CAPÍTULO 8
ENTRE LAS MONTAÑAS
Las montañas eran inmensas e imponentes. Desde la distancia, parecían cercanas;
pero, para llegar hasta ellas, era preciso cabalgar durante días. Los bosques
que Maebe y Yuna debían atravesar eran densos y apenas se distinguían caminos
entre los árboles. Les quedaban por delante largas y duras jornadas de viaje,
pero no querían desalentarse. Deseaban conservar la esperanza y la ilusión que
las impulsarían a abrir los ojos todos los días y enfrentarse a aquellas horas
diurnas con la energía más brillante posible.
No obstante, Maebe tenía varios temores en el corazón. El principal de
ellos era no poder ayudar a Yuna a encontrar a su familia. Deseaba permanecer
junto a ella hasta que pudiese reunirse con sus padres y su hermana, pero la
atemorizaba que le ocurriese algo y que Yuna tuviese que proseguir sola esa
senda tan complicada que le parecería interminable si debía recorrerla sin ella;
mas no osaba comunicarle a Yuna sus miedos. Prefería que Yuna confiase interminablemente
en ella.
Otro de sus temores era no hallar a la amiga de la que tanto le había
hablado a Yuna durante todos esos días. Hacía muchos años que no la veía ni
hablaba con ella. Aproximadamente, habían transcurrido cinco años de la última vez
que habían estado juntas. Se habían conocido en un viaje que Maebe había
realizado a tierras muy lejanas. Su amiga pertenecía
a una civilización muy distinta a aquélla que Yuna y Maebe conocían. Ella tenía
otras creencias, pero su carácter se asemejaba muchísimo al de Maebe. Había
abandonado el poblado en el que había nacido, se había apartado de las personas
que formaban parte de su vida y se había construido una cabaña en el bosque,
lejos de cualquier vestigio de civilización humana. Prefería habitar entre los
árboles, junto a los animales, con quienes se entendía mucho mejor que con las
personas. Maebe siempre la había respetado mucho por ser tan valiente y humilde.
Vivía con lo preciso para subsistir y, además, tenía un alma muy mágica que le
permitía conectar con cualquier dimensión, con cualquier ser o tiempo. Maebe
había aprendido mucho de ella. Aquella mujer le había enseñado a buscar en su
interior la chispa que la ayudaría a creer en sí misma. La había ayudado a encontrarse
con esa parte de su corazón que, al nacer, siempre permanece llena de inocencia
y que el transcurso de la vida vuelve opaca y casi invisible.
Maebe le había explicado a Yuna todo lo que había vivido con su amiga, a quien
no se refería nunca con su nombre. Yuna no entendía por qué Maebe le ocultaba cómo
se llamaba aquella mujer tan importante y mágica, pero no se atrevía a
preguntar nada. Prefería que Maebe le contase las cosas al ritmo que decidiese.
Llevaban más de dos días cabalgando entre los árboles. Cuando caía la
tarde, se detenían dondequiera que se hallasen y construían un pequeño
campamento donde cocinaban algo de verduras y dormían al abrigo de la lumbre. Tenían
la suerte de que aquellas tierras eran muy fértiles y, por ello, nunca les
faltaba el alimento.
Procuraban detenerse cerca de un río en el que poder asearse un poco y
refrescar a sus queridas yeguas, quienes eran tan dóciles que nunca protestaban
por las largas distancias que debían recorrer. Maebe y Yuna eran muy atentas
con ellas y siempre intentaban que no se agotasen en exceso. Observaban cómo
caminaban, cómo miraban su alrededor y cómo actuaban para saber en qué momento habían
de pararse para que pudiesen recuperar el aliento y la energía.
Viajaban en silencio la mayor parte del día, pero se sentían unidas en
unos pensamientos que no era preciso exteriorizar. Ambas sentían en el alma la
influencia de aquellos bellos parajes a través de los que viajaban. La hermosura
de los campos, la frondosidad de los árboles, la inmensidad de los valles, la
fuerza de los ríos, la poderosa voz del viento: todo se les adentraba en el
corazón y las convencía de que aquéllos momentos eran indudablemente valiosos. La
compañía de la otra, además, intensificaba esa emoción de gratitud que les
manaba de la piel y que les anegaba el espíritu.
Al cabo de cinco días, las montañas les parecieron mucho más accesibles y
cercanas. Estaban a punto de empezar a subir una de ellas, precisamente aquélla
en la que vivía la amiga de Maebe. Yuna se preguntaba cómo era posible que
Maebe se orientase tan bien por aquellos lares. Yuna nunca había estado tan
lejos. Su poblado quedaba a más de cinco días de allí y nunca se había
imaginado que tendría que recorrer distancias tan considerables. Ni siquiera
cuando había ido en procura de la medicina que su hermana necesitaba se había
distanciado tanto del que fuera su hogar.
A veces, mirando a su alrededor y percibiendo la inmensidad de la naturaleza,
se sentía desprotegida y levemente sola; pero enseguida la compañía de Maebe desvanecía
ese sentimiento tan desalentador. Intentaba no pensar mucho en todo lo que
había perdido. No merecía la pena permitir que la nostalgia le llenase el alma.
