martes, 31 de marzo de 2015

ORÍGENES DE LLUVIA - 05. UNA MAGIA IMPERECEDERA


ORÍGENES DE LLUVIA
05
UNA MAGIA IMPERECEDERA
Muirgéin estaba impregnada de una calma muy tierna que nos serenó profundamente. La mirada de Arthur recuperó el melancólico brillo que la había caracterizado siempre y yo empecé a confiar en que nuestro destino dejaría de ser punzante y se tornaría en el más bondadoso de la Historia.
La intimidad que había quedado tras la lluvia me hacía pensar que Muirgéin era el único lugar del mundo que existía. Las espesas nubes que cubrían el cielo parecían separarnos del resto de la Tierra, y el mar, con sus serenas olas, cantaba una trova llena de olvido y paz.
Además, el bosque estaba inundado por una luz muy tenue que parecía emanar de las plantas, de los árboles, de las hojas, de la tierra e incluso del mar. A lo lejos, los relámpagos todavía seguían iluminando el cielo de vez en cuando y podíamos captar, muy vagamente, el temblor de la voz del trueno. Aquel ambiente era propicio para convertir en magia cualquier instante.
Arthur y yo exploramos todos los rincones de aquel denso y precioso bosque. Las horas comenzaron a discurrir velozmente, casi sin que pudiésemos percibir su huida, y de repente noté que nuestra búsqueda estaba fracasando estrepitosamente. No obstante, antes de que el amanecer tornase perladas las gotas de lluvia que reposaban en las hojas de los árboles, oí que Eros caminaba hacia donde nos encontrábamos. Estábamos detenidos en el principio de ese declive que conducía a la misteriosa cueva donde había mantenido con Arthur aquella conversación tan lacerante. Al ser el lugar donde yo había visto a aquel ser mágico, creíamos que podría reaparecer ante nosotros vuelto aquel rayo de luz que nos deslumbraría inmensamente.
     ¿Qué hacéis? —nos preguntó intrigado. Noté que de su mirada se escapaba un sentimiento muy extraño que mezclaba miedo y tristeza.
     Eros, estamos buscando a Morgaine —le contesté con un susurro—. Necesitamos encontrarla.
     ¿Cómo?
Con timidez, nervios y emoción, le conté a Eros lo que había sucedido aquella noche. En cuanto escuchó mis palabras, nos sonrió aliviado y nos prometió que nos ayudaría a buscarla aunque el amanecer incendiase el cielo.
Así pues, los tres nos enzarzamos en la búsqueda de esos ojos nocturnos y mágicos que miraban con tanto miedo. Buscamos entre todos los árboles, bajo las plantas, incluso nos atrevimos a adentrarnos en cuevas donde nunca habíamos estado antes. Descubrí que Muirgéin tenía muchísimos más recovecos preciosos de lo que me había figurado. Era una isla llena de misterio, de antigüedad, de belleza, de magia. Me costaba aceptar que en la Tierra existiese aún una isla tan inocente y pura.
     No está por ninguna parte —declaré agotada. Volvíamos a hallarnos en la entrada de la cueva predilecta de Arthur—. No lo entiendo. Os aseguro que la he visto. No puede haber desaparecido así.
     Se habrá escondido, Sinéad —propuso Eros.
     ¿POR QUÉ?
     Tendrá miedo.
     No importa, Sinéad. Morgaine nunca volverá —me dijo Arthur desalentado—. Estoy cansado. Lo mejor será que me vaya a dormir ya.
     No, Arthur. Estoy segura de que aparecerá.
     No te esfuerces más, Sinéad. De acuerdo, acepto que no quieras seguir conmigo; pero no es necesario que te inventes todo esto para justificar tu actitud.
     No estoy justificando nada, Arthur —me quejé con impotencia.
     Cuando te he encontrado antes, no he visto nada.
     ¿Ni siquiera me has visto rodeada por un halo de luz?
     No, no, nada.
      Estoy segura de que mora aquí y de que está viva, Arthur.
     ¿Pues dónde está, Sinéad? —me preguntó desafiante, hastiado y frustrado.
     Arthur... —susurré estremecida.
     ¿Qué, Sinéad? ¿Acaso no tengo motivos para estar así?
     Calla, Arthur, por favor...
Justo cuando Arthur me había preguntado dónde se hallaba aquella aparición tan mágica que yo estaba segura de haber visto, algo se había agitado entre los árboles. Miré hacia donde había sonado aquel susurro tan trémulo y entonces vi la misma luz que me había rodeado antes; pero esta vez su matiz se parecía a la tonalidad del alba. Era rosada y a la vez grisácea. Arthur, al notarme tan paralizada, dirigió los ojos hacia el rincón en el que yo tenía clavada mi mirada. Entonces su rostro se tiñó de miedo y de inseguridad. Eros, a su vez, también se había quedado inmensamente sorprendido.
     Está ahí —musité con miedo a que mi voz deshiciese aquel fulgor tan hermoso.
