viernes, 20 de noviembre de 2015

ABANDONANDO LA REALIDAD - 01. COBARDÍA


COBARDÍA
Hay épocas en las que solamente siento un intenso deseo de escapar dejándolo todo atrás, introduciéndome en caminos que nunca recorrí antes, llegando a lugares donde espero encontrar una belleza que pueda acariciarme el alma. El anhelo de huir grita en mi interior como si fuese una voz aparte de mis pensamientos y no me permite respirar serenamente; provoca que todo lo que me rodea tenga una apariencia punzante y desgarradora, me impide captar la hermosura de cualquier instante y me llena el corazón de llanto; convierte mis ojos en un mar de lágrimas donde se reflejan los momentos pasados. Los recuerdos de otros tiempos alzan su silencioso musitar, invaden mi mente todos aquellos recuerdos que una vez fueron mi presente y entonces me hallo inmersa en un mar de nostalgia que carece por completo de orilla, por el que me cuesta nadar.
Cuando el destino me lanza a una de esas melancólicas y grises épocas, no hay nadie que pueda tomarme de la mano para conducirme por los senderos agradables que construyen el paisaje de la vida, no puedo encontrar en ninguna mirada un rayo de luz que ilumine esa oscuridad que de pronto se ha cernido sobre todos mis pensamientos y que ha convertido en neblinas todos mis sentimientos. No hallo paz, aunque me encierre en un lugar que me permita conversar únicamente conmigo misma. La música se vuelve un vigoroso río de aguas turbias que me recorre el alma, dejando a su paso emociones mucho más fuertes que cualquier explosión. Todo lo que puedo sentir se torna añoranza, amor incluso; pero se trata de un amor indescifrable a las cosas pasadas, a los momentos que se fueron para siempre, al aspecto de esos lares que una vez creí mi hogar.
Y estos anhelos de escaparme del mundo que tan bien conozco siempre llegan con el otoño. El otoño viaja en el tiempo llevándose de cada instante que lo construye su matiz más dorado y melancólico. En mi alma encuentra el fin de ese viaje y entonces la llena de emociones que, por muy hermosas que me parezcan, me empequeñecen, me hacen creer que soy solamente un suspiro de aire perdido en medio de un huracán, una lágrima mezclada con una poderosa tormenta o un granito de arena desorientado en medio del desierto. No soy nada, o creo no ser nada, cuando esos deseos se convierten en mi única realidad.
Llevada por la corriente de mis sentimientos, un atardecer triste y lluvioso en el que el cielo no se atrevía a llorar esas lágrimas que humedecerían la naturaleza, volviéndola mucho más reluciente, salí de mi hogar con la sensación de que próximamente empezaría a recorrer un camino cuyo fin no se hallaba en la puerta que cruzaba entonces, dirigiéndome hacia ese bosque que tanto amaba, que tanto me amaba; un bosque que cada vez se encontraba más lejos de parecerse a aquél que yo había conocido hacía ya tantos y tantos años. Los árboles con sus ramas desnudas, las hojas caídas en el suelo, el grisáceo cielo que nos cubría: todo me parecía perteneciente a otro tiempo, como si de repente hubiese abandonado el presente que construía mi vida y me hubiese perdido por un futuro lejano en el espacio y en las edades de la Historia.
Caminé notando que mi alma le decía adiós a todo lo que dejaba atrás, sintiendo el soplar del viento que mecía las ramas de los árboles como si fuese la postrera caricia que te da un ser querido antes de abandonar la vida. Observaba tímidamente todo lo que me rodeaba como si me diese miedo experimentar esa tan conocida punzada de melancolía que siempre me traspasaba el alma cuando buscaba en mi entorno los matices más tristes de la naturaleza. Las sombras del anochecer ya se arremolinaban entre los árboles, apagando los últimos destellos de luz que brotaban del grisáceo cielo de aquel día otoñal.
Un feroz nudo nació de pronto en mi garganta y me la presionó con tanta fuerza que tuve que cerrar los ojos. No sabía por qué me sentía tan súbitamente triste. El origen de mis intensos sentimientos se encontraba en lo que la naturaleza me transmitía silenciosamente, como si me susurrase palabras pronunciadas en un idioma que sólo mi corazón sabía comprender.
