CAPÍTULO 10
EL MUNDO MÁS ALLÁ DE LAS MONTAÑAS
La quemadura que Yuna llevaba en
los dedos de su mano derecha palpitaba como si fuese un corazón latiendo con
fuerza, recordándole una circunstancia terrible. Era una voz que la obligaba a
rememorar, una y otra vez, aquel momento en el que había sostenido aquella
extraña daga que tanto ardía, como si estuviese hecha de fuego.
Reemprendieron el camino
sintiéndose más confundidas que nunca. El día había amanecido estridente,
alegre y casi ensordecedor. Parecía como si todos los pájaros del mundo
cantasen al mismo tiempo, brillaba el sol con una fuerza espeluznante,
deshaciendo así cualquier sombra que se acomodase entre los árboles, y el cielo
estaba limpio y claro. No había ni el menor rastro de nubes adornando aquella
pátina azul celeste. La tormenta de la noche anterior había dejado su rastro en
charcos profundos en los que se ahogaban las flores, en los que se reflejaba la
luz del día e incluso el verdor de los árboles. El ambiente estaba nítido. Era
sencillo respirar aquel aire tan liviano.
Yuna cabalgaba con Unse
sintiéndose perdida y muy nerviosa. Estaban descendiendo la última montaña de
aquella sierra que dividía su mundo en dos: el mundo que conocía y el que ni siquiera
podía imaginar. Maebe había intentado iniciar alguna conversación con ella,
pero Yuna se mostraba distante y silenciosa. Maebe acabó entendiendo que Yuna
necesitaba permanecer callada, sumida en sus pensamientos.
Hacia el mediodía, el sol se alzó
orgulloso sobre las cumbres de las montañas. Yuna sintió que se burlaba de su
suerte, que se reía desde el cielo de su soledad y de la profunda confusión que
le anegaba el alma. Fue la primera vez en aquel viaje que Yuna deseó que el sol
desapareciese. La encandilaba, le hacía creer que estaba expuesta a la mirada
de todos aquellos que anduviesen cerca de ella. Quería pasar desapercibida
entre los árboles y el sol la desvelaba.
Maebe, por el contrario, se
mostraba esperanzada, aunque también estaba muy preocupada por el libro y la
daga que habían encontrado en la cueva. Se preguntaba continuamente si habían
hecho bien en llevárselos. Tal vez aquellos objetos estuviesen malditos.
También la inquietaba hondamente que ella no se hubiese quemado con aquella
daga misteriosa. ¿Por qué Yuna se había quemado de esa forma? Por mucho que
hubiese intentado curarle la quemadura, no había conseguido disminuir su
aspecto preocupante. Incluso, en las sombras de la noche, le parecía que
aquella quemadura relucía, como si tuviese luz propia. Yuna no se había vuelto
a quejar de que le doliese, pero Maebe sabía que le resultaría muy molesta y
además llevando las riendas de Unse, quien también parecía ausente.
Cuando la falda de la montaña
terminó, se encontraron de súbito en un hayedo. El sol provocaba que aquellos
troncos antiguos brillasen. Las hojas les proporcionaban una sombra exquisita
que Yuna agradeció profundamente. Yuna localizó, con su oído entrenado, la
corriente de un río al que se dirigió sin perder tiempo. Necesitaba que el
frescor del agua retirase de su cuerpo el calor que el sol le entregaba con
tanta displicencia. Estaba agotada, empapada en sudor y también dolorida.
Maebe la dejó sola. Ella buscó
otro lugar donde bañarse y, cuando terminó, se sentó entre los árboles
preparando también el alimento que iban a ingerir. Estaba preocupada por Yuna.
El hallazgo de ese libro la había cambiado. Con temor y delicadeza, Maebe
extrajo de su bolsa aquel libro extraño, escrito en un material grueso y
rugoso, y volvió a abrirlo por una página al azar. No entendía por qué le
parecía que ese libro hablaba de ellas. Aquél era un pensamiento que la
inquietaba profundamente, pero no podía quitárselo de la cabeza. «Cuando
alcancen el país lejano y soñado, entonces la verdad quedará expuesta ante sus
almas trémulas e inexpertas. Sólo la verdad puede acabar con la mentira y una
mentira puede ser inverosímilmente una verdad» leyó Maebe estremecida. Qué
palabras tan lógicas y extrañas.