     No es posible. Es la luz del alba —me contradijo Arthur incrédulo.
     Morgaine, por favor, no tengas miedo —le pedí con un susurro lleno de amor. Entonces vi cómo aquella luz tan tenue se desvanecía. Creí que desaparecería para siempre, pero de repente se convirtió en la visión de aquel ser tan mágico que tanto deseaba volver a ver—. Morgaine, no queremos hacerte daño.
     No, no, no es ella —negó Arthur cubriéndose los ojos con las manos.
Sin pensar en nada, con una cautela infinita, me retiré de Arthur y de Eros y me dirigí hacia el rincón donde aquel ser tan indescriptible había reaparecido. Entonces pude hundirme más profundamente en su apariencia para analizarla. No, no era un ser extraño cuyo aspecto me resultase completamente inverosímil. Su cuerpo tenía forma humana y sus ojos eran tan reales como el bosque que nos rodeaba.
     Morgaine, ¿eres tú? —le pregunté con mucha delicadeza situándome enfrente de ella. Temía que pudiese desvanecerse en cualquier momento—. No queremos hacerte daño.
Entonces vi que abría levemente los labios para decir algo, pero se detuvo. De su voz se quedó pendiendo un suspiro trémulo que el viento desvaneció. Me miraba con recelo, pero sus asustados ojos fueron cubriéndose, lentamente, de una tranquilidad que al fin le hizo sonreír con mucha tibieza y timidez.
En ese momento, sin pensar en nada más, sin tener miedo, me fijé detenidamente en la apariencia de aquella mujer tan hermosa. Era muy bella, pero su beldad no podía pertenecer a este mundo. No se parecía a nosotros ni a las hadas de Lainaya. Era humana, pero su piel brillaba demasiado. Era como si el amanecer surgiese de su cuerpo en vez de llover del cielo. Sus negros y largos cabellos caían ondulados por su espalda y enmarcaban un rostro casi tan redondo como el mío teñido por la inocencia más pura y por la melancolía más hiriente. Me observaba como si yo pudiese destruirla con tan sólo una mirada. Se cubría el cuerpo con una túnica hecha de raíces, de flores y de hojas enormes. El color de sus curiosas vestiduras mezclaba el azul más celestial con el blanco más puro. Me pregunté cómo habría confeccionado aquel vestido tan bonito.
Intenté que no me afectase comprobar que, efectivamente, aquella mujer tenía los cabellos tan oscuros como yo, el rostro tan redondito como el mío y los ojos tan expresivos como mi mirada. Traté de que su aspecto no me hiciese pensar en nada. Solamente me centré en ese instante para que su magia no se quebrase. Me daba miedo hacer algún movimiento erróneo y que ella desapareciese. No sabía por qué estaba segura de que aquella mujer era Morgaine. Me lo decía el alma, como si la misma naturaleza se hubiese encargado de revelarme aquella certeza tan poderosa. Tampoco quise preguntarme por qué ella había aparecido justo en esos momentos en los que tanto la necesitábamos. No pude preguntarme nada, porque de pronto me pareció que la vida era un inmenso misterio lleno de preguntas que jamás podríamos resolver.
De repente, el viento sopló casi con rabia, como si desease hacernos reaccionar. Sin embargo, meció con delicadeza los cabellos de Morgaine y ella, enseguida, se retiró del rostro dos mechones rebeldes que se le habían posado en la frente. Seguía mirándome casi con desesperación, como si desease que yo la tomase en brazos y la alejase de allí; pero ni siquiera me atrevía a alargar la mano para tañerla y asegurarme así de que su presencia era tangible. Me parecía que su piel era vaporosa, que su cuerpo estaba hecho sólo de aire y que su imagen no era más que un regalo del viento, una mezcla de los matices más hermosos de la vida.
Era mucho más bajita que yo, lo cual me hizo pensar que, tal vez, no era humana, sino un ser mágico que nadie había nombrado aún. Parecía un hada, pero no tenía ni orejitas puntiagudas ni alitas vaporosas que pendiesen de su espalda. Tampoco era una vampiresa, aunque su piel refulgiese tanto como la nuestra, y sus ojos eran demasiado bellos para que pudiesen pertenecer a una humana.
     Arthur, acércate a ella, por favor —le pedí con una voz susurrante. Entonces me di cuenta de que mis palabras inquietaban a Morgaine. Cerró los ojos con fuerza e intentó apartarse de nosotros, pero estaba acorralada entre un árbol y yo—. Arthur, por favor...
     Sinéad... —musitó Arthur con pena y miedo.
Mas Arthur se acercó a Morgaine. Me aparté de su lado para que pudiese situarse enfrente de esa mujer tan curiosa que no se atrevía a mirarlo. Me percaté entonces de que estaba temblando brutalmente. Verla tan frágil y asustada me hizo sentir unas inmensas ganas de protegerla, pero me contuve.
