ORÍGENES DE LLUVIA
05
UNA MAGIA IMPERECEDERA
Muirgéin estaba impregnada de
una calma muy tierna que nos serenó profundamente. La mirada de Arthur recuperó
el melancólico brillo que la había caracterizado siempre y yo empecé a confiar
en que nuestro destino dejaría de ser punzante y se tornaría en el más
bondadoso de la Historia.
La intimidad que había quedado
tras la lluvia me hacía pensar que Muirgéin era el único lugar del mundo que existía.
Las espesas nubes que cubrían el cielo parecían separarnos del resto de la
Tierra, y el mar, con sus serenas olas, cantaba una trova llena de olvido y
paz.
Además, el bosque estaba
inundado por una luz muy tenue que parecía emanar de las plantas, de los
árboles, de las hojas, de la tierra e incluso del mar. A lo lejos, los
relámpagos todavía seguían iluminando el cielo de vez en cuando y podíamos
captar, muy vagamente, el temblor de la voz del trueno. Aquel ambiente era
propicio para convertir en magia cualquier instante.
Arthur y yo exploramos todos los
rincones de aquel denso y precioso bosque. Las horas comenzaron a discurrir
velozmente, casi sin que pudiésemos percibir su huida, y de repente noté que
nuestra búsqueda estaba fracasando estrepitosamente. No obstante, antes de que
el amanecer tornase perladas las gotas de lluvia que reposaban en las hojas de
los árboles, oí que Eros caminaba hacia donde nos encontrábamos. Estábamos
detenidos en el principio de ese declive que conducía a la misteriosa cueva
donde había mantenido con Arthur aquella conversación tan lacerante. Al ser el
lugar donde yo había visto a aquel ser mágico, creíamos que podría reaparecer
ante nosotros vuelto aquel rayo de luz que nos deslumbraría inmensamente.
—
¿Qué hacéis? —nos preguntó intrigado. Noté que de su mirada se
escapaba un sentimiento muy extraño que mezclaba miedo y tristeza.
—
Eros, estamos buscando a Morgaine —le contesté con un susurro—.
Necesitamos encontrarla.
—
¿Cómo?
Con timidez, nervios y emoción,
le conté a Eros lo que había sucedido aquella noche. En cuanto escuchó mis
palabras, nos sonrió aliviado y nos prometió que nos ayudaría a buscarla aunque
el amanecer incendiase el cielo.
Así pues, los tres nos
enzarzamos en la búsqueda de esos ojos nocturnos y mágicos que miraban con
tanto miedo. Buscamos entre todos los árboles, bajo las plantas, incluso nos
atrevimos a adentrarnos en cuevas donde nunca habíamos estado antes. Descubrí
que Muirgéin tenía muchísimos más recovecos preciosos de lo que me había
figurado. Era una isla llena de misterio, de antigüedad, de belleza, de magia.
Me costaba aceptar que en la Tierra existiese aún una isla tan inocente y pura.
—
No está por ninguna parte —declaré agotada. Volvíamos a hallarnos en
la entrada de la cueva predilecta de Arthur—. No lo entiendo. Os aseguro que la
he visto. No puede haber desaparecido así.
—
Se habrá escondido, Sinéad —propuso Eros.
—
¿POR QUÉ?
—
Tendrá miedo.
—
No importa, Sinéad. Morgaine nunca volverá —me dijo Arthur
desalentado—. Estoy cansado. Lo mejor será que me vaya a dormir ya.
—
No, Arthur. Estoy segura de que aparecerá.
—
No te esfuerces más, Sinéad. De acuerdo, acepto que no quieras seguir
conmigo; pero no es necesario que te inventes todo esto para justificar tu
actitud.
—
No estoy justificando nada, Arthur —me quejé con impotencia.
—
Cuando te he encontrado antes, no he visto nada.
—
¿Ni siquiera me has visto rodeada por un halo de luz?
—
No, no, nada.
—
Estoy segura de que mora aquí y
de que está viva, Arthur.
—
¿Pues dónde está, Sinéad? —me preguntó desafiante, hastiado y
frustrado.
—
Arthur... —susurré estremecida.
—
¿Qué, Sinéad? ¿Acaso no tengo motivos para estar así?
—
Calla, Arthur, por favor...
Justo cuando Arthur me había
preguntado dónde se hallaba aquella aparición tan mágica que yo estaba segura
de haber visto, algo se había agitado entre los árboles. Miré hacia donde había
sonado aquel susurro tan trémulo y entonces vi la misma luz que me había
rodeado antes; pero esta vez su matiz se parecía a la tonalidad del alba. Era
rosada y a la vez grisácea. Arthur, al notarme tan paralizada, dirigió los ojos
hacia el rincón en el que yo tenía clavada mi mirada. Entonces su rostro se
tiñó de miedo y de inseguridad. Eros, a su vez, también se había quedado
inmensamente sorprendido.
—
Está ahí —musité con miedo a que mi voz deshiciese aquel fulgor tan
hermoso.
—
No es posible. Es la luz del alba —me contradijo Arthur incrédulo.