Debía ser fuerte y, si no luchaba contra la tristeza, el vigor que precisaba
para seguir adelante temblaría hasta deshacerse.
—
Ya estamos cerca —le informó Maebe el quinto
ocaso de aquel viaje. Ya se habían detenido para bañarse y cenar—. Mañana
llegaremos a la cabaña de mi amiga.
—
¿Por qué acudimos a ella exactamente? —le
preguntó Yuna mientras cortaba fruta.
—
La necesitamos para saber qué aconteció en tu
aldea. Después de que ella nos dé unas leves nociones sobre lo que pudo
ocurrir, entonces podremos proseguir nuestro viaje hasta el otro lado de las
montañas.
—
Pero quizás mi familia sepa mejor que ella lo
que sucedió.
—
No, Yuna. Tu familia no te contará nada. Ellos sólo
quieren protegerte.
Yuna no se atrevía a rebatirle nada a Maebe. Sentía que ella siempre
tenía razón, cualquiera que fuese el tema del que hablase. Ella se creía inculta,
incluso inocente, junto a Maebe, quien parecía haber vivido todo tipo de
experiencias. Pese a que sólo tenía cinco años más que ella, Maebe era
demasiado madura y sabia.
Yuna apenas pudo dormir aquella noche. Continuamente se preguntaba qué
descubrirían gracias a la ayuda de la amiga de Maebe. También temía sentirse
aún más ingenua e ignorante. Intuía que aquella mujer sería la persona más
sabia que conocería en su vida y no le apetecía ser consciente de su
incultura a través de la inteligencia de los demás. No obstante, no podía
confesarle a Maebe sus inquietudes. Sonarían ridículas convertidas en palabras.
El amanecer llegó suavemente, como siempre, como si a la luz del sol le
diese miedo despertar a las dormidas montañas. El paisaje que Yuna atisbó tras
las brumas del alba le llenó el alma de sublimidad y asombro. Las montañas
recibían lentamente el dorado fulgor del día. Parecía como si del cielo
lloviesen cortinas de oro que el viento mecía, llevándolas de un lado a otro,
haciendo refulgir las rocas y las tímidas flores que crecían a la orilla del
río. Los árboles escondían un mar de plata que se acercaba a la tierra,
impregnando sus troncos de una luciente caricia cálida. Las aguas del río
también resplandecían bajo los primeros suspiros del día. Cantaban los pájaros
con calma y ternura, rompiendo delicadamente el silencio en el que había permanecido
sumida la noche.
Cuando Yuna despertó a Maebe, enseguida se prepararon para reemprender su
viaje. Yuna estaba nerviosa y agotada. Apenas había dormido aquella noche. Tenía
el corazón lleno de inquietud y nervios. Su alma le susurraba intuiciones que
no se atrevía a escuchar. Su alma le advertía de que la amiga de Maebe no las
ayudaría tal como Maebe deseaba y creería que haría. Algo iba mal, pero Yuna no
podía determinar qué le provocaba aquella sensación tan desalentadora que le
helaba la sangre.
—
¿Qué te ocurre, Yuna? —le preguntó Maebe intrigada
cuando ya se hallaron cabalgando bajo el sol—. Estás muy seria.
—
Sólo estoy cansada y nerviosa.
—
¿Nerviosa por qué? Todo irá bien, Maebe.
—
¿De verdad lo crees? Tú también puedes intuir lo
que va a ocurrir...
—
No, Maebe, yo no tengo ese poder tan desarrollado
como tú.
—
¿Cómo sabes que yo lo tengo?
—
Porque me lo has hecho saber en varias
ocasiones. Detectas la llegada de la lluvia mucho antes de que aparezcan nubes
en el cielo, me adviertes de peligros que se hallan lejos de nosotras y me
comunicas cosas que luego suceden.
Maebe no se atrevía a indagar en el corazón de Yuna. Temía que ella le
revelase alguna realidad que pudiese desalentarla todavía más. Maebe también
tenía un poder de intuición bastante despierto, pero había aprendido a ignorar
su voz cuando no le interesaba conocer lo que iba a sucederle.
El bosque que protegía la pequeña cabaña en la que vivía su amiga
apareció ante los esperanzados ojos de Maebe. Reconoció los antiguos robles que
rodeaban aquel hogar, los castaños cuyas hojas ya comenzaban a amarillear y los
manzanos que sobrevivían extrañamente en esas tierras de las que no deberían
formar parte. El ambiente era húmedo, olía a flores secas, a hojas marchitas y
a hierba teñida de rocío. La noche todavía no había abandonado aquel rincón de
la naturaleza. Podían atisbarse demasiadas sombras entre los troncos de los
árboles y la luz del día apenas rozaba la tierra.
—
No me gusta este lugar —musitó Yuna estremecida.
—
¿Por qué?
—
Pues no lo sé. Es oscuro.
—
Aquí la luz del día tarda más en llegar.