     ¿Eres tú, Morgaine? —le preguntó Arthur incrédulo. Me sobrecogí cuando oí que su voz no expresaba ningún sentimiento. Estaba tan asustado como ella—. No puede ser. No entiendo nada. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo es posible que estés viva? Dime algo, por favor —le suplicó acercándose más a ella. Morgaine era tan menuda que solamente le llegaba a Arthur al pecho—. Dime algo, por favor. ¿Puedes hablar?
Entonces Morgaine alzó los ojos y lo miró con tanta extrañeza y amor al mismo tiempo que me sobrecogí. Advertí que el temblor de su cuerpo se acrecía y que los ojos se le llenaban de lágrimas; unas lágrimas que brillaron en su mirada como lo hace la lluvia en la noche. Entonces Arthur posó con mucha delicadeza las manos en sus hombros e intentó atraerla hacia sí. Supe que su cuerpo era tangible, pues Arthur pudo presionarle levemente los hombros.
     Arthur.
Cuando oí su voz, me empequeñecí. No pude evitar desplazarme hacia la vera de Eros para que él me protegiese con su presencia y su amor. Me tomó de la mano en cuanto nos tuvimos uno al lado del otro y así me hizo creer que aquel momento tan mágico no se terminaría jamás.
Su voz era tan dulce que me pregunté si le habría robado a la vida toda su ternura. Dijo el nombre de Arthur con un acento muy extraño, como si hubiese hablado el mismo pasado. Al oír su nombre en los labios de aquella mujer tan hermosa, Arthur no pudo evitar abrazarla y presionarla contra sí con una desesperación que le había llenado los ojos de lágrimas. Supe que estaba pensando: «Sí, es ella, es su voz». Me dolió inmensamente percatarme de que estaba tan conectada a Arthur que podía adivinar todos sus pensamientos y figurarme plenamente lo que estaba sintiendo.
     Creo que no nos entiende, Sinéad —me dijo Eros en el oído.
     ¿Por qué lo dices?
     Porque no ha respondido a ninguna palabra, ni siquiera con los ojos.
     ¿Qué es? —le pregunté inquieta, incapaz de retener mis palabras.
     No lo sé... Es un hada...
     No...
Arthur seguía abrazando delicadamente a Morgaine y ella se había perdido en ese abrazo tan extenso que abarcaba tantos años de sufrimiento, tantos pensamientos dolorosos, tantos sentimientos prohibidos y escondidos. De repente, Arthur se separó de ella para mirarla una vez más. Se hundió sin regreso en la imagen resplandeciente de esa mujer tan mágica cuya especie no éramos capaces de adivinar.
     ¿Qué eres, Morgaine? ¿En verdad eres tú? No puedo creerlo...
Entonces Morgaine agachó los ojos, avergonzada, y de pronto negó con la cabeza. Lo hizo tan sutilmente que creí que Arthur no habría advertido su gesto; pero no fue así. Cuando Arthur la vio hacer aquel ademán, se quedó paralizado. En sus ojos pude leer decepción y un pánico tan enorme que no podía caber dentro de él.
     ¿No eres tú?
     Arthur... Arthur... —titubeó.
     ¿Eres Morgaine?
Entonces Morgaine alzó de nuevo los ojos y volvió a mirarlo hondamente a la vez que asentía levemente con la cabeza. Los ojos de Arthur se llenaron de alivio cuando vio aquel gesto.
     No me entiendes, ¿verdad?
     Creo que no te entiende, Arthur —lo avisó Eros con delicadeza.
     No, no me entiende...
     Tendrás que hablarle en gaélico, posiblemente —le propuse con simpatía.
     Pero... vosotros no entenderéis nada.
     Yo sí, aunque Eros creo que no sabe gaélico.
     No, no sé —se rió incómodo.
     Puedo enseñarte fundiendo nuestros pensamientos. Al oírlos hablar en gaélico, yo traduciré lo que dicen y tú podrás captarlo mediante mi mente... aunque lo más conveniente es que los dejemos solos, ¿no crees? —le pregunté tiernamente a Eros.
     No, no, no me dejéis solo. Estoy asustado —nos confesó con timidez—. No sé qué decirle. Ayudadme, por favor.
     Lo primero que tienes que preguntarle es cómo es posible que esté aquí, qué tipo de ser es —lo animé.
Entonces, tras las preguntas de Arthur, Morgaine sonrió nítidamente, confirmándonos que, efectivamente, no nos entendía si le hablábamos en romance castellano. Los ojos se le llenaron de alivio al volver a oír en los labios de Arthur el idioma que siempre los había comunicado. Le respondió usando también aquella lengua tan antigua y misteriosa:
     Sí, Arthur, soy yo. No puedo creerme que pueda hablar contigo, que podamos tenernos uno enfrente del otro de nuevo. Esto es un sueño, un hermoso sueño del que no quiero despertar.