«En aquel mundo nuevo, hallarán
el fin que nunca imaginaron y también una verdad absoluta que cambiará sus
destinos». ¿De quién hablaba aquel libro? Entonces lo cerró y se fijó en que
aquél no tenía título. La cubierta estaba rota, el lomo estaba rasgado como si
alguien lo hubiese arañado y, al mirarlo bajo el sol, le parecía que las
páginas, todas juntas, formaban una imagen incomprensible. Mirándola bien le
recordó a una mano con una quemadura en los dedos.
— Maebe,
¿qué haces?
La voz de Yuna la extrajo
brutalmente de sus pensamientos confusos. Alzó los ojos y la vio delante de
ella, mirándola con interés.
— Estaba
observando el libro.
— Déjalo.
No lo leas. Ese libro.... Tendríamos que haber dejado esos objetos raros donde
los encontramos. No tenemos suficientes problemas para que, encima, tengamos
que ocuparnos de un libro escrito en una lengua incomprensible. Además, me
recuerda que no sé leer y eso me hace sentir peor.
Yuna tenía un humor terrible. Se
había sentado en el suelo y se mesaba los cabellos con rapidez, como si
quisiese peinárselos cuanto antes. Soplaba en esos momentos una brisa que le
dificultaba su labor estresada e insistente.
— ¿Cómo
tienes la quemadura? –le preguntó Maebe ignorando las hostiles palabras de
Yuna.
— Mal.
Me duele mucho y se ha puesto de un color muy extraño.
— Permíteme
que te la mire.
Maebe se estremeció al ver que la
quemadura de Yuna se había vuelto de un color morado, irreal. Parecía el color
de un ocaso limpio lleno de estrellas.
— Te
aplicaré de nuevo ese ungüento...
— No
es necesario que te esfuerces por curármela —le negó retirándole bruscamente la
mano—. No se me va a curar nunca. Esta quemadura significa algo y tengo que
interpretar lo que quiere decir. Antes, estaba Casi transparente, pero ahora
mira...
— Como
quieras, Yuna.
— Hay
algo que no entiendo, Maebe, y me gustaría que me lo explicases.
— Sí,
lo que quieras, pero antes come algo...
— No
tengo hambre. Maebe, me aseguraste una noche que nunca habías llegado más allá
del país que quedaba al otro lado de las montañas.
— País
en el que nos encontramos ya, por cierto.
— ¿Es
eso cierto?
— Lo
es.
— Entonces,
¿por qué me dijiste que habías conocido a Aneia en su tierra?
— Ah,
sí... Eso es una historia incomprensible para muchos, Yuna.
— Quiero
que me la cuentes. Siento que nunca me dices la verdad.
— Oh,
sí, la verdad siempre te la digo, cielo. Nunca te he mentido. Verás... yo
conocí a Aneia en otra vida. Es cierto que estuve en su tierra y que nos
conocimos allí, que luego nos reencontramos aquí en este país que aún no
conoces... pero fue en otro tiempo. Digamos que la conocí en otro tiempo y,
cuando nos vimos aquí, ambas supimos que nos conocíamos ya de antes sin habernos
visto en esta vida.
— ¿Cómo
es posible que sepas algo tan profundo?
— Porque
Aneia es... perdón, era... era mágica y ella pudo descubrir esa verdad
sumergiéndose en sus meditaciones. Ella sentía que ya nos conocíamos. Yo
también lo sentía. No era la primera vez que oía su voz y que la veía.
— Está
bien... ¿Y ahora no puedes recordar cómo era la tierra de Aneia?
— Algo
puedo, pero habrá cambiado mucho desde entonces.
— Me
siento como si el mundo que conozco fuese sólo una décima parte del mundo real.
— Evidentemente,
Yuna. Nadie conoce ni el 90 por ciento del mundo.
— Me
siento decepcionada con mi familia. Mi familia nunca me habló de este país, ni
de otras culturas ni de otras lenguas. Siempre me dijeron que nuestra sociedad
era la única que existía en la Tierra, que todos los seres humanos creían como
nosotros, que no había diferencias entre culturas...
— Pues
eso es terriblemente mentira, cariño. Ahora estás descubriendo la verdad.
— No
sé si me siento preparada para verlos y hablar con ellos después de todo lo que
ha sucedido.
— Debes
hacerlo. Ellos te esperan.
— No
me esperan. Mi madre, sabiendo que puede comunicarse conmigo a través de
nuestro mágico lazo, jamás me ha llamado, jamás.
