CAPÍTULO 1
PERDIENDO EL PASADO
Las
incandescentes llamas que habían devorado con furia el poblado en el que hasta
entonces había vivido se habían convertido en unos tímidos rescoldos que se
negaban a desvanecerse. Aquellos pequeños haces de luz anaranjada eran el más
potente recuerdo de lo que había ocurrido. Susurrando entre los árboles y los
objetos quemados, parecían conversar sobre lo que habían hecho, como si
comentasen con el viento y el silencio de la tarde cuánto les avergonzaba haber
cometido una travesura tan triste.
Los últimos
suspiros del atardecer se mezclaban con las leves llamas que todavía ardían
entre los escombros. Había sido un poblado muy bello. Las casas de madera
habían convivido en perfecta armonía con los poderosos árboles que protegían
los caminos. Las gentes que habían habitado aquellos pequeños e inocentes
hogares siempre habían sido muy humildes y amables. Nunca ningún conflicto
había agitado y turbado la calma que se respiraba en aquella aldea y todos los
vecinos parecían formar parte de una misma familia.
Yuna se alejaba
de allí sintiendo que se cerraba una etapa de su vida y que otra muy distinta
se abría ante sí, todavía vacía y desafiante. Yuna era una mujer muy valiente e
inteligente a la que apenas le costaba enfrentarse a los peligros que suponía
vivir en aquellos lares. Desde que era muy pequeña, había sabido manejar el
arco y cazar con destreza. Nunca había temido la oscuridad ni los animales que
habitaban en el bosque que rodeaba su aldea. Además, desde que tenía uso de
razón, había sabido comprender el lenguaje del viento y del agua, había sabido
leer en las nubes las silenciosas palabras de la lluvia y el sol y también
conocía las propiedades de la mayoría de plantas y árboles que poblaban aquella
naturaleza que para todos tenía tanta vida.
Para la gente de
su pueblo, la naturaleza había sido siempre la madre de todo ser. Habían creído
en su poder siempre, generación tras generación, y conocían el modo de invocar
a los espíritus del bosque para consultarles acerca de sus vidas y su futuro.
Yuna era muy hábil interpretando el lenguaje de los seres mágicos que moraban
entre los árboles, bajo la tierra, en la voz impetuosa del viento y en la
húmeda presencia del agua. Nunca habían tenido ninguna complicación con aquellas
almas.
No sabía cuántos
miembros de su pueblo habían sobrevivido. Ella acababa de regresar de un viaje
que había durado tres días cuando se encontró con aquella imagen tan horrible.
El fuego devoraba sin piedad las casas de madera que formaban su aldea. No
había nadie allí. Solamente estaban el silencio y el fuego. Había llamado a sus
padres y a sus hermanos de sangre, pero nadie le había contestado.
Enseguida
comprendió que debía marcharse de allí, pues en aquel poblado, en aquel
pedacito de mundo que había sido su morada, ya no le quedaba nada. Debía buscar
la vida en otra parte.
No le extrañaba
que un incendio hubiese devorado su amado poblado, pues el fuego se utilizaba
prácticamente para todo y todos eran conscientes de que su ferocidad podía desbocarse
y deshacer todo lo que conocían.
Sin embargo, la
desolaba no conocer el paradero de sus seres queridos. Si tan sólo pudiese
asegurarse de que estaban bien, de que el fuego no los había herido... tampoco
podía saber cuánto tiempo llevaba ardiendo aquel incendio. Ella había
permanecido lejos de su hogar durante tres días. Había tenido que hacer un
viaje hacia las montañas para buscar una planta medicinal que la ayudase a
curar a una de las personas que más quería en este mundo: a su hermana Belina.
En sus manos
trémulas y heladas llevaba la planta que podía curar a su hermana. Saber que no
podría entregarle su medicina la desencantaba y desolaba tanto que no podía
soportarlo. Que su hermana no pudiese tomar la tisana hecha con la misnácsica,
la planta que podía curarla, significaba que su vida no duraría muchos más
días, si es que todavía Belina respiraba.
Belina padecía
una enfermedad terrible que descontrolaba sus sentimientos y su razón y que la
transportaba de repente a una realidad muy lejana de la que no podían
rescatarla. La misnácsica tenía unas propiedades mágicas que podrían serenar el
estado anímico de Belina.