«Corre —me dije—, corre y aléjate al fin de todo lo que te hiere. Sabes muy bien hacia dónde tienes que dirigirte, sabes quién te espera al otro lado de este mundo. No tengas miedo. El tiempo que has permanecido lejos de esa tierra no te impedirá que todos te acojan con el amor que siempre han sentido por ti». Mis pensamientos pretendían ser alentadores, pero, sin embargo, todas las palabras que me transmitían estaban teñidas de certezas nostálgicas que yo no me atrevía a reconocer. Era plenamente consciente de que, si corría y corría distanciándome del mundo que me veía caminar, me costaría mucho retornar al hogar que en esos momentos compartía con Tsolen, de quien me había despedido con un simple: «vuelvo enseguida». No, no era verdad. No volvería enseguida, y lo sabía; pero me costaba tanto aceptar esa realidad...
No me importó que todos esos instantes fuesen confusos para mí. Empecé a correr ignorando las sensaciones que gritaban por dentro de mí; las que me advertían de que estaba huyendo como una cobarde de algo a lo que debía enfrentarme para poder combatirlo. No me importó que mi razón me avisase de que, si abandonaba ese mundo, permanecería lejos de mi hogar durante un tiempo que ni yo misma sería capaz de prever.
Lo único en lo que pensaba era que deseaba volver a verlos a todos. Llevaba alejada de mis seres queridos de siempre desde hacía muchísimo tiempo; un tiempo que me costaba contar. Así pues, impulsada por ese mágico y hermoso anhelo, permití que la velocidad más inalcanzable se apoderase de todo mi cuerpo y me instase a correr cada vez más rápido, atravesando los bosques que tanto conocía ya y dejando atrás las afueras de la ciudad donde tantas veces me había alimentado, hasta que al fin, cuando me sentí alejada de todo lo que podía detenerme, me alcé hacia el cielo y volé a través de las nubes, sintiendo en mi piel los últimos suspiros de la vida de ese día que moría más allá de las montañas.
Conocía muy bien el camino que debía seguir para alcanzar mi destino; un destino que se hallaba al otro lado de la realidad en la que todos los seres de la Tierra creían vivir. Para mí existía otra realidad, tímidamente ignorada por mi alma hasta entonces, donde habitaban casi todos aquéllos que yo había amado con toda mi alma. Tal vez hubiese temido volver a aquel mundo creado por la unión del espíritu de la naturaleza con mi alma porque sabía que en aquel lugar podía reencontrarme con sentimientos pasados que podían hacer temblar toda mi vida; pero había llegado el momento de volver a verlos, de saber que estaban bien.
Leonard, Tsolen y Scarlya todavía vivían en el presente que yo deseaba abandonar por miedo a alejarse excesivamente de ese mundo que a mí tanto me hería, cuya apariencia estaba convirtiéndose en lares desiertos donde era difícil respirar ese aire puro que siempre nos entregaron las montañas. Incluso Arthur se había marchado de la tierra de nuestros sueños para volver junto a mí y probar a encontrar en mis ojos la estela de ese amor tan fuerte que nos unió de forma irrevocable, que siempre, siempre, nos ha unido, aunque nuestras vidas hayan cambiado. Arthur se perdió por los entresijos de la muerte y ya no pudo disfrutar de la vida, porque así él lo decidió; pero todavía quedaban en mi destino muchos ojos a los que asomarme para hallar el reflejo de todos esos momentos que viví una vez siendo feliz o llorando tan hondamente que era imposible consolarme.
Apenas le prestaba atención a lo que dejaba atrás, no me fijaba en las ciudades que pasaban por debajo de mí, perdiéndose en las brumas de la noche. Me dirigía hacia un lugar que no existía en ningún mapa, que solamente mis seres queridos y yo podíamos hallar más allá del horizonte. Volaba sin importarme que la sed gritase cada vez con más intensidad por dentro de mí. No me había alimentado, pero sabía que en aquel mundo mágico no necesitaba sentirme plenamente fuerte, pues la magia de esa tierra me proporcionaría la serenidad que la sangre podría haberme entregado si me hubiese alimentado antes de comenzar a volar.
No sabía dónde me hallaba, pero podía intuir que cada vez estaba más cerca de Lacnisha. El frío que me rodeaba me trajo de repente a la memoria el recuerdo de todos esos viajes que yo había realizado para llegar hasta esa isla que para mí era mucho más que un lugar del mundo. Era la materialización de todo ese amor de madre que yo había perdido desde que había abandonado la vida humana. Lacnisha me acogía como si fuesen unos brazos eternos que siempre podían protegerme. Rememoré todas esas ocasiones en las que había volado desesperadamente hacia esa isla blanca que refulgía en medio de unas brumas indisipables que ocultaban la sempiterna luz de las estrellas. Sentí en mi alma toda la agonía y la tristeza que brotaba de esos recuerdos. Supe, como si aquella certeza me la revelase la cercanía de Lacnisha, que siempre había deseado estar allí, en el primer hogar que tuve en mi existencia vampírica, para huir de todo el dolor con el que la vida deseaba destruirme, para reencontrarme con esa parte de mí misma que la tristeza siempre pretendía apagar.