— Quizá
espera que tú lo hagas.
— Si
yo no hubiese intentado comunicarme con ella, ella jamás me habría buscado.
— Lamento
que pienses así.
— No
me dejan otra opción.
Maebe sentía que Yuna tenía
razón. Era inútil rebatirle nada. Estaba herida profundamente y en esos
momentos estaba brotando de ella toda la decepción que experimentaba.
— Sigamos
con nuestro camino. Quiero llegar cuanto antes... no sé a dónde, pero... quiero
llegar a alguna parte.
— Yo
también estoy cansada de viajar —le comunicó Maebe acariciándole las manos.
— ¿Sabes?
Creo que tendría más sentido que viajásemos a la tierra de Aneia para cumplir
su último deseo en vez de intentar encontrar a mi familia.
— Tienes
que hablar con ellos para asegurarte de que lo que piensas de ellos es cierto o
no, Yuna. No te marches sin conocer su verdad.
Después de comer algo de fruta
deshidratada y beber algo de zumo, prosiguieron con su viaje. Ambas estaban
agotadas, pero también ansiaban que aquellas jornadas eternas terminasen. Maebe
tenía conocidos en algún lugar de ese país y ansiaba llegar al hogar de alguno
de ellos para poder descansar. Desde que habían dejado la casa de Aneia,
extrañaba más que nunca dormir bajo techo.
Atravesaban bosques de hallas, de
robles, de castaños. Eran árboles que Yuna no conocía profundamente, pero le
parecían todos muy hermosos. Era un lugar distinto aquél por el que viajaban.
Incluso había pájaros que
cantaban de un modo extraño y nuevo para ella. Sus melodías de agua parecían
húmedas y densas. Le gustaba escucharlos. Sentía que la trasladaban a algún
lugar lejano de su propia alma.
De repente, los bosques se
convirtieron en campos de cultivo. Había extensiones infinitas de plantaciones
de verduras, de trigo, de alimentos que Yuna no podía nombrar. Maebe iba
explicándole a Yuna todo lo que veía y ella se sentía más ignorante que nunca,
pero también le gustaba aprender de aquella mujer tan mágica y sabia.
Llegaron a un poblado de casas
altas y muy juntas las unas de las otras. Entre ellas, casi no había espacio
para cultivar nada. Yuna oyó muchas voces gritando a la vez, muchas
conversaciones mezclándose con el aire. Era tarde ya. El sol se había ocultado
tras las cumbres de las montañas y la noche le ganaba terreno al ocaso. Se
encendían ya las primeras estrellas a la vez que, en la Tierra, se prendían
otras luces, desconocidas e incomprensibles para Yuna.
Parecían árboles, pero no tenían
ramas y Yuna supo que aquel tronco no estaba hecho de madera y savia. Se acercó
a uno de esos objetos tan extraños y rozó aquel material con sus dedos
trémulos. Estaba frío y rugoso al tacto.
— Son
farolas —le explicó Maebe al percibir la desorientación de Yuna—. Sirven para
iluminar...
— ¿Cómo
consiguen encerrar ahí la luz de las estrellas?
— No
es la luz de las estrellas —se rió Maebe tiernamente–. Digamos que es una luz
artificial.
— No
lo entiendo.
— Es
una luz hecha con electricidad. La electricidad es una energía que se toma de
la tierra y que puede llevarse a muchos lugares a través de cableados...
Yuna experimentó ganas de llorar.
Sentirse tan ignorante la empequeñecía. No era capaz de digerir lo que Maebe le
contaba, pero a la vez quería entenderlo.
Entonces, en esos momentos, se
acercó a ella un animal precioso, con mucho pelo, del color de la noche y
también con franjas blancas como el alba. Husmeó el fin de la farola junto a la
que se encontraban Maebe y Yuna y después las miró a ellas muy interesado. Yuna
lo observó temerosa. Parecía un lobo, pero desde luego era mucho más amigable y
bonito que cualquiera de esos animales tan agresivos.
Maebe se agachó y lo acarició
cariñosamente. El animalito movía energéticamente el rabo y jadeaba
simpáticamente.
— Es
un perro —le reveló Maebe riendo tiernamente–. Puedes acariciarlo. No te hará
nada.
— Es
precioso, la verdad –susurró Yuna mirándolo con amor.
