miércoles, 29 de julio de 2015

REGRESANDO A LAINAYA - 08. ÉSTA NO PUEDE SER TU MORADA


REGRESANDO A LAINAYA
08
ÉSTA NO PUEDE SER TU MORADA
Atardecía. Las montañas se cubrieron de oro, el viento trajo en su soplar el aroma de una lejana lluvia y los pájaros crepusculares empezaron a alabar la belleza de ese ocaso con unos cantos tiernos y profundos. Hacía algunos largos minutos que tenía los ojos cerrados. Continuamente intentaba serenarme para poder pensar con claridad. Mis sentimientos se habían vuelto turbios y apenas podía recordar lo que había ocurrido antes de ese instante y mucho menos podía centrarme en ese presente que yo no había previsto vivir.
Zelm no dejó de abrazarme en ningún momento. Entre sus brazos, creía que no existía ningún motivo para sentirme triste. Sin embargo, aunque pudiese percibir plenamente su cariño y su apoyo, había algo que tiraba continuamente de mi alma, como si fuese un llamado que no se callaba. No obstante, lentamente, aquella voz silenciosa fue desvaneciéndose hasta que fue sustituida por un sosiego que no tenía otro origen que el amor que Zelm me dedicaba y la belleza del paisaje que nos rodeaba. Entonces, cuando me noté más tranquila, abrí los ojos y miré a mi alrededor. La sutil magnificencia que había captado en un perdido instante antes de cerrar los ojos se intensificó imparablemente hasta tornarse la beldad más eterna.
El crepúsculo ya había encendido las primeras estrellas de la noche. A lo lejos cantaba el cárabo y algunas lechuzas intentaban ensordecer con sus roncos silbidos los últimos haces de luz del día. Era un ambiente tan íntimo y tan estremecedor que no pude evitar sobrecogerme. Fue aquella atmósfera de misterio y hermosura lo que de pronto me hizo ser consciente de lo que estaba acaeciendo y de lo que significaba aquel momento. Zelm pareció captar mis sentimientos y mis pensamientos, porque de repente se apartó de mí para poder mirarme plenamente a los ojos.
     ¿Te sientes preparada para hablar, Sinéad?
     Sí —le contesté sin estar muy segura de mis palabras.
     ¿Quieres que conversemos aquí o prefieres que vayamos a otro lugar?
     Creo que no eres la más indicada para hablar con ella —le comunicó Brisa con amabilidad—. Acabas de contraer matrimonio con Aliad. Es justo que paséis juntos vuestra primera noche...
     Es cierto —corroboré con vergüenza—. No pierdas el tiempo conmigo.
     Soy el hada reina del invierno. Es necesario que todas las hadas de Lainaya nos reunamos para conversar acerca de lo que está ocurriendo, Sinéad. Has provocado algo prohibido con tu ilícito regreso a Lainaya cuando debías permitir que la magia te llevase a tu mundo.
     Pero... yo no quería irme, Zelm.
     ¿Y qué sucede con Eros, Sinéad? —me preguntó Cerinia de repente con disgusto—. ¿Eres consciente del daño que le hará saber que nunca más volverá a verte?
     ¿Cómo? No me lo creo —me reí nerviosa—. Sí es posible volver de Lainaya. Brisita ha ido a visitarme muchas veces.
     No se trata de que puedas ir a visitarlo, sino de que has quebrado por completo la vida que compartíais —siguió recriminándome Cerinia.
     No tienes permitido habitar en Lainaya para siempre —prosiguió Galeia con severidad—. No tenías ningún derecho a volver.
     Eso no es cierto. Estoy engendrando un hijito de Eros... —titubeé nerviosa levantándome de pronto. Todas las hadas que se habían dirigido a mí estaban en pie entre los árboles, por lo que no me sentía cómoda permaneciendo sentada en el suelo—. Si me iba, le quitaría la vida...
     ¿Y qué sentido tiene que alumbres aquí ese hijito si él no puede conocerlo ni cuidarlo? —me preguntó Indilsa con seriedad. Entonces me di cuenta de que todas las hadas de Lainaya estaban enfadadas conmigo; lo cual me sobrecogió inmensamente.
     Lo siento.