No me hallaba en una situación semejante a aquéllas que había vivido en un tiempo tan lejano; pero sí es cierto que también estaba alejándome del mundo para reencontrarme con Lacnisha porque anhelaba huir de esa realidad que cada vez me hacía más daño sin yo saber por qué. Es cierto que deseaba que Lacnisha (y, más concretamente, el mundo que entre la naturaleza y yo habíamos creado) me devolviese la facilidad para sonreír, la luz con la que mis ojos solían brillar y las ganas de reír, de seguir soñando.
Mi nombre es Sinéad; aunque puedo afirmar que, si estás leyendo estas palabras, no necesitas que me presente. He vivido, como sabes, una existencia tan larga y tan llena de instantes tanto difíciles como hermosos que sería imposible que cupiesen en una memoria. Y los momentos de mi vida que narro en estas páginas pertenecen a una época en la que apenas encontraba las razones para sonreír libremente. En estos instantes, te escribo desde un hogar antiguo que se asemeja a los castillos más imponentes y preciosos en los que habité a lo largo de mi extensa vida. Sin embargo, la naturaleza que lo rodea ya no brilla tanto como la que protegió todas mis moradas. Los árboles ya no desprenden el mismo aroma a savia intacta y virgen. Las flores no resplandecen igual bajo los últimos rayos del atardecer (esos rayos de los que debería huir, pero apenas me importa ya que la luz me dañe). Ya no hay tantos animales corriendo libre a través del bosque y, cuando la noche cae sobre todo lo que forma este entorno, ya no se oye ese silencio profundo y casi sepulcral que las aves nocturnas tanto miedo tenían de romper. Ahora percibo el murmullo continuo e ininterrumpido de los coches, el incesante sonar de los aviones, la voz incansable de la Modernidad.
En aquellos instantes, cuando volaba rápida y casi desesperadamente a través de las nubes hacia Lacnisha, notaba que todo lo que me rodeaba me presionaba el alma, me encerraba en un presente que no me hacía feliz y que continuamente provocaba que anhelase que todo desapareciese.
Me quedaba poco para perder los ojos por la brillante nieve que formaba eternamente el suelo de Lacnisha. Ya podía atisbar, en las brumas de la lejanía, las nubes que cubrían su cielo, que protegían sus árboles y que mantenían a Lacnisha fuera del alcance de cualquier mirada. Cerré los ojos con fuerza cuando el viento se volvió mucho más frío, cuando pude notar que mi piel se helaba y se helaba hasta casi congelarse. Ya había llegado a Lacnisha.
Me dejé caer con su nieve hacia el suelo, nevé junto a esos copos como si yo fuese otra lágrima del invierno más que brotaba de esas incansables y espesas nubes liliáceas que les habían dado color a mis ojos. Noté que la nieve se me posaba en los cabellos, en las manos, resbalaba por mis mejillas como si hubiesen nacido de mi mirada. Ya podía abrir los ojos y tocar con los dedos esa tierra que siempre me había acogido como lo hace una madre cuando nos sentimos tristes o desprotegidos.
Lacnisha resplandeció ante mí, llenándome el alma de tanta ternura que tuve la sensación de que aquélla era la primera vez que me hallaba en aquella isla tan mágica que se mantenía imperturbable al paso del tiempo. Siempre sería así, tan bella, tan reluciente, tan inmensamente solitaria. Siempre estaría anegada en el mismo silencio que me había serenado en esos momentos en los que me sentía tentada de callar mi voz para siempre, en los que lo único que deseaba era llorar y llorar abandonando todas las estelas de esperanza que aún quedasen en mi alma.
     Hola, Lacnisha —susurré con mucho amor. Sabía que ella podía comprender mis palabras—. He vuelto a ti.
Mas sabía que mi viaje no terminaba en Lacnisha. Lacnisha era una parada únicamente, era ese portal que me permitiría acceder al mundo de ensueño que había nacido de mi alma con la ayuda del espíritu sempiterno de la naturaleza. Así pues, antes de que el tiempo acercase la noche al amanecer, cerré los ojos con fuerza y, sentándome en el suelo para tañer esa esponjosa y eterna nieve que sería el alma brillante de Lacnisha para siempre, reuní todas mis antiguas fuerzas en mi corazón. Las agolpé en mi mente para que se convirtiesen en el único propósito que existía para mí. Hacía mucho tiempo que no me esforzaba por traspasar las fronteras que separan la magia de la realidad para regresar a esa tierra que había brotado de mis deseos más hondos.