Se agachó frente a él y le
acarició dulcemente la cabeza. El perro clavó sus ojos verdes en ella y se le
acercó todavía más, oliéndole las manos. De pronto, se detuvo al percibir la
quemadura que Yuna tenía en la mano y se apartó lentamente mientras
lloriqueaba.
— ¡Qué
le ocurre?
— Le
asusta tu herida. Quizá capte algo que a nosotras se nos escapa. Los perros son
muy intuitivos.
Alguien llamó al perro con una
voz divertida.
— ¡Luna!
— Es
una perrita —se rió Maebe—. Pobrecita. Y yo cambiándole el género... Qué
injusta fui.
— ¡Luna!
¿Dónde estás, Luna?
Entonces Yuna recordó que en
aquel país hablaban una lengua que en nada se asemejaba a la suya. Agradeció
que Maebe estuviese con ella. No habría podido comunicarse con nadie si hubiese
estado sola.
Una chica alta, delgada, de
cabello rubio y corto, corrió hacia su perrita. Sonrió en cuanto descubrió que
Luna no estaba sola.
— Vaya,
perdonad. Es tan simpática que ni vergüenza tiene. Perdonadme.
— No
pidas perdón. Es una perrita adorable —la tranquilizó Maebe.
— No
sois de aquí, ¿verdad? No os he visto nunca. Vaya, tenéis unas yeguas
preciosas.
Hasta entonces, ni Maebe ni Yuna se
habían acordado de que Litzia y Unse estaban junto a ellas. Ni siquiera la
aparición de la perrita las había alterado.
— Sí,
son nuestras compañeras de viaje. Ella es Litzia y la otra, Unse. Son hermanas.
— ¿Y
vosotras?
— Nosotras
somos Maebe y Yuna —respondió Maebe señalándose a sí misma y luego a Yuna. Yuna
supo que estaba presentándolas porque oyó sus nombres, pero no conseguía
detectar ningún sonido inteligible más. Aquella lengua era rarísima–. Estamos
de viaje. Verás, es que estamos buscando a los familiares de Yuna. Hubo un
incendio en su poblado y desde entonces no sabe nada de ellos.
— Pero
sois extrañas. Vestís con ropas hechas de piel de animal... ¿De dónde venís?
— Del
otro lado de las montañas.
— ¿Aún
quedan tribus indígenas por allí? –preguntó desorientada la chica—. Creíamos
que habían desaparecido todas.
— ¿Por
qué??
— Por
la colonización y por los incendios que está habiendo por ese país.
— Tenemos
que hablar más calmadamente, si no te importa...
— No,
por supuesto que no; pero no os puedo llevar a mi casa. Vivo con mis padres y
mis tres hermanos. No hay sitio para vosotras, pero puedo acompañaros al hostal
de Miren. Ella podrá proporcionaros comida y una estancia para dormir —dijo
empezando a caminar—. Lo que no sé es si tiene espacio para las yeguas, pero
algo apañará. Es muy buena mujer.
— No
tenemos dinero para pagarle el alojamiento —le confesó Maebe con vergüenza.
— ¿Y
cómo habéis viajado durante tantos días?
— Bueno,
tenía una amiga en la montaña que nos alojó en su casa...
la chica se mostraba interesada,
pero también asustada, por el relato que Maebe pudiese contarle. Su inseguridad
nacía de viejas supersticiones y prejuicios con las tribus que habitaban al
otro lado de las montañas. En su país, creían que aquellas gentes eran
antropófagas y que se alimentaban de la carne cruda de los animales, pero, al
mirar a Yuna y a Maebe a los ojos, sabía que aquellas creencias eran falsas y
muy injustas.
— Pues
entonces... Yo puedo prestaros algo de dinero. Miren no cobra mucho, pero,
claro, alojaros gratis tampoco... ¿Cómo es posible que no tengáis nada de
dinero?
— No
tenemos dinero porque donde vivimos no lo necesitamos —le explicó Maebe con
paciencia—. Yo he trabajado alguna vez para ganarlo y poder vivir en sitios
como este país, pero, en mi tierra, no es necesario que tengamos dinero para
vivir.
— Qué
sociedad tan increíble e interesante. Es mi mayor deseo, que no exista el
dinero —le reveló la chica riéndose cariñosamente—. Quizá me vaya a vivir a tu
país... si es que aún quedan poblados después de todo.
— ¿Qué
sabes?
— Lo
único que sé es lo que se dice por la televisión. Están incendiando los bosques
de esta zona para hacer granjas industriales, para hacer tumbas comunes por
culpa de un virus...