     Sentirlo no es suficiente. Es más, ni siquiera importa —me amonestó Brisita mirándome con decepción—. ¿Sabes lo que has hecho, Sinéad? ¿Sabes lo que has provocado con tu regreso a nuestro mundo? —Yo negué, estremecida—. Has ocasionado que mueras en tu otra vida. Ahora quienes viven allí solamente tendrán de ti tus cenizas. Eros habrá vuelto a vuestra vida portando en sus manos las cenizas de su amada.
     Yo no sabía nada de eso. Juro que actué sin pensar —me defendí con ganas de llorar.
     ¡En nuestro mundo no se jura! —me regañó Cerinia cada vez más nerviosa.
     ¡No sé qué hacer! —exclamé estallando en llanto.
     Creo que no es justo que la acusemos de ese modo —intervino de repente Courel, adelantándose hacia mí—. Detengámonos por unos momentos a pensar en lo que ella siente.
     No puede quedarse aquí. Éste no es su hogar —protestó Sidunia asustada.
     No es cierto —la contradijo Laudinia con serenidad. Entonces me percaté de que era una de las pocas hadas que no estaba molesta—. Esta misma mañana le he informado de que puede escoger entre su vida en la Tierra o... o su futuro en Lainaya, y Sinéad ha escogido quedarse en nuestro mundo. Creo que no podemos oponernos a su decisión.
     Pero es que lo ha hecho de forma irreflexiva —exclamó Brisita.
     Es así como se toman las decisiones más importantes de nuestra vida, Brisa —le comunicó Laudinia aún con mucha calma—. Además, Sinéad sentía que quería estar aquí. No hay nada que haya podido vencer sus anhelos.
     Estoy segura de que, cuando se aperciba realmente de lo que ha hecho, querrá regresar, y entonces será demasiado tarde —propuso Zelm con tristeza. Ella tampoco estaba enfadada.
     Este asunto solamente nos concierne a las reinas de Lainaya —expresó Brisa de pronto, intentando parecer tranquila; pero todos los sentimientos que invadían su alma provocaban que los ojos le resplandeciesen de histerismo y que las manos le temblasen levemente. Comprendí que aquel día había sido muy complicado para ella—. Así pues, todas las hadas que no sean reinas de Lainaya deben marcharse.
     ¿Y no será mejor que os vayáis a tu palacio, reina? —le cuestionó Sidunia con temor.
     Es cierto. Somos muchas hadas aquí y queremos estar en el bosque —continuó Adina.
     Sí, posiblemente tengáis razón —reconoció Brisita con vergüenza agachando la mirada—. Zelm, Laudinia, Galeia y Cerinia, por favor, seguidme...
     ¿Y yo? —pregunté estremecida.
     Lo mejor será que vengas —me ofreció Zelm tendiéndome la mano. Yo se la tomé como si estuviese a punto de perder el equilibrio—. Esto también te concierne a ti, por supuesto; aunque ahora estés descontrolada por los nervios.
     Creo que a Sinéad le convendría otra cosa antes de conversar con vosotras —intervino inesperadamente Mecea—. Algún hada de la primavera debería llevarla al lago de la verdad.
     ¿El lago de la verdad? —quise saber con temor.
     Sí, es ese lago al que puedes asomarte para ver lo que está acaeciendo en el otro mundo. Ya lo has usado unas cuantas veces, ¿verdad? —me preguntó Laudinia con cariño.
     Sí, es cierto...
     Suinsey, por favor, acompáñala tú —le ordenó Laudinia a un hada de cabellos cortos y violáceos.
     Para mí será un placer acompañarla, pero creo que lo mejor será que vaya con ella alguien con quien tenga más confianza —aportó Suinsey con amabilidad.
     Oisín, eres el más indicado para ir con ella ahora. Yo la acompañaría, pero debo reunirme con las demás hadas de Lainaya —le mandó Laudinia con educación.
     Pero yo no soy un heidelf —protestó él con vergüenza.
     No, pero tú controlas muy bien las aguas.
     Se trata de un lago que está en la región de la primavera...
     Hace tiempo que no se nos prohíbe vagar libremente por todas las regiones de Lainaya —le recordó Brisita.
     De acuerdo. Vayamos, pues...