Empecé a notar que mi alrededor cambiaba, que el frío aliento de Lacnisha se convertía en una brisa suave que meció levemente mis cabellos y quiso despeinarme el flequillo. De repente recordé que en aquel mundo la luz del sol no podía hacerme daño, pues la naturaleza me había ayudado a crear una atmósfera que nos permitiría vagar bajo aquel eterno y potente fulgor sin sentirnos heridos.
Fue lo primero que percibí: la caricia cálida de la luz del día. Además capté que la tierra donde me hallaba sentada estaba alfombrada por una hierba mullida entre cuyos tallos se escondían las flores más refulgentes que jamás pudo alumbrar la naturaleza. Olía a vida, a savia, a libertad; todos esos aromas que siempre habían invadido los bosques, que yo había conocido hacía muchos siglos entre los árboles más potentes; ese olor que la contaminación cada vez atenuaba más, que estaba desvaneciéndose para no regresar jamás a nuestra vida.
Ya podía abrir los ojos, pero realmente no me atrevía a hacerlo. La emoción más tierna y a la vez intensa me anegaba toda el alma. Hacía mucho tiempo que deseaba captar con mis sentidos una naturaleza tan viva, tan sana, tan pura y tan inmaculada. Además, todos los sonidos que musitaban a mi alrededor me habían hechizado: el canto de los pájaros, la suave voz del viento soplando entre unas ramas llenas de hojas, el despreocupado caminar de algunos animales, el tenue movimiento de los pétalos de las flores, el siseo de algunos insectos; y el silencio, sobre todo ese silencio que no estaba interrumpido por el ronquido horrible de los motores de los coches. Notaba que el cielo que me cubría estaba totalmente limpio. Era un cielo que jamás había sido atravesado por ningún avión.
No pude evitar que las lágrimas me llenasen los ojos. Empecé a llorar silenciosamente, con miedo a que mis suspiros quebrasen la paz que lo anegaba todo. No podía saber muy bien por qué lloraba; sólo sentía que necesitaba hacerlo; que, por primera vez después de mucho tiempo, nadie me recriminaría que plañese. No tendría que darle a nadie ninguna explicación de por qué estaba tan emocionada. Únicamente tenía que dejarme llevar por mis sentimientos para que las lágrimas arrastrasen al exterior todo lo que me afligía.
     No sé por qué no he vuelto antes —me dije entre suspiros de melancolía—. No sé por qué sigo viviendo en ese mundo maldito teniendo en esta tierra un hogar tan acogedor. No quiero que nadie lo estropee nunca y tengo la sensación de que, viniendo de donde vengo, puedo quebrar la magia de este lugar.
No necesitaba que nadie contestase a mis palabras. La naturaleza que me rodeaba ya lo hacía con la voz del día, el cielo me enviaba su luz inofensiva en señal de respuesta y el viento todavía mecía mi flequillo como si quisiese acariciarme para alejar de mí todo aquello que me entristecía.
No obstante, aunque llorar fuese lo que más necesitaba, luché contra mis sentimientos para lograr que de mis ojos ya no brotasen más lágrimas. Anhelaba reencontrarme con mis seres queridos, a quienes hacía mucho tiempo que no veía, y deseaba que mi mirada brillase solamente para ellos. Así pues, me levanté tras limpiarme las lágrimas con mi fiel pañuelo y empecé a caminar a través de ese bosque, sintiendo cómo el tibio fulgor del sol me envolvía en un halo de serenidad eterno e inquebrantable. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una paz tan inmensa. Llorar me había ayudado a poder percibir mejor los matices de la naturaleza que me rodeaba y apreciar más la belleza de ese mundo en el que apenas me había atrevido a pensar durante los últimos años.
Me percaté de que, a lo lejos, entre las montañas, había algunas casitas de madera clara. Todas tenían un tejado triangular que les daba una apariencia entrañable de cuento. Sonreí al preguntarme quién viviría en aquellos pequeños hogares tan humildes. No necesité pensar mucho para adivinarlo.
En alguna de aquellas casitas, precisamente en una que quedaba en lo alto de un valle, seguramente vivirían mis padres humanos y Geork. Al pensar en ellos, sonreí nítida y ampliamente después de mucho tiempo sin hacerlo. Empecé a correr tiernamente hacia aquel hogar tan hermoso, alentada por la posibilidad de verlos en cuanto llegase hasta allí. Sabía que no podían ser otros los habitantes de aquella casa, pues los conocía y sabía que se conformaban con poco, con lo necesario.
