CAPÍTULO 2
UN HOGAR ENTRE LOS ÁRBOLES
Yuna y la mujer
misteriosa caminaron durante más de una hora por el bosque. El calor del
mediodía se había vuelto casi irrespirable y tuvieron que detenerse unas
cuantas veces para beber agua y reponerse. La primavera eterna que reinaba en
aquellos lares estaba tornándose en un verano asfixiante que deshacía cualquier
sombra fresca que pudiesen ofrecer los árboles.
Yuna ansiaba
preguntarle a la mujer cuál era su nombre, pero el hecho de que ella no se lo
hubiese desvelado todavía la detenía. No era común que una persona escondiese
su identidad durante tanto tiempo al encontrarse con otra. En su tribu tenían
por costumbre presentarse enseguida que se hallaban ante alguien que no
conocían.
La mujer parecía
ser muy sabia, pero apenas hablaba; lo cual intensificaba la tensión que a Yuna
le invadía el alma. Deseaba quebrar aquellos silencios en los que ella la
obligaba a sumirse, pero no encontraba las palabras idóneas para hacerlo.
Además, el paso
ligero y ágil de la mujer la agotaba mucho. Llevaba sin comer nada desde hacía
casi dos días y en su cuerpo apenas se albergaba la energía suficiente para
caminar con tanta presteza. Sin embargo, no osó protestar en ningún momento, ya
que no deseaba parecer débil ni exangüe.
Al fin, el
camino que recorrían se internó de repente en un poblado hecho de casas de
piedra, mucho más grandes que las que Yuna conocía, y que se alzaban hacia el
cielo desafiando el calor de la suave tarde azulada que se derramaba por sus
muros antiguos. Olía a tierra seca, pero también a comida recién hecha y a
flores. Olía mucho a flores. Además el viento que soplaba atravesando las
calles era cálido, pero su caricia no incomodaba. Yuna se percató de que
aquellas brisas la serenaban.
El bosque
quedaba tras ella, oscuro y misterioso, sumido en las primeras sombras de la
tarde, y ante ella se hallaba el poblado, intensamente dorado, contrastando con
la sombría presencia de los árboles. Parecía como si el bosque que acababa de
abandonar fuese su oscuro y conocido pasado y las áureas calles que tenía
delante fuesen su nuevo futuro; pero tampoco se atrevía a convencerse de nada ni
a realizar interpretaciones tan trascendentales sin estar segura todavía de lo
que viviría.
La mujer se adentró
en el poblado y caminó a través de las calles arenosas. El silencio que reinaba
en aquel lugar era tangible. Se podía tocar e incluso saborear. Nadie lo
interrumpía, como si aquel silencio fuese un dios al que no había que incomodar
con sonidos innecesarios. Entonces Yuna entendió por qué la presencia de
aquella mujer era tan silente, por qué ella no hablaba apenas. Las únicas
preguntas que le había formulado le habían servido para conocerla bien, pero
ella no le había ofrecido ninguna noción sobre su vida.
—
Qué lugar tan tranquilo —se atrevió a decir
Yuna, temiendo que su intervención incomodase a la mujer o al silencio que las
rodeaba.
—
En estas tierras no hay lugar que no sea
tranquilo —le contestó ella enigmática y quedamente, sin mirarla siquiera.
Yuna se fijó en
que el azul intenso que anegaba el cielo volvía mucho más misteriosa su
apariencia. Los negros y rebeldes cabellos de la mujer se ondulaban al viento,
siendo mucho más oscuros que cualquier noche que Yuna hubiese conocido, y su
forma de andar denotaba fortaleza y confesaba que ella había tenido que
enfrentarse ya demasiadas veces a la dureza de la vida.
—
Mi casa está allí —le anunció deteniéndose en
medio de la calle y señalando hacia una morada de piedra que se hallaba al
final de otra calle más estrecha. Aquel hogar parecía solitario. Era el último
del poblado y su presencia se perdía en el principio del bosque—, pero todavía
no me corresponde ir allí. Tengo que pasarme antes por el templo. Si quieres,
puedes acompañarme, aunque no estás obligada a entrar.