Maebe entendía a Yuna, pero no quería reconocérselo. A ella también la
sobrecogía aquel lugar. Le parecía que estaba lleno de soledad y abandono, como
si la misma Naturaleza se hubiese olvidado de ese rincón de su creación.
Los troncos retorcidos de los árboles destruían cualquier senda que
pudiese existir. Maebe decidió bajarse de Litzia y le ordenó a Yuna que obrase
de la misma manera con Unse. Las yeguas parecieron agradecerles con los ojos
que les permitiesen descansar y, sobre todo, que las liberasen de tener que caminar
por ese bosque tan oscuro.
Como si la noche aún reinase allí, cantaban cárabos. Sus reclamos se
convertían en ecos que atravesaban el silencio que moraba en aquel lugar. Yuna se
preguntó cómo era posible que alguien viviese allí, tan apartado de cualquier
mirada humana, tan lejos de cualquier resto de civilización, tan perdido entre
los árboles. Se imaginó que ellas eran las únicas personas que se atrevían a
acercarse a aquellos lares en mucho tiempo. Supo que, si no se conocía que allí
vivía una mujer, nadie se atrevería a adentrarse en aquel terreno tan inhóspito.
Tenía el vello de punta. Un escalofrío le recorría la espina dorsal y su
alma le advertía de que se estaba introduciendo en un lugar incluso peligroso,
pero Yuna intentaba ser fuerte y mostrarse valiente ante Maebe, quien, al
contrario de lo que Yuna pensaba, estaba tan asustada como ella; pero en
absoluto lo parecía. Caminaba decidida, apartando los gruesos tallos de hierba
que se interponían en su camino, ignorando las piedras que intentaban hacerle
tropezar, retirando de su improvisada senda las ramas que trataban de
desorientarla. Conocía muy bien el camino que debía seguir para llegar a la
cabaña de su amiga y no permitiría que el temor y la oscuridad que reinaba en
aquel lugar la detuviesen.
—
¿Cómo mora tu amiga aquí? ¿De qué vive? —le
preguntó Yuna estremecida. Caminaba lentamente tras ella y su voz sonó llena de
temor e inseguridad—. Yo no podría habitar aquí, tan sola, tan lejos de
cualquier vestigio de humanidad.
—
Vive de las verduras que ella misma planta. Tiene,
tras su cabaña, grandes extensiones de campo donde cultiva hortalizas, árboles
frutales...
Entre los árboles, de tronco grueso y enrevesado, de ramas frondosas que
apenas permitían el paso de la luz del día, apareció una pequeña casita de
madera y barro rodeada de una hierba verde y húmeda. La cabaña estaba protegida
por esas mismas ramas que la ocultaban de la mirada de cualquier ser indiscreto
que quisiese encontrarla.
—
Es aquí —reveló Maebe sonriendo forzosamente—. No
recordaba que era tan complicado llegar hasta aquí.
—
Espero que todo este esfuerzo haya merecido la
pena —musitó Yuna para sí misma.
Maebe se acercó a la cabaña y llamó a la puerta dando tres golpes seguidos
separados de dos más lentos e indecisos. Yuna supo que aquella manera de llamar
era un código que utilizaban las dos amigas para identificarse. Entonces supo
que aquella mujer no abriría a nadie que osase irrumpir en su tranquilidad. Incluso
se preguntó cuánto tiempo hacía que no llamaban a su puerta.
Al cabo de unos largos y densos segundos, la puerta se abrió lentamente,
con inseguridad y algo de temor. Apareció en el dintel una mujer alta, delgada,
pálida, de cabellos largos, rizados y rojizos que parecían teñidos por el
aliento del fuego, de grandes ojos verdes y mirada penetrante que las observó incrédula.
Al cerciorarse de que era Maebe quien había llamado a su puerta, una gran y
luminosa sonrisa se expandió por su redondo y vivo rostro. Le brillaron los
ojos como si de repente las estrellas se hubiesen encendido en ellos y se lanzó
a Maebe riendo gozosa, como una niña traviesa, mientras pronunciaba su nombre
con entusiasmo y muchísima felicidad.
Yuna sintió que el temor que aquel lugar inhóspito le había hecho sentir empezaba
a disiparse.
—
¡Maebe! ¡Maebe! ¡Pero qué sorpresa! —exclamaba aquella
bellísima mujer mientras reía y abrazaba fuertemente a Maebe. Yuna detectó un
acento muy curioso en su manera de hablar—. ¡Cuánto me alegro de que estés
aquí! ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos...!
—
Mucho tiempo, sí, Aneia —le contestó Maebe sobrecogida
por el recibimiento—. Gracias por darme una bienvenida tan bonita. Temía que te
molestase mi visita.
—
Tú nunca me molestas. ¡Eres la única amiga que
tengo en el mundo! —rió tímidamente Aneia retirándose de Maebe y mirándola con
ternura—, pero veo que no viniste sola. ¿Quién es esa bella mujer que te
acompaña?
