lunes, 30 de marzo de 2020

MÁS ALLÁ DEL VIENTO: CAPÍTULO 7. QUIERO OÍR TU VOZ


CAPÍTULO 7

QUIERO OÍR TU VOZ

Yuna abrió los ojos sobresaltada y extrañada. Le parecía que alguien la había llamado en sueños. Se incorporó frotándose los ojos y entonces descubrió que se hallaba sola. Maebe había desaparecido. Se fijó en su entorno intentando localizarla, pero Maebe no estaba por ninguna parte. Un temor gélido se le adentró en el alma.
Se levantó trémula y desesperada. El sol apenas iluminaba aquel instante. El bosque se hallaba sumido en unas nieblas que envolvían los árboles y que le impedían atisbar qué quedaba más allá del pequeño rincón en el que habían dormido Maebe y ella.
Por el matiz de la luz que llovía del cielo, dedujo que ni siquiera serían las siete de la mañana, si es que todavía sabía contar las horas después de tanta desorientación. Empezó a caminar en busca de alguna señal que le indicase dónde podía haber ido Maebe. Era muy extraño que ella no estuviese a su lado. Solían despertarse juntas, darse los buenos días, preguntarse cómo habían dormido, explicarse los sueños que habían tenido...
El sol no conseguía disipar las brumas que escondían su fulgor. Se hallaba oculto tras nubes gruesas y azuladas que parecían presagiar la tormenta más devastadora de la Historia. Yuna sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo cuando se imaginó aquel bosque inundado por la lluvia. Si llovía, no podrían emprender las labores de búsqueda que tanto deseaba llevar a cabo.
Cuando más sumida estaba en sus pensamientos confusos, oyó una risa mezclándose con el brumoso silencio de la mañana. Entonces descubrió a Maebe jugando con Litzia y Unse junto al río. Las alimentaba con fajos de hierba fresca mientras también les adecentaba las crines. Las dos yeguas la miraban agradecidas, con mucho cariño, confianza y respeto. Maebe estaba envuelta en un halo de felicidad que serenó al instante la trémula y asustadiza alma de Yuna; quien, en los últimos días, se había vuelto mucho más insegura y frágil. Nunca había sido tan sencillo amedrentarla.
      ¡Buenos días, Yuna! —la saludó Maebe con alegría—. Perdóname por haberme ido sin despertarte, pero es que dormías con tanta calma... además, Litzia ha venido a pedirme que me levantase ya.
Yuna no sabía qué contestar. Era consciente de que Maebe había descubierto con mucha facilidad lo que pensaba ella en esos momentos y sintió que la vergüenza le coloreaba las mejillas.
      Enseguida desayunaremos nosotras también. Tenemos que reunir fuerzas para el intenso día que vamos a vivir hoy.
Maebe parecía muy alegre, energética, liviana. A Yuna le costaba entender cómo era posible que se encontrase tan bien teniendo por delante una jornada tan difícil y posiblemente demasiado dura, pero no osó preguntarle nada. Se acercó a Unse e imitó a Maebe. Tomó un paño, lo remojó en el agua y empezó a refrescar a la yegua, quien parecía sonreírle con sus ojos claros y sinceros.
Al cabo de unos largos y densos minutos, Maebe se alejó lentamente de Litzia y se acercó a Yuna preguntándole con los ojos qué le ocurría. Yuna no le contestó, no le dijo nada. Sólo se dejó llevar por ella cuando Maebe la condujo de vuelta al lugar donde habían dormido. Desayunaron en silencio, también, aunque Yuna ansiaba confesarle a Maebe que se había asustado mucho al despertar sin ella. No obstante, creía que no debía ser tan sincera con Maebe, pues esas confesiones lo único que provocarían sería que Maebe confundiese aún más los sentimientos que las unían.
      Tu aldea está muy cerca de aquí —le explicó inútilmente Maebe a Yuna, quebrando con delicadeza el silencio que se había instalado férreamente entre las dos—. No sé por dónde tenemos que empezar a buscar. Quizá tengamos que buscar más con el alma que con los sentidos.
