domingo, 26 de junio de 2016

LA VISITA - 02. UN MUNDO DE AROMAS Y COLORES

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Un mundo de aromas y colores

A mi alrededor no quedaba nada que me resultase conocido. Habían cambiado las sensaciones que experimentaba, había mutado el olor del viento y el matiz del vacío que me anegaba la mirada. No podía abrir todavía los ojos, pero me imaginaba que mi entorno se había llenado de matices que jamás había percibido. Me envolvía un suave aroma a flores, pero se trataba de una fragancia totalmente desconocida para mí.
Durante el tiempo que había transcurrido desde que había abandonado mi mundo hasta que mi alrededor había cambiado, había perdido por completo la estela de las percepciones que tan nítidamente había captado antes de que todo desapareciese. Había dejado de notar cómo Loyei se aferraba con desesperación y miedo a mí, había sido imposible pensar en algo externo a aquel momento y había perdido la noción del espacio y de mi propia existencia.
Sin embargo, en esos momentos ya había comenzado a recuperar la percepción de mi cuerpo, de mi alma y de mi entorno. Notaba, de nuevo, cómo Loyei me apretaba los hombros con sus pequeñas manos y cómo nuestro alrededor se templaba como si se hubiese prendido una tierna lumbre.
Ya puedes abrir los ojos —me avisó una voz desconocida; pero enseguida supe que era Loyei quien se había dirigido a mí—. Bienvenida a mi morada, Sinéad.
Me sentía muy extraña, como si no tuviese materia. Me parecía que solamente mi ser se formaba de aire y de colores, pero aquella sensación me resultaba totalmente incomprensible e imposible, así que abrí los ojos e intenté centrarme en lo que me sucedía y en lo que captaban mis desorientados sentidos.
No pude evitar que un suspiro de sorpresa me brotase de las entrañas. No podía comprender la apariencia de mi alrededor. Nunca había visto ni sentido nada parecido. Había tantos matices que me sentía cegada. La luz del día no provenía únicamente del cielo, sino que emanaba de los árboles que nos rodeaban, de la tierra que podía ser nuestro suelo y que sin embargo parecía repelernos, de las flores que lo cubrían todo, del aire que soplaba entre las ramas de los árboles, incluso parecía desprenderse de nuestro cuerpo. Era un mundo agobiante hecho solamente de fulgores que resplandecían desesperadamente.
Loyei, no puedo soportarlo —protesté perdiendo el equilibrio; pero el suelo no me acogió cuando anhelé tumbarme sobre sus flores, sino que me mantenía flotando en el aire como si en ese mundo no existiese la gravedad—. Por favor, Loyei, ayúdame.
¿Qué te resulta tan incómodo? —se rió Loyei. Tenía una voz cristalina y una risa hecha de campanitas—. No puedes tocar el suelo a menos que lo desees con todas tus fuerzas, pero solamente podrás tocarlo, no pisarlo, porque en este mundo no pisamos las flores ni la hierba.
Y esta luz...
Tendrás que acostumbrarte porque en este mundo nunca anochece.
Incluso la voz de Loyei me resultaba estridente, como la luz que me rodeaba y que tanto me asfixiaba. Entonces noté que la piel se me templaba excesivamente y que el interior de mi ser comenzaba a arder. El pánico más destructivo y desesperante me arrebató la poca calma que me quedaba y entonces empecé a suplicarle a Loyei que me ayudase a volver a mi mundo.
No puedes regresar todavía —me alertó sin perder la sonrisa que le brillaba en los labios. Parecía como si nada le resultase preocupante. De repente destilaba su ser tanta felicidad que me sentí culpable por estar tan asustada—. No te imaginas cuánto extrañaba esta luz, este calor, estos colores. ¡Es mi hogar, al fin!
Yo no podía compartir su alegría porque estaba sufriendo mucho, pero sí me alegraba por ella, si es que en medio de tanto desconcierto y miedo podía existir una emoción tierna. 
Sin esperarla ni preguntarle nada más, empecé a volar a través de ese bosque excesivamente iluminado. La piel ya me ardía y el cuerpo me temblaba como si de una hoja caduca antes de caer de su rama se tratase. Buscaba desesperadamente un lugar oscuro que pudiese protegerme de aquel intenso e ininterrumpido fulgor, pero parecía como si todos los elementos de aquel bosque hubiesen hecho un pacto con las sombras para echarlas de allí, para impedirles que se acumulasen en algún rincón. No había cuevas ni cerca ni en la distancia que me atrajesen hacia sí para ampararme. Las ramas de los árboles crecían muy separadas las unas de las otras, como si no quisiesen interrumpir, bajo ninguna circunstancia, el torrente de luz que llovía del cielo. Ni siquiera había nubes que pudiesen adornar aquel incendiado firmamento.
Deseé, desesperadamente, regresar a mi mundo; aquél que hasta entonces había querido abandonar sin pensar en que había lugares que podían deshacerme mucho más. Rogué que la nada que siempre me rodeaba antes de cambiar de realidad me envolviese de nuevo y que me arrastrase hasta algún lugar que pudiese ampararme. 
Mas mis ruegos no surgían efecto, por muy desesperada que los lanzase. Mi alrededor no cambiaba y parecía como si la luz que llovía y emanaba de todas partes se intensificase a medida que yo avanzaba, como si mis súplicas la alimentasen. 
De repente noté que muchas manos me arrastraban hacia un lugar que yo no podía imaginarme. Me dolía tanto la piel que aquel inocente contacto me hizo gritar de desesperación. Una voz trató de calmarme, pero yo no podía serenarme porque el miedo me había descontrolado por completo. Chillé de dolor y de tristeza hasta que percibí que la voz también me ardía.
¿Qué le sucede? No entiendo qué le ocurre, por qué sufre tanto.
Yo tampoco, pero está ardiendo. Está quemándose.
Nuestra luz le hace daño.
Es imposible. Nuestra luz es totalmente inofensiva.
Para nosotras, pero para ella...
Tenemos que ayudarla como sea.
Podemos ayudarla a regresar a su mundo, pero no sé de dónde viene.
Yo he ayudado a Loyei —traté de decirles, pero mi voz solamente fue un efímero y frágil susurro.
¿Qué dices?
Loyei se perdió en mi mundo y...
¿De qué mundo procedes?
De la Tierra.
Me costaba tanto expresarme que incluso tenía la sensación de que, si hablaba, mi voz rasgaría mi interior hasta provocarme heridas sangrantes e incurables. Los extraños seres que me rodeaban parecían no comprenderme y aquello me desesperaba profundamente.
Dinos cómo podemos llevarte a tu mundo.
No lo sé. Quiero irme. Me duele.
