lunes, 29 de diciembre de 2014

LA TRISTEZA DE LA NAVIDAD


LA TRISTEZA DE LA NAVIDAD
Es Navidad; una época de felicidad, de descontrol, de amor, de luces, de ternura, de nostalgia por los tiempos pasados, de compañía, de comer delicias que no se saborean en todo el año, de regalos hermosos... Las ciudades se llenan de colores, de adornos preciosos, de niños corriendo hacia hombres vestidos de Papá Noel, de gente comprando sin cesar, de tiendas a rebosar. La Navidad son unos días repletos de regalos, de sonrisas a veces forzadas, de risas emotivas, de lágrimas perdidas, de recuerdos por los que ya no están a nuestro lado.
Paseando por las calles de Wensuland, el ambiente navideño me envuelve, quiere atraerme hacia sí. Las luces que penden del cielo iluminan los rincones más oscuros, de las tiendas se escapan voces entremezcladas, palabras perdidas, risas, exclamaciones de ilusión, pero también frases teñidas de impaciencia.
Pero yo me encuentro lejos de todo eso, ajena a ese barullo, a esos gritos, a esas luces. Camino mirando a mi alrededor, pero sintiéndome muy lejos de todo lo que me rodea. Hay algo en el ambiente que pesa en mi corazón como si fuese una piedra caída desde lo más remoto del firmamento, una piedra que quiere aplastarme el alma. Busco la serenidad en las personas que andan rápidamente por la calle, intentando encontrar la sensación de la alegría en un corazón ajeno; pero todo lo que forma mi entorno me cohíbe, me empequeñece.
Reconozco la belleza de la Navidad, pero esa misma belleza me oprime el corazón. Mi mente está llena de recuerdos lejanos de paisajes cálidos, de parajes fríos, de bosques otoñales, de lagos primaverales... Lainaya palpita por dentro de mí como si fuesen los latidos de mi detenido corazón. Su recuerdo me hace tener ganas de llorar, de salir corriendo de allí, de desistir de la idea de buscar algunos regalos para mis seres queridos, esos seres queridos que aún seguían junto a mí pese a todo.
Cuando creía que las hipnóticas luces de los abetos adornados me habían apartado levemente de mis tristes recuerdos, de pronto la mirada de Brisita aparecía ante mí. Hacía muchísimo tiempo que no se adentraba en mi mundo, en ese mundo que yo sentía vacío. Hacía mucho tiempo que no tomaba mi mano, que no me miraba profundamente a los ojos, y lo cierto era que la extrañaba con una fuerza que me asfixiaba.
Y en esos momentos notaba que esa honda y asfixiante tristeza me presionaba el alma. Me detuve de pronto, enfrente de una tienda donde podría encontrar lo que andaba buscando. En la puerta había otro abeto adornado con lucecitas preciosas de colores y con bolitas brillantes. Intenté encontrar la calma observando aquellos adornos resplandecientes, pero los ojos ya se me habían llenado de lágrimas. Me las retiré con mi fiel pañuelo antes de que alguien pudiese asustarse al ver la sangre que ya resbalaba por mis mejillas. Mas entonces entendí que en ese instante, en ese rincón, yo estaba completamente sola, tan sola como la oscuridad de la noche, la que todos deseaban destruir con esos adornos fulgurantes. Estaba sola, tan sola que ni siquiera me sentía conmigo misma. Y estaba sola desde hacía mucho tiempo.
Yo me sentía sola desde que habíamos regresado de Lainaya. Era una soledad que se quebraba de pronto gracias a la presencia de Eros y de todos los que formaban mi vida. Era una soledad que me hacía llorar desconsoladamente cuando intentaba tocar el arpa o convertir mis sentimientos en palabras. Era una soledad que me hacía evocar recuerdos de momentos en los que mi vida había resplandecido mucho más, momentos ya lejanos tanto en el tiempo como en el espacio.