—
Morgaine, por favor, no tengas miedo —le pedí con un susurro lleno de
amor. Entonces vi cómo aquella luz tan tenue se desvanecía. Creí que
desaparecería para siempre, pero de repente se convirtió en la visión de aquel
ser tan mágico que tanto deseaba volver a ver—. Morgaine, no queremos hacerte
daño.
—
No, no, no es ella —negó Arthur cubriéndose los ojos con las manos.
Sin pensar en nada, con una
cautela infinita, me retiré de Arthur y de Eros y me dirigí hacia el rincón donde
aquel ser tan indescriptible había reaparecido. Entonces pude hundirme más
profundamente en su apariencia para analizarla. No, no era un ser extraño cuyo
aspecto me resultase completamente inverosímil. Su cuerpo tenía forma humana y
sus ojos eran tan reales como el bosque que nos rodeaba.
—
Morgaine, ¿eres tú? —le pregunté con mucha delicadeza situándome
enfrente de ella. Temía que pudiese desvanecerse en cualquier momento—. No
queremos hacerte daño.
Entonces vi que abría levemente
los labios para decir algo, pero se detuvo. De su voz se quedó pendiendo un
suspiro trémulo que el viento desvaneció. Me miraba con recelo, pero sus
asustados ojos fueron cubriéndose, lentamente, de una tranquilidad que al fin
le hizo sonreír con mucha tibieza y timidez.
En ese momento, sin pensar en
nada más, sin tener miedo, me fijé detenidamente en la apariencia de aquella
mujer tan hermosa. Era muy bella, pero su beldad no podía pertenecer a este
mundo. No se parecía a nosotros ni a las hadas de Lainaya. Era humana, pero su piel
brillaba demasiado. Era como si el amanecer surgiese de su cuerpo en vez de
llover del cielo. Sus negros y largos cabellos caían ondulados por su espalda y
enmarcaban un rostro casi tan redondo como el mío teñido por la inocencia más
pura y por la melancolía más hiriente. Me observaba como si yo pudiese
destruirla con tan sólo una mirada. Se cubría el cuerpo con una túnica hecha de
raíces, de flores y de hojas enormes. El color de sus curiosas vestiduras
mezclaba el azul más celestial con el blanco más puro. Me pregunté cómo habría
confeccionado aquel vestido tan bonito.
Intenté que no me afectase
comprobar que, efectivamente, aquella mujer tenía los cabellos tan oscuros como
yo, el rostro tan redondito como el mío y los ojos tan expresivos como mi mirada.
Traté de que su aspecto no me hiciese pensar en nada. Solamente me centré en
ese instante para que su magia no se quebrase. Me daba miedo hacer algún
movimiento erróneo y que ella desapareciese. No sabía por qué estaba segura de
que aquella mujer era Morgaine. Me lo decía el alma, como si la misma
naturaleza se hubiese encargado de revelarme aquella certeza tan poderosa.
Tampoco quise preguntarme por qué ella había aparecido justo en esos momentos
en los que tanto la necesitábamos. No pude preguntarme nada, porque de pronto
me pareció que la vida era un inmenso misterio lleno de preguntas que jamás
podríamos resolver.
De repente, el viento sopló casi
con rabia, como si desease hacernos reaccionar. Sin embargo, meció con
delicadeza los cabellos de Morgaine y ella, enseguida, se retiró del rostro dos
mechones rebeldes que se le habían posado en la frente. Seguía mirándome casi
con desesperación, como si desease que yo la tomase en brazos y la alejase de
allí; pero ni siquiera me atrevía a alargar la mano para tañerla y asegurarme
así de que su presencia era tangible. Me parecía que su piel era vaporosa, que
su cuerpo estaba hecho sólo de aire y que su imagen no era más que un regalo
del viento, una mezcla de los matices más hermosos de la vida.
Era mucho más bajita que yo, lo
cual me hizo pensar que, tal vez, no era humana, sino un ser mágico que nadie
había nombrado aún. Parecía un hada, pero no tenía ni orejitas puntiagudas ni
alitas vaporosas que pendiesen de su espalda. Tampoco era una vampiresa, aunque
su piel refulgiese tanto como la nuestra, y sus ojos eran demasiado bellos para
que pudiesen pertenecer a una humana.
—
Arthur, acércate a ella, por favor —le pedí con una voz susurrante.
Entonces me di cuenta de que mis palabras inquietaban a Morgaine. Cerró los
ojos con fuerza e intentó apartarse de nosotros, pero estaba acorralada entre
un árbol y yo—. Arthur, por favor...
—
Sinéad... —musitó Arthur con pena y miedo.
Mas Arthur se acercó a Morgaine.
Me aparté de su lado para que pudiese situarse enfrente de esa mujer tan
curiosa que no se atrevía a mirarlo. Me percaté entonces de que estaba
temblando brutalmente. Verla tan frágil y asustada me hizo sentir unas inmensas
ganas de protegerla, pero me contuve.
—
¿Eres tú, Morgaine? —le preguntó Arthur incrédulo. Me sobrecogí cuando
oí que su voz no expresaba ningún sentimiento. Estaba tan asustado como ella—.