—
Por supuesto. No tengo a dónde ir.
La mujer no le
dijo nada. Yuna notaba que hablaba lo necesario y que jamás pronunciaría
palabras que no tuviesen ninguna relevancia en el momento y el lugar en el que
se hallase.
La siguió hasta
que llegaron a una construcción mucho más grande que las casas que formaban las
calles. Yuna se fijó en que aquel templo era muy hermoso. El color de sus
piedras parecía teñido por los últimos suspiros de la mañana y por la presencia
cercana de la tarde. Los muros que lo creaban parecían estar hechos de oro.
Además, las columnas que había en su entrada eran imponentes y se asemejaban a
los árboles que habían protegido el poblado en el que Yuna había vivido hasta
entonces.
Aunque no
supiese a quién estaba dedicado aquel templo, decidió que se adentraría allí
junto a la mujer. Ella no le dijo nada, ni siquiera la miró. Parecía hallarse
sola en aquel instante, parecía como si ni siquiera ella misma se acompañase,
como si no conociese nada ni a nadie.
El interior del
templo estaba oscuro. No había más que un candelabro de cuatro brazos en el que
brillaban tímidamente unas velas que estaban a punto de consumirse. El templo
no estaba descuidado, pero sí abandonado a la suerte del tiempo. No había ni
una mota de polvo enturbiando la belleza de las estatuas que lo adornaban, que
llenaban sus rincones, pero parecía como si nadie se preocupase de que el fluir
de las edades pudiese deshacer su majestuosidad.
Yuna tuvo la
sensación de que aquel templo se había erigido en otra época, en un momento muy
remoto al suyo, y creyó que nadie podría determinar cuánto tiempo hacía que se
había construido.
Había cuatro
estatuas, una a cada rincón de la principal estancia del templo, y las cuatro
eran de mujeres o de diosas que tenían diferentes atributos. Una sostenía un
gran arco de oro en una mano y una flecha en la otra. Estaba vestida con una
túnica corta que dejaba al descubierto sus contorneadas piernas. Otra tenía en
sus brazos una niña pequeña con los cabellos peinados en dos trenzas. El rostro
de ésta era sereno, estaba bañado por una sombra de lejanía que inspiraba a
creer que la muerte nunca sería un fin. Se distinguía de la diosa que soportaba
el peso del arco en que de los ojos se le desprendía muchísima conformidad,
mientras que los de la diosa cazadora dimanaban una inseguridad y una rabia que
sobrecogían profundamente.
Las otras dos
estatuas se asemejaban muchísimo entre sí. Ambas eran de dos diosas que estaban
vestidas con trajes largos y elegantes. En sus manos ambas tenían guirnaldas de
flores a medio hacer y llevaban los cabellos sueltos, derramándoseles ondulados
por la espalda. El rostro de aquellas dos diosas estaba tan teñido de inocencia
que incluso Yuna sintió vergüenza al observarlas con tanta precisión.
La mujer se
había arrodillado ante la diosa cazadora y permanecía sumida en un silencio
mucho más profundo que el que había dominado su voz desde que Yuna la había
conocido. La observó con curiosidad y entonces se percató de que la mujer se
hallaba cada vez más inclinada ante los pies de la estatua. Entonces Yuna se
acordó de cómo veneraban en su poblado a los dioses. No tenían una divinidad
única, sino que creían que cada elemento llevaba en su esencia las criaturas
mágicas que custodiaban sus poderes. Creían en los espíritus del aire, de la
tierra, del agua y del fuego y también en los de los árboles, en los de las
plantas... El mundo estaba lleno de vidas silentes e invisibles que solamente
se percibían con los sentidos del alma.
En cambio,
aquella mujer parecía encontrar a su divinidad en aquellas estatuas que
seguramente habrían nacido de las manos de una persona. Yuna nunca había
comprendido por qué los humanos se dignaban representar tangiblemente sus
dioses o diosas. A ella le habían enseñado que los espíritus divinos no tenían
una forma única ni tampoco era conveniente encerrarlos en un cuerpo inerte.
