CAPÍTULO 5
MIEDO Y
COMPLICIDAD
El viento se
había llenado de aromas que parecían tener materia. Olía a flores coloridas, a
hierba humedecida por el rocío de la mañana, a tierra mojada, a verdor y a
vida, sobre todo a vida. Hay fragancias que llevan una sensación implícita en
su existir, como si estuviesen hechas de esa sensación, e incluso vuelven en
forma de recuerdos a reencontrarse con nuestro pasado, adentrándose en el alma
y removiendo nuestra memoria.
Así mismo se
sentía Yuna corriendo a través del bosque a lomos de Unse, que enseguida había
empezado a confiar en ella, como si la yegua tuviese la capacidad de escuchar
con atención la voz de los pensamientos de las personas que tenía ante ella.
Era inteligente y paciente, pero también muy alegre. Yuna se encontraba muy a
gusto con ella. Pese a no haber montado a caballo nunca, en esos momentos en
los que Unse la llevaba entre los árboles, sólo experimentaba confianza y una
felicidad creciente que hacía brillar sus ojos. Además, saberse junto a Maebe
en unos momentos tan complicados la ayudaba a no entristecerse. La tristeza que
le había llenado el alma desde que descubrió que había perdido todo lo que
había tenido en su vida se había atenuado hasta casi desaparecer.
Aquella mañana
de verano, tan brillante y aromática, le parecía a Yuna el regalo más bonito
que la naturaleza le podía hacer después de que la vida le hubiese arrebatado
todo lo que la definía como persona. Al haber perdido a su familia, su hogar y
los objetos que eran la materialización de sus recuerdos, había llegado a
sentirse desaparecida, propensa a desvanecerse ella también en el humo de aquel
incendio que había devorado su vida; pero, en aquellos momentos, viendo pasar
junto a ella los árboles convertidos en sombras verdes, sintiendo el calor del
sol que refulgía sobre las montañas y notándose acompañada por un alma pura
como lo era la de Maebe, comenzó a creer que estaba recuperando todo eso que le
había faltado durante todas esas horas vacías: su esencia.
Maebe le hacía
ser alguien, estaba ayudándola a creer en la vida, de nuevo. Apenas se
dirigieron la palabra durante las primeras horas de su viaje, pero a Yuna no le
hacía falta hablar. Por primera vez en su vida, después de que la hubiesen
obligado inconscientemente a permanecer en silencio, no necesitaba convertir
sus pensamientos en sonidos. Se encontraba tan a gusto junto a Maebe que creía
que las palabras eran insuficientes. Además, Maebe la miraba de vez en cuando
asegurándole con sus ojos profundamente oscuros que la acompañaba con el alma,
que, aunque no hablasen, ella entendía todo lo que pensaba y sentía.
Al cabo de
largas horas de viaje, la noche empezó a apagar el día. El ocaso había pasado
demasiado rápido, como una estrella fugaz. Maebe y Yuna aprovecharon todas las
horas de luz que pudieron. Cuando la noche se instaló entre los árboles,
entonces se detuvieron junto a un río. Yuna quería bañarse, pero, extrañamente,
sentía que la vergüenza le recorría el cuerpo. Maebe también la miraba sin
saber qué decirle. Las yeguas bebían agua con calma y, después, se retiraron de
Yuna y de Maebe para descansar.
Las dos quedaron
solas en medio de la noche. Las estrellas lanzaban a la Tierra una luz casi
imperceptible, pero era suficiente para que las sombras no ocultasen lo que las
rodeaba. La luna, además, salía de tras los montes, ya menguante, preciosa y
plateada.
—
Quiero bañarme —le indicó Yuna con timidez a
Maebe.
—
Pues adelante. Yo iré preparando algo de cenar.
Llevamos todo el día sin comer. Supongo que debes de estar hambrienta.
Maebe le sonrió
sutilmente y la dejó sola junto al río. Yuna se desvistió rápidamente, como si
quisiese vivir cuanto antes el momento de desnudarse, y se metió en el río
rogando que el agua no estuviese muy fría. Estaba destemplada, extraña,
desorientada incluso. El agua sí estaba fría, pero Yuna intentó no sentir cómo
su cuerpo se estremecía y se lavó a toda prisa, frotándose los cabellos con
plantas aromáticas y aclarándoselos después sumergiéndose enteramente en el río.