Entonces, lamentablemente, comencé a perder la noción del tiempo. La intensa luz que me rodeaba empezó a desvanecerse y, de repente, la oscuridad me envolvió. El dolor que aquel intenso fulgor me provocaba también se silenció y, al menos durante unos largos instantes, pude respirar en paz, sumergida en un sueño hondo y espeso sin imágenes ni sensaciones.
De pronto, alguien me extrajo de aquel profundo sueño agitándome de los hombros y llamándome con mucha calma y ternura. Abrí los ojos sintiéndome completamente desorientada y entonces me encontré con una mirada serena y oscura que, sin embargo, brillaba como una estrella errante.
¿Cómo te encuentras?
No lo sé. 
¿Te duele la piel?
Sí, un poco.
Entonces aquella mujer desconocida se retiró de mí unos instantes, pero regresó enseguida portando en las manos una especie de recipiente de madera del cual extrajo un extraño ungüento que empezó a aplicarme en ciertas zonas de mi cuerpo en el que el dolor era bastante intenso. El frío contacto de aquella textura suave me reconfortó bastante.
No te preocupes. Estás a salvo. Ha sido muy peligroso para ti adentrarte en un mundo para el cual no estás hecha.
No entiendo qué ha ocurrido.
Yo te he salvado. Ahora, descansa.
¿Dónde estoy?
No te preocupes por nada. 
La mujer, mientras me hablaba, iba frotándome las heridas con aquel reconfortante bálsamo. Me encontraba mucho mejor, pero la desorientación que me invadía el alma atenuaba cualquier sensación agradable.
¿Quién eres? —le pregunté con vergüenza.
¿Qué importa? Soy alguien que puede ayudarte y que, de hecho, te ha salvado la vida —me contestó separándose de mí—. Ahora debes descansar. Cuando te hayas recuperado totalmente, entonces hablaremos.
Se alejó de mí por un estrecho y largo corredor. Oí que cerraba una puerta allí a lo lejos y entonces todo se quedó en silencio. Quise mirar a mi alrededor para detectar la apariencia del lugar en el que me hallaba, pero no pude mover los ojos porque éstos me pesaban mucho, como si mi entorno estuviese anegado en un aroma que me provocaba una ineludible somnolencia. Volví a quedarme dormida y permanecí durante unas largas horas sumergida en un sueño sin sueños, oscuro y denso como la muerte. Lo único que resonó en mi dormida memoria y mi apagada consciencia fueron unas palabras que intentaron convertir aquella negrura en algún sueño, pero solamente existieron en forma de eco en mi silenciada mente: esto es como la muerte.
Cuando volví a abrir los ojos, me percaté de que ya no me dolía ni un solo centímetro de mi piel y que podía observar con nitidez mi alrededor. Estaba curada de las heridas que aquella intensa y despiadada luz me había hecho, pero la desorientación todavía me impedía sentirme totalmente en paz. 
Antes de que pudiese percibir la apariencia de mi alrededor, oí que sonaba una música muy suave y lenta en una estancia lejana. Era una música hecha de flautas dulces, tambores y un instrumento de cuerda cuyo sonar me resultaba desconocido. Aquella música me hipnotizó, pues durante unos largos momentos fui incapaz de pensar, pero también me llenó el alma de una inmensa tristeza, como si aquella música transportase en su melodía el recuerdo de otros tiempos, de otros lugares en los que nunca había estado o que había abandonado hacía muchísimos siglos. 
No pude evitar que las lágrimas me anegasen la mirada, sobre todo cuando a esa nostálgica y triste música se le añadió una voz muy dulce, mágica y cálida; una voz que entonaba lentamente unos versos que, sin poder evitarlo, se me hundieron en el alma como si fuesen puñales afilados. Me quedé paralizada cuando comprendí el significado de aquellas palabras, cuando me percaté de que, aunque aquella canción fuese totalmente desconocida para mí, se relacionaba muchísimo con mis sentimientos, como si quien la había compuesto se hubiese inspirado en mis sensaciones y en mis emociones para volverla mucho más hermosa y triste:
Caía la noche en el bosque, las estrellas lejanas brillaban en su andar.
Perdida sola en un mar sin olas, en una calma añorada.
Era oscuro y en silencio caminaba hacia la nada y la oscuridad.
Se perdía en la inmensidad del mar, junto a la orilla que la separaba de su realidad. 
En sus ojos canta la soledad, en su mirada se halla la eternidad.
Una danza triste mece su corazón,
Y el mundo ha desaparecido para ella,
Jamás regresará a su hogar, pero se aloja en la eternidad.
En su llanto, cantan recuerdos pasados, verdades ocultas.
Cuando cree que el mundo es cruel, mira hacia el cielo,
 en la faz de la luna encuentra la verdad.
Tal vez nunca halle su hogar,
pero en sus labios nace una dulce beldad;
y en su alma mora la herida del desamor...
No pude evitar salir del lecho que me había acogido y caminar hacia el lugar del que provenía la música. Las flautas, aquel misterioso instrumento de cuerda y la voz de quien cantaba con tanta tristeza y a la vez firmeza me impulsaban a andar con decisión. No obstante, yo tenía el alma anegada en temor y nostalgia. Aquellas emociones me detenían y me obligaban a luchar contra las ganas de llorar que se me habían aferrado tan desesperadamente a la garganta.
Al fin me hallé enfrente de la puerta que conducía a la estancia que la música tanto llenaba. Me pregunté cómo sería el aspecto de la mujer que cantaba con tanta serenidad y pena. Me figuré que ante ella se hallaría una tierna cantidad de seres que la escucharían atenta y profundamente mientras la observaban con admiración, tal como me habían escuchado y observado los humanos para los que tantas veces canté y toqué en el castillo de mi padre. 
Me acerqué a la puerta y me quedé paralizada junto a aquella gruesa madera, escuchando atentamente cada nota, cada melodía, cada tono que brotaba de los músicos y de la cantante. De repente, noté que alguien abría la puerta y me miraba con complicidad, invitándome a adentrarme en aquel mágico momento. Se trataba de un hombre que me sonreía con ternura y fascinación. Enseguida me percaté de que se trataba de un humano con la piel muy sonrosada, con los cabellos castaños y los ojos profundamente marrones. Su sonrisa era franca y viva. Estaba vestido con elegancia y con sencillez, portando unos pantalones negros y un jersey de lana azul. 
No me opuse a que me condujese al interior de la estancia; la cual estaba iluminada por un gran número de velas que resplandecían junto a las sombras. En el fondo de la sala, había una inmensa chimenea en la que ardía una lumbre acogedora y tibia. Había cortinas de terciopelo rojo que nos ocultaban la grandeza de los ventanales que, seguramente, cuando el día reinase en la naturaleza, introducirían un bello esplendor dorado que adornaría todos los rincones de aquella habitación.