La mujer se
levantó y rodeó la estatua con sus brazos mientras depositaba un beso en los
labios de la Diosa, después en sus pechos y por último en sus pies. Después se
volteó y miró a Yuna con curiosidad y temor, como si se hubiese olvidado de que
ella estaba allí. Enseguida recompuso su rostro y se acercó a ella esbozando
una tímida sonrisa.
—
La Diosa puede protegerte en todo momento, pero,
según cómo te encuentres, tienes que hablar con una de sus formas. Hoy me
entrego a la diosa Inelda, la cazadora, porque noto que estoy perdiendo mi
ímpetu vital. Ella es Neith, la diosa madre de las criaturas del mundo —le
desveló señalándole la estatua que abrazaba a una niña pequeña—, y ellas dos
son las gemelas Deinan, las portadoras de la inocencia de los niños y de la
primavera; pero la Diosa tiene muchísimas más representaciones de las que
podríamos memorizar. Tiene todas las que tú quieras, pero también puede
perderlas de repente si no la invocas en tu corazón.
Yuna sintió un
escalofrío recorriéndole todo el cuerpo cuando oyó aquellas extrañas palabras.
No dudaba de que fuesen ciertas, pero le costaba mucho creer que una divinidad
pudiese desaparecer si no se la invocaba. ¿Qué quería significar aquello, que
los espíritus divinos que ella conocía se desvanecerían si no los recordaba,
que el mundo y las criaturas que lo poblaban podían quedarse desprotegidos si
no llamaban a sus dioses?
De repente, tuvo
mucho miedo a que su mundo desapareciese y se esfumase como el humo de las
hogueras al amanecer. No dudaba de que jamás dejaría de creer en todo lo que le
habían enseñado, pero, sin saber por qué, fue consciente de que a partir de ese
momento se alejaría de todo lo que había sido tan suyo, de los detalles que
habían compuesto su pasado y su hermosa vida.
La mujer
continuaba mirándola, confesándole con sus hondos y silentes ojos que la había
acogido en su vida a cambio de que renunciase a todo lo que había tenido y
sentido. Yuna sabía que, si se alejaba de lo que había definido sus días,
perdería su identidad, pero también se preguntó qué identidad le quedaría si se
distanciaba de aquella mujer que le había abierto las puertas de su existencia para
dejarla entrar en su destino.
—
¿Cómo se llama tu diosa? —le preguntó Yuna con
delicadeza y temor.
—
¿Mi Diosa? —se rió incómoda y extrañada la
mujer.
—
Supongo que tiene algún nombre.
—
Tiene todos los nombres y a la vez ninguno.
Todos los nombres son suyos, incluso el tuyo, porque la Diosa está en nosotras,
también.
—
¿Y los hombres de tu tribu también creen en
ella?
—
Todos, todos deberíamos creer en Ella.
La mujer no le
dijo nada más. Se dirigió hacia la salida del templo sin pedirle que la
siguiese. Yuna sabía que tenía que hacerlo, aunque no se lo hubiese solicitado.
Tuvo miedo a que se hubiese enfadado con ella, pero, cuando se hallaron
caminando de nuevo por las silenciosas y doradas calles del poblado, le explicó
con paciencia:
—
Comprendo que te cueste entender todo lo que te
cuento. Provienes de otra cultura, de otro poblado con sus creencias, con su
modo de vivir y de sentir; pero, si quieres encontrar aquí un hogar, tendrás
que conocer lo que nos define y aceptarlo como parte de tu vida. Sé que serás
capaz de hacerlo.
Yuna no le
contestó, pues aquellas palabras la habían sobrecogido tanto que se creyó
incapaz de hablar, pero entonces se armó de valor e, ignorando la timidez que
tanto la controlaba, le preguntó a la mujer:
—
¿Cuál es tu nombre? Todavía no me lo has dicho y
estoy habituada a conocer enseguida el nombre de las personas con las que me
encuentro.
