CAPÍTULO 9
ESCUCHANDO EL VIENTO
El tiempo se
había detenido para Maebe y Yuna. Junto a Aneia, allá en su pequeño mundo, no
existían las horas, sólo la luz del día, el dorado fulgor del atardecer y la
quietud de la noche. Allí, en el bosque en el que se hallaba la cabaña de
Aneia, la noche era mucho más profunda y silenciosa que en cualquier rincón del
mundo. Las estrellas brillaban con una claridad transparente y la luna repartía
su luminiscencia entre los árboles, haciendo que las piedras y las plantas
pareciesen teñidas de plata. Se oía nítidamente el canto de los cárabos
cruzando el silencio, el ulular de los búhos y el reclamo de las lechuzas. De
vez en cuando, el agudo chillido del murciélago atravesaba la nada. Allí, en
las montañas, existía otro mundo. Las águilas, ya al amanecer, parecían
lanzarse desde lo alto de las cumbres hacia el vacío buscando su alimento.
Yuna nunca había
oído tantas voces en la noche, nunca se había sentido tan acompañada por las
aves ni por el canto de los grillos. Ella siempre había convivido con la
naturaleza en perfecta armonía. Desde que era niña, había sabido interpretar el
lenguaje del viento, del silencio, de los amaneceres y los atardeceres. Nunca
sintió que la naturaleza fuese un misterio para ella. Sin embargo, hallándose
tan lejos de cualquier poblado, perdida entre montañas altísimas llenas de vegetación
y vida, le parecía que todo aquello que conociera se había desvanecido en la
nada. Se sentía nueva, revivida y a la vez transformada. El silencio de la
noche y la grandeza del firmamento que cubría aquellos bosques le confirmaron
que en ella se estaba operando un cambio muy importante. Hasta entonces, era
probable que aún hubiese sido niña. Estaba creciendo. Estaba descubriendo
rincones de su alma hasta la sazón ocultos para ella. En su corazón estaba
despertando otra manera de pensar y de sentir.
Apenas podía
dormir. Los cambios que estaban produciéndose en su ser la desorientaban y le
arrebataban el sueño. Debía salir de la cabaña y pasear entre los árboles, bajo
las estrellas y la potente luna que lo controlaba todo para serenarse. El
corazón le palpitaba con más fuerza que nunca. Sus latidos eran acelerados y
vigorosos, como si quisiesen llamar su atención. De repente, el alma se le
llenaba de tristeza y, al momento siguiente, la embargaba la felicidad o la
conformidad. Sus sentimientos mudaban sin control, como si una mano inquieta
los revolviese.
Aneia les había
solicitado que pasasen con ella unos cuantos días, que no tuviesen prisa por
irse. Les confesó, trémula y triste, que presentía que el fin de su vida se
hallaba cerca y no quería morir sola. Deseaba que alguien la enterrase en
aquellas tierras para que su cuerpo, al descomponerse, pudiese seguir
alimentando el hogar que tanto la había acogido. No obstante, tanto Maebe como
Yuna sabían que su deseo más profundo y antiguo era morir en su lejana tierra y
permanecer con ella siempre, en su abrazo, para que fuese su tierra amada la
que albergase su espíritu; mas no se atrevieron a revelarle a Aneia que
conocían sus verdaderos sentimientos. Era inútil que conversasen sobre esos
deseos tan imposibles de llevar a cabo. Ni Yuna ni Maebe podían viajar hasta
tan lejos. El lugar donde Aneia había nacido se hallaba en la otra punta del
mundo.
Yuna no quiso
sentir impaciencia. Quería permanecer calmada hasta que llegase el momento de
proseguir con su extraño viaje; al cual, sin embargo, apenas le encontraba
sentido ya. En la soledad del bosque, sus pensamientos eran más claros y sus
sentimientos, más potentes. Creía, cada vez con más certeza, que su familia no
la quería. Se preguntaba si alguna vez la habían querido como le demostraron.
Incluso llegó a plantearse la posibilidad de que ella no fuese hija de esas
personas que habían asegurado siempre ser sus padres. “Unos padres no abandonan
así a una hija”, pensaba entristecida mientras caminaba acariciada por la luz
de la luna.
Sin embargo, no
quería rendirse antes de encontrarlos. Precisaba hablar con ellos, preguntarles
por qué la habían dejado tan sola, por qué se habían deshecho de ella, por qué no
la habían esperado si ella se hallaba haciendo un viaje tan importante y
peligroso sólo para encontrar la medicina para su hermana, cuando, realmente,
su enfermedad no tenía cura. Demasiados interrogantes le anegaban el alma y era
incapaz de emerger Del Mar de dudas en el que sentía que se ahogaba.
Llegó el ocaso del
décimo día que pasaban junto a Aneia. El cielo, aquel día, se había teñido de
gris. Unas nubes gruesas y amenazantes sobrevolaban las cumbres de las
montañas. No cantaban los pájaros. El bosque estaba en silencio.
Aquella noche,
Aneia, Maebe y Yuna conversaron hasta bien entrada la oscuridad, hasta que
ninguna de las tres pudo determinar cuántas horas faltaban para que alborease.