No me atrevía a decir nada, ni siquiera a mirar a otro lugar que no fuese ese camino que Oisín y yo habíamos empezado a recorrer juntos; una senda que parecía diluirse en la tierra y en la hierba que alfombraban el suelo. Fue Oisín quien rompió aquel silencio tan extraño y tenso.
     ¿Puedes volar?
     Sí, pero estoy muy nerviosa.
     Yo no sé volar —me confesó atolondrado—. Te lo pregunto porque llegaremos antes volando. Está anocheciendo y no es muy conveniente que se haga oscuro...
     Pero no sé dónde está —protesté con timidez.
     Yo te guiaré. Vayamos volando, Sinéad. Tómame entre tus brazos y empieza a volar.
No me sentía capaz de contradecirlo en ninguna palabra, pues sabía que Oisín tenía mucho más poder que yo. Así pues, aunque la vergüenza me torturase insoportablemente, lo abracé y empecé a volar a través de aquel cielo crepuscular. Oisín iba guiándome con sus ojos, señalándome caminos escondidos entre los troncos de los árboles. Me quedé totalmente maravillada cuando percibí todo el esplendor de esa región otoñal que estábamos abandonando. Cuando creí que los árboles de hoja caducas se convertirían en un espeso bosque de hojas perennes, oí el lejano rumor del agua mezclándose con el sonido del viento. Estábamos llegando a la región del agua.
     Pero... estamos acercándonos a la región del agua.
     Por supuesto. Hay que dejarla atrás para llegar a Heidalfia, la región de la primavera; pero no te desasosiegues. La atravesaremos muy rápido.
La noche se cernía espesamente sobre aquellas oscuras aguas, las que estaban tiernamente serenas. Yo no dejaba de mirar con interés a todo lo que sobrevolábamos. Me sobrecogía de sublimidad captar toda la calma que invadía aquellos rincones tan mágicos y comprobar cómo la naturaleza restaba en paz consigo misma y con todos los seres que la poblaban.
De repente, cuando creí que aquel profundo silencio nos absorbería, alguien nos llamó desde la orilla de aquellas insondables aguas. Enseguida me percaté de quién se trataba. Scarlya corría por debajo de nosotros, intentando igualar la velocidad de nuestro volar. Cuando Oisín se apercibió de que Scarlya estaba reclamando nuestra atención, me pidió que descendiese a la tierra; mas, antes de que pudiese obedecerlo, Scarlya, de pronto, se alzó hacia el cielo y se situó a nuestro lado en tan sólo un segundo. Me sorprendió el poder que guardaba en su cuerpo.
     ¡Sinéad! ¡Oisín! ¡Qué placer encontraros!
     ¿Qué haces aquí? ¿No estabas con las demás hadas? —le preguntó Oisín con desconcierto.
     Pues es que... en realidad nadie me acogía y me he ido a dar un paseo yo sola. ¿Adónde vais? ¿Puedo ir con vosotros?
     Por supuesto —le contesté con felicidad. Me estremecía de pena que Scarlya dijese que nadie la acogía. Me costaba creer sus palabras.
     Creo que lo más conveniente es que nos esperes...
     No, Oisín. No creo que suceda nada malo porque se venga con nosotros.
     Como desees; pero creo que el momento que vas a vivir ahora es muy íntimo. Ni siquiera yo estaré a tu lado.
     Pues tú y Scarlya podéis esperarme cerca del lago.
     ¿El lago? ¿Vais a la región de la primavera?
     Sí —respondió Oisín sonriéndole con precaución.
Así pues, aunque Oisín no estuviese muy de acuerdo con que Scarlya nos acompañase, los tres reemprendimos nuestro vuelo hacia la región de la primavera. Apenas dijimos nada durante todo aquel trayecto. Solamente hablamos cuando capté, entre los árboles, el tierno rumor del agua. Reconocí esa cueva tan mágica a la que Rauth me había conducido aquel atardecer, escuché el canto de los pájaros que adornaban aquel silencio y de repente me encontré cerca de ese lago que la magia podía convertir en el espejo más fiel y sincero.
     Ya sabes cómo tienes que invocar la magia, Sinéad. Recuerda que debes conectarte con el espíritu de la naturaleza y rogarle a Ugvia que te presente las imágenes de los hechos que acaecen en el otro mundo —me recomendó Oisín.