La mujer la miró
intrigada y confundida. Yuna creyó que había sido indiscreta y grosera, así que
se apresuró a decir:
—
Perdóname por si te he incomodado con mis
preguntas. Ni siquiera puedo imaginarme qué costumbres definen tu poblado...
—
No me han incomodado tus palabras —le aseguró
con dulzura—. ¿Cómo quieres que me llame?
—
¿Cómo? —le preguntó totalmente desconcertada.
—
Aquí no tenemos un único nombre. Cada uno de
nosotros recibe el que los demás desean que llevemos.
—
¿Y qué ocurre si te asignan un nombre que denota
desprecio?
—
Nadie hace eso. Todos nos queremos y nos
respetamos y, si sucediese algo así, ten por seguro que nadie te recordaría con
ese nombre maldito.
—
Es tan extraño lo que me cuentas...
—
Soy consciente de ello.
—
Tú eres nocturna, brillante y ágil como una
ondina, así que para mí serás Ondina.
—
Ondina —se rió ella con mucha ternura. Yuna
enseguida notó que estaba conmovida.
—
Sí, Ondina.
—
Gracias, Yuna. Qué lástima que ya tengas un
nombre asignado.
—
¿Qué nombre me pondrías tú?
Ondina no le
contestó, sino que le retiró la mirada y continuó caminando ligeramente a
través de las calles. Yuna tampoco le insistió. Sabía que Ondina ya había hablado
suficiente sobre aquel asunto.
Al fin, llegaron
a la casa de Ondina. Estaba alejada de las demás, separada por una calle
extensa llena de árboles, de tierra y de silencio; un silencio tan profundo y
aterciopelado que a Yuna le hizo creer que en aquel poblado no vivía nadie.
Impulsada por aquella inquietud, le preguntó a Ondina antes de que se
adentrasen en aquella casa tan quieta y queda como la mujer que la habitaba:
—
¿Cuántos vivís aquí?
—
Muchos, Yuna, muchos; pero ahora la mayoría se
ha ido a buscar alimentos. Entra, por favor —le pidió retirándose de la puerta
tras abrirla.
Cuando Yuna se
introdujo en aquel hogar, enseguida se percató de que lo inundaba un intenso
olor a tierra húmeda, a incienso (sabía cómo se hacía el incienso, pero nunca
había puesto en práctica aquellos conocimientos) y también a flores, muy
intensamente a flores, como si, en vez de en una casa, se hallase en medio del
bosque cuando la primavera explota en colores de oro y de vida.
Era una casa
pequeña, pero muy acogedora. Tenía un salón lleno de alfombras y una habitación
ocupada en su mayoría por un lecho de paja y de madera que parecía muy cómodo.
Además los grandes ventanales que había horadados en los muros de piedra
permitían que se adentrase nítidamente la luz brillante de la tarde, por lo que
parecía muy complicado que en aquella casa se acumulasen las sombras de la
vida. Además estaba muy ordenada y tenía estantes repletos de objetos de cocina
que Yuna nunca había visto.
También había
otros objetos que no conocía, que ni siquiera sabía nombrar. Eran cuadrados
como una madera oscura y parecían frágiles. Ondina enseguida advirtió la
intensa y enorme curiosidad que se desprendía de los ojos oscuros de Yuna y,
con delicadeza, sin querer incomodarla, le comentó:
—
Son libros.
—
¿Qué? —le preguntó Yuna desconcertada.
—
¿Nunca has visto un libro?
Yuna no
contestó. En esos momentos se sintió de repente tan frágil que no pudo evitar
que se le formase en la garganta un nudo feroz que le llenó los ojos de
lágrimas. No era habitual que llorase con tanta facilidad, pero en esos
instantes ni siquiera ella misma podía dominar sus sentimientos. Notó que se
apoderaba de ella una vergüenza tan grande que le impedía respirar. Supo,
entonces, que al lado de Ondina ella era una persona ignorante e insignificante
que apenas sabía nada de la vida. No conocía la existencia de los libros porque
siempre había vivido lejos de cualquier matiz proveniente de la civilización
que tanto estaba destruyendo a las personas del mundo y hasta entonces jamás
había ansiado adquirir los peligrosos conocimientos que casi todos los humanos
tergiversaban para volverse más fuertes.