Aneia les abrió su corazón por completo, les entregó un sinfín de consejos para
su largo viaje y les reveló secretos sobre la tierra que habitaban, secretos
que a Yuna le dejaron el corazón trémulo. Yuna no conocía el mundo que había
más allá de esas montañas en las que se encontraban. Le parecía que no había
nada más que esos pequeños poblados, esos bosques profundos...
—
Pero hay mucho más que todo eso, Yuna —le indicó
Aneia acomodándose junto a la lumbre—. Créeme que el mundo es mucho más grande
de lo que piensas. Hay todo tipo de civilizaciones poblando la Tierra,
civilizaciones que en absoluto se parecen a lo que conoces. En mi tierra, por
ejemplo, se cree en otra religión, aunque quedan en ella vestigios de las
creencias de otros tiempos. Esas creencias son invencibles. Esa religión con la
que las personas quisieron adoctrinar al mundo entero, todo lo que pudieron,
está claro, no pudo vencer todo lo que durante siglos se había creído en esos
lares.
—
¿Cómo se cree en otra religión? ¿Y qué es
exactamente una religión? —preguntó Yuna desorientada, perdida e ignorante. Se
sentía avergonzada.
—
Una religión es un conjunto de creencias que
rigen el comportamiento de una civilización. Tu manera de creer en los seres
elementales forma parte de tu religión.
—
Pero ¿es que no todo el mundo cree así? Es
decir, sé que hay otras maneras de creer, como la que conocí en el poblado de
Ondina; pero ellas también creían en los seres elementales, para ellas también
la Naturaleza es la madre de todos...
—
Pues no es así para el mundo entero, Yuna, y eso
tienes que aceptarlo. Tú tienes una manera de creer que no se parece en
absoluto a la que puedes encontrar al otro lado de las montañas. Cuando llegues
a ese país, deberás guardar para ti tus creencias. ¿Lo entiendes? Y también hay
maneras de vivir que no todos comprenden o aceptan.
—
Es como hablar otra lengua, entonces —reflexionó
Yuna entornando los ojos.
—
Más o menos. Sí, es como hablar otra lengua. Si
estás en un país en el que no se habla tu idioma, es inútil que te sigas
expresando a tu manera, pues no te entenderán —le confirmó Maebe cariñosamente.
La conmovía que Yuna fuese tan inocente, pero también la inquietaba. Tenía la
impresión de que Yuna no estaba preparada para abandonar el mundo que siempre
había habitado—. Aneia también se refiere a tu forma de creer en el amor. No
todos la entienden como nosotras.
—
Pero el amor es algo tan natural como la lluvia.
Es un sentimiento. Es como si negasen que podamos sentir tristeza. Lo mejor
será que no hable con nadie cuando crucemos las montañas, entonces.
—
No es ciertamente así, pero sí, deberás guardar
muchos secretos. Para protegerte mejor, lo más idóneo es que no le cuentes a
nadie de dónde vienes, cómo vives, qué crees... —le aconsejó Aneia.
—
¿Y en qué idioma hablan al otro lado de las
montañas? —preguntó Yuna intrigada.
—
Es una lengua que se llama español. Se parece
lejanamente al idioma de mi tierra –le contestó Aneia incorporándose—. Puedo
enseñarte algunas nociones de español, si quieres.
—
No lo necesito. Si Maebe viene conmigo... Yo
sólo voy a ese país para hablar con mi familia. Cuando lo haya hecho, entonces
me marcharé —sentenció Yuna disgustada. No le agradaba en absoluto todo lo que
Maebe y Aneia le explicaban sobre ese mundo que no conocía—. Yo no quiero estar
en un lugar donde no se respete mi manera de pensar, de sentir y de creer.
Aneia y Maebe se
dedicaron una mirada henchida de culpabilidad y temor. Yuna lo advirtió, pero
no dijo nada.
—
No sé por qué esta noche tengo tanto frío. El
verano brilla con todo su esplendor y yo me siento helada —se quejó Aneia
intentando cambiar de tema.
—
Posiblemente tengas que dormir ya —le recomendó
Maebe con dulzura—. No tienes muy buen aspecto, ciertamente.
—
Creo que ya no me queda mucho tiempo de vida...
—musitó ella estremecida, encogiéndose en sí misma y cubriéndose con una manta
gruesa—. Siento que el fuego no me templa. Quiero pediros un favor...
—
Lo que quieras —le contestó Yuna. Maebe era
incapaz de hablar.
—
Tomad este colgante. Lo he llevado siempre y me
gustaría... me gustaría que, si alguna vez podéis, viajéis a mi tierra y lo
lancéis a su mar, su océano, en el acantilado que está más al norte, allí donde
la mirada se pierde en el infinito. Es el acantilado más alto del continente
donde se encuentra mi pequeño país. Lanzad allí mi amuleto, este símbolo que
allí significa tantas cosas...
Aneia se había
quitado del cuello un colgante de plata en forma de tres espirales que se unían
entre sí. A Yuna le pareció un símbolo precioso.