      Yo eso no sé hacerlo —protestó Yuna. Entonces se percató de que se encontraba de muy mal humor. Estaba enfadada consigo misma, con el mundo, incluso con ese sol que apenas conseguía derramar su luz sobre la tierra.
      Vaya, ¿qué te ocurre, Yuna?
      No lo sé. Estoy cansada.
      Es comprensible.
      Vayamos ya. No quiero perder más tiempo.
      Apenas hay luz, Yuna.
      Me da igual.
Maebe se dio cuenta de que era inútil discutir con Yuna. Estaba atrapada en un sentimiento de impotencia y rabia que apenas le permitiría comprender las cosas.
Se dirigieron, sin las yeguas, a quienes dejaron libres por aquel día, hacia el poblado de Yuna, hacia las ruinas que revelaban que allí había habido casas, personas que vivían felices, que había habido vida.
Yuna sentía ganas de llorar, pero no quería derrumbarse de nuevo delante de Maebe, quien ya la había consolado demasiadas veces. Ansiaba mostrarse fuerte con ella para poder transmitirle algo de vigor y energía positiva, aunque tuviesen las dos el alma destrozada.
la luz tenue y ceniza que llovía del cielo alumbraba un paisaje desolador. Árboles quemados, retorcidos y prácticamente deshechos rodeaban un poblado devastado, lleno de casas derribadas, de objetos calcinados, de restos de vida. Durante las horas crepusculares en las que Yuna había estado allí el día anterior, no había percibido ni la mitad de la desolación que inundaba aquel lugar que antes, para ella, había poseído tanta vida y alegría.
      Tenemos que empezar a buscar alguna señal que nos indique si tus familiares y vecinos pudieron huir.
      Yo no sé cómo vamos a adivinar eso —protestó Yuna intentando ser fuerte, pero su voz sonó trémula.
      También tenemos que esforzarnos por encontrar alguna señal de lo que pudo ocurrir aquí.
Seguida por Yuna, una Yuna trémula y titubeante, Maebe empezó a caminar entre las ruinas, fijándose en todo lo que la rodeaba. Los ojos le resplandecían de emoción, pero también había temor en su mirada. Yuna percibía toda la desolación que a Maebe también le hacía sentir aquella imagen tan triste.
Permanecieron caminando entre las ruinas, rebuscando bajo las maderas quemadas y observando todos los detalles que encontraban a su paso hasta que el sol consiguió disipar las nieblas que sumían al día en un silencio inquebrantable. El cielo derramó la luz del sol por doquier, iluminando aquellos rincones que antes habían permanecido ocultos por las brumas. Se hallaba cerca el mediodía.
      Aquí no hay nada que nos ayude —se quejó Yuna agotada, sentándose desolada sobre las ruinas, sin importarle lo sucias que quedarían después sus ropas—. Lo único que hay aquí son objetos quemados y casas derribadas. No hay nada. Estamos perdiendo el tiempo.
      No es cierto, Yuna. Creo haber encontrado algo que nos puede ayudar bastante.
      ¿El qué? —le preguntó Yuna retirándose las manos de su rostro; el que ya estaba humedecido por las lágrimas.
      Mira esto.
Maebe tenía en las manos un objeto que Yuna no identificó. No tenía ni la menor idea de qué podía ser aquello. Parecía un pedazo de tela, pero Yuna pensó que el tacto de aquel objeto era muy distinto al de la tela. Se levantó lentamente de donde se había sentado y tocó con miedo y repugnancia aquello que Maebe sostenía.
      ¿Qué es esto? —preguntó estremecida. Aquel tacto le provocaba dentera.
Era áspero, pero porque el polvo y la ceniza turbaban su textura. Parecía elástico e irrompible. Maebe le permitió a Yuna que tomase entre sus manos trémulas aquel objeto incomprensible.
Yuna pellizcó aquella extraña textura, alargando un pedazo de aquella tela extraña. No era tela. Era algo más duro y resistente. Pensó, fugazmente, que aquel objeto podía contener aire. Se lo imaginó inflándose y volando por el cielo. Supo, al instante, que aquella certeza no se la había imaginado. Ésta había procedido de un recóndito lugar de su mente que, de pronto, le pareció nuevo, lleno de recuerdos de momentos que ella no había vivido.
