Fue Oisín quien rompió aquel silencio tan
extraño y tenso.
—
¿Puedes volar?
—
Sí, pero estoy muy nerviosa.
—
Yo no sé volar —me confesó atolondrado—. Te lo pregunto porque
llegaremos antes volando. Está anocheciendo y no es muy conveniente que se haga
oscuro...
—
Pero no sé dónde está —protesté con timidez.
—
Yo te guiaré. Vayamos volando, Sinéad. Tómame entre tus brazos y
empieza a volar.
No me sentía capaz de
contradecirlo en ninguna palabra, pues sabía que Oisín tenía mucho más poder
que yo. Así pues, aunque la vergüenza me torturase insoportablemente, lo abracé
y empecé a volar a través de aquel cielo crepuscular. Oisín iba guiándome con
sus ojos, señalándome caminos escondidos entre los troncos de los árboles. Me
quedé totalmente maravillada cuando percibí todo el esplendor de esa región
otoñal que estábamos abandonando. Cuando creí que los árboles de hoja caducas
se convertirían en un espeso bosque de hojas perennes, oí el lejano rumor del
agua mezclándose con el sonido del viento. Estábamos llegando a la región del
agua.
—
Pero... estamos acercándonos a la región del agua.
—
Por supuesto. Hay que dejarla atrás para llegar a Heidalfia, la región
de la primavera; pero no te desasosiegues. La atravesaremos muy rápido.
La noche se cernía espesamente
sobre aquellas oscuras aguas, las que estaban tiernamente serenas. Yo no dejaba
de mirar con interés a todo lo que sobrevolábamos. Me sobrecogía de sublimidad
captar toda la calma que invadía aquellos rincones tan mágicos y comprobar cómo
la naturaleza restaba en paz consigo misma y con todos los seres que la
poblaban.
De repente, cuando creí que
aquel profundo silencio nos absorbería, alguien nos llamó desde la orilla de
aquellas insondables aguas. Enseguida me percaté de quién se trataba. Scarlya
corría por debajo de nosotros, intentando igualar la velocidad de nuestro
volar. Cuando Oisín se apercibió de que Scarlya estaba reclamando nuestra
atención, me pidió que descendiese a la tierra; mas, antes de que pudiese
obedecerlo, Scarlya, de pronto, se alzó hacia el cielo y se situó a nuestro
lado en tan sólo un segundo. Me sorprendió el poder que guardaba en su cuerpo.
—
¡Sinéad! ¡Oisín! ¡Qué placer encontraros!
—
¿Qué haces aquí? ¿No estabas con las demás hadas? —le preguntó Oisín
con desconcierto.
—
Pues es que... en realidad nadie me acogía y me he ido a dar un paseo
yo sola. ¿Adónde vais? ¿Puedo ir con vosotros?
—
Por supuesto —le contesté con felicidad. Me estremecía de pena que
Scarlya dijese que nadie la acogía. Me costaba creer sus palabras.
—
Creo que lo más conveniente es que nos esperes...
—
No, Oisín. No creo que suceda nada malo porque se venga con nosotros.
—
Como desees; pero creo que el momento que vas a vivir ahora es muy
íntimo. Ni siquiera yo estaré a tu lado.
—
Pues tú y Scarlya podéis esperarme cerca del lago.
—
¿El lago? ¿Vais a la región de la primavera?
—
Sí —respondió Oisín sonriéndole con precaución.
Así pues, aunque Oisín no
estuviese muy de acuerdo con que Scarlya nos acompañase, los tres reemprendimos
nuestro vuelo hacia la región de la primavera. Apenas dijimos nada durante todo
aquel trayecto. Solamente hablamos cuando capté, entre los árboles, el tierno
rumor del agua. Reconocí esa cueva tan mágica a la que Rauth me había conducido
aquel atardecer, escuché el canto de los pájaros que adornaban aquel silencio y
de repente me encontré cerca de ese lago que la magia podía convertir en el
espejo más fiel y sincero.
—
Ya sabes cómo tienes que invocar la magia, Sinéad. Recuerda que debes
conectarte con el espíritu de la naturaleza y rogarle a Ugvia que te presente
las imágenes de los hechos que acaecen en el otro mundo —me recomendó Oisín.
—
No entiendo nada. ¿Por qué quieres ver lo que sucede en la Tierra?
¿Dónde está Eros? —me preguntó Scarlya preocupada.