Atravesé un bosque precioso de acacias y hayas que habían perdido todas sus hojas y al fin, junto a un río caudaloso de aguas nítidas en las que se reflejaba la cálida y azulada luz del día, encontré aquella casita tan hermosa e inocente. La puerta estaba custodiada por muchas flores que cubrían el suelo y de las ventanas se desprendía un tibio aroma a madera recién pintada y a lumbre. Entonces me fijé en que por la chimenea se escapaba un humo casi transparente que se perdía en la inmensidad de aquel refulgente cielo, formando de vez en cuando nubes esponjosas que se deshacían en destellos dorados cuando rozaban la hierba que alfombraba todo aquel bosque.
El viento seguía soplando muy tibiamente entre las ramas de los árboles. Me parecía imposible creer que en aquel mundo también fuese otoño. Deduje que, cuando el atardecer empezase a apagar el resplandor del día, el frío que presagiaba la cercana llegada del invierno convertiría en helor todas las brisas tibias que mecían las hojas perennes de algunos árboles. Me imaginé que las sombras de la noche dejarían un rastro de relente al deslizarse por las flores, como si con aquellas inocentes gotitas de oro quisiesen cerrarles los ojos.
     ¿¿Sinéad?
Me había quedado tan embelesada sintiendo la magia de aquella eterna naturaleza que apenas me percaté de que alguien me observaba desde una de las ventanas de aquella casita tan hermosa y aparentemente acogedora. Me reí silenciosamente cuando reconocí la voz de quien me había apelado con tanta sorpresa y conformidad.
     Geork —lo llamé incrédula. Hacía tanto tiempo que no lo veía que apenas recordaba que se hubiese convertido en un vampiro tan hermoso y apuesto—. Jamás me acostumbraré a verte así.
     A mí me sucede lo mismo contigo. Siempre veo en ti a mi hermana de carne y hueso —se rió tiernamente—. Pasa, ¿no? Quiero enseñarte nuestra nueva casa. La construimos al poco tiempo de que te marchases.
No le contesté. Recordé de repente lo que me había costado convertir a mi hermano en vampiro, notar su sangre en mis labios y rogarle a todo lo que existía que la sed no me impidiese volverlo inmortal. Había temido muchísimo por su vida, tanto que me había sentido tentada de pedirle ayuda a Tsolen o a Leonard; pero la transformación había finalizado con éxito y Geork había devenido en uno de los vampiros más hermosos que jamás pude convertir.
Cuando me adentré en su hogar, recordé, sin saber muy bien por qué lo hacía, todo lo que había vivido con mi madre y con Geork en aquellos pocos años en los que la pobreza nos había permitido respirar serenamente durante un tiempo efímero. Rememoré todos aquellos instantes que había compartido con ellos en aquella morada que habíamos encontrado en medio de la desesperación. También me acordé de lo tiernamente felices que habíamos sido viviendo junto a Elitza en una casa antigua que guardaba infinidad de recuerdos.
     Es preciosa y además se parece a los pocos hogares en los que habitamos en nuestra vida humana —le dije con admiración observando mi alrededor con fascinación—. Los muebles, la decoración y las alfombras me recuerdan a esos momentos tan bonitos que todos compartimos cuando la suerte nos sonrió un poquito.
     Nunca podré olvidar esos momentos, aunque la muerte me haya mantenido lejos de la vida durante un tiempo inmensurable —me aseguró sentándose junto a la lumbre; la que danzaba con dulzura y delicadeza, tiñendo de oro los rincones—. Desde que me convertiste en vampiro, siento un amor muy fuerte por el calor del hogar. Aunque allí afuera el viento sea templado, me gusta mucho colocar las manos cerca del fuego.
     Sí, sí, es una sensación infinitamente agradable —le sonreí sentándome a su lado—. Yo también la adoré siempre.
     Creo que nos parecemos mucho, aunque nunca lo hayamos comprobado.
Los ojos verdes de Geork se habían vuelto profundos y muy expresivos. Le brillaban mucho, como si todavía los humedeciesen las lágrimas que brotaban de su mirada cuando era humano. Su pelo negro y rizado enmarcaba un rostro adornado con la serenidad más inquebrantable. Cuando sonreía, entornaba los ojos y sus curiosos pómulos emergían de sus mejillas, dándole a su faz una apariencia completamente inocente. Me resultaba imposible creer que aquel ser tan puro necesitase matar para sobrevivir.
Estaba vestido de una forma muy moderna; con una camisa azul y unos pantalones negros. Calzaba unas botas negras también con las que parecía sentirse inmensamente cómodo. Me fijé en que de su piel emanaba un tibio aroma a perfume de hombre. Aquello me hizo reír.