      Es un globo —dijo Yuna de pronto, sin comprender por qué pronunciaba aquellas palabras.
      Exactamente. Es un globo de helio enganchado a una Bengala.
      ¿Una qué?
      Una Bengala. Mira —le ordenó Maebe arrebatándole a Yuna el globo de las manos y mostrándole un extraño palo quemado—. Esto es como una vela. Si le prendes fuego, arde. Por lo que puedo observar, es bastante resistente al viento. ¿Notas la mecha? La mecha está ya quemada.
      ¿Y eso qué quiere decir? —le cuestionó Yuna asustada, estremecida. La mente se le había llenado de imágenes horribles.
      Hay más globos como éste repartidos por todo el poblado.
      ¿Qué quiere decir eso, Maebe?
      Quiere decir que el incendio que quemó tu aldea fue absoluta e innegablemente provocado. Causar incendios utilizando globos de helio adheridos a una Bengala es algo que ya se hizo en otros lugares de la Tierra. Es una táctica extremadamente cruel, no sólo por lo que ocasiona, sino porque es totalmente imprevisible. Al lanzar un artefacto de éstos, el fuego puede declararse en cualquier lugar sin importar si se trata de un bosque, de una ciudad o de una aldea.
      Pero eso es extremadamente cruel —susurró Yuna rompiendo a llorar—. ¿Por qué hacen eso? ¡Y quién puede hacer algo tan horrible?
      Personas sin corazón ni alma, hechas sólo de maldad, intereses egoístas y de ambición. Ellos convierten la ambición en una enfermedad. Deberían morir quemados ellos también, pero lo peor es que nadie los descubre nunca. Obran de maneras horribles de forma impune —explicó Maebe intentando no llorar, con rabia e impotencia—. Yo llevo años buscando a las personas que tratan así a nuestro planeta, pero nunca tuve éxito. Es más, vengo de un futuro en el que los incendios son la peor plaga de la Humanidad. En mi tiempo, ya han ardido miles y miles de árboles, ha quedado reducida a cenizas una ingente cantidad de bosques... y todo porque a esos seres humanos les interesa utilizar esos terrenos para fines que ni sé nombrar.
      No, no, eso no puede ser verdad, Maebe. Me hablas de la peor pesadilla que jamás pudo existir.
      Te hablo de la verdad más espantosa que nunca pudimos imaginar. Es cierto que nuestros antepasados quemaban algunas porciones de bosque para poder construir sus casas, pero a cambio renunciaban a años de su vida por ello, también agradecían el servicio de la naturaleza entregándole a ella algún sacrificio. No hacían eso en balde, pero, dentro de nada, la Humanidad perderá todo el respeto que la Naturaleza se merece. La tratarán como la peor criatura, como algo ínfimo.
      Eso es el peor de los delitos. Si de ella vivimos, si ella nos da la vida...
      Eso es, pero a nadie le importa eso. Para la mayoría de humanos de la Tierra, sólo habrá un dios y ese dios será el dinero.
      ¿Dinero? ¿Qué es eso?
      Es un objeto de mucho valor que sirve para intercambiar cosas. Nosotros no lo necesitamos nunca porque todo lo que tenemos lo compartimos con los demás, porque la tierra ya nos da todo aquello que requerimos para vivir...
      Pero, entonces, ¿qué podemos hacer nosotras?
      Vengar a nuestra Madre Tierra.
      ¿Cómo?
      No podemos luchar contra ese inmenso número de humanos que le hacen daño a la Tierra. Lo único que podemos hacer es...
      Pero, si no podemos localizarlos, ¿cómo...?
      Tú y yo necesitamos ayuda. No podemos afrontar esto solas.