—
¿Qué es? —le preguntó resiguiendo con el dedo
las espirales unidas.
—
Se llama Trisquel. Tiene muchos significados. Las
tres espirales pueden representar el pasado, el presente y el futuro, pero
también la salud, la sabiduría y la inspiración... Cada persona le atribuye el
sentido que más le conviene. Es tan antiguo que apenas se recuerda su
significado primigenio. Por favor, lanzadlo a su mar, justo en un día de
tormenta, cuando las olas están más agresivas, cuando la espuma sube por las
rocas oscuras... —les pidió entornando los ojos—. Es tan bonito cuando el mar
se revuelve... Es un océano, pero lo llamamos Mar Mayor —les contaba sonriendo
con cariño—. Cómo me arrepiento de haberme marchado de allí. Preferiría morir
oyendo su rugido, su viento... Allí el viento es rebelde y travieso. Enloquece
también porque es muy fuerte, pero a mí siempre me ha fascinado tanto... y el
mar, cuando se agita de esa manera, es lo más peligroso porque hunde cualquier
barca y muchos barcos se han estrellado contra las poderosas rocas de mi tierra
porque cuando hay tormenta no se ve nada, nada, ni siquiera los faros pueden atravesar
con su luz las densas nubes... Por eso, tienen unas sirenas que sólo suenan
cuando hay niebla para orientar a los barcos... pero antes, hace muchos años,
no existían todavía...
Yuna no sabía
qué era el mar. No podía imaginárselo, pero las palabras de Aneia le traían a
la memoria la imagen de una espuma blanca mezclándose con un sonido constante,
fuerte, ascendente. No sabía de dónde nacían esas imágenes que ella no había
visto nunca. La forma como Aneia se expresaba le arañaba el corazón, como si su
voz fuesen unas uñas afiladas rozando una antigua herida. Maebe miraba a Aneia
casi sin parpadear. Intentaba hundirse en sus verdes ojos lacrimosos; los que
cada vez se hallaban más lejos de ese momento, perdidos en la inmensidad de los
recuerdos que Aneia evocaba con tanto cariño. Ambas supieron que Aneia
recuperaba la imagen de su tierra con tanta insistencia porque quería morir
viéndola en la distancia.
—
Todo lo que tengo es vuestro. No quiero que se
echen a perder los alimentos que cultivé, que los insectos devoren los libros
que traje de mi tierra... Quedáoslo todo. Cuando volváis de vuestro viaje, por
favor, preparad otro a mi tierra para poder llevar mi espíritu allí. Lo
tendréis en el Trisquel. Lo preparé todo para este momento. Os llamé a través del
silencio cuando intuí que apenas me quedaban días de vida porque no quería
morir sola y habéis venido... Vinisteis –sonrió emocionada—. Gracias, Maebe.
Siempre supe que tú me escucharías. No fuiste consciente de que te llamaba,
pero eso ocurrió porque la energía que nos une es muy poderosa y no necesita
que la sientas para que te guíe. Siempre estaré contigo, hermana mía. Tú fuiste
mi hermana en otra vida y siempre te quise así, como la mejor hermana que jamás
pude tener. Gracias por salvarme de aquellas personas que me querían matar.
Sabes de lo que hablo. Gracias por casi dar tu vida por mí. En otra vida, fui
yo quien te salvó a ti de la hoguera en la que querían quemarte, pero en esta
vida has sido tú. Lleva mi alma allá donde no se oye más que el rugido Del Mar,
donde la luna domina las mareas, donde se hable mi lengua; la que tú aprendiste
con tanta admiración, simplemente porque te parecía hermosa, porque querías
entender las canciones que tan preciosas te resultaban, que tanto te llegaban
al corazón. Gracias por aprender mi lengua, por ser quien fuiste siempre. No te
rindas nunca, por favor. Lucha por lo que quieres y crees. El mundo acabará
escuchándote. Lo sabes. Gracias...
Aneia se
expresaba en una lengua que a Yuna le parecía una melodía triste, entrañable y
cariñosa. La voz de Aneia se perdía en el silencio de la noche y parecía que el
fuego la devorase. Sin saber por qué, Yuna empezó a llorar, pese a no
comprender nada de lo que Aneia le comunicaba a Maebe, pero el tono de voz que
ella empleaba, la manera como pronunciaba aquellas tiernas palabras y sobre
todo el acento con el que hablaba la emocionaron profundamente.
Pasaron unos
espesos minutos que a Yuna le parecieron detenidos para siempre en el tiempo.
Sólo se oía el crepitar de la lumbre y el ulular de los búhos allí afuera. Nada
más. La respiración de Aneia también se desvanecía lentamente hasta desaparecer
por completo.
Maebe la tenía
tomada de las manos. Aneia sonreía levemente y tenía la mirada perdida en
recuerdos que sólo le pertenecían a ella, pero de súbito los cerró, dejando más
oscura la noche que las rodeaba, más silencioso el bosque y más vacía la vida.
—
Maebe —la llamó Yuna sobrecogida. Era la primera
vez que veía morir a una persona. En su aldea nunca le habían permitido presenciar
el pasamiento de nadie—, Maebe...