Me pregunté por qué siempre me ponía tan triste cuando la Navidad llegaba junto al invierno para adornar los corazones, por qué nunca podía soportar la magia de esas fechas tan bonitas. Yo nunca había celebrado la Navidad hasta que Eros apareció en mi vida y desde entonces me sentía un poco más conectada a esos días. Pero no podía evitar que éstos me entristeciesen profundamente.
Sabía que no me hacía llorar únicamente el recuerdo de Brisita, sino de todos los amiguitos humanos con los que había compartido momentos tan bonitos. También los extrañaba con todo mi corazón. Sin embargo, no era esa añoranza lo que me desalentaba tanto, sino saber que no debía vivir con ellos ni un solo instante más. Desde que había regresado de Lainaya, tenía por seguro que mi presencia lo único que provocaría era que sus vidas se desestabilizasen... y yo no deseaba que unas personas tan buenas, que tenían el derecho de ser plenamente felices, tuviesen que soportar que la magia de sus días se viese interrumpida por un ser que podía turbar todo su presente.
Y yo bien sabía por qué me había prometido que nunca más volvería a buscarlos. Yo bien sabía que no podía volver a acercarme a ellos. Hacía poco, una noche, paseando por el frondoso y mágico bosque de Wensuland, había descubierto un camino que conducía a un pequeño y entrañable pueblo de apariencia medieval. Las calles estaban impregnadas de un silencio que me impedía respirar serenamente; mas no pude evitar suspirar con profundidad cuando, de repente, en una de aquellas calles, encontré una casita muy bonita de la que emanaba el eco de unos pensamientos teñidos de tristeza y desesperación. Yo conocía plenamente la voz de aquellos pensamientos. La conocía porque había formado parte de mis sueños en incontables ocasiones, porque me había dedicado palabras tanto hermosas como inquietantes.
     Wen —musité asustada, emocionada y sorprendida—. ¿Qué haces aquí?
Aunque quisiese conocer las respuestas a esas tristes preguntas, me retiré de la puerta de su casa antes de que alguien pudiese advertir mi presencia y corrí hasta el bosque. Me senté entre los árboles intentando controlar mis emociones. Sabía por qué Wen estaba allí, apartado de sus amigos, de su hogar... Estaba allí porque la congoja lo había impulsado a querer abandonarlo todo. De repente, recordé todo lo que había vivido con él desde que nos habíamos conocido, recordé lo feliz que él era con Estrella antes de mi llegada... y entonces supe que él estaba tan compungido por culpa mía. Nadie podría convencerme de lo contrario. Su vida se había cubierto de oscuridad y lástima porque yo había quebrado la estabilidad de su presente. Sí, era posible que él también hubiese tenido su parte de culpa; pero, si yo no me hubiese introducido en su vida, nada de aquello habría ocurrido. Wen seguiría siendo feliz con Estrella.
Pensé entonces en Sus, en Diamante, en sus encantadores hijitos, en Vicrogo y en Duclack... y entonces no pude evitar empezar a llorar desconsoladamente bajo aquellas titilantes y frías estrellas. Lloré por lo que habíamos vivido juntos, pero también por miedo, por un miedo a que sus vidas también se hubiesen quebrado por culpa mía. Nunca más volvería a permitir que un humano confiase en mí. Yo era peligrosa. Desde que había vuelto de Lainaya y había recuperado mi forma vampírica, me había percibido mucho más oscura que nunca, pues, al permanecer tan lejos de mi vampirismo durante tanto tiempo, la sed se me había descontrolado y me costaba mucho mantenerme estable junto a los humanos. Por eso decidí que restaría apartada de todo aquél que pudiese mirarme a los ojos y solamente compartiría mis momentos con los vampiros que formaban mi vida.
