lunes, 27 de octubre de 2014

EN LAS MANOS DEL DESTINO - 17. LA ASFIXIANTE VOZ DE LA OSCURIDAD


EN LAS MANOS DEL DESTINO - 17. LA ASFIXIANTE VOZ DE LA OSCURIDAD
Aquel turbio y asfixiante sopor que se había apoderado de mi consciencia se quebró de repente. Me desperté tan súbitamente que ni siquiera tuve tiempo para despedirme de la oscuridad del sueño. Abrí los ojos como si alguien me hubiese abofeteado brutalmente. Miré desorientada y asustada a mi alrededor y entonces pude darme cuenta de que estaba tendida en un lecho lleno de residuos de vida podridos y olvidados, de hojas apagadas y secas, de pedacitos de ramas punzantes y de piedras sucias, entre las cuales reposaban charcos de agua negra y putrefacta. Sentí ganas de vomitar, pero me contuve. Traté de levantarme antes de seguir notando la podredumbre que alfombraba aquel suelo, pero entonces me percaté de que estaba retenida por unas cadenas de hierro oxidado. No podía mover las manos y tampoco podía incorporarme, pues aquellas ennegrecidas cadenas me rodeaban la cintura y las piernas. Quise gritar pidiendo ayuda, pero enseguida comprendí que lo mejor que podía hacer era quedarme quieta, aguardando el momento de usar mis facultades niedélficas para huir de allí.
Miré desesperadamente a mi alrededor buscando con mis aterrados ojos a mis seres queridos, pero lo único que me rodeaba eran cuerpos muertos que casi habían desaparecido y aquella naturaleza irrevocablemente fenecida. Inesperadamente, reparé en que había perdido todo mi aliento. No tenía fuerzas para seguir luchando por mi vida y empecé a creer que aquel momento era el fin de nuestro viaje, que todo nuestro esfuerzo había sido en vano, que a partir de ese instante lo único que nos esperaba era la muerte. Sin embargo, cuando aquellas certezas anegaron mi mente, una ira furiosa surgió por dentro de mí, invadiendo mi alma de pensamientos vigorosos:
-          No pienso permitir que la oscuridad me venza —susurré con fuerza y aliento—. Tenemos que ser fuertes. Sé que puedo desprenderme de estas asquerosas cadenas, pero no puedo actuar impulsivamente.
Mi voz sonó llena de ímpetu. No podía permitir que mi alma se anegase en desaliento. La vida de mis seres queridos y de Lainaya dependía de nuestro ánimo y de nuestra valentía, así que, antes de empezar a pugnar contra aquellas oxidadas cadenas, intenté idear la mejor forma de escapar de allí; pero me costaba mucho concentrarme. El mal olor que emanaba de esa agua putrefacta, de esos cuerpos muertos y podridos y de esas piedras sucias me impedía pensar con claridad. Además, la oscuridad que me rodeaba me nublaba la visión.
Aquel ambiente opresivo y cargado de muerte estaba impregnado de sonidos escalofriantes cuya procedencia era incapaz de determinar. Se oían gritos estridentes, palabras impulsadas por la ira más dañina, golpes estruendosos (como si alguien golpease los árboles con una indestructible roca), amenazas, incluso bofetadas... Me estremecí al plantearme la posibilidad de que alguna de aquellas palabras o alguno de aquellos golpes estuviesen dirigidos a alguien que yo quería con toda mi alma. Entonces, de repente, comencé a tener tanto miedo que todo ese vigor que había invadido mi alma se convirtió en inseguridad y desesperación.
-          Ugvia, por favor, ayúdame, ayúdame. No permitas que esto ocurra, por favor... —empecé a suplicar apenas sin alzar mi voz.
Entonces, de súbito, noté que, por dentro de mí, se prendía una llama que templó mis sentimientos y destruyó el frío que el temor había instalado en mi alma. Empecé a sentirme protegida, como si me rodeasen unos brazos poderosos y eternos, y ese miedo que había apagado mis impetuosos pensamientos se tornó unas palabras de aliento que parecían proceder de lo más remoto de la Historia, de lo más profundo de la tierra:
«Sinéad, no desistas, no te rindas. Eres fuerte. Puedes combatir la oscuridad, puedes alcanzar tu destino. Solamente necesitas ser valiente. Yo te guiaré, Sinéad, pues no quiero que mi creación se pierda y de vosotras, doncellas de la luz y de la magia, depende que Lainaya siga existiendo. Álzate y camina, puedes hacerlo si lo crees. Eres mágica, tienes en tu interior una gran, poderosa e inagotable cantidad de magia. Levántate, Sinéad. Esas cadenas no te retienen enteramente. Únicamente impiden que tu cuerpo se mueva; pero tu espíritu es mucho más vigoroso. Sí, Sinéad, puedes hacerlo. Hazlo, hazlo».
Aquellas palabras me infundieron un ánimo que no cabía dentro de mí. Obedecí aquellas cariñosas y poderosas órdenes, sin preguntarme si aquel instante podía ser real, intentando no estremecerme al saber que Ugvia, la divinidad de Lainaya, se había comunicado conmigo. Me incorporé ignorando el daño que me hacían esas horribles cadenas al clavarse en mi cuerpo, deseando incesante e insistentemente que la libertad me asiese de las manos y me ayudase a caminar.
Me hallé pronta a lanzar una exclamación de sorpresa y felicidad cuando me percaté de que mi fuerza de voluntad estaba deshaciendo las cadenas que me apresaban; pero de repente, cuando estaba a punto de desprenderme definitivamente de esos hierros oxidados y sucios, alguien me aferró violentamente de los brazos y me lanzó al suelo sin el menor rastro de consideración. Grité de horror cuando noté que se habían cerrado en torno a mis brazos unas manos ásperas, llenas de desperdicios y suciedad que exhalaban un olor nauseabundo.
-          ¡Déjame en paz, inmundo monstruo asqueroso! —chillé desesperada de repugnancia—. ¡No me toques! ¡Ay, basta, basta!
-          ¿Te dan asco mis manos? —me preguntó una voz que más bien parecía una risa burlona—, pues espera un instante, ya verás.
Entonces esas repulsivas manos empezaron a deslizarse por todo mi cuerpo, colándose incluso por mis rincones más íntimos. Intenté golpearlas para apartarlas de mi lado, pero las cadenas que me retenían se fortalecieron y de nuevo me impidieron moverme. Sentí ganas de vomitar y de llorar de rabia, pero me contuve para no perder mi fortaleza.
-          Dime qué puedo hacer, Ugvia...
-          ¿Ugvia? ¡Bah, qué ingenua eres! Ahora mis compañeros y yo nos aprovecharemos de tu maravilloso y limpio cuerpo...
-          No, no, no —grité desesperada—. ¡No me toques, maldito!
«Sinéad, no estás sola. Puedo ofrecerte lo que desees, igual que haré con tus seres queridos, para que podáis vencer la oscuridad. Anhela lo que sea, que yo te lo concederé. Incluso puedo devolverte el cuerpo que tienes en tu otra vida para que te sientas más fuerte», me habló de nuevo la misma voz de antes.
-          ¡Sí, sí, sí! —exclamé casi extasiada de alivio—. ¡Quiero volver a ser vampiresa, por favor, Ugvia! ¡Devuélveme mi cuerpo inmortal y poderoso!
-          ¿Qué estás diciendo? —se burló aquel ser inmundo—. Vas a morir, junto con tus compañeras de viaje, en una gran hoguera de la que no podréis escapar —se rió malévolamente—. Nuestra reina, Serfidia, ha preparado un gran banquete para vosotras, para despediros bien de la vida. Ha cocinado manjares suculentos para vosotras.
-          ¡No pienso permitir que nos hagas daño! —aseguré confiada y envalentonada.
-          ¿Y cómo piensas evitarlo? En este mundo, eres una insignificante hada que no puede luchar contra la oscuridad.
-          Estás muy equivocado, asqueroso ser... Dime, ¿en realidad te place ser tan cruel? ¿Por qué no sientes ni el menor ápice de compasión por nosotros? —le pregunté tristemente cuando me di cuenta de que de sus oscuros e incomprensibles ojos emanaba un sinfín de emociones punzantes—. Si todos cambiaseis, podríamos vivir amenamente en Lainaya.
-          NO dices más que sandeces. La magia de Lainaya es patética. En cambio, la de la oscuridad es magnífica y sobrecogedora. Mira allí —me ordenó agarrándome de la barbilla con su sucia mano—. ¿Ves esos cuerpos que están pudriéndose?
-          No necesito ver nada —protesté a punto de vomitar intentando separarme de aquellos sucios y heridos dedos.
-          Fíjate bien en lo que sucederá ahora. Ahora, simplemente porque yo lo deseo, de este oscuro e impenetrable cielo caerá un rayo que incendiará este lugar. Tengo entendido que los niedelfs no soportáis el fuego... ¿Me equivoco esta vez?
-          No hagas eso...
-          ¡No eres mi reina, por lo que no tienes derecho a ordenarme nada! —me gritó zarandeándome—. ¡Serfidia, venid con vuestro ejército! ¡Estamos preparados para el banquete!
-          ¿Le has comunicado que los unos se comerán los fragmentos del cuerpo de los otros? —se burló Alneth de pronto con una voz que me estremeció—. Estúpida Sinéad, pensabas que con vuestra magia podríais vencernos, pero no habéis hecho más que  revelarnos el lugar por el que vagabais. Por cierto, todo eso que habéis creado con tanto esfuerzo ya ha desaparecido. Recuerda que la oscuridad es mucho más poderosa que la luz.
Alneth me hablaba como si yo fuese el ser más despreciable e inútil de la Historia. Sin embargo, lo que más me estremeció no fue escuchar el tono de sus hirientes palabras, sino ser consciente de que todo nuestro esfuerzo había sido banal, de que toda la luz y la vida que habíamos sembrado con nuestra magia ya se había convertido en muerte. Mi alma se llenó de tristeza y desconfianza. Me parecía imposible que salvásemos Lainaya si la oscuridad era tan potente y devastadora. No obstante, mi pena y mis temores se acrecieron estridentemente cuando reparé en que, tras Alneth, había un incontable número de seres extraños y de aspecto desagradable, cuyos ojos apenas brillaban, cuyos labios abiertos mostraban dientes negros y podridos. Me pareció que sus fétidos alientos llegaban hasta mí, lo cual intensificó las ganas de devolver que tenía.