     Yo tampoco quiero que este instante se desvanezca. Morgaine, no puedo creerme que estés viva... Estás viva, Morgaine —le contestó acariciándole los cabellos y mirándola hondamente a los ojos—. Esto es un sueño, sí. Este momento es inmensamente mágico.
     Arthur, siempre quise acercarme a ti, pero no me atrevía. Llevo viviendo aquí desde siempre. Es una historia muy larga que... que no me siento capaz de contarte.
     Ahora tenemos todo el tiempo de la Historia para explicarnos todo lo que deseemos, Morgaine. Quiero que me cuentes todo lo que ocurrió desde que nos separamos. No entiendo por qué nunca te atreviste a hablar conmigo. Yo siempre te añoré con toda mi alma, Morgaine, con toda la fuerza de la vida.
     En realidad siempre me hallé a tu lado, pero nunca me atreví a acercarme a ti porque no deseaba influir en tu vida.
     ¿Por qué, Morgaine? Yo anhelaba con todo mi corazón recuperarte... Yo tampoco era capaz de vivir sin ti.
     Arthur, no me atrevía a acercarme a ti porque siempre pensé que todo lo malo que te sucedió fue por culpa mía.
     Pero sabes que no fue culpa tuya...
     Arthur... amor mío —susurró con tanta desesperación y amor que no pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas—. Nunca pude aceptar que no nos permitiesen amarnos. Desde que me marché de tu lado, viví resentida con la vida. Odiaba vivir... Nunca pude ser feliz.
     Yo tampoco podía serlo teniéndote tan lejos.
     Mi resentimiento me impidió detener el transcurso de los hechos, me impidió luchar para que nada te hiciese daño, para que no sucediese todo lo que te acaeció. Estaba resentida porque no podía soportar que estuvieses con otra mujer, aunque estaba segura de que no amabas a Winlongee; pero siempre tuve la esperanza de que algún día lucharías por lo nuestro, y eso nunca ocurrió, y en verdad sabía que era totalmente comprensible que no lo hicieses, que no impidieses que me fuese. Perdóname, Arthur, perdóname, por favor. Te arruiné la vida.
     Entiendo perfectamente todo lo que me dices, comprendo cómo te sentías, por eso no tengo nada que perdonarte. Además, tú no me la arruinaste, Morgaine. Fue Maurdred. Con sus mentiras y su traición, me destrozó la vida. Yo jamás creí lo que dijo sobre nosotros... Jamás creí que fuese hijo tuyo...
     Sí, sí lo era, Arthur.
     ¿Con quién tuviste a ese monstruo, Morgaine? No se parecía nada a ti... —le preguntó sorprendido.
     ¿Qué quieres decir, Arthur? ¿Acaso no recuerdas lo que ocurrió?
     ¿Con quién lo tuviste, Morgaine? —volvió a preguntarle, esta vez con más delicadeza. Arthur estaba tan nervioso que no podía controlar sus palabras.
     Arthur... Maurdred también era hijo tuyo —le contestó asombrada.
     ¿Cómo? —exclamé sin poder evitarlo.
     ¿Acaso no le has dicho la verdad, Arthur? Anoche creí que... creí que les habías explicado que tú y yo... en los fuegos de Beltaine...
     No, no, no les dije nada. Era incapaz de confesarles que...
     Tú y yo yacimos juntos en la festividad de Beltaine justo antes de que te casases con Winlongee. ¿Por qué no se lo has contado? Es un detalle de tu vida bastante importante...
     Era algo que prefería mantener en secreto.
     Arthur, pero si tú me dijiste que yo era la primera mujer con la que estabas... con la que compartías esos momentos tan... íntimos —le recordé incapaz de disimular mi decepción y mi estupefacción.
     Sinéad, era cierto. Yo no había estado con una mujer antes como lo estuve contigo. En los fuegos de Beltaine, cuando Morgaine y yo estuvimos juntos, yo no era yo, sino... Verás, en esas fiestas... No, creo que nunca lo comprenderías —titubeó nervioso.
     En los fuegos de Beltaine se celebraba el renacimiento de la naturaleza, la llegada de la primavera y la posibilidad de que la tierra siguiese dando sus frutos; pero también se le rogaba a la Diosa madre de todas las cosas que nos proveyese con todo lo que necesitábamos para sobrevivir. En las noches que duraban las celebraciones de Beltaine, se rogaba por la fertilidad de los campos y de los bosques y por la de las propias mujeres. Era habitual que muchas engendrasen hijos entre los fuegos. Y yo fui una de ellas. Arthur... bien, creo que no es necesario confesar nada más. Ambos nos deseamos y encontramos en las fiestas de Beltaine una excusa para poder estar juntos. Aquellas noches se bebía mucho, incluso muchas tomábamos hierbas para no sentir dolor ni cansancio y sobre todo para que la parte divina de la naturaleza se apoderase de nuestro cuerpo. Arthur y yo yacimos bajo los efectos de esas hierbas maravillosas que tanto nos acercaban a la Diosa. Era... era todo tan intenso... Estoy convencida de que esto os resultará completamente primitivo e incomprensible, pero os aseguro que era posible sentir la fuerza de la Diosa a través de la tierra... y ella nos controlaba, nos guiaba a través de la noche y de la magia...