—
No digas nada, Yuna. Ya lo sé. El mundo entero
lo sabe.
—
Podríamos llevarla a su tierra y enterrarla
allí.
—
Eso es imposible, Yuna, cariño —le respondió
Maebe con la voz lacrimosa y queda–. Para llevarla a su tierra, tenemos que
llegar hasta el puerto más cercano, tomar allí un barco, pasar más de un mes
navegando, luego llegar a algún puerto de su país y buscar ese lugar que ella
nos nombró. Yo no conozco esos lares. Además, no podemos viajar con un cadáver
a cuestas. Nadie nos lo permitirá. Ni siquiera sé si es legal en los demás
países. Estoy segura de que hace mucho tiempo que Aneia desapareció para el
mundo entero. En ningún lugar quedará registro de su existencia. Para realizar
su deseo, es necesario efectuar unos ciertos trámites que...
—
¿De qué hablas, Maebe? Para enterrar a un ser
querido, nadie tiene que hacer nada, sólo las personas que lo conocen. No lo
entiendo.
—
Las cosas son así, cielo. Tenemos que enterrarla
aquí. Lo que sí podemos hacer es lanzar al mar este Trisquel que ella nos
entregó. Esa labor sí es posible. Podemos viajar a su tierra en avión...
—
¿En qué?
—
Ay, Yuna —suspiró Maebe derrumbándose al fin—.
No tienes ni idea de nada y te va a costar tanto entenderlo todo...
—
Si no me lo explicas, menos lo entenderé
—protestó Yuna impotente.
—
Ahora no puedo, Yuna, no puedo. Me siento tan...
tan triste...
Maebe lloraba
desconsolada apretando las manos de Aneia. Yuna se preguntó qué relación la
había unido a Aneia, realmente. Quiso saberlo, pero no fue capaz de cuestionarle
nada a Maebe. En los últimos instantes de su vida, Aneia le había hablado a
Maebe en una lengua incomprensible para ella, revelándole detalles que Yuna ni
siquiera podía imaginarse. Había algo grande entre ellas. Lo había habido, al
menos.
—
Necesito salir. Me ahogo —le reveló Maebe
levantándose rápidamente de donde estaba sentada—. Puedes acompañarme si
quieres, pero no me gustaría que Aneia se quedase sola... Lo siento.
Yuna no fue tras
Maebe. Sabía que necesitaba estar sola. Se quedó junto a Aneia, quien ya no
respiraba, quien estaba completamente quieta, tranquila al fin. En las manos
tenía aún el calor que Maebe le había transmitido, pero éste también estaba
desvaneciéndose.
Yuna se fijó en
que Aneia había muerto sonriendo y con los ojos llenos de lágrimas. Nunca había
mirado a nadie que ya no estaba en este mundo. La luz anaranjada del fuego se
reflejaba en su pálida piel. Su piel había sido rosada, pero la muerte la había
teñido de blancor. Se acercó a ella y la acomodó tiernamente junto a la lumbre.
Le acarició sus pelirrojos y rizados cabellos y su rostro quieto. Sentir que
estaba tocando un cuerpo que no respiraba la sobrecogía, repartió un escalofrío
por todo su ser, pero no quería retirarse de Aneia. Aunque no comprendiese lo
que le ocurría, notaba que Aneia estaba transmitiéndole calma. Era una sensación
mágica e inexplicable.
—
Gracias por enseñarme tanto, Aneia —le susurró
al oído—. Lucharé por cumplir tu deseo. Llevaré el Trisquel a tu tierra y lo
lanzaré al mar, cueste lo que me cueste. Alguien tiene que hacer esto por ti.
Has sido muy buena conmigo sin conocerme de nada y te lo agradeceré siempre.
A Yuna le
pareció que Aneia le sonreía más vivamente, pero supo enseguida que sólo había
sido una ilusión. Aneia ya no volvería a sonreír nunca más y tampoco se
borraría de sus labios ese gesto de paz con el que había recibido a la muerte.
Yuna notó que
llegaba el amanecer; un amanecer gris y triste, silencioso y quieto. Cuando
Maebe entró de nuevo a la cabaña de Aneia, salieron las dos a recibir ese día
tan extraño en el que se había terminado una vida y en el que debían proseguir
con la que había quedado paralizada para ellas. Se sentían extrañas,
desorientadas, incluso exiliadas de una realidad preciosa en la que creyeron
que habitarían para siempre.
Ninguna de las
dos era capaz de hablar, pero ambas sentían que pensaban exactamente lo mismo.
Yuna tenía ganas de llorar, pero no quería derrumbarse delante de Maebe, pues
era consciente de que ella había llorado demasiado ya y lo que ansiaba era
entregarle fortaleza. Por eso, la tomó cariñosamente de la mano y la miró con
aliento bajo los primeros suspiros grises del día.
Maebe le sonrió
agradecida. Se acercó más a ella y la abrazó tímidamente, pero Yuna la apretó
contra sí como si en aquel momento Maebe fuese el ser más frágil de la Tierra.