     Te echas perfume y todo —me reí con mucho cariño.
     Sí, me gustan mucho los perfumes. Prefiero ir oliendo a perfume.
     Igualmente nuestro cuerpo no despide un olor incómodo, al contrario.
     Tú hueles muy bien. Hueles a flores, Sinéad —me desveló riéndose tiernamente, fingiendo recriminarme que de mi cuerpo se desprendiese aquel tibio aroma—. Tú no necesitas perfumes.
     A veces me echo.
     No los necesitas.
     ¿Cómo va todo por aquí?
     Demasiado bien, Sinéad. Parece mentira que esto sea real, que la vida sea esto —me confesó entornando los ojos. Advertí que le temblaban los labios—. Me pregunto si alguna vez esto tendrá fin, si de nuevo ocurrirá como en nuestra vida humana...
     No, no, nunca os sucederá nada malo si permanecéis en este mundo. Jamás tratéis de vivir en otra parte. Yo...
     ¿Por qué tú no vives con nosotros?
     Lo cierto es que no lo sé; pero realmente tampoco lo entiendo.
     ¿Eres feliz, hermana? —me preguntó acercándose más a mí y tomándome suavemente de las manos.
No me atrevía a contestarle, pues temía quebrar la magia que adornaba aquel momento; pero de repente sentí que Geork podía comprenderme a la perfección. Sin embargo, no pude responderle. Alguien entró en aquel confortable y acogedor hogar antes de que pudiese pronunciar la más sutil palabra.
     Mamá —exclamó Geork con mucho amor soltando mis manos—, mira quién está aquí.
     Sinéad —susurró Klaudia. Su voz sonreía.
Incomprensiblemente, de nuevo los ojos se me habían llenado de lágrimas. Esta vez, sabía que tenía ganas de llorar porque había descubierto que viviendo en otro mundo estaba negándome la posibilidad de compartir con mis seres queridos la vida en la que siempre deseé existir con ellos.
     Hija, cariño —me musitó Klaudia posando una de sus manos en mi cabeza y acariciándome los cabellos—; ¿qué te sucede? ¿No quieres saludarme?
     Madre...
Mi voz reflejó toda la emoción que me anegaba el alma. «Soy inmensamente tonta», me recriminé levantándome de la silla que ocupaba y abrazándome a mi madre con una delicadeza que escondía toda la desesperación que experimentaba. «Si me siento sola, si extraño el amor de una madre, es solamente culpa mía».
     ¿Estás triste, Sinéad? ¿Qué te sucede?
Klaudia me abrazaba como siempre lo había hecho, con ese amor que únicamente ella sabía entregarme, protegiéndome entre sus brazos, haciéndome sentir que ni en el mundo ni en la vida existía nada que pudiese dañarme. Me costaba creer que ella también fuese una vampiresa eterna y poderosa de cuyos fuertes brazos podía desprenderse una dulzura incalculable.
     Me alegro mucho de veros, madre —le confesé intentando que mi voz sonase clara, pero el llanto la convertía en un tímido susurro.
     ¿Qué significa ese trato, Sinéad? Ya no estamos en la Edad Antigua —se rió tomando mi cabeza entre sus manos y apartándola de su pecho para mirarme a los ojos—. Llámame mamá y no me trates de vos, por favor —me pidió sonriéndome con mucha luz.
     Nunca podré acostumbrarme a llamaros de otro modo...
     Está bien, pero no quiero que me sientas lejos de ti.
     Al contrario, trataros así me hace sentir que para mí sois única.
     Está bien. Ahora dime por qué lloras, cariño —me solicitó limpiándome las lágrimas que no dejaban de resbalar por mis mejillas—. Estás hermosa, incluso cuando plañes.
     Vos también lo estáis, madre. Seguís siendo la mujer más bella de la Historia.
     Oh, no, eso no es verdad —se rió avergonzada agachando la cabeza.
La apariencia de Klaudia era entrañable. Sus ensortijados cabellos se habían vuelto mucho más rojizos y de sus ojos verdes y grandes emanaba un fulgor tan tierno que me parecía imposible que ella hubiese vivido momentos delirantes en los que había pugnado con todas sus fuerzas contra la muerte. Era alta y muy delgada, pero su cuerpo tenía una forma hermosísima que ella acentuaba con los vestidos que portaba. En aquellos momentos llevaba un precioso vestido azul que remarcaba la palidez viva de su piel.
     Tenía tantas ganas de veros a todos...
     ¿Y por qué no has venido antes, hija?