     Morgaine, no es necesario que te excuses, de veras. No tienes por qué justificarte, ni tú ni Arthur —la consolé tiernamente. Me sobrecogía verla tan nerviosa.
     Os resultará inconcebible que Arthur y yo estuviésemos juntos... Para nosotros también lo fue. Me marché al poco tiempo de que se casase porque no quería que nadie descubriese que estaba embarazada de él. Y alumbré a Maurdred. Desde pequeño fue rebelde, inconforme y agresivo. Parecía como si hubiese reunido los peores defectos de la Historia. Yo sabía que, cuando creciese, iba a convertirse en un hombre problemático y malvado, por eso intenté que lo educasen para que fuese druida. Para aquel entonces, apenas quedaban druidas... pero él nunca tuvo dones hermosos. Nunca supo tocar bien ni cantar. Odiaba todo lo que pudiese desprender ternura y belleza... Adoraba la guerra. Soñaba con ser un caballero valeroso que algún día pudiese reinar Britania... Yo nunca le hablé de Arthur, nunca, aunque me rogase desesperadamente que le contase acerca de su padre. Aquel fue el motivo por el que empezó a odiarme. Ocultarle quién era su padre era una ofensa para él, así que lentamente fue desarrollando un desprecio absoluto por mí, ya que me acusaba de haber sido una cualquiera. Desaprobaba las costumbres antiguas. Deseaba ser cristiano, y yo no se lo impedí, REALMENTE. Lo ansiaba porque sabía que era la religión que podía darle poder y acercarlo a quienes reinaban y tenían la potestad de casi todas las almas de Britania. Cuando cumplió los doce años, se alejó de mí. Apenas había madurado, pero yo no pude retenerlo. Era tan violento que lo temía... Entonces llegó hasta la corte de Arthur y supongo que allí se enteró de lo que había ocurrido entre él y yo, pues esa historia se cantaba en muchos lais. Evidentemente, siempre estuvo llena de detalles escabrosos que no eran ciertos, pero nada de eso importó. Maurdred se nutrió de todo lo que se contaba sobre nosotros y alimentó así su odio hacia mí y hacia Arthur. Creo que no es necesario que narre lo que sucedió a partir de entonces...
     No, no es necesario —le aseguré estremecida. Arthur era incapaz de hablar. Se mantenía con los ojos fijos en sus manos. Siempre adoptaba aquella postura cuando la realidad le parecía demasiado grande e hiriente.
     Perdóname, Arthur. No supe educarlo bien.
     No es cierto. Era un demonio.
     Sí, lo era. No entiendo por qué fue un hombre tan malvado si fue engendrado con todo el amor del Universo...
     No sabía que habías sido tan infeliz, Morgaine —le confesó Arthur con culpabilidad.
     Sí, fui muy infeliz. Llegó un momento en el que ni la música ni mi magia lograban calmarme. No poder estar contigo siempre me dolió tanto que... que no podía controlar mis sentimientos. Fui infeliz siempre, Arthur... y... Perdóname, por favor —volvió a suplicarle, esta vez llorando tiernamente—. Estoy segura de que podría haber evitado que Maurdred destruyese tu reinado y te hiriese...
     Yo sé que nunca has actuado con maldad, Morgaine, mi querida y dulce Morgaine —le aseguró volviendo a abrazarla—. Ven, vayamos a la cueva y hablemos serenamente.
     ¿Quieres que vayamos? —le pregunté a Arthur con miedo. Me apetecía muchísimo escuchar todo lo que Morgaine pudiese confesarnos.
     Sí, por favor.
     A lo mejor ella no quiere... —intervino Eros con respeto.
     Morgaine, ellos son Sinéad y Eros. Son mis amigos —le reveló con delicadeza.
     Sé quién es Sinéad, lo sé todo, Arthur. Y no me importa que estén...
     Gracias —susurró Arthur con amor.
Cuando ya nos hallamos sentados en aquella misteriosa cueva, Morgaine retomó su relato. Su voz sonaba anegada en emoción, pero también en miedo. Adiviné que llevaba años sin hablar con nadie y que deseaba, con toda su alma, poder revelar todos sus sentimientos y sus recuerdos.
     Arthur, antes de todo, quisiera que supieses que no deseo turbar tu vida. Que yo esté viva no significa que tengas que cambiarlo todo por mí. Además, no creo que podamos estar juntos. Somos muy distintos.
     No te preocupes por eso ahora, Morgaine.
     Sigues siendo mi hermano, aunque ahora seas...
     No quiero que te inquietes por eso... —le repitió acariciándole los cabellos.
