REGRESANDO A LAINAYA
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LÁGRIMAS PERDIDAS EN LA SOLEDAD
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LÁGRIMAS PERDIDAS EN LA SOLEDAD
El mundo de los sueños puede
convertirse en el lugar más amenazante e hiriente y puede tornarse la cuna de
la que brotan las experiencias más dolorosas y lacerantes. Aquel amanecer me
dormí tiernamente ilusionada entre los brazos de Eros; pero, al traspasar la
frontera que separa la vigilia de la inconsciencia, mi dormida mente se llenó
de imágenes que mi anulada lógica no sabía comprender. Vi campos incendiados y
ojos reluciendo en medio de las llamas, ojos que me miraban con desafío y
ferocidad. Yo deseaba gritar para desvanecer aquellas imágenes tan terribles,
pero alguien me había arrebatado la voz y no podía realizar ni el sonido más
sutil.
Además, cuando creí que aquel
horrible sueño se convertiría en alguna imagen más agradable y harmoniosa, me
descubrí encerrada en un momento inesperado e invivible. Me hallaba sentada en
un sillón de terciopelo rojo. Enseguida supe que se trataba del mismo sillón
que había ocupado la última noche que había conversado con Leonard en el
castillo que fue nuestro hogar durante tanto tiempo. Leonard estaba enfrente de
mí, dedicándome una mirada llena de reproche y tristeza. Su voz sonaba lejana,
como si no formase parte de mi sueño, pero sus palabras se clavaban con fiereza
en mi alma: «Brisita me confesó que estaba enamorándose de Eros y creo que Eros
también siente algo por ella».
Necesitaba protestar, pero de
nuevo me di cuenta de que mi voz no podía sonar. Notaba como si unas manos
feroces y gélidas me presionasen la garganta y tuviesen atrapada mi voz entre
sus helados dedos. Leonard ni siquiera se apercibía de que me sentía tan
desvalida y frágil. Continuaba comunicándome hechos que yo no deseaba escuchar,
revelándome certezas que yo no podía soportar. De pronto, se alzó de donde
estaba sentado y, con una voz impregnada de furia y desencanto, me gritó: «Lo
que nunca podré entender es por qué te marchaste sin informarme de lo que le
sucedía a Scarlya. Me has traicionado vilmente, Sinéad. Me has traicionado, tú,
mi ser más querido, mi amada hija, la única vampiresa que he querido realmente
en el mundo y en la Historia».
Su poderosa voz fue perdiéndose
por una espiral inmensa que también fue devorando las imágenes que formaban mi
sueño. Me desperté de repente, completamente sobresaltada. Lo que más me
desorientó no fue percibir que todos los instantes de mi sueño palpitaban con
fuerza en mi mente, negándose a ser invadidos por el olvido, sino advertir que
me hallaba totalmente sola en mi lecho. Eros no estaba; pero enseguida pude oír
que conversaba animadamente con Brisita en nuestro salón. Reían
despreocupadamente, como si en la vida no existiese ningún problema, e incluso
la risa les impedía seguir hablando.
Sin embargo, aunque aquella
situación me desorientase (pues nunca los había oído dialogar tan animadamente
ni reír con tanta vida), no me atreví a dirigirme hacia ellos. No podía dejar
de pensar en el sueño que había tenido. Sobre todo recordaba aquél en el que
Leonard me había recriminado tantas cosas. Resolví acudir cuanto antes a su
hogar para conversar con él. Necesitaba hacerlo. Necesitaba verlo. Había algo
en mi interior que tiraba de mí con un ímpetu doloroso y gélido, y de repente
supe que aquella sensación nacía del lazo que nos unía. Hacía mucho tiempo que
no veía a Leonard y que no me hallaba entre sus brazos, los brazos de mi
creador, y eso no lo notaba únicamente mi alma, sino sobre todo mi propia vida.
Así pues, me encaminé hacia la ventana, pero, antes de saltar al vacío del
anochecer, me digné escribirle una pequeña nota a Eros en la que le comunicaba
que regresaría mucho antes de que tuviesen tiempo a echarme de menos y que,
cuando lo hiciese, todos volveríamos a Lainaya.