— ¿Cómo?
—Maebe nunca había escuchado nada semejante—. Eso que estás diciendo no puede
ser. ¿Quieren destruir nuestros bosques?
— Ya
lo están haciendo. Hay una pandemia que está matando a mucha gente. Hay tantos
muertos que no hay sitio para enterrarlos. Me extraña muchísimo que vosotras
no hayáis notado nada. Es como si vinieseis de otra época, de otro mundo. No me
resulta creíble que hayáis vivido en el país que queda al otro lado de las
montañas porque ese país también tiene grandes urbes, viven muchas personas
allí...
— Llevamos
muchos días viajando. Por cierto, no nos has dicho cómo te llamas.
— Bueno,
no te lo he dicho a ti. Intuyo que tu...
— ...mi
amiga.
— ...tu
amiga no entiende nuestro idioma.
— No,
no lo entiende.
— Me
llamo Stela.
— Qué
nombre tan bonito.
— Gracias.
Vosotras también tenéis unos nombres preciosos.
La chica era hermosa como su
nombre. Tenía los ojos azules, profundos y grandes, brillantes como el cielo de
aquel día que fuera tan soleado. Sonreía abiertamente, mostrando una dentadura
blanca y perfecta. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo reluciente como si
se reflejasen las estrellas en su corta y rebelde melena. Llevaba un vestido
azul ligero, de tela fina y volátil, que remarcaba la forma de su cuerpo
delgado. No obstante, era demasiado joven todavía para que su cuerpo se
asemejase al de una mujer madura. Maebe intuyó que ni siquiera tendría doce
años.
Luna iba tras ellas, prestándole
mucha atención a su amiga. No la perdía de vista en ningún momento.
El poblado por el que caminaban
estaba hecho de calles estrechas y llenas de vida. Era un lugar henchido de
energía positiva, de voces, de colores, de ajetreo, pero también de pobreza.
Maebe supo que el vestido que Stela llevaba era sencillo porque no tenía mucho
dinero para vestir de un modo más complejo.
— Aquí
está la pensión de Miren. También es extranjera, pero montó aquí un negocio que
le va bastante bien porque por este país vienen muchas personas en busca de
riqueza. O, mejor dicho, venían, porque con el virus que ahora azota el
mundo... Ay, no llevo dinero para pagaros la estancia; pero no hay problema.
Ella me conoce y puedo pagarle en otro momento.
— Pero
¿tú tienes dinero, Stela?
— Tengo
algo, no mucho, pero tampoco tengo pensado gastarlo en nada más. No quiero que
se entere nadie de esto, ¿de acuerdo? Yo mañana vendré con el dinero y os lo
daré para que se lo entreguéis a Miren.
Aquella pensión era pequeña y
oscura. De aquellos muros grises emanaba un olor muy intenso a humedad. Los
cristales estaban manchados de polvo y la puerta era de madera desgastada.
Stela llamó a la puerta con sus
nudillos ágiles. Enseguida, una mujer alta, robusta y de sonrisa amable a
apareció en el umbral. Miró extrañada a las tres mujeres, a Luna y a las dos
yeguas.
— Hola,
Miren. Te traigo dos clientas muy especiales.
— Tú
siempre consiguiéndome huéspedes —sonrió Miren. Tenía arruguitas en la barbilla
y en las mejillas.
— Tienen
dos yeguas que...
— para
ellas tengo una estancia pequeña llena de heno en la que podrán descansar muy
bien. No hay problema. Pasad, por favor.
— Mañana
te pagarán, ¿de acuerdo? —le indicó Stela nerviosa. Hablaba rápida y
atropelladamente, como si estuviese nerviosa o eufórica.
— Tranquila,
Stela. Ya me pagarán cuando puedan. Ahora tampoco hay prisa por nada. No viene
nadie a esta pensión desde que...
— ...desde
antes de la pandemia.
— Exactamente.
Suerte tenemos que a este lugar no haya llegado.
— No
puedo creer lo que estoy oyendo. No tenía ni idea de que había una pandemia
—musitó Maebe siguiendo a las dos mujeres.