      ¿Quién quemó mi aldea, Maebe? ¿Y dónde están mis padres y mi hermana? ¿Quién fue capaz de hacerles daño a unas personas tan buenas, que jamás hicieron ningún mal, que siempre lucharon digna y humildemente por sus vidas? —le preguntó Yuna llorando desconsolada—. Antes de vengar el daño que están haciendo esos seres humanos que ni siquiera se merecen que llamemos personas, me gustaría encontrar a mi familia. Necesito saber que ellos están bien.
      Ellos están bien, Yuna. Créeme.
      ¿Cómo lo sabes?
      Porque lo siento en mi alma. No sé dónde están, pero se encuentran bien, a salvo.
      ¿Cómo podemos encontrarlos?
      Yo puedo viajar con mi alma al momento en el que tu aldea ardió, pero, para ello, necesito ayuda. Conozco a una mujer muy especial que vive en las montañas, lejos de cualquier ser humano, que podría ayudarnos. También tú puedes mirar en tu interior y llamar a tu familia utilizando el reclamo que siempre os comunicó, que siempre nos comunicó a todos. Lanza ese llamado sin voz, pero con todas las fuerzas de tu alma. Necesitas estar tranquila, a solas contigo misma, para poder concentrarte. Es muy importante que nadie interrumpa ese momento que sólo te pertenece a ti. Puedes hacerlo, Yuna. Yo empleé ese llamado en muchísimas ocasiones para llamar a mis seres queridos y para saber que están bien. Tú también puedes hacerlo.
      Nadie me enseñó nunca a llamarlos con mi alma.
      Yo puedo enseñarte, si confías en mí, por supuesto.
      Confío en ti, evidentemente que confío en ti. Eres lo único que tengo ahora mismo —le confesó tomándola de las manos y sentándose junto a ella.
      Tú también eres lo único que tengo ahora. Bien, pues lo que tienes que hacer es cerrar los ojos y silenciar la voz de tu mente. No pienses en nada. ¿Alguna vez has meditado?
      Sí, muchas veces.
      Es algo semejante. No permitas que ninguna imagen ni sonido se introduzca en tu mente. No importa de donde provenga, si de tu interior o del exterior. Cierra tu mente a cualquier estímulo. Cierra los ojos, húndete en el silencio íntimo que te llena. Entonces evoca el recuerdo de tus padres y de tu hermana. Míralos a los ojos a través de la distancia mientras alzas la voz de tu alma y los llamas, mientras pronuncias: ¿podéis oír mi llamado?
La voz de Maebe sonaba suave, hipnótica, cada vez más lejana. Yuna era muy hábil meditando, pero supo que lo que debía realizar era distinto a meditar. Era algo más profundo que tenía que conectarla con las personas que más quería en el mundo.
Cuando Maebe advirtió que Yuna se hallaba lejos de ese instante, se soltó delicadamente de sus manos y se alzó del suelo con la intención de alejarse de ella lo más silenciosamente posible. Caminó sin hacer ruido por encima de las ruinas, entre cenizas y maderas quemadas, entre objetos calcinados que ya no tenían ni forma ni dueño, bajo la luz incipiente de ese mediodía que apenas brillaba, sólo lo necesario para alumbrar esas pequeñas señales que Maebe y Yuna necesitaban encontrar.
Maebe confiaba en el poder de Yuna, aunque ella no hubiese aprendido todavía a desarrollarlo. Sabía que era una mujer muy fuerte y mágica. Sólo era preciso que ella la ayudase a descubrirlo y aceptarlo. Se sentía orgullosa de ella, de todo lo que estaba superando, pero también sabía que aquel orgullo se mezclaba con otro sentimiento mucho más potente. Maebe sí amaba a Yuna, pero se trataba de un amor que no era físico, sino sobre todo anímico. Ella notaba que su alma estaba enlazada a un alma que no formaba parte de aquel instante, ni de aquel tiempo ni de aquel lugar, que la esperaba más allá de la vida, de esa vida, y más allá del viento.