—
Es Yuna —le respondió Maebe dirigiéndose hacia
Yuna y tomándola del brazo—. Hace unos días, incendiaron su poblado y su
familia desapareció. Iremos hasta el otro lado de las montañas para reencontrarnos
con ellos. Su madre le aseguró, a través de la distancia, que se hallaban allí
—le explicó nerviosa Maebe. Yuna se preguntó por qué le había revelado su historia
a Aneia tan rápidamente. Prefería explicársela ella con calma.
—
Vaya, lo siento mucho, Yuna —le dijo acercándose
a ella y tomándola de la mano—. Supongo que debes estar muy triste.
—
No, ya no estoy triste porque sé que ellos están
bien, pero sí me siento algo desorientada. No entiendo qué hacen allí, tan
lejos,. Cuando la aldea se incendió, yo me hallaba de viaje en busca de una
planta medicinal que podía curar a mi hermana, que tiene una enfermedad del
alma que sólo se puede sanar con esa hierba. Cuando llegué, ya no quedaba nada
de mi poblado, ni de mis familiares ni de mis vecinos y yo sólo estuve ausente tres
días. No comprendo cómo es posible que llegasen tan rápido al país que queda al
otro lado de las montañas.
—
Posiblemente viajasen mientras tú andabas
desorientada —le propuso Maebe. Era la primera vez que le planteaba aquella
posibilidad.
Aneia las escuchaba atenta e interesadamente. Cuando se instaló entre
ellas el silencio, entonces les pidió que entrasen a su cabaña:
—
Supongo también que tendréis sed y hambre.
—
Hambre no, gracias —rehusó Yuna con educación—,
pero sed sí, muchísima.
—
Os prepararé unas infusiones. Ahora tenéis que
descansar. Llevaréis tanto agotamiento acumulado...
—
Sí, eso sí es verdad —le confirmó Maebe
suspirando profundamente.
La cabaña de Aneia parecía un pequeño paraíso. Dentro de aquel hogar,
olía a flores, a hierbas y al frescor de la mañana. Aneia quebraba la oscuridad
con grandes velas que producían una luz trémula y cálida que se reflejaba en las
paredes de madera. Yuna enseguida se preguntó si aquellas llamas no ponían en
peligro la estabilidad de aquella casita aparentemente tan delicada.
Estaba todo muy limpio y ordenado. Grandes biombos de madera adornados
con dibujos preciosos y vivos dividían la cabaña en tres estancias: la cocina, el
comedor y un pequeño dormitorio en el que había una cama que parecía muy
confortable, junto a una gran ventana, una mesa de madera y un sencillo armario
en el que Aneia guardaba ropa de todo tipo y colores.
En el centro del comedor, había una mesa también de madera rodeada por
tres banquetas, junto a las cuales se hallaba un brasero que templaba dulcemente
el ambiente. La cocina consistía en una lumbre de piedra, sobre la cual había colgado
todo tipo de utensilios de cocina, desde ollas pequeñas a cuencos de barro,
separados por el fuego por una red de hierro que parecía brillar en la
oscuridad. Aneia calentó agua junto al fuego, vertió en ella unas hierbas y
luego alcanzó tres pequeñas tazas de barro que reposaban en un estante adosado
a la pared.
Yuna nunca había visto una casa así. La fascinaba la cocina que Aneia
tenía y todos los utensilios que utilizaba para remover alimentos, para cortar
verduras, para cocinar. Quería preguntarle dónde había aprendido a fabricar una
cocina así, pero no se atrevía a hablar. No quería parecer ignorante.
—
¿Hay alguna hierba que os guste especialmente?
—les preguntó amablemente mientras colaba las infusiones utilizando un
utensilio brillante con agujeritos. Yuna se fijó en que sólo caía el agua a la
taza—. Este té es de menta y limón, pero tal vez os resulte muy fuerte...
—
¿Qué es limón? —preguntó Yuna incapaz de dominar
su curiosidad.
—
El limón es un cítrico. Es un fruto. Es esto, mira
—le respondió Aneia mostrándole un fruto redondo y amarillo—. No crecía en
estas tierras hasta que yo planté limoneros. Si quieres, luego te enseño mi
huerto —la invitó sonriéndole cariñosamente.
—
Sí, me interesa mucho.
A Yuna le gustó mucho el sabor ácido del limón que, combinado con el
frescor de la menta, dejaba en sus labios y en su lengua un gusto intenso a
limpieza. Aquellos sabores unidos en aquel té verde, tan amargo, acabaron de
despertar su alma; la que parecía aletargada tras tantos días de viaje.
—
Y decidme... ¿en qué os puedo ayudar yo? Porque
supongo que no habéis venido hasta aquí para saludarme si tenéis por delante un
viaje tan largo y difícil.
—
Bueno, sí, sí hemos venido a pedirte ayuda, es
cierto, pero también me apetecía verte —le respondió Maebe avergonzada—. No queremos
causarte ninguna molestia, por lo que, si crees que no puedes ayudarnos,
entonces proseguiremos nuestro viaje sin ningún problema.
—
Por supuesto que os ayudaré, Maebe.
—
Todavía no sabes lo que quiero pedirte.
—
No importa. Te quiero mucho. Ya no necesito más
razones para ayudarte.
—
Vaya, gracias —rió Maebe sonrojándose.