     No entiendo nada. ¿Por qué quieres ver lo que sucede en la Tierra? ¿Dónde está Eros? —me preguntó Scarlya preocupada.
     No le hagas tantas preguntas, Scarlya. Lo mejor será que nos retiremos. Después ya hablarás con ella —le ordenó Oisín con dulzura.
Así pues, me quedé a solas con aquella calmada y bella naturaleza. El color azulado de aquel aromático atardecer se reflejaba en aquellas quietas aguas. Intentando serenarme (pues estaba inmensamente nerviosa), llené mi alma de mis más dulces deseos. Traté de conectarme con la Diosa para que me mostrase lo que ocurría más allá de ese mágico mundo; pero, por mucho que lo intentase, no conseguía que mi espíritu deviniese en la mezcla de mi poder y el de la Madre Tierra. Mi interior estaba vacío, aunque pretendiese anegarlo en ruegos que parecían perderse por aquel inhóspito silencio.
El tiempo discurría sin que nadie le prestase atención a mi voz. Creí entonces que la Diosa estaba castigándome por haberme quedado ilícitamente en Lainaya. Me asusté inmensamente cuando me planteé la posibilidad de que no volviese a ver a Eros nunca más, ni a mi padre...
     ¡Oisín, no puedo! —exclamé con temor; mas nadie me contestó—. ¡Oisín!
Estaba completamente sola. Una voz en mi interior me advirtió de que debía esforzarme mucho más por conseguir que aquellas quietas aguas se convirtiesen en el espejo que yo deseaba que fuesen. Cerré los ojos de nuevo y me concentré hondamente, intentando desprenderme de todas las percepciones que captaban mis sentidos. Entonces, de repente, mi alrededor desapareció. En medio de ese oscuro silencio, entendí que Oisín no me había contestado porque me había rendido demasiado rápido.
Lentamente, fui notando cómo mi interior se anegaba en paz, en magia, en poder. Algo cambió en mí a la vez que mi alrededor se llenaba de vida. Sabía que, si abría los ojos, una luz muy tenue y a la vez poderosa emanaría de mi mirada.
«Pasa suavemente una mano por encima de las aguas, como si las acariciases», me dijo una voz muy lejana y a la vez cercana. Era la misma voz que se había dirigido a Brisita cuando ella rogaba no ser abandonada por Ugvia.
Obedecí tiernamente aquella mágica orden. Noté cómo las aguas temblaban bajo mis dedos. Entonces supe que ya podía abrir los ojos.
Cuando lo hice, me percaté de que todo mi alrededor se había anegado en sombras. Todo estaba oscuro, salvo las aguas del lago que tenía enfrente. Supe que no debía mirar a ninguna otra parte. Así pues, hundí los ojos en aquel espejo que de repente empezaba a mostrarme unas imágenes que al principio me costó entender.
Una nube oscura y densa lo cubría todo. En medio de esas indisipables brumas, capté la brillante silueta de Eros. Me percaté de que ya no era un heidelf, sino el vampiro hermoso que siempre había sido. Lo vi luchando contra esas neblinas que, de pronto, se desvanecieron ante sus ojos. Apareció ese bosque tan querido que rodeaba la ciudad donde habitábamos. Eros estaba sentado en el suelo, desorientado, incapaz de comprender lo que había ocurrido.
Tenía los ojos cerrados, pero de súbito los abrió y miró desconcertado a su alrededor. Empezó a caminar sin rumbo, oteando entre los árboles, observando todos los detalles de su entorno. Lo miraba todo como si quisiese encontrar el tesoro más brillante. De repente supe que estaba buscándome.
     Shiny —me llamó con un susurro que se perdió por el silencio de la noche—, Shiny, Shiny. ¿Dónde estás, Sinéad?
La ausencia de mi voz lo desorientó mucho más. Empezó a correr a través del bosque hacia nuestro hogar. Vi cómo atravesaba las calles de aquella hermosa ciudad, vi cómo subía desesperadamente los peldaños que lo separaban de nuestro pisito y cómo entraba allí con los ojos casi desorbitados. Cuando se halló en nuestro nidito de amor, comenzó a recorrer las pocas estancias que lo componían. Me buscó por doquier, incluso se asomó al balcón para mirar todo lo que quedaba ante sus ojos. Al darse cuenta de que yo no estaba por ninguna parte, entró al salón y se sentó derrotado en aquel sofá que ya era tan nuestro.