—
¿Por qué lloras, Yuna? —le cuestionó Ondina
riéndose curiosa—. ¿Te emociona ver por fin un libro?
No se trataba de
nada de eso ni de nada parecido, pero Yuna fue incapaz de decírselo. Ondina se
percató entonces de que aquella situación se había vuelto punzante y se
apresuró a decirle a Yuna:
—
En mi casa no hay sitio para que podamos dormir
las dos, pero buscaré la forma de acomodarte en el salón. Espero que no te
importe alojarte aquí hasta que encuentres otro lugar mejor para vivir.
—
No me importa, gracias; al contrario, estoy
encantada de haberte conocido —le confesó emocionada, con una voz frágil y
dulce como una flor primaveral.
—
Gracias, Yuna. Yo también me alegro de haberte
encontrado; pero me inquieta no saber por qué lloras. Supongo que haber perdido
a tu familia debe resultarte insoportable.
Entonces Yuna,
guiada por aquellas palabras, se permitió el privilegio de derrumbarse al fin,
de dejarse invadir por la intensa tristeza que llevaba golpeándole el corazón
desde que había descubierto que todo su mundo había desaparecido.
Ondina,
entonces, se acercó a ella y la abrazó con mucha fuerza, con mucho cariño y
ternura, como si nunca hubiesen formado parte de mundos diferentes, como si
fuesen hermanas de sangre desde el principio de la vida de la Tierra. Yuna se
sintió muy acogida en aquel abrazo y entonces se olvidó de que había habido un
momento en el que había dudado de que su destino se enderezaría.
Deseó que aquel
momento durase para siempre, que aquel abrazo nunca tuviese fin. No estaba
acostumbrada a que le entregasen demostraciones de cariño tan intensas y
sinceras; mas Ondina se alejó de ella mucho antes de que Yuna pudiese aspirar
nítidamente la fragancia de aquel tierno instante.
—
Tienes que ser fuerte, Yuna. Estás viviendo un
momento muy difícil y no puedes rendirte. Tienes derecho a llorar por lo que
has perdido y por hallarte tan sola y desorientada en el mundo, pero no debes
permitir que esa tristeza te detenga. ¿Me has entendido? La Diosa está contigo,
aunque todavía no la conozcas.
“No es la Diosa quien
está conmigo. Eres tú, Ondina”, se dijo Yuna emocionada; pero se esforzó por
dejar de llorar. No quería parecer tan débil ante Ondina, quien era una mujer
valiente y poderosa de cuya presencia se desprendía tanta fortaleza y
seguridad.
—
Supongo que tendrás hambre. ¿Cuánto hace que no
comes? No tienes muy buen aspecto, aunque eres muy bella y atractiva —la halagó
mirándola fijamente.
—
Pues comí por última vez hace casi dos días. El
viaje que tuve que realizar fue muy duro y no podía perder tiempo.
—
Pues te prepararé algo.
Entonces Ondina
se alejó de ella y empezó a cortar verduras que después hirvió en una gran olla
de barro. Yuna observaba sus movimientos como si se encontrase en otro mundo y
Ondina fuese parte de otra realidad inaccesible. Le gustaba detectar la nitidez
y agilidad de sus gestos y el significado de sus miradas, pero también se
sobrecogía cuando advertía que no podía interpretar los sentimientos que de
repente le anegaban los ojos a aquella mujer que la había acogido en su vida
como si alguien se lo hubiese ordenado desde otra dimensión.
—
Mientras se hace la comida, te invito a que des
un paseo por el poblado y descubras cómo son sus rincones. Quizá te encuentres
con alguna de mis hermanas —le dijo Ondina mientras removía las verduras que
hervían en la olla. No la miró cuando le habló, pero Yuna notó que Ondina tenía
los ojos anegados en cansancio y soledad.
—
Gracias. Sí, lo haré.