—
Pero si eso no es ninguna novedad, tonta —rió
Aneia también avergonzándose—. Dime en qué puedo serte útil.
Los ojos verdes y grandes de Aneia resplandecían en aquella oscuridad
sinuosa, quebrada suavemente por la amarillenta luz de las velas que ardían en
preciosos candelabros. Aneia sonreía como si fuese la persona más inocente de
la vida y de ella emanaba un halo de misterio y recogimiento que a Yuna le
hacía sentir extremadamente cómoda y tranquila. Además la sencillez con la que
vestía intensificaba su celestial belleza. Yuna pensó que Aneia era la mujer
más hermosa que jamás había visto. Tenía unos rasgos perfectos. La esbeltez de
su cuerpo denotaba fortaleza. Tenía el cabello más refulgente que jamás viera y
se expresaba con una serenidad que le acariciaba el alma. Intuyó que Aneia
podía comunicarse con los animales si hablaba con tanta dulzura. Su voz era
grave, profunda y a la vez melódica, como si cantase al hablar. Tenía un acento
tan gracioso, tierno y curioso y que parecía tan lejano... La forma como
hablaba le recordaba a aquella canción que Maebe le había entonado hacía días antes
de dormir... Imaginó perfectamente aquella lengua cariñosa en la voz de Aneia.
—
... y entonces queremos saberlo. Es preciso que
sepamos a qué nos enfrentamos al reencontrarnos con ellos —le explicaba Maebe
con inseguridad a Aneia. Yuna había regresado de súbito de sus pensamientos,
percatándose de que se había perdido la mayor parte de la conversación—. Yuna no
pensó nunca que ese incendio fuese provocado, pero a mí no me cabe ninguna duda
de que alguien quiso destruir su poblado.
—
Evidentemente —afirmó Aneia cerrando los ojos,
rabiosa e impotente—. Esto ya no tiene fin.
—
Yo he visto incendios horribles provocados por
personas que sólo piensan en destruir, en devastar, en...
—
...en dejarnos sin hogar a muchos —protestó
Aneia intentando no llorar—. Llevo años luchando con mi alma contra esa infinita
maldad, pero nunca he conseguido nada, al contrario, me siento como si la
Naturaleza ya no quisiese escucharme, como si se hubiese agotado de pugnar ella
misma por su creación. Ya no hay nada que hacer, Maebe. Los seres humanos gobernados
por la ambición se han apoderado del espíritu de nuestro planeta. Ya no podemos
hacer nada para devolverle a la Naturaleza lo que siempre fue suyo. No obstante,
habrá momentos en la Historia en los que ella alzará su voz, provocando huracanes
devastadores, despertando volcanes destructivos, agitando la tierra hasta lanzar
al suelo esas espantosas construcciones con las que los humanos pretenden
llegar al cielo, y entonces todo quedará bajo el olvido... pero, para que eso
ocurra, tú tienes que morir, tengo que morir yo y tienen que morir mil generaciones.
La Tierra volverá a ser libre cuando nosotros desaparezcamos. Parece mentira
que eso pueda ocurrir, pero sí sucederá, aunque deben transcurrir más de cien
años para que la Tierra quede libre de nuestra influencia. Los cuerpos de las
personas que morirán serán el abono para nuevos bosques.
—
Por los seres elementales —exclamó Yuna
estremecida, casi sin poder hablar—. ¿Eso ocurrirá de verdad?
—
Sí, Yunha, querida, pero ni tú ni yo lo veremos.
Ni tú, ni yo, ni los hijos que tú puedas tener, ni los hijos de tus hijos, ni
los hijos de tus nietos...
—
Yo no creo que tenga hijos.
—
Huy, eso lo dices ahora... pero es probable que no
los tenga si no quieres. Yo tampoco los tendré jamás.
—
Entonces, ¿nos ayudarás a saber qué ocurrió en
el poblado de Yuna? —le preguntó Maebe con delicadeza.
Aneia miró fijamente a Yuna como si quisiese adentrarse en su cuerpo.
Yuna agachó la mirada, intimidada y sobrecogida, pero los insistentes y
profundos ojos de Aneia no la incomodaban, al contrario, le hacían sentir
cómoda y especial si se posaban en ella.
—
Yuna, es probable que la verdad te haga mucho
daño. ¿Quieres conocerla igualmente antes de reencontrarte con tu familia? —le
cuestionó seriamente.
—
Sí. Quiero saber si merece la pena realizar este
viaje tan duro para hallarlos.
—
No merece la pena, Yuna —le reveló levantándose
de donde estaba sentada y acercándose a ella. Todavía la miraba fijamente—. Necesito
que seas sincera conmigo.
—
Lo seré, aunque no te conozca de nada.
—
Puedes confiar en mí. Yo nunca te haría nada que
pudiese perjudicarte, ni a ti ni a Maebe.
—
De acuerdo.
—
Yuna, ¿no te resulta extraño que tu familia esté
tan lejos de ti? Cuando se declaró el incendio, en lugar de esperarte, huyeron
lejos, como si no quisiesen que tú los siguieses. Su actitud me parece tan
ilógica... Yo nunca haría eso con alguien de mi familia.