La noche era
profunda bajo el agua. Nadó velozmente para combatir el frío que se le había
adentrado en el alma y pudo observar que, bajo el agua, la noche no detenía la
vida. Pudo ver peces desplazándose brillantes y calmados entre plantas que parecían
refulgir en la oscuridad.
Perdió la noción
del tiempo y de sí misma mientras nadaba, luchando contra el entumecimiento que
le encogía los músculos. De pronto, entre ecos y silencio, oyó la voz de Maebe
mezclándose con la noche. La oía cada vez más cerca, entre risas, divertida y
amable.
Emergió de su
ensimismamiento y vio que Maebe nadaba hacia ella, braceando ágilmente. Su pelo
negro, liso y brillante se le pegaba al rostro y ella se lo apartaba rápida y
cuidadosamente. Le sonreía. Era la sonrisa más sincera y alegre que Maebe le
había dirigido desde que se conocían. Los ojos también le resplandecían. Yuna
enseguida supo que Maebe estaba feliz.
No quiso fijarse
en la palidez brillante de su piel, oculta bajo sus negros y largos cabellos.
Se hundió en su mirada profunda y esplendente, transmitiéndole con una sonrisa
también alegre y casi infantil que se sentía afortunada de compartir con ella
un momento tan bonito. Sin decirse nada, las dos empezaron a nadar una en pos
de la otra, jugando con el agua, chapoteando para mojarse mutuamente, riendo libres
bajo las estrellas. Por primera vez en mucho tiempo, Yuna sintió que era niña
de nuevo. Hacía muchos años que no jugaba así con nadie. Con su hermana había
inventado infinidad de juegos divertidísimos que las habían unido muchísimo;
pero, desde que ella enfermara, nunca más habían vuelto a ser niñas juntas.
Acabaron
agotadas, respirando agitadamente, sentadas en las rocas, olvidando por
completo el frescor de la noche y lo fría que estaba el agua del río. Reían de
vez en cuando recordando los intensos juegos que acababan de compartir. Yuna se
sentía tan feliz que apenas podía creerlo. La conmovía saber que, para ser
feliz, no se necesitaba prácticamente nada especial, sólo hallarse junto a
alguien que puede entrar en tu misma atmósfera y que puede entender qué te hace
reír.
—
Gracias por esto, Yuna —le dijo Maebe
sonriéndole emocionada—. Hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien.
—
Gracias a ti. Yo también había olvidado lo que
era sentirse tan feliz.
—
Debemos desahogar la tensión nadando o corriendo
juntas. Es una buena manera de olvidar la pena que llevamos por dentro. Reír es
algo tan bonito...
Yuna estuvo a
punto de confesarle a Maebe que aquélla había sido la primera vez que la había
visto reír. Desde que se habían reencontrado, la había visto sonreír varias
veces y jamás creyó que oiría su risa. La recordó y se percató de que era la
risa más hermosa que había oído nunca. Era clara, ligera, sincera.
—
Tienes que reír más veces —le indicó con
timidez—. Tienes una risa muy bonita.
—
Me cuesta mucho reír últimamente.
—
Pues me esforzaré para conseguir que rías más.
—
Está bien —le sonrió amigable.
—
Creo que, en realidad, eres una persona muy
alegre.
—
Huy, para nada. No, no soy alegre. Soy
melancólica, triste, nocturna...
—
¿Nocturna?
—
Sí, nocturna. Yo no brillo como tú. Tú eres de
día, diurna, refulgente como el sol de la mañana. En cambio, todo en mí es
oscuridad: mis ojos, mis cabellos, mi alma.
—
Yo no creo que tu alma sea oscura. A mí no me lo
parece cuando estoy a tu lado.
—
¿De veras?
—
De veras.
—
Pues eres la primera persona que me dice algo
así. Siempre estuve muy sola porque no conocí nunca a nadie que pudiese ver en
mí la tímida luz que brilla en mi alma. Hay más brumas que fulgor en mí.
—
¿Y por qué?
—
Me parece que me apetece mantener esta
conversación contigo llevando algo de ropa —se rió avergonzada cubriéndose los pechos
con los brazos—. Creo que sería muy intenso para mí desnudarme anímicamente
ante ti estándolo ya físicamente.