Cuando salí de mi hogar, me
estremecí al sentir la calidez que inundaba el cielo, que volaba sobre las
calles, arrinconándose entre los edificios, posándose entre las plantas. La
primavera parecía gritar con fuerza, como si desease derretir cualquier ápice
de frío que aspirase a protegerse en las montañas. Hacía muchísimo tiempo que
no me envolvía un calor tan veraniego. Me sobrecogí cuando recordé que hacía
apenas dos meses que la primavera había empezado. Deduje que aquella alta temperatura
no era común en aquellos días... mas intenté que aquella certeza no me
inquietase.
Necesitaba que Leonard me guiase
hacia su hogar. Así pues, cuando terminé de alimentarme, lo llamé con ahínco y
desesperación a través del eterno lazo que nos une. Mi padre me contestó
enseguida y, en cuanto captó mis deseos, comenzó a guiarme hacia su nueva
morada.
Apenas tardé una hora en llegar.
Su nueva morada estaba situada en un pueblo muy pequeño donde vivían apenas cien
personas. Aquel pueblo tan entrañable y silencioso estaba situado cerca de unos
extensos campos que la primavera ya había llenado de flores. Casi no había
luces artificiales que interrumpiesen el brillo de las estrellas. Parecía como
si, bajo aquellos campos, el firmamento fulgurase muchísimo más. Me quedé
anonadada cuando descubrí cuán bello era aquel lugar. Me resultaba difícil
creer que la civilización pudiese convivir tan harmoniosamente con la
naturaleza.
A lo lejos, más allá de los
campos, era posible divisar la profunda espesura de unos bosques anegados en
árboles antiquísimos y poderosos. Tras aquellos bosques tan tupidos, resaltaba
la imponente sombra de una sierra de montañas que parecía dividir el mundo en
dos. Enseguida supe que en aquellos lares era posible vivir serenamente. Sin
preguntarme en qué momento había empezado a hacerlo, me descubrí imaginándome
que Eros y yo vivíamos en alguna de las casitas que había en aquel pueblo,
cerca de esas campiñas tan mágicas y de esos bosques que me parecían tan
misteriosos. Sin embargo, enseguida regresé a la realidad y recordé que, por el
momento, no era posible que nos mudásemos a aquel lugar, pues teníamos que
volver a Lainaya.
—
Sinéad, ¿cuándo has llegado?
La repentina aparición de
Leonard me sobresaltó tiernamente. Sin embargo, deduje que llevaba tiempo junto
a mí. Yo me había quedado tan anonadada con la belleza de aquellos lares que
había sido incapaz de detectar su llegada. Leonard se hallaba a mi lado,
observándome con ternura y felicidad. No obstante, en sus ojos detecté una
sombra de tristeza que él deseaba ocultarme tras sonrisas y miradas teñidas de
una luz falsa y frágil.
—
Este sitio es precioso, padre. Te felicito por haber escogido un lugar
tan bonito para vivir.
—
Estaba seguro de que te gustaría mucho —me contestó retirándome la
mirada; lo cual me confirmó que no estaba tan animado como deseaba hacerme
creer—. Me gustaría que hablásemos, pero no aquí. Vayamos hacia el bosque.
Conozco un lugar que te enamorará.
No le dije nada. Me dejé guiar
por él hasta que acabamos en el centro de un prado todo cercado por árboles de
tronco grueso y ramas repletas de hojas inmensas. Leonard se sentó en el tronco
de un árbol caído y esperó a que yo lo hiciese a su lado. Cuando me acomodé a
su vera, me quedé observando cómo brillaba la luna en aquel prado tan hermoso.
No sabía por qué me ocurría aquello, pero en aquel bosque me sentía atrapada
por una magia indescriptible y casi tangible. Notaba como si miles de ojos nos
mirasen desde lo más profundo de la noche o como si un centenar de oídos
pudiesen captar nuestras palabras. Sin embargo, aquellas sensaciones no me
inquietaban, al contrario; me hacían sentir protegida.
—
Supongo que ya sabrás que Scarlya se ha marchado, aunque no sé por qué
lo intuyo... No tenías modo de saber lo que acaecía en nuestras vidas —titubeó
todavía sin atreverse a mirarme a los ojos.