Caminaba entre
los árboles, bajo el fulgurante cielo del atardecer que ya moría en los brazos
de la noche, sin saber adónde ir, sin ni siquiera ser consciente de a dónde
podía dirigirse. No podía deshacerse de la imagen de su poblado ardiendo y no
dejaba de preguntarse dónde estarían sus familiares. No podrían haber ido muy
lejos; pero no sabía por dónde buscarlos.
Las crecientes
sombras de la noche ya se derramaban entre los árboles, apagando la silueta de
las montañas, volviendo más inescrutable el bosque. Yuna no le tenía miedo a la
oscuridad, pero en esos momentos notó que ésta la sobrecogía y la detenía. Tal
vez fuese tener el alma tan herida lo que le provocaba aquella inseguridad.
Se detuvo y
observó lo que la rodeaba. El bosque parecía formar parte de un mundo en el que
ella nunca había estado. Se encontraba desorientada en aquellos lares que
supuestamente se conocía tan bien sin apenas identificar los elementos que la
rodeaban. Sí, había visto muchísimas veces aquellos árboles tan antiguos, de
tronco tan grueso y de ramas poderosas, pero en aquellos momentos era como si
éstos nunca hubiesen pertenecido a su memoria.
Yuna se sentó en
el suelo y se hundió en sus propios pensamientos intentando encontrar alguna
idea que la ayudase. El silencio de la noche le acariciaba el alma a la vez que
se la rasgaba y no era capaz de pensar con claridad. Además, no podía cesar de
recordar todo lo que había vivido antes de ese viaje que la había alejado de su
familia tal vez para siempre.
Yuna era muy
valiente, pero en esos momentos se creía débil y cobarde. No sabía qué debía
hacer. Tenía veinte años y se encontraba desorientada en su propia vida; la que
hasta entonces había sido siempre sencilla, a pesar de los esfuerzos que había
tenido que hacer para sobrevivir. No obstante, todos los que la conocían creían
que ella era distinta a los demás. Con su edad, la mayoría de mujeres que
formaban parte de su poblado ya se había unido a algún amante y había tenido
hijos. Ella, en cambio, había preferido permanecer sola, sin atarse a nadie,
porque siempre se había sentido libre, un alma que no podía ser encerrada en
ninguna parte. Le bastaba con su familia y con sus amigos; pero en esos
instantes no tenía a nadie a su lado que pudiese ayudarla.
De repente,
creyó que nunca había madurado, que de nuevo era aquella niña a la que tanto le
gustaba jugar con los animales y bañarse en el poderoso y caudaloso río que
cruzaba el bosque que tanto amaba y tan bien se conocía. Yuna era menuda y
delgada, pero tenía mucha fuerza en los brazos y en las piernas. Estaba
habituada a correr a través del bosque y a ascender las montañas que cercaban
su tierra. También tenía unas manos ágiles y cariñosas que podían dar las
caricias más dulces y también podían golpear con saña y potencia.
Los ojos de Yuna
eran tan negros como la noche, cuyo color oscuro teñía también sus largos y
rizados cabellos. Era una de las mujeres más hermosas que vivían en aquellos
lares y había tenido ya muchos pretendientes que habían intentado conquistarla,
pero ella siempre había rechazado toda compañía sin saber muy bien por qué ni
siquiera se esmeraba en conocer a los que se interesaban por ella.
Vestía con ropas
hechas con las pieles de animales que tenían que sacrificar para vivir. Siempre
que le habían quitado la vida a alguna criatura inocente para poder mantenerse
fuertes, habían celebrado un precioso ritual que servía para guiar el alma de
aquel ser hasta el otro mundo; el mundo interno y externo de las vidas
fenecidas. Era un mundo lleno de quietud y armonía y a nadie le inspiraba temor
pensar en la muerte. La muerte era otro momento de la vida, mucho más extenso
que cualquier otro, pero no era ningún fin. Creían en la reencarnación; lo cual
les permitía despedirse con ilusión y esperanza de quienes se iban de la vida.
En esos
instantes, sin embargo, a Yuna la inquietaba muchísimo no saber si sus seres
queridos estaban vivos o muertos. Sentada entre aquellos poderosos árboles, le
parecía que se hallaba mucho más sola que nunca.
