ORÍGENES DE LLUVIA
02.
EL AMOR VUELTO TIBIEZA
En Muirgéin, los días parecían
nacidos del aroma de la tierra húmeda. La luz que iluminaba aquella mágica isla
acariciaba tímidamente la arena que orillaba el mar, se posaba con delicadeza
en las grandes hojas de los árboles y se escondía entre la hierba y las
abundantes plantas que alfombraban aquel mullido suelo. Las olas del mar
devoraban los destellos del amanecer para proteger el fulgor del día bajo sus
aguas y, cuando la tarde empezaba a declinar, del mar surgía una neblina dorada
que volvía rosado el esplendor del crepúsculo. Era imposible ver las estrellas
en aquel lugar, pues su titilante mirada se ocultaba tras aquella espesísima
capa de nubes azuladas; pero yo podía sentir en mi piel el suave destello de
los lejanos astros.
Me parecía que la realidad se
había desvanecido, creía que en verdad nos hallábamos en aquella mágica isla
porque la Tierra se había deshecho y solamente había quedado aquel inmaculado
rincón del mundo. No me costaba soñar con la posibilidad de vivir eternamente
entre aquellos poderosos y frondosos árboles, junto a dos de los seres más
importantes y especiales de mi vida. Miraba al cielo, notando que las estrellas
centelleaban tras aquellas profundas nubes que parecían albergar toda el agua
de la Historia, y entonces podía sentir en todo mi cuerpo el hechizo que
cuidaba de aquella naturaleza tan virgen y vigorosa.
Sin embargo, apenas llovía en
aquella isla. La lluvia sólo se percibía desorientada en la distancia. Podíamos
detectar, muy vagamente, la brillante presencia de unas gotas doradas que se
hundían en lo más profundo del mar. De vez en cuando, un relámpago prendía todo
el cielo, volviendo insondablemente oscuras las nubes que lo cubrían, y después
el sonido del trueno se esparcía por todos los rincones de aquella naturaleza que
tan tiernamente nos protegía y nos acogía. En aquel lugar, la voz del trueno
parecía poder destruir todo lo que respirase. Hacía temblar los árboles, se
colaba entre las piedras y agitaba la resplandeciente espuma de las olas del
mar.
Habíamos perdido la noción del
tiempo y del espacio. Me costaba saber cuántos días había vivido ya en
Muirgéin, junto a Arthur y Eros, compartiendo momentos inolvidables llenos de
complicidad, ternura y timidez. De la mirada de Eros se desprendía tanta
conformidad y felicidad que me olvidaba de que conocía lo que Arthur y yo sentíamos.
Sin embargo, aunque Eros nos
hubiese asegurado que aceptaba nuestros sentimientos y nuestro amor, todavía no
nos habíamos atrevido a volver infinitamente íntimos los momentos que compartíamos.
Eros se había marchado de la isla en algunas ocasiones para ir a alimentarse y
para conocer la belleza de las demás islas que se hallaban cerca de Muirgéin, y
Arthur y yo no habíamos sido capaces de entregarnos más que besos apasionados y
abrazos llenos de desesperación y dulzura. Ambos experimentábamos una sensación
muy extraña cuando veíamos volver a Eros y notábamos que nos sonreía con
harmonía y serenidad. Cuando Arthur se dormía junto a nosotros, no podía evitar
confesarle a Eros que todavía no había ocurrido nada entre Arthur y yo y que no
me atrevía a provocar esos instantes que serían tan delirantes. Eros se reía
con cariño y me aseguraba que no tenía ningún motivo para inquietarme y me
incitaba a vivir intensamente nuestro amor.
Y así transcurrieron unos
cuantos días llenos de paz, de sencillez y dulzura. Un atardecer azulado, en el
que parecía que el cielo sentía unas incontrolables ganas de llorar, Eros se
alejó de nosotros alegando que le apetecía pasear por las calles de Dublín.
Antes de marcharse volando bajo el crepuscular firmamento, nos guiñó un ojo, lo
cual me estremeció de sobresalto y nervios. Tal vez intuyese que... que aquella
vez sí ocurriría.
Arthur estaba tras de mí,
sonriéndome con timidez y ternura. Notaba que estaba nervioso. Me volteé y lo
miré con todo mi amor. Vi que se presionaba los dedos y que sus ojos estaban
impregnados de expectación y amor. Cuando percibió que lo observaba tan
profundamente, deshizo el lazo que unía sus manos y se acercó a mí para
abrazarme con una ternura que me sobrecogió y me empequeñeció. Hacía mucho
tiempo que Arthur no me abrazaba así, con tanto primor y dulzura... Tal vez
hiciese siglos que... que no me hallaba tan deshecha entre sus brazos. Ni
siquiera en Lainaya había podido captar tanta delicadeza e intimidad... pues
aquél que yo amé en Lainaya no era Arthur, sino una mutación de su ser, tan
tibia como el amanecer, pero tan distinta como lo es la nieve de la lluvia.
—
Necesito... necesito tenerte cerca, Sinéad —me susurró Arthur en el
oído mientras deslizaba sus trémulos dedos por mis cabellos. Ya habíamos estado
tan arrimados en muchas ocasiones, pero aquélla era especial. Se respiraba
entre nosotros una tensión que lentamente iría adueñándose de nuestros
pensamientos y nuestro cuerpo—. Necesito que hablemos y...
Yo no dije nada.
Permití que Arthur me tomase de la mano
y me guiase a través de la noche hacia el corazón de aquella isla, donde
los árboles se unían hasta formar una muralla natural que podía protegernos de
la mirada de las olas del mar. El suelo estaba cubierto por una hierba mullida
cuyos tallos se mezclaban con los pétalos resplandecientes de unas flores
delicadas y aromáticas. Arthur y yo nos sentamos entre aquellos árboles
milenarios. Sus grandes hojas nos amparaban dulcemente, construían para
nosotros un techo donde reverberaba el relente de la noche.
—
No sé cómo decirte esto, Sinéad —me confesó agachando los ojos—.
Necesito... necesito que estemos juntos ya, amor mío. Llevamos más de quince
días en esta isla y... y todos los atardeceres me despierto creyendo que tú y
yo, esa noche... pero siempre llega el amanecer y ensombrece todas mis
esperanzas.
—
Arthur —susurré estremecida de ternura—. No digas nada más, por favor,
Arthur. Las palabras sobran en este momento —le dije posando mi mano diestra en
su barbilla.