—
Lo sé, padre —le aseguré con timidez y delicadeza.
—
¿Sabes dónde está, Sinéad? Se marchó casi al mismo tiempo que vosotros
y no me dijo adónde se fue. He intentado buscarla por todas partes, pero no la
hallo...
—
¿Por todas partes? —le pregunté extrañada.
—
No he salido de este país, pero... tengo la intuición de que cualquier
esfuerzo que haga para encontrarla será banal. Tengo la sensación de que ella
no está en este mundo.
—
Es que no está en este mundo —le confirmé con temor.
—
¿Y dónde está?
—
En Lainaya.
—
¿En Lainaya? ¿Lleva viviendo en Lainaya desde hace casi un mes
aproximadamente? —me interrogó exaltado.
—
Así es.
—
Se supone que no podemos quedarnos en Lainaya durante más de un día.
Si lo hacemos, entonces moriremos para siempre y nunca más podremos regresar a
nuestro mundo —me comunicó intentando serenarse.
—
Es cierto. Solamente quien viaja a Lainaya puede decidir su destino.
Scarlya no era feliz en este mundo. Necesitaba marcharse. Era incapaz de
encontrar la paz en esta vida. Estaba agotada de ser vampiresa y...
—
¿Desde cuándo sabes eso, Sinéad? —me preguntó con impaciencia. Noté
que ansiaba levantarse de donde estaba sentado, pero se contuvo.
—
En realidad, lo sé desde que... desde aquella noche que... que
conversé contigo antes de marcharme a Muirgéin con Arthur y Eros.
—
¿Y por qué no me dijiste nada?
—
Pues porque pensaba que ella hablaría contigo, padre.
—
¡Pues no, no fue así!
—
Lo lamento mucho.
—
No entiendo por qué no me dijiste nada, Sinéad. Me siento
decepcionado.
—
Perdóname, padre; pero consideré oportuno no meterme en vuestras
cosas...
—
Yo me meto más de la cuenta en tu vida para protegerte e impedir que
sufras, y tú no eres capaz de hacer lo mismo por mí —protestó intentando no
parecer enfadado; pero yo sabía que estaba realmente ofendido.
—
No quería meterme en vuestras cosas.
—
¿Tan poco te importa mi vida?
—
No es eso.
—
También sabías que ella estaba engañándome con Erick, ¿verdad?
—
No estaba engañándote con él. Aspiraba a sentir algo por él, pero su
extraña depresión se lo impedía. Con él tampoco podría ser feliz.
—
¿De parte de quién estás, Sinéad? Parece como si no fueses consciente
de que todo lo que ella hacía me hería en el alma.
—
Yo lo único que quiero es que seas feliz con alguien que sí te quiera
de verdad.
—
¿Desde cuándo sabías que Scarlya no me quería de verdad?
—
Casi desde que empezasteis vuestra relación de amor.
—
¿Y te lo has callado hasta entonces?
—
No tenía derecho a entrometerme en eso.
—
¿Y cómo lo sabías?
—
Porque cuando Scarlya estuvo enamorada de mí tenía una mirada llena de
luz y, en cambio, cuando estaba contigo, los ojos no le relucían igual. Además,
vino corrompida de la muerte. Nunca fue la misma desde que revivió.
—
¿Cómo es posible que hables de esto con tanta frialdad? —me preguntó incrédulo.
—
No estoy hablando con frialdad, sino con objetividad.
—
Lo cierto es que no te reconozco.
—
Y yo a ti tampoco. Hace mucho tiempo que tú también cambiaste.
—
¿Eres feliz, Sinéad? Dime la verdad, por favor. ¿Eres feliz? ¿Estás
conforme con tu vida? Te lo pregunto porque hace muchísimo tiempo que tus ojos
tampoco brillan igual.
—
¿Qué más da eso ahora?
—
Quiero que me digas la verdad.
—
Creo que lo más conveniente es que hablemos de ti, no de mí.
—
No me ocultes lo que sientes. Yo te hablaré con franqueza sólo cuando
tú también lo hagas. Dime, ¿eres feliz, Sinéad?