Y en esos momentos, en los que trataba de controlar mis emociones mirando las lucecitas de colores que pendían de aquel blanco abeto, entendí que no tenía sentido que siguiese allí, en aquella ciudad, viviendo en un hogar que no podía pertenecerme. Eros y yo habíamos vuelto al pisito que con tanta ilusión habíamos comprado hacía un año; pero siempre nos esforzábamos por no encontrarnos con nadie. No queríamos que nadie supiese que habíamos regresado.
Debía pedirle a Eros que vendiese aquel pisito y que nos trasladásemos a vivir a otro lugar donde nadie nos conociese. Teníamos que iniciar una nueva vida lejos de allí, lejos de la posibilidad de destrozarles la existencia a aquellas personitas tan entrañables. Así pues, decidí que aquella noche sería la última que pasearía por aquellas hermosas calles. Me despediría de la ciudad de Wensuland con todo mi corazón, agradeciéndole también que me hubiese posibilitado vivir momentos tan inolvidables y hermosos.
Seguí caminando absorta por aquellas adornadas calles cuando de repente me percaté de que alguien me llamaba con desesperación, alegría y sobresalto. Me sobrecogí cuando advertí que conocía plenamente aquella voz que me apelaba. No, no quería que ella se encontrase conmigo, no quería que me hablase ni que me mirase a los ojos. Quise huir, pero, cuando estaba a punto de empezar a correr, alguien me aferró con fuerza del brazo.
     ¡Sinéad! ¡Cuánto tiempo sin verte, Sinéad! —exclamaba Sus con cariño y respeto.
     Hola, Sus —le respondí con mucha vergüenza y emoción. Todavía no había logrado controlar mis ganas de llorar.
     ¿Cuándo volvisteis de vuestro viaje? Hace muchísimo tiempo que... por lo menos, seis meses... —divagó confundida todavía aferrándome del brazo.
     Sí. Se alargó más de lo previsto.
     ¿Qué te ocurre? —me preguntó preocupada—. ¿Es que no te alegras de verme? —se rió cariñosamente.
     Por supuesto que me alegro de verte —intenté sonreírle, pero las ganas de llorar ahogaron mi sonrisa—. Lo que pasa es que tengo prisa, Sus. Lo siento...
     ¿Prisa? Tú nunca has tenido prisa. Siempre has sido muy tranquila. Ven, vayamos a mi casa y hablemos un ratito. Supongo que tienes que contarnos muchas cosas. Diamante, Duclack y Vicrogo están esperándome. Es que hoy hemos hecho la reunión de los churros. Cada año hacemos una en Navidad. Es una tarde muy especial para nosotros, en la que nos damos algunos regalitos... Se alegrarán tanto de verte...
     ¿Wen no está? —le pregunté con temor.
     No, Wen hace tiempo que está alejado de nosotros.
     Lo siento.
     ¿Por qué? No creo que sea culpa tuya. Vente, por favor —me suplicó con una voz infantil.
     No, no puedo, lo siento.
     ¿Estás llorando? —me cuestionó sorprendida y conmovida.
     No...
     Sí, estás llorando. Se te nota en la voz y además no me miras a los ojos. Yo también actúo así cuando me pongo a llorar.
     Estoy emocionada de verte, sólo es eso —le respondí limpiando mis lágrimas con mi pañuelo, temerosa de que ella se diese cuenta de que solamente eran inquietantes gotitas de sangre.
     Sinéad... —suspiró tiernamente mientras me abrazaba de repente—. Te he echado mucho de menos, de veras. Todos te hemos extrañado mucho.
     No, no debe ser así —sollocé sin poder evitarlo. Sentir su cariño me hizo estallar de pena.
     ¿Por qué estás tan triste? Nunca te he visto así. ¿Ha ocurrido algo con Eros?
     No...
     Vente, vayamos a mi casa y nos lo explicas. Todos estarán dispuestos a escucharte.
     No puedo. A mí también me esperan.
     Dile a Eros que se venga también —me dijo animadamente mientras me acariciaba los cabellos.
     Yo también os he extrañado mucho a todos —le confesé apenas sin poder hablar.