Arthur me sonrió con tanto amor que
creí que me derretiría, que mi materia se convertiría en aire. Los ojos le
resplandecían de ternura, de amor, de deseo y de nervios, sobre todo de
nervios. Estaba tan nervioso que apenas podía controlar el temblor de sus
manos. De pronto, al fundirse su mirada y la mía en una única mirada, noté que
el aire que nos separaba se volvía pesado, que la noche se acallaba, que la voz
del mar se silenciaba y que la danza de las olas se detenía en un instante que
duraría para siempre. Entonces cerré los ojos y me acerqué muy suavemente a los
labios de Arthur. Comenzamos a besarnos con un primor propio de la vergüenza,
con una calma que contrastaba con todos los sentimientos que nos anegaban el
alma. Yo también estaba muy nerviosa. Era la primera vez que intimaríamos tanto
tras su regreso...
No pudimos controlar las
sensaciones que de pronto se despertaron por dentro de nosotros. La suavidad
con la que nos besábamos empezó a intensificarse imparablemente hasta volverse
una desesperación indomable que se apoderó de todos nuestros movimientos y
pensamientos. Sin retener mis sentimientos y mis deseos, lo abracé muy
cariñosamente contra mí, perdiendo entonces el equilibrio y cayendo tímidamente
entre sus brazos, donde Arthur me acogió sin preguntarse nada, sin acordarse de
nada, sólo de que aquel instante era únicamente nuestro y que la naturaleza lo
protegería hasta de la mirada del mismo aire.
—
Te necesito —me confesó Arthur suspirando al sentirme de pronto tan
pegada a él, al fin tan suya—. No soporto más este deseo, amor mío. Quiero ser
uno contigo —susurró abrazándome cada vez con más fuerza.
Aquel suelo lleno de hierba y de
pétalos quebradizos devino de repente en el lecho más cómodo y aromático de
nuestra vida. Perdimos la noción del tiempo y del espacio entre nuestros besos,
mientras nos besábamos con una desesperación cada vez más tibia, mientras nos
desnudábamos con pausa y a la vez impaciencia, acariciándonos con una vergüenza
muy inocente hasta que las sensaciones que anegaban nuestro cuerpo se tornaron
completamente insoportables.
No controlé lo que sentía, no
detuve mis pensamientos, no reprimí mis deseos. Lo acaricié, lo besé y lo amé
con toda la fuerza de mi amor, poniendo en cada beso, en cada caricia, en cada
abrazo y en cada movimiento de mi cuerpo toda mi alma, impregnando todos mis
gestos, mis suspiros y mis palabras de una pasión inagotable, permitiendo que
todo el deseo que experimentaba por él se hiciese dueño de todo mi cuerpo, de
mi espíritu y de mi mente. No me importó nada, sólo saber que tenía a Arthur
entre mis brazos, que al fin era él, mi gran amor, el hombre que estaba
fundiéndose conmigo. Era él, el vampiro que siempre amé. Estaba entregándome al
primer hombre por el que perdí la cordura, por quien siempre habría sido capaz
de dar toda mi vida. Era él. Tenía entre mis brazos al hombre que había sido
siempre mi locura. Podía acariciar la misma piel que muchas veces tañí con todo
mi amor, podía notar en mí ese cuerpo gélido y perfecto que siempre se había
templado entre mis brazos. Era él, no una mutación de su ser, no una versión
caduca de su existencia. Era él, era mi Arthur, mi Arthur, mi Arthur.
No eran las potentes sensaciones
que experimentábamos lo que más nos enloquecía. Era saber que al fin volvíamos
a estar juntos, que, después de que la muerte hubiese intentado separarnos de nuevo,
podíamos volver a fundirnos en un solo ser, podíamos volver a ser uno a través
del tiempo, del espacio, de la vida, de todas las vidas de la Historia. Éramos
uno de nuevo. Su alma y la mía se habían mezclado hasta devenir un suspiro
eterno de vida que ascendía y ascendía a través del oscuro firmamento de la
noche hasta encontrar una morada entre las estrellas; esas estrellas
relucientes que de pronto iluminaron eternamente aquel amoroso y desesperado
momento lleno de pasión.
Dije su nombre hasta que noté
que mi voz ya no podía articular ni un solo sonido más, hasta que percibí que
la locura se apoderaba irrevocablemente de mi cuerpo, de mi mente y de mi alma,
hasta que me perdí junto a él por el cielo eternamente estrellado del amor. Vi
que el mundo se reducía hasta encerrarse en los atardecientes y otoñales ojos
de aquel hombre que me amaba como si la vida ya no continuase después de aquel
instante, hasta que su sonrisa devino mi única realidad. No fui yo entonces,
sino una prolongación de su ser, la sombra de su amorosa luz, la vida que podía
combatir la muerte que todavía podía quedar en las líneas de su destino. Y dije
su nombre hasta que su sonar se mezcló irreversiblemente con la voz de la
naturaleza, esa voz que cantaba en el viento, en el mecer de las olas del mar,
en el suspiro de todos los animales que harmoniosamente vivían en aquel lugar.
Su nombre se eternizó en el aire, se hundió en lo más profundo del océano para
convertir en vida todos los silencios que allí se resguardaban, ascendió hasta
el cielo para prender más estrellas y sobre todo se acurrucó en mi alma para
que, en ningún momento, dejase de ser consciente de que estaba entregándome a
Arthur, a mi Arthur; a un alma inmortal que había burlado la frialdad de la
muerte y que había regresado a la vida porque el mundo no podía existir sin su
mirada, sin él, sin su mágica presencia.
—
Arthur, Arthur, Arthur... amor mío —suspiraba
entre sus brazos sintiéndome presa de una sensación muy potente que mezclaba
una felicidad indomable, una desesperación inquebrantable y un amor que
trascendía cualquier sentimiento y cualquier vida—, Arthur, te amo, te amo,
amor mío...
Estaba a punto
de ponerme a llorar de felicidad y de nostalgia al mismo tiempo. Cuando Arthur
oyó mis palabras a la par tan desesperadas y amorosas, me miró hondamente a los
ojos, haciéndome creer que su cariñosa y melancólica mirada era lo único que
existía en el mundo, y me sonrió con tanta complicidad y felicidad que me
olvidé de todos esos momentos en los que había plañido de tristeza. Todo fue
felicidad y harmonía...