—
Creo que nunca podré ser plenamente feliz, padre. Es posible que
disfrute de los momentos bellos que el destino me entrega, pero por dentro de
mí siempre habrá algo que tire de mi alma, que me haga sentir que todo puede
ser mejor. Sin embargo, soy consciente de que no es mi vida la que tiene que
mejorar, sino mis propios sentimientos. Soy yo la que tiene que cambiar para
que todo brille más. Puedo tenerlo todo: amor, un hogar hermoso. Puedo gozar de
los dones que la naturaleza me ha entregado, esto es: puedo escribir historias
preciosas que conmuevan a todo aquél que las lea. Puedo emocionarme con un
sinfín de canciones y sentir que tengo el alma henchida de sentimientos tanto
bellos como dolorosos. Puedo reír con los que me quieren, puedo llorar de
alegría cuando veo cumplido ante mí un antiguo deseo... Puedo amar, puedo
soñar, puedo imaginarme instantes brillantes. Puedo ver a mi alrededor una
beldad que solamente a mí me llena el alma de vida. Puedo ser yo misma, pero,
sin embargo, nunca me sentiré completa. No sé por qué he perdido la plenitud de
mi ser. Te aseguro que aprecio mi vida con todo mi corazón y no la cambiaría
por nada en el mundo... pero... francamente, creo que jamás podré estar bien
conmigo misma. Siempre estaré pendiente de lo que me haga daño, siempre me
percibiré frágil ante el mundo, por mucho que os empeñéis en decirme que soy
valiente y que tengo mucha fuerza interior. No es verdad. Es lo que demuestro y
es lo que quiero hacerme creer a mí misma; pero en verdad mi estabilidad es tan
delicada como un diente de león...
—
¿Y qué podríamos hacer para devolverte la plenitud de tu alma? —me
preguntó conmovido.
—
No lo sé, de veras, no lo sé; pero no te preocupes por mí. Puedo
apreciar mi vida y estar conforme con ella, pero no importa si no me siento
totalmente feliz siempre. No importa porque ni siquiera a mí me importa no
estar del todo bien.
—
Pero, Sinéad, supongo que hay algo que podría ser mejor...
—
NO seré yo quien intente que todo sea mejor.
—
Eso es injusto, Sinéad. Tienes que buscar las causas de esa sensación
de vacío. ¿Por qué la sientes?
—
Creo que ha sido la misma vida la que ha ido arrebatándome esa
plenitud. He sufrido mucho, padre, tú lo sabes mejor que nadie, y, aunque
supere esas horribles experiencias, creo que las cicatrices que me han dejado jamás
se desvanecerán. Es imposible que todo el dolor se borre... Y creo que nunca
dejaré de entristecerme. Cada noche me despierto pensando en que todo será hermoso,
pero siempre hay algún motivo que lo tuerce todo y que me haga ansiar que todo
desaparezca.
—
Yo siento algo así también, Sinéad. Yo también me he cansado de vivir.
—
¿Crees que lo que yo siento tiene sus causas en que me he cansado de
vivir?
—
Sí, es posible; pero... si no lo has pensado, es que todavía no has
descubierto la verdadera causa de tu pesar. Lo que yo puedo asegurarte, Sinéad,
es que cuando un vampiro se cansa de vivir no hay fuerza celestial ni mundana
que lo aferre de la vida, que lo convenza de que todavía le quedan muchas
experiencias preciosas y apasionantes por vivir. No hay nada que nos ate a la
vida si nos cansamos de existir, Sinéad. Y yo creo que... que estoy agotado de
esta vida, de todos los años que tengo que cargar sobre mis hombros, de tener
que despertarme siempre con las mismas sensaciones, de tener que lidiar conmigo
mismo para aceptar que el mundo donde siempre he habitado está cada vez más
destruido. No hay vuelta atrás cuando a nuestra mente llega el deseo de morir.
—
Pero, padre, tú no puedes estar cansado de vivir...