De repente, oyó
un ruido sutil junto a ella. Alzó los ojos y entonces descubrió que una gran
serpiente se le acercaba. No se asustó en absoluto. Estaba acostumbrada a
convivir con aquellos imponentes animales. Distinguía, además, a las que eran
venenosas y, si alguna vez una de ellas le picaba, conocía el modo de salvarse
de aquel peligroso veneno.
Miró a la
serpiente a los ojos a través de aquella densa oscuridad. Yuna era consciente
de que de su mirada brotaba un poder muy especial que enamoraba a los animales
que la observaban. La serpiente se acomodó entonces en sus pies sin dejar de
mirarla. Yuna alargó las manos y empezó a acariciarla con mucha ternura. La
serpiente cerró los ojos y se aquietó sintiendo las caricias de Yuna.
Mientras
deslizaba los dedos por su escamado cuerpo, Yuna pensaba en lo que debía hacer.
Cavilaba sobre la mejor forma de encontrar un hogar en el que protegerse. No
podía vivir en el bosque, ya que éste estaba lleno de insectos y arañas que
podían poner en peligro su vida, pues la mayoría eran venenosos. Tampoco se
creía capacitada para construir un hogar sin la ayuda de otras manos. Era
fuerte, pero no hasta ese punto. No podía compararse con su padre, quien había
erigido muchísimas de las casas del poblado.
Miró hacia el
cielo, buscando la mirada de las primeras estrellas que se atrevían a brillar
en aquella noche tan triste, y pareció como si de repente la intensa sensación
de soledad que le anegaba el alma se desvaneciese por completo. La luna emergía
lentamente del horizonte, rodeada por un halo de luz azulada que parecía
prometerle a Yuna que todo saldría bien, que nunca estaría sola ni abandonada.
Le quedaría
siempre la compañía de la naturaleza, la que estaba toda habitada por seres
maravillosos que podían ayudarla siempre que lo necesitase, y ~también la
cuidaban las estrellas y los animales que moraban entre los árboles, en el
aire, en el agua de los ríos y de los lagos; pero sobre todo se tenía a sí misma.
Ella era y debía ser su mejor amiga, su más fiel y leal hermana.
Estaba segura de
que encontraría pronto un rincón que se convertiría en su hogar. Además, sabía
que no era la única mujer que vivía en la Tierra. Aunque sus seres queridos
hubiesen desaparecido, no estaba sola en el mundo. Por lo pronto, tenía que
conformarse con dormir entre los árboles, bajo el techo brillante que crean las
estrellas en cualquier parte, y ya al día siguiente empezaría a buscar aquellos
lares que podían cuidarla y arroparla como lo había hecho la casita de madera
en la que hasta entonces había vivido.
Se acostó sobre
las hojas caídas, protegiéndose entre dos troncos muy gruesos que exhalaban un
exquisito aroma a madera antigua, y, sintiendo cómo el suave viento de la noche
se deslizaba por su piel, cerró los ojos. La serpiente que se había acercado a ella
con curiosidad todavía se hallaba a su lado,. No se apartó de ella en toda la
noche. Yuna supo que aquella serpiente se había convertido de repente en una
amiga para ella. Aunque no pudiese preguntárselo, sabía que ella deseaba
ampararla; lo cual la conmovió profundamente.
A pesar de que
estaba muy exhausta, no podía dormir. El sueño no quería alejarla de la
realidad extraña en la que se hallaba sumergida. Sin poder evitarlo, comenzó a
recordar lo que había vivido los últimos días. El lejano y duro viaje que había
hecho la había agotado inmensamente, pero también le había llenado el alma de
emociones y de sensaciones preciosas e inolvidables. Recordó nítidamente el
color de los bosques que había conocido, el olor de las brisas que mecían las
frondosas ramas que la habían protegido de la intensa mirada del sol, de los
sonidos que susurraban entre las plantas. Se acordaba, como si acabase de
verlos, de los animales que la habían mirado curiosa y cariñosamente, de las
pocas personas con las que se había encontrado y sobre todo del esfuerzo que
había tenido que hacer para ascender la montaña en la que podía encontrar la
medicina natural que buscaba. Aunque no pudiese entregársela a su querida
hermana, debía reconocerse a sí misma que se sentía orgullosa por haberla
encontrado. Sabía que era muy complicado dar con aquella planta y que muy pocos
habían conseguido descubrir su presencia entre las antiguas rocas. Además,
antes de que se marchase, su hermana y sus padres le habían pedido que no se
entristeciese si no lograba su objetivo. Todos eran conscientes de que traer
aquella flor consigo dependía sobre todo de la suerte; una traviesa criatura
cuyo rostro nadie conocía.