     Yo no soy eterna como tú... Yo moriré algún día porque soy mortal —le confesó nerviosa—. Verás, yo no soy humana, pero tampoco... tampoco tengo esta forma siempre. Ahora está amaneciendo... por lo que dentro de poco seré solamente aire. No podrás tocarme, no podrás abrazarme, no podrás tenerme cerca. Seré como un suspiro... Y por la noche recupero la tangibilidad de mi cuerpo, por eso Sinéad me ha visto en forma de luz.
     ¿Por qué te sucede eso?
     Es un hechizo que durará hasta el día de mi muerte.
     ¿Quién te lo lanzó? —le pregunté inquieta.
     Será mejor que no pronuncie su nombre. También estoy atada irrevocablemente a Muirgéin. Si ella desaparece, yo feneceré.
     ¿Y no podemos romper ese hechizo de ninguna forma? —quise saber con impotencia.
     Si rompemos el hechizo, me convertiré en polvo y desapareceré.
     Entonces... ¿qué eres? —le preguntó Arthur.
     No lo sé. No puedo comer ni beber nada, porque no lo necesito. Puedo vivir sin comida, sin aire incluso; pero puedo morir si Muirgéin desaparece. He cuidado de esta isla desde que vine a vivir aquí. Tengo poderes maravillosos que me permitieron devolverle a esta naturaleza su forma original. He respetado estos bosques porque en verdad son mi alma y mi cuerpo.
     Creo que no me supondrá ningún inconveniente que por el día te vuelvas intangible —se rió Arthur con cariño.
     No, es cierto. Soy un ser oscuro, pero al mismo tiempo adoro la luz. Yo puedo ser mi propia luz...
     ¿Entonces nunca moriste? —le cuestionó Arthur sorprendido.
     No, nunca morí... pues me hechizaron antes de que pudiese envejecer.
     ¿Y por qué? —le pregunté yo.
     Por traición. En realidad no me apetece ahora hablar de esto. Sólo quiero que sepáis que estoy arrepentida de haberle hecho tanto daño a Arthur en el pasado. Es justo que me recuerden como la bruja Morgaine; la que destruyó el reinado del legendario rey Arthur.
     ¿Cómo conoces todo eso si no puedes salir de aquí? —le preguntó Eros con respeto. Me satisfizo darme cuenta de que ya dominaba el gaélico gracias a poder comunicarnos mediante los pensamientos.
     Conozco todo lo que se cree de mí porque he podido adentrarme en la mente de Arthur cada vez que he querido. De ese modo he descubierto que nunca me olvidó, pero yo no podía aceptar aquella verdad. Era demasiado grande para mí. Yo no me merecía su amor, nunca me lo merecí, pues le destrocé la vida.
     No digas más eso, Morgaine. No me destrozaste la vida. Sólo provocaste que tuviese otra vida.
     Otra vida dolorosa llena de recuerdos melancólicos —prosiguió ella con pena.
     Ya basta. No sigas culpándote así.
     Creí que moriste, Arthur. Antes de ser hechizada, me dijeron que habías muerto en la batalla a manos de Maurdred y que tú también lo habías matado. Cuando, al cabo del tiempo, te vi aquí, sentí que me desintegraba. Ansié correr hacia ti para pedirte perdón y para decirte que no estaba muerta... pero el rencor que siempre me he dedicado a mí misma me impidió actuar y me ha mantenido alejada de ti durante todo este tiempo. Al oír lo que les contabas a Eros y Sinéad, pensé que tal vez era el momento de aparecer ante ti; pero no quería destrozarte la vida de nuevo —lloraba con vergüenza—. Te veía tan feliz con Sinéad...
     Ahora nuestro amor ya no importa, Morgaine —le aseguré intentando que mi voz no sonase herida.
     No es cierto. Sí importa. Importa porque fue capaz de nacer cuando Arthur creía que nunca más volvería a amar. Lo mismo te ha ocurrido a ti con Eros, ¿no es cierto?
     Sí, es cierto.
     El amor que importa es el que surge en el lugar de otro que parecía eterno.
     No es verdad —la contradijo Eros—. Yo siempre creí que el amor que importa es el que permanece intacto al paso del tiempo.
     Si eso fuese así, Sinéad no te amaría realmente —le contestó Arthur.
     El amor que importa es el que nuestro corazón decide que importe —concluí con cariño—. Lo que importa ahora es que tenéis una nueva oportunidad para estar juntos. Es justo que retoméis vuestra historia... que prestéis atención a vuestros sentimientos. Morgaine, has vivido más de mil años sola en esta isla, alejada del amor... No sigas haciéndote más daño —le pedí con respeto.
     Pero tú amas a Arthur. Lo amas tanto como yo, posiblemente. Esa realidad para mí tiene mucho peso.
     Yo amo a Eros. Tú solamente amas a Arthur.
     Eres... eres un ser completamente puro, Sinéad. Nunca te tuve miedo, sólo respeto. Eres mágica. Posiblemente seas mucho más mágica que yo —se rió incómoda.
     Algún día tendrás que enseñarnos todo lo que puedes hacer.