-          No quiero vivir esto, Ugvia, no quiero. Por favor, no me abandones. No nos abandones como la divinidad ha hecho con los humanos allí en la Tierra. Sé que tú nunca dejarás de defender lo que creaste y a tus hijos. Todos hemos nacido de tu mágico e invencible seno, de tu bondadosa alma. Por favor, no me abandones...
-          ¡Ugvia no existe, ingenua Sinéad! —me gritó Alneth con rabia y sarcasmo—. ¿Cómo es posible que seas tan estúpida?
-          ¡Ugvia sí existe! —la contradije herida.
-          ¡No existe! Si lo hiciese, no habría permitido que yo me adentrase en Lainaya y sin embargo no se opuso cuando yo me introduje en su insignificante creación —se rió complacida.
-          Lainaya no es insignificante —susurré estremecida de pena.
-          Ya basta. Ya hemos alargado suficiente este momento. Estoy empezando a aburrirme... Por favor, Ashiestrustren, llévala hacia donde están todos. El banquete está a punto de empezar. Brisita y Adina ya están colocadas en los lugares pertinentes.
-          ¿Qué estás diciendo? ¡No les hagas nada! —exigí a punto de ser embargada por un ataque de histerismo.
-          Y la otra... ¿Scarlya se llamaba? Sí, pues esa está a punto de convertirse en fuego. Qué pena... Lainaya se quedará sin su reina... por lo tanto, desaparecerá en el olvido y la oscuridad será muchísimo más poderosa...
-          No lo permitiré...
-          ¿Sigues creyendo que podrás vencernos?
En esos momentos, aquel monstruo maloliente que me aferraba con desconsideración de los brazos ya estaba arrastrándome por aquel sucio suelo. No pude evitar ser atacada por unas arcadas profundas que estuvieron a punto de descontrolarme definitivamente. Me estremecía continuamente de repulsión al notar que mis hermosos ropajes estaban tiznándose de aquella suciedad tan podrida y que aquellos fétidos charcos de agua estaban manchando todo mi cuerpo y mis cabellos.
-          Ugvia, Ugvia...
«No desesperes, Sinéad. Necesito que estéis todos juntos para poder actuar. No temas, no permitiré que os dañen ni a ti ni a tus seres queridos. Por supuesto que defenderé Lainaya. Nunca abandonaré mi creación... Si lo hiciese, yo desaparecería, puesto que Lainaya es la materialización de mi alma. No tengas miedo. NO pierdas la fe, por favor».
Las palabras de Ugvia parecían provenir del instante más antiguo de la Historia. Las oía sin poder entender la voz que las pronunciaba, sin apenas plantearme la posibilidad de que su aliento fuese efímero. Me aferraba a los sentimientos que se desprendían de sus palabras como si fuesen el borde de un abismo por el que la oscuridad deseaba lanzarme.
Permití que aquel repugnante ser me arrastrase hacia un lugar que no me atrevía a imaginarme apenas sin protestar, sin ni siquiera desvelar con mis ojos los sentimientos que experimentaba. De repente, noté que el suelo en el que nos encontrábamos cambiaba y se convertía en una espesa ciénaga que exhalaba un olor insoportable que, inevitablemente, me hizo empezar a vomitar.
-          Qué insignificante y delicada eres —se burló Alneth con malicia—. Mira, Sinéad, Brisita está bañándose en este maravilloso lago.
-          No puedo más —protesté tras conseguir dejar de vomitar.
Cuando las náuseas me abandonaron por unos momentos, alcé la cabeza y entonces vi que otro ser indescriptible y de apariencia sobrecogedora aferraba a Brisita de la cabeza y la sumergía sin el menor rastro de cautela en aquel lago lleno de cuerpos muertos, de residuos de vida, de aguas estancadas que olían a podredumbre, a muerte, a finitud.
-          ¡Brisa! —grité desesperadamente cuando la vi—. ¡brisa, Brisa!
-          Calla, Sinéad. No chilles —me ordenó Adina de pronto. Me estremecí de alivio y temor al mismo tiempo cuando me di cuenta de que estaba enfrente de mí—. Es inútil que protestes. Todo se ha acabado, Sinéad. Dentro de poco, esta asquerosa ciénaga se convertirá en fuego y todos moriremos quemados. Lainaya desaparecerá para siempre.
-          ¡No pienso permitirlo! ¡Tenemos que hacer algo, Adina! ¡No puedes rendirte así! ¡Ugvia no dejará que Lainaya desaparezca! No cesa de asegurármelo.
-          Sinéad, tenemos que rendirnos. Es inútil que luchemos contra la oscuridad. Es muchísimo más poderosa que nuestra magia —lloraba Adina. Era la primera vez que la veía tan desalentada. El ímpetu y la valentía que siempre se habían desprendido de sus miradas y de sus gestos se habían convertido en abatimiento.
-          Sé que no estamos solas, Adina. Ugvia está con nosotras. Tiene un plan, estoy segura de ello. Lo que no podemos hacer es rendirnos. Tenemos que desear que la oscuridad desaparezca y debemos esforzarnos por convertir en luz toda esta negrura y en vida, toda esta muerte...
-          Es inútil, Sinéad...
-          No lo es, no lo es...
-          ¿No notas que estas aguas ya están empezando a templarse? —me preguntó Adina desafiante.
-          Sí, lo noto, pero sé que no moriremos...
Sabía que aquel instante no era nuestro fin. Nuestro destino no se acabaría en aquel momento tan delirante, en medio de unas aguas llenas de muerte, bajo una oscuridad tan impenetrable y escalofriante. Por dentro de mí sentía que Ugvia no me había abandonado. Su luz brillaba en mi alma, haciéndome confiar plenamente en nuestro hado, en nuestra magia. Aunque Adina creyese que aquello era inútil, yo empecé a desear que todo nuestro entorno cambiase y que toda la muerte que nos rodeaba se tornase vida. Lo anhelé como lo había hecho antes en medio de aquel jardín fenecido o en aquel valle repleto de finitud y podredumbre.
También recordaba que Ugvia me había asegurado que podría concederme cualquier deseo, incluso me había ofrecido devolverme mi cuerpo vampírico. Aquel recuerdo me impulsó a empezar a ansiar, con una vehemencia sobrecogedora, que dejase de ser esa hada tan mágica para convertirme en la vampiresa que era antes de adentrarme en Lainaya; aquella vampiresa poderosa, inmortal e invencible que podía combatir cualquier adversidad física que se interpusiese en su camino. Anhelaba tantas cosas, tantas que por unos largos momentos me olvidé de donde estaba, de que me hallaba detenida en un lugar y un instante demasiado delirantes.
Inesperadamente, mi interior se llenó de fuego, de luz, de deseos que no tenían principio ni fin, de fuerza, de valentía. Creí que todo mi entorno se había vuelto luz y que la oscuridad había desaparecido. Me sentí tan poderosa de pronto que no pude acordarme del miedo ni de la inseguridad. Tenía los ojos cerrados, pero sabía que la oscuridad todavía me acechaba. Sin embargo, ya no la temía, ya que mi cuerpo estaba anegado en ímpetu y valentía.
Me costaba creerme que aquel momento y las sensaciones que experimentaba fuesen reales. Percibí que mi piel se enfriaba, que mi mente se llenaba de recuerdos y de necesidades que no sentía desde hacía muchísimo tiempo, que mis ojos se engrandecían en sus cuencas, que mi dentadura cambiaba, que tanto mi interior como mi exterior crecía, que dejaba de ser frágil... Y todo esto sucedía rápida, pero dolorosa e intensamente, como si fuese un sueño mágico donde las realidades, el espacio y el tiempo se mezclan hasta formar parte de la misma dimensión, donde es imposible preguntarse si lo que vivimos es real...
-          Ya soy vampiresa, lo sé, lo sé —me dije susurrando apenas sin poder hablar. De repente noté que la sed incendiaba mi cuerpo. Además, mis dientes me dolían, me dolían porque mis colmillos estaban volviendo a crecer—. Soy poderosa, vuelvo a ser yo, soy yo de nuevo, soy yo —me decía emocionada.
Mientras mi transformación se operaba dolorosamente, haciéndose real, mi entorno no dejaba de temblar. Las aguas en las que todas estábamos introducidas estaban tornándose lava, pero yo no tenía miedo, puesto que mi cuerpo no dejaba de revelarme que cada vez era más fuerte, más vigorosa e invencible. Saber que había recuperado mi forma vampírica me hizo tener ganas de gritar de euforia, de felicidad, de alivio; pero me contuve, me aferré incluso a la sensación de la sed —la que no experimentaba desde hacía muchísimo tiempo— para cerciorarme de que aquel momento era verídico, era real, formaba parte de mi vida.
-          ¿Qué está sucediendo? —preguntó Alneth de pronto—. ¿Qué estás haciendo, estúpida Sinéad?
«Ya puedes abrir los ojos y enfrentarte a la oscuridad, Sinéad. Ya eres fuerte, ya vuelves a ser invencible», me alentaba de nuevo la inconcreta voz de Ugvia. «No tengas miedo, no temas. Todo empieza a ir bien... Sé valiente, confía en ti, Sinéad».
Sí, confiaba en mí, pues notaba que mi piel ya se había endurecido, que mi cuerpo albergaba toda esa fuerza que siempre me había acompañado desde que me había convertido en vampiresa, dejando definitivamente la humanidad atrás, porque sentía que mi corazón ya no latía, porque podía detectar la potencia de la sed recorriendo todo mi ser... porque volvía a ser yo. Estaba segura de que nada podría abatirme. Era mucho más poderosa que cualquiera de esos seres que trataban de vencernos para siempre.