—
Vaya, es verdad. Había olvidado que... —titubeó
Yuna incómoda imitando a Maebe—. Vistámonos y cenemos, entonces.
Maebe miró
intensamente a Yuna, intentando deshacer la vergüenza que se había instalado
entre ellas. Maebe notaba arder sus mejillas. No entendía qué le ocurría. Nunca
le había costado estar desnuda delante de nadie. Al igual que la gente del
poblado de Yuna, ella tampoco consideraba que la desnudez fuese algo
vergonzoso, sino algo natural, incluso cotidiano; mas, en esos momentos, latía
en ella una inseguridad nueva, casi infantil.
Se levantó y
corrió a través de los árboles hacia donde las aguardaban las yeguas y sus
ropas secas. Las que habían lavado en el río las colocó junto a una hoguera que
Yuna la ayudó a encender con cuidado. Cuando Yuna vio brillar el fuego en medio de
la oscuridad y sintió el poder ardiente de sus llamas, notó que el alma se le
llenaba de pavor. Se quedó paralizada mirando el baile de aquella lumbre. Un
nudo agresivo le apretaba la garganta.
Se retiró
trémula de la hoguera que ardía cuidadosamente entre grandes piedras y cerró
con fuerza los ojos mientras notaba que la respiración se le aceleraba. Las
lágrimas ya le resbalaban por las mejillas, ardientes como las llamas que
rompían la oscuridad de la noche.
Maebe, que se
hallaba calentando algo de verduras en una pequeña cacerola llena de agua, miró
a Yuna con culpabilidad y extrañeza. Yuna no podía ver nada más que la luz
intensa del fuego ardiendo tras sus párpados cerrados. Sentía que las llamas se
reflejaban en el lago que le inundaba los ojos.
—
Yuna, Yuna, ¿qué te ocurre? —le preguntó
tiernamente acercándose a ella—. ¿Es el fuego? ¿Te da miedo el fuego?
Yuna asintió en
silencio, empezando a hiperventilar. Temblaba como una hoja caduca y en esos
momentos parecía el ser más frágil de la Tierra. Maebe se acercó más a ella y
la tomó de los brazos para retirarle las manos de la cara. Quería mirarla a los
ojos y transmitirle con los suyos que no estaba en peligro, que ella estaba a
su lado para protegerla. Yuna se asió con fuerza y desesperación a las manos de
Maebe mientras respiraba cada vez más agitadamente. Era la primera vez que
sufría un ataque de pánico y no entender lo que le estaba ocurriendo la
descontrolaba muchísimo más. No soportaba la intensa y desgarradora presión que
le oprimía el pecho. Se sentía como si unas manos férreas le apretasen la
garganta, como si quisiesen despedazársela.
Lloraba y gemía
de dolor, tiritaba como si tuviese fiebre y apretaba cada vez más violentamente
las manos de Maebe, quien no protestaba, quien permitía que Yuna le presionase
las manos todo lo que necesitase. Intentaba transmitirle aliento y tranquilidad
con sus ojos, pero Yuna no podía verla. La miraba, pero no la veía. Tenía los
ojos llenos de brumas, de lágrimas, de terror.
—
Tranquila, Yuna. Estoy contigo. No te va a
ocurrir nada malo.
—
Me muero —gritaba Yuna casi sin poder hablar,
con una voz quebrada, titubeante, trémula—. Me muero, me duele, me muero, me
duele el corazón, no puedo respirar, no puedo respirar.
—
Sí, sí puedes respirar. Escúchame, Yuna,
préstale atención a mi respiración. Fíjate en cómo respiro yo.
Yuna oía la voz
de Maebe como si fuese el aire quien le hablaba. Notaba la presión cariñosa que
Maebe ejercía en sus manos, podía aspirar el aroma de su cuerpo, empezó a verla
a través del velo de lágrimas que le inundaba los ojos y pudo sentirla a su
lado, al fin, lentamente. Entonces se percató de que Maebe le transmitía con su
presencia, su voz y su mirada una calma muy dulce que contrastaba con el
huracán que le devastaba el alma.
Maebe desprendía
calor, calma y protección. Yuna comenzó a serenarse costosamente, pero al fin
consiguió dominar su descontrolada respiración. Aún tenía muchas ganas de llorar,
pero el corazón ya no le dolía como antes y la presión que le apretaba la
garganta estaba empezando a desvanecerse. Sólo sentía ganas de llorar; unas
ganas de llorar potentes y profundas que apenas le permitían pensar.