Yuna nadaba por el silencio que le llenaba el alma sin dejar de evocar nítidamente la imagen de sus padres y de su hermana. Los veía relucir en la oscuridad que le inundaba los ojos. Se sentía cada vez más unida a su recuerdo. La voz de su interior susurraba ya sus nombres y, poco a poco, comenzó a lanzar al silencio aquel llamado ancestral que podía comunicarla con ellos. El llamado empezó siendo un musitar suave, pero acabó convirtiéndose en un grito desesperado. A Yuna le pareció que aquel reclamo henchido de fuerza se escapaba de su alma silente y de su cuerpo inmóvil y atravesaba el aire, las montañas, el viento, volaba entre los árboles con alas de plata que resplandecían bajo la luz delicada del mediodía. Volaba y volaba arrancándole suspiros al viento, fluyendo con los ríos, lejos, muy lejos, hacia ningún lugar, llegando sin embargo más allá de aquel instante.
Yuna sentía, cada vez con más fuerza, que el alma se le llenaba de vigor, de poder, de claridad. No dejó de pronunciar desesperada y energéticamente aquel llamado hasta que, al fin, notó que alguien le contestaba en silencio. Una voz también que susurraba y gritaba al mismo tiempo se le adentraba en el alma, rompiendo la quietud en la que se hallaba sumido su ser. Alguien le contestaba. Era una voz demasiado familiar para ella; una voz que la había ayudado a dormir, que le había dirigido las palabras más cariñosas que jamás nadie le dijera, que también la había regañado cuando ella había hecho alguna travesura. Era la voz que había oído desde que su vida empezó, desde que tenía uso de razón.
“¡Mamá,! ¡Mamá! ¡Mamá!” La llamó desesperada a través de la distancia, con una desesperación que rayaba la locura. Sin darse cuenta, se arrodilló y apoyó las manos en el suelo para detener los temblores que se habían apoderado de su cuerpo. “¡Mamá! ¿Puedes oírme, mamá? Estoy en nuestra aldea. ¿Donde estás, mamá?”
La voz de su madre sonaba cada vez más clara. Yuna sintió que la emoción que experimentaba la desesperaba profundamente, pero intentó reprimir las ganas de gritar que la dominaban. Necesitaba llamar a su madre empleando todo el torrente de su voz, pero sabía que aquel momento se desvanecería si lo hacía.
“Hija, hija. ¡Estás viva, hija!”
“Sí, mamá, estoy viva. Por favor, dime dónde estáis. Necesito encontraros”.
“Estamos muy lejos de aquí, cariño. Tuvimos que huir. Estamos al otro lado de las montañas. Alguien nos avisó de que estábamos en peligro y huimos antes de que se declarase ese incendio que nos lo ha quitado todo. Si vas hacia las montañas del norte, entonces llegarás a un país distinto. Tienes que encontrar el río que baja caudaloso de las montañas y seguirlo hasta que llegues a un gran poblado alimentado por esas aguas, rodeado por un denso bosque de robles, sicomoros y castaños. Entonces verás casas de colores, muy graciosas y acogedoras, y en una pintada de naranja estamos nosotros. Estamos refugiados en casa de unos familiares que nos tratan muy amablemente. Tienes que venir, pero no temas por nosotros. Estamos bien. Tu hermana también se encuentra mucho mejor. Si vas a emprender ese largo viaje, ve con mucho cuidado. Es más, te pediría que no lo hicieses, que iniciases tu vida en otro lugar, que no te arriesgases a llegar hasta aquí porque las montañas son peligrosas, tienen muchos peligros que no podrás superar”.
Yuna necesitaba preguntarle muchas cosas, pero la voz de su madre desapareció mucho antes de que pudiese ordenar sus pensamientos. Su alma se quedó invadida de silencio. No había nadie al otro lado del viento que pudiese oírla. La voz de su madre se había hundido en la nada. Yuna volvía a estar completamente sola, a solas consigo misma, con su corazón desbocado y frágil.
Abrió lentamente los ojos y la imagen que el día le devolvió la estremeció profundamente. Ante ella, las montañas dividían el cielo en luz y oscuridad. El cielo que la cubría no era más que el reflejo de las ruinas quemadas sobre las que ella se hallaba. El bosque, las montañas, todo, todo estaba en silencio, quieto y paralizado, como si ella se hallase en otro mundo, distante de todo lo que había conocido, y separada de todo ello por un velo invisible hecho sólo de silencio y soledad. No había nada a su alrededor. Sí, había árboles calcinados, había ruinas, había objetos vueltos ceniza, pero nada de aquello tenía vida. Aquello no era nada.