Yuna estaba sumida en un silencio
que la agobiaba y la hundía. No entender lo que aquellas personas decían la
estresaba y la enfurecía incluso. Además, su preocupación aumentaba cuando se
percataba de que los ojos de Maebe se llenaban de horror. Podía interpretar las
miradas de su amiga y sabía que algo muy grave estaba ocurriendo, aunque no
entendiese en absoluto lo que ella hablaba con las demás. Aquella niña adulta,
de cabellos dorados, también la inquietaba. No le gustaba su forma de
expresarse, tan viva y rápida, tan energética e incluso indiscreta, pero no
podía saber por qué aquella muchacha le provocaba esas sensaciones si en ningún
momento les había dirigido malas miradas.
Además, la intrigaba que aquella
mujer tan adorable les hubiese abierto las puertas de su casa sin conocerlas de
nada, sin ni siquiera saber quiénes eran. Aquella casa le parecía muy grande
para que sólo viviese una persona. Su desconcierto aumentó cuando vio que en
aquel hogar había muchísimas habitaciones, todas situadas en un largo corredor
que apenas estaba iluminado.
Tenía tantas preguntas... Ansiaba
quedarse a solas con Maebe para que pudiese aclararle todas esas dudas que
ardían en su alma.
La mujer adorable las condujo
hacia una estancia grande en la que había dos camas. Yuna nunca había visto unos
lechos como aquéllos. Ella siempre había dormido sobre colchones hechos de
paja. Notó que el cuerpo le protestaba al imaginarse lo cómodas que serían
aquellas camas.
En el dormitorio, había un
pequeño cuarto con objetos que Yuna no sabía nombrar. No se inquietó más
todavía. Esperaría a estar a solas con Maebe, si es que aquella chiquilla
nerviosa y brillante las dejaba solas.
Dejaron a las yeguas en un cuarto
pequeño donde había mucho heno, hierba fresca incluso y baldes de agua para que
pudiesen beber. Se separaron de ellas sintiendo que dejaban ahí una parte de sí
mismas. Después, la mujer amable las llevó a una sala grande repleta de mesas
alargadas y bancos de madera. Se sentaron en uno de ellos y entonces la mujer
desapareció. La chica rubia se despidió de Maebe dándole dos besos y tomándola
de la mano y también desapareció.
En aquella sala, había una luz
ceniza que caía amarillenta de unas esferas brillantes. A Yuna le inquietaba
todo lo que veía, pero no podía negar que se sentía muy cómoda y acogida en
aquel lugar después de haber viajado por bosques ingentes y profundos durante
semanas.
Miren regresó portando la cena.
Les sirvió un plato lleno de caldo y verduras. Yuna y Maebe comieron con
avidez. Estaban hambrientas y aquel cocido les supo a vida. Ninguna de las dos
fue capaz de decir nada durante la cena. Miren las observaba de vez en cuando,
pero tampoco osó interrumpir aquel momento tan importante para ellas. Intuía lo
famélicas que se hallaban. Estaban muy delgadas e incluso se notaba que les
faltaban vitaminas esenciales con tan sólo asomarse a sus ojos.
Cuando terminaron de cenar, ambas
se dirigieron hacia su habitación después de despedirse de Miren dándole
también las gracias por su hospitalidad. Ella les correspondió con una sonrisa
y después las dejó marchar.
A Yuna aquella casa le parecía
tenebrosa, oscura, extrañamente fría. No había dicho nada desde que habían
entrado en aquel poblado. Ninguna palabra acudía a su mente y tampoco sabía qué
debía aportar porque no entendía nada de lo que se hablaba a su alrededor.
Además, la atmósfera cargada y gélida de aquel lugar le oprimía el corazón.
Incluso le pareció que, entre aquellas esferas de luz, había telarañas llenas de
bichos muertos. Parecía como si hiciese mucho tiempo que nadie limpiaba aquel
hogar. No obstante, también entendía que no se retirasen aquellas telarañas,
pues el techo de la pensión era enteramente de madera y estaba segura de que
aquellas arañas no vivían allí por casualidad ni dejadez.
Pensaba en todo esto mientras
caminaba junto a Maebe por los oscuros y silenciosos corredores de aquella
enorme casa. A Yuna la extrañaba mucho que pudiese haber tanto silencio. No se
oía absolutamente nada. La vida que había detectado en las calles de la aldea
se había apagado por completo. Incluso en esos momentos le parecía que aquellas
voces que había creído oír no provenían de nada físico. Se preguntó por qué
pensaba algo tan incomprensible, pero no supo qué contestarse a sí misma. Notó
de súbito que la quemadura que llevaba en la mano le latía con fuerza cuando se
formulaba aquellas misteriosas preguntas.