     Pues por eso mismo tienes que venirte conmigo. Ven, vayamos. Tengo que comprar todavía los churros. Es que la churrería donde siempre los comprábamos está cerrada y he tenido que ir más lejos.
Sus intentó deshacer nuestro abrazo, pero yo no me atrevía a separarme de ella por miedo a que viese mis lágrimas. Sin embargo, sabía que no podía alargar más ese momento. Me aparté de ella y rápidamente volví a limpiarme las lágrimas. Sus me miró extrañada y asustada; pero enseguida me sonrió para intentar animarme. Me tomó del brazo y comenzó a caminar ligeramente por aquellas adornadas calles mientras, de forma atropellada y nerviosa, me hablaba de su vida, de lo que había ocurrido recientemente. Me contó que la señora Hermenegilda había ido de viaje a Holanda y que había permanecido durante toda una tarde en su casa explicándoles a ella y a Diamante todas sus experiencias.
     Qué pesada. No había manera de que se fuese. Espero que no nos la encontremos porque entonces... no podrás venir a mi casa —se rió. Yo también me reí tiernamente.
Cuando compramos los churros, nos dirigimos hacia el bloque de pisos donde se hallaban nuestros hogares. Estaba tan despistada que no me aparté de Sus cuando ella se introdujo junto a mí en el ascensor. Seguía hablándome animadamente y no me atrevía a interrumpirla. Pero, cuando me encontré encerrada en aquella máquina, me sobrecogí de terror y estuve a punto de chillar de impotencia cuando Sus se apercibió de que mis ojos se habían llenado de miedo.
     No me gustan los ascensores. ¿No puedo bajarme? —le pregunté casi descontrolada por el pánico.
     Sí, sí puedes. No temas, Sinéad. Tranquilízate —intentó serenarme tomándome de las manos—. Respira hondo y no pienses en nada. Ahora se parará en el cuarto piso. No temas. Ya está...
     No puedo, no puedo —hiperventilé. Estaba verdaderamente asustada. Temía que Sus mirase hacia el espejo y encontrase la ausencia de mi reflejo.
     Ya puedes salir, Sinéad. Te espero en la puerta de mi casa para que entremos juntas. Tranquilízate.
Cuando salí del ascensor, me sentí tentada de huir hacia el hogar de mi padre para escaparme de esa situación; pero no podía irme dejando a Sus esperándome en la puerta de su casa durante un tiempo interminable, así que me dirigí hacia su piso y la aguardé en la puerta. En breve, ella apareció sonriente y me dedicó una mirada llena de aliento y serenidad. Aquella mirada me sosegó profundamente.
     Sinéad, perdóname. No me acordaba de que no te gustaban los ascensores. Me ha sabido muy mal verte tan asustada.
     No te preocupes. Ya se me ha pasado —mentí. Todavía estaba tensa y levemente amedrentada. Me pregunté por qué no se me había ocurrido nada para huir de ese momento que no tenía permitido vivir.
     Me tranquiliza oír eso. Por cierto... —reflexionó mirándome profundamente a los ojos—, ¿qué te sucede en los ojos? Los tienes un poco rojos y... creo que en las pestañas tienes sangre.
     Es que... estoy enferma de...
     ¿Tienes conjuntivitis? —me preguntó con culpabilidad.
     Así es...
     Pobre... Puedo darte unas gotas muy eficaces que compré en la farmaciclick.
     No, gracias. Ya estoy echándome unas.
     La manzanilla es muy buena para la conjuntivitis —me reveló de pronto una voz que nos sobresaltó profundamente a Sus y a mí—. ¡Pálida Millonaria, pero dichosos los ojos que te ven! Aunque me sabe mal decir eso porque los tuyos están enfermos. ¡Pero, chica! ¡Ay, por Dios, qué seca estás! ¿Y a dónde me vas con esa ropa tan fina? —me preguntó a gritos dándome una palmada en la espalda—. Chica, que estamos en invierno, no en verano.