Sin entender por
qué le ocurría aquello, su mente se le llenó de imágenes que intensificaron
hondamente aquellas densas ganas de llorar que parecían interminables. Vio un
incendio devastador devorando las casitas de madera de su poblado, vio a sus
vecinos y a su familia corriendo a través de las calles incendiadas, vio a
personas lanzando cubos de agua a las llamas mientras el humo las envolvía. Oyó
gritos de desesperación y terror, oyó órdenes de no permitir que el incendio llegase
hasta el bosque. Pudo sentir la desolación que a todos les llenaba el alma,
pudo experimentar en su piel el horror que flotaba en el aire. Y, tras aquellas
imágenes, después de ver todo lo que había sucedido en su aldea, todo quedó en
silencio.
Sólo quedaban
sus lágrimas.
Maebe la
abrazaba con ternura mientras ella se deshacía en un llanto que no tenía fin.
Lloraba hondamente, con sollozos profundos que le agrietaban el alma, mientras
el fuego ardía en sus ojos, en su memoria y en su corazón. Las llamas que
secaban la ropa y cocían las verduras que serían su cena parecían calladas por
la desesperación de Yuna. Ardían sin ruido, como si no quisiesen asustar más a
Yuna.
Poco a poco, la
calma que Maebe le entregaba, el silencio de la noche y la soledad que las
rodeaba fueron serenando a Yuna, quien, lentamente, dejó de llorar. Se secó las
lágrimas con la manga de la túnica que vestía y luego miró avergonzada a Maebe
a los ojos, pero sobre todo agradecida. De los ojos le manaba una gratitud
infinita.
—
Lo siento —se disculpó trémula, aún con la voz
llena de llanto—. No entiendo lo que me ha ocurrido. Nunca he sentido algo
igual. Nunca he tenido tanto miedo. No comprendo por qué me he puesto así.
—
No tienes por qué disculparte, Yuna. Tu reacción
es natural. Temes el fuego porque el fuego...
—
Pero yo no creía que esto me pudiese ocurrir.
—
Los miedos son irracionales e incluso
inconscientes. No te preocupes por nada. Irás superando este terror poco a
poco. El fuego no es maligno, al contrario, es bondadoso. Puede ayudarnos
mucho; pero se vuelve destructor si le permitimos ser libre. Este fuego no te
hará daño nunca. Lo tenemos controlado. Créeme, yo soy la primera a la que le
interesa controlar el fuego más que a nadie —le confesó casi en un susurro.
Junto a Maebe,
se sentía tan segura que, por ello, le costaba entender por qué el pánico la
había descontrolado de ese modo; pero intentó no volver a pensar en lo que le
había sucedido. No obstante, se sentía como si una piedra enorme hubiese caído
sobre ella y la hubiese aplastado.
Cenaron en
silencio. Yuna quería preguntarle a Maebe por tantas cosas... pero no tenía
ánimo para hablar. Se sentía devastada.
—
Quiero que me hables de algo que me distraiga
—le pidió cuando acabaron de cenar. Ya habían recogido todo lo que habían
utilizado para comer y se hallaban juntas a la vera de esa pequeña lumbre que
las templaría durante la noche—. Necesito oírte hablar.
—
Ahora no creo que sea conveniente que te cuente
nada. Tengo presente que he de explicarte muchas cosas, pero ahora prefiero que
descanses.
—
Gracias por todo, Maebe.
—
No tienes que darme las gracias por nada. Esto
también me está ayudando a mí.
—
Me siento tan... triste... No entiendo cómo es
posible que me cambie tan rápido el ánimo.
—
Así somos las personas, Yuna.
—
Todo me parece tan sencillo a tu lado que me
cuesta creer que me encuentre en una situación tan triste.
—
Lo mismo me ocurre a mí contigo. Eso es muy importante
—le dijo mientras la tomaba de la mano—. Si tienes pesadillas, yo te
despertaré. Si necesitas llamarme en medio de la noche, puedes hacerlo. Estoy
contigo en todo momento, ¿de acuerdo?
—
¿Por qué eres así conmigo? —le preguntó conmovida,
de nuevo sintiendo ganas de llorar—. No me conoces prácticamente... ¿Serías así
con cualquier persona?