Tal como había intuido, un número, aunque reducido, de personas escuchaban cómo aquel ser mágico cantaba como si no hubiese nada más a su alrededor, solamente la música y su voz, como si el mundo se redujese a aquel espacio pequeño en el que su voz resonaba nítidamente y como si el tiempo se encerrase en aquella triste canción. 
Nadie reparó en mi presencia, lo cual agradecí, pues estaba demasiado emocionada y no quería que nadie percibiese mis sentimientos. No estaba segura de que aquellas personas conociesen mi verdadera identidad, pero había una voz en mi interior que me alertaba de que posiblemente todos aquellos seres supiesen todos los detalles de mi vida y de mi forma de ser.
Observé, como lo hacían todos, a la mujer que cantaba junto a la flauta, acompañada por un tambor tímido y por aquel precioso y tierno instrumento de cuerda que me recordaba al arpa y al laúd al mismo tiempo. Cuando hundí la mirada en quien tenía una voz tan perfecta, me sobrecogí. Se trataba de la mujer que me había curado las heridas que la estridente luz de aquel extraño mundo me había horadado en la piel. Enseguida se apercibió de que yo la miraba, como si hasta entonces solamente hubiese existido para compartir conmigo ese instante. 
Lo que más me alivió fue percatarme de que su apariencia no era imponente. No era tan alta como yo, pero su cuerpo era delgado y estaba bastante bien proporcionado. Estaba ataviada con un vestido rojo que le llegaba a los tobillos y que remarcaba la fina forma de su cintura y la anchura sinuosa de sus caderas. Tenía los cabellos rojizos, aunque intuí que aquél no era su color original, y los ojos marrones, de los que emanaban certezas que me costaba comprender. Tuve la sensación de que no podía observar su alrededor con toda la nitidez que era necesaria, como si solamente captase una pequeña parte de los detalles que la rodeaban. Supe enseguida que no había intuido que me hallaba enfrente de ella porque me hubiese visto, sino porque el sexto sentido que la acompañaba siempre se lo había desvelado. Tal vez hubiese aspirado el aroma de mi cuerpo o se hubiese sentido observada por unos ojos que antes no se habían hundido en su imagen. Fuese como fuere, lo cierto es que me sentí instantáneamente conectada a ella, como si su alma y la mía hubiesen emanado de un mismo cuerpo, de un mismo segundo de vida. 
Cuando la canción terminó, ella se acercó al público, tal vez para observar mejor a quienes la escuchábamos y la mirábamos, y, con divertimento y simpatía, nos dijo a todos:
Esta noche tenemos el privilegio de alojar en nuestro hogar a un ser muy especial del que os he hablado ya demasiadas veces. Muchos de vosotros, la mayoría, creéis que no existe, que es una invención de mi mente; pero ahora podré demostraros que es real, que yo no me imaginé nada. Solamente dos personas, mis   dos mejores amigos, sabían que ella sí existía. Por favor, Sinéad, ven a mi lado y hazles entender que yo no estaba loca —me pidió riéndose nerviosa.
No me opuse. Caminé hacia el hueco en el que se hallaban ella y los músicos y entonces me situé a su lado. Me tomó enseguida de la mano. Su piel era cálida, contrastaba mucho con la gelidez que invadía todo mi cuerpo, pero a ella aquello no le importó, pues estaba demasiado acostumbrada a mí. Me conocía mejor que nadie, quizá mejor que yo a mí misma.
Ella es Sinéad. Es la protagonista de quince de mis novelas. Es el personaje con el que más a gusto me siento cuando escribo. Es el único personaje que me insta a seguir escribiendo, que me motiva a escribir páginas y páginas, quien despierta mi imaginación. Es la vampiresa que encuentro en todas las canciones bellas. He permanecido alejada de ella durante un tiempo que ni yo misma sé contar porque quería obedecer a todos aquéllos que me aconsejaban que escribiese algo distinto; pero lo único que he conseguido restando apartada de ella ha sido tristeza y desmotivación. Sinéad, no creo que pueda cumplir mi sueño de ser escritora, pero no porque yo no quiera serlo, sino porque sé que este mundo no me lo pondrá nada fácil y yo no tengo fuerzas para seguir luchando, para continuar decepcionándome a la mínima. Por eso he decidido que a partir de ahora escribiré casi siempre para mí, ignorando todo lo que me dijeron en el pasado. Esta historia es real y deseo que la vivamos juntas. Estás en mi mundo. Mi mundo es horrible porque habito en una ciudad en la que parece que no importe la naturaleza, pero juntas soñaremos con otro mundo mejor. La imaginación nos permitirá soñar con otras realidades y la música nos ayudará a darles forma a todos nuestros sentimientos y pensamientos. En mi mundo, ése que se aleja tanto del que realmente habito, yo puedo cantar bien, sé tocar el arpa y más instrumentos preciosos, escribo poesías tristísimas y puedo imaginarme que vivo en un antiguo castillo rodeado por la naturaleza más exuberante y hermosa; pero en realidad sé que todo eso está en mi imaginación. En mi vida real, tengo amigos maravillosos, una familia que me quiere y que yo aprecio y también tengo un chico que me quiere; pero nada de eso me llena realmente, a pesar de que, cuando lo reconozco, me invade la pena, pues me siento culpable al pensar que estoy siendo ingrata con la vida por no apreciar las cosas buenas que me entrega; pero no es verdad. Yo sí aprecio lo que tengo y le agradezco mucho a la Diosa que haya puesto en mi vida a personas tan maravillosas; pero eso no puede evitar que sueñe con otros mundos. Ahora ya habéis visto que Sinéad sí existe —dijo tras una larga pausa en la que intuí que trató de ignorar las ganas de llorar que la atacaban—. No volváis a creer que todo lo que escribo brota únicamente de mi imaginación.
Todos los que nos escuchaban y nos observaban aplaudieron entusiasmadamente; pero, de repente, nuestro alrededor comenzó a difuminarse, como si de los muros emanasen unas brumas que lo cubrían todo, y todas aquellas personas desaparecieron. Solamente nos quedamos ella y yo, a solas en una habitación silenciosa. Los instrumentos también se habían desvanecido. Era como si nunca hubiese existido la música, como si las palabras que ella les había dedicado a todos hubiesen sido un hechizo que había diluido en olvido todos los detalles de nuestro alrededor y de nuestros momentos. 
¿Qué ha ocurrido? —le pregunté sobrecogida.