Hacía
muchísimo tiempo que no me entregaba tan irrevocablemente a alguien, a un
momento, a un alma. Le había dado a Arthur todo lo que yo era, todo lo que
había sido y todo lo que me quedaba por ser. Le había dado mucho más de lo que
tenía, mucho más de lo que jamás sería. Y él había acogido entre sus brazos
todo lo que me formaba para protegerlo en su alma, en su mágico y noble corazón.
Y Arthur se entregó a mí no importándole que en la vida misma ya no quedase
nada de él, dándome todo lo que lo creaba, deshaciéndose de su destino para que
yo lo poseyese hasta el fin de la Historia.
Fuimos tan uno
del otro que incluso llegué a preguntarme si había existido algún momento en el
que habíamos podido vivir separados, no siendo un único ser. Quise que nuestra
entrega durase toda la vida, pero de pronto, tras enloquecernos de amor,
felicidad y lujuria, supe que todo había acabado. Nuestra respiración se
mezclaba con el suspiro del viento, el que mecía levemente las grandes hojas
que nos protegían de la mirada del cielo. De repente nos miramos a los ojos y,
al notarnos tan inmensamente felices, empezamos a reírnos de conformidad, de alegría,
de satisfacción.
Nuestra risa
estaba impregnada de inocencia, de vida, de amor. Nos reíamos cariñosamente,
como dos niños que acaban de descubrir un juego apasionante, pero también con
timidez, pues ambos éramos demasiado conscientes de que la lujuria y la pasión
nos habían dominado demasiado enloquecedoramente, provocando que nos
deshiciésemos de nuestros pensamientos racionales para que únicamente nos
guiase nuestro amor.
—
Sinéad —me musitó sonriéndome con tanto cariño
que no pude evitar estremecerme—, Sinéad, jamás pensé que...
—
...que sería así, ¿verdad? —le pregunté
revolviendo sus rojizos y ensortijados cabellos.
—
Sí... Ha sido maravilloso. Ahora es cuando en
verdad he vuelto a la vida, Sinéad —me confesó con timidez y nostalgia—. Ahora
es cuando verdaderamente me siento vivo. Necesitaba tu cuerpo para poder
alejarme definitivamente de la muerte.
Las palabras
de Arthur me conmovieron tanto que no pude evitar que los ojos se me llenasen
de lágrimas. Los cerré rogando que éstas no rodasen por mis mejillas. No quería
que ningún sentimiento triste ni nostálgico quebrase la magia de ese instante,
pero Arthur se apercibió enseguida de que mi alma se había llenado de añoranza
y desesperación.
—
No puedo soportar saber que durante un tiempo insufrible
existí sin ti, Arthur —le confesé llorando tiernamente—. Lo siento... Estoy
llena de emociones que no puedo controlar, amor mío.
—
Sinéad, nunca más me iré si estás conmigo. Sé
que suena... a chantaje —se rió sintiéndose infinitamente incómodo—; pero es
que no puedo vivir sin ti, Sinéad. Eres el refugio de mi alma. Sin ti, mi alma
no tiene hogar, vagaría siempre perdida por un mundo lleno de crueldad y
oscuridad. Tú vuelves luz todos mis instantes, tú me das razones para respirar,
para observar mi alrededor, para formar parte de la vida. Si no estamos juntos,
entonces la vida ya no me parece vida, sino un lugar inhóspito donde jamás
podría hallar paz. No tengo aliento sin ti, Sinéad.
—
Arthur —sollocé apretándome contra él.
—
Pero no llores así, amor mío —me pidió
limpiándome tiernamente las lágrimas que resbalaban por mis redondas mejillas.
—
Tú también tienes ganas de llorar. Te lo noto en
la voz y en tu forma de respirar —le
advertí mirándolo con mucha dulzura a los ojos.
—
Sí, pero mis ganas de llorar son de felicidad.
Tenerte entre mis brazos es sentir la vida. Y haber podido amarte así... ha
sido lo más maravilloso que he vivido nunca. Ni siquiera en Lainaya era tan
intenso...
—
En Lainaya éramos distintos. Ahora somos quienes
fuimos siempre, los dos amantes enloquecidos que se quisieron con toda la
insania de la vida.
—
Sí, sí —se rió amorosamente—. He tenido entre
mis brazos el cuerpo que siempre acaricié y adoré, la mujer eterna y frágil que
siempre deseé... He podido acariciar la piel fría que siempre se templó bajo
mis dedos...
—
Arthur... yo he pensado lo mismo cuando te amaba
—me reí sorprendida.
—
Estamos infinitamente conectados, Sinéad,
recuérdalo. Por eso estoy aquí de nuevo, por eso he podido regresar de la
muerte, porque tú estás viva y, mientras lo estés, siempre habrá un vínculo que
me enlace a la vida.
—
¿Cómo es posible que digas cosas tan bonitas?
—le pregunté emocionada de nuevo—. ¿Cómo es posible que tu alma sea tan
romántica y... especial? Eres mágico, Arthur.
—
Eso me ocurre porque estoy enamorado de ti... de
la mujer más maravillosa que existe, existió y existirá jamás. Eres lo más
preciado que pude encontrar... Te amo, amor mío.
Y entonces nos fundimos en un largo, cálido y calmado beso que nos
estremeció suavemente y nos hizo reír de nuevo. Permanecimos así, abrazándonos
con ternura, besándonos con precisión y a la vez pasión, acariciándonos con
amor y dedicándonos palabras inmensamente hermosas hasta que notamos que el
amanecer empezaba a apagar la oscuridad de la noche. Captamos que el día
llegaba cuando las aves nocturnas silenciaban su canto y lo sustituía el trinar
de los pájaros más madrugadores, cuando el viento de repente nos trajo la
fragancia del temprano rocío del alba, cuando, tras las grandes hojas de los
árboles, vimos que destellaba un fulgor muy primoroso que se escondía entre las
azuladas y espesas nubes que cubrían aquel firmamento de ensueño.
—
Eros estará a punto de llegar —me comunicó
Arthur apartándose lentamente de mí. Entonces empecé a sentir frío—. Será mejor
que nos bañemos antes de que vuelva... y nos sorprenda así.
—
Sí, tienes razón.
—
Vayamos al lago...
Aquel oscuro y
misterioso rincón donde susurraba la voz del agua entre imponentes y preciosas
rocas estaba lleno de serenidad. Los muros de aquella cueva estaban impregnados
del olor del amanecer mezclado con la fragancia de todo el tiempo que había transcurrido
en aquel lugar. Arthur y yo nos bañamos en silencio, temiendo que el sonido de
nuestros movimientos pudiese agrietar la piedra de aquellas antiguas rocas;
pero de nuestros ojos no dejó de emanar, en ningún momento, toda la felicidad
que se albergaba en nuestra alma. Haber podido estar tan juntitos, tan
íntimamente unidos, nos había inyectado una inagotable dosis de vida.