Bajo el amanecer lento y brumoso, sintieron que el mundo volvía a detenerse.
Sin embargo, saber que estaban juntas, que la vida seguía para ellas y que aún
les quedaban por delante muchos caminos que recorrer las alentaba. La muerte de
Aneia las había unido más.
—
Tenemos que comer algo y luego enterrarla detrás
de su casa —dijo Maebe en un susurro—. No tengo hambre, pero hemos de hacer un
esfuerzo por ella. Luego, debemos prepararnos para proseguir con nuestro viaje.
Desayunaron en
silencio un poco de fruta y un té de limón. Ninguna de las dos se atrevía a
mirar hacia Aneia, quien todavía descansaba, quieta e inmutable, junto al
fuego. Cuando terminaron de desayunar, entonces ambas, con mucho esfuerzo,
cavaron una zanja en la parte trasera de la cabaña, entre grandes robles y
altos castaños, y depositaron a Aneia en aquella tierra que la había acogido
tan dulcemente, trayéndole constantemente el recuerdo de su hogar a través de
la voz del viento. Cubrieron la tumba de Aneia con flores lilas y, después, se
dispusieron a prepararse para reemprender su camino.
—
Tengo un vacío muy hondo en el alma —le confesó
Maebe cuando ya se hallaban cabalgando entre los árboles—. Quería mucho a
Aneia.
—
¿Cómo os conocisteis, realmente? —le preguntó
Yuna interesada.
—
Nuestra historia es muy curiosa. Yo hice un
viaje hasta su tierra hace unos años. Estuve fugazmente allí durante un tiempo conociendo
sus bosques, su preciosa naturaleza... Ella me encontró caminando por una de
sus grandes ciudades y me enseñó a hablar su lengua. Enseguida nos hicimos
amigas y permanecimos en contacto desde entonces. Cuando me marché, nos prometimos
que nunca dejaríamos de escribirnos. Años después, yo me hallaba de viaje por
el país que se encuentra al otro lado de las montañas cuando, de repente, me reencontré
con ella. Ella acababa de llegar de su tierra. Yo me hallaba en busca de algunas
cosas que llevar a mi familia. Lo cierto es que ese país me gusta mucho. De
estos hechos han transcurrido ya varios años, pero me parece que fue ayer
cuando vi caminando por las calles de ese país a una mujer sorprendida y
desorientada, pero también hermosa, que buscaba algo. Me acerqué a ella y le
pregunté, en español, si podía ayudarla en algo. Supe enseguida que ella estaba
perdida. Al instante, me di cuenta de que era la misma mujer que había conocido
hacía tiempo en ese país tan lejano. Ella también me reconoció. Aneia se lanzó
a mis brazos llorando y riendo de felicidad al mismo tiempo. En su lengua, me explicó
que necesitaba encontrar unos mapas y la manera de atravesar las montañas. Me
contó que quería llegar al otro lado de ese país. Veía las montañas irguiéndose
a lo lejos. Sentí que ella confiaba en mí enseguida y eso me halagó mucho, pero
al instante descubrí que yo también me encontraba muy a gusto a su lado y
también tenía la sensación de que podía confiar en ella. Le prometí que la
acompañaría al otro lado de las montañas porque precisamente yo iba hacia allí.
Ella me demostró que aquello le hacía muy feliz. Así se fortaleció nuestra amistad.
Fuimos conociéndonos en ese largo viaje, igual que nos está ocurriendo a ti y a
mí. No fue difícil adivinar que estábamos destinadas a reencontrarnos. Había
algo en nosotras que nos indicaba que nos habíamos conocido en otra vida. Aneia
enseguida me pareció una mujer muy mágica y sabia y ella creía lo mismo de mí.
Cuando supe que ella hablaba otra lengua, enseguida me interesé en aprenderla.
Se notaba que a ella le costaba expresarse en español, como también me sucede a
mí. Me enseñó a entender y a hablar su lengua con mucho cariño.
Yuna escuchaba
anonadada aquella historia que más bien le parecía un sueño. Se preguntaba por
qué con Maebe todo era tan mágico. Aneia le había parecido alguien de otro
mundo, pero Maebe también lo era. Se sintió afortunada de conocerla.
Anochecía
demasiado pronto en las montañas. El sol se ocultaba enseguida y la noche
llenaba con su oscuridad todos los rincones del bosque. Entre las montañas, el
día parecía una ilusión y las horas de luz eran potentes. Debían protegerse la
piel para que el sol no las quemase; mas caminar por esos bosques era una
bendición. Descubrían el refugio de muchos animales, oían cantos lejanos que
Yuna nunca había oído antes, que no conseguía identificar ni comparar con
ningún recuerdo. Había plantas distintas a todas las que ella conocía y podía
nombrar. Incluso los paisajes parecían irreales.
—
Mira allí, Maebe –le pidió un atardecer. El sol
estaba a punto de ocultarse tras las montañas.