Has imaginado conmigo. La música sí ha existido, pero estábamos completamente solas cuando la tocaba. Has venido en el momento en el que yo he deseado que aparecieses y has entrado en esta sala acompañada por una persona muy importante para mí que, sin embargo, nunca podrá hallarse totalmente inmersa en mi mágico mundo; pero tú sí puedes hacerlo porque somos iguales, Sinéad.
Pero ¿y dónde está mi hogar, mis seres queridos, todo lo que me pertenece?
Puedes volver cuando quieras.
No entiendo nada.
Yo he tratado de introducirte en un mundo nuevo para ti, pero me he equivocado. No puedes estar en todos los mundos que imagino porque esos mundos no están hechos para ti. No puedes hallarte en un mundo solamente compuesto de luz y carente de gravedad porque es lo opuesto a lo que tú necesitas para vivir. Es eso lo que he tratado de hacer conmigo misma: vivir en mundos para los que no estoy hecha. Lamentablemente, intento vivir en un mundo en el que no me siento a gusto; pero no puedo escapar realmente de él, como sí puedes hacerlo tú, y el único transporte que necesitas para huir de un mundo a otro es la imaginación, igual que yo.
Entonces, ¿no existe ese mundo tan iluminado y tan extraño?
Sí, sí existe, pero no te haré regresar a él.
¿Tú puedes controlar la apariencia del mundo en el que habito?
Sí, pero siempre regresarás al mundo en el que yo vivo porque es ahí lamentablemente donde encuentro la inspiración.
Entonces, si puedes controlar la apariencia de los lugares en los que puedo vivir, haz, por favor, que habite en el pasado de nuevo, en un castillo antiguo y acogedor hallado en medio de un bosque al que sea muy complicado acceder.
Podría llevarte al pasado, pero eso forma parte de tus recuerdos, Sinéad. No puedes volver a vivir en ese tiempo ni en ese espacio porque ya lo hiciste. Ahora tienes que enfrentarte a este presente y vivir en esta Tierra enferma. Yo también estoy obligada a hacerlo, Sinéad; pero juntas estoy segura de que conseguiremos embellecer todos los lares en los que tengamos que vivir.
  • ¿Podría pedirte, entonces, que me ayudases a regresar a un mundo en concreto?
  • Sí, por supuesto. Quieres regresar a Lainaya, ¿verdad? 
  • Sí, así es. 
  • Está bien.

Así pues, aquella conversación tan extraña fue el principio de una época diferente. Permanecí unos cuantos días y noches en aquel hogar imaginado, sabiendo que dentro de poco tendría que regresar al mundo que había abandonado; aquél en el que, sin embargo, habitaban seres tan mágicos como Artemisa. No obstante, de repente me planteé la posibilidad de que todos ellos no fuesen reales y que solamente existiesen en la única tierra donde en realidad habito: la de la imaginación. Era posible viajar de un mundo a otro e incluso volver al pasado porque todo aquello se halla inmerso en esa tierra indestructible. 

Aquella certeza me sobrecogió, pero, sin embargo, no era nueva para mí. Ya la conocía. Lo único que me ocurría era que nunca me había atrevido a enfrentarla. En esos momentos, comprendía que no podía huir de esa tierra en la que nos encontrábamos todos los seres y lugares que habían formado parte de mi destino. Tal vez en esa tierra sí fuese totalmente inmortal.

miércoles, 15 de junio de 2016

LA VISITA - 01. LA VISITA

1
La visita
Me arrastraba por el barro, el agua me humedecía las manos y el frío me paralizaba. Estaba oscuro, muy oscuro a mi alrededor, y sobre mí sólo había tinieblas. La noche avanzaba en soledad, yo corría tras ella, hundiéndoseme los pies en la tierra. Tropezaba con las raíces de los árboles cuando los relámpagos no se atrevían a iluminar mi senda. El trueno resonaba entre las montañas y acrecía la fuerza de la lluvia. Llovía tanto que me costaba atisbar la silueta de los árboles, pero yo no me detenía. Conocía muy bien el camino que tenía que seguir para llegar al único lugar que podía ampararme de esa tormentosa noche. 
No se oía nada más que la lluvia, el trueno y, de vez en cuando, el lejano canto de un búho que, desorientado, intentaba reclamar la atención de la naturaleza; pero, en aquella tristísima y fría noche, nadie podría encontrar consuelo en ninguna parte. El río que tantas veces había sido para mí un murmullo que me ayudaba a hallar la continuación de mi camino se mezclaba con la intensa lluvia que lloraba el cielo oscuro, por lo que me resultaba completamente imposible encontrar una señal en medio de tanta soledad. 
Al fin, noté que el suelo que pisaba cambiaba. La blandura de la tierra húmeda se convirtió en unas piedras endurecidas por la sequedad que de repente me rodeó. Estaba bajo aquel techo que tantas veces había sido un refugio para mí. El viento y la lluvia se adentraron conmigo en aquel lugar que siempre me había parecido tan protector; pero aquella noche me percaté de que se había acumulado en todos sus rincones un sinfín de oscuridad y soledad.
El viento que soplaba a mi alrededor era tan gélido que no podía evitar que el cuerpo me temblase brutalmente. Tenía miedo, pero no me atrevía a prestarle atención a esa emoción tan asfixiante y paralizante. El agua que el cielo había llorado tan desesperadamente me chorreaba de los cabellos y me impedía ver con claridad lo que había a mi lado y enfrente de mí; pero al fin conseguí secarme los ojos y, lentamente, me acostumbré a la oscuridad que me envolvía. Era una oscuridad absoluta. Todavía tenía miedo, pero la curiosidad que de repente me había anegado el alma silenciaba mínimamente aquella emoción. Pude mirar a mi alrededor y entonces descubrí que me encontraba en una parte de aquel hogar en la que nunca había estado. Enfrente de mí había una puerta de madera que parecía rasgada por el paso del tiempo. A mi derecha, había una mesa grande rodeada por cuatro sillas acolchadas y, junto a la mesa, había un gran ventanal totalmente cerrado por el que ni siquiera podía adentrarse el susurro del viento; mas el viento se oía a mis espaldas, agrietando la calma, silbando estridentemente y golpeando aquella puerta de madera que tenía ante mí como si de un puño enfurecido se tratase. 
El miedo volvió a palpitar por dentro de mí, pero yo lo ignoré y seguí mirando a mi alrededor. A mi izquierda, había un pasillo largo y oscuro. No podía atisbar dónde se terminaba porque la falta de luz me ocultaba su fin. Aquello me estremeció mucho más que saber que me encontraba totalmente sola en aquel lugar que en un tiempo lejano había sido para mí como una morada incondicional y que, en esos momentos, me parecía el sitio más inhóspito de la Tierra.