     Pero si voy abrigada —me defendí con vergüenza.
     Es cierto, señora Hermenegilda. Lleva un abrigo muy bonito —aportó Sus.
     Yo pienso que, con este frío que hace, deberías llevar guantes de lana, una bufanda y un gorro también de lana, todo de lana. Si no tienes, yo puedo hacerte unos.
     Tengo, gracias.
     Me alegro mucho de verte. Vente a mi casa y te cuento todas mis experiencias del viaje a Holanda. ¡Vaya país de locos! ¡Ahí no se puede hablar ni nada! Todo el rato tienes que estar en silencio en los bares o en los restaurantes y eso yo no lo soporto, ¿qué quieres que te diga? Encima apenas hacía sol y, bah, hacía un frío que mis huesos protestaban todo el tiempo diciéndome: maldita mujer, en lugar de recorrer mundo, tendrías que quedarte en casa, ¿qué te has pensado? Pero, oye, que una todavía está para algunos trotes, ¿eh? Que tengo los años muy ricos todavía para que tenga que quedarme en la cocina haciendo potajes.
     Sí, por supuesto —asentí intentando no reírme.
     Pero tenemos prisa, señora Hermenegilda —se apresuró Sus antes de que la señora Hermenegilda llenase aquel silencio con sus interminables frases.
     Sí, siempre tenéis prisa. Por cierto, Pálida Millonaria, ¿qué has hecho con tu novio, ese tío que estaba más bueno que los mazapanes de Toledo? —me preguntó asiéndome del cuello de mi vestido.
     Está en casa, supongo —contesté con mucha timidez.
     A ver si os pasáis por casa de la menda algún día, que os daré pastitas de mi pueblo. Venga, hala, que os lo paséis bien —nos deseó dirigiéndose hacia el ascensor.
Sus y yo respiramos aliviadas cuando las puertas del ascensor se cerraron. Sus me sonrió con cariño mientras se dirigía hacia la puerta de su casa y la abría con ilusión y expectación. Yo estaba tan nerviosa que apenas podía pensar en cómo debía comportarme cuando me hallase rodeada de aquellos humanos tan buenos, quienes seguían siendo mis amigos a pesar de todo lo que había ocurrido.
     Voy a llamar a Wen para que venga enseguida. Le diré que hay alguien que quiere verlo para darle una sorpresa.
     No le digas eso, pues entonces creerá que se trata de Estrella y se desilusionará mucho cuando me vea.
     No lo creo; pero tienes razón. Mejor le digo que le hemos preparado una sorpresa —confirmó cuando ya nos adentrábamos en su mágico pisito.
     Sus, muchas gracias por todo —le agradecí mirándola con mucha ternura—. Gracias por seguir acogiéndome en tu vida.
     Qué cosas dices. ¿Por qué no iba a hacerlo? Eres mi amiga, aunque llevemos mucho tiempo sin vernos —me sonrió.
Ya nos hallábamos en el pasillito que conducía al salón, de donde emanaban las risas y las voces de Vicrogo, de Duclack y de Diamante. Oír sus voces me hizo sentir tanta nostalgia que no pude evitar que los ojos se me llenasen otra vez de lágrimas, pero intenté dominar mis sentimientos para que el llanto no me traicionase. No quería que nadie se diese cuenta de que estaba tan sensible.
     ¡Mirad a quién traigo conmigo! —exclamó Sus introduciéndose en el salón.
     ¿Los churros, al fin? —preguntó Diamante.
     ¡No, goloso! ¡Algo mucho mejor!
     ¡Pero si es Sinéad! —se rió Vicrogo al verme—. ¿Cuándo volvisteis, Sinéad?
     ¡¡Sinéad! ¡Qué bien que ya hayáis regresado! —me comunicó Duclack levantándose de donde estaba sentada y dirigiéndose hacia mí.