No puede ser. No entiendo nada. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo es posible que estés
viva? Dime algo, por favor —le suplicó acercándose más a ella. Morgaine era tan
menuda que solamente le llegaba a Arthur al pecho—. Dime algo, por favor.
¿Puedes hablar?
Entonces Morgaine alzó los ojos
y lo miró con tanta extrañeza y amor al mismo tiempo que me sobrecogí. Advertí
que el temblor de su cuerpo se acrecía y que los ojos se le llenaban de
lágrimas; unas lágrimas que brillaron en su mirada como lo hace la lluvia en la
noche. Entonces Arthur posó con mucha delicadeza las manos en sus hombros e
intentó atraerla hacia sí. Supe que su cuerpo era tangible, pues Arthur pudo
presionarle levemente los hombros.
—
Arthur.
Cuando oí su voz, me
empequeñecí. No pude evitar desplazarme hacia la vera de Eros para que él me
protegiese con su presencia y su amor. Me tomó de la mano en cuanto nos tuvimos
uno al lado del otro y así me hizo creer que aquel momento tan mágico no se
terminaría jamás.
Su voz era tan dulce que me
pregunté si le habría robado a la vida toda su ternura. Dijo el nombre de
Arthur con un acento muy extraño, como si hubiese hablado el mismo pasado. Al
oír su nombre en los labios de aquella mujer tan hermosa, Arthur no pudo evitar
abrazarla y presionarla contra sí con una desesperación que le había llenado
los ojos de lágrimas. Supe que estaba pensando: «Sí, es ella, es su voz».
Me dolió inmensamente percatarme de que estaba tan conectada a Arthur que podía
adivinar todos sus pensamientos y figurarme plenamente lo que estaba sintiendo.
—
Creo que no nos entiende, Sinéad —me dijo Eros en el
oído.
—
¿Por qué lo dices?
—
Porque no ha respondido a ninguna palabra, ni
siquiera con los ojos.
—
¿Qué es? —le pregunté inquieta, incapaz de retener
mis palabras.
—
No lo sé... Es un hada...
—
No...
Arthur
seguía abrazando delicadamente a Morgaine y ella se había perdido en ese abrazo
tan extenso que abarcaba tantos años de sufrimiento, tantos pensamientos
dolorosos, tantos sentimientos prohibidos y escondidos. De repente, Arthur se
separó de ella para mirarla una vez más. Se hundió sin regreso en la imagen
resplandeciente de esa mujer tan mágica cuya especie no éramos capaces de
adivinar.
—
¿Qué eres, Morgaine? ¿En verdad eres tú? No puedo
creerlo...
Entonces
Morgaine agachó los ojos, avergonzada, y de pronto negó con la cabeza. Lo hizo
tan sutilmente que creí que Arthur no habría advertido su gesto; pero no fue
así. Cuando Arthur la vio hacer aquel ademán, se quedó paralizado. En sus ojos
pude leer decepción y un pánico tan enorme que no podía caber dentro de él.
—
¿No eres tú?
—
Arthur... Arthur... —titubeó.
—
¿Eres Morgaine?
Entonces
Morgaine alzó de nuevo los ojos y volvió a mirarlo hondamente a la vez que asentía
levemente con la cabeza. Los ojos de Arthur se llenaron de alivio cuando vio
aquel gesto.
—
No me entiendes, ¿verdad?
—
Creo que no te entiende, Arthur —lo avisó Eros con
delicadeza.
—
No, no me entiende...
—
Tendrás que hablarle en gaélico, posiblemente —le
propuse con simpatía.
—
Pero... vosotros no entenderéis nada.
—
Yo sí, aunque Eros creo que no sabe gaélico.
—
No, no sé —se rió incómodo.
—
Puedo enseñarte fundiendo nuestros pensamientos. Al
oírlos hablar en gaélico, yo traduciré lo que dicen y tú podrás captarlo
mediante mi mente... aunque lo más conveniente es que los dejemos solos, ¿no
crees? —le pregunté tiernamente a Eros.
—
No, no, no me dejéis solo. Estoy asustado —nos
confesó con timidez—. No sé qué decirle. Ayudadme, por favor.
—
Lo primero que tienes que preguntarle es cómo es
posible que esté aquí, qué tipo de ser es —lo animé.
Entonces,
tras las preguntas de Arthur, Morgaine sonrió nítidamente, confirmándonos que,
efectivamente, no nos entendía si le hablábamos en romance castellano. Los ojos
se le llenaron de alivio al volver a oír en los labios de Arthur el idioma que
siempre los había comunicado. Le respondió usando también aquella lengua tan
antigua y misteriosa:
—
Sí, Arthur, soy yo. No puedo creerme que pueda
hablar contigo, que podamos tenernos uno enfrente del otro de nuevo. Esto es un
sueño, un hermoso sueño del que no quiero despertar.
—
Yo tampoco quiero que este instante se desvanezca.
Morgaine, no puedo creerme que estés viva... Estás viva, Morgaine —le contestó
acariciándole los cabellos y mirándola hondamente a los ojos—. Esto es un
sueño, sí. Este momento es inmensamente mágico.