     ¿Qué ha ocurrido, Sinéad? ¿Por qué no estás conmigo? —se preguntó casi llorando.
Para entonces, ya rodaban por mis mejillas unas lágrimas espesas y brillantes que me deslumbraban. Deseaba decirle algo, pero no sabía si él podría oír mi voz o si yo podría hablar con serenidad. Un nudo muy feroz me presionaba la garganta con una saña que me hacía tener ganas de gritar.
     Lo siento, Eros, amor mío —le dije a través de la insalvable distancia que nos separaba—. Eros, ¿puedes oírme?
No, él no podía oírme, y posiblemente no volvería a oír mi voz nunca más. No obstante, yo no dejé de intentar que me escuchase. Lo llamé muchas veces más... pero él ni siquiera movía los ojos. Se mantenía quieto, sentado en aquel sofá tan mullido, con los ojos llenos de lágrimas, tal vez empezando a comprender lo que había acaecido.
     No has vuelto, Sinéad. Sí, ahora recuerdo que te has separado de mí sin que yo pudiese preverlo ni evitarlo. Te has quedado en Lainaya, ¿verdad? —me preguntó de repente a través de la distancia. Yo sabía que él se imaginaba que yo podía oírlo—. Muy bien... Si es eso lo que ha ocurrido, no pienso llorar ni una sola lágrima por ti.
Tras pronunciar aquellas palabras, se dirigió hacia el balcón y saltó hacia la noche. Empezó a volar a través de aquel templado cielo, en busca de algún lugar que calmase sus nervios, su frustración. Sabía que se dirigía hacia donde Leonard vivía, pero ya no deseaba seguir viendo nada más. Deslicé mi mano diestra sobre las aguas y entonces todo desapareció.
Hasta entonces, ya había tomado una decisión irrevocable: deseaba vivir eternamente en Lainaya.
Amaba a Eros, de eso no podría dudar nunca; pero ya no deseaba intentar ser feliz a su lado. Lainaya era el verdadero lugar donde yo podía encontrar esa paz que cada vez faltaba más en el otro mundo. Me costaría muchísimo acostumbrarme a la idea de no volver a ver nunca más a mis vampiros más queridos, pero sabía que con la ayuda de todas las haditas de Lainaya y de la naturaleza que creaba aquel hermoso mundo podría sonreír sin sentir tristeza.
Me alcé lentamente de aquella mullida orilla y me dirigí hacia donde Oisín y Scarlya estarían aguardándome. Aquel bosque que rodeaba la cueva que conducía a aquel lago mágico estaba lleno de vida. Respiré hondamente el olor a savia que se desprendía de los árboles, el aroma del rocío que no dejaba de llover del crepuscular firmamento que nos cubría y la fragancia de la vida que habitaba en aquella serena naturaleza.
Oisín y Scarlya me aguardaban sentados en el tronco caído de un árbol. En cuanto me vieron aparecer, Scarlya se alzó de donde estaba sentada y, con una voz temblorosa, me comunicó:
     No puedo creerme que le hayas hecho eso a Eros.
     Creo que eres la menos indicada para recriminarme nada, Scarlya. Deberías comprenderme.
     ¿De veras has renunciado definitivamente a tu otra vida? —me preguntó exaltada e incrédula.
     Sí.
     Me gustaría alegrarme. Vas a vivir conmigo para siempre en este mágico e inocente mundo, pero no puedo sentir felicidad por ello. Sinéad, creo que has tomado una decisión muy importante apenas sin pensar en lo que hacías. Eros no puede vivir sin ti. No puedes compararte conmigo, puesto que yo deseaba volver a Lainaya desde hacía muchísimo tiempo.
     En realidad yo nunca deseé irme —susurré con la voz quebrada.
     Creo que deberías...
     No me digas nada más, por favor. Dejadme.