Entraron en la habitación y
entonces pareció que el mundo extraño y gélido que las rodeaba también se
apagaba. La luz que iluminaba aquel lugar era tenue y mortecina. Yuna añoró la
viva luminiscencia de las hogueras que durante días habían alumbrado las noches
que había compartido con Maebe. En aquel instante, se sentía extraña,
diferente, incluso desterrada de su mundo.
— Perdóname,
Yuna. Tendría que haber ido traduciendo todo lo que se hablaba a nuestro
alrededor —le dijo Maebe entrando en aquel cuarto pequeño lleno de objetos que
Yuna no sabía nombrar–. Perdóname. Todo ocurría tan rápido que ni me daba
tiempo a pensar... Ahora te resumiré todo lo que nos ha contado esa chica... Se
llama Stela. Es todo tan triste... No sé si debería esperarme a mañana porque
creo que, si te lo explico, no pegarás ojo en toda la noche.
— Cuéntamelo,
Maebe. Estoy deseando saber. Muero de intriga —le solicitó Yuna acercándose a
su amiga—; pero antes me gustaría que me explicases para qué sirve la mayoría
de cosas que hay en este lugar.
— Ah,
sí. Es la primera vez que estás en un cuarto de baño. Esto sirve para lavarse
las manos. Esto es un grifo. Si lo abres, mana agua. ¿Ves? Luego... esto es...
bueno... para que hagas tus necesidades biológicas aquí. Las haces, te limpias
con este papel igual que hacías con las hojas que utilizábamos en el poblado y
luego tienes que tirar de esta cuerda de metal para que lo que has hecho se
vaya al sumidero. Por último, esto es una bañera. Puedes llenarla de agua y
lavarte con este jabón. De este grifo también sale agua.
Yuna estaba tan sorprendida que
apenas comprendía las palabras de Maebe. Se preguntaba cuántas cosas del mundo
ignoraba. Qué pequeña se sentía.
— Parece
como si viniésemos de otra realidad, es cierto —reflexionó Maebe. De nuevo, la
quemadura que Yuna tenía en la mano palpitó brutalmente—. Stela me dijo que le
resultaba increíble e incomprensible que todavía viviesen tribus al otro lado
de las montañas. Ella creía que ya se habían extinguido todas.
— ¿Por
qué?
— Porque
están desforestando los bosques, quemando los árboles, todo por intereses que
ni sabemos. Además, la humanidad está siendo asolada por un virus letal y
necesitan construir tumbas comunes para enterrar a todas las personas que están
muriendo. Para ello, desforestan los bosques.
— ¿Eso
fue lo que te contó esa chica?
— Sí.
— Eso
es mentira, Maebe. No puede ser verdad —exclamó Yuna con un hilo de voz.
— Es
cierto, Maebe. Esa chica no tenía ningún motivo para mentirnos. Es más, nos
ayudará a pagar la estancia en esta pensión.
— ¿Cómo?
¿Nos traerá algo de comida para dársela a esa mujer?
— No, Yuna. A esa mujer, que por cierto se llama Miren, tenemos que pagarle con
dinero.
— Sí,
el dinero... Ya me hablaste de él, pero nosotras no tenemos dinero.
— Stela
nos lo prestará.
— Pero
si ella parece muy pobre. ¿Cómo va a tener dinero? ¿Acaso no viste el vestido
que llevaba? Si parecía muy viejo y desgastado...
— Nos
dijo que nos daría dinero, Yuna. Confiemos en ella. Parecía buena chica.
— Me
siento extraña, desorientada...
— Es
comprensible que te sientas así. Ahora bañémonos y durmamos. Necesitamos
descansar. Mañana será otro día. Buscaremos a tu familia...
— Lo
más urgente es detener la quema y deforestación de los bosques. Mi familia...
— Ellos
seguro que desean que los encuentres, cielo. No te desanimes. Venga, te llenaré
la bañera. Cuando tú termines de bañarte, entonces me bañaré yo.
— Está
bien.
Maebe sintió que Yuna estaba
lejos de ella, más lejos que nunca. En la naturaleza, la había sentido íntimamente
cerca, a punto de compartir con ella momentos que sólo podrían vivir si se
amaban; pero en aquel momento aquel hechizo había desaparecido y Yuna se
presentaba extraña e inaccesible ante sus ojos, también agotada y desalentada,
triste y delgada, sensible e irritable.