Deseaba
confesarle que sentía mucha curiosidad por aquel lugar y muchas ansias de
descubrir profundamente su apariencia, pero supo enseguida que no era necesario
expresar con tanta sinceridad lo que sentía y pensaba. Con Ondina estaba
aprendiendo a desvelar de sí lo esencial, lo que importaba en ese momento, y a
callar lo que podía resultar superfluo y evanescente.
Cuando salió de
la casa de Ondina, notó que el viento de la tarde se había vuelto mucho más
cálido y aromático. Tenía mucha hambre, pero ignoró las sensaciones físicas de
su ser para poder centrarse en lo que estaba viviendo en esos momentos y en lo
que percibían sus sentidos.
Tenía ante sí
una calle estrecha y extensa que la invitaba a perderse por los principios de
la tarde. Las casas que orillaban las calles que formaban aquel poblado estaban
completamente vacías. Solamente las recorría el viento y el silencio que se acumulaban
en aquellos lares como si siempre hubiesen vivido allí, como si hubiesen nacido
en aquella tierra. El cielo azulado parecía una ilusión que se hundía en el
dorado matiz de aquellas horas tan quietas. Sin embargo, cielo y tierra se
fusionaban en una misma mirada, en una misma existencia.
Yuna jamás había
observado una unión tan perfecta entre el cielo y la tierra. Le parecía que
ambos emanaban del mismo aliento, de la misma alma, como si quien los había
creado tuviese un único sentimiento amarrado al corazón. Creyó que podría tañer
el cielo como si su color poseyese materia y que la tierra le desvelaría al
aire todo lo que captaba, todo lo que ocurría sobre ella.
Qué pensamientos
tan extraños le llenaban la mente, qué sentimientos tan inesperados, qué
sensaciones tan profundas y excelsas. Mientras caminaba por aquellas vacías
calles, se percató de que su forma de pensar había cambiado mucho durante las
últimas horas de su vida. Siempre había sabido captar prácticamente todos los
detalles que formaban su entorno, pero jamás aquellas percepciones le habían
suscitado pensamientos tan sobrecogedores. Notaba que su fuerza y su
profundidad la estremecían y que apenas era capaz de soportarlos.
Siempre había
sabido apreciar el aroma del viento, el de las flores y el de la madera de los
árboles. Siempre había sabido escuchar con atención la voz del agua y el
susurro de las brisas que soplaban entre las ramas. Siempre había sabido
interpretar el lenguaje de la luz de las estrellas y de la luna. Siempre había
sabido adivinar si la lluvia se hallaba cerca tan sólo con prestarle atención
al matiz del cielo y a la fragancia del aire que la rodeaba. No obstante, todos
aquellos estímulos habían sido independientes de su alma. Nunca habían mudado
sus pensamientos, nunca habían supuesto un enlace con un acontecimiento futuro
y con un instante presente. Habían sido detalles de su entorno que
condicionaban su vida física, no su existencia anímica, y en esos momentos, en
cambio, le parecía que cualquier percepción, cualquier color, cualquier imagen
o cualquier sonido podían escoger su porvenir.
Caminó durante
una hora por las calles del poblado, intentando no alejarse demasiado y no
acercarse al bosque que lo rodeaba. Le apetecía explorar aquel lugar tan
civilizado en vez de analizar la apariencia de la naturaleza que ya tan bien se
conocía. Además, a aquellas horas de la tarde, las calles de aquel poblado tan
íntimo resplandecían de un modo hipnótico y absorbente y era incapaz de
alejarse de ese instante, de ese lugar.
No se encontró
con nadie durante su paseo. De vez en cuando, le había parecido oír el susurro
de algunos pasos que hacían crujir la arena que alfombraba las calles, pero,
cuando había dirigido los ojos hacia el lugar del que había emanado aquel sutil
sonido, solamente había detectado la soledad más inquebrantable.
El viento
soplaba tan solitario, tan quedo, tan ajeno al mundo, al resto de vidas, a
todos los destinos de la Tierra... Yuna se había detenido en más de una ocasión
notando que el corazón se le encogía en el pecho hasta convertirse en el
reflejo de uno de esos granitos de arena que reposaban inertes en el suelo.