Al fin se durmió
recordando las bellas y difíciles experiencias que había vivido durante el
viaje. Se durmió sintiendo la caricia del viento y la presencia de la quieta
serpiente que la cuidaba queda y amorosamente. El amanecer casi había alcanzado
el terreno de la noche cuando su sueño se volvió totalmente profundo. Despertó
cuando el sol había escalado con esfuerzo el firmamento hasta situarse en su
cénit. Estaba tan cansada que no pudo evitar que su dormir durase más horas de
las que le convenía mantenerse lejos de la realidad.
Cuando despertó,
notó que el cansancio físico que tanto la había atacado se había desvanecido
por completo. Al abrir los ojos y al incorporarse, le pareció que se hallaba
sola en el mundo y que los árboles que la rodeaban no eran sino el reflejo del
sueño que acababa de abandonar, del cual la luz intensa del día la había
extraído. El sol brillaba con una fuerza muy tierna y entre los árboles se
habían derramado ya fulgores azulados que tornaban más misterioso el bosque en
el que se encontraba. Cantaban tantos pájaros que era imposible discernir entre
un trinar y otro.
Aunque estuviese
sola, lejos de sus seres queridos y del hogar que siempre la había acogido,
Yuna no se sintió abandonada en absoluto. Estaba acompañada por la amiga más
potente y fuerte que la vida podía haberle ofrecido.
Notando palpitar
en su corazón una ilusión renovada y fresca, se levantó del suelo y se dirigió
directamente hacia el río en el que tantas veces se había bañado ya. Mientras
caminaba hacia aquellas nítidas aguas, se acordó de la serpiente que había
llegado hasta ella la noche anterior y que no se había separado de su lado
durante aquellas horas. No la había visto todavía, pero sabía que no la había
abandonado y que la encontraría dondequiera que fuese.
El agua del río
estaba más fría de lo que se esperaba, pero aquel helado aliento la despertó
definitivamente y la instó a ser fuerte. Nadó durante una hora por aquel río
que tanto se conocía y que tanto la había acogido entre sus húmedos brazos.
Cuando se sintió revitalizada, entonces salió de allí y se sentó en una piedra
permitiendo que el calor y el brillo del sol secasen su piel y sus cabellos.
También había
lavado sus ropas y estaba aguardando a que se secasen cuando de repente oyó un
rumor tras ella. No dudó de que eran los pasos ligeros de alguien que la había
descubierto gozando de la tibieza de la luz del mediodía. No se volteó, pues de
repente se acordó de que no estaba vestida y, al no conocer a quién se acercaba
a ella, prefería mantenerse quieta y queda. No la cohibía que alguien pudiese
descubrirla desnuda, pues la falta de ropa no se consideraba algo obsceno. Había
crecido acostumbrada ya a ver desnudas a las personas que formaban su vida,
puesto que era muy habitual que todos se bañasen juntos cuando llegaba la
noche. La desnudez no era algo vergonzoso ni ofensivo. Sin embargo, no estaba
segura de que la persona que estaba a punto de hallarse junto a ella tuviese su
misma educación.
Notó que quien
se acercaba a ella se había detenido y que había fijado los ojos en su
presencia. No se atrevía a voltearse. Aunque no la hubiese visto todavía, sabía
que aquella persona no formaba parte de su mundo ni de su tribu. Aquello la
inquietaba, pues no era habitual que se relacionase con los miembros de otras
tribus. Nunca habían tenido problemas con nadie, pero sus seres queridos le
habían pedido muchísimas veces que no se aproximase a otros poblados, ya que no
estaban seguros de que ellos pudiesen respetarla.