El profundo silencio que me rodeaba era absoluto. Era tan exacto que podía percibir los sonidos más tenues que creaban la voz de aquella solitaria noche. La lluvia golpeaba con fuerza los muros de aquella antigua morada y hacía temblar las ramas de los árboles. El trueno continuaba gritando a lo lejos, estremeciendo los troncos y la tierra, provocando que el alma me vibrase con impotencia. 
Retomé mi camino, ése que la impresión y el deseo de sentirme protegida habían detenido. El pasillo que tenía a mi izquierda parecía invitarme a que lo recorriese, así que, ignorando el temor que me invadía las entrañas, me adentré en ese inhóspito corredor sabiendo que, a medida que anduviese, mi alrededor iría descubriéndose ante mí. 
Aquel lugar estaba totalmente abandonado. Parecía como si hiciese muchos siglos que nadie respiraba allí. La soledad y la oscuridad eran las únicas habitantes que se atrevían a morar en aquella olvidada morada. No obstante, yo notaba que no estaba sola, que no era la única que inspiraba el frío aire que lo anegaba todo. Había alguien más, no sabía si cerca o lejos de mí; pero estaba segura de que, cuando menos me lo esperase, me encontraría con una mirada desconocida.
El resplandor de un rayo iluminó súbitamente mi alrededor y me permitió percibir los detalles del lugar en el que me hallaba. El pasillo que antes me había parecido interminable se acababa justo enfrente de mí. Desembocaba en una puerta de madera de doble hoja que estaba entreabierta. Del interior de la estancia que tenía ante mí emanaba una cálida fragancia a incienso. Pude reparar en que aquella sala estaba alumbrada por algunas velas, cuyo pábilo se mantenía paralizado, como si allí afuera el viento no azotase las ramas de los árboles. 
  • Pasa.
Aquella inesperada voz me sobrecogió profundamente. Fue su sonar dulce, sin embargo, lo que me encogió el alma. Se trataba de una voz cariñosa y paciente que me serenó al instante. No dudaba de que fuese real, así que, intentando no temer, terminé de abrir la puerta que tenía enfrente de mí y entonces me adentré en aquella estancia tan confortable y llena de calor.
Había, al menos, diez velas templando el ambiente, situadas estratégicamente en los rincones en los que, posiblemente, se agolparían las sombras si aquel fulgor no resplandeciese. En el centro de la estancia había una mesa muy baja en la que ardía un precioso incensario. El olor y el humo del incienso empezaron a llenarme el alma de paz y armonía. 
Una alfombra mullida de color rojo cubría el suelo de la estancia, invitándome a sentarme y acomodarme junto al incienso y las velas. Una mujer menuda, delgada y morena me observaba desde un rincón de la sala. Tenía un gran ventanal a sus espaldas, pero éste tenía los postigos herméticamente cerrados. Aquella habitación parecía ser un micromundo separado del exterior, completamente ajeno al viento y a la lluvia.
La mujer que me había invitado a entrar en aquella sala se separó de la ventana y se sentó a un lado de la mesa; la cual era cuadrada y de madera oscura. La tenue luz de las velas provocaba que la iluminación que adornaba aquella sala se adhiriese a la oscuridad que lo anegaba todo. La luz y la oscuridad se unían de tal modo que ninguna vencía a la otra, como si hubiesen hecho un trato entre ambas de respeto y serenidad.
  • ¿Te molesta el humo del incienso? —me preguntó la mujer sin mirarme.
  • No, no me molesta.
La mujer tenía la mirada fija en el humo del incienso; el cual era azul y denso. Transcurridos unos pocos segundos, entonces alzó los ojos. Le brillaban mucho, como si en su negra pupila y en su iris marrón se reflejasen los rayos de la luna. No me sonreía, pero el gesto que tenía congelado en el rostro tampoco era serio. Era sereno, como si nada la inquietase. Tenía las manos escondidas en los pliegues de su falda roja y se cubría el pecho con un chal de lana de color negro. Estaba preciosa, además, porque sus cabellos negros como la noche le caían ondulados por la espalda y se le posaban delicadamente en los hombros. Tenía un rostro redondo, aunque la curva de la mandíbula la tenía más inclinada de lo esperado. Sus ojos eran pequeños y su mirada estaba velada por unas densas y largas pestañas que volvían mucho más misteriosos sus ademanes. Tenía las cejas finas y arqueadas y la frente pequeña. 
Era delgada, pero su cuerpo era elegante y atractivo. Sin saber muy bien por qué, cuando la miraba, se repartía por mi interior un calor muy agradable y ansiaba situarme lo más cerca posible de ella, pero, sin embargo, me mantuve quieta, de pie, esperando a que fuese ella quien me invitase a acomodarme.
  • Estás sedienta y debes de estar helada. Tendría que haber encendido la lumbre, discúlpame; pero hace tiempo que no voy a recoger leña al bosque. Lleva lloviendo desde hace más de una semana. 
  • No te preocupes —le respondí inquieta.
  • Lo más seguro es que no comprendas por qué estás aquí, pero yo te ayudaré a encontrar la respuesta a todas tus preguntas —me aseguró levantándose de donde estaba sentada y dirigiéndose hacia un armario de roble cuya presencia había inadvertido por completo—. Te prestaré ropa seca y limpia.
Entonces, tras abrir las grandes puertas de ese armario, sacó de su interior un vestido de lana y una extraña capa que me ofreció todavía sin sonreírme. Me pregunté qué aspecto tendrían sus sonrisas y aquello me sonrojó, pues de repente me las imaginé luminosas.
  • Puedes desvestirte delante de mí. No tengas vergüenza. No me sorprenderé ni me horrorizaré —me aseguró retirándome la mirada. Durante unos efímeros segundos, había tenido la sensación de que me había mirado fijamente y había deslizado los ojos por todos los rincones de mi cuerpo; pero enseguida me convencí de que aquellas percepciones me las había ofrecido el humo del incienso—. Mientras te vistes, si no te importa, tocaré un poco de música. Lo necesito. Hace una noche tan triste... pero tan hermosa... Hay que entrar en el mundo mágico a través de la música.
Entonces tomó una pequeña arpa entre sus manos y comenzó a tocar muy lentamente. Me desvestí intentando que el miedo y la vergüenza no me detuviesen y, cuando me hube ataviado con las prendas que ella me había ofrecido, coloqué en un rincón mis humedecidos ropajes y después me acerqué a ella con sigilo. Me senté enfrente de ella sin preguntarle si mi cercana presencia la molestaba.
  • Dime —me pidió mientras tocaba—, ¿por qué crees que estás aquí?