Entonces miraba ante sí y captaba la inmensa soledad que anegaba aquellos
lares. El bosque se adivinaba tras los tejados de las casas, oscuro y levemente
tenebroso, como si formase parte de otro mundo. Yuna había llegado a plantearse
la posibilidad de que Ondina le hubiese mentido y que, en realidad, no viviese
nadie allí, que allí jamás hubiese habitado nadie más que la soledad.
“Quizá esté muerta
y me haya internado en otro mundo, en otra dimensión”, se dijo sobrecogida.
Aquella posibilidad la asustaba a la vez que la intrigaba. Ella siempre había
creído que no existía diferencia entre la muerte y la vida, que quienes partían
al otro mundo no se daban cuenta de que se habían distanciado de sus seres
queridos y de todo lo que habían conocido y que lo más probable era que
continuasen habitando en esa realidad que ellos amaban sin advertir que nadie
más los veía, que el mundo que los había acogido no era ya el mismo de siempre.
Antes de
regresar hacia el hogar de Ondina, se detuvo unos instantes ante el templo en
el que hacía poco se había adentrado junto a ella. Le pareció detectar una
sombra entre las murallas, pero enseguida se apercibió de que era solamente el
reflejo de la tarde, el olor de la soledad y el vacío que la rodeaba los que la
habían confundido. Aún así, se atrevió a introducirse en aquella estancia tan
mística sin saber por qué lo hacía, por qué de repente necesitaba hallarse junto
a aquellas estatuas tan bien cinceladas.
Cuando la
rodearon las cuatro diosas de las que Ondina le había ofrecido unas leves
nociones, entonces notó que la soledad que invadía su entorno se volvía mucho
más profunda. Incluso advirtió que le costaba respirar, que aquel vacío la
asfixiaba. Nunca había sentido una soledad tan grande, tan interminable, tan
ingente e infinita.
Entonces sintió
muchísimo miedo, tanto que experimentó un inmenso vacío en el estómago, como si
de repente se hubiese quedado sin entrañas y hubiese caído en un abismo
inacabable. Huyó de aquel templo antes de que aquel pavor la desesperase
definitivamente y se dirigió casi corriendo hacia el hogar de Ondina. El
cansancio y la falta de alimento le impedían moverse todo lo ágil y velozmente
que ansiaba, pero, aún así, alcanzó su destino cuando ya aquel miedo se le
había calmado un poco.
Ondina la miró
intrigada cuando la oyó entrar. Apenas la conocía, pero sabía que Yuna no se
encontraba bien. No necesitó hundirse en sus ojos oscuros para descubrir lo que
sentía, pues se lo había desvelado la desesperación que dominaba sus
movimientos. Yuna intentó introducirse con paciencia y serenidad en aquella
casa, pero tenía la respiración agitada y había llegado corriendo allí, por lo
que le resultó completamente imposible esconder sus emociones.
—
¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Ondina colocando
sobre la mesa un plato lleno de verduras hervidas que despedían un aroma
exquisito—. ¿Estás asustada?
Yuna no supo qué
contestar. Sabía que no podía mentirle a Ondina, pues era una mujer muy
observadora, pero tampoco se atrevía a confesar lo que le ocurría, pues temía
pronunciar más palabras de las necesarias.
—
No hay nadie en este poblado, Ondina —le indicó
sin pensar en las palabras que le dirigía—. Lo he recorrido enteramente, y no
me he encontrado con nadie.
—
Volverán por la noche —le respondió ella
sentándose a la mesa—. Vamos, empieza a comer antes de que se enfríe.
—
¿Ahora comeremos verduras cocidas? —le cuestionó
extrañada.
—
Estás desfallecida y agotada. Tienes que comer.
—
¿Y tú no me acompañarás?
—
Yo cenaré más tarde, cuando regresen —le reveló
enigmáticamente mirando hacia la puerta entreabierta.