—
Arthur, siempre quise acercarme a ti, pero no me
atrevía. Llevo viviendo aquí desde siempre. Es una historia muy larga que...
que no me siento capaz de contarte.
—
Ahora tenemos todo el tiempo de la Historia para
explicarnos todo lo que deseemos, Morgaine. Quiero que me cuentes todo lo que
ocurrió desde que nos separamos. No entiendo por qué nunca te atreviste a
hablar conmigo. Yo siempre te añoré con toda mi alma, Morgaine, con toda la
fuerza de la vida.
—
En realidad siempre me hallé a tu lado, pero nunca
me atreví a acercarme a ti porque no deseaba influir en tu vida.
—
¿Por qué, Morgaine? Yo anhelaba con todo mi corazón
recuperarte... Yo tampoco era capaz de vivir sin ti.
—
Arthur, no me atrevía a acercarme a ti porque
siempre pensé que todo lo malo que te sucedió fue por culpa mía.
—
Pero sabes que no fue culpa tuya...
—
Arthur... amor mío —susurró con tanta desesperación
y amor que no pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas—. Nunca pude
aceptar que no nos permitiesen amarnos. Desde que me marché de tu lado, viví
resentida con la vida. Odiaba vivir... Nunca pude ser feliz.
—
Yo tampoco podía serlo teniéndote tan lejos.
—
Mi resentimiento me impidió detener el transcurso de
los hechos, me impidió luchar para que nada te hiciese daño, para que no
sucediese todo lo que te acaeció. Estaba resentida porque no podía soportar que
estuvieses con otra mujer, aunque estaba segura de que no amabas a Winlongee;
pero siempre tuve la esperanza de que algún día lucharías por lo nuestro, y eso
nunca ocurrió, y en verdad sabía que era totalmente comprensible que no lo hicieses,
que no impidieses que me fuese. Perdóname, Arthur, perdóname, por favor. Te
arruiné la vida.
—
Entiendo perfectamente todo lo que me dices,
comprendo cómo te sentías, por eso no tengo nada que perdonarte. Además, tú no me la arruinaste, Morgaine. Fue
Maurdred. Con sus mentiras y su traición, me destrozó la vida. Yo jamás creí lo
que dijo sobre nosotros... Jamás creí que fuese hijo tuyo...
—
Sí, sí lo era, Arthur.
—
¿Con quién tuviste a ese monstruo, Morgaine? No se
parecía nada a ti... —le preguntó sorprendido.
—
¿Qué quieres decir, Arthur? ¿Acaso no recuerdas lo
que ocurrió?
—
¿Con quién lo tuviste, Morgaine? —volvió a preguntarle,
esta vez con más delicadeza. Arthur estaba tan nervioso que no podía controlar
sus palabras.
—
Arthur... Maurdred también era hijo tuyo —le
contestó asombrada.
—
¿Cómo? —exclamé sin poder evitarlo.
—
¿Acaso no le has dicho la verdad, Arthur? Anoche
creí que... creí que les habías explicado que tú y yo... en los fuegos de
Beltaine...
—
No, no, no les dije nada. Era incapaz de confesarles
que...
—
Tú y yo yacimos juntos en la festividad de Beltaine
justo antes de que te casases con Winlongee. ¿Por qué no se lo has contado? Es
un detalle de tu vida bastante importante...
—
Era algo que prefería mantener en secreto.
—
Arthur, pero si tú me dijiste que yo era la primera
mujer con la que estabas... con la que compartías esos momentos tan... íntimos
—le recordé incapaz de disimular mi decepción y mi estupefacción.
—
Sinéad, era cierto. Yo no había estado con una mujer
antes como lo estuve contigo. En los fuegos de Beltaine, cuando Morgaine y yo
estuvimos juntos, yo no era yo, sino... Verás, en esas fiestas... No, creo que
nunca lo comprenderías —titubeó nervioso.
—
En los fuegos de Beltaine se celebraba el
renacimiento de la naturaleza, la llegada de la primavera y la posibilidad de
que la tierra siguiese dando sus frutos; pero también se le rogaba a la Diosa
madre de todas las cosas que nos proveyese con todo lo que necesitábamos para
sobrevivir. En las noches que duraban las celebraciones de Beltaine, se rogaba
por la fertilidad de los campos y de los bosques y por la de las propias
mujeres. Era habitual que muchas engendrasen hijos entre los fuegos. Y yo fui
una de ellas. Arthur... bien, creo que no es necesario confesar nada más. Ambos
nos deseamos y encontramos en las fiestas de Beltaine una excusa para poder
estar juntos. Aquellas noches se bebía mucho, incluso muchas tomábamos hierbas
para no sentir dolor ni cansancio y sobre todo para que la parte divina de la
naturaleza se apoderase de nuestro cuerpo. Arthur y yo yacimos bajo los efectos
de esas hierbas maravillosas que tanto nos acercaban a la Diosa. Era... era todo
tan intenso... Estoy convencida de que esto os resultará completamente
primitivo e incomprensible, pero os aseguro que era posible sentir la fuerza de
la Diosa a través de la tierra... y ella nos controlaba, nos guiaba a través de
la noche y de la magia...