—
No, por supuesto que no. Al contrario, me cuesta
ser yo misma con cualquiera, pero tú no eres cualquiera para mí.
—
¿quién soy, entonces? —le cuestionó con un hilo
de voz.
Maebe no le
contestó. Yuna notó que de nuevo se había vuelto hermética; la mujer que siempre
había conocido.
—
Me cuesta mucho relacionarme con los demás, pero
tú me ayudas a ser yo misma. No me explico cómo lo logras, pero lo haces con tanta
facilidad que... parece magia —le respondió al fin, tiernamente.
Yuna percibió
una verdad oculta en la voz de Maebe; una realidad que no comprendía, pero no
le preguntó nada más. Entendió que Maebe también estaba agotada anímicamente y
supo que aquél no era el mejor momento para hablar de algo tan profundo e íntimo.
—
Eres muy especial, Yuna, pero tú todavía no lo
sabes.
—
Tú también lo eres. No sé por qué te resulta tan
complicado abrirte a los demás. Es algo precioso que los demás te conozcan.
Creo que el hecho de conocerte bien es un regalo de la vida.
—
No, no es así en absoluto —la contradijo Maebe
con una voz trémula. Yuna supo que estaba a punto de echarse a llorar.
—
Perdóname, Maebe. No quiero...
—
Pídeme perdón si me insultas, si me traicionas o
si me golpeas; pero no pidas perdón por ayudarme a abrir mi alma, por favor. No
me pidas perdón por interesarte por mí y por demostrarme que empiezo a
importarte —le suplicó llorando hondamente. Yuna se estremeció al oír el llanto
de Maebe.
La abrazó tal
como Maebe hiciera con ella cuando aquel ataque de pánico la había dominado tan
brutalmente. La apretó contra sí protegiéndola entre sus brazos mientras le
acariciaba sus largos y sedosos cabellos. En esos momentos, por primera vez
desde que se habían reencontrado, sintió que ella era quien debía proteger a
Maebe, al contrario de lo que Maebe le había hecho creer en todo momento.
—
Alguna vez te lo contaré todo, pero tengo que
estar preparada para poder hacerlo y tú también debes estar preparada para
aceptar todo lo que tengo que explicarte —le comunicó retirándose levemente de
ella para limpiarse las lágrimas—. Muchas gracias por esto. Me gustaría...
—
¿Qué te gustaría? —le preguntó sin dejar de
acariciarle los cabellos, retirándole también las lágrimas con los dedos, de
vez en cuando, tímidamente.
—
Me gustaría dormir así, sin que dejes de
abrazarme. Yo también tengo miedo a las pesadillas. Las temo tanto que a veces
prefiero no dormir para que no me ataquen —le reveló quedamente. La vergüenza
le apretaba la garganta.
—
Sería la primera vez que dormiría así.
—
Si necesitas soltarme, hazlo, pero... pero no
quiero sentirme sola —susurró incapaz de hablar con nitidez—. Jamás le he dicho
esto a nadie. Siempre he creído que me bastaba con la soledad, que prefería
estar sola; pero ahora no creo eso en absoluto. Me has vuelto frágil y has
derribado las murallas de cristal entre las que protegía mi alma.
—
Vaya, pues... entonces la protegeré yo en mis
manos para que nadie la dañe.
—
Nadie puede hacerme más daño, Yuna.
—
¿Tan mal te ha tratado la vida, Maebe?
—
No, esta vida no.
—
Entonces...
—
No puedo hablarte de esto mientras reine la
noche.
—
Es cierto. Hay cosas que la noche no debe oír.
—
Durmamos, Yuna. El sol ya nos despertará con su
luz poderosa. No te preocupes por la hoguera. Acabará apagándose cuando esté a
punto de despuntar el alba.
Yuna no pudo
casi dormir. Continuamente recordaba lo que le había ocurrido durante ese día,
sobre todo desde que se había bañado en el río. Resonaban en su mente las
tristes palabras de Maebe. Jamás habría podido pensar que Maebe fuese una mujer
tan frágil. Sí lo parecía, pero había creído siempre que aquella imagen
quebradiza era una máscara que ocultaba su fortaleza. Esa noche había
descubierto que Maebe no era lo que hacía parecer. Era una mujer muy diferente
a la que todos pensaban que era. Era especial, mágica y misteriosa.