—
No le hagas tantas preguntas, Scarlya. Lo mejor será que nos
retiremos. Después ya hablarás con ella —le ordenó Oisín con dulzura.
Así pues, me quedé a solas con
aquella calmada y bella naturaleza. El color azulado de aquel aromático
atardecer se reflejaba en aquellas quietas aguas. Intentando serenarme (pues
estaba inmensamente nerviosa), llené mi alma de mis más dulces deseos. Traté de
conectarme con la Diosa para que me mostrase lo que ocurría más allá de ese
mágico mundo; pero, por mucho que lo intentase, no conseguía que mi espíritu
deviniese en la mezcla de mi poder y el de la Madre Tierra. Mi interior estaba
vacío, aunque pretendiese anegarlo en ruegos que parecían perderse por aquel
inhóspito silencio.
El tiempo discurría sin que
nadie le prestase atención a mi voz. Creí entonces que la Diosa estaba
castigándome por haberme quedado ilícitamente en Lainaya. Me asusté
inmensamente cuando me planteé la posibilidad de que no volviese a ver a Eros
nunca más, ni a mi padre...
—
¡Oisín, no puedo! —exclamé con temor; mas nadie me contestó—. ¡Oisín!
Estaba completamente sola. Una
voz en mi interior me advirtió de que debía esforzarme mucho más por conseguir
que aquellas quietas aguas se convirtiesen en el espejo que yo deseaba que
fuesen. Cerré los ojos de nuevo y me concentré hondamente, intentando
desprenderme de todas las percepciones que captaban mis sentidos. Entonces, de
repente, mi alrededor desapareció. En medio de ese oscuro silencio, entendí que
Oisín no me había contestado porque me había rendido demasiado rápido.
Lentamente, fui notando cómo mi
interior se anegaba en paz, en magia, en poder. Algo cambió en mí a la vez que
mi alrededor se llenaba de vida. Sabía que, si abría los ojos, una luz muy
tenue y a la vez poderosa emanaría de mi mirada.
«Pasa suavemente una mano por
encima de las aguas, como si las acariciases», me dijo una voz muy lejana y a
la vez cercana. Era la misma voz que se había dirigido a Brisita cuando ella
rogaba no ser abandonada por Ugvia.
Obedecí tiernamente aquella
mágica orden. Noté cómo las aguas temblaban bajo mis dedos. Entonces supe que
ya podía abrir los ojos.
Cuando lo hice, me percaté de
que todo mi alrededor se había anegado en sombras. Todo estaba oscuro, salvo
las aguas del lago que tenía enfrente. Supe que no debía mirar a ninguna otra
parte. Así pues, hundí los ojos en aquel espejo que de repente empezaba a
mostrarme unas imágenes que al principio me costó entender.
Una nube oscura y densa lo
cubría todo. En medio de esas indisipables brumas, capté la brillante silueta
de Eros. Me percaté de que ya no era un heidelf, sino el vampiro hermoso que
siempre había sido. Lo vi luchando contra esas neblinas que, de pronto, se
desvanecieron ante sus ojos. Apareció ese bosque tan querido que rodeaba la
ciudad donde habitábamos. Eros estaba sentado en el suelo, desorientado,
incapaz de comprender lo que había ocurrido.
Tenía los ojos cerrados, pero de
súbito los abrió y miró desconcertado a su alrededor. Empezó a caminar sin rumbo,
oteando entre los árboles, observando todos los detalles de su entorno. Lo
miraba todo como si quisiese encontrar el tesoro más brillante. De repente supe
que estaba buscándome.
—
Shiny —me llamó con un susurro que se perdió por el silencio de la
noche—, Shiny, Shiny. ¿Dónde estás, Sinéad?
La ausencia de mi voz lo
desorientó mucho más. Empezó a correr a través del bosque hacia nuestro hogar.
Vi cómo atravesaba las calles de aquella hermosa ciudad, vi cómo subía
desesperadamente los peldaños que lo separaban de nuestro pisito y cómo entraba
allí con los ojos casi desorbitados. Cuando se halló en nuestro nidito de amor,
comenzó a recorrer las pocas estancias que lo componían. Me buscó por doquier,
incluso se asomó al balcón para mirar todo lo que quedaba ante sus ojos. Al
darse cuenta de que yo no estaba por ninguna parte, entró al salón y se sentó
derrotado en aquel sofá que ya era tan nuestro.