Así pues, abrí los ojos, sintiendo que la sed ardía en mi mirada, y sonreí mostrando mis colmillos, demostrándoles a esos malditos seres de la oscuridad que yo también podía ser terrorífica. Entonces, empleando todas las fuerzas que se resguardaban en mi cuerpo, rompí con mucho esfuerzo las cadenas que me retenían, me alcé y me desasí con desesperación y desprecio de las sucias manos del ser que me apresaba. Me erguí entre las sombras y la podredumbre que inundaban aquel repulsivo lago como si fuese la reina de las sombras, como si fuese el ser más inexpugnable de la Historia. Me levanté sintiéndome totalmente orgullosa de ser quien era, de poder mirar a mi alrededor sin que el miedo se adueñase de mi cuerpo. Ya estaba cansada de percibirme frágil y temerosa.
-          ¡Sinéad! —exclamó Adina sorprendida—. ¿En qué te has convertido? ¡No puede ser! ¡Tú no puedes habernos engañado también! ¡Es imposible que tú también pertenezcas a la oscuridad!
-          No, Adina, yo no os he engañado. Yo era vampiresa antes de entrar en Lainaya y le he rogado a Ugvia que me devuelva mi vampirismo para poder ayudaros. Yo no pertenezco a la oscuridad, te lo aseguro —le contesté con dulzura y calma.
-          ¿Cómo puedes ayudarnos?
No le dije nada. Apenas podía pensar. La sed me hacía sentir furiosa y nerviosa. Rápidamente recordé todas las facultades que mi vampirismo me ofrecía y entonces mi alma se llenó de placer, euforia y magia. Sin preguntarme si aquello sucedería, empecé a desear que nuestro entorno se convirtiese en lluvia, en viento y en luz. Sabía que la luz podía dañarme, pero también recordaba que no me mataría. Anhelé conectarme con el espíritu de la naturaleza tal como lo había hecho en incontables ocasiones para manejar el tiempo y el espacio a mi deseo...
-          Diosa, ayúdame —le pedí inaudiblemente mientras me despegaba de la tierra, de esa agua putrefacta y sucia, y empezaba a levitar por encima de toda aquella podredumbre, aún deseando que la naturaleza se conectase irrevocablemente con mi alma para que juntas pudiésemos destruir aquella dolorosa y maloliente oscuridad.
-          ¡Sinéad! —exclamó Scarlya de pronto al ver que me acercaba a ella siendo lo que fui cuando nos habíamos conocido—. ¡Yo también quiero recuperar mi vampirismo, Sinéad!
-          Pídeselo a Ugvia, Scarlya. Ella te escuchará.
-          ¿De verdad? Me siento muy débil...
-          De veras...
Scarlya cerró los ojos y se concentró profundamente. Pareció como si aquel mundo horrible y oscuro hubiese desaparecido para ella. Entonces vi que unas densas brumas empezaban a rodearla y que su imagen tierna y hermosa desaparecía, volviéndose solamente un recuerdo. Mientras esto ocurría, los seres desagradables y de aspecto escalofriante que querían matarnos nos observaban estupefactos. El monstruo que me había apresado me miraba apenas sin poder creerse lo que acaecía. Sus pequeños, negros y tenebrosos ojos estaban llenos de violencia y maldad, pero su arrugado rostro expresaba sorpresa e incomprensión. Sus grandes y sucias manos se habían quedado hundidas en aquella estancada y podrida agua donde él había intentado ahogarme. Yo me hallaba en el horroroso cielo que cubría aquella tierra de muerte y pánico, lejos de toda aquella crueldad.
De repente, Scarlya reapareció entre aquellas nieblas aparentemente indisipables, oscuras y espesas. Apareció brillando como si se hubiese convertido en la luna, como si las estrellas de la tierra más bondadosa y mágica le hubiesen otorgado su luz. Me estremecí de sorpresa y alivio cuando me di cuenta de que se había transformado en la vampiresa hermosa, singular y mágica que era antes de adentrarse en Lainaya. Volvía a tener esos cabellos largos, castaños y relucientes, esos ojos pequeños y almendrados que tanto expresaban, ese rostro bello y perfecto que siempre desvelaba los sentimientos que anegaban su alma, ese cuerpo refulgente y ágil, esa sonrisa a la vez estremecedora e hipnótica... Scarlya sonreía de felicidad, pero de sus ojos se desprendía también muchísima incomprensión. Le costaba aceptar todo lo que estaba acaeciéndole.
-          No puede ser —rió gozosa tañéndose su cuerpo—. Me siento tan fuerte ahora...
-          Eres fuerte...
Cuando pronuncié aquellas palabras, inesperadamente, el ambiente que nos rodeaba se tiñó de oscuridad y descontrol. Scarlya se disponía a salir de aquel lago lleno de podredumbre cuando todos esos espíritus amorfos que obedecían a Alneth se lanzaron a nosotras. En sus ojos destellaba la furia más indestructible y devastadora y de sus labios entreabiertos emanaban gritos de desafío e ira. Intenté apartarme de ellos; pero, cuando estaba a punto de huir de sus intangibles garras, uno de esos monstruos de forma inexplicable saltó hacia mí, portando en su oscura piel el horrible hedor de aquellas putrefactas aguas. Sus largas y afiladas uñas me arañaron el rostro y sus gruesos dedos me aferraron con desesperación y violencia de la cintura. Chillé de pánico y repulsión cuando noté que aquel maldito ser me arrastraba hacia las profundidades de un abismo que yo no había advertido en ningún momento.
Mas entonces recordé que yo era invencible, fuerte y poderosa y de que de mis ojos podía brotar todo mi poder convertido en llamas que podrían destruir todo lo que me rodeaba. No vacilé ni me acobardé. Deseé que mi mirada irradiase todo mi vigor, que aquel ser que intentaba destrozarme con sus sucias uñas desapareciese... Lo miré anhelando que mis ojos lo convirtiesen en polvo; pero, cuando creí que mis ojos tornarían fuego su podrido cuerpo, otro ser extraño se lanzó sobre mí. A la vez que me percibía retenida por otras violentas manos, oí que Brisita gritaba con desesperación e impotencia. Traté de mirarla para infundirle ánimo y fuerzas con mis ojos, pero no podía moverme.
-          Ahora todo está ardiendo, por lo que es inútil que intentes defenderte. Tu ridícula hija se halla entre las manos de Alneth, al fin, y está disponiéndose a destruirla... —me avisó una voz ronca y profunda que me estremeció—. ¿Quieres ver cómo la mata? —me preguntó burlón.
-          ¡No permitiré que le hagáis daño! —exclamé mientras intentaba desasirme de aquellas malévolas manos. Inesperadamente, noté que aquellos dedos sucios y agresivos me soltaban y que caía por ese abismo vacío cuyo fin me imaginé entre las hogueras más devastadoras de la tierra—. ¡Brisita, no te rindas!
«Soy fuerte, nada puede vencerme. Tengo que ser valiente. Puedo volar, no debo olvidarlo... Puedo quemar con los ojos todo lo que me rodea, puedo volver cenizas el cuerpo de esos monstruos sin esforzarme apenas», me decía mientras intentaba recuperar el equilibrio. Notaba que un sinfín de vientos trataba de aferrarme de las manos, de mis vestiduras y de mis cabellos, como si en aquel lugar el viento se hubiese materializado en unas manos mucho más desgarradoras que las que me habían apresado.
Cometí el error de mirar hacia abajo. Descubrí que el abismo por el que estaba cayendo no tenía fin, se alargaba y se hundía en las entrañas de ese infierno. Caía rápidamente y el borde de aquel hondo agujero cada vez estaba más lejos de mí. Oía los gritos de Brisita, los de aquellos malditos seres y la voz del fuego que, inesperadamente, había comenzado a surgir de aquellas indisipables y tenebrosas sombras. Traté, nuevamente, de recuperar el equilibrio, pero los vientos que pretendían asirme de todas las partes de mi cuerpo me absorbían hacia aquella vacuidad tan inmensa y sobrecogedora.
-          ¡Ugvia, ayúdame, por favor!
Mis suplicantes palabras se perdieron por aquel inmenso vacío. Ni siquiera se volvieron ecos que resonasen por aquella oscuridad. Parecía como si en aquel lugar no pudiesen respirar los sonidos. Aquello me sobrecogió profundamente, pero no permití que el miedo se apoderase de mis sentidos ni de mis sentimientos. Como si aquel instante fuese el último momento de mi vida, reuní todas mis fuerzas y pugné por recuperar el dominio de mi cuerpo.
De pronto, mi cuerpo se anegó en fortaleza e ímpetu y me pareció que aquellos desgarradores vientos desaparecían por unos instantes. Empecé a volar a través de esas hondas sombras hasta notar que el lugar donde Brisita y las demás se hallaban estaba cada vez más cerca de mí. Podía aspirar el olor del humo, podía oír chillidos de pánico y desesperación y los alaridos que lanzan las vidas que el fuego desvanece. Oía crujir la madera de los árboles, detectaba cómo las raíces y las hojas muertas expiraban y cómo esas aguas putrefactas donde aquel maldito monstruo había intentado ahogarme se descontrolaban, tornándose un océano de olas oscuras y fétidas que trataba de arrasar con todo lo que se encontraba a su paso.
-          ¡Scarlya, Brisita, Adina, por favor, decidme que estáis bien! —les rogué a través de aquellas oscuras brumas. El humo, de pronto, me había rodeado por completo; pero mis ojos vampíricos luchaban contra aquellas tinieblas para captar la presencia de mis amigas—. ¡No temáis, por favor!
Entonces, inesperadamente, cuando creí que estaba a punto de asir las manos de mi hijita, una gran ola de fuego se lanzó a mí, envolviéndome, arrebatándome definitivamente el equilibrio. Noté que todo se cubría de humo, que el aire se convertía en llamas asfixiantes que empezaron a devorar mi piel; pero yo no deseaba detenerme. Aunque no pudiese moverme, yo pugnaba contra aquel incendio para buscar las manos de alguna de mis amigas y poder sacarla de allí.
-          ¡Adina, Scarlya, brisita! ¿Dónde estáis?
-          ¡Están muertas, maldita Sinéad! —exclamó Alneth desde la profundidad de las sombras—. ¡Lainaya está desapareciendo!
-          ¡No es cierto! —grité desafiante. Percibí que de mis ojos brotaban llamas de rabia e impotencia, llamas que alimentaron el devastador incendio que estaba devorando mi piel—. ¡Brisa, contéstame, por favor!