Cuando
terminamos de bañarnos y regresamos a la curiosa casita donde nos albergábamos,
Eros ya se hallaba sentado en medio del salón. Miraba ensimismado cómo el
amanecer iba perlando la arena, convirtiéndola en la continuación dorada de ese
mar cuyas olas espumosas danzaban serenamente. La orilla del mar estaba
impregnada de gotitas de lluvia que el cielo lloraba con timidez y harmonía.
—
Eros —lo saludé estremecida. Sin saber muy bien
por qué, me sentía levemente culpable. Me habría gustado hallarme en nuestro
hogar cuando él regresó—, ¿hace mucho tiempo que has vuelto?
—
Que va, Shiny —me contestó despreocupadamente
mientras se alzaba de donde estaba sentado—. Tengo mucho sueño —me confesó
abrazándome con cariño—. Vaya, tienes el pelo mojado.
—
Sí, es que nos hemos bañado en el lago...
—
Lo supongo —se rió incómodo—. Por cierto, Dublín
es una ciudad preciosa. Me gustaría pasear contigo por sus elegantes calles.
—
Lo haremos pronto.
—
¿Cómo ha ido la noche? —le preguntó a Arthur de
repente tras separarse de mis brazos.
—
Bien —contestó Arthur sobrecogido y distraído.
—
Supongo que no te quedarán ganas de estar
conmigo, ¿verdad? —me cuestionó mirándome travieso a los ojos.
—
¡Eros! —exclamé avergonzada.
—
Shiny, sé que esta noche sí ha ocurrido y, de
veras, me alegro muchísimo. Os lo merecíais.
—
Eros... —intentó hablar Arthur, pero Eros lo
silenció con una sonrisa encantadora. Sin embargo, yo capté algo extraño en sus
ojos.
—
No digáis nada. Vayamos a dormir, por favor.
Estoy agotado.
—
¿Agotado? —le pregunté desorientada.
—
Cansa mucho volar bajo la lluvia y bajo el
amanecer —me respondió tomándome de la mano.
Aquel día no
pude dormir. Continuamente estuve acordándome de todos los instantes que había
compartido con Arthur. Continuamente me parecía sentir sus caricias en todo mi
cuerpo, sus besos... Y sabía que él sentía exactamente lo mismo que yo. Aunque
tuviese los ojos cerrados, simulando hallarme en un sueño que en verdad no
existía, yo intuía que Arthur también estaba despierto.
Y aquello se
me confirmó cuando oí que se movía junto a nosotros. Eros dormía profundamente
a mi diestra y Arthur se había acomodado a mi siniestra. Aquel lecho tan improvisado
era uno de los lugares más cómodos donde había dormido, y ya no sólo porque las
mantas que lo formaban fuesen inmensamente mullidas, sino porque me encontraba
entre los dos seres que más quería en la vida.
Sin embargo,
aquel día todo empezó a cambiar. Cuando me apercibí de que Arthur no dormía,
abrí lentamente los ojos para tratar de hallar su mirada. Lo encontré sentado
en la cama, mirando inquieto hacia la salida de la alcoba. De repente se
levantó y se dirigió hacia la estancia contigua, donde supuse que la luz del
día brillaría con una fuerza indomable. Oí que se acercaba a la ventana y se
mantenía asomado al exterior, observando un paisaje bañado por un fulgor que
podía rasgarle la piel. Me inquieté levemente por él, pues temía que aquel
resplandor tan intenso lo hiriese, pero de súbito percibí que volvía a nuestra
cama y se acurrucaba de nuevo bajo las mantas.
Su respiración
era lenta, casi imperceptible. Parecía tranquilo, pero yo sabía que su interior estaba lleno de
sensaciones y de sentimientos que abatían cualquier ápice de sueño que pudiese
posarse en sus ojos. Inesperadamente, cuando creí que el sueño me vencería
inevitablemente, noté que Arthur me rozaba la espalda con mucha delicadeza. Sin
pensar en nada, ni siquiera sin planearlo, me volteé y me acomodé a su lado.
Sin mediar
palabra, Arthur se acercó más a mí y me besó muy tiernamente en la frente. Me
estremecí al sentir la dulzura con la que me besaba. No pude evitar alzar
levemente la cabeza, sin saber por qué lo hacía, y entonces Arthur unió sus
labios a los míos con una delicadeza que me sobrecogió. En esos momentos no me
pregunté nada, ni tan sólo me intranquilizaba saber que Eros estaba junto a
nosotros, dormido profundamente. Lo único que experimenté fue una inmensa
felicidad recorriendo todo mi cuerpo. Repentinamente, mi alma se llenó de
pasión, de deseo y sobre todo de amor, de ese amor que siempre ha palpitado por
dentro de mí desde que conocí a Arthur.
—
Te quiero —me dijo muy suavemente, susurrando
con amor y ternura—. Te quiero, Sinéad.
—
Te quiero, Arthur —le contesté musitando con mucho
amor. Mi voz sonó llena de ternura.
Entonces sí
pude dormir. Fue como si Arthur, con sus suaves besos, me hubiese acariciado el
alma y hubiese retirado de mí todo aquello que me impedía dormir. Sin embargo,
en cuanto me adentré en el mundo de los sueños, la calma que se había apoderado
de todo mi ser empezó a desvanecerse cada vez más vertiginosamente. En aquella
tierra onírica no existía la serenidad que se respiraba en aquel hogar donde
todos compartíamos nuestros días.
Arthur y yo
estábamos viviendo un momento lleno de pasión, de locura, de amor. Nuestros
besos se mezclaban con nuestras caricias y su cuerpo y el mío se habían
convertido en un único suspiro de vida; mas la insania que impregnaba aquel
instante tan delirante de repente se tornó punzante. Sin preverlo, deslicé los
ojos por nuestro alrededor y entonces me encontré con la oceánica mirada de
Eros, quien nos observaba desde la orilla del mar. Lentamente, fue acercándose
a nosotros hasta que al fin nos tuvo al alcance de sus manos. Entonces se sentó
en el suelo, aún dedicándonos una inquisidora mirada llena de decepción y
sobresalto. Sin comprender nada, dejé de besar y de acariciar a Arthur y nos
separamos uno del otro notando que se instalaba entre nosotros todo el frío
existente en la Tierra.