     ¡Yo también me alegro mucho de que ya hayáis vuelto! Os echaba mucho de menos, sobre todo a Eros —se rió Diamante también encaminándose hacia mí.
     Solamente faltan Wen y Eros para que estemos todos —anheló Sus con cariño—. Voy a llamar a mi hermano.
     Sí, yo también creo que debería llamar a Eros para que viniese —me reí gozosa. Empezaba a olvidarme de todo lo que había pensado sobre apartarme de ellos. Su presencia me hacía sentir protegida, alegre, conforme—. Le enviaré un “whatsapp”.
     ¡Claro que sí! —me animó Diamante.
     Yo también me alegro mucho de volver a veros. Nosotros también os echábamos mucho de menos —les desvelé intentando no emocionarme.
     ¿Cómo ha ido ese viaje tan largo? ¡Tenéis que contarnos muchas cosas! —me preguntó Duclack.
     Es posible que no comprendáis nada... —susurré estremecida.
     ¿Por qué no? —se rió Sus—. Ya he llamado a mi hermano. Me ha costado mucho convencerlo, pero al final se ha dignado venir. En cinco minutos estará aquí. Vendrá en su coche.
Saber que Wen y yo estábamos a punto de reencontrarnos me hacía sentir unos nervios insoportables. No me creía capaz de mirarlo a los ojos después de todo lo que había ocurrido. El tiempo que habíamos permanecido separados me había ayudado a entender que yo había sido la única causante de su tristeza y fue el que me convenció de que no debía volver a acercarme a él nunca más. Sin embargo, la forma en que todos aquellos humanos me habían recibido me había hecho plantearme la posibilidad de que, tal vez, estuviese siendo injusta con ellos al decidir que me marcharía de sus vidas para siempre. Ellos también me querían, aunque me costase aceptarlo, y además disfrutaban mucho cuando estábamos juntos.
Vicrogo, Diamante, Sus y Duclack me explicaban cosas de sus vidas sin pausa, con ánimo y muchísima alegría, pero yo apenas podía escucharlos. Estaba tan nerviosa que no podía dejar de pensar en todo lo que había ocurrido desde que nos habíamos separado. También estaba narrando por dentro de mí la historia del viaje que Eros y yo habíamos hecho. No podía hablarles de Lainaya. No obstante, me acordaba de que Wen sí conocía la verdad. Él sabía que yo había sido madre. Recordaba perfectamente que se lo había confesado aquella noche tan extraña en la que nos despedimos de un modo tan... insólito y peligroso.
     La señora Hermenegilda no cesaba de preguntarnos cuándo volveríais. No sé qué tiene contigo, pero te ha cogido cariño —se rió Diamante con inocencia.
     Vaya —me reí yo también.
Justo entonces, oímos que el timbre sonaba con impaciencia. Me sobresalté profundamente cuando Sus abrió la puerta y la voz de Wen se introdujo suavemente en aquel acogedor hogar. Incluso noté que empezaba a temblar sutilmente y que mi alma se llenaba de nervios, impaciencia e inseguridad.
     ¿Por qué me has hecho venir tan apresuradamente? —le preguntó a Sus mientras ambos se dirigían hacia el salón.
     Ya verás... Mira quién está aquí, Wen —le ordenó adentrándose en donde todos nos hallábamos.
Wen se quedó paralizado cuando sus oscuros y expresivos ojos se hundieron en los míos. Cuando nuestras miradas se unieron, sentí que todo mi cuerpo se detenía, que mis pensamientos se acallaban para que la voz de mis sentimientos se alzase limpia y estridente por dentro de mí. Algo se removió en mi interior, como si fuese una vida que había restado dormida y sólo podía despertar si los ojos de Wen me miraban, y entonces noté que aquellos temblores que me atacaban se intensificaban y que las ganas de llorar se mezclaban con las de reír. Todos nuestros recuerdos se escaparon de sus ojos y se adentraron en mi mirada para llegar hasta mi alma y quedarse allí, revoloteando como pajaritos perdidos en medio del viento.