Yuna sintió un escalofrío recorriéndole gélidamente el cuerpo. No supo
qué contestarle a Aneia. Nunca se había planteado la posibilidad de que su
familia quisiese abandonarla. Cuando su madre y ella habían hablado a través de
la distancia, gracias a la magia que su alma albergaba, entonces le había asegurado
que estaban bien e incluso parecía que le solicitase que no realizase un viaje
tan largo para reencontrarse con ella. La voz de su madre había sonado tan
extrañamente fría, tan distante... Ni siquiera le había demostrado que se
alegraba de que ella estuviese bien.
—
Y justamente me mandaron a buscar esa hierba que
podía curar a mi hermana... y entonces todo ocurrió —reflexionó Yuna con ganas
de llorar.
—
¿Qué enfermedad padece tu hermana?
—
Es una enfermedad del alma. A veces siente tanta
tristeza que su consciencia desaparece.
—
Las enfermedades del alma no se curan. No hay
hierba que pueda sanar una dolencia del espíritu. Esas enfermedades se traen de
otras vidas, cariño —le explicó Aneia agachándose frente a ella y tomándola
amorosamente de las manos. Yuna se estremeció al percibir lo amable que estaba
siendo Aneia con ella—. Lo siento, siento tener que decirte todo esto.
—
No entiendo por qué nunca lo supe —se lamentó
Yuna con los ojos inundados de lágrimas.
—
No llores, cielo. Encontraremos la explicación a
la actitud de tu familia. Quizás ellos intuyesen que estaban en peligro y por
eso te mandaron a hacer ese viaje, para apartarte de la amenaza que ellos
detectaban.
—
Es posible, pero no me cuadra. Si eso es así,
¿por qué no me dijeron la verdad? —lloró Yuna sin poder evitarlo.
—
¿Cómo era la relación con tus padres?
—
Era buena, sincera y cariñosa.
—
Pero, sin embargo, sus padres nunca le hablaron de
los poderes que ella tenía, que tuvieron siempre nuestros ancestros y que
heredamos de generación en generación. Era como si quisiesen que ella fuese
distinta —intervino Maebe con respeto.
—
¿Eso es cierto, Yuna?
—
Sí, sí es cierto. Yo no sabía que podía
comunicarme con mi madre concentrándome en llamarla con el alma como si lo
hiciese con la voz. Mi madre respondió muy rápidamente a mi reclamo; lo cual me
hace entender que ella sí gozó desde siempre de ese poder tan bonito.
—
Y tú también, Yuna. Lo que ocurre es que, al no
hablarte de todos esos poderes, los tienes dormidos. Nadie se ha esmerado en
ayudarte a trabajarlos —le contó Aneia con delicadeza.
—
No entiendo nada. Cada vez me siento más
desorientada.
—
Yo puedo saber qué ocurrió; pero, para ello,
necesito meditar profundamente, estar a solas sin que nadie me interrumpa. Tengo
que viajar anímicamente al momento en el que se declaró el incendio. No te
aseguro que lo consiga. Hace mucho tiempo que no realizo esos viajes espirituales.
—
¿Por qué? —le preguntó Maebe intrigada.
—
Porque no quiero saber más, Maebe. Estoy agotada
de detectar tanta destrucción, tanto odio, tanta ambición. Hace unos años que
prefiero vivir el presente, sin conocer qué va a ocurrir ni lo que ya sucedió. Me
alejé tanto de mi tierra porque no soporto que sigan destruyéndola sin que yo
pueda hacer nada para evitarlo. Hay maneras de destruir que no son visibles. Se
puede devastar un lugar sólo silenciando su lengua, su cultura, su libertad. Yo
no puedo soportar que sigan reprimiendo mi pueblo.
—
¿Te refieres al país que queda al otro lado de
las montañas, donde están mis familiares? —le cuestionó Yuna intrigada, limpiándose
las lágrimas.
—
No, no. Yo vengo de una tierra mucho más lejana.
El país que está al otro lado de las montañas me acogió temporalmente. Fue un
puente que me ayudó a llegar hasta aquí.
—
¿Y tu familia?
—
Mi familia está allí, en mi tierra. Para ellos
estoy muerta. No saben nada de mí desde hace años. Así es mejor.
—
¿Por qué?
—
Porque no quiero que sufran más, porque ellos no
aceptan lo mágica que es mi alma, porque allí donde nací mi manera de ser tanto
física como espiritual es peligrosa, puede considerarse peligrosa, y yo quiero
ser libre.
—
¿Y no extrañas tu tierra?
—
Por supuesto que sí, todos los días de mi vida. Sueño
con ella todas las noches, pero prefiero llevarla en el corazón, tal como la
recordé siempre, tal como quiero que siempre sea, antes que ver cómo pierde su
esplendor en manos de personas horribles que no saben cuidarla.
Aneia se expresaba con una nostalgia tan profunda, tan mística sin
embargo... Hablaba con ternura y mucho dolor. A Yuna sus palabras y el tono con
el que las pronunciaba le hacían sentir ganas de llorar. Era como si le
rasgasen el corazón.