     No lo sé.
     Eso mismo pienso yo —intervino Geork situándose a nuestro lado—. Le he preguntado si en la vida que tiene ahora es feliz, pero no me ha contestado.
     Yo te lo diré, Geork: no, no es feliz, y lo sé porque conozco cómo brillan sus ojos cuando lo es, y ahora su mirada está llena de nostalgia; pero ahora mismo Sinéad nos explicará qué le sucede —le aseguró Klaudia a Geork tomándome de la mano y conduciéndome hacia afuera—. Hace un día precioso como para que nos quedemos encerrados en esta casita que, aunque es acogedora, no puede entregarnos los aromas que inundan el bosque, ¿no creéis?
Los dos le ofrecimos como respuesta una sonrisa tan llena de amor que Klaudia no pudo evitar que sus mejillas se cubriesen de rubor. Nos condujo ligeramente hacia la vera del río, donde nos sentamos perdiendo los ojos por los claros reflejos que las aguas les regalaban a los árboles y al cielo azulado y brillante que nos protegía.
     Nunca he sido tan feliz, Sinéad —me confesó sin mirarme a los ojos. Supe que no lo hacía porque la emoción más intensa se apoderaría de sus sentimientos si se hundía en mi mirada—; pero me faltas tú para poder ser plenamente feliz, cariño. Ven a vivir con nosotros, aunque sea por un tiempo. Creo que te hará bien. Yo creo que no eres feliz porque en ese mundo lleno de maldad y destrucción no puedes serlo. Es imposible que un alma tan pura como la tuya encuentre paz en una tierra que cada vez está más anegada en locura.
     Yo también lo pienso —me aseguró Geork con una voz cargada de seriedad.
     Sí, sí quiero vivir aquí —les confesé casi desesperada mirando hacia las poderosas montañas que teníamos enfrente, perdiendo los ojos por el verde valle que se escondía entre los árboles—. Yo no puedo encontrar paz allí, ya no puedo...
     Pero no llores, Sinéad —me pidió Geork rodeándome la cintura con su brazo derecho.
     Si necesita llorar, déjala que lo haga, hijo.
     No, no quiero llorar más...
     Cuando no estás bien, Sinéad, no puedes ocultárnoslo. Te conozco mejor que tú a ti misma.
     Tsolen no quiere vivir aquí. Piensa que es peor si nos distanciamos del mundo donde nacimos.
     Si Tsolen no quiere vivir aquí, tú no tienes por qué quedarte en esa tierra tan peligrosa —protestó Geork con un deje de rabia en su voz.
     Pero tampoco puede abandonarlo allí. Es su amor.
     Sinéad tiene muchos más amores aquí que la apreciarían más, que se preocuparían más por su felicidad.
     Por favor, no subestiméis a Tsolen. Él se preocupa muchísimo por mí —lo defendí con tristeza.
     No, Sinéad, nosotros jamás minusvaloraremos su amor —me indicó Klaudia con mucho cariño.
     Tsolen es genial —recordó Geork sonriendo ampliamente—; pero me gustan más otros para ti.
     No me digas esas cosas, Geork, que me muero de vergüenza —me reí tímidamente.
     Quédate aquí, Sinéad, por favor —me pidió mi madre tomándome de las manos.
     Sí, sí, me quedaré.
     ¿Irás a decírselo a Tsolen? —me preguntó mi hermano.
     No me apetece nada volver a ese mundo, atravesar la distancia que me separa de mi hogar y...
     Pues no lo hagas. Si Tsolen te echa de menos, ya sabe dónde puede buscarte —resolvió Geork traviesamente. No pude evitar reírme al notar toda la rebeldía que se escondía en sus palabras.
     Puedo comunicarme con él a través de los sueños para confesarle que me encuentro aquí y para pedirle que venga conmigo...
     No, no le pidas nada. Si quiere estar a tu lado, atravesará la distancia que os separa y se introducirá en este mundo —me aconsejó mi madre—. Dile que estás aquí, pero no le ruegues nada. Disfruta de todos nosotros y deja que sea el tiempo el que ponga las cosas en su lugar.
     Tal vez tengáis razón. ¿Cómo habéis adivinado que no estamos muy bien?
     Te conozco mejor que a mí misma, Sinéad. Sé todas las cosas que nunca me has contado —me sonrió; aunque su afirmación me hizo sentir escalofríos—. Anda, ve a dar un paseo por estos bosques y busca a tu padre, a Ernest.
     Me apetece hablar más con vosotros —la contradije dulcemente.