     Sinéad —susurró cubriéndose los labios con su mano diestra—, Sinéad...
Pronunció mi nombre con un sentimiento que nadie podría descifrar ni comprender, salvo nosotros dos. En su voz detecté tristeza, sorpresa, alegría, alivio, conformidad y miedo. Saber que él también estaba asustado me desconsoló mucho más, pero fui capaz de controlar mis sentimientos. Tratando de que nadie se apercibiese de cómo me sentía, me levanté de donde estaba sentada y me dirigí hacia él dispuesta a olvidarme por unos momentos de todo lo que me preocupaba para prestarle a aquel mágico humano toda la atención que él se merecía. Deseaba que pudiésemos volver a reír juntos, que la vida volviese a parecernos hermosa y brillante... aunque la tristeza la oscureciese.
     Hola, Wen —lo saludé sonriéndole con cariño. Intenté que mi sonrisa resplandeciese mucho más que las estrellas—. Me alegro tanto de verte...
     Sinéad, no sabía que habías vuelto —me contestó cerrando con fuerza los ojos.
     Vaya, cualquiera diría que no te alegras de verla —se rió Vicrogo con inocencia—. Vaya cara se te ha puesto.
     Es cierto, amigo —corroboró Diamante—. Parece como si hubieses visto un fantasma.
     ¡Por supuesto que me alegro de verla! Lo que pasa es que no me esperaba...
     No te disculpes —lo interrumpí con tensión. Sin quererlo, me había adentrado en la mente de Wen para comprobar si las palabras de Vicrogo y de Diamante coincidían sutilmente con la realidad y entonces había descubierto que una gran parte de Wen no se alegraba de verme—. Espero que mi presencia no te incomode demasiado.
     Quiero que esta tarde nos olvidemos todos por unos momentos de todo lo que nos preocupa —anheló Sus con nervios y serenidad al mismo tiempo—. Todos estamos muy contentos de que Sinéad haya vuelto, incluso Pandy. Atiende a cómo te mira, Sinéad —se rió con cariño tomándolo en brazos.
     Pandy, hola —me reí tiernamente, intentando no prestarle atención a la tristeza que envolvía mi corazón—. Yo también me alegro mucho de verte, cariño —le dije acariciándolo con mucho amor. Él alzó su cabecita para aspirar el olor que emanaba de mis manos. Aquel gesto nos hizo reír a todos.
     Parece que le gustas —se rió Duclack—. Mira qué ojitos se le han puesto.
     Sí, eso parece —corroboró Vicrogo—; pero no me extraña. Los animales siempre detectan si alguien tiene buen corazón y todos sabemos que Sinéad lo tiene.
     Muchas gracias, Vicrogo —dije con ganas de llorar.
     Eres muy mágica. Eso se nota a leguas —seguía riéndose él con mucho cariño.
     Basta, que la sonrojaremos —se rió Diamante—. Sentaos y disfrutemos de esta tarde tan mágica.
     Sí. Que Sinéad haya vuelto es el mejor regalo de Navidad para todos —aportó Sus dejando a Pandy en el suelo.
     Gracias. Para mí también es un hermoso regalo que pueda estar con vosotros —le correspondí emocionada.
Todos conversamos animadamente, incluso Eros, quien llegó a los pocos minutos. Los saludó complacido mientras a mí me dedicaba una mirada llena de interrogantes. Sabía que se preguntaba cómo era posible que hubiese cambiado tan rápidamente de opinión. Sin embargo, no detecté en su mirada ni el menor ápice de reprobación. Eros también apreciaba muchísimo a todos aquellos humanos tan entrañables que tanto nos querían.