Subrepticiamente, como si las sombras, el humo y las nieblas que me rodeaban se hubiesen convertido en el brillo del día, todo se aclaró ante mí y vi que Alneth sostenía con violencia y maldad a Brisita entre sus etéreos brazos. Brisita se agitaba, intentando escapar de aquellas crueles garras; pero Alneth la asía con demasiada fuerza del cuello y de la cintura. Me pregunté cómo era posible que un espíritu fuese más fuerte que la próxima reina de Lainaya.
-          ¡Lainaya está desapareciendo, pues su reina está muriendo! Apenas le queda aire ya —gritó uno de los espíritus malignos que obedecían las órdenes de Alneth—. Si le presionas el cuello con más fuerza, lograrás acabar con su vida al fin.
-          ¡No, no, no!
Toda la ira que podía caber en el mundo, toda la rabia y la impotencia que habían susurrado a lo largo de toda la Historia se agolparon en mi alma, asfixiándome, haciéndome actuar sin pensar en nada. Deseé que todo desapareciese al fin, que la maldad más cruel derribase los pilares que sostenían aquel maldito mundo y que todo lo que mis ojos observaban ardiese, desvaneciéndose para siempre. Si íbamos a morir, prefería que fuese porque yo así lo había querido y no porque esos repugnantes seres nos habían vencido. También me decepcionaba profundamente que Ugvia nos hubiese abandonado de esa forma tan desalentadora y vacía...
«No os he abandonado, Sinéad. Confío en vosotras. Sé que vuestra magia logrará destruir la oscuridad. Solamente tenéis que desear que todo esto se convierta en el reflejo de Lainaya». Me costaba creer en la veracidad de aquellas palabras; pero no dudé de ellas. Como si fuesen la única oportunidad que me quedaba para luchar contra toda aquella maldad, mientras todo se derribaba a mi lado, mientras el fuego me quemaba dolorosamente y el descontrol más apocalíptico agitaba aquel mundo tan oscuro y fétido, anhelé, nuevamente, que mi alma se conectase con la consciencia de la naturaleza.
Me imaginé que sobre aquella oscuridad tan brumosa, espesa y maloliente caía una lluvia furiosa y nítida que destruía todos los residuos de muerte que flotaban a la deriva por aquel lago de aguas putrefactas; que, el horrible y oscuro cielo que nos cubría se llenaba de nubes nítidas y frescas que comenzaban a llorar la nieve más perlada y brillante; que los vientos más feroces de la Historia se unían con la fuerza de la lluvia y la nieve para hacer de todas las aguas que allí había ríos caudalosos y limpios; que la tierra se removía, como si quisiese deshacerse de toda la podredumbre que la invadía, y que en su sólida y pedregosa superficie surgían grietas que devoraban las hojas muertas, las raíces olvidadas y las ramas punzantes; que esa misma tierra se unía con el agua que fluía libre entre rocas ya demasiado antiguas para que de su seno naciesen flores relucientes e invencibles... No me preguntaba si mis deseos y mis pensamientos estaban deviniendo en magia la horrible realidad que estábamos viviendo; solamente imaginaba e imaginaba como si aquel instante fuese un sueño, como si el peligro no nos acechase, como si en verdad permaneciese tendida sobre la nieve más gélida y protectora en vez de sentir que las llamas más furiosas y destructivas estaban quemando mi fría piel.
«¡Muy bien, Sinéad! ¡Sigue así! ¡Yo te ayudaré a que todos tus sentimientos se vuelvan realidad!». Me imaginaba que Ugvia me hablaba desde lo más remoto del Universo, desde un lugar sin forma ni colores, pero a la vez un rincón de la vida cercano a nosotros, a nuestro instante. A la vez creía que Ugvia se había introducido en mi alma para dedicarme aquellas órdenes tan cariñosas y alentadoras. Y así pude comprender que la confianza que sentimos, que nos impulsa a ser valientes y a caminar por los senderos más difíciles de la vida proviene de nuestra fe, de nuestra magia interior; la que brota de ese espíritu que se halla en todas las vidas, en todas las cosas; ese espíritu que nos creó...
Noté que mi cuerpo perdía el ímpetu que me impulsaba a no rendirme, pero yo no cesé de imaginarme que todo cambiaba, que al fin la oscuridad se convertía en vida. Me sentía cada vez más débil, mas mi alma no anhelaba desprenderse de los deseos que la instaban a gritar a través de mi dolor. Seguí ansiando que la oscuridad desapareciese, que Alneth perdiese la valentía y la fuerza con la que sostenía a mi hijita y que Scarlya pudiese vencer a todos esos monstruos que querían matarnos. Yo ya casi no tenía vigor para continuar soportando el sufrimiento que aquellas llamas me causaban al devorar la frialdad de mi cuerpo. Estaba perdiendo la consciencia, pero mi mente aún chillaba, se expresaba a través de esa voz que nunca se silencia, que incluso susurra en nuestros sueños.
-          ¡Sinéad, ayúdame! —me pidió Scarlya. Su voz sonó tan lejana e inconcreta que creí que provenía de la pesadilla más remota e imprecisa—. ¡Tenemos que vencer a todos estos seres!
No podía contestarle, ni siquiera mirarla. Los ojos me pesaban como si mis párpados se hubiesen convertido en hierro, el asfixiante olor del humo había anegado todo mi cuerpo, me dolían absolutamente todas las partes de mi ser (sobre todo mi piel) y mi espíritu estaba cada vez más agotado. Noté que todo desaparecía a mi alrededor, oí que el fuego que lo devoraba todo rugía como si el mundo estuviese a punto de estallar, que la tierra se agitaba y se retorcía, que las aguas que protegían los residuos de tantas muertes alzaban de pronto su voz, ensordeciéndome definitivamente, y entonces perdí la noción de todo lo que me rodeaba, de todo lo que yo era. De mi alma, sin embargo, no cesaban de emanar esos deseos, mi mente no quería deshacerse de los pensamientos que la invadían y mis manos todavía trataban de retirar de mi lado esas llamas que estaban absorbiendo toda mi vida...

miércoles, 22 de octubre de 2014

EN LAS MANOS DEL DESTINO - 16. LA FUERZA DE LA MAGIA, EL VIGOR TRISTE DE LA OSCURIDAD


EN LAS MANOS DEL DESTINO - 16. LA FUERZA DE LA MAGIA, EL VIGOR TRISTE DE LA OSCURIDAD
Alneth se hallaba ante nosotras, dedicándonos una mirada llena de desafío, burla y malicia. Ninguna de nosotras se atrevía a moverse, ni a respirar ni a decir nada. La sorpresa más desagradable se había apoderado de nuestros sentimientos y el terror más ineludible creaba nuestro entorno y nuestra única realidad. Brisita se había aferrado desesperadamente a mi mano y me la presionaba con tantos nervios que en breve noté que todas sus emociones se repartían por mi cuerpo. Adina, paralizada a nuestro lado, junto a Scarlya, intentaba entender lo que estaba sucediendo y Scarlya había cerrado los ojos, tratando de no ver nada, de alejarse de ese punzante e impredecible instante. Yo ni tan sólo podía preguntarme cómo era posible que Alneth nos hubiese engañado tan vilmente. Lo único que experimentaba, aparte del espejismo de las emociones que anegaban el alma de Brisita, eran unas intensísimas ganas de llorar. Que Alneth estuviese delante de nosotras significaba que en verdad Rauth no había renacido, que los niadaes todavía custodiarían su cuerpo inerte, que su alma aún vagaría perdida por la inabarcable inmensidad de la muerte. Me afectaba muchísimo más saber que Rauth todavía estaba muerto que Alneth hubiese conseguido engañarnos a todos.
-          Sois todos muy inocentes —habló Alneth desde las profundidades de su espectral cuerpo—. A veces, alguien intuía que en el cuerpo de Rauth no se hallaba introducida el alma de ese estúpido e insignificante heidelf; pero erais incapaces de atender a esa posibilidad simplemente porque sois unos cobardes y preferís creer que la vida es inocente y hermosa, cuando en realidad está llena de oscuridad y maldad —se burló deslizándose de repente por nuestro alrededor—. La única que sabía con certeza que yo me encerraba en el cuerpo de Rauth es Lumia, por eso estoy aquí. Ella no podía permitir que en su palacio se albergase la oscuridad, aunque estuviese materializada en un cuerpo precioso. Quiso que os acompañase porque pensaba, inocentemente, que podríais vencerme cuando nos hallásemos en este mundo; pero Lumia es tan ingenua como todos vosotros, como todos los habitantes de Lainaya, incluidas esas espantosas hadas del agua que os ayudaron a buscar a todos vuestros seres queridos y que supuestamente están cuidando a Leonard. No sabían que, habiendo encontrado el cuerpo muerto de Rauth, me resultaría mucho más sencillo alimentarme de su alma; la que ha desaparecido absoluta e irrevocablemente para siempre. Yo la he devorado enterita.
Quería evadirme de ese momento para dejar de escuchar sus malditas y crueles palabras, pero parecía como si mi cuerpo y mi alma solamente quisiesen existir en ese instante. Con cada malévola palabra que emanaba de los labios de Alneth, Brisita me presionaba la mano con más decepción. La miré de soslayo y me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Me extrañaba que ninguna de nosotras se atreviese a protestar. Me aterroricé cuando me planteé la posibilidad de que la lamentable presencia de Alneth nos hubiese robado a todas la efímera valentía que nos permitiría vagar por el mundo de la oscuridad. Incluso Adina parecía cabizbaja y desencantada; pero sus ojos, sin embargo, no habían dejado de irradiar ese ímpetu que la caracterizaba. Al fin, interrumpiendo bruscamente a Alneth, quien seguía comunicándonos hechos horribles y estremecedores, Adina habló. Su voz sonó con paciencia y tanta seguridad que de repente creí que todo lo que había captado solamente formaba parte de mi imaginación:
-          Bien, Alneth, creo que ya te hemos dejado demasiados momentos para que te expreses.