La persona
reanudó su paso y en breve se situó ante ella. Entonces sí la miró. Era una
mujer muy alta, de cabellos negros y abundantes, rizados y poderosos, con un
rostro ovalado, de facciones marcadas y de ojos profundamente verdes que la
miraba con muchísima curiosidad. Estaba vestida con pieles oscuras y de su
cuerpo emanaba un intenso olor a hierbas y a frutas maduras. Yuna adivinó que
aquella mujer había acudido a aquel lugar dispuesta a bañarse en el río.
Quiso decirle
algo, pero la mujer habló mucho antes de que ella pudiese decidir qué palabras
le dirigiría:
—
¿Quién eres?
El idioma con el
que le habló se asemejaba mucho al que ella siempre había utilizado, pero tenía
una entonación distinta y la forma como aquella mujer pronunciaba cada
consonante se diferenciaba mucho de la que había reinado en el modo de
expresarse de las personas que conocía.
—
Mi nombre es Yuna —le contestó con educación.
La mujer no le
contestó, pero Yuna adivinó, por la mirada que le dedicaba, que su presencia no
le resultaba hostil ni amenazadora.
—
Tengo que bañarme —le indicó con seguridad, pero
Yuna sabía que en realidad se sentía levemente incómoda; lo cual le resultó
divertido y a la vez inquietante, pues ella también estaba desnuda y le costaba
comprender por qué la mujer experimentaba aquella vergüenza tan extraña—.
Espero que no te importe que me desnude ante ti.
No le importaba
y así se lo aseguró; pero, en cuanto la mujer se despojó de sus ropas, se
percató de que le ardían con fuerza las mejillas y que no podía mirarla. La
mujer se lanzó al agua y se alejó de ella nadando veloz y ágilmente. Entonces
Yuna sí se atrevió a alzar los ojos y fijarse en cómo se movía, cómo jugaba con
las aguas, cómo sus negros cabellos se mezclaban con las olas que ella creaba
al moverse, cómo su piel bronceada brillaba tenuemente bajo la luz del
mediodía.
Yuna notó que ya
se le habían secado los cabellos y que ya podía vestirse con las prendas que
siempre solía llevar. Cuando se atavió con aquella túnica hecha de pieles
ligeras, se sintió mucho más segura. La mujer todavía se hallaba en las aguas
del río, jugando y divirtiéndose con su propia fuerza y velocidad. Yuna
entonces se alejó de ella sabiendo que tarde o temprano volverían a verse.
Estaba
desorientada. Todavía no sabía a dónde debía ir y tenía muchísima hambre, pero
no se atrevía a quitarle la vida a ningún ser vivo, pues tampoco se sentía con
la fortaleza suficiente para cazar ni para cocinar. Un respeto atroz le invadía
el alma cuando se acordaba de que tendría que esforzarse por encender el fuego
que le permitiría cocer la carne que tenía que ingerir.
Entonces reparó
en que estaba muy triste. Sí, estaba triste, profundamente triste. No era
habitual que el alma se le llenase de tanta pena, pero comprendió enseguida que
era la falta de sus seres queridos y estar lejos de ellos lo que tanto la
acongojaba. Además, no saber dónde se hallaban ni qué sería de su propia vida
la asustaba, le hacía creer que nunca sería capaz de vencer la soledad ni de
construirse otra existencia dondequiera que fuese.
Se hallaba
hundida en estos pensamientos cuando oyó que alguien caminaba hacia ella. No
dudó ni un instante de que se trataba de la mujer que se había desnudado delante
de ella y después se había lanzado a las poderosas y nítidas aguas del río.
¿Por qué la buscaba? ¿Por qué se molestaba en perseguirla?
Se volteó
dispuesta a pedirle que la dejase sola, pues no quería que nadie se
compadeciese de ella, pero entonces la intensa mirada que aquella mujer le
dedicó la paralizó. De sus ojos parecía emanar un poder muy intenso que detenía
cualquier suspiro, que incluso podía entorpecer el fluir del viento.
—
Me preguntaba por qué vagas tan sola por aquí.
El poblado que está más cerca de estos bosques queda a más de una hora andando
—le comentó la mujer con curiosidad y simpatía. Su voz era fuerte y muy dulce.
—
No tengo a dónde ir —le respondió Yuna fingiendo
que la realidad que declaraba no le afectaba.