Entonces, al fin, noté que
Leonard me miraba hondamente a los ojos. Al corresponder a su intensa mirada,
me percaté de que sus ojos estaban totalmente enrojecidos. Me estremecí cuando
la fuerza de su mirada escarlata cayó sobre mí. Sin embargo, no fue el vigor de
sus ojos sedientos lo único que me sobrecogió. Fue, sobre todo, advertir que en
el rostro tenía unas pequeñas quemaduras que él intentaba ocultar bajo sus
cabellos. Descubrir aquellas heridas me hizo deslizar los ojos por todo su
cuerpo. Al fijarlos en sus manos, estuve a punto de gritar cuando vi que allí
también tenía quemaduras que parecían mucho más graves que las que tenía en el
rostro. Sin decirle nada, me acerqué a él y, con mucho cuidado, empecé a
retirarle la manga de su camisa para observarle el brazo. Al advertir que su
piel estaba llena de quemaduras que parecían recién hechas, los ojos se me
llenaron de lágrimas.
Leonard, al apercibirse de que
había descubierto sus heridas, se apartó de mí, impidiéndome que siguiese
escrutando su piel en busca de más quemaduras. No fue capaz de seguir mirándome
a los ojos. Yo deseaba decirle algo, preguntarle qué querían decir aquellas
quemaduras; pero no me atrevía a pronunciar ni la palabra más sutil.
—
Sinéad, este amanecer me quedé dormido en el bosque —se excusó intentando
parecer sereno.
—
¿Cuántas noches hace que no te alimentas? —le pregunté con una voz
frágil.
—
Anoche me alimenté.
—
No es cierto. ¡Tus ojos desvelan que hace por lo menos una semana que
no pruebas la sangre! ¡Además, estás excesivamente pálido!
—
Tranquilízate, Sinéad —me pidió acariciándome las manos.
—
Déjame ver... Seguro que tienes más heridas... Tienes que curártelas,
padre —me quejé asustada.
—
Sinéad, ya te he dicho que fue esta mañana cuando...
—
No te creo. ¿Por qué no te alimentas, padre? —lo interrogué todavía
más espantada.
—
Sinéad, no, no me toques —me suplicó apartándose de mí cuando notó que
posaba mis dedos en los broches de su camisa.
—
Déjame ver, Leonard. Tengo que curarte. Sabes que puedo hacerlo.
—
No quiero que me toques —protestó con una voz susurrante.
—
¿Por qué? ¿Qué ocurre? Estás tan extraño...
—
Será mejor que te marches —me ordenó avergonzado aferrándome con fuerza
de las manos para impedir que siguiese acercándolas a su cuerpo—. No me
encuentro bien, Sinéad.
—
Vayamos a tu hogar... Tengo que curarte. Cuando lo haga, entonces...
—
¿Cómo piensas curarme?
—
Recuerda que mi sangre es muy poderosa. A veces he curado heridas con
tan sólo dejar caer sobre ellas unas gotitas de mi vida...
—
No, no quiero que lo hagas... Será mejor que te marches.
—
Leonard, no me seas terco —le imploré con ganas de llorar. Estaba tan
nerviosa que no controlaba las palabras que decía y, además, apenas podía
interpretar el sentido de las súplicas de mi padre.
Leonard no se opuso. Rendido y
abatido, permitió que lo condujese a su hogar. Cuando llegamos, ni siquiera me
detuve a observar su decoración. Me dirigí directamente hacia un gran sofá que
vi al entrar en el salón. Ayudé a mi padre a que se acomodase allí y me senté a
su lado.
—
Quiero que me digas cómo te has hecho estas heridas.
—
NO me hagas repetírtelo —me pidió cansado, apenas sin voz.
—
No te creo, Leonard. Precisamente acabas de decirme que estás cansado
de vivir. Dime, ¿has intentado...?
—
No, Sinéad.
—
Dime la verdad —volví a pedirle, esta vez sin poder evitar que las
ganas de llorar que sentía quebrasen levemente mi voz.
—
Sí.
Fue tan sólo un susurro, pero
fue un susurro cargado de tanto sentido que me sentí incapaz de interpretarlo.
Su contestación se hundió en mi alma como si de una espada se tratase y me hizo
arrancar a llorar silenciosamente. Empecé a preguntarme qué habría ocurrido si
me hubiese retrasado más en volver, si hubiese permitido que el tiempo
transcurriese veloz hasta acabar alejándome para siempre de mi creador.