—
¿Qué ha ocurrido, Sinéad? ¿Por qué no estás conmigo? —se preguntó casi
llorando.
Para entonces, ya rodaban por mis
mejillas unas lágrimas espesas y brillantes que me deslumbraban. Deseaba
decirle algo, pero no sabía si él podría oír mi voz o si yo podría hablar con
serenidad. Un nudo muy feroz me presionaba la garganta con una saña que me
hacía tener ganas de gritar.
—
Lo siento, Eros, amor mío —le dije a través de la insalvable distancia
que nos separaba—. Eros, ¿puedes oírme?
No, él no podía oírme, y
posiblemente no volvería a oír mi voz nunca más. No obstante, yo no dejé de
intentar que me escuchase. Lo llamé muchas veces más... pero él ni siquiera
movía los ojos. Se mantenía quieto, sentado en aquel sofá tan mullido, con los
ojos llenos de lágrimas, tal vez empezando a comprender lo que había acaecido.
—
No has vuelto, Sinéad. Sí, ahora recuerdo que te has separado de mí
sin que yo pudiese preverlo ni evitarlo. Te has quedado en Lainaya, ¿verdad?
—me preguntó de repente a través de la distancia. Yo sabía que él se imaginaba
que yo podía oírlo—. Muy bien... Si es eso lo que ha ocurrido, no pienso llorar
ni una sola lágrima por ti.
Tras pronunciar aquellas
palabras, se dirigió hacia el balcón y saltó hacia la noche. Empezó a volar a
través de aquel templado cielo, en busca de algún lugar que calmase sus
nervios, su frustración. Sabía que se dirigía hacia donde Leonard vivía, pero
ya no deseaba seguir viendo nada más. Deslicé mi mano diestra sobre las aguas y
entonces todo desapareció.
Hasta entonces, ya había tomado
una decisión irrevocable: deseaba vivir eternamente en Lainaya.
Amaba a Eros, de eso no podría
dudar nunca; pero ya no deseaba intentar ser feliz a su lado. Lainaya era el
verdadero lugar donde yo podía encontrar esa paz que cada vez faltaba más en el
otro mundo. Me costaría muchísimo acostumbrarme a la idea de no volver a ver
nunca más a mis vampiros más queridos, pero sabía que con la ayuda de todas las
haditas de Lainaya y de la naturaleza que creaba aquel hermoso mundo podría
sonreír sin sentir tristeza.
Me alcé lentamente de aquella
mullida orilla y me dirigí hacia donde Oisín y Scarlya estarían aguardándome.
Aquel bosque que rodeaba la cueva que conducía a aquel lago mágico estaba lleno
de vida. Respiré hondamente el olor a savia que se desprendía de los árboles,
el aroma del rocío que no dejaba de llover del crepuscular firmamento que nos
cubría y la fragancia de la vida que habitaba en aquella serena naturaleza.
Oisín y Scarlya me aguardaban
sentados en el tronco caído de un árbol. En cuanto me vieron aparecer, Scarlya
se alzó de donde estaba sentada y, con una voz temblorosa, me comunicó:
—
No puedo creerme que le hayas hecho eso a Eros.
—
Creo que eres la menos indicada para recriminarme nada, Scarlya.
Deberías comprenderme.
—
¿De veras has renunciado definitivamente a tu otra vida? —me preguntó
exaltada e incrédula.
—
Sí.
—
Me gustaría alegrarme. Vas a vivir conmigo para siempre en este mágico
e inocente mundo, pero no puedo sentir felicidad por ello. Sinéad, creo que has
tomado una decisión muy importante apenas sin pensar en lo que hacías. Eros no
puede vivir sin ti. No puedes compararte conmigo, puesto que yo deseaba volver
a Lainaya desde hacía muchísimo tiempo.
—
En realidad yo nunca deseé irme —susurré con la voz quebrada.
—
Creo que deberías...
—
No me digas nada más, por favor. Dejadme.
Me volteé y empecé a correr a
través de aquel bosque tan primaveral, tan lleno de vida. No podía pensar con
claridad y los sentimientos que me invadían el alma eran demasiado potentes
para que pudiese experimentarlos nítidamente. Lo único que sentía eran unas
intensísimas ganas de llorar perforándome el alma, pero no deseaba derrumbarme.