-          ¿Alneth? No, querida Adina, en la oscuridad, en mi verdadero hogar, yo no tengo ese nombre tan espantoso y cursi. Me llamo Serfidia, que en el lenguaje de la oscuridad significa Reina de la Caducidad. Todo lo que toco o miro con toda la fuerza de mi oscura alma se vuelve caduco como las hojas otoñales. Y es precisamente lo que os sucederá a todas.
-          No lo permitiremos —aseguró Brisita con valentía. Oír su voz me sobrecogió—. Yo seré la próxima reina de Lainaya, lo cual me otorga un poder especial. Ugvia está conmigo y, cuando la Diosa se une a la magia, la oscuridad se vuelve finita y frágil. No me importa cómo te llames, Alneth, pues tu vida no será eterna. Desaparecerás con tu podrido mundo cuando menos te lo esperes.
-          Qué ingenua eres, Brisita. Tu estúpida magia no funcionará en mi mundo. Aquí habitamos demasiados seres oscuros. Posiblemente la fuerza de nuestra oscura magia no sea tan poderosa como la tuya; pero, si nos unimos, esa magia brumosa deviene en la más impetuosa y devastadora de todo el Universo. No te queda bien el papel de valiente. No conseguirás ser reina de Lainaya, puesto que todos te venceremos mucho antes de que logréis caminar por nuestra tierra. No permitiremos que sembréis vuestra ridícula magia por nuestro mundo.
-          ¡Atrévete a impedírnoslo! —la desafió Adina mirándola con una fuerza que me recordó a la potencia del sol—. Yo soy una estidelf, en mi alma reside el nacimiento de la luz y el calor más intensos. No tienes nada que hacer ante nosotras. Nuestra magia es mucho más vigorosa que cualquiera, pues provenimos de la bondad, de la naturaleza más preciosa y mágica. La oscuridad no es más que un pedacito de tierra infértil que desaparecerá cuando Ugvia se alíe con nosotras para venceros a todos, porque sé que no estamos solas, no lo estamos, y es imposible que la creadora de todos los mundos se niegue a impedir que la magia desaparezca.
-          No importa que Ugvia esté con vosotras, no importa que vuestra magia sea inquebrantable y preciosa, como decís —se burló—. Estáis en mi mundo y en mi mundo oscuro nada funciona como en Lainaya, así que hacedme el favor de no alargar más este inservible momento. En cuanto menos os lo esperéis, os dedicaré una mirada que devendrá en muerte vuestras inútiles y ridículas vidas —se rió gozosa.
-          No la miréis bajo ninguna circunstancia —nos ordenó Adina con un susurro lleno de valentía—. No permitiré que nos haga daño, os lo prometo. Alneth no es consciente de toda la fuerza que existe en mi interior...
-          ¿Y esa fuerza puede luchar contra el poder de la oscuridad? —le preguntó Alneth con una voz amenazante—. ¡Intenta eludir la nube de la oscuridad y sus indisipables nieblas!
Entonces, de repente, un feroz viento emanó de un lugar mucho más inconcreto que el momento en el que nacieron las estrellas. Ese viento agresivo y cargado de sombras nos envolvió, destruyó las frágiles plantas que alfombraban aquel triste suelo y les arrancó a los árboles sus apagadas ramas. Las ramas, desorientadas, empezaron a volar a nuestro alrededor, cayendo de repente contra el suelo o sobre nosotras. A Adina la golpeó una rama llena de hojas enormes y entonces cayó sobre la mustia hierba, sangrando delicadamente. Vi que aquella rama le había hecho una brecha en la cabeza.
-          ¡Adina! —gritó Scarlya agachándose a su lado.
-          ¡Ayúdame a levantarme, Scarlya! —le pidió con fuerza—. ¡Tenemos que huir antes de que estas ramas acaben con nuestra vida! ¡Ayúdame!
Scarlya la asió con fuerza de las manos y la instó a que se irguiese. Cuando Adina estuvo en pie, me tomó de la mano y tiró de mí para que empezase a correr. Todavía le sangraba la cabeza, pero Adina no prestaba atención a su herida. Comenzamos a correr todas dadas de la mano por aquel inerte y apagado jardín mientras el viento trataba de destruir nuestros pasos y arrebatarnos el equilibrio. Las ramas y las plantas seguían volando descontroladamente por nuestro alrededor, chocándose unas contra las otras, produciendo así un sonido escalofriante que nos hacía suspirar. Apenas podíamos percibir lo que nos rodeaba, pues el viento que soplaba con tanta ferocidad estaba hecho de brumas espesísimas que lo oscurecían todo y además la ausencia de luz que caracterizaba ese mundo embargaba todos los rincones y todos los caminos por los que quisiésemos vagar.
-          ¡No conseguiréis huir de la oscuridad! ¡Creéis que estáis huyendo de mí, pero en realidad estáis adentrándoos en el mundo de la muerte! ¡Sois estúpidas! —se burló Alneth con una malicia incalculable.
Ninguna de nosotras quiso prestarles atención a sus palabras. Seguíamos corriendo como si pudiésemos alcanzar con nuestros pasos el fin de esos instantes. Entonces, inesperadamente, me percaté de que no estábamos solas, de que un sinfín de seres oscuros, semejantes a Alneth, nos rodeaba. Brisita profirió un alarido de terror cuando, brumosamente, pudo percibir todo lo que creaba nuestro entorno. Me presionó la mano con desesperación mientras trataba de no perder el equilibrio; pero el viento se había apoderado de su cuerpo y pretendía arrancarla de mi lado.
-          ¡Brisita! —grité desorientada y asustada.
-          ¡Por la Diosa! ¡Estamos rodeadas, Sinéad! —me avisó mi hijita con un temor inmensurable.
-          No temáis —nos pidió Adina susurrando—. No podrán hacernos daño si hacemos de nuestra magia un escudo que nos proteja. Detengámonos aquí. El viento que Alneth ha hecho nacer de las sombras ya no nos alcanzará. ¿Qué queréis, oscuros y malévolos seres? —les preguntó Adina a todos esos espíritus azulados y amorfos que nos observaban.
-          Somos súbditos de Serfidia, la reina de la Caducidad. La Caducidad es una región del mundo de la oscuridad, en la cual estáis a punto de entrar.
-          Es ahí donde tenemos que sembrar la semillita de la vida —me avisó Adina en mi oído. Me pregunté si ella sabía que esos malditos espíritus podían oírnos.
-          No conseguiréis entrar en la región de la Caducidad si vuestra intención es devenir vida todo lo que allí perece —nos comunicó uno de esos espectros escalofriantes. Apenas podía distinguir sus facciones y sus extremidades. Era como un soplo de aire que contenía fulgores ya desvanecidos—. Nosotros custodiamos la entrada de esa oscura y perecedera región, donde todo muere, donde todo se apaga. La materia de cualquier cuerpo que se atreva a entrar en esa región se corromperá y solamente quedará en este mundo la parte espiritual de su ser, la que también irá esfumándose lentamente.
Aunque sus palabras fuesen tan tristes, hablaba de forma desafiante, burlona y amenazante. Sin embargo, Adina pareció no acobardarse ante el poder de esas palabras, porque, dando un paso al frente, acercándose así a ese espíritu que se dirigía a nosotras con tanta falta de empatía y consideración, exclamó:
-          Nada de lo que yace en este mundo, nada de lo que aquí perezca y ni uno solo de los habitantes de esta maldita oscuridad conseguirá detenernos. Vosotros, habitantes de este mundo lleno de muerte y caducidad, habéis querido destruir Lainaya: su magia, su luz, su bondad, su hermosura, por eso ninguna de nosotras será piadosa con esta oscura realidad. Desapareceréis porque no habéis sabido respetar el territorio que Ugvia os asignó. Pensáis que, por ser habitantes de la oscuridad, tenéis el derecho de creeros más fuertes e invencibles; pero estáis muy equivocados. Cada una de nosotras tiene un poder especial que ningún habitante de la oscuridad podrá devastar jamás. No nos permitís el paso a la región de la Caducidad, pero eso no puede detenernos. Brisita, por favor, haz uso de tus facultades y haz que el viento aparte a estos malditos seres de la puerta que accede a ese perecedero rincón de la oscuridad. Puedes hacerlo, Brisita. No tengas miedo. El viento que nazca de un alma llena de magia no podrá hacernos daño nunca, así que no temas.
Entonces Brisita soltó mi mano y, cerrando con fuerza los ojos, comenzó a concentrarse profundamente. Al detectar su presencia y sus intenciones, los espíritus que custodiaban la entrada a la región de la Caducidad se arremolinaron a nuestro alrededor, intentando impedir que nos moviésemos; pero, para entonces, Brisita ya había conseguido que el aire que nos rodeaba empezase a tornarse un viento que, lentamente, fue intensificándose hasta volverse uno de los vendavales más inquietos que yo jamás había visto. Todo lo que formaba nuestro entorno comenzó a moverse y a agitarse. Las hojas ya muertas, que reposaban inertes en el pedregoso suelo, se alzaron hacia el oscuro cielo y revolotearon sobre nuestras cabezas sin encontrar su lecho de muerte. Los espíritus que nos impedían proseguir con nuestro viaje también empezaron a ser mecidos de manera incontrolable por el poderoso viento que emanaba del alma de mi hijita, quien todavía no había abierto los ojos. Restaba sumida en un trance que parecía alejarla irrevocablemente de nuestra vera.
-          ¡Muy bien, Brisita! ¡Ahora ya podemos adentrarnos en la región de la Caducidad! —gritó Adina sobreponiendo su voz a la del feroz viento que lo removía y lo agitaba todo—. ¡Saltad hacia su interior!
Sin pensar en nada, Brisita me tomó de la mano y me impulsó para que saltase junto a ella por encima de todas esas hojas que ella había revuelto con su feroz viento; ese viento que a nosotras jamás nos haría daño, que nos permitía vagar libremente por doquier. Ni siquiera notamos que mecía nuestros cabellos con delicadeza. No nos impidió que saltásemos veloz y energéticamente hacia la entrada de esa región oscura de la que emanaba un putrefacto olor a finitud y unas sombras que no nos dejaban percibir lo que hallaríamos en la morada de las cosas perecederas.