—
¿Y eso por qué?
—
Un incendio ha devorado el poblado en el que
vivía.
—
¿Y dónde están tus familiares? —le preguntó la
mujer con delicadeza.
—
No lo sé. No sé si han muerto o si siguen vivos.
No conozco su paradero. Cuando yo llegué, todos se habían ido.
—
Cuando tú llegaste, ¿de dónde?
—
De un viaje muy largo que tuve que hacer para
encontrar una medicina para mi hermana.
—
¿Qué le ocurre a tu hermana?
—
Está enferma del alma.
Aunque le
molestase levemente que la mujer le formulase tantas preguntas, no podía negar
que su interés la acogía y la serenaba mínimamente. La mujer se quedó en
silencio al oír su última confesión. Se acercó a ella y, tomándola de la mano,
le pidió con ternura:
—
Ven conmigo. Te llevaré a mi casa.
—
¿Vives en un poblado?
—
Sí, pero no tengas miedo. No vamos a hacerte daño.
Yuna no tenía
nada que perder. En esos momentos de su vida, su existencia estaba vacía. Era
cierto que se tenía a sí misma, enteramente sana y fuerte, pero no confiaba en
su propio destino y además era consciente de que sola no lograría encontrar el
camino hacia su futuro. Necesitaba que alguien la ayudase y la guiase en medio
de aquel presente que tanto se había oscurecido.
2 comentarios:
¡Me encanta Yuna! No sé cómo lo haces, pero ya estoy megaenganchado. Me encanta el personaje principal (es verdad que recuerda un poquito a Agnes y Némesis, pero es distinta). Me sorprende porque no es una historia que empieza muy suave y conforme vas leyendo aumenta la tensión. Empiezas fuerte, directamente con el incendio, con la planta para curar a su hermana en la mano, desconcertada, sin tener a dónde ir y con su familia desaparecida o muerta. Empieza con un primer capítulo que no tiene desperdicio, y ya no solo por todo lo que ocurre, también por sus reflexiones y sus conocimientos de la naturaleza. Esta chica que conoce pinta bien, parece simpática y con buenas intenciones, a ver si con ella ve un poquito de luz en el camino y se puede sobreponer de tantas desgracias seguidas. Me está gustando mucho, me alegra que hayas decidido compartirla.
No puedo leer el capítulo sin relacionarlo con el momento actual, en que todos estamos en casa, preguntándonos qué va a pasar y cómo se va a salir de todo esto del virus. Cuando Yuna regresa a casa solo encuentra un poblado humeante, muchas preguntas pero ninguna respuesta, ¿qué ha pasado? ¿ha sido un accidente, un ataque? Seguro que se salvó gente pero ¿dónde están? ¿será su hermana una de las que se han salvado? Pero, aunque así fuera, ¿dónde está? ¿resistirá sin la planta que tanto necesita? Yuna sabe que ahora depende por completo de sí misma, esa es su primera reacción, que en el fondo es de confianza, es fuerte, inteligente, independiente, capaz, y está persuadida de que puede sobrevivir simplemente con los recursos que su ingenio le proporcione. Sí, todo eso está muy bien, pero le basta hablar con la mujer extraña para darse cuenta de que solo todo es mucho peor; tal vez no moriría inmediatamente, pero ¿quién puede resistir la soledad absoluta? El poblado de esta mujer se convierte entonces en la sociedad, en los otros. Es indudable que al aceptar su compañía está aceptando un riesgo, ¿y si todo es mentira? Pero este desafío, el de la convivencia, lo aceptamos todos casi unánimemente porque, ¡se está tan mal en soledad! Y, quién sabe, tal vez allí se ha refugiado alguien más, o hay noticias de lo que puede haber pasado.
En cuanto al modo de meternos en la historia, nos obligas a deducir; cuando ella menciona cómo la ropa se hace a partir de ropas de animales tenemos que dar un salto grande hacia atrás, pero por lo demás no sabemos ni dónde ni cuándo estamos... además, habla de la "magia" de las plantas... ¿verdadera magia o propiedades naturales, es una historial real o fantástica?
Lo que es seguro es que nos adentramos en una aventura que no sabemos por dónde va a ir. Muy bonito comienzo.
Publicar un comentario