Se levantó sin saber qué hacer ni qué pensar. Se sacudió distraída las ropas mientras intentaba reconocer los sentimientos que le anegaban el alma. Saber que sus familiares estaban bien la serenaba profundamente, pero no entendía qué hacían tan lejos del que fuera su hogar. Se preguntaba cómo era posible que hubiesen llegado tan lejos en tan poco tiempo. Ella había estado fuera de su casa durante tres días, si es que había sabido contar las horas que había permanecido viajando, y, en ese tiempo, sus padres y su hermana habían llegado hasta el otro lado de las montañas. Aquel lugar estaba totalmente prohibido para ella, para todos los habitantes de su aldea, durante generaciones. No comprendía qué hacían allí y la aterraba pensar que sus familiares habían renunciado a todo lo que habían creído y tenido.
Caminó lentamente hacia el bosque, donde sabía que podría encontrar a Maebe. Necesitaba explicarle todo lo que había descubierto y, sobre todo, pedirle consejo. No sabía qué hacer. Deseaba reencontrarse con su familia, pero no se atrevía a emprender un viaje tan largo. Se preguntó qué sentido tenía entonces todo lo que Maebe y ella deseaban hacer si estaba tan lejos de su gente, pero también era consciente de que no le atraía en absoluto la idea de llegar hasta otro país en el que, posiblemente, no quedaría nada de sus costumbres, ni de sus creencias ni de su modo de vivir, donde tendría que esforzarse por hacerse a otra manera de existir. No se atrevía a descubrir otra cultura, otra civilización. Ella era feliz, había sido muy feliz, con todo lo que había tenido, durante toda su vida. No quería conocer otra cosa. No quería ser habitante de un lugar con el que no podría identificarse jamás.
Se imaginó viviendo con Maebe en medio del bosque, en una casita de madera, cultivando como siempre habían hecho sus antepasados todo lo que precisaban para comer, celebrando sus rituales especiales con los que pedirían prosperidad y con los que le agradecerían a la naturaleza todo lo que les daba; pero una vida lejos de su familia le dolía. Imaginar que nunca más los vería también la hería profundamente.
Estaba tan confundida que apenas le prestaba atención al lugar por el que caminaba, que ni siquiera se percató de que había llegado junto al río en el que se había bañado la mañana en la que había conocido a Ondina. Saber que Ondina había querido utilizarla le dolió repentinamente en el alma como si le hubiesen clavado un puñal. Sí, le habían clavado el puñal de la traición.
Un remolino de sentimientos inundó su corazón. Se agachó frente al agua y, sin pensar, se lanzó al río sin desvestirse. Necesitaba lavar también su ropa, no sólo su cuerpo y su alma. Nadó dificultosamente intentando que el agua humedeciese todo lo que llevaba, toda su piel, todos los rincones de su cuerpo. Se bañó con rabia, incluso con impotencia, pero también con energía; con una energía renovada que le permitía confiar un poco más en sí misma.
De pronto, unas nubes grises, densas y profundas cubrieron el cielo, apagando la poca luz que iluminaba aquel instante, y empezó a llover con fuerza. Las gotas chocaban con la tierra produciendo un sonido delicioso y hermoso, humedeciéndola, arrancándole de las entrañas un aroma que a Yuna le hizo sentir viva: el aroma de la tierra mojada, revivida.
Cuando Yuna salió del agua, la lluvia la envolvió suavemente, humedeciendo aún más sus ropas y su cabellos si cabía. Yuna pensó que la lluvia purificaría la tierra toda, su aldea quemada, el aire, la energía que flotaba por el bosque.