Ambas se
acercaron sigilosamente, sobre sus yeguas pacientes y dulces, hacia un gran
abismo que se abría entre los troncos de los árboles. Ante ellas, la altura descubría
un precipicio encubierto por ramas perdidas, por frondosos bosques, por
inalcanzables orillas. Ante ellas, se expandía un vacío nebuloso. Bajo las
nubes, había vida, pero no podían percibirla, pues los potentes y dorados rayos
de sol lo incendiaban todo. Las yeguas también parecían hipnotizadas ante aquel
paisaje. Yuna sintió que se le encogía el corazón, que incluso le costaba
respirar, que se le formaba un nudo en la garganta. Nunca había visto algo tan
hermoso.
—
Seguramente, este precipicio se parecerá al
acantilado del que nos habló Aneia —indicó Maebe sobrecogida—. Yo sí he visto
el mar, Yuna; pero no consigo imaginar la belleza de los acantilados de la
tierra de Aneia. Estuve en su tierra un tiempo, hace años, pero no llegué hasta
esos rincones de los que nos habló. Imagina que esas nubes que lo cubren todo
es agua, que contra esas rocas llenas de verdor se estrellan olas blancas, que,
en lugar del silencio profundo que lo llena todo, oyes el rugir incesante de
una melodía que asciende y luego desciende. Es un sonido similar a la voz del
viento cuando éste sopla con tanta fuerza que consigue arrancarles las ramas a
los árboles. ¿Puedes figurarte lo hermoso que debe ser ver uno de esos
acantilados?
Yuna estaba
estremecida. Sentía que se le erizaba el vello de los brazos y que el alma se
le volvía pequeña. Sí podía imaginarse perfectamente las imágenes que Maebe
describía con tanta admiración, pero no soportaba lo sobrecogida que éstas le
hacían sentir. Sabía que, si aquello que había allí en aquel precipicio fuese
agua, ella se sentiría diminuta, nada en medio de un mundo inmenso.
En ese justo
momento, un águila sobrevolaba la inmensidad de aquel abismo infinito,
delimitado por grandes montañas entre las que moraban ingentes cantidades de
árboles. A lo lejos, resplandecía un caudaloso río que regaba los valles.
El clamor del
águila le hizo sentir un escalofrío a Yuna, quien se retiró lentamente de la
orilla del precipicio, atemorizada y demasiado sobrecogida. Las alas negras del
águila parecían una sombra entre la niebla. El sol ya había desaparecido. Sus
rayos se perdían tras las cumbres de las montañas y el cielo, con la llegada
del ocaso, se había vuelto grisáceo.
—
Vayamos ya —le pidió Yuna a Maebe casi sin voz.
—
¿Tienes miedo?
—
No sé lo que me ocurre...
—
Te ocurre que la grandeza de la naturaleza te
sobrecoge. Es algo comprensible si tienes un alma tan sensible. Yo también me
siento como tú –le explicó también apartándose del abismo y situándose junto a
ella—. Podemos acampar aquí. No nos conviene seguir ya. Se hará de noche en cualquier
momento.
—
Aquí, tan cerca del abismo, no, Maebe, por favor
–le solicitó trémula. Unse andaba tranquila, lentamente—. Busquemos algún lugar
más... seguro.
—
¿Qué temes, que Unse o Litzia se suiciden? —le
preguntó Maebe riéndose tiernamente—. Los animales son más inteligentes que
nosotros en ese sentido.
—
No, sé que nunca lo harían.
—
¿Y tú lo harías?
—
¿Yo? De momento no.
—
Pues entonces quedémonos aquí. Quiero ver el
amanecer en este lugar. Te prometo que no te ocurrirá nada malo.
—
No, Maebe. No me siento protegida aquí.
Maebe no le
pidió nada más a Yuna. Buscaron entre las dos algún rincón que las protegiese
de la intemperie y al fin encontraron una cueva horadada en la roca. Se
introdujeron allí con las yeguas y encendieron un fuego que las templaría y en
el que calentarían su cena. El ambiente era íntimo y muy acogedor. La cueva era
lo suficientemente grande para que cupiesen las cuatro.
—
A veces, tengo la sensación de que la naturaleza
nos ayuda. Está de nuestro lado, Yuna. Es mucha casualidad que hayamos
encontrado esta cueva justo en esta noche.... Tenías razón, era peligroso
hallarnos tan cerca del abismo. Va a llover. Lo presiento.
—
Sí, yo también. ¿No viste esas nubes?
—
Las vi, las vi... pero no temas. aquí dentro, no
nos ocurrirá nada.
La noche fue
tormentosa. La voz de los truenos resonaba con furia entre las montañas. Los
relámpagos se introducían en la cueva donde dormían las cuatro y hacían
resplandecer las oscuras piedras. Yuna no conseguía dormir. Desde que viajaba
en busca de su familia, las tormentas la inquietaban demasiado.
En una de esas
ocasiones en las que un relámpago iluminó el interior de la cueva, se percató
de que había, al fondo de la gruta, un hueco curioso en el que parecía refulgir
algo. Se levantó lentamente, intentando no despertar a Maebe, quien dormía
profundamente, y se dirigió hacia aquel rincón extraño. Encendió una tea con el
fuego para alumbrarse mejor. No se atrevía a tocar nada antes de mirar con
atención.