—
Morgaine, no es necesario que te excuses, de veras.
No tienes por qué justificarte, ni tú ni Arthur —la consolé tiernamente. Me
sobrecogía verla tan nerviosa.
—
Os resultará inconcebible que Arthur y yo
estuviésemos juntos... Para nosotros también lo fue. Me marché al poco tiempo
de que se casase porque no quería que nadie descubriese que estaba embarazada
de él. Y alumbré a Maurdred. Desde pequeño fue rebelde, inconforme y agresivo.
Parecía como si hubiese reunido los peores defectos de la Historia. Yo sabía
que, cuando creciese, iba a convertirse en un hombre problemático y malvado,
por eso intenté que lo educasen para que fuese druida. Para aquel entonces,
apenas quedaban druidas... pero él nunca tuvo dones hermosos. Nunca supo tocar
bien ni cantar. Odiaba todo lo que pudiese desprender ternura y belleza...
Adoraba la guerra. Soñaba con ser un caballero valeroso que algún día pudiese reinar
Britania... Yo nunca le hablé de Arthur, nunca, aunque me rogase
desesperadamente que le contase acerca de su padre. Aquel fue el motivo por el
que empezó a odiarme. Ocultarle quién era su padre era una ofensa para él, así
que lentamente fue desarrollando un desprecio absoluto por mí, ya que me
acusaba de haber sido una cualquiera. Desaprobaba las costumbres antiguas. Deseaba
ser cristiano, y yo no se lo impedí, REALMENTE. Lo ansiaba porque sabía que era
la religión que podía darle poder y acercarlo a quienes reinaban y tenían la
potestad de casi todas las almas de Britania. Cuando cumplió los doce años, se
alejó de mí. Apenas había madurado, pero yo no pude retenerlo. Era tan violento
que lo temía... Entonces llegó hasta la corte de Arthur y supongo que allí se
enteró de lo que había ocurrido entre él y yo, pues esa historia se cantaba en
muchos lais. Evidentemente, siempre estuvo llena de detalles escabrosos que no
eran ciertos, pero nada de eso importó. Maurdred se nutrió de todo lo que se
contaba sobre nosotros y alimentó así su odio hacia mí y hacia Arthur. Creo que
no es necesario que narre lo que sucedió a partir de entonces...
—
No, no es necesario —le aseguré estremecida. Arthur
era incapaz de hablar. Se mantenía con los ojos fijos en sus manos. Siempre
adoptaba aquella postura cuando la realidad le parecía demasiado grande e
hiriente.
—
Perdóname, Arthur. No supe educarlo bien.
—
No es cierto. Era un demonio.
—
Sí, lo era. No entiendo por qué fue un hombre tan
malvado si fue engendrado con todo el amor del Universo...
—
No sabía que habías sido tan infeliz, Morgaine —le
confesó Arthur con culpabilidad.
—
Sí, fui muy infeliz. Llegó un momento en el que ni
la música ni mi magia lograban calmarme. No poder estar contigo siempre me
dolió tanto que... que no podía controlar mis sentimientos. Fui infeliz
siempre, Arthur... y... Perdóname, por favor —volvió a suplicarle, esta vez llorando
tiernamente—. Estoy segura de que podría haber evitado que Maurdred destruyese
tu reinado y te hiriese...
—
Yo sé que nunca has actuado con maldad, Morgaine, mi
querida y dulce Morgaine —le aseguró volviendo a abrazarla—. Ven, vayamos a la
cueva y hablemos serenamente.
—
¿Quieres que vayamos? —le pregunté a Arthur con
miedo. Me apetecía muchísimo escuchar todo lo que Morgaine pudiese confesarnos.
—
Sí, por favor.
—
A lo mejor ella no quiere... —intervino Eros con
respeto.
—
Morgaine, ellos son Sinéad y Eros. Son mis amigos
—le reveló con delicadeza.
—
Sé quién es Sinéad, lo sé todo, Arthur. Y no me
importa que estén...
—
Gracias —susurró Arthur con amor.
Cuando
ya nos hallamos sentados en aquella misteriosa cueva, Morgaine retomó su
relato. Su voz sonaba anegada en emoción, pero también en miedo. Adiviné que
llevaba años sin hablar con nadie y que deseaba, con toda su alma, poder
revelar todos sus sentimientos y sus recuerdos.
—
Arthur, antes de todo, quisiera que supieses que no
deseo turbar tu vida. Que yo esté viva no significa que tengas que cambiarlo
todo por mí. Además, no creo que podamos estar juntos. Somos muy distintos.
—
No te preocupes por eso ahora, Morgaine.
—
Sigues siendo mi hermano, aunque ahora seas...
—
No quiero que te inquietes por eso... —le repitió acariciándole
los cabellos.
—
Yo no soy eterna como tú... Yo moriré algún día
porque soy mortal —le confesó nerviosa—. Verás, yo no soy humana, pero
tampoco... tampoco tengo esta forma siempre. Ahora está amaneciendo... por lo
que dentro de poco seré solamente aire. No podrás tocarme, no podrás abrazarme,
no podrás tenerme cerca. Seré como un suspiro... Y por la noche recupero la
tangibilidad de mi cuerpo, por eso Sinéad me ha visto en forma de luz.