  • Este lugar fue mi hogar durante muchos años. Hace poco que me mudé a un pueblo que queda cerca de aquí y recordaba perfectamente el camino que llevaba hasta esta morada.
  • ¿Sabías que yo la habitaba?
  • No, no lo sabía; aunque continuamente intuía que me encontraría con alguien.
  • ¿Te molesta que me haya apoderado de tu antigua morada?
  • No, pues entonces el silencio, la oscuridad, la soledad y el olvido la habrían ocupado.
  • Igualmente la oscuridad, la soledad y el silencio la invaden, ¿no crees? Mi presencia no es absorbente, al contrario, no influye en absoluto en el entorno.
  • La mía tampoco.
  • ¿Cómo te llamas?
  • Sinéad.
  • Ya lo sabía, pero quería oír cómo sonaba tu nombre en tu voz.
  • ¿Tú quién eres?
  • Me llamo Artemisa, pero mi nombre real era otro que he preferido olvidar.
  • ¿Y lo has conseguido?
  • No, no lo he conseguido. Sigue resonando en mi mente siempre que me acuerdo de mi pasado.
  • Yo tampoco puedo huir de mi pasado.
  • ¿Por qué quieres huir de tu pasado?
  • Porque he sufrido mucho y quiero vivir serenamente.
  • No eres humana, ya me he dado cuenta de ello, y estoy segura de que has vivido muchísimos años. Hay quienes se quejan porque han sufrido muchísimo y están cansados de vivir sin tener ni idea de que hay seres que han padecido mucho más que ellos, con diferencia.
  • No importa lo que haya sufrido otro ser. Cada uno padece a su modo los hechos que tiene que vivir.
  • Tienes una mirada muy triste.
  • Tú también.
  • Entonces podremos entendernos.
  • Eso creo, aunque hace mucho tiempo que nadie me comprende, ni siquiera yo me comprendo a mí misma.
  • ¿Por qué?
  • Hace tiempo que no me siento comprendida por los seres que me quieren y que yo quiero. Me parece que han perdido la facultad de entender mis sentimientos; los que siempre han sido muy intensos.
  • ¿Te ha dado miedo hallarte en esta morada tan antigua y abandonada en una noche tan tormentosa?
  • Sí, como si de nuevo fuese humana o hubiese acabado de entrar en mi vida vampírica.
  • ¿Vas a beberte mi sangre?
  • No, y me molesta que me lo preguntes.
  • ¿Por qué?
  • Porque, cuando alguien sabe que soy vampiresa, en lo único que piensa es en que me bebo la sangre de los humanos, como si nada más pudiese caracterizarme. Lo único que se preguntan cuando conocen mi verdadera identidad es si me beberé su sangre, como si no supiese hacer otra cosa.
  • ¿Qué te caracteriza?
  • No me apetece hablar de mí misma. Continuamente estoy pensando en mi forma de ser, cavilando acerca de cómo podría dejar de sentirme tan afectada por detalles casi nimios, pero no puedo.
  • Yo huí de la ciudad y me escapé de la vera de las personas que conocía porque ni yo las entendía a ellas ni ellas me entendían a mí. Hay personas que hemos nacido para estar solas, ¿comprendes? Y yo creo que tú eres así también.
  • Yo siempre he amado la soledad, aunque ha habido algunos años en los que ésta me ha desesperado. No es lo mismo estar sola sabiendo que los seres que amas se encuentran bien que hallarte completamente sola porque ellos no están a tu lado y posiblemente porque los hayas perdido para siempre.
  • Exactamente. Saber que los demás existen puede ayudarte a ser feliz rodeada de soledad.
  • Me gusta mucho hablar contigo. No deberías desaparecer nunca.
  • ¿Estás pensando en convertirme?
  • No, porque entonces perderías la tibieza de tu piel y el encanto de tus ojos. 
  • Yo no quiero ser vampiresa. No es necesario que me convenzas de que debo seguir siendo humana.
  • Yo no estaría dispuesta a convertirte, aunque me lo suplicases desesperadamente.
  • Eres todo lo contrario a lo que se espera de alguien: eres sensible, comprensiva, tienes la piel fría, el cuerpo frágil y a la vez fuerte.
  • Lo sé.
  • Y yo soy exactamente igual que tú: soy extremadamente sensible, comprensiva y empática, por eso prefiero restar apartada de los demás. 
  • Hay algo que me gustaría saber.
  • ¿Sí?
  • ¿Qué dones tienes?
  • Dones... —reflexionó—. Puedo contactar con otros mundos.
  • ¿Qué tipo de mundos?
  • Aguarda un instante.
Entonces su voz quedó oculta tras un silencio que se prolongó más allá de ese momento. Oía la lluvia, el sonido del trueno, el viento agitando las hojas de los árboles, e incluso podía captar el musitar de la cera al quemarse. La calma nos envolvió y creí que el amanecer nos sorprendería sumidas en aquella relajada falta de palabras, pero de repente noté que no estábamos solas, que alguien se había adentrado en aquel mágico instante.
Miré a mi alrededor, con serenidad y expectación, y entonces me encontré con una imagen que me hizo sonreír de ternura. Alguien me observaba desde la vera de Artemisa; alguien menudo, con los ojos grandes y relucientes, con un rostro redondo y precioso; alguien brillante que portaba un vestido largo y blanco, que tenía los cabellos rojizos y rizados, que me observaba con calma. La postura relajada en la que se mantenía me inspiraba tanta calma que no pude evitar sonreír de nuevo. Entonces aquel ser tan dulce y refulgente me sonrió también, aunque me dedicó una sonrisa casi efímera que apenas me permitió percibir la forma de sus dientes.
  • Esta pequeña mujer proviene de otro mundo muy distinto al nuestro —me alertó Artemisa.
  • Lo sé.
  • ¿Por qué lo sabes?
  • Porque ya he estado en el mundo de las hadas.
  • Entonces no hay misterios para ti.
  • Sí, sí los hay; pero no éste.
El hada que tenía enfrente de mí no se presentó. Solamente se sentó en el suelo y escondió las manos entre los pliegues de su falda, tal como había hecho Artemisa al situarse junto a la mesa. El hada miraba el incienso, distraída y también complacida, como si hasta entonces hubiese tenido que vivir momentos tensos y aquél fuese el primer instante en el que podía respirar serenamente. 
  • No puedo restar apartada de mi mundo durante más de una hora —nos avisó con su dulce voz lluviosa—. Tengo que irme antes de que transcurra esa hora porque, entonces, no podré regresar a mi hogar y desapareceré.
  • No te preocupes. No queremos entretenerte más de la cuenta —la serenó Artemisa.