¡Por supuesto que sería complicado para mí vivir sabiendo que no volvería a
verlos nunca más! Pero no podía seguir habitando en un mundo que no me amaba,
que siempre me rechazaría; un mundo lleno de seres sin piedad ni amor que
destrozaban la naturaleza que debía ser nuestro hogar. Yo no podía vivir en un
mundo donde no se respetase la voz del agua, ni el susurro del viento ni el
brillo de la luna.
Corrí hasta notar que me faltaba
el aire. Entonces, sin pensar en nada más, me alcé hacia el cielo y empecé a
volar raudamente. Movía mis alitas casi con desesperación, notando, tal vez por
primera vez en toda mi vida, cómo una parte de mi cuerpo creaba mi vuelo.
Estaba agotada, pero no deseaba
detenerme. Volé a través de las nubes, dejando atrás la región de la primavera,
sobrevolando valles profundos donde cantaba el silencio más inhóspito, donde la
voz del viento se mezclaba con el crujir de las ramas. Recordaba perfectamente los
lugares por los que pasaba. Incluso tenía la sensación de que los había visto
hacía muy poco tiempo en un sueño
Inesperadamente, mi volar me
llevó a un desierto de arenas rojizas que brillaban bajo la fuerte luz de la
luna. Sabía que era el desierto que comunicaba la región del otoño con la del
verano; aquel desierto que había estado a punto de acabar con nuestra vida.
Recordando aquellos momentos, me
pareció que éstos formaban parte de una existencia vivida en sueños. Era como
si todo lo que había creado aquellas experiencias hubiese nacido de la mente
más onírica de la Historia. Sin embargo, tuve la sensación de que, en verdad,
los instantes que estaba viviendo entonces eran parte de un sueño y aquéllos
que tan remotos me parecían eran la realidad de la que yo había intentado huir.
Aquella noche me parecía el
escenario de un sueño. De repente, de forma inconsciente, tuve miedo a
despertarme. Aquel temor me hizo volar mucho más raudamente hasta que noté que
la tierra me reclamaba para ofrecerme un descanso que yo no deseaba entregarme.
Grandes montañas cercaban un valle donde el calor se había detenido. No sabía
dónde me hallaba, pero no me importó. Descendí a la tierra y me tumbé en un
bosque de robles enormes y milenarios. El suelo estaba alfombrado por una
hierba mullida que me hacía creer que me encontraba en el lecho más confortable
de la Historia.
Cuando me sentí mucho más
descansada, volví a alzarme del suelo y empecé a caminar por aquel silencioso y
calmado bosque. No obstante, todavía estaba demasiado agotada, por lo que me
senté en una piedra allanada y perdí los ojos por el inmenso firmamento que me
cubría y que lo invadía todo, que creaba el horizonte que separaba la realidad
de los sueños.
Las estrellas lucían con una
fuerza que me deslumbraba. Parecía como si éstas estuviesen al alcance de mis
manos. Allí a lo lejos, sobre la cima de las montañas, la luna hacía llover su
fulgor, argentando las piedras que formaban aquellas áridas cumbres. Supe que
me hallaba todavía en la región del verano, pero no me importó. Sabía que todas
las haditas de Lainaya podían hallar su hogar en cualquier parte de aquel
mágico mundo.
La calma más infinita y suave se
apoderó de todo mi alrededor y me envolvió como si se tratase de un manto de
terciopelo. Pude respirar con tranquilidad y fijarme más nítidamente en todo lo
que creaba mi entorno. Entonces me percaté de que, enfrente de mí, entre las
montañas, empezaba a nacer un nuevo día. La luz del alba brotaba con mucha
lentitud de una nube dorada que cubría las cimas de las montañas. Me pregunté
cómo era posible que estuviese amaneciendo ya cuando la noche apenas había
vivido sus oscuras horas, pero enseguida recordé que me encontraba en la región
del verano, donde las noches son mucho más cortas que en cualquier parte de
Lainaya, así como en la región del invierno los días duran apenas unos
instantes. Sonreí al ser consciente de cuánta magia adornaba aquel mundo.