El viento que había brotado de la mágica alma de Brisita quedó atrás, soplando con fuerza en aquel rincón de dimensiones incalculables, donde se agitaban, inquietos, mecidos por ese inocente vendaval, un sinfín de espíritus malignos. Lentamente, el sonido de las removidas hojas, de los gritos de esos espíritus y de la misma voz del viento fue acallándose. Corríamos por un pasadizo estrecho y oscuro, adentrándonos en una tierra donde, si olvidábamos la fuerza de nuestra magia, nuestro cuerpo se volvería caduco y perecedero, donde podíamos perder la materia de nuestro ser si no custodiábamos nuestros deseos y nuestras intenciones.
-          Qué lugar tan horrible —exclamó Scarlya—. Cuando era vampiresa, muchas veces escribí poemas dedicados a la oscuridad y al poder de la muerte. Muchas almas creen que la oscuridad es bella; pero, como me sucedía a mí, lo creen porque no han estado en este lugar. Yo jamás pude imaginarme que la oscuridad fuese así —se decía a sí misma con una voz llena de temor y pequeñez.
-          La oscuridad es hermosa si en el lugar que habita también existe la luz —le contestó Adina—. Esta oscuridad te parece tan estremecedora y horrible porque aquí no hay luz, porque es imposible que aquí refulja la vida.
Nos habíamos detenido en medio de un bosque de árboles apagados, cuyos troncos estaban casi deshechos por el paso del tiempo y por la finitud de la vida. Las hojas que pendían de sus retorcidas ramas parecían el reflejo de una sombra mustia y no había flores ni hierba que alfombrasen el pedregoso y mohoso suelo que pisábamos. Olía a muerte, como si en aquel lugar hubiese perecido un sinfín de cuerpos, y el viento que soplaba entre esos ya demasiado gastados troncos era tan frío que ni siquiera yo lo soportaba. Me di cuenta de que estaba sobrecogida, protegiéndome con desesperación bajo mi abriguito, y que Brisita tenía una mueca de repulsión en su rostro.
-          No soporto este lugar —protestó Adina—. Yo no estoy hecha para permanecer en un bosque tan muerto y carente de luz. Por favor, actuemos con presteza. No podemos restar aquí más tiempo del que nuestra materia puede soportar.
-          ¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Scarlya con timidez.
-          Arrodillaos en el suelo, cerrad los ojos, recordad todos los rincones hermosos que habéis visto rebosando vida y luz y repetid conmigo, sin cesar, esta plegaria: «En la oscuridad yació la vida; en la vida yace la oscuridad; nace de las sombras el humo de la eternidad; vive en el viento el sabor de las edades; mora la muerte en el fin de los hados; acoge el fuego en su calor el frío de la caducidad del tiempo. Somos nacidos de la luz y de la oscuridad y portamos en nuestra alma el calor de la vida. Sostenemos en nuestras manos la semilla de la vida, del agua, del aire, del fuego, de la tierra, del espíritu de la existencia. La naturaleza es la fuerza de la vida, es la morada de la muerte inerte. Aire, agua, fuego, tierra y ánima... Aire, agua, fuego, tierra y ánima... sembrad vuestra semilla en cualquier ápice de oscuridad que halléis. Aire, agua, fuego, tierra y ánima, sed la vida, sed la muerte, sed el tiempo».
Aunque aquella larga plegaria nos pareciese interminable y muy complicada, Brisita, Scarlya y yo la aprendimos en menos tiempo del que previmos. Entonces, cerrando con fuerza los ojos, empezamos a permitir que la magia se apoderase de todo nuestro ser, anegando nuestra alma, envolviendo nuestro corazón, cubriendo nuestros recuerdos. Rememoré todos esos rincones donde la vida y la luz habían resplandecido, donde la naturaleza había imperado libre y exquisitamente, donde había podido percibir el nítido paso del tiempo reflejado en las hojas caducas, en la muerte de algunas vidas, en el fluir del agua. La magia tiñó de oro y resplandor todos mis recuerdos, haciéndome creer que se trataba de las memorias más bonitas y especiales de la Historia.
Noté que algo brotaba de mi alma y crecía por dentro de mí con una rapidez muy impetuosa y cálida. No me pregunté de qué se trataba, no me inquieté cuando percibí que mis manos irradiaban un fulgor muy tibio que comenzó a esparcirse por mi entorno. Advertí que la oscuridad que nos rodeaba se había tornado luz; pero no me atrevía a abrir los ojos para comprobarlo por si el embrujo desaparecía. Mientras experimentaba aquellas sensaciones, de mis labios no dejaban de emanar esas palabras que Adina nos había enseñado. Las pronunciaba casi sin pensar, sintiendo plenamente el efecto que éstas producían tanto en mi interior como en la perecida naturaleza que nos rodeaba.
Algo se movía a nuestro alrededor, pero no estaba segura de si formaba parte de mi imaginación o de la extraña realidad que estábamos viviendo. Notaba que el viento que soplaba entre las ramas de los árboles ya no era tan gélido, sino que se había anegado en una tibieza que estremecía las hojas mustias que pendían de las ariscas ramas. Además, tras mis párpados, podía apreciar que ya no nos envolvía esa espesa y triste oscuridad que apagaba la materialidad de la vida, sino que el cielo que nos cubría y la tierra que resguardaba nuestra presencia exhalaban un resplandor muy templado.
Una fuerza inusitada me instaba a no dejar de pronunciar esas mágicas y tiernas palabras que Adina nos había pedido que dijésemos, quizá la misma fuerza que anegaba mi interior en luz e ímpetu; la fuerza que intensificaba la magia que mi alma resguardaba. A medida que todas le dedicábamos esa larga plegaria a la naturaleza que nos rodeaba, yo sentía que aquel bosque cada vez se hallaba más anegado en luz.
Al fin, cuando creí que nuestra vida se había reducido a ese instante y que para siempre permaneceríamos invocando todos los elementos de la naturaleza para que unidos todos desvaneciesen la oscuridad que nos rodeaba, Adina dejó de pronunciar aquellas palabras y, con una voz llena de orgullo, nos comunicó:
-          Ya podéis dejar de rezar. No abráis todavía los ojos, pues es necesario que la magia que tenemos en nuestro interior solamente emane de nuestra alma. No permitáis que ésta se escape de vuestro cuerpo a través de vuestros ojos. Lo hemos logrado. No lo he visto aún, pero sé que la luz lo ha invadido todo, sé que la oscuridad ya no anega esta región de caducidad y finitud.
El tono que empleaba para dedicarnos aquellas palabras me reveló que Adina estaba sonriendo ampliamente; lo cual me hizo sonreír a mí también. Sus palabras fortalecieron la alegría que ya había empezado a experimentar al advertir vagamente que nuestro entorno se había llenado de luz. No dejé de invocar mentalmente, en silencio, todos esos elementos para que la vida que había comenzado a apagar la muerte en aquella porción de la oscuridad no fuese frágil, sino potente, impetuosa, imperecedera.
-          Ya podéis abrir los ojos, ya podéis levantaros del suelo —nos avisó Adina.
Fui la última en levantarme. Cuando lo hice, me sentí tan ligera que creí que el viento podría arrastrarme sin el menor esfuerzo. Abrí los ojos, intimidada, y oteé a mi alrededor para comprobar si todo lo que había percibido de forma vaga e imprecisa formaba parte de la realidad.
Me quedé totalmente asombrada y conmovida cuando vi que el bosque oscuro y mustio que habíamos hallado al adentrarnos en la región de la Caducidad se había convertido en un jardín luminoso lleno de vida. El distante color del cielo se había tornado resplandeciente y unas blanquecinas nubes se deslizaban por ese azulado matiz con pausa y serenidad. Las hojas que habían aparecido alicaídas, pendiendo de unas ramas retorcidas, ahora eran suculentos frutos y refulgentes flores que adornaban unas copas frondosas y espesas que reposaban en unos troncos gruesos y relucientes. El suelo estaba cubierto de flores preciosas de colores vivos y destellantes.
-          No puede ser —me reí nerviosa, intentando que aquella risa no se convirtiese en ganas de llorar—. ¿Cómo es posible que lo hayamos logrado de una forma tan sencilla?
-          No ha sido sencillo, Sinéad. A ti te lo ha parecido porque eres fuerte, pero hemos necesitado muchísima magia para conseguir esto. Además, no pienses que nuestra obra es eterna. Tenemos que darnos prisa porque la mayor parte de este mundo está lleno de oscuridad; la cual puede vagar libremente por doquier, adentrarse en este rincón tan bonito y destruir así nuestro trabajo. Así pues, vayámonos antes de que sea demasiado tarde —nos ordenó Adina con calma.
La obedecimos en silencio, sintiendo por dentro de nosotros la fuerza de esa magia que había destruido la oscuridad para hacer de sus sombras y de sus tinieblas caducas un jardín precioso lleno de vida. Aquello me había hecho confiar un poco más en nuestra alma y me había instado a empezar a creer que todo podía ser muchísimo más fácil y mágico de lo que había pensado. El miedo que me había atacado ya en demasiadas ocasiones fue silenciándose hasta desvanecerse.
Volvimos a aquel rincón donde Brisita había hecho nacer de su alma un potente vendaval que había agitado las hojas y los espíritus que nos impedían realizar nuestros propósitos. Al contrario de lo que esperábamos encontrar, todo restaba en silencio y en calma. No quedaba ni el menor rastro de esos espíritus amorfos y de aspecto desagradable y las hojas que habían sido agitadas por ese devastador viento reposaban en el suelo, quedas, quietas.
-          ¿Cómo es posible que no haya nadie? —pregunté estremecida e intrigada.
-          Porque nuestra magia ha conseguido llegar hasta aquí y ha destruido levemente la oscuridad que invade este rincón; pero no os confiéis. En cualquier momento podemos encontrarnos con otros habitantes de la oscuridad mucho más aterradores que esos insignificantes espíritus —nos advirtió Adina. Entonces me convencí de que era la más sabia de todas.
-          De acuerdo.