Me volteé y empecé a correr a través de aquel bosque tan primaveral, tan lleno de vida. No podía pensar con claridad y los sentimientos que me invadían el alma eran demasiado potentes para que pudiese experimentarlos nítidamente. Lo único que sentía eran unas intensísimas ganas de llorar perforándome el alma, pero no deseaba derrumbarme. ¡Por supuesto que sería complicado para mí vivir sabiendo que no volvería a verlos nunca más! Pero no podía seguir habitando en un mundo que no me amaba, que siempre me rechazaría; un mundo lleno de seres sin piedad ni amor que destrozaban la naturaleza que debía ser nuestro hogar. Yo no podía vivir en un mundo donde no se respetase la voz del agua, ni el susurro del viento ni el brillo de la luna.
Corrí hasta notar que me faltaba el aire. Entonces, sin pensar en nada más, me alcé hacia el cielo y empecé a volar raudamente. Movía mis alitas casi con desesperación, notando, tal vez por primera vez en toda mi vida, cómo una parte de mi cuerpo creaba mi vuelo.
Estaba agotada, pero no deseaba detenerme. Volé a través de las nubes, dejando atrás la región de la primavera, sobrevolando valles profundos donde cantaba el silencio más inhóspito, donde la voz del viento se mezclaba con el crujir de las ramas. Recordaba perfectamente los lugares por los que pasaba. Incluso tenía la sensación de que los había visto hacía muy poco tiempo en un sueño
Inesperadamente, mi volar me llevó a un desierto de arenas rojizas que brillaban bajo la fuerte luz de la luna. Sabía que era el desierto que comunicaba la región del otoño con la del verano; aquel desierto que había estado a punto de acabar con nuestra vida.
Recordando aquellos momentos, me pareció que éstos formaban parte de una existencia vivida en sueños. Era como si todo lo que había creado aquellas experiencias hubiese nacido de la mente más onírica de la Historia. Sin embargo, tuve la sensación de que, en verdad, los instantes que estaba viviendo entonces eran parte de un sueño y aquéllos que tan remotos me parecían eran la realidad de la que yo había intentado huir.
Aquella noche me parecía el escenario de un sueño. De repente, de forma inconsciente, tuve miedo a despertarme. Aquel temor me hizo volar mucho más raudamente hasta que noté que la tierra me reclamaba para ofrecerme un descanso que yo no deseaba entregarme. Grandes montañas cercaban un valle donde el calor se había detenido. No sabía dónde me hallaba, pero no me importó. Descendí a la tierra y me tumbé en un bosque de robles enormes y milenarios. El suelo estaba alfombrado por una hierba mullida que me hacía creer que me encontraba en el lecho más confortable de la Historia.
Cuando me sentí mucho más descansada, volví a alzarme del suelo y empecé a caminar por aquel silencioso y calmado bosque. No obstante, todavía estaba demasiado agotada, por lo que me senté en una piedra allanada y perdí los ojos por el inmenso firmamento que me cubría y que lo invadía todo, que creaba el horizonte que separaba la realidad de los sueños.
Las estrellas lucían con una fuerza que me deslumbraba. Parecía como si éstas estuviesen al alcance de mis manos. Allí a lo lejos, sobre la cima de las montañas, la luna hacía llover su fulgor, argentando las piedras que formaban aquellas áridas cumbres. Supe que me hallaba todavía en la región del verano, pero no me importó. Sabía que todas las haditas de Lainaya podían hallar su hogar en cualquier parte de aquel mágico mundo.
La calma más infinita y suave se apoderó de todo mi alrededor y me envolvió como si se tratase de un manto de terciopelo. Pude respirar con tranquilidad y fijarme más nítidamente en todo lo que creaba mi entorno. Entonces me percaté de que, enfrente de mí, entre las montañas, empezaba a nacer un nuevo día. La luz del alba brotaba con mucha lentitud de una nube dorada que cubría las cimas de las montañas. Me pregunté cómo era posible que estuviese amaneciendo ya cuando la noche apenas había vivido sus oscuras horas, pero enseguida recordé que me encontraba en la región del verano, donde las noches son mucho más cortas que en cualquier parte de Lainaya, así como en la región del invierno los días duran apenas unos instantes. Sonreí al ser consciente de cuánta magia adornaba aquel mundo.