Salvo Wen, todos parecíamos sentirnos inmensamente felices. No obstante, la mirada de Wen me hacía temblar, me sobrecogía y destruía la alegría que podía envolver mi corazón. Tenía que esforzarme inmensamente por hacerles creer a todos que de veras estaba muy contenta de poder compartir de nuevo mi vida con ellos; pues en realidad mi alma estaba llena de pena, de nervios y de temor. No sabía por qué Wen no se alegraba de verme, por qué su corazón se había encogido tanto de miedo y por qué sus ojos no me habían dedicado una mirada exenta de inquietud. No obstante, comprendía sus sentimientos, aunque éstos me doliesen.
La tarde se pasó entre risas inocentes, entre palabras alegres y entre experiencias que todos nos contábamos con mucho entusiasmo. Eros y yo transformamos nuestro viaje a Lainaya en una historia más creíble que, salvo Wen, a todos les impresionó profundamente. Cuando creíamos que aquel ocaso se convertiría en noche, la sed empezó a gritar por dentro de mí, así que me alcé de donde estaba sentada y me excusé alegando que se nos había hecho tarde y que teníamos cosas que hacer. Eros me imitó y empezó a despedirse de todos con una complacencia infinita.
     Me alegro mucho de que hayáis vuelto, pero me apena que tengáis que iros ya —Nos comunicó Vicrogo con tristeza.
     No te preocupes. Volveremos a vernos muy pronto —le aseguré con amor—. Muchas gracias por todo. Vosotros sí sois mágicos.
     Gracias, Sinéad —se rió Duclack.
     Eros, te espero en la puerta —le dije con amor.
     Yo también me marcho ya —adujo Wen levantándose de la silla que ocupaba—. Te acompaño, Sinéad.
     De acuerdo.
Ambos nos dirigimos, sin mirarnos, hacia la salida del hogar de Sus y Diamante. Cuando ya nos hallamos fuera del alcance de la mirada de nuestros amigos, Wen se volteó y se hundió en mis ojos. Parecía buscar en mi mirada algo que yo no podía concretar. Al fin, inesperadamente, me dijo:
     Por supuesto que me alegro de verte, pero últimamente nada me hace ilusión. Me alegra que hayas vuelto, pero no puedo demostrarlo. Lo siento.
     Sí, te entiendo —dije intentando que mi voz sonase serena. Aquellas palabras habían acentuado la tristeza que invadía mi alma—. En realidad, Wen, me gustaría mantener contigo una conversación muy importante...
     No sé si sería conveniente.
     No será muy larga... Verás, pienso que lo mejor será que tú y yo no volvamos a hablar hasta que consigas recuperar la felicidad.
     ¿Por qué?
     Porque creo que yo he tenido la culpa de que tu vida se haya turbado tan tristemente.
     No digas eso, ya sabes que no me gusta, y no es cierto. Yo también podía haberme controlado, y no lo hice. No te culpes por algo que no dependió de ninguno de los dos. Eso ya quedó en el pasado. Si Estrella no quiere perdonarme, eso solamente es culpa suya.
     Estrella tiene el corazón destrozado. Es comprensible que le cueste olvidarlo todo. Además, es como yo. Enseguida se siente pequeña e inferior. Me gustaría que Estrella y yo hablásemos sobre esto para convencerla de que tú la amas solamente a ella...
     No te molestes, Sinéad. Nadie sabe dónde está.
     De todas formas, no pienso que tengamos que dejar de hablar únicamente por lo que ocurrió en el pasado —le confesé mientras oía cómo Eros y los demás reían alegremente en el interior de aquel mágico hogar.
     ¿Cómo?
     Lo digo también por el presente. Me parece que es peligroso que estemos juntos, que nos miremos. No me preguntes nada, por favor. Es algo que yo no puedo evitar.
Wen quiso responderme, pero de repente Eros apareció ante nosotros, interrumpiendo sus intenciones. Los tres nos despedimos con una sonrisa forzada (sobre todo Wen y yo) y nos alejamos prometiéndonos que dentro de poco volveríamos a estar juntos. Solamente Wen y yo sabíamos que aquello posiblemente no podía ser cierto.