—
Cuánto lo siento...
—
Y Maebe y yo nos conocimos precisamente en mi
tierra. Ella me habló de estos lares, me contó que la mano de las personas
todavía no los habían destruido, que quedaban lejos de la ambición de las
personas más irreflexivas... y por eso me vine aquí, dejando atrás todo aquello
que podía hacerme daño; pero ahora ya nada está a salvo de la maldad, de la
destrucción... Aquí también está llegando el odio.
—
Maebe, tú me contaste otra cosa...
—
Sí, Yuna. No te expliqué toda la verdad porque
prefería que fuese Aneia quien lo hiciese.
—
No es justo que una mujer tan buena y maravillosa
como tú viva tan sola. Ven con nosotras. Maebe, tú y yo podemos vivir juntas en
una casita más grande y...
—
No, Yuna. te lo agradezco mucho, pero prefiero
vivir aquí el poco tiempo que me queda de vida. Lo único que me duele es que no
podrán enterrarme en mi tierra. Me gustaría que mi cuerpo se descompusiese bajo
la tierra que me vio nacer y que mi esencia física sirviese para alimentar las
flores, los árboles... pero no creo que nadie se atreva a realizar un viaje tan
largo con una muerta en brazos —se rió amargamente—. Me calma saber que mi
espíritu siempre será libre y que no importa donde muera, pues él siempre
encontrará el camino de regreso a casa.
Yuna entendió entonces por qué Maebe sentía tanta fascinación y cariño
por aquella mujer. Aneia era pura como la luz del alba, era suave y nítida como
la lluvia, era tan bondadosa como una mariposa. No había ni el menor ápice de
maldad en sus palabras. Se expresaba tan limpiamente, con tanto sentimiento y
sinceridad que era imposible desconfiar de ella.
—
¿Por qué dices que te queda poco tiempo de vida?
—
Porque estoy enferma, Yuna; pero no quiero
entristecerte todavía más.
—
¿Y no hay cura a tu enfermedad?
—
No, no la hay. Bueno, quizá sí, pero no quiero
que me curen. El tratamiento que me tendrían que aplicar es mucho más terrible
que la misma enfermedad. Acepto que me quede poco tiempo. Ya he hecho todo lo
que tenía que hacer en esta vida.
—
¿Qué tienes, Aneia? —le preguntó Maebe con la
voz trémula. Yuna adivinó que Maebe no sabía que Aneia estaba enferma.
—
Tengo un intruso en mi cuerpo que crece a una
velocidad espeluznante. Nació en mi cabeza y está quitándole sitio a mi
cerebro. Hay momentos en los que se apodera de mi consciencia y de mi
equilibrio y me cuesta mucho vivir. Me quedan muy pocos meses de vida. Por eso
también dejé de meditar en busca del pasado, pues, cuando me sumergía en esas
meditaciones, el bicho crecía y crecía, me dolía la cabeza durante días y no
era capaz ni de levantarme de la cama. Me deshidrataba, no comía y, cuando al fin
podía ponerme en pie, la debilidad que me dominaba era tan grande... pero por
vosotras merecerá la pena realizar ese esfuerzo, aunque sea lo último que haga
en la vida.
—
No, no, no —la contradijo Yuna estremecida—. No quiero
que lo hagas por mí. No merece la pena. En absoluto merece la pena, Aneia.
—
No tendría que habéroslo dicho —se lamentó Aneia
cerrando los ojos.
—
No queremos que te enfermes más por culpa
nuestra. No es necesario que lo hagas, Aneia, por favor —le solicitó Yuna con
insistencia, asustada y sobrecogida.
—
Está bien. Entonces, permitidme ser algo cortés
con vosotras siendo vuestra anfitriona durante dos días. Descansad del viaje,
reponed fuerzas y luego partid en busca de tu familia llevando en vuestro haber
comida y energía —les pidió levantándose del suelo y recogiendo la mesa—. Es un
placer teneros aquí conmigo.
—
Hay dos viajeras más que nos esperan al otro
lado del camino —recordó Maebe intentando sonreír—. Son nuestras yeguas.
—
¿Qué hacen tan lejos? Por favor, id a buscarlas.
Aquí también hay sitio para ellas. Pobres, seguro que están intrigadas
esperándoos,.
A Yuna la entusiasmaba la idea de permanecer en casa de Aneia durante
días. Quería conocer más profundamente a aquella mujer tan mágica, bella y
transparente. Sentía por ella un interés que nunca nadie le había despertado, a
excepción de Maebe, quien todavía seguía siendo para ella la persona más
especial que conocía. No obstante, Aneia la intrigaba de una manera casi
sobrenatural y deseaba descubrir los recuerdos que aquella mujer guardaba en su
alma, los sentimientos que la vida le inspiraba y también las cualidades que le
anegarían el corazón.
Cuando Aneia vio a Litzia y a Une caminando inseguras hacia su hogar, anduvo
sigilosamente hacia ellas y, al tenerlas cerca, les extendió a las dos un
montón de hierba fresca que las yeguas comieron con calma y confianza. Enseguida
se habían percatado de que Aneia era una mujer amable junto a la que se podían
sentir protegidas.