  • Yo conozco a Sinéad, la conozco muy bien. Aunque te resulte incomprensible, es la madre de mi madre. No sé si me reconocerá porque hace mucho tiempo que nos vimos por última vez y la forma en que se alejó de Lainaya es un poco triste.
  • Sí te recuerdo, Lluvia, pero no me atrevía a afirmar que fueses tú porque hay muchas hadas en Lainaya que se parecen a Brisa y a ti —le contesté tratando de que la serenidad más inquebrantable me impregnase la voz. En realidad me sentía extremadamente nerviosa.
  • No es necesario que te disculpes. Yo sabía que me habías reconocido.
  • Dejad de hablar tan enigmáticamente, por favor —nos pidió Artemisa sobrecogida—. Era yo quien quería sorprender a Sinéad y, sin embargo, ha sido ella la que me ha dejado sin palabras.
  • Siempre actúa de la misma forma. Sinéad no te permite sorprenderla.
  • No es verdad. Hace tiempo que deseo que me sorprendan —me defendí avergonzada agachando la mirada. 
  • Sinéad, eres tan encantadora... —me halagó Artemisa con mucho cariño. Leí en su mirada que deseaba tomarme de las manos, pero no lo hizo.
  • Shiny, en Lainaya la llamamos Shiny.
  • Shiny es un nombre muy bonito.
  • Shiny, te extrañamos mucho —me desveló Lluvia con ternura.
  • No lo creo. No me permitisteis quedarme en vuestro mundo.
  • No nos guardes rencor por eso. Lo hicimos porque... bien, porque no queríamos que te alejases de la Tierra, ya que es el lugar donde tienes tu destino, donde debes finalizar tu vida. No puedes vivir en otro mundo, Shiny.
  • No entiendo nada. Yo no quiero vivir aquí. No me gusta este mundo, no me gusta cómo está evolucionando la vida en este lugar. Quiero alejarme para siempre de esta corrompida humanidad, y vosotros no me habéis permitido hacerlo.
  • No es cierto, Shiny. No sientes aversión hacia este mundo, sino hacia los humanos que están destruyéndolo. Por ese motivo, tienes que quedarte aquí, porque, si te marchases, entonces la naturaleza de esta tierra quedaría totalmente desamparada.
  • No hago nada útil viviendo aquí, al contrario, Mi desaliento se contagiará a la Madre Tierra y...
  • Todo eso solamente está en tu mente.
  • No quiero que discutamos —nos interrumpió Artemisa levantándose del suelo—. Hace tiempo que esperaba la llegada de Sinéad porque es la única que puede ayudarme.
  • ¿Ayudarte a qué? —le pregunté sobrecogida.
  • Venid conmigo, las dos.
Lluvia se levantó del suelo y empezó a caminar tras Artemisa y yo lo hice tras ellas. Artemisa se dirigió hacia una puerta cuya existencia yo no había advertido por completo, que se hallaba al lado del armario de roble del que había extraído la ropa que me había prestado, y entonces la abrió sigilosamente. Ante nosotras apareció un pasillo estrecho mucho más cálido que la habitación que habíamos abandonado. Nos condujo en silencio hacia unas escaleras que subimos sintiendo palpitar en nuestro corazón un sinfín de emociones. Estaba segura de que Lluvia experimentaba exactamente los mismos sentimientos e impresiones que yo, así que me acerqué a ella y la tomé de la mano, de su pequeña y frágil mano; la que, sin embargo, se parecía mucho a la mía. Entonces noté que sus dedos eran iguales a los míos y que la forma de su muñeca y de sus uñas también se asemejaba mucho a la mía.
  • Mi mamá tiene tus manos, se parecen mucho, y yo creo que...
  • ¿Cómo está Brisa?
  • Está...
  • Por favor, no habléis ahora —nos suplicó Artemisa deteniéndose en el último peldaño de aquellas escaleras de piedra.
Dotamos de silencio nuestra voz y entonces seguimos a Artemisa a lo largo de un estrecho pasillo que desembocaba en una puerta de madera clara. Artemisa la abrió sigilosamente, como si en el interior de la estancia a la que accedía estuviese durmiendo alguien que ella amaba con todo su corazón. 
  • No la asustéis, por favor.
Entonces nos adentramos en aquella alcoba misteriosa. Era pequeña y muy acogedora. Un brasero la llenaba de calor. En un rincón, tumbada en un lecho que parecía muy confortable, cubierta por una gruesa manta de lana, dormía una pequeña y preciosa criatura cuya especie no supe identificar; pero me pareció un ser totalmente mágico cuya existencia jamás había sido capaz de imaginarme.
  • Loyei, Loyei —la llamó Artemisa con mucha delicadeza.
Loyei abrió los ojos y se incorporó. Se retiró un mechón de la cara y la miró distraída y con mucha tristeza. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y el rostro demacrado por la falta de sueño y energía. Tenía las manos delgadas y los brazos muy finos, como si nunca hubiese comido. Sin poder evitarlo, me recordó a aquellos difíciles años de mi vida en los que había tenido que luchar con tanto empeño contra la miseria para poder vivir.
A la luz de las velas que iluminaban aquella alcoba tan cálida, los ojos de Loyei parecían grisáceos. Tenía los cabellos oscuros como el tronco de un roble y el rostro muy bello, aunque la tristeza que lo teñía lo volvía imponente y sobrecogedor. Además, la ropa de dormir que portaba le otorgaba a su cuerpo un aspecto de fragilidad que me apenaba profundamente.
  • Loyei, ha venido la mujer que tanto deseábamos que llegase. Además, Lluvia ha vuelto para visitarte.
A Loyei se le iluminó un instante la mirada, pero entornó los ojos incapaz de soportar la presencia de la emoción que de repente le había invadido el alma; la que le había anegado la mirada en lágrimas. Las lágrimas volvieron más claros sus ojos y comenzaron a resbalar por sus hundidas mejillas. 
  • Sinéad, por favor, acércate a ella y tómala de la mano. Estaba deseando conocerte.
  • No sé qué debo hacer —protesté susurrando intimidada.
  • No es necesario que hagas nada extraordinario —me sonrió Lluvia—. Solamente busca consuelo y ser escuchada.
Entonces me acerqué a su lecho y me senté en una orilla para no molestarla, pero Loyei se me aproximó hasta tocarme los cabellos con sus delgadas manos. Me acarició el rostro, como si quisiese descubrir la textura de mi piel, y se detuvo durante unos largos instantes en la forma de mis mejillas. Me tañía con tanta delicadeza que no podía sentirme incómoda. Después, bajó las manos y se arrimó más a mí, como si me pidiese con desesperación con su quietud que la abrazase.
Aunque no la conociese de nada, la rodeé con mis brazos y protegí su menudo cuerpo contra mi pecho mientras le acariciaba los cabellos; los que eran sedosos y muy finos, casi quebradizos.