Estaba en Lainaya, y estaría allí para siempre. Ya no habría ninguna fuerza que me arrastrase al otro mundo y que me obligase a vivir en una tierra cada vez más llena de maldad. Estaba en Lainaya; un lugar mágico que siempre sería mi hogar. De repente advertí que mi interior se había llenado de gratitud. Supe que aquella emoción no emanaba únicamente de mi alma, sino de otra vida, de una vida que estaba creciendo por dentro de mí. Ser consciente de lo que estaba viviendo me llenaba los ojos de lágrimas. No obstante, aunque me sintiese feliz por hallarme definitivamente en Lainaya, todavía podía experimentar una desorientación que me hacía temblar.
No quería seguir pensando. Me alcé de donde estaba sentada y me dirigí de nuevo a ese bosque de robles inmensos y protectores para tumbarme en el suelo. Anhelaba dormir y que todas mis inseguridades desapareciesen. No deseaba pensar en nada que me turbase. Estaba en Lainaya, y restaría en ese lugar para siempre, hasta el último instante de mi vida. Ya no tenía nada que temer. Todo había acabado... la oscuridad eterna de la noche, la sangre, la sed, los secretos, todo. Sería libre, al fin, en un mundo cuya luz no me dañaba, volvería a ser madre, sentiría en mi ser la caricia de la naturaleza sin miedo a que mi piel se agrietase. Esa era la idea que más palpitaba en mi interior. Sí añoraría mi perfecto cuerpo vampírico, pero ser hada me parecía mucho más mágico.
No quería pensar en nada que oscureciese aquellas bellísimas certezas, así que me esforcé por sumirme en la inconsciencia más profunda. Al fin, el sueño se adueñó de mi mente, de mi cuerpo y de mi alma. Me hundí en una oscuridad muy protectora que me alejó de todas las sensaciones y emociones punzantes que pudiesen estremecerme.
Mas, al contrario de lo que deseaba, el mundo de los sueños estaba anegado en escenas que me estremecieron hondamente, que me arrancaron el aliento y que me hicieron desear desaparecer.
Eros y Leonard se hallaban conversando en el salón de la casa de mi padre. Eros estaba nervioso, no se detenía, hablaba atropellándose con sus propias palabras y el tono de su voz estaba anegado en desesperación e impotencia. Leonard, por el contrario, se mantenía sentado en un sillón con las manos cruzadas sobre su regazo y con la mirada fija en sus dedos. Eros parecía recriminarle que se mantuviese en silencio, pero Leonard no reaccionaba:
     ¿Es que te da igual que se haya quedado en Lainaya para siempre? ¿Sabes qué quiere decir que no haya regresado conmigo? Pues significa que nunca más, ¡jamás!, volveremos a verla, ¿sabes?
     Era previsible —contestó al fin Leonard con una voz casi inaudible.
     ¿Previsible?
     Scarlya también se fue para siempre. Sinéad no era feliz en este mundo. Era comprensible que se marchase.
     ¿No era feliz? ¿Y por qué nunca me lo dijo? ¡Es una egoísta!
     Sí, pero es que en la vida tenemos que ser egoístas, Eros. No podemos vivir por los demás. Acéptalo. Sinéad nunca más volverá. Y es lógico.
     ¡Idos todos al infierno! —exclamó estallando en llanto mientras corría hacia la puerta y salía del hogar de Leonard, dejando a mi padre solo, sin consuelo—. ¡No entiendo por qué has hecho esto, Sinéad! —gritó cuando se hubo alejado suficiente de la casa de mi padre—. ¡Qué poco te he importado! ¡Tú nunca me has querido de verdad! ¡Ahora entiendo que he sido un apoyo que te permitió no caer definitivamente, pero nunca he sido yo el amor de tu vida! ¡Lo ha sido Rauth y ahora... seguro que te has quedado por ese audelf tan extraño! ¡Yo solamente soy una sombra, una sombra!
La impotencia que invadía el alma de Eros se volvía cada vez más intensa hasta que, inesperadamente, le impidió seguir corriendo. Se sentó en el suelo, entre los árboles, y, al contrario de lo que se había prometido a sí mismo, empezó a llorar desconsoladamente.
Quise despertarme. No soportaba su tristeza. Nada de lo que afirmaba era cierto, pero no tenía forma de comunicárselo. Intenté llamarlo, pero mi voz no podía sonar, parecía estar encerrada en medio de un mar de piedras. Entonces, inesperadamente, abrí los ojos.