—
¿Por qué te sucede eso?
—
Es un hechizo que durará hasta el día de mi muerte.
—
¿Quién te lo lanzó? —le pregunté inquieta.
—
Será mejor que no pronuncie su nombre. También estoy
atada irrevocablemente a Muirgéin. Si ella desaparece, yo feneceré.
—
¿Y no podemos romper ese hechizo de ninguna forma?
—quise saber con impotencia.
—
Si rompemos el hechizo, me convertiré en polvo y
desapareceré.
—
Entonces... ¿qué eres? —le preguntó Arthur.
—
No lo sé. No puedo comer ni beber nada, porque no lo
necesito. Puedo vivir sin comida, sin aire incluso; pero puedo morir si
Muirgéin desaparece. He cuidado de esta isla desde que vine a vivir aquí. Tengo
poderes maravillosos que me permitieron devolverle a esta naturaleza su forma
original. He respetado estos bosques porque en verdad son mi alma y mi cuerpo.
—
Creo que no me supondrá ningún inconveniente que por
el día te vuelvas intangible —se rió Arthur con cariño.
—
No, es cierto. Soy un ser oscuro, pero al mismo
tiempo adoro la luz. Yo puedo ser mi propia luz...
—
¿Entonces nunca moriste? —le cuestionó Arthur
sorprendido.
—
No, nunca morí... pues me hechizaron antes de que
pudiese envejecer.
—
¿Y por qué? —le pregunté yo.
—
Por traición. En realidad no me apetece ahora hablar
de esto. Sólo quiero que sepáis que estoy arrepentida de haberle hecho tanto
daño a Arthur en el pasado. Es justo que me recuerden como la bruja Morgaine;
la que destruyó el reinado del legendario rey Arthur.
—
¿Cómo conoces todo eso si no puedes salir de aquí?
—le preguntó Eros con respeto. Me satisfizo darme cuenta de que ya dominaba el
gaélico gracias a poder comunicarnos mediante los pensamientos.
—
Conozco todo lo que se cree de mí porque he podido
adentrarme en la mente de Arthur cada vez que he querido. De ese modo he
descubierto que nunca me olvidó, pero yo no podía aceptar aquella verdad. Era
demasiado grande para mí. Yo no me merecía su amor, nunca me lo merecí, pues le
destrocé la vida.
—
No digas más eso, Morgaine. No me destrozaste la
vida. Sólo provocaste que tuviese otra vida.
—
Otra vida dolorosa llena de recuerdos melancólicos
—prosiguió ella con pena.
—
Ya basta. No sigas culpándote así.
—
Creí que moriste, Arthur. Antes de ser hechizada, me
dijeron que habías muerto en la batalla a manos de Maurdred y que tú también lo
habías matado. Cuando, al cabo del tiempo, te vi aquí, sentí que me
desintegraba. Ansié correr hacia ti para pedirte perdón y para decirte que no
estaba muerta... pero el rencor que siempre me he dedicado a mí misma me
impidió actuar y me ha mantenido alejada de ti durante todo este tiempo. Al oír
lo que les contabas a Eros y Sinéad, pensé que tal vez era el momento de
aparecer ante ti; pero no quería destrozarte la vida de nuevo —lloraba con
vergüenza—. Te veía tan feliz con Sinéad...
—
Ahora nuestro amor ya no importa, Morgaine —le
aseguré intentando que mi voz no sonase herida.
—
No es cierto. Sí importa. Importa porque fue capaz
de nacer cuando Arthur creía que nunca más volvería a amar. Lo mismo te ha
ocurrido a ti con Eros, ¿no es cierto?
—
Sí, es cierto.
—
El amor que importa es el que surge en el lugar de
otro que parecía eterno.
—
No es verdad —la contradijo Eros—. Yo siempre creí
que el amor que importa es el que permanece intacto al paso del tiempo.
—
Si eso fuese así, Sinéad no te amaría realmente —le
contestó Arthur.
—
El amor que importa es el que nuestro corazón decide
que importe —concluí con cariño—. Lo que importa ahora es que tenéis una nueva
oportunidad para estar juntos. Es justo que retoméis vuestra historia... que
prestéis atención a vuestros sentimientos. Morgaine, has vivido más de mil años
sola en esta isla, alejada del amor... No sigas haciéndote más daño —le pedí
con respeto.
—
Pero tú amas a Arthur. Lo amas tanto como yo,
posiblemente. Esa realidad para mí tiene mucho peso.
—
Yo amo a Eros. Tú solamente amas a Arthur.
—
Eres... eres un ser completamente puro, Sinéad.
Nunca te tuve miedo, sólo respeto. Eres mágica. Posiblemente seas mucho más
mágica que yo —se rió incómoda.
—
Algún día tendrás que enseñarnos todo lo que puedes
hacer.
—
Alguna noche, mejor dicho. Los tres somos seres
nocturnos —seguía riéndose con ternura.