     Te apetece hablar concretamente con madre. No te preocupes, no me enfado, lo entiendo perfectamente —apuntó Geork levantándose del suelo y dirigiéndose hacia el hermoso valle que se dominaba desde la falda de la montaña donde nos hallábamos—. Yo voy a ver si encuentro a Áurea.
     ¿Áurea? —pregunté extrañada.
     Ay, sí. Se llevan demasiado bien —me confesó mi madre en un susurro.
     ¿Y Eitzen?
     Eitzen tiene tantas ganas de verte, hija... No sé si entre Áurea y tu hermano hay algo más que amistad. Nunca me lo ha dicho; pero yo sé que ella le gusta mucho, mucho. Lo noto en sus ojos cuando la mira. Es la primera vez que tu hermano se enamora y creo que está tan enloquecido de amor que solamente piensa en la felicidad de ella. Sé que nunca le confesará lo que siente con tal de no incomodarla; pero Áurea tampoco deja muy claro que para ella él sea solamente un amigo... Cuando están juntos, se toman siempre de las manos, se miran hondamente a los ojos, se ríen mucho, disfrutan mucho de su compañía y están horas y horas paseando por el bosque. Se bañan juntos en el río, se pierden por este mundo y regresan cuando nos hemos olvidado de que desaparecieron.
     Vaya... pero ¿sabéis si Áurea sigue enamorada de Eitzen?
     No he captado lo contrario.
     Esperemos que nadie sufra.
     No, en este mundo parece imposible que exista el sufrimiento.
     ¿Y con padre cómo estáis?
     Muy bien, muy bien —me sonrió con felicidad—. Somos muy felices; pero ahora lo seremos mucho más si te quedas con nosotros. No quiero chantajearte.
     No, no, no es chantaje.
     Lo digo porque sé perfectamente que en ese mundo...
     Madre, todo lo que pensáis sobre mí es cierto. Yo no puedo ser feliz en ese mundo, no puedo.
     Pero no te pongas triste otra vez. Esta tierra siempre existirá.
     No es cierto, madre. Este mundo existirá mientras a la naturaleza de la Tierra aún le quede aliento. El día en que la voz de esa naturaleza se calle para siempre, todos estos bosques, estas montañas y estos ríos desaparecerán. Y, si yo me desvanezco, este mundo también se apagará...
     Pero tú no te desvanecerás nunca. Por eso tienes que quedarte aquí, Sinéad. Es posible que tu vida corra peligro en el otro mundo.
     Lo corre, te lo aseguro; pero no porque pueda sucederme algo lamentable por culpa de los humanos o porque no encuentre un lugar seguro donde vivir, sino porque la tristeza cada vez me anega más el alma y está destruyendo todas mis ganas de seguir soñando, está deshaciendo mis esperanzas y mis ilusiones. Yo no puedo más, madre, no puedo más...
     La magia de este mundo te sanará, cariño —me aseguró mientras me abrazaba con mucha ternura. Dejé que sus brazos volviesen a protegerme y lloré silenciosamente en su pecho, tal como hacía cuando era niña y me sentía desamparada por culpa del hambre y del frío—. Yo siempre estaré contigo para darte todo el amor que te tengo, hija mía.
     Lo siento mucho, madre —me disculpé con muchísima pena.
     ¿Qué sientes, amor mío?
     Siento mucho haberos dejado sola aquella noche, cuando estaba a punto de morir. Siento haberme rendido sin pensar en nadie más que en mí misma.
     No, no, Sinéad, no —negó asustada—. No pienses ahora en eso.
     Siempre deseé pediros perdón, siempre.
     No tienes por qué sentirte culpable ni pedirme perdón. Te pusiste enferma, Sinéad.
     Me rendí.
     Pero ahora estamos juntas en un mundo mágico que nunca se desvanecerá. No pienses en nada más. Solamente intenta encontrar la felicidad en esta tierra.
     Gracias, madre.
Entre los brazos de mi madre, creía firmemente que nada podía herirme. Habían quedado atrás esos momentos en los que la tristeza me había hecho desear alejarme de mi vida para siempre. Me olvidé de que, hacía apenas unos instantes, había llorado de pena mientras volaba hacia Lacnisha. En aquel mundo, bajo la suave y cálida luz del día, los problemas no existían. La melódica voz de la naturaleza me susurraba certezas que sí me sentía capaz de aceptar: en aquella tierra podría desprenderme de todo lo que me asfixiaba, podría vivir instantes maravillosos con los seres que me habían querido desde el primer suspiro de su vida, que siempre habían habitado en mi corazón convertidos en un recuerdo potente e inquebrantable que ni el olvido más poderoso podría borrar jamás.