Caminamos rápidamente por unos bosques tan apagados como el que nosotras habíamos convertido en un jardín iluminado por la vida más tierna; pero los árboles que los poblaban estaban exentos de hojas y sus ramas, en lugar de parecer de madera, se asemejaban a brazos desgarradores sin manos que querían apresarnos y destrozar el cielo. Intenté no inquietarme cuando percibí tanta oscuridad y maldad emanando de esa apagada naturaleza para que la magia que irradiaba mi alma no se ensombreciese.
-          Estamos a punto de llegar a la región central de la oscuridad, donde todos los elementos vagan libres y descontrolados. El fuego se mezcla con el agua y crea olas ardientes, el viento y la tierra se unen para devenir olas de arena inquebrantable y punzante todos sus recovecos y no hay vida. Es muy peligroso...
-          Hola... ¿puedo ir con vosotras?
Aquellas inesperadas palabras, las que interrumpieron deliberadamente las advertencias de Adina, nos sobrecogieron profundamente. Sonaron llenas de temor, de tristeza y de soledad. Habían provenido de un ser pequeño y de apariencia indefensa que nos observaba desde el suelo, escondido tras unas grandes plantas. Tenía los cabellos revueltos, el rostro redondo y los ojos tiernos. Parecía un heidelf sin alitas. Su piel era rosada y tenía los labios finos.
-          No lo escuchéis. Es una trampa. En la oscuridad existen seres que pueden adoptar cualquier forma para engañarnos —nos ordenó Adina asustada—. Sinéad, no lo mires.
-          Por favor, Sinéad, no la creas. Soy un heidelf que se ha perdido aquí, por este mundo, y quiero regresar a mi hogar.
-          No puedes ser un heidelf, pues no tienes alitas —lo contradijo Scarlya de forma inocente.
-          ¡Scarlya! —la amonestó Adina.
-          ¿Y si está diciéndonos la verdad? No puede ser que de unos ojos pueda emanar tanta pena si pertenecen a un alma oscura... —divagué con lástima.
-          Me he perdido. Soy hijito de unos heidelfs que vinieron a este mundo para combatir la oscuridad... Ayudadme, por favor. No tengo alitas porque soy demasiado pequeño —se quejó llorando tiernamente.
-          Adina, posiblemente no sea una trampa —le indiqué sobrecogida.
-          Sí lo es, Sinéad, es una trampa. No te dejes conmover por él.
-          No soy ninguna trampa, de verdad...
-          No podemos permitir que siga por aquí, pues puede engañarnos en cualquier otro momento, así que tenemos que destruirlo —aseveró Adina acercándose a aquella pequeña criatura.
-          ¡No, no, por favor! —suplicó ésta con una voz llena de terror y tristeza—. ¡Yo no pertenezco a la oscuridad, os lo juro por Ugvia!
-          Un ser de la oscuridad nunca juraría por Ugvia —susurró Brisita estremecida—. Posiblemente estés equivocada, Adina.
-          Los seres de la luz tampoco jurarían por Ugvia. No quiero arriesgarme. Tenemos que exterminar a todos esos seres que vayamos encontrándonos por el camino para que la oscuridad pueda desaparecer sin impedimentos y este ser que os parece tan indefenso no es más que una trampa de los espíritus putrefactos.
-          Yo no soy eso tan horrible, te lo juro, te lo juro. Mis papis no me enseñaron a que no se puede jurar por Ugvia. Yo la respeto... Por favor, no me matéis, no me matéis —imploró encogiéndose tras las plantas. Sus ojitos destilaban tanta pena que estuve a punto de lanzarme a ese pequeño heidelf para acogerlo entre mis brazos—. No, por favor...
-          Adina, no le hagas daño —le supliqué con ganas de llorar—. Me inspira mucha ternura.
-          Está preparado para engañar a almas como la tuya, Sinéad.
Inesperadamente, Adina miró  fijamente a ese ser tan pequeñito e indefenso y de sus ojos emanó una inhóspita e impredecible cantidad de humo que envolvió a esa diminuta criatura; la cual gritó de desesperación cuando se sintió rodeada de fuego y calor. Entonces, ese humo se tornó un fuego que devoró el frágil cuerpo de ese vulnerable heidelf. Desapareció sin que nos diese tiempo a intuirlo.
-          Ya está...
-          ¿Por qué lo has hecho? Posiblemente sí estuviese diciéndonos la verdad —le recriminé incapaz de retener las lágrimas en mis ojos por más tiempo.
-          Mira lo que ha dejado tras su desaparición, Sinéad —me ordenó Adina con calma—. Cuando lo mires, podrás recriminarme lo que quieras.
Obedecí a Adina con el alma temblando por dentro de mí. Cuando fijé mis ojos en el pequeño lugar donde aquel diminuto heidelf se había protegido, lancé un suspiro de sorpresa y estupefacción. Allí donde había gritado y se había estremecido aquella criatura, solamente quedaban unas cenizas que habían tomado el color de la noche más espesa y profunda. De esas cenizas emanaba un aroma a podredumbre que me hizo empezar a toser de repulsión.
-          ¿Sabes lo que queda tras la muerte de un heidelf? —me preguntó Adina. Yo le negué en silencio, sobrecogida—. Primero: un heidelf jamás moriría si un estidelf lo atacase, puesto que, en cuanto a su naturaleza, se encuentran muy cerca; y, segundo: los heidelfs solamente pueden perecer si el frío o el agua los envuelve y, cuando fenecen, lo que queda de ellos son hojas que el tiempo convierte en semillitas, de las que siempre, siempre, crecerán flores hermosas. Nunca pueden quedar cenizas tras el desvanecimiento de un heidelf. Te comunico todo esto, Sinéad, para que comprendas que en este mundo no puedes confiar absolutamente en nadie, ¿de acuerdo? —me preguntó con una voz maternal y calmada.
-          De acuerdo...
Proseguimos con nuestro camino intentando olvidar lo sucedido. En silencio, me lamentaba de ser tan ingenua y fácil de engañar, pero mi alma, aunque la hubiese rasgado un sinfín de experiencias hirientes, nunca se había deshecho de la inocencia que siempre la había caracterizado.
Aquel mundo, con sus densas y frías sombras, parecía un vertedero donde se olvidaban todos los fragmentos de vida que habían palpitado en la Historia. De repente nos encontrábamos con pedazos de cuerpos putrefactándose, oíamos sin preverlo gritos que provenían de lugares remotos en el espacio y en el tiempo y aspirábamos sin cesar el olor desagradable de la mugre, de la suciedad, de la podredumbre. El ambiente era espeso, estaba cargado de tristeza, de abandono. Continuamente yo trataba de que aquella opresiva atmósfera no destruyese la poca calma que sentía, pero llegó un momento en el que me resultó totalmente imposible huir de las sensaciones que todo aquello me causaba. Tenía ganas de llorar y de vomitar, notaba que por dentro de mí no cesaba de crecer un miedo a nuestro futuro y mi cuerpo cada vez estaba más helado y temblaba con más intensidad.
-          ¿Cuándo se terminará esto? —pregunté estremecida, intentando que nadie advirtiese mis sentimientos; pero Adina me dedicó una mirada compasiva, con la cual me confesó  que había adivinado perfectamente cómo me sentía—. No soporto más este ambiente tan... tan horrible.
-          Eres muy sensible, Sinéad; pero es comprensible. Mi madre, Lumia, me confesó hace mucho tiempo que los niedelfs eran las hadas más delicadas y vulnerables de Lainaya, como también lo es la nieve. En cuanto el frío se apaga, la nieve comienza a deshacerse. Por eso te sientes tan...
-          No se trata de eso —la contradijo Scarlya—. Yo no soy una niedelf y también me siento así... oprimida... Esto es horrible.
-          Estamos a punto de llegar a esa región donde todos los elementos de la naturaleza se hallan mezclados y revueltos en vientos inquebrantables y devastadores, en olas horrorosas y despedazantes... Tenéis que ser mucho más valientes que nunca y no permitáis que ni una sola de esas agresivas brisas os separen de la tierra. No perdáis el equilibrio ni la calma... ¿Veis aquellas columnas de fuego? —nos preguntó Adina señalándonos con su diestra unas estremecedoras columnas de fuego que emergían de montañas áridas y escalofriantes—. Entre esas columnas, las que nublan más el cielo, se encuentra la entrada a esa región donde toda la maldad y el desorden de la muerte se funden hasta devenir gritos, golpes y olores repugnantes.
Sus palabras no nos animaban, ni siquiera nos hacían confiar en nosotras mismas, sino que provocaban que nuestra inseguridad y nuestro temor se acreciesen estridentemente. Sin embargo, ninguna de nosotras tres se atrevió a protestar más. Seguimos caminando en dirección a esas columnas de fuego que parecían querer destruir todo lo que las rodeaba, incluso el aire que rozaba sus llamas.
Cuando nos hallamos a punto de situarnos en medio de esas columnas de fuego, las que de repente me parecieron interminablemente inmensas y devastadoras, Adina se detuvo y nos miró con ánimo y seguridad; pero, esta vez, sus ojos no me infundieron la valentía que necesitaba. No obstante, le sonreí indicándole que estaba dispuesta a acatar todas sus órdenes y hacer todo lo que fuese necesario. Entonces, al percibir nuestra fingida confianza, se volteó y comenzó a caminar hacia esas columnas. La seguimos sin suspirar siquiera y de pronto nos encontramos rodeadas de calor y luz. Noté que mi piel se templaba rápida e intensamente y que mi cuerpo deseaba estremecerse, pero yo continué andando como si no experimentase aquellas sensaciones tan desagradables.
Desde la distancia, había creído que aquellas columnas brotaban de la cima de unas montañas escarpadas, llenas de infertilidad y piedras ariscas; pero, cuando nos hallamos envueltas en tanto humo, me di cuenta de que aquellas llamas no nacían de las profundidades de la tierra, sino que emanaban de todas las rocas que formaban aquellas montañas agrestes. Las rocas eran en realidad unas brasas en las que ardían las pocas plantas y la poca hierba que podía crecer en ese suelo inerte. Por todas partes había piedras incendiadas y era imposible adivinar el color del cielo que nos cubría, puesto que el humo lo invadía todo, incluso se introducía en nuestro cuerpo y deseaba hacernos toser. Además, los pasos de Adina cada vez eran más veloces y desesperados, como si quisiese huir cuanto antes de ese temible lugar.