—
Es cierto —me reí también.
Nuestra
conversación devino inmensamente apasionante a partir de ese instante en el que
la risa se adueñó con ternura de nuestros sentimientos. La tensión y los
insoportables nervios que habíamos experimentado se diluyeron en la dulzura que
se desprendía de los gestos y de las palabras de Morgaine. Arthur cada vez
estaba más sereno, incluso se atrevió a acercarse más a ella para acariciarle
con delicadeza e incredulidad las mejillas, las manos, los cabellos. Era como
si le costase aceptar que ella estuviese allí, junto a él. Continuamente yo
intentaba que aquella situación no se tornase hiriente para mí, pero llegó un
momento en el que no pude soportar la fuerza de la nostalgia que latía por
dentro de mí. Aquellos momentos eran la prueba de que nuestro amor había quedado
definitivamente atrás. Posiblemente pasarían los años y el decurso del tiempo
iría hundiéndolo cada vez más profundamente en el olvido. Traté de consolarme
pensando en todos los instantes hermosos que habíamos compartido; pero
enseguida renacía la tristeza que me anegaba el alma y me recordaba que,
probablemente, Arthur nunca hubiese amado simplemente a la mujer que podía
hallar en mí, sino a los rescoldos del recuerdo de Morgaine que yo albergaba
sin saberlo en mi corazón, en mi forma de ser, de mirar, de hablar. Ser
consciente de que yo siempre había sido tan parecida a Morgaine me sumía en una
lástima y en una impotencia que no me creía capaz de sentir. Aquella tristeza
me oprimía el pecho y me empequeñecía tanto que me percibía insignificante.
No
obstante, traté de ignorar todos mis sentimientos para poder aparecer sonriente
ante ellos. Morgaine me inspiraba mucho respeto, mucha ternura y mucha
curiosidad. Se merecía que la quisiésemos. Me preguntaba cómo era posible que
hubiese vivido en Muirgéin durante tanto tiempo sin enloquecerse, completamente
sola, recordando sin cesar, sintiéndose inmensamente culpable por todo lo que
había ocurrido. Admiraba su fortaleza. Yo habría perdido la cordura si me
hubiese hallado en su situación.
No
obstante, la presencia de Morgaine, tal como ella nos había asegurado, no era
eterna. Cuando creímos que el día se convertiría en noche mientras
conversábamos tan animada y tiernamente, me percaté de que su imagen había
comenzado a apagarse, como si su cuerpo estuviese perdiendo la luz que
irradiaba. Cuando Arthur también advirtió lo que estaba sucediendo, se quedó
mirándola con los ojos anegados en extrañeza, sorpresa y dulzura. Morgaine, con
una naturalidad inquebrantable y asombrosa, se alzó de donde estaba sentada y se
despidió con mucho cariño de todos nosotros sonriéndonos amable e
inocentemente:
—
Será mejor que me marche antes de que desaparezca
ante vosotros y sólo sea un fragmento de luz que apenas percibiréis. Necesito
ocultarme en algún lugar para que el viento no me arrastre violentamente. No
puede darme ni la luz, ni el viento y tampoco puede humedecerme la lluvia. Soy
ahora tan frágil como un suspiro. Sí, es lo que soy ahora: un suspiro. Gracias
por haber compartido conmigo estos momentos tan maravillosos... Os esperaré en
el bosque al anochecer. Gracias, una vez más, por... por haber empezado a
quererme...
Las
últimas palabras que nos dirigió sonaron trémulas, llenas de emoción, de
gratitud, de cariño y de devoción. Cuando las pronunció, entonces su presencia
se volvió completamente etérea. Como si una suave brisa la hubiese absorbido,
Morgaine desapareció. Permanecimos mirando fijamente el lugar que había ocupado
antes de desvanecerse como si esperásemos que su tierna y luciente imagen volviese
a aparecer... mas ella no regresó.
—
Creo que lo mejor será que nosotros también nos
vayamos a dormir —propuso Eros intentando parecer sereno.
—
Sí, id ya a dormir antes de que sea más tarde. Creo
que ya ha amanecido demasiado. El día estará brillando con fuerza ahí afuera. Me
temo que tendréis que dormir aquí —nos comunicó Arthur con sublimidad.
—
Sí... tendremos que dormir aquí —corroboré mirando
levemente hacia el exterior. Al lugar donde nos hallábamos apenas llegaba la
luz, pues las altas y ancestrales piedras que rodeaban aquel mágico lago nos
protegían del fulgor del día; pero podía percibir, como si el mismo aire los
transportase, los sutiles rayos con los que el alba incendiaba el bosque.
—
No me apetece dormir sobre estas piedras tan duras
—se quejó Eros con vergüenza y culpabilidad—. ¿De veras no te atreves a
intentar regresar a nuestro hogar, Shiny?
—
Sí, sí me atrevo. No está tan lejos.
—
Será mejor que os vayáis, sí —nos animó Arthur
intentando parecer sereno.
—
¿Cómo es que has cambiado de opinión tan
repentinamente? —le pregunté extrañada.