Estaba en Lainaya, y estaría
allí para siempre. Ya no habría ninguna fuerza que me arrastrase al otro mundo
y que me obligase a vivir en una tierra cada vez más llena de maldad. Estaba en
Lainaya; un lugar mágico que siempre sería mi hogar. De repente advertí que mi
interior se había llenado de gratitud. Supe que aquella emoción no emanaba
únicamente de mi alma, sino de otra vida, de una vida que estaba creciendo por
dentro de mí. Ser consciente de lo que estaba viviendo me llenaba los ojos de
lágrimas. No obstante, aunque me sintiese feliz por hallarme definitivamente en
Lainaya, todavía podía experimentar una desorientación que me hacía temblar.
No quería seguir pensando. Me
alcé de donde estaba sentada y me dirigí de nuevo a ese bosque de robles
inmensos y protectores para tumbarme en el suelo. Anhelaba dormir y que todas
mis inseguridades desapareciesen. No deseaba pensar en nada que me turbase.
Estaba en Lainaya, y restaría en ese lugar para siempre, hasta el último
instante de mi vida. Ya no tenía nada que temer. Todo había acabado... la
oscuridad eterna de la noche, la sangre, la sed, los secretos, todo. Sería
libre, al fin, en un mundo cuya luz no me dañaba, volvería a ser madre,
sentiría en mi ser la caricia de la naturaleza sin miedo a que mi piel se agrietase.
Esa era la idea que más palpitaba en mi interior. Sí añoraría mi perfecto
cuerpo vampírico, pero ser hada me parecía mucho más mágico.
No quería pensar en nada que
oscureciese aquellas bellísimas certezas, así que me esforcé por sumirme en la
inconsciencia más profunda. Al fin, el sueño se adueñó de mi mente, de mi
cuerpo y de mi alma. Me hundí en una oscuridad muy protectora que me alejó de
todas las sensaciones y emociones punzantes que pudiesen estremecerme.
Mas, al contrario de lo que deseaba,
el mundo de los sueños estaba anegado en escenas que me estremecieron
hondamente, que me arrancaron el aliento y que me hicieron desear desaparecer.
Eros y Leonard se hallaban conversando
en el salón de la casa de mi padre. Eros estaba nervioso, no se detenía,
hablaba atropellándose con sus propias palabras y el tono de su voz estaba
anegado en desesperación e impotencia. Leonard, por el contrario, se mantenía
sentado en un sillón con las manos cruzadas sobre su regazo y con la mirada
fija en sus dedos. Eros parecía recriminarle que se mantuviese en silencio,
pero Leonard no reaccionaba:
—
¿Es que te da igual que se haya quedado en Lainaya para siempre?
¿Sabes qué quiere decir que no haya regresado conmigo? Pues significa que nunca
más, ¡jamás!, volveremos a verla, ¿sabes?
—
Era previsible —contestó al fin Leonard con una voz casi inaudible.
—
¿Previsible?
—
Scarlya también se fue para siempre. Sinéad no era feliz en este
mundo. Era comprensible que se marchase.
—
¿No era feliz? ¿Y por qué nunca me lo dijo? ¡Es una egoísta!
—
Sí, pero es que en la vida tenemos que ser egoístas, Eros. No podemos
vivir por los demás. Acéptalo. Sinéad nunca más volverá. Y es lógico.
—
¡Idos todos al infierno! —exclamó estallando en llanto mientras corría
hacia la puerta y salía del hogar de Leonard, dejando a mi padre solo, sin
consuelo—. ¡No entiendo por qué has hecho esto, Sinéad! —gritó cuando se hubo
alejado suficiente de la casa de mi padre—. ¡Qué poco te he importado! ¡Tú
nunca me has querido de verdad! ¡Ahora entiendo que he sido un apoyo que te
permitió no caer definitivamente, pero nunca he sido yo el amor de tu vida! ¡Lo
ha sido Rauth y ahora... seguro que te has quedado por ese audelf tan extraño!
¡Yo solamente soy una sombra, una sombra!
La impotencia que invadía el
alma de Eros se volvía cada vez más intensa hasta que, inesperadamente, le
impidió seguir corriendo. Se sentó en el suelo, entre los árboles, y, al
contrario de lo que se había prometido a sí mismo, empezó a llorar
desconsoladamente.
Quise despertarme. No soportaba
su tristeza. Nada de lo que afirmaba era cierto, pero no tenía forma de
comunicárselo. Intenté llamarlo, pero mi voz no podía sonar, parecía estar
encerrada en medio de un mar de piedras. Entonces, inesperadamente, abrí los
ojos.