Tal como había
intuido, en el fondo de la caverna había una horadación hecha en la piedra.
Había objetos dentro de ese hueco. Yuna alargó la mano y tocó algo duro y
rugoso. Enseguida se acordó de los libros que había visto en la casa de Ondina.
Extrajo suavemente, con mucho cuidado, aquello que había encontrado y lo observó
a la luz de la antorcha que llevaba.
Efectivamente,
era un libro; un libro muy antiguo y desgastado, pero muy bien cuidado. Se
sentó en el suelo y lo observó con detenimiento, extrañada e intrigada; mas
enseguida se sintió decepcionada al recordar que no sabía leer. ¿Por qué no
sabía leer? Su familia nunca le había hablado de la escritura. Era como si
aquello no existiese para ellos.
—
¿Yuna, qué haces?
La voz de Maebe
sonó suave en medio del silencio, entre las gotas de lluvia que se chocaban
estridentemente contra la piedra de la montaña. Un relámpago se introdujo en la
gruta y la voz del trueno gritó con rabia.
—
Mira, Maebe.
Maebe se levantó
intrigada, frotándose los ojos. Se sentó junto a Yuna y observó atentamente lo
que ella sostenía en las manos.
—
¿De dónde has sacado eso? —le preguntó deslizando
los ojos por las letras impresas.
—
Estaba ahí, en ese hueco.
—
Es un libro.
—
Lo sé.
—
Está escrito en una lengua muy antigua.
—
¿Cuántas lenguas conoces, Maebe?
—
Muchas, cielo, muchas, casi todas —se rió ella
sobrecogida—. Me gustan mucho los idiomas y no quiero que ninguno se me
resista. Otros los recuerdo de otras vidas...
—
Venga, va, Maebe, no me tomes el pelo —se rió
Yuna incómoda.
—
No te tomo nada. A ti no te mentiría nunca. Está
escrito en latín.
—
¿En latín? ¿Qué es eso?
—
Es un idioma antiguo.
—
Ya, pero ¿dónde se habla?
—
Ya no se habla. Es una lengua muerta que, sin
embargo, muchos estudian.
—
Pero ¿dónde se hablaba?
—
Lo hablaba un imperio entero, el imperio romano,
hace ya más de dos mil años. En la Edad Media, se usaba todavía en las
liturgias, en ámbitos culturales. Del latín proviene muchas lenguas, entre
ellas el español y la lengua de Aneia, por ejemplo.
—
No entiendo nada de lo que me estás contando,
Maebe. ¿Tan ignorante soy?
—
No necesitas conocer nada de esto si tu misión
en la vida es existir en la aldea donde naciste.
—
Pero ya esa aldea no existe.
—
Está bien, Yuna.
—
No entiendo nada. ¿Qué hace aquí un libro
escrito en latín?
—
Puede significar muchas cosas.
—
¿Y qué dice?
—
En esta página, justamente dice «Cuando oigas su
voz, entonces corre y busca el refugio preparado. No encontrarás esas palabras
que procuran calma. Será cuando caiga el cielo y muera el silencio. Todo
mudará». Es un diálogo entre dos personas. Luego dice «Pero entonces no habrá
más que decir. Todo habrá desaparecido en ese momento». La otra dice «Aún
quedará tu alma y podrás salvarlos a todos, pero tienes que encontrar a alguien
que lo entienda».
—
Yo desde luego no soy ese alguien porque no
entiendo nada —se rió Yuna incómoda.
—
Este libro es una señal, Yuna. Tenemos que
leerlo juntas.
—
Yo no comprendo nada. Llevémoslo con nosotras,
pero...
—
Y hay algo más, ahí, en el fondo de ese agujero
—señaló Maebe acercándose a la oquedad e introduciendo la mano allí—. Sí, hay
algo más. Mira, Yuna... Es un objeto envuelto en tela.
—
A mí esto me da miedo. Me da la impresión de que
alguien sabía que llegaríamos a este lugar y que descubriríamos esto. Alguien
va por delante de nosotras.
—
No, Yuna, no es cierto; pero sí es posible que
alguien dejase estos objetos aquí para que otros lo encontrasen al cabo del
tiempo. Es como una aviso. Mira esto. Es una daga.
—
Pero brilla —observó Yuna entornando los ojos.
—
Yo no la veo brillar.
—
A mí me encandila, Maebe –protestó Yuna
cubriéndose los ojos—. Es como si mirase directamente el sol.
—
No puede ser, Yuna. Es una daga de piedra
afilada, nada más. Está hecha también de madera y hierro. Pesa mucho. Toma,
cógela.
Yuna tomó con
temor la daga entre sus manos, pero la soltó enseguida. La lanzó al suelo
profiriendo un grito de dolor.
—
¡Quema!
—
Por los seres elementales, Yuna, ¿qué dices? Yo
no he sentido que quemase, al contrario, está fría.
—
No, no, arde, mira, ¡me he quemado, Maebe! —exclamó
mostrándole a Maebe una quemadura profunda en los dedos de su mano derecha—. me
duele.