Pensando en
ella, Yuna sentía que existía entre ambas algo que no se podía nombrar porque
en realidad no conocía lo que era. Era un sentimiento semejante al que
experimentaba por su hermana, pero era distinto, como una amistad intensa que
parecía no tener su origen en esa vida. No se parecía tampoco al amor. Ella
conocía el amor porque, alguna vez, se había enamorado de algún chico de su
aldea, pero su deseo de estar sola, de ser independiente siempre, le había
impedido fortalecer ese sentimiento y la había instado a ignorarlo y
esconderlo. No, Maebe no le gustaba como aquellos chicos que le querían robar
el corazón. Además, jamás pensó que ella pudiese sentir algo así por una mujer.
Sí sabía que había personas que compartían sus vidas con otra persona de su
mismo sexo, pero ella no era así. Sin embargo, ¿podía pensar lo mismo de Maebe?
En verdad, se dio cuenta de que no la conocía, de que Maebe guardaba demasiados
secretos para ella, todavía.
La miró dormir
calmadamente, pero su sueño parecía frágil. Las llamas y las estrellas se
reflejaban en su piel y parecían querer adentrarse en sus ojos cerrados.
Respiraba inaudiblemente. Parecía tan frágil... Yuna permaneció observándola
durante un tiempo que no supo contar y se sintió la protectora de un alma
quebradiza como las hojas que el otoño arranca de los árboles.
2 comentarios:
En este capítulo Maebe y Yuna se conocen mejor. Creo que ambas tienen muchas cosas en común, muchas más de las que imaginan. Las dos están marcadas por una tragedia. Yuna por lo de la aldea, por lo de su hermana, pero Maebe oculta algo también trágico, algo de lo que no es capaz de hablar. Ambas se comprenden y por eso este viaje es también una forma de conocerse y en cierto modo, les sirve como terapia. Yuna cree que a ella no le gustan las mujeres, cree que no es así, pero por todas las cosas que piensa, tengo mis dudas. Ambas se atraen, pero de momento hay muchos secretos y cosas que impiden que entre ellas ocurra algo. Maebe debe explicarle a Yuna muchas cosas, cosas que parece que le conciernen, cosas relacionadas con ella misma, con su poblado. Por el momento el viaje no está siendo terrible. Se llevan bien, con las yeguas están genial y el paisaje es precioso. El que se abracen a la hora de dormir es muy significativo, no para que ocurra algo sentimental entre ellas, pero es indudable que existe una conexión muy especial. Les queda camino todavía para llegar a su aldea, a ver que es lo que encuentran allí. El misterio sigue envolviendo toda esta historia. ¡Me está encantando, Ntoooch!
¿Quiénes somos? ¿Qué es lo que nos convierte en nosotros? Jóvenes, desnudas, nadando y jugando tranquilamente, ¿qué distingue a Meaebe de Yuna? Mientras no recuerden, están ahí, felices, siendo amigas y casi amantes, riendo despreocupadas... "eres luminosa"... "nadie me dice eso"... "eres alegre"... "no, soy melancólica"... ¿qué sentido tienen esas afirmaciones. Eres alegre aquí y ahora, eres luminosa aquí y ahora, eso basta, ¿por qué caer en la tiranía de las etiquetas y decir que no, que "somos" de otra manera, y cualquier aparente contradicción habrá de ser descartada para que siga vigente esa ley histórica. Maebe y Yuna no se conocen apenas, y gracias a eso pueden ser lo que ellas quieran, pueden mostrarse y dar a conocerse de un modo totalmente insospechado, porque no tienen que mantener vigentes los espantajos del propio yo; si a una le apetece temblar de miedo puede hacerlo, porque no tiene que mostrar una valentía congénita.
Por cierto que esa escena del fuego sobrecoge, ¿será un efecto del incendio de la aldea? Menos mal que no está sola, porque hay que ver qué mal trago pasa la pobre Yuna...
Lo importante ahora es que son dos personas que se están conociendo, que indudablemente se atraen, aunque ya veremos si esa atracción tiene o no límites, y que la relación que hay entre ellas es cada vez más sana y fuerte. Ya estoy deseando que lleguen a la aldea y miren a ver si algo bueno puede hacerse... Un relato realmente hermoso.
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