Intenté que aquellos
pensamientos no me detuviesen. Me acerqué a Leonard y, tomándolo con cariño de
las manos, lo impulsé hacia mí. Le había asegurado que podría curar sus heridas
tan sólo dejando caer sobre su piel unas gotitas de mi sangre; pero pensé que
lo mejor sería que él bebiese directamente mi sangre para que ésta sanase todas
sus quemaduras.
—
No quiero que me des tu sangre, Sinéad —me confesó alarmado cuando percibió
mis intenciones—. Lo mejor será que te marches y me dejes solo. Vive tu vida
como has estado haciéndolo hasta ahora y olvídate un poco de mí, anda —me instó
apartándose de mí.
—
¿Se puede saber qué te pasa, Leonard?
—
Hace tiempo que nos hemos distanciado, Sinéad, no lo niegues. No se
trata únicamente de una distancia física, sino sobre todo anímica.
—
Si eso ha ocurrido, es porque hace mucho que estás extraño, Leonard
—me defendí nerviosa—. No quiero discutir contigo. Lo único que quiero es que
te cures. Cuando estas quemaduras hayan desaparecido, entonces conversaremos
serenamente sobre todo lo que nos ocurre.
—
No quiero que pierdas el tiempo conmigo.
—
Deja de decir estupideces —le pedí acercándome de nuevo a él—.
Permíteme ver tus quemaduras para saber cuánta sangre tengo que ofrecerte. ¡No
te me opongas! —lo retuve cuando percibí que de nuevo trataba de alejarse de
mí.
Leonard estaba demasiado
nervioso; lo cual me inquietaba muchísimo más. Sin embargo, no quise prestarles
atención a nuestras emociones. Me aproximé a él y, con mucha delicadeza, empecé
a desabrocharle los primeros botones de su camisa. Leonard no era capaz de
mirarme a los ojos, pero tampoco de apartarse de mí. Se había quedado
paralizado al notarme tan cerca de él. Yo intentaba que sus gestos y su quietud
no me desasosegasen, pero era incapaz de restar serena en aquel momento. Había
algo en el ambiente que me oprimía el estómago, como si se tratase de una
energía muy cálida que deseaba derretir el frío de nuestra piel.
Al desabrocharle los primeros
botones de su camisa, entonces vi que también tenía quemaduras en el pecho y en
el cuello. No fui capaz de decirle nada, pues la gravedad de aquellas heridas
me había robado la voz. Solamente me atreví a deslizar muy suavemente los dedos
por una quemadura muy profunda que tenía en el pecho. Lo único que podía sentir
en esos momentos eran unas incontrolables ganas de llorar.
Cuando Leonard notó mis sutiles
caricias, se estremeció levemente y me aferró con cariño de los hombros.
Entonces, sin pensar en nada, me lancé a él para abrazarlo con una fuerza muy
cariñosa mientras permitía que las lágrimas que llevaba reteniendo en mis ojos
durante tanto tiempo empezasen a rodar por mis mejillas. Al advertir que
lloraba, Leonard me acarició muy dulcemente los cabellos y me susurró con
culpabilidad y tristeza:
—
Perdóname, Sinéad. Perdóname, cariño mío.
—
¿Eres consciente de que me habrías dejado muy sola si el día hubiese
acabado contigo, Leonard? —le pregunté intentando controlar mis ganas de
llorar.
—
En aquel momento no pensé en nada. Enseguida me arrepentí de haberme
dejado acariciar por la luz...
—
¿Por qué lo hiciste? Dímelo, por favor —le pedí retirándome de su
pecho y secándome las lágrimas con mi fiel pañuelo—. ¿Fue por Scarlya?
—
No, no fue solamente por eso, sino por todo lo que he tenido que
soportar a lo largo de toda mi vida, Sinéad.
—
Pero en el mundo todavía hay seres que te queremos con todo nuestro
corazón —protesté con vergüenza.
—
No me quieres como desearía.
—
¿Qué quieres decir?
—
Quiero decir que últimamente apenas estábamos juntos. Te importaba más
Eros.
—
No es que me importase más... —titubeé sin saber qué decir—. No te
entiendo. Ha habido otras épocas en las que apenas hemos estado juntos, ya sea
porque preferíamos viajar cada uno por su cuenta o porque yo optaba por
quedarme con Arthur o quien fuese apartada del mundo...