—
Espera, te curaré.
Maebe humedeció
un paño en un ungüento que llevaba consigo y curó a Yuna sintiéndose
desorientada. No entendía absolutamente nada.
—
Esto no es casual. Esto explica muchas cosas,
pero...
—
Lo único que entiendo es que me he quemado,
Maebe.
—
Alguien tiene que ayudarnos a comprender.
—
El libro, posiblemente el libro diga algo... Ay,
me duele...
—
Lo siento, cielo, pero tengo que frotarte la
quemadura con el ungüento para que se te cure. Sé que duele, pero ya mañana
estarás mejor.
Fue una noche
extraña, llena de incógnitas que crecían alrededor de aquellas dos mujeres que
cada vez se sentían más desorientadas en aquel viaje. Las incógnitas, las dudas
y el desconcierto se alzaban como llamas en torno de ellas deslumbrándolas como
si del mismo sol se tratase.
Llevaron consigo
el libro y aquella extraña daga envuelta en una tela gruesa y desgastada, del
color de la tierra. Yuna se sentía desalentada, como si de repente tuviese la
impresión de que el mundo se volvía un lugar totalmente incomprensible para
ella.
Quedaban pocos
días para pasar al otro lado de las montañas, para llegar a ese país donde se
habían reencontrado Maebe y Aneia, donde, supuestamente, se hallaban los padres de
Yuna. Dejaban atrás lo conocido para internarse en una realidad llena de
brumas.
2 comentarios:
Es un capítulo muy triste. Esperaba conocer mejor a Aneia, que saliese por más tiempo en la historia, y me ha dado mucha pena cuando ha muerto. Era un personaje muy mágico. Sentía un apego muy grande por su tierra y añoraba estar y descansar eternamente allí. Maebe no se percató, pero ella la había llamado, no quería morir sola. Al menos murió junto a Yuna y Maebe y por lo que parece, se fue en paz. Estoy seguro que cumplirán su promesa y lanzarán el colgante por ese acantilado, era su único deseo. Yuna puede sentirse afortunada, pues ha conocido a otro ser magnífico que siempre recordará. Por otra parte esta ese libro y la daga, que ha quemado aYuna, ¿que es lo que pasará? ¿Qué significado tiene todo eso? Ese libro parece esconder muchos secretos y es la respuesta a sus preguntas. Me hace mucha gracia Yuna, que aunque es una mujer guerrera, fuerte y valiente, desconoce muchas cosas. Pregunta cosas que para Maebe no tienen misterio, pero es que Yuna ha vivido siempre en su mundo, sin salir de su tierra. Me encanta el viaje que está realizando, consigues transmitir en cada momento lo que te propones. Ese acantilado, la lluvia, la cueva...sientes que estás ahí. Les queda menos para llegar a ese lugar y todavía hay demasiados interrogantes en el aire. Estoy deseando saber que es lo que realmente pasó con su familia, si la abandonaron a conciencia o están en peligro. ¡Quiero saber más!
La mezcla de realidad y fantasía siempre me ha gustado, porque poner los pies en el suelo y luego crear un monumento irreal pero apoyado en estos pies permite escalar con más facilidad y que la frontera entre lo fantástico y lo cotidiano se desdibujen. Desde el principio la narración es la historia de un viaje, pero ahora se va enriqueciendo, a medida que hay más personajes. El punto de vista del viaje se puede usar muy bien para contar la historia, después de todo Yuna está de viaje, ha partido de su aldea antes del comienzo de la historia, y luego se va moviendo en un recorrido que quiere ser circular, quiere volver a su aldea y averiguar qué pasó; su familia también ha hecho un viaje, pero aquí hay un obstáculo, un muro que separar realidades muy confrontadas, ellos están "detrás de las montañas", ¡e incluso ahora sabemos que en esas tierras se habla español, nada menos! Maebe es otra viajera, pero su viaje se acopla al de Yuna, ¿qué son los amigos sino viajeros que se acompasan y hacen juntos un tramo del camino? A veces ese tramo es muy largo, a veces los caminos se tienen que separar, o un viajero decide quedarse y no proseguir; y Aneia, ¿qué hace sino finalizar su camino junto a Yuna y Maebe? En cierto modo ellas toman su relevo, las veo como sus herederas espirituales, las que han de continuar dando los pasos que ahora ella no puede andar, igual que nosotros no somos sino caminantes que continúan los viajes de los que antes de nosotros salieron a recorrer sus vidas. Justamente Maebe dice que conoció a Aneia en un viaje... pero la forma en que lo cuentas todo es preciosa, me sobrecoge la muerte de Aneia, todos los detalles dulces de cómo lo viven las dos protagonistas, y luego cómo introduces la espada y el libro, que inevitablemente me lleva a pensar en aquello de que "la pluma es más poderosa que la espada"... para una es un arma corriente, para otra, un hierro luminoso y ardiente, así que también en esto hay magia... No sabemos qué papel van a jugar estos objetos en la historia, y juegas con el lector a que encuentre a la vez la realidad y la fantasía... leer este capítulo es una auténtica delicia.
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