Me sobresalté cuando descubrí
que me hallaba tendida en medio de una estancia que no conocía. A mi diestra
había un gran ventanal que me permitía observar el paisaje que se extendía
hasta más allá del cielo amaneciente que lo cubría todo. Me rodeaba un campo de
trigo que brillaba intensamente bajo los primeros suspiros del día. No me cupo
duda de que me hallaba en la región del verano. El calor que se adentraba por
aquel ventanal me hacía estremecer de vida. No era un calor asfixiante, sino
más bien aterciopelado.
Quise alzarme de donde estaba
tendida, pero algo interrumpió mis propósitos. Alguien se adentró súbitamente
en aquella alcoba. Me percaté de que se trataba de un estidelf muy alto y
fornido que tenía los cabellos tan negros como la noche más veraniega. Me miró
con curiosidad y alivio, como si hubiese aguardado mi despertar durante años. Me
sonreía con placer y divertimento. Parecía hacerle gracia que me encontrase tan
desorientada.
—
Hola, Sinéad —me saludó agachándose a mi lado. La cama donde estaba
tendida se hallaba en el suelo—. Me llamo Linviur —se me presentó alargándome
su mano diestra. Yo se la tomé desconcertada—. Espero que te encuentres bien.
—
¿Por qué estoy aquí? —le pregunté tras soltarle la mano.
—
Porque anoche te encontré ahí tumbada en el bosque y creí que te habían
hecho daño. No sé quién eres, pero sé que te llamas Sinéad. Me lo ha revelado
mi madre.
—
¿Quién es tu madre?
—
Galeia, la reina del verano. Bueno, no me lo ha revelado ahora —reflexionó
al ver toda la desorientación que se apoderaba de mi rostro—. Hace mucho
tiempo, me explicó todo lo que ocurrió en Lainaya cuando... ya sabes... cuando
la oscuridad... No tenemos permitido hablar de la oscuridad, por eso...
—
Yo a ti no te he visto nunca —le confesé con timidez.
—
Es evidente. No pudiste conocer a todos los hijos de la reina del
verano, pero ahora tienes la oportunidad de hacerlo. El desayuno está
esperándote en el salón.
Linviur me parecía tan agradable
que creía que nunca había sufrido. Me sonreía con una sinceridad pura e
inocente. Me miraba como si yo fuese el ser más delicado del Universo y me
hablaba como si fuese consciente de que sus palabras podían hacerme daño si no
las cuidaba. Enseguida, de forma inesperada, me sentí cómoda a su lado. Me
alegró que alguien tan bueno me acompañase en aquellos momentos tan difíciles.
—
¿Conoces lo que ha ocurrido conmigo? —le pregunté aún vergonzosa.
—
Sí, lo sé todo. No creo que haya ningún problema en que te quedes en
Lainaya; pero las reinas de este mundo son muy exigentes. No pueden acoger a
cualquiera y menos a alguien a quien le quedan todavía demasiados siglos de
vida en la Tierra...
—
Yo no sé qué hacer...
—
Lo primero que debes hacer es comer algo.
—
No tengo hambre, de veras.
—
No importa. Tienes que comer. Hay sandía y melón frescos. Después te
acompañaré a la región del otoño, donde te reunirás con todas las reinas de
Lainaya y decidirás ahí lo que quieres hacer con tu futuro. Me han encargado
que te cuide, y eso haré, Sinéad —me sonrió alargándome la mano de nuevo.
Se la tomé con vergüenza, pero a
la vez agradeciendo su presencia. Sentía que aquel estidelf me protegía con
cariño y devoción. Salimos de aquella alcoba tan confortable y caminamos
durante unos largos instantes por pasadizos anegados en luz y aromas
exquisitos. No obstante, aunque mi alrededor estuviese anegado en fulgores
preciosos, yo notaba que mi interior estaba impregnado de oscuridad. Tenía
miedo, estaba insegura y algo desorientada. Rogué que mi futuro se decidiese
antes de que toda aquella incertidumbre me arrebatase las fuerzas. Yo deseaba
que Lainaya fuese mi hogar, pero era consciente de que me costaría muchísimo
vivir sabiendo que le había roto el corazón a Eros. Inesperadamente, me
apercibí de que la poca energía que me permitía sonreír estaba convirtiéndose
en un peso que no dejaba de llenarme los ojos de lágrimas; pero yo ignoraba
aquellas ganas de llorar por miedo a que aquel bello entorno que tan dulcemente
me había acogido se desvaneciese.