—
No es necesario que comprendas nada. Y no te preocupes por mis
quemaduras. Yo mismo iré a curarme. No quiero que me des tu sangre, Sinéad.
—
¿Por qué? Tú me has curado muchas veces —me quejé al ver que se
alejaba de mí y se levantaba del sofá—. Estás tan extraño...
—
Será mejor que nos veamos en otro momento.
—
Como prefieras; pero, por favor, prométeme que no volverás a cometer
una locura tan triste... —le pedí alzándome también y arrimándome a él para
tomarlo de las manos con ternura.
—
Sinéad, no puedo prometerte nada...
—
Estás muy triste, Leonard... Creo que te conviene viajar a Lainaya con
nosotros y hablar con Scarlya, aunque sea por última vez.
—
No quiero ver a Scarlya ni en pintura, Sinéad.
—
Pues tendrás que destruir todos los retratos que has hecho de ella a
lo largo de tu vida —le sonreí pícaramente para intentar que él también
sonriese, pero no lo logré.
—
Ya lo he hecho.
—
¿Cómo?
—
Los he quemado todos.
—
Vaya, no hablaba en serio... Esos retratos eran muy hermosos... —me
lamenté con mucha pena.
—
No quiero saber nada más de Scarlya. Por mí, que se muera y se pudra
allí en Lainaya o en donde sea. Ahora tengo otras cosas mejores en las que
pensar.
—
¿De veras? ¿Está hablándome tu razón o tu rencor?
—
Mi razón. Yo no siento rencor ya, Sinéad. No merece la pena malgastar
las fuerzas del alma sintiendo rencor.
—
Me alegra oírte hablar así, pero...
—
Hace tiempo que yo también dejé de estar bien con Scarlya.
—
¿Por qué?
—
No me apetece contártelo. Digamos que me di cuenta de algunas cosas...
de que he estado engañándome durante mucho tiempo.
—
¿Engañándote?
—
Sí, Sinéad. No me preguntes nada más, por favor, y ve con Eros ya.
—
Me dejas muy intrigada y desorientada.
—
Será mejor que no sepas nada de esto. Nunca te enterarás de la
verdad...
—
¿Por qué, Leonard? —le pregunté con timidez.
—
Porque entonces nuestra vida se desmoronaría para siempre.
—
No puedes dejarme así, padre.
—
Antes que tu padre, soy tu creador, ¿verdad, Sinéad? —me cuestionó sin
mirarme a los ojos.
Aquella pregunta tan repentina
me hizo sentir un escalofrío, pero era incapaz de procesar las sensaciones que
me habían suscitado aquellas palabras. No supe qué contestarle. Nunca me había
preguntado qué prevalecía en la relación que mantenía con Leonard, si el hecho
de que me hubiese convertido en vampiresa o que me hubiese creado como su hija.
Así pues, solté sus manos y me quedé pensativa, sin saber cómo debía mirarlo.
Al fin, le contesté insegura:
—
Supongo que es más importante que seas mi creador; pero, si alguna vez
reniegas de mí como hija, debes saber que me dejarás inmensamente desprotegida.
Siempre he necesitado la figura de una madre, pero tú siempre has logrado
suplir ese vacío. Si alguna vez te pierdo, entonces...
—
Hay quienes son huérfanos para siempre, Sinéad.
—
Pero siempre les faltará algo; un guía, un ser en el que apoyarse,
alguien de quien puedan recibir consejos... No te entiendo, Leonard.
—
Es difícil entenderme, lo sé. Ni siquiera yo era capaz de hacerlo.
—
¿Quieres negarme? —le pregunté con miedo y tristeza.
—
No es eso exactamente.
—
¿Entonces? No comprendo nada, Leonard.
—
Te prometo que nunca te negaré. Siempre estaré a tu lado siendo lo que
deseas que sea para ti.
—
¿Y qué voy a desear que seas para mí sino mi padre, Leonard?
Leonard no me contestó. Fue
aquello en verdad lo que me desmoronó. Me sentí como si una mano de hierro me
hubiese apuñalado el alma. No obstante, intenté que Leonard no advirtiese mis
sentimientos. Ni siquiera era capaz de mirarlo. La desorientación más absoluta
y desgarradora se había apoderado de todo mi ser y era incapaz incluso de
respirar serenamente.