—
No me imaginaba que pudieseis hacer esto en mi
presencia —nos recriminó con impotencia—. Sabíais que estaba aquí, y no os ha
importado.
—
No lo sabíamos —se apresuró a decir Arthur. Yo
no sabía qué palabras debía dedicarle, pues Eros tenía razón. Arthur y yo
estábamos amándonos sin importarnos que Eros se hallase en Muirgéin—. Eros...
lo siento.
—
No entiendo por qué os permito estar juntos. Lo
que debería haber hecho desde el principio es llevarme a Sinéad a otro lugar,
alejándola para siempre de ti; pero en lugar de eso he permitido que retoces
con ella siempre que te plazca.
—
Eros... no puedes echarnos nada en cara
—protestó Arthur.
—
Cállate, malnacido —lo insultó de pronto—. ¡Eres
un desagradecido!
—
Eros, por favor, no te enfades así —le pedí
temerosa.
—
¡Tú cállate, maldita furcia! ¡Eres una egoísta!
Eros se había
alzado del suelo y miraba a Arthur con una furia que estremeció las hojas de
los árboles. Yo me apresuré a ponerme en pie también para detener cualquier
movimiento hiriente que él pudiese hacer. Entonces, inesperadamente, los ojos
de Eros comenzaron a quemar todo lo que nos rodeaba: los árboles, las plantas,
las flores, la hierva... Todo se incendió como si del cielo hubiesen llovido
las llamas más devastadoras. Intenté gritar, pero el humo se introdujo
violentamente en mi cuerpo y me impidió articular cualquier sonido. Arthur me
había tomado con fuerza de la mano y me la presionaba con una desesperación que
me hizo tener ganas de llorar. De repente, lo oí gritar:
—
¡No, por favor, Muirgéin no!
—
¡Tenía que haberla destruido desde el principio!
—chilló Eros lanzándose hacia Arthur y agarrándolo con fuerza del cuello.
Instantáneamente, la fuerza con la que Arthur me asía de la mano se
desvaneció—. ¡Te odio! ¡Siempre te he odiado!
—
Basta, por favor —supliqué casi sin voz.
Quise defender
a Arthur, quise alejarlo de ese momento y llevármelo volando hacia algún lugar
donde nada pudiese hacernos daño; pero de súbito aquellas imágenes tan
hirientes desaparecieron. Oía que Arthur me llamaba con preocupación y cariño
desde la lejanía de la vigilia. Abrí los ojos sintiéndome completamente
desorientada, pero no tardé en saber que todo lo que había vivido había formado
parte de una horrible y tristísima pesadilla.
—
¿Estás bien? Estabas respirando... —me preguntó
inquieto—. No es natural que un vampiro respire mientras duerme.
—
Estaba teniendo una pesadilla —me quejé
frotándome con suavidad los ojos—. Ha sido horrible, Arthur.
—
¿Quieres explicármela?
—
No, será mejor que no. Tengo... ganas de
alimentarme
—
Eros se ha ido a alimentarse. Me ha dicho que
tardará más de una hora —me comunicó con picardía.
—
Arthur, me siento extraña. La pesadilla que he
tenido me hace plantearme muchas cosas.
—
¿Qué cosas?
—
Arthur, no sé cuánto tiempo podrá durar esto. No
sé cuánto tiempo Eros aguantará esta situación. Parece conforme, pero yo sé que
está sufriendo. Se lo noto en los ojos. Aunque intente aparentar serenidad, su
mirada destila tristeza. Ya no es el mismo de siempre. Cuando estamos juntos,
vive cada momento como si fuese el último que podemos compartir. No sé si podrá
aguantar por más tiempo esta situación.
—
¿Y yo, Sinéad? ¿Crees que yo sí podré
soportarla? —me cuestionó sobrecogido. Noté que estaba poniéndose cada vez más
nervioso—. Piensas en Eros, y eso está muy bien, nunca podré recriminártelo;
pero ¿quién piensa en mí, Sinéad? Yo también tengo que aceptar que puedes estar
entre los brazos de otro hombre, también tengo que aceptar que no me quieres
solamente a mí, y, créeme, es algo muy difícil, Sinéad. No puedo dormir porque
continuamente estoy intentando luchar contra mis sentimientos para poder vivir
de este modo tan extraño. Yo no soy tan moderno como Eros. Él es más liberal
que yo. Posiblemente le cueste menos aceptar esta situación, pero yo soy un hombre
de la Edad Media —se rió avergonzado—. Me cuesta vivir así, Sinéad.
—
¿Y qué me insinúas, que deje a Eros, Arthur?
¿Quieres que lo deje cuando fue él precisamente quien nos propuso vivir así?
—le pregunté asustada.
—
No, no estoy diciéndote que lo dejes, jamás te
lo pediría... —respondió con mucha timidez—. Tal vez lo mejor sería que me
abandonases a mí, que me dejases aquí y te fueses con él adonde quisieseis.
—
Arthur, no digas eso, por favor. Yo te necesito
—le confesé tristemente—. No vuelvas a pensar que cabe la posibilidad de
separarnos.
—
No puedo ser tan soñador como deseo —protestó
con la voz quebrada—. No puedo seguir soñando cuando nada es tan maravilloso
como parece... No lo es. No estoy contigo como anhelo estarlo. Yo quiero
tenerte a mi lado en cada momento... No puedo vivir compartiéndote. Creía que
sería más sencillo hacerlo, pero no ha sido así, no es así.
Arthur
lloraba. Toda su tristeza se había concentrado en su alma y emanaba de su
cuerpo convertida en unas lágrimas rojizas que parecían resbalar también por mi
corazón, congelando mis sentimientos. No supe qué hacer. Sabía que Arthur tenía
razón, sabía que tenía demasiados motivos para estar tan afligido. Él no era
como Eros. Su corazón necesitaba vivir conmigo la historia de amor que la
muerte destruyó.
—
Lo siento. Pensaba que esto sería más fácil.
—
No, no, perdóname a mí. Soy un egoísta. Eros
está siendo muy bueno conmigo y yo lo único que hago es despreciar el esfuerzo que
está haciendo para que tú seas feliz. Lo siento. No volveré a derrumbarme de
este modo. Yo quiero estar contigo, pero no puedo exigir nada...
—
No se trata de exigir ni tampoco pienses que
eres egoísta. Simplemente me has confesado lo que piensas, y eso es necesario,
Arthur. Yo necesito saber qué sientes, qué piensas...