Entonces el día se detuvo por unas largas horas convertidas en
conversaciones apasionantes, en confesiones profundas y en risas. Maebe y Yuna
olvidaron por unos momentos las penas que las afligían y las verdades que tanto
las estremecían y gozaron de la compañía de Aneia como si fuesen lo último que hacían
en sus vidas. Maebe supo que, después de aquella vez, nunca más volvería a ver
a Aneia. Al conocer que estaba enferma, entonces detectaba las señales de esa
horrible enfermedad resplandeciendo de vez en cuando en sus verdes y brillantes
ojos y reflejándose en sus gestos pacientes y tranquilos. “Qué injusta puede
ser la vida”, pensaba Maebe con tristeza mirando a su querida amiga. “Las
personas más buenas son las que más sufren siempre. No es justo, no es justo”.
Mas la vida podía ser hermosa también, pese a no ser justa. Aquellos momentos
valían más que cualesquiera y Maebe trató de hundirse plenamente en su esplendorosa
belleza para convertirlos después en esos recuerdos que jamás se olvidan; los
recuerdos de esos momentos en los que desearíamos detener el tiempo para
siempre.
2 comentarios:
Interesante capítulo, Ntoch. Eres especialista en crear personajes muy mágicos y misteriosos. Aneia es un gran ejemplo de ello. Esta historia está plagada de personajes muy profundos, con mucha vida interior, no son planos y sencillos. Lo fácil sería inventar un personaje simple y trabajar con eso, pero no te conformas con cualquier cosa. Creas personajes vivos de verdad, con los que tienes que simpatizar a la fuerza. Aneia es personaje fascinante. Encuentro en ella algunas pinceladas de Agnes, no por su personalidad, pero si que por su forma de vivir (de los comienzos de Agnes), la cabaña, las hiervas, la soledad, cosechando su propio alimento...pero siendo totalmente diferente (aquella Agnes era aparentemente malvada, ayy que tiempos jajaja). No me extraña que Maebe la aprecie tanto y que Yuna esté fascinada con ella. Se ve un personaje bueno, que transmite buenas energías. Me da muchísima pena que esté enferma y me parece muy bien que no utilice su don para ayudarlas, pues eso empeoraría su salud. Al menos, algo de luz ha arrojado. Ahora tengo la sensación de que la familia de Yuna la quiso abandonar, que se inventaron esa excusa de la enfermedad de la hermana para que les diese tiempo a marcharse sin ella. Está todo muy confuso, no sé que pensar. La pobre Yuna no merece eso. Tampoco comprendo que nunca le hablasen de sus poderes...algo raro pasa. El lugar dónde vive Aneia es parte fascinante parte terrorífico. Para vivir ahí totalmente sola debe ser muy fuerte, y sin duda ella lo es. Me encanta esta historia. Me gustan los personajes, los paisajes, sus dones, el argumento y sobretodo, que no puedo predecirla. Me encanta, no sé por dónde pueden ir los tiros y me tienes totalmente enganchado. ¡¡Que siga pronto porfaaaaaaaaaa!!
No he caminado mucho por montañas, solo por los Picos de Europa, hace muuuuchos años, pero fue una experiencia fascinante, las montañas son un mundo mágico en sí mismas, al no tener puntos de referencia no sabes calcular las distancias ni los tamaños, ves una piedra más adelante y calculas que tal vez tenga el tamaño de un melón, y cuando te acercas ves que es como una casa... es un lugar fascinante, y te lo digo porque tus descripciones me han estado recordando todo el tiempo esa sensación del camino fatigoso, cambiante, en el que parece que nada cambia, y pienso en esos días de viaje de las protagonistas, son momentos de mucho cansancio, de frío y de calor, de buscar agua, de pensar en dónde y cuándo comer, dónde dormir, momentos en los que todo resulta extraño y cualquier encuentro es mentalmente posible. En esas circunstancias Aneia y su cabaña realmente serían un paraíso para las viajeras, que es la palabra que empleas en el relato; es este un personaje, el de Aneia, muy bien trazado, con mucha personalidad, tienes muy buena mano para eso de perfilar perfectamente a alguien con muy pocas palabras. Me gusta también la mezcla ucrónica de elementos que sigues haciendo, y que nos sitúa ora atrás, ora adelante, ora en un plano paralelo de realidad, y también las alusiones al comportamiento inicuo de los seres humanos, que conseguirá que el planeta, la naturaleza, los seres primordiales o como lo queramos decir se nos sacudan de encima como la molestia que somos, por más que también tengamos la maravillosa capacidad de razonar, que no parece suficiente para que nos comportemos con verdadera inteligencia. Me intriga también conocer las verdaderas razones de la familia de Yuna, ¿por qué le ocultaron sus poderes y le dieron excusas en tantas cosas? Supongo que nos iremos enterando poco a poco... Un relato muy denso y muy interesante, como siempre te digo cada vez escribes mejor.
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