Brisita me aferró de la mano cuando se percató de que aquel irrespirable humo nos había rodeado irrevocablemente y deseaba separarnos. Presioné la mano de mi hijita intentando encontrar en ese contacto las fuerzas que el miedo me arrebataba. Todas caminábamos detrás de Adina como si en sus manos ella portase la eternidad de nuestra vida. Creía que para siempre permaneceríamos atravesando aquel corredor tan escalofriante, lado al lado del cual solamente podíamos encontrar humo y fuego. Las piedras que pisábamos eran ardientes y pretendían derretir la madera y la tela de nuestros zapatos, pero la velocidad con la que nos desplazábamos evitaba que aquellas piedras tan amenazantes nos hiriesen.
De pronto, cuando empecé a perder el aliento y creí que el calor derretiría inevitablemente mi cuerpo, vi que, entre esas columnas de humo, enfrente de nosotras, aparecían unas plantas enredadas, formando un tapiz que nos impedía el paso. Sin embargo, Adina, con sus mágicas manos y con el poder estival de sus ojos, consiguió que aquellas plantas perdiesen la fuerza con la que bloqueaban nuestro camino y entonces, ante nosotras, se abrió una senda oscura llena de flores ya marchitas y hojas mustias. Adina no se detuvo, sino que siguió caminando como si todo lo que nos rodeaba no fuese estremecedor. Nos hallábamos en medio de árboles que estaban a punto de caerse definitivamente al suelo, cuyas ramas torcidas deseaban clavarse en las rocas que orillaban nuestro camino. No quería ver lo que había más allá de ese pasadizo escalofriante, pero mis ojos, rebeldes e inquietos, no cesaban de fijarse en todo lo que había a nuestro alrededor.
Entonces vi que, cerca de nosotras, aquel sobrecogedor pasadizo se convertía en un inmenso valle donde soplaba un sinfín de huracanes desgarradores. Volaban a la deriva restos de vida, pétalos olvidados de flores mustias, despedazados troncos de árboles, ramas desorientadas... También se levantaban grandes olas de arena que de pronto lo cubrían todo, se oía el estridente soplido del viento y un amasijo de gritos desgarradores y horribles. Era el valle de la muerte... Sí, aquello debía ser el valle de la muerte... Ni siquiera brillaba allí la oscuridad, sino que todo estaba cubierto y embargado por unas tinieblas que lo devoraban todo.
-          Por la Diosa... —suspiró Brisita estremecida—. ¿Cómo vamos a adentrarnos en ese valle?
-          Tenemos que hacerlo. Nuestra magia nos protegerá —nos aseguró Adina. Su voz apenas sonó, sino que se perdió por la poderosa voz de esos vientos descontrolados y esa retahíla sin fin de gritos desgarrados—. Os prometo que, si confiáis plenamente en vuestra magia, no nos ocurrirá nada malo.
Adina nos aseguraba esto mientras, inevitablemente, nos adentrábamos en aquel valle lleno de descontrol y muerte. Cuando nos hallamos rodeadas por esos vientos indomables y agresivos, por esas ramas punzantes que se clavaban en los troncos destrozados de los árboles y por esos remolinos interminables de hojas secas, me fijé en que, bajo nuestros pies, había charcos de agua ardiente: un agua sucia que exhalaba un escalofriante olor a podredumbre. Las piedras que se hundían en esos charcos putrefactos estaban tiznadas por el humo que todavía nos cubría y el fuego que casi había devorado nuestra entereza vagaba en forma de nubes luminosas que nos deslumbraban, calcinando los restos de vida que flotaban a la deriva por ese mar de finitud y muerte.
-          Es aquí donde tenemos que sembrar la semillita de nuestra magia. Ya sabéis cómo podéis lograr que la vida surja en este lugar; pero, aparte de recitar esos versos que os enseñé para convertir la muerte en vida, tenéis que hacer resurgir vuestra magia, tenéis que invocar el elemento al que estáis unidas para que éste logre vencer todo este descontrol. Brisita, tú eres una audelf, por lo que deberás intentar comunicarte con el viento hasta notar que éste te envuelve y se posa en tus manos. Cuando sientas que te has aunado irrevocablemente con él, álzate del suelo y camina entre toda esta muerte para ir dejando caer semillitas de tu magia por doquier. Sinéad, siendo niedelf, estás enlazada a la tierra. Tú y Scarlya tendréis que unir vuestra magia para que el agua, el elemento al que ella está conectada, y la tierra, el elemento al que perteneces, se fundan en una sola semilla y puedan hacer nacer vida de estas piedras calcinadas. Scarlya, lo primero que tienes que conseguir es que esta agua putrefacta devenga en pequeños lagos donde refulja la nitidez. Y yo, como estidelf que soy, tengo que apoderarme de este fuego que se desplaza tan liberadamente por este valle para que, en lugar de quemar estos restos de vida, deshaga la oscuridad que nos envuelve. ¿Lo habéis entendido todo?
-          Sí, pero lo considero muy difícil —me quejé estremecida—. No sé qué tengo que hacer para conectarme con la tierra... Estoy muy asustada y...
-          Tienes que recordar todos esos lugares donde tu elemento ha podido brillar y  vivir sin que nada lo apague ni lo desvanezca. Tienes que recitar por dentro de ti esos versos que te enseñé; pero, si te diriges solamente a la tierra, tienes que nombrar únicamente el elemento al que perteneces; pero lo primero que tenemos que hacer todas es rezarle a Ugvia para que siembre la vida en este lugar. Debemos comunicarnos con ella para que nos escuche...
Los ojos de Adina no cesaban de dedicarnos miradas anegadas en valentía, seguridad e ímpetu, y fue eso lo que nos ayudó a confiar plenamente en nuestra magia. Aunque el ambiente fuese opresivo, aunque esos desgarradores vientos hiciesen de aquel lugar el rincón más horrible de la vida, sentimos que en aquel recoveco de la oscuridad brillaba la esperanza, esa esperanza de la que nuestra alma jamás se había desprendido. Arrodillándonos en ese suelo lleno de muerte y podredumbre, empezamos a dirigirnos a Ugvia con toda la fuerza de nuestro corazón, dedicándole palabras halagadoras y tiernas que despertasen su compasión y su atención. Aunque ninguna de nosotras expresaba nuestros ruegos en voz alta, yo sabía que todas estábamos recitando las mismas palabras.
Entonces, cuando parecía que todo se había aquietado a nuestro alrededor, cuando el trance de la magia nos arrancó de ese delirante instante, notamos que el suelo temblaba por debajo de nosotras y que los vientos que habían destruido demasiados árboles y demasiadas vidas se convertía en un vendaval desquiciante e invencible que de repente nos arrebató el equilibrio. Nuestros ruegos se detuvieron de súbito y, sin poder evitarlo, todas abrimos los ojos al mismo tiempo, sintiéndonos inmensamente asustadas.
No pude evitar lanzar un alarido de terror cuando me percaté de que, a nuestro alrededor, se había congregado una incontable cantidad de seres extraños y de aspecto amenazante que nos observaban con desafío e ira. Entre ellos detecté los espíritus que obedecían a Alneth y a unos cuantos seres amorfos que no pude comprender. Había caballos con cabeza de dragón, pájaros con alas grandes y cuerpo de serpiente... No podía digerir lo que percibían mis ojos y todo lo que captaban mis oídos: un amasijo de chillidos escalofriantes y de palabras pronunciadas en idiomas que nunca había oído.
-          ¿Qué está sucediendo? —pregunté espantada.
-          Los seres de la oscuridad han detectado nuestra magia y han surgido de las tinieblas para vencernos —me explicó Adina con calma, pero yo sabía que tenía tanto miedo como yo.
-          ¿Y ahora qué vamos a hacer? —quiso saber Scarlya.
-          ¡Moriréis! —nos amenazó Alneth de repente. Su voz surgió de entre todos esos gritos estridentes y repelentes—. ¿Qué os habéis pensado, que podéis vagar libremente por nuestro mundo y destruirlo a vuestro antojo? ¡Ya basta de imponer lo que no deseamos tener! ¡No podréis devastar jamás el mundo de la oscuridad! ¡Ha llegado el momento de vuestra muerte, insignificantes hadas! ¡Atacadlas!
Entonces, todos esos seres escalofriantes y repulsivos se lanzaron a nosotras. Yo intenté apartarme de su trayectoria, pero de repente me noté apresada por unas alas que olían a muerte. Unos ojos llenos de fuego me observaban con rabia y repugnancia y un aliento fétido caía sobre mi rostro, haciéndome tener ganas de vomitar. Luché por desasirme de ese ser maldito, pero su vigor era inabarcable. Lo guiaba el odio: la fuerza más devastadora de la vida.
-          ¡No, no! —chilló Brisita asustada—. ¡Dejadla en paz! ¡Ugvia, no permitas esto! —imploró al notar que alguien la asía de los brazos y la arrastraba por ese suelo lleno de muerte—. ¡Adina, Adina!
-          ¡No permitáis que nos separen! ¡No ceséis de invocar vuestra magia!
Mas yo ya no tenía fuerzas para seguir reclamando la atención y la compasión de Ugvia ni de intentar comunicarme con el elemento al que yo pertenecía. La apariencia y el olor horribles de ese ser que me apresaba me detenían, me hacían creer que todo se había terminado, que aquella vez no podríamos huir de nuestro infame destino.
Vi que Scarlya golpeaba unas desgarradoras manos que intentaban apresarla, pero tampoco pudo escapar de ese ser malévolo que deseaba retenerla. La especie de ave que me había rodeado con sus podridas alas me lanzó una bocanada de su fétido aliento, el cual estaba compuesto de fuego, y entonces perdí inevitablemente la capacidad de seguir fijándome en mi entorno y de pugnar por mi libertad. Todo se quedó a oscuras, pero antes de perder la consciencia oí, por vez postrera, esa maraña de chillidos desgarradores y estremecedores que nos rodeaba, vi por última vez cómo a mis compañeras de viaje las aprisionaban seres cuya forma era incapaz de entender y sentí que mi corazón se paralizaba y se anegaba en escarcha.