     Alguna noche, mejor dicho. Los tres somos seres nocturnos —seguía riéndose con ternura.
     Es cierto —me reí también.
Nuestra conversación devino inmensamente apasionante a partir de ese instante en el que la risa se adueñó con ternura de nuestros sentimientos. La tensión y los insoportables nervios que habíamos experimentado se diluyeron en la dulzura que se desprendía de los gestos y de las palabras de Morgaine. Arthur cada vez estaba más sereno, incluso se atrevió a acercarse más a ella para acariciarle con delicadeza e incredulidad las mejillas, las manos, los cabellos. Era como si le costase aceptar que ella estuviese allí, junto a él. Continuamente yo intentaba que aquella situación no se tornase hiriente para mí, pero llegó un momento en el que no pude soportar la fuerza de la nostalgia que latía por dentro de mí. Aquellos momentos eran la prueba de que nuestro amor había quedado definitivamente atrás. Posiblemente pasarían los años y el decurso del tiempo iría hundiéndolo cada vez más profundamente en el olvido. Traté de consolarme pensando en todos los instantes hermosos que habíamos compartido; pero enseguida renacía la tristeza que me anegaba el alma y me recordaba que, probablemente, Arthur nunca hubiese amado simplemente a la mujer que podía hallar en mí, sino a los rescoldos del recuerdo de Morgaine que yo albergaba sin saberlo en mi corazón, en mi forma de ser, de mirar, de hablar. Ser consciente de que yo siempre había sido tan parecida a Morgaine me sumía en una lástima y en una impotencia que no me creía capaz de sentir. Aquella tristeza me oprimía el pecho y me empequeñecía tanto que me percibía insignificante.
No obstante, traté de ignorar todos mis sentimientos para poder aparecer sonriente ante ellos. Morgaine me inspiraba mucho respeto, mucha ternura y mucha curiosidad. Se merecía que la quisiésemos. Me preguntaba cómo era posible que hubiese vivido en Muirgéin durante tanto tiempo sin enloquecerse, completamente sola, recordando sin cesar, sintiéndose inmensamente culpable por todo lo que había ocurrido. Admiraba su fortaleza. Yo habría perdido la cordura si me hubiese hallado en su situación.
No obstante, la presencia de Morgaine, tal como ella nos había asegurado, no era eterna. Cuando creímos que el día se convertiría en noche mientras conversábamos tan animada y tiernamente, me percaté de que su imagen había comenzado a apagarse, como si su cuerpo estuviese perdiendo la luz que irradiaba. Cuando Arthur también advirtió lo que estaba sucediendo, se quedó mirándola con los ojos anegados en extrañeza, sorpresa y dulzura. Morgaine, con una naturalidad inquebrantable y asombrosa, se alzó de donde estaba sentada y se despidió con mucho cariño de todos nosotros sonriéndonos amable e inocentemente:
     Será mejor que me marche antes de que desaparezca ante vosotros y sólo sea un fragmento de luz que apenas percibiréis. Necesito ocultarme en algún lugar para que el viento no me arrastre violentamente. No puede darme ni la luz, ni el viento y tampoco puede humedecerme la lluvia. Soy ahora tan frágil como un suspiro. Sí, es lo que soy ahora: un suspiro. Gracias por haber compartido conmigo estos momentos tan maravillosos... Os esperaré en el bosque al anochecer. Gracias, una vez más, por... por haber empezado a quererme...
Las últimas palabras que nos dirigió sonaron trémulas, llenas de emoción, de gratitud, de cariño y de devoción. Cuando las pronunció, entonces su presencia se volvió completamente etérea. Como si una suave brisa la hubiese absorbido, Morgaine desapareció. Permanecimos mirando fijamente el lugar que había ocupado antes de desvanecerse como si esperásemos que su tierna y luciente imagen volviese a aparecer... mas ella no regresó.
     Creo que lo mejor será que nosotros también nos vayamos a dormir —propuso Eros intentando parecer sereno.
     Sí, id ya a dormir antes de que sea más tarde. Creo que ya ha amanecido demasiado. El día estará brillando con fuerza ahí afuera. Me temo que tendréis que dormir aquí —nos comunicó Arthur con sublimidad.
     Sí... tendremos que dormir aquí —corroboré mirando levemente hacia el exterior. Al lugar donde nos hallábamos apenas llegaba la luz, pues las altas y ancestrales piedras que rodeaban aquel mágico lago nos protegían del fulgor del día; pero podía percibir, como si el mismo aire los transportase, los sutiles rayos con los que el alba incendiaba el bosque.
     No me apetece dormir sobre estas piedras tan duras —se quejó Eros con vergüenza y culpabilidad—. ¿De veras no te atreves a intentar regresar a nuestro hogar, Shiny?
     Sí, sí me atrevo. No está tan lejos.
     Será mejor que os vayáis, sí —nos animó Arthur intentando parecer sereno.
     ¿Cómo es que has cambiado de opinión tan repentinamente? —le pregunté extrañada.