—
Porque en realidad me apetece estar solo. Tengo que
aceptar todo lo que ha ocurrido y tengo que ordenar mis pensamientos. Además,
no creo que a ti te apetezca verme ahora, Sinéad. Creo que también estás
deseando alejarte de mí.
—
Estoy deseando alejarme de ti y de Muirgéin —le
confesé incapaz de retener por más tiempo las ganas de llorar que llevaba
sintiendo durante toda la noche—. No me atrevía a confesártelo, pero quiero
distanciarme de este lugar, de ti, de Morgaine; pero no porque no pueda aceptar
vuestros sentimientos ni lo que ha acaecido entre vosotros, sino porque tengo
la fortísima sensación de que mi presencia lo entorpecerá todo. Sobro por
completo. Sobro aquí, en tu vida, en tu pasado, en todas partes —me derrumbé
inevitablemente.
—
No digas eso, Shiny —me pidió Eros estremecido
mientras me abrazaba con mucho amor; lo cual me hizo llorar más
desesperadamente.
—
Yo también necesito estar sola, la verdad...
Necesito aceptar todo lo que ha ocurrido y sobre todo necesito aceptar el giro que
ha dado mi vida, sobre todo mi pasado. Ahora ya nada es igual... Lamento ser
tan débil.
—
No, Sinéad, no quiero dejarte sola —me negó Eros con
muchísima ternura—. Ven, vayamos a casa y...
—
Lamento que todo haya acabado así, Sinéad; pero
comprendo tu dolor, de veras, y entiendo que quieras marcharte; aunque estoy
seguro de que a Morgaine le gustaría que permanecieses en Muirgéin durante más
tiempo.
—
Tal vez lo haga, Arthur. Ahora está destrozada, pero
dentro de poco se sentirá mejor. Ya la conoces... Shiny es muy susceptible,
pero se repone de todo porque es fuerte, aunque ella se empeñe en afirmar que
es frágil. Sinéad es muy fuerte y valiente... Sí, sí lo eres, cariño —me
aseguró cuando me vio negar con la cabeza—. Ven. Te llevaré a nuestro hogar...
Deseé
pedirle que me llevase a algún lugar donde no existiese esa pena tan honda que
tan violentamente me presionaba el pecho; pero los sollozos y la vergüenza me
impidieron hacerlo. Permití, así pues, que Eros me tomase de la mano y me
apartase de Arthur. Me pregunté en qué momento de la Historia podría volver a
mirarlo serenamente.
El
amanecer había incendiado tímidamente todos los rincones de aquella naturaleza
tan densa. La lluvia había vuelto resplandecientes las hojas de los árboles y
de la tierra emanaba un aroma exquisito y revitalizante que intentó calmarme;
pero en esos instantes no existía nada que pudiese hacerme sentir bien. Todos
mis recuerdos se habían derrumbado sobre mí. No podía dejar de rememorar todo
lo que había vivido con Arthur, y todas nuestras vivencias se presentaban ante
mis ojos con unos matices que me encandilaban mucho más que la luz del día.
Cuando
llegamos a nuestro hogar, me acomodé entre los brazos de Eros. Hacía unos pocos
instantes que había dejado de llorar, pero no me apetecía decir nada. Sabía que
el silencio era la única conversación que Eros y yo podíamos mantener en esos
momentos. Sin embargo, ansiaba con todas mis fuerzas protestar desesperadamente
por todas las mentiras con las que Arthur me había engañado. No podía olvidar
que me había asegurado, en muchísimas ocasiones, que yo era la primera mujer de
la que se enamoraba realmente y que nunca había estado con nadie antes de yacer
conmigo. Recordaba, nítida y dolorosamente, aquella noche tan maravillosa que
ambos habíamos compartido. Todos los momentos que habían compuesto aquella
noche tan hermosa se habían teñido de dolor.
—
Comprendo cómo te sientes. Me contaste una vez que
Arthur te aseguró que nunca se había enamorado antes, que tú eras la primera
mujer que amaba realmente... Entiendo que estés completamente herida.
—
Sí —le respondí con un susurro casi inaudible.
—
No te apetece hablar, y también lo entiendo. Duerme,
mi Shiny. Ya verás cómo mañana te sentirás mucho mejor. Duerme, vida mía... —me
invitó suavemente mientras me apretaba contra su pecho con mucho primor y me
acariciaba con una dulzura que, lentamente, fue arrancándome de la realidad—.
Duerme, mi amada Sinéad, mi verdadero único amor.
Las
palabras y las tiernas caricias de Eros fueron apagando la honda tristeza que
latía con fuerza por dentro de mí. Al fin, conseguí dormirme entre sus brazos,
al fin conseguí alejarme de esa realidad que tan irrevocablemente me rasgaba el
alma. Antes de perder la consciencia, rogué que el mundo de los sueños se
hallase invadido por la calma más inquebrantable, cálida y resplandeciente. No
soportaría tener pesadillas insufribles. También le supliqué a nuestro destino
que nos devolviese esa paz que nos permitía sonreír sin tener la sensación de
que nuestra felicidad era tan efímera como un suspiro.