  • Encontré a Loyei hace tres años en medio del bosque, justo en una noche tan lluviosa como ésta —me explicó Artemisa—. Nunca me ha hablado. No he escuchado nunca su voz, ni siquiera cuando llora. La única forma que tenemos de comunicarnos es la mente. Me transmite sus pensamientos a través de la telepatía, pero yo no tengo tanto poder como para poder entenderla plenamente. Sabía que tú... Bien, este lugar me ha ofrecido la oportunidad de descubrir tu existencia, Sinéad. Hay muchos escritos tuyos que posiblemente hayas dado por perdidos y esos escritos me han ofrecido la oportunidad de conocerte; aunque eso forma parte de otra historia.
  • Es tan misterioso todo... 
  • Estás aquí porque tienes que ayudar a Loyei.
  • ¿Cómo?
  • Habla con ella.
Loyei estaba llorando entre mis brazos. Sus sollozos eran sólo suspiros que le hacían temblar y que la volvían tan frágil como una hoja caduca. Sentí tanta pena por ella que no pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas, pero me las retiré antes de que Artemisa se percatase de que no eran sino gotas de sangre que podían despertar mi sed. No obstante, enseguida pensé que, tal vez, ella conociese todos los secretos de mi especie. De repente fui plenamente consciente del significado de aquel instante: había encontrado a una humana que me conocía plenamente y que no se asustaba por ninguna de las características que me definían.
  • Loyei, tienes que decirme de dónde vienes, qué eres, cómo podemos ayudarte —le pedí con mucha delicadeza.
Su voz mental no tenía sonido, era como el murmullo del viento. Podía expresar todo lo que anhelase y yo podía comprenderla plenamente, pero no podía intuir qué timbre tendría su voz; aquélla que solamente sonaría en su mundo. 
Loyei me confesó que su mundo no se asemejaba en absoluto al que la había acogido cuando se había perdido en las dimensiones y que necesitaba comer las hierbas que crecían junto a su casa porque entonces moriría dentro de poco. Podía alimentarse de las frutas que brotaban de los árboles de esta Tierra, pero no eran suficiente. Podían mantenerla estable durante un tiempo; pero, lentamente, iría perdiendo la energía de su cuerpo. Estaba a punto de morir de tristeza y de inanición. Las hierbas que encontraba en el camino que conducía a su morada le ofrecían las fuerzas para existir e impedían que su magia se desvaneciese. No podía hablarnos porque el aire que anega nuestro mundo no era compatible con el que se desprendía de su ser.
  • ¿Cómo podemos ayudarte a regresar a tu mundo? —le pregunté con miedo.
Loyei no me contestó. La mente se le llenó de silencio y de vacío. Agachó la mirada y cerró los ojos. Entonces me pregunté si podía vernos, si captaba los detalles y los matices de su alrededor, porque de momento no había posado la mirada en ningún punto fijo, como si lo único que la rodeaba fuese oscuridad.
  • No puede vernos, es cierto, no sabe cómo somos. No ve —me explicó Artemisa.
  • ¿Por qué? —le pregunté sobrecogida a Loyei.
Loyei me contestó, a través del extraño lazo que había unido su mente y la mía, que el mundo en el que nosotras vivíamos era tan distinto al suyo que ni siquiera estaba formado por los matices que sus ojos estaban acostumbrados a ver. No podía ver nada porque no estaba hecha para vivir en la Tierra. Lentamente, perdería también la capacidad de oír lo que la rodeaba, así como había perdido la vista.
  • Tenemos que ayudarla antes de que se desvanezca por completo —exclamé asustada.
  • Por eso deseábamos que vinieses, Sinéad —me confesó Artemisa con esperanza.
  • Pero no sé cómo puedo ayudarla.
  • Tú tienes el poder de trasladarte de un mundo a otro. Lluvia no puede viajar más allá de esta Tierra, pero tú sí, Sinéad.
  • Hace muchísimo tiempo que no me escapo de la Tierra y...
  • Tienes que intentarlo, Sinéad. 
No dudaba de que debía ayudar a Loyei, pero tenía miedo, mucho miedo, a perderme por una dimensión extraña en la que no existiese el camino que me llevase de vuelta a casa. No obstante, enseguida pensé que no tenía nada que perder. El mundo en el que vivía era un lugar hostil para mí. Si desaparecía porque me perdía en otra realidad, entonces sería porque mi destino estaba escrito de ese modo.
  • Está bien. Vayamos afuera.
Me levanté tomando en brazos a Loyei, quien estaba demasiado débil para sostenerse en pie, y me alejé de Artemisa y de Lluvia sin preguntarme si volvería a verlas alguna vez. La lluvia me recibió con fuerza cuando me hallé en el bosque y el sonido del trueno quiso acogerme con su potencia, pero, en lugar de eso, me sobrecogió muchísimo más. Loyei se aferró con mucha fuerza a mí y escondió su asustado rostro en mi pecho. Solamente entonces me fijé en lo menuda que era. Parecía una niña de un año. Me acordé de Brisita, de lo bello que había sido el período de tiempo en el que había tenido que acunarla en mis brazos para protegerla. Aquel recuerdo me llenó los ojos de lágrimas, pero traté de que la nostalgia no me alejase de ese instante.
  • Dime qué tengo que hacer. Cuéntame cómo es tu mundo, qué camino debo seguir para llegar a tu hogar y qué tengo que pensar para que tu tierra me acoja.
Entonces Loyei, motivada por mis peticiones, me transmitió, con energía, una retahíla de palabras con las que debía llenar mi mente. Confiaba en mi magia, pero no en la bondad de mi destino. Últimamente no obtenía buenos resultados en las acciones que emprendía. Ni siquiera podía componer como antes, como si la inspiración se hubiese agotado de ayudarme. Sin embargo, me olvidé de mis últimos fracasos y me centré en ese instante.

Me imaginé que la naturaleza que nos rodeaba era un campo sereno sobre el que refulgían las estrellas, en el que el viento no soplaba y cuyo suelo estaba cubierto por todo tipo de flores brillantes. Me imaginé que de repente un viento muy suave me separaba de las flores y empezaba a arrastrarme con mucha delicadeza, impulsándome hacia el cielo. De repente la oscuridad del universo me rodeó y las brumas de la magia me asieron del alma. No me hallaba ya en el mundo en el que había nacido, sino en ese camino irreal que siempre recorría cuando anhelaba viajar a Lainaya; pero esta vez sabía que aquella invisible senda no me llevaría a Lainaya, sino a otra tierra en la que jamás me había hallado y la cual nunca pude imaginarme.