Me sobresalté cuando descubrí que me hallaba tendida en medio de una estancia que no conocía. A mi diestra había un gran ventanal que me permitía observar el paisaje que se extendía hasta más allá del cielo amaneciente que lo cubría todo. Me rodeaba un campo de trigo que brillaba intensamente bajo los primeros suspiros del día. No me cupo duda de que me hallaba en la región del verano. El calor que se adentraba por aquel ventanal me hacía estremecer de vida. No era un calor asfixiante, sino más bien aterciopelado.
Quise alzarme de donde estaba tendida, pero algo interrumpió mis propósitos. Alguien se adentró súbitamente en aquella alcoba. Me percaté de que se trataba de un estidelf muy alto y fornido que tenía los cabellos tan negros como la noche más veraniega. Me miró con curiosidad y alivio, como si hubiese aguardado mi despertar durante años. Me sonreía con placer y divertimento. Parecía hacerle gracia que me encontrase tan desorientada.
     Hola, Sinéad —me saludó agachándose a mi lado. La cama donde estaba tendida se hallaba en el suelo—. Me llamo Linviur —se me presentó alargándome su mano diestra. Yo se la tomé desconcertada—. Espero que te encuentres bien.
     ¿Por qué estoy aquí? —le pregunté tras soltarle la mano.
     Porque anoche te encontré ahí tumbada en el bosque y creí que te habían hecho daño. No sé quién eres, pero sé que te llamas Sinéad. Me lo ha revelado mi madre.
     ¿Quién es tu madre?
     Galeia, la reina del verano. Bueno, no me lo ha revelado ahora —reflexionó al ver toda la desorientación que se apoderaba de mi rostro—. Hace mucho tiempo, me explicó todo lo que ocurrió en Lainaya cuando... ya sabes... cuando la oscuridad... No tenemos permitido hablar de la oscuridad, por eso...
     Yo a ti no te he visto nunca —le confesé con timidez.
     Es evidente. No pudiste conocer a todos los hijos de la reina del verano, pero ahora tienes la oportunidad de hacerlo. El desayuno está esperándote en el salón.
Linviur me parecía tan agradable que creía que nunca había sufrido. Me sonreía con una sinceridad pura e inocente. Me miraba como si yo fuese el ser más delicado del Universo y me hablaba como si fuese consciente de que sus palabras podían hacerme daño si no las cuidaba. Enseguida, de forma inesperada, me sentí cómoda a su lado. Me alegró que alguien tan bueno me acompañase en aquellos momentos tan difíciles.
     ¿Conoces lo que ha ocurrido conmigo? —le pregunté aún vergonzosa.
     Sí, lo sé todo. No creo que haya ningún problema en que te quedes en Lainaya; pero las reinas de este mundo son muy exigentes. No pueden acoger a cualquiera y menos a alguien a quien le quedan todavía demasiados siglos de vida en la Tierra...
     Yo no sé qué hacer...
     Lo primero que debes hacer es comer algo.
     No tengo hambre, de veras.
     No importa. Tienes que comer. Hay sandía y melón frescos. Después te acompañaré a la región del otoño, donde te reunirás con todas las reinas de Lainaya y decidirás ahí lo que quieres hacer con tu futuro. Me han encargado que te cuide, y eso haré, Sinéad —me sonrió alargándome la mano de nuevo.
Se la tomé con vergüenza, pero a la vez agradeciendo su presencia. Sentía que aquel estidelf me protegía con cariño y devoción. Salimos de aquella alcoba tan confortable y caminamos durante unos largos instantes por pasadizos anegados en luz y aromas exquisitos. No obstante, aunque mi alrededor estuviese anegado en fulgores preciosos, yo notaba que mi interior estaba impregnado de oscuridad. Tenía miedo, estaba insegura y algo desorientada. Rogué que mi futuro se decidiese antes de que toda aquella incertidumbre me arrebatase las fuerzas. Yo deseaba que Lainaya fuese mi hogar, pero era consciente de que me costaría muchísimo vivir sabiendo que le había roto el corazón a Eros. Inesperadamente, me apercibí de que la poca energía que me permitía sonreír estaba convirtiéndose en un peso que no dejaba de llenarme los ojos de lágrimas; pero yo ignoraba aquellas ganas de llorar por miedo a que aquel bello entorno que tan dulcemente me había acogido se desvaneciese.