Se sentó en una roca sin importarle que la lluvia la estuviese empapando todavía más. De pronto, notó que, entre el ruido de la lluvia y del viento que agitaba brutalmente las ramas de los árboles, alguien caminaba hacia ella. No dudó de que se trataba de Maebe. Agradeció que la hubiese encontrado. Necesitaba hablar con ella.
      ¿Yuna? Ven, ven, vas a enfriarte. Ven junto al fuego, cielo —le pidió cariñosamente mientras le acariciaba los cabellos, húmedos, rizados, llenos de agua.
      Mis padres y mi hermana están al otro lado de las montañas —le explicó distraída.
      ¿Y están bien?
      Están bien, sí, pero muy lejos de aquí. No lo entiendo.
      ¿Quieres ir con ellos?
      No lo sé.
      Creo que lo único que necesitas ahora es secarte junto al fuego y comer algo caliente.
      Sí, gracias, Maebe. Gracias una vez más.
      Estás tan distraída e impresionada por lo que has vivido que ni siquiera te das cuenta de que tienes un frío atroz —se rió Maebe una vez ya sentadas las dos junto al fuego y cubriendo a Yuna con una manta seca tras ordenarle que se desvistiese y dejase cerca de las llamas su ropa empapada—. Tu mente es mucho más fuerte que tu cuerpo.
      Sí tengo frío, sí.
      Tienes que cuidarte. Lo último que nos faltaba era que te enfermases.
      Lo que he conseguido hoy...
      ¿Hablar con tu familia?
      Sí, eso... Es algo mágico.
      Muy mágico. Es algo que ya hacían nuestros antepasados para comunicarse con las demás tribus.
      ¿Cómo sabías que yo podía hacerlo?
      Porque nuestra civilización es mucho más mágica de lo que nadie imagina.
      Mis padres jamás me hablaron de ese poder.
      Tus padres te ocultaron tantas cosas... Discutí muchas veces con ellos por eso.
      ¿De veras?
      Por supuesto. No me parecía bien que te ocultasen la mayoría de las cosas que podemos hacer con el alma. Por eso estás tan dormida. Tienes ese poder en ti, pero todavía no lo has despertado. Yo te ayudaré a hacerlo.
      ¿Por qué lo hicieron?
      Pues no lo sé, Yuna, pero...
      Pero ¿qué?
      Intuyo que el hecho de que lo hiciesen y que ahora se encuentren al otro lado de las montañas tiene relación... No son hechos aislados. ¿Con quién hablaste?
      Con mi mamá. Me dijo que, antes de que se declarase el incendio, alguien los avisó de lo que ocurriría y ahora están en la casa de unos familiares...
      Tú nunca tuviste familiares al otro lado de las montañas, ni tú ni yo. Todos nuestros familiares están aquí, Yuna, en estas tierras.
      No entiendo nada.
      Creo que lo más conveniente es que vayamos a verlos para que te lo expliquen todo. Yo te acompañaré. No temas, pero antes debemos acudir a la mujer de la que te hablé antes para que nos ayude a descubrir quién y por qué incendiaron tu aldea.
      de acuerdo. Muchas gracias, Yuna.
      También son mi familia y es a mujer es una gran amiga mía.
      ¿Cómo es?
      Muy amable y mágica, pero también muy reservada. Ya la conocerás.
      De acuerdo.
      Por lo pronto, hoy creo que descansaremos un poco. Nos lo merecemos después de tanta tensión.
Efectivamente, las dos se hallaban agotadas. Permanecieron bajo los frondosos árboles que las protegían de la lluvia durante horas, casi durante toda la tarde, hasta que el cielo volvió a brillar, lanzando a la tierra los últimos esplendores de aquel tormentoso atardecer. Entonces aprovecharon para caminar entre los árboles junto a Litzia y Unse, quienes parecían intuir la gravedad de aquellos momentos. Con sus ojos tiernos, intentaban comunicarles aliento a aquellas dos mujeres que tanto las respetaban, cuidaban y querían.