—
Pero a veces debería callar mis sentimientos. Lo
siento, Sinéad...
—
No te disculpes más, por favor. No quiero que te
sientas culpable por nada. Esto que estamos viviendo no es fácil para ninguno
de los tres. Yo también me siento perdida en muchísimas ocasiones. No sé qué
debo hacer... No sé si lo que estoy haciendo es lo más correcto. A veces creo
que soy una mujer vanidosa que lo único que desea es que todos me adoren, pero
no es cierto. También me da miedo pensar que no puedo vivir soportando las
pérdidas... Tal vez debería tomar una decisión, pero soy incapaz de hacerlo. No
puedo vivir sin ninguno de los dos. Quizá eso suene egoísta. Tal vez parezca una
furcia...
—
¡No! ¡No digas eso, Sinéad! —me suplicó Arthur acercándose
más a mí y tomándome de las manos. Esta vez era yo la que lloraba.
—
Lo siento... La pesadilla que he tenido este día
me ha afectado mucho.
—
Vayamos afuera para que nos dé el aire.
No me opuse.
Salí de nuestro lecho y seguí a Arthur hasta el exterior. En contraste con
nuestros sentimientos, la naturaleza estaba sumida en una calma casi sepulcral.
Vagaba por el bosque un inmenso silencio que solamente las lejanas olas del mar
se atrevían a interrumpir. Ni siquiera cantaban las aves nocturnas, ni tampoco
susurraban los grillos. No entonaba el viento, no se mecía ni una sola hoja.
Todo estaba tan callado que incluso me sentí tentada de detener mi respiración.
Creí que en ese lugar no tenía permitido hablar. Pensé que las palabras no
podían sonar allí.
Noté que
Arthur estaba a punto de decir algo, pero un sonido inesperado y suave
interrumpió sus intenciones. Oímos unos primorosos pasos. Eros se acercaba a
nuestro hogar con una serenidad que parecía emanar de los árboles. En cuanto
nos vio en la puerta de aquella casita de piedra, nos sonrió amablemente. Su
sonrisa me tranquilizó profundamente.
No obstante,
aunque estuviese sonriéndonos, yo notaba que de sus ojos emanaba un sentimiento
que él deseaba ocultarnos. Cuando notó que estaba tan hundida en su mirada, el
resplandor de ese sentimiento se intensificó sombríamente, pero Eros parecía
querer ignorar todas sus emociones, pues se acercó a mí y me besó muy
tiernamente en los labios mientras me rodeaba cariñosamente con sus brazos. No
pude evitar estremecerme de tristeza cuando lo percibí tan tembloroso entre mis
brazos. Aunque Eros pusiese su alma en cada mirada y en cada gesto, yo sabía
que su interior estaba anegado en confusión y lástima. No me atrevía a preguntar
por qué estaba tan afligido. Me daba miedo conocer la respuesta.
Entonces me
planteé la posibilidad de que mi pesadilla hubiese nacido de detectar
inconscientemente los sentimientos que se encerraban en los ojos de Eros. Tal
vez mi alma sí se hubiese apercibido de que el corazón de Eros estaba lleno de
congoja y confusión y mi razón hubiese querido negarlo con todo el empeño de la
Historia.
—
¿Cómo estás? —le pregunté levemente intimidada.
—
Bien, estoy bien, aunque creo que me he
propasado esta noche. He bebido más de lo debido —se excusó retirándose de mis
brazos y mirándome a los ojos—. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú, cariño?
—
Yo... bien —le mentí descaradamente. En aquellos
momentos ya había aceptado que había empezado a tener dudas—. Yo también necesito
alimentarme. Si me disculpáis...
—
Por supuesto —susurró Eros dejándome ir.
Corrí a través
del bosque hasta distanciarme de Eros y de Arthur, quienes se quedaron
mirándome desde la entrada de nuestro hogar. Cuando noté que la hierba se
convertía en aquella arena mullida y rojiza que alfombraba la orilla del mar,
salté hacia el cielo y comencé a volar cada vez más rápido, ignorando mi sed,
ignorando los sentimientos que me presionaban el alma, deseando acercarme cada
vez más a las estrellas para que su luz alumbrase mi vida. Había empezado a
advertir que mi presente se había oscurecido. No, yo no deseaba que aquello
ocurriese, yo quería que nuestra vida siguiese siendo tan amena y harmoniosa,
pero mi corazón, aquel anochecer, me había desvelado que él sí podía
decantarse...
El mundo se me
había caído encima. Notaba su peso sobre mis hombros, notaba su fuerza en mi
corazón. Ni siquiera en la sangre encontré esa calma que mi presente me había arrebatado.
Me alimenté más prominentemente de lo que tenía previsto. Deshice más de cinco
vidas sin querer hacerlo. Yo no solía matar cuando me alimentaba, pero aquella
noche no pude evitarlo. Mis instintos más feroces se apoderaron de mi ser y me
dominaron como si yo no tuviese fuerza de voluntad para controlarme. Cuando murió
entre mis brazos la última persona de la que me había alimentado, me sentí
morir; pero enseguida entendí que mi indomable vampirismo resurgía con potencia
cuando mi alma estaba impregnada de confusión y desesperación.
Regresé a la
isla sintiendo que explotaba, que en cualquier momento podía convertirme en una
estrella que moriría irradiando antes toda la fuerza de su luz. Volaba sobre el
mar fijándome en las espesas nubes que protegían la mirada de los astros,
intentando encontrar en las profundidades del mar esa calma que me permitiría
mostrarme serena ante Arthur y Eros. Mientras volaba, mi corazón no dejaba de
revelarme lo que sentía, lo que deseaba... y todo lo que podía susurrarme me
estremecía violentamente, como si en verdad sus silenciosas palabras fuesen
puñales que podían rasgarme toda el alma. ¡Yo no quería hacerle daño a Eros!
Ya podía ver
los árboles que poblaban el corazón de Muirgéin, esos árboles mucho más
antiguos que el viento, cuyas grandes hojas nos protegían de cualquier mirada y
de la oscuridad de la noche. Muirgéin, aquel anochecer, estaba cubierta por
unas nieblas que casi me impedían vislumbrar el brillo de las tímidas y tiernas
flores que crecían junto a la hierba. Fueron aquellas brumas tan densas las
que, de pronto, me trajeron el sonido de sus voces. Arthur y Eros conversaban
serenamente en medio del bosque, casi susurrando; pero mis oídos vampíricos
podían captar cada una de las palabras que se dedicaban:
—
Arthur, no soy tonto. No es menester que me lo
niegues. Además, no tienes por qué disculparte ante mí. Que ocurriese es
totalmente comprensible. Yo os lo permití, así que no tienes que sentirte
culpable.