     Porque en realidad me apetece estar solo. Tengo que aceptar todo lo que ha ocurrido y tengo que ordenar mis pensamientos. Además, no creo que a ti te apetezca verme ahora, Sinéad. Creo que también estás deseando alejarte de mí.
     Estoy deseando alejarme de ti y de Muirgéin —le confesé incapaz de retener por más tiempo las ganas de llorar que llevaba sintiendo durante toda la noche—. No me atrevía a confesártelo, pero quiero distanciarme de este lugar, de ti, de Morgaine; pero no porque no pueda aceptar vuestros sentimientos ni lo que ha acaecido entre vosotros, sino porque tengo la fortísima sensación de que mi presencia lo entorpecerá todo. Sobro por completo. Sobro aquí, en tu vida, en tu pasado, en todas partes —me derrumbé inevitablemente.
     No digas eso, Shiny —me pidió Eros estremecido mientras me abrazaba con mucho amor; lo cual me hizo llorar más desesperadamente.
     Yo también necesito estar sola, la verdad... Necesito aceptar todo lo que ha ocurrido y sobre todo necesito aceptar el giro que ha dado mi vida, sobre todo mi pasado. Ahora ya nada es igual... Lamento ser tan débil.
     No, Sinéad, no quiero dejarte sola —me negó Eros con muchísima ternura—. Ven, vayamos a casa y...
     Lamento que todo haya acabado así, Sinéad; pero comprendo tu dolor, de veras, y entiendo que quieras marcharte; aunque estoy seguro de que a Morgaine le gustaría que permanecieses en Muirgéin durante más tiempo.
     Tal vez lo haga, Arthur. Ahora está destrozada, pero dentro de poco se sentirá mejor. Ya la conoces... Shiny es muy susceptible, pero se repone de todo porque es fuerte, aunque ella se empeñe en afirmar que es frágil. Sinéad es muy fuerte y valiente... Sí, sí lo eres, cariño —me aseguró cuando me vio negar con la cabeza—. Ven. Te llevaré a nuestro hogar...
Deseé pedirle que me llevase a algún lugar donde no existiese esa pena tan honda que tan violentamente me presionaba el pecho; pero los sollozos y la vergüenza me impidieron hacerlo. Permití, así pues, que Eros me tomase de la mano y me apartase de Arthur. Me pregunté en qué momento de la Historia podría volver a mirarlo serenamente.
El amanecer había incendiado tímidamente todos los rincones de aquella naturaleza tan densa. La lluvia había vuelto resplandecientes las hojas de los árboles y de la tierra emanaba un aroma exquisito y revitalizante que intentó calmarme; pero en esos instantes no existía nada que pudiese hacerme sentir bien. Todos mis recuerdos se habían derrumbado sobre mí. No podía dejar de rememorar todo lo que había vivido con Arthur, y todas nuestras vivencias se presentaban ante mis ojos con unos matices que me encandilaban mucho más que la luz del día.
Cuando llegamos a nuestro hogar, me acomodé entre los brazos de Eros. Hacía unos pocos instantes que había dejado de llorar, pero no me apetecía decir nada. Sabía que el silencio era la única conversación que Eros y yo podíamos mantener en esos momentos. Sin embargo, ansiaba con todas mis fuerzas protestar desesperadamente por todas las mentiras con las que Arthur me había engañado. No podía olvidar que me había asegurado, en muchísimas ocasiones, que yo era la primera mujer de la que se enamoraba realmente y que nunca había estado con nadie antes de yacer conmigo. Recordaba, nítida y dolorosamente, aquella noche tan maravillosa que ambos habíamos compartido. Todos los momentos que habían compuesto aquella noche tan hermosa se habían teñido de dolor.
     Comprendo cómo te sientes. Me contaste una vez que Arthur te aseguró que nunca se había enamorado antes, que tú eras la primera mujer que amaba realmente... Entiendo que estés completamente herida.
     Sí —le respondí con un susurro casi inaudible.
     No te apetece hablar, y también lo entiendo. Duerme, mi Shiny. Ya verás cómo mañana te sentirás mucho mejor. Duerme, vida mía... —me invitó suavemente mientras me apretaba contra su pecho con mucho primor y me acariciaba con una dulzura que, lentamente, fue arrancándome de la realidad—. Duerme, mi amada Sinéad, mi verdadero único amor.
Las palabras y las tiernas caricias de Eros fueron apagando la honda tristeza que latía con fuerza por dentro de mí. Al fin, conseguí dormirme entre sus brazos, al fin conseguí alejarme de esa realidad que tan irrevocablemente me rasgaba el alma. Antes de perder la consciencia, rogué que el mundo de los sueños se hallase invadido por la calma más inquebrantable, cálida y resplandeciente. No soportaría tener pesadillas insufribles. También le supliqué a nuestro destino que nos devolviese esa paz que nos permitía sonreír sin tener la sensación de que nuestra felicidad era tan efímera como un suspiro.