Así se marchó ese día extraño; el cual suponía el inicio de una nueva etapa en la vida de Maebe y Yuna. Yuna se sentía distinta. Incluso le parecía que la intensa tormenta que había inundado el bosque significaba un fin para ella. La lluvia se había llevado la desconfianza y el temor. En esos momentos, se dio cuenta de que se sentía fuerte, capaz de sobrellevar cualquier adversidad. Saber que su familia estaba bien le llenaba el alma de alivio y gratitud, aunque también estaba confundida y desorientada. Desconocer el porqué de tantos hechos le hacía temblar, pero la fortaleza que había nacido en su interior era mucho más potente que aquellas emociones y la animaba a creer que todo iría bien, que conseguiría descubrir todo aquello que no lograba comprender.


2 comentarios:

Wensus dijo...

Un capítulo muy revelador. Estaba deseando saber que es lo que le había ocurrido a la familia de Yuna y si el incendio fue provocado. Gracias a Maebe, sabemos que es lo que ocurrió. Gente despiadada que destruyen la naturaleza,aldeas y lo que sea con tal de ganar dinero, aunque también los hay que lo hacen simplemente por placer. No sé exactamente cuales eran las intenciones de esos desalmados, pero está claro que nada buenas. El momento en el que ha conectado con su familia ha sido genial, pero un poco agridulce. Por un lado me encanta que tenga ese don, es genial (gracias a Maebe lo ha descubierto), pero por otro lado, no me ha gustado mucho la conversación de su madre. En mi se han despertado dudas...¿Era realmente su madre? Eso que dice Maebe de que allí no tienen familiares...También me choca que diga que se quede allí a vivir para siempre, sin ellos. A lo mejor la intenta proteger y en realidad no está con familiares, si no prisioneros...si le dice la verdad, sabe que ella iría a rescatarlos...no sé, hago mil conjeturas jajaja. Tampoco comprendo que su familia nunca le hablase de esos dones que tiene, ¿que los llevó a ocultárselo? Por otra parte, su relación/amistad con Maebe va genial. Ha creado ya una dependencia. Se ha desesperado cuando al despertar, no la ha visto a su lado. En fin, un capítulo muy intenso, me ha encantado (menos mal que no estabas inspirada jajaja). ¡¡¡¡Quiero maaaaaaaaaaaaaaaassss!!!!!

Uber Regé dijo...

¿Globos de helio? ¿cómo que globos de helio? Eso nos lleva a... ay, ay, ay... ¡pero si estamos hablando de menos de un siglo, como quien dice! ¿De dónde salen Yuna y los demás? ¿Son un mundo alternativo o paralelo al nuestro? Porque ahora sí parece poco probable buscar un encaje, así que, como poco, debe de tratarse de una ucronía... Y de nuevo he vuelto a pensar en el lazo universal de los vampiros cuando Yuna se comunica, ¡por fin! con su familia... por una parte esa conversación mental, o como la queramos llamar, da a Yuna, y de paso a nosotros, la tranquilidad de saber que sus seres queridos están bien, pero, por otra parte, ¿por qué mienten sobre unos parientes tras las montañas que no tienen? ¿y por qué eso es un territorio prohibido? ¿y cómo puede ser que Maebe, que es más o menos de la edad de Yuna (digo yo), hable de ella como de alguien a quien se conoce desde hace mucho tiempo, pero en secreto? ¿y qué capacidades extraordinarias son esas que tiene Yuna y que su familia le ocultó? ¿y por qué lo hizo? Bueno, me paro de preguntar, pero la verdad es que este capítulo es como un terremoto, causa una revolución interior para tratar de encajar todo, aunque no se parece en nada, también me he acordado de un libro que leí hace mucho, "Guía del autoestopista galáctico", una fantasía bastante delirante en comparación con este relato, pero que tenía este efecto revulsivo. Y, a todo esto, tenemos por delante también la determinación de los pirómanos y sus efectos: ¿es que quieren hacer una urbanización con piscinas? Ah, y no perdamos a Ondina de vista... Me parece imposible que hayas podido urdir un prodigio tan enrevesado de un modo tan aparentemente sereno, con una forma tan lírica y unos personajes tan hermosos. La novela crece, creo que se gana un puesto al lado de El Secreto Mundo de Lainaya...