—
A veces tengo miedo, Sinéad. Tengo miedo a fallarte, a no ser lo que
esperas... Deseo que sepas que eres quien más quiero en el mundo, quien más he
querido en mi vida y quien más querré en la Historia. Nadie podrá destruir el
amor que siento por ti. Hemos vivido juntos durante muchísimos siglos, hemos
reído, hemos llorado al mismo tiempo, nos hemos apoyado mutuamente... Creo que
soy capaz de conformarme tan sólo con tu presencia para ser feliz. No necesito
nada más; pero, si veo que no estás bien, yo no puedo estar conforme con la
vida ni conmigo mismo. Tu luz es mi luz. Tus ojos, cuando brillan, son el sol
que jamás volveré a ver. No temas por mí. No volveré a hacer otra locura como
esa... Perdóname. En esos momentos únicamente podía experimentar mi derrota.
—
Vaya, Leonard...
—
Abrázame, Sinéad... —me pidió entornando los ojos—. Abrázame como hace
mucho tiempo que no me abrazas. Lo necesito.
Con un ápice de timidez tiñendo
nuestros gestos y nuestra mirada, nos abrazamos con un cariño que se acrecía
conforme los segundos transcurrían. Leonard me presionaba contra su cuerpo como
si quisiese protegerme de la oscuridad que nos rodeaba y yo me apretaba
levemente contra él para sentirme amparada entre sus brazos. Fue el abrazo más
amoroso, tierno y a la vez desesperado que nos dábamos en muchísimo tiempo. Me
costaba recordar la última vez que nos habíamos abrazado así, tan entregada y
dulcemente.
No obstante, algo me dijo que
aquel abrazo no se asemejaba a todos los que nos habíamos entregado a lo largo
de nuestra compartida historia. De los gestos de Leonard, de sus brazos y de
sus ojos, se desprendían unos sentimientos que no podían caber en mi alma, pues
eran mucho más grandes que el mismo mundo. Aquellas sensaciones me estremecían
dulcemente y me hacían sentir el empiece de un calor muy agradable que se repartía
por todo mi cuerpo. Aquella emoción tan tierna me hizo sonreír luminosamente.
Antes de separarnos, Leonard
dejó caer unos besos inocentes entre mis cabellos y me presionó por última vez
contra su cuerpo como si con aquel gesto quisiese pedirme perdón por errores
que él había cometido sin que yo lo advirtiese. Cuando nos soltamos, me reí
tiernamente al verlo sonreír con tanta luz y conformidad.
—
Gracias, Sinéad. Hacía mucho tiempo que nadie me entregaba un abrazo
tan sincero.
—
Ya sabes que puedo hacerlo siempre que lo desees —le contesté
sobrecogida.
—
Cuando regreses de Lainaya, por favor, vuelve a verme.
—
¿Estás seguro de que no quieres venir con nosotros?
—
No, Sinéad. No me apetece.
—
¿Y no quieres ver a Brisita? Está en nuestro hogar...
—
No me apetece forzarme a sonreír.
—
Está bien... Pues entonces nos vemos pronto.
Cuando regresé a mi hogar, hallé
a Brisita y a Eros todavía conversando animadamente. No obstante, la ilusión y
la felicidad que se desprendían de sus ojos no fue capaz de adentrarse en mi
alma, pues todo lo que había ocurrido con Leonard me había dejado el corazón
aterido y sobrecogido. Los saludé con respeto y una sonrisa fingida y me dirigí
hacia mi alcoba para prepararlo todo para marcharnos. Antes deseaba darme un
baño para intentar alejar de mi cuerpo todas esas sensaciones que trataban de
oscurecer mi presente. Había una sutil voz en mi mente que me susurraba ideas
que yo no deseaba escuchar.
Lo único que anhelaba era que
nada más se torciese en nuestra vida, que nuestro próximo viaje a Lainaya
estuviese anegado en inocencia y luz y que regresásemos de aquella tierra
entrañable portando en nuestro espíritu el hechizo de su pura y eterna magia.