—
No deseaba que supieses cuándo ocurrió.
—
Sinéad no quiso estar conmigo ayer cuando te
dormiste. Eso es... muy extraño. Además, todo su cuerpo estaba impregnado de tu
olor. No podéis ocultármelo.
—
Lo siento, Eros. Esto no debe de ser cómodo para
ti.
—
Es cierto, no lo es; pero no lo es porque sepa
que haya ocurrido, sino porque me he dado cuenta de algo... de algo que
posiblemente preferiría ignorar.
—
¿De qué? —le preguntó Arthur asustado, aunque
sabía disimular perfectamente sus sentimientos.
—
Me he dado cuenta de que Sinéad te quiere más a
ti. No, no digas nada. No es necesario. Hay algo en su mirada... Cuando te
mira, los ojos le resplandecen de una forma distinta... Además, cuando te mira,
noto que su alma se enlaza a la tuya... No sé por qué lo he captado, pero lo
sé. Arthur, quiero que Sinéad sea feliz. Sé que estando con los dos al mismo
tiempo no lo será jamás, jamás.
La voz de Eros
sonaba propensa a quebrarse, lo cual me
destrozó el corazón. No, no podía soportar que él estuviese sufriendo; pero
algo me dijo que... que aquel sufrimiento era invencible, que había nacido para
no morir jamás y que en verdad era el principio de un cambio irreversible.
Ansié volar hasta ellos para decirle a Eros que estaba equivocado, que yo nunca
podría ser feliz si él... si él se iba; mas mi alma me reveló, de pronto, que
no tenía sentido que protestase.
—
Hablaré con ella. Le pediré que me diga la
verdad. No creo que sea bueno seguir así. Ella se siente culpable cuando me
mira. Lo noto. La conozco mucho más de lo que nadie se imagina.
—
¿Y por qué tienes que ser tú? Puedo irme yo...
irme... y no volver nunca más. No tenía que haber regresado. Os he destrozado
la vida. Siempre que aparezco os la destrozo...
—
Jamás digas eso. Tú nunca debiste desaparecer. Sé
que Sinéad te quiere a ti más que a nadie. Os conocisteis hace más de cinco
siglos... e incluso tú sabías que ella existía mucho antes de que ella te
mirase a los ojos por primera vez. No debo estar en medio de un amor que ha
trascendido el tiempo, que ha sobrevivido a la muerte y que ha seguido vivo
incluso cuando parecía que os habíais separado para siempre... Ni siquiera la
locura ha podido destruir vuestro amor...
—
Eros, no es justo que sufras... No es justo que
precisamente tú...
—
No sé lo que es justo o no, Arthur, ya no lo sé.
—
Habla con ella. Estoy seguro de que estás equivocado.
—
No, no lo estoy; aunque me siento incapaz de hablar
con ella precisamente esta noche. Quiero... quiero disfrutar un poco más de su
presencia, de su cariño... de ese cariño que ella me entrega con tanta
culpabilidad.
—
No es verdad. Sinéad te quiere con locura... Si
fue capaz de enamorarse de ti cuando tenía el alma totalmente destrozada, no debes
dudar de su amor, Eros. No, no puedo permitir que os separéis. Yo me esforzaré
por vivir sin ella, intentando aceptar que contigo es feliz...
—
No digas tonterías, Arthur. Tú te quitaste la
vida por ella...
Arthur no dijo
nada más. El silencio que de pronto se instaló entre ellos dos me presionó tan
fuertemente el alma que no pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas.
Descendí hacia la arena y me senté en la orilla del mar esperando que aquellas
ganas de llorar tan potentes se desvaneciesen. Las olas del mar seguían
danzando lentamente, como si no les importase nada, como si el mundo no
existiese, como si ni siquiera el tiempo pudiese detenerlas. Deseé ser una de
esas olas espumosas y brillantes para rozar la arena sin importarme nada, sin
que nadie pudiese apagar mi danza... Deseé ser el mar para albergar en mi
interior toda la belleza y la vida que la humanidad todavía no había conocido,
para poder sentir que era poderosa pese a toda la pena que existía en el mundo.
—
Sinéad.
La voz de Eros
sonó susurrante, pero aún así me sobresaltó profundamente. Me limpié
rápidamente las lágrimas que resbalaban por mis mejillas antes de que él
pudiese apercibirse de que estaba llorando. Eros se sentó a mi lado y esperó a
que yo lo mirase... pero yo no me atrevía a hacerlo. Aunque me hubiese retirado
las lágrimas que desvelaban mis sentimientos, él podría adivinar con demasiada facilidad
cómo me sentía.
—
Shiny, necesito preguntarte algo.
—
Hoy no, Eros, por favor —le supliqué casi sin
poder hablar.
—
Creo que no es necesario que te lo pregunte, Sinéad.
Escúchame, Shiny, las cosas pasan sin que nadie las decida...
—
No intentes engañarme. Sé que estás destrozado.
La verdad es que no sé por qué piensas todo eso.
—
Yo...
—
Lo he oído todo, Eros.
—
Shiny, yo quiero que seas feliz.
—
¿Y acaso tú no importas, Eros? —le pregunté a
punto de llorar—. Tú me importas con locura.
—
Sé que me amas, pero yo no puedo ser el amor de
tu vida. Arthur es... es mucho más que tu enamorado.
—
No vuelvas a pensar que yo puedo vivir sin ti.
No es cierto —protesté llorando sin poder evitarlo. Me cubrí el rostro con las
manos antes de que el mar viese mis lágrimas una vez más—. Por favor, deja que
pase el tiempo. Es natural que tengamos dudas. Lo que estamos viviendo no es
sencillo, pero no por ello tenemos que hacernos tanto daño.
—
Tú lo amas más a él, Sinéad. No te preocupes por
mí. Puedo aceptarlo si sé que eres feliz.
—
Tú formas una gran parte de mi vida, Eros. No
pienses que puedo ser feliz estando lejos de ti.
—
Ahora posiblemente te cueste porque estamos muy acostumbrados
uno al otro, pero estoy seguro de que lo lograrás con el tiempo.
—
No, no y no. Deja que pasen unos cuantos días.
No seas impulsivo, Eros. Disfrutemos de nuestro amor... de esta isla, de
nuestra compañía. No permitamos que el sufrimiento lo destruya todo, por favor.
Te prometo que cavilaré profundamente sobre nuestra vida, pero ahora no tomemos
ninguna decisión, por favor.
—
No creo que nada cambie. Tus sentimientos son
indomables. Tal vez siempre supiste que deseabas estar con él, pero tu amor
hacia mí te impedía aceptarlo. Sé que me quieres sinceramente, pero... no podemos
estar toda la vida así, Sinéad.
—
Ahora no quiero que nos hagamos daño...
—
No tiene sentido
que lo alarguemos...
—
Vayamos junto a Arthur y hablemos los tres.
—
Arthur... es tan bueno que tampoco quiere saber
nada de esto —se rió incómodo—. Es capaz de renunciar a ti para que yo no
sufra.
—
A ver si quienes os gustáis de verdad sois
vosotros —bromeé acariciándole los cabellos.
—
¡Shiny! Eso no —conseguí que se riese.
—
Vayamos junto a Arthur... Voy a pedirle algo...
—
¿De qué se trata?
—
Ya lo verás —le contesté sonriéndole pícaramente.
—
Shiny, no seas perversa —se quejó entornando los
ojos—. ¿En qué estás pensando? —me preguntó asustado.
—
¡Eros! ¿En qué estás pensando tú? —me reí tirándole
de la mano para ayudarlo a levantarse.
—
Esa mirada me preocupa.
No le
contesté. Solamente le sonreí con mucho amor y entonces empezamos a correr hacia
el corazón del bosque, donde Arthur se hallaba sentado entre dos árboles
observando la lejanía del mar. La espuma resplandecía entre las nieblas que
anegaban aquella noche la isla de Muirgéin; unas nieblas que volvían más
brillante aquella inocente espuma. Cuando Arthur nos percibió a su lado, nos sonrió
tiernamente, aunque en su mirada yo detecté mucha incomodidad y culpabilidad.
—
Quiero que le impidamos al sufrimiento que nos domine
esta noche —les dije tomando la mano de Arthur y la de Eros—. Arthur, hace
tiempo que deseo que hagas algo...
—
¿Yo? —preguntó extrañado e inquieto.
—
Creo que ya es hora de que nos cuentes toda tu
vida. Sé que, cuando me la explicaste hace ya tantos años, omitiste muchísimos
detalles, y lo entiendo; pero ahora quiero que seas totalmente sincero con
nosotros. ¿Qué significa en verdad esta isla para ti? ¿Qué papel tuviste
realmente en la Historia? ¿Quién fuiste, Arthur? Queremos conocerte.
—
Es... todo muy confuso —se excusó entornando los
ojos.
—
Queremos saber quién fue realmente el rey Arturo
—intervino Eros simpáticamente—. No nos ocultes por más tiempo quién fuiste,
Arthur.
—
Los humanos...
—
No importa lo que hayan dicho los humanos... —lo
animé acariciándole los dedos—. Sabemos ya todo lo que han dicho sobre tu
leyenda.
—
Exactamente. Conocemos perfectamente todas las
versiones que se han hecho, todas las referencias que se han dado; pero no
conocemos la verdadera verdad.
—
La verdadera verdad —se rió Arthur tiernamente—.
Ni siquiera yo sé cuál puede ser la verdadera verdad...
—
No importa. Ábrenos tu corazón, Arthur, por
favor —le pedí muy dulcemente.
Arthur no se
negó. Por primera vez en mucho tiempo, los ojos le resplandecieron de fuerza y
sobre todo de una añoranza que tenía su origen en el pasado más lejano y
legendario. Antes de comenzar a relatarnos su vida, nos pidió que no se la
revelásemos a nadie, que para siempre restase escondida en nuestro corazón.
Desconozco si él también deseaba que no la convirtiese en palabras silenciosas.
Sólo anhelo que la historia de ese vampiro tan perfecto, amoroso y romántico
nunca se apague y que permanezca flotando en la inmensidad del Universo hasta
que todo se destruya.
2 comentarios:
He pasado angustia, no lo puedo negar, cuando en el relato Eros empieza a incendiar Muirgéin con la desesperación de saber que Arthur y Sinéad se aman sin que él lo pueda soportar; el alivio posterior, saber que era un sueño, ha durado poco, porque verdaderamente el conflicto existe. Antes, ha sido muy hermosa toda la descripción del amor de estos eternos novios, pero ¿y Eros? De ninguna manera me olvido de él, él es quien hace posible la situación, en un acto generoso que en nada le beneficia, salvo en que así Sinéad es más feliz, e indirectamente eso le hace a él feliz, pues lo que más desea es eso precisamente, que ella alcance la felicidad absoluta. Me asusta ese brillo especial que ahora tiene su mirada, como si en su mente hubiera un plan: quitarse de enmedio. No sería justo. Él, más que nadie, puede reclamar el amor de Sinéad, es cierto que Arthur es más antiguo, que su amor está por encima de la muerte... pero no creo que su marcha solucionara nada, al contrario, a la larga sería un peso no solo para Sinéad, sino también para Arthur, ¿puede vivirse a costa del sacrificio de un inocente? Lo cierto es que la historia ha tomado un giro inesperado: por fin Arthur parece dispuesto a contarnos su vida, la "verdad verdadera", y eso es tan importante que suspende de momento el drama del triángulo amoroso, ¿quién sabe qué saldrá de ahí? Ya espero con ganas la continuación.
Menuda entrada! Está cargada de gran erotismo, eso está claro. Esa isla paradisíaca (Murgéin) es un lugar tan bonito que florecen los sentimientos más puros, que es lo que les ha ocurrido a Sinéad y Arthur. Con esa pesadilla casi me da un infarto, ¡menos mal que era tan solo una pesadilla! Que mal rato he pasado. Aunque tenía mucho significado, las cosas no estaban bien. Existen relaciones a tres, pero ellos no son así. Creo que Sinéad...se debe aclarar de una vez por todas. Sin quererlo está haciendo daños a los dos. Yo tengo una especial unión con Eros, lo adoro (ya lo sabes), y sufro mucho por él. Debe decidirse ya, no puede seguir amando a los dos eternamente y tenerlos en vilo, es una situación dura para ambos. No sé, pero si se acuesta con Arthur y le dice tantas veces que lo ama, es que es a él al que ama. Veo que a Eros le da más de lado. Bueno, ya veremos que ocurre, pero que no alargue más esta situación. Ahora Arthur nos contará toda su historia, que interesanteeee! Tengo mucha curiosidad!!!
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