Aunque Yuna
tuviese el alma anegada en emociones incomprensibles, comió con muchísimo
apetito, saboreando cada cucharada de cocido que se introducía en la boca. Las
verduras tenían un sabor exquisito y Yuna sabía que aquello era responsabilidad
de las especias que Ondina había utilizado para cocinar; las que no conseguía
identificar por mucho que se concentrase. En su poblado utilizaban algunas,
pero siempre eran las mismas, siempre eran los mismos sabores.
Ondina apenas le
habló mientras ella comía. Se mantenía mirando distraída hacia la ventana, como
si ansiase detectar la sombra de alguien a quien esperaba. Yuna no osaba
preguntarle si de veras estaba aguardando la aparición de alguna de las
personas que vivían supuestamente en aquel poblado tan callado.
Cuando al fin
terminó de comer, Ondina le ofreció un vaso de agua fresca y después la invitó
a pasear por el pueblo una vez más. Parecía como si Ondina quisiese
desprenderse de su presencia, como si desease estar sola. Yuna no le objetó
nada, sino que volvió a salir de su hogar notando que en realidad no se hallaba
acogida en ninguna parte.
Había recuperado
gran parte de su energía vital gracias al exquisito plato de comida que había
ingerido, pero anímicamente todavía se sentía desvalida y desfallecida.
La Luz de la
tarde ya moría sobre los tejados puntiagudos de las casas. Ya podían
distinguirse las primeras estrellas que se atrevían a resplandecer en aquel
ocaso. Eran muy delicadas y parecía que pudiesen apagarse en cualquier momento.
Yuna se detuvo en una calle desierta para observarlas con atención, como si
creyese que en su fulgor tenue y tímido encontraría el significado de su
destino.
Entonces oyó que
alguien caminaba cerca de ella. Asustada, se volteó lentamente y se encontró
con una silueta alta, fornida y ágil que se desplazaba con velocidad por
aquella desierta calle. Se trataba de otra mujer. Parecía ser mayor que Ondina,
pues tenía algunas arrugas en la comisura de los labios y en los pómulos, pero
también era muy hermosa y atractiva. Tenía los cabellos castaños como los
troncos de los árboles más antiguos y los llevaba recogidos en un complicado
moño adornado con flores que ya estaban casi marchitas. Vestía una túnica larga
de color violeta y azul y se desplazaba con precisión y seguridad. No obstante,
cuando descubrió que en su camino había una mujer que ella no conocía y que la
observaba con tanta minuciosidad, se detuvo de repente y la miró intrigada y
desafiante. De sus ojos grandes y azules se desprendía un poder absorbente que
sobrecogía profundamente.
Yuna quiso
saludarla, pero se sintió como si hubiese olvidado todas las palabras que
conocía. Un nudo hecho de vergüenza y temor se le había aferrado a la garganta.
No comprendía por qué se había vuelto tan asustadiza. No se reconocía en
aquella mujer titubeante y tímida a la que era tan sencillo empequeñecer.
—
¿Quién eres tú? No te conozco. No formas parte
de nuestro poblado —le preguntó la mujer con interés. A pesar de que sus
palabras hubiesen sido tan directas, su voz no había sonado desafiante al
pronunciarlas; lo cual serenó mínimamente a Yuna—. ¿Qué te ocurre? ¿No
entiendes mi idioma?
—
Sí, sí lo entiendo —respondió Yuna con educación
intentando que su voz desprendiese nitidez y seguridad—. Conozco a Ondina.
—
¿Quién es Ondina?
Entonces Yuna se
acordó de que solamente ella conocía por ese nombre a la mujer que la había
encontrado junto al río. Por unos momentos, temió no poder comunicarse
nítidamente con las personas que habitaban en aquel poblado si nadie llamaba a
nadie con el mismo nombre.
—
Ondina vive en esa casa de allí —le indicó
señalándole el pequeño y solitario hogar de Ondina.
—
Tú la llamas Ondina, pero yo la llamo Boadare,
que en nuestra lengua significa...
—
Noche dorada —la interrumpió Yuna con simpatía.
—
Eso es. ¿Y cómo os habéis conocido?
—
Nos hemos encontrado a la vera del río. Un
incendio ha devorado mi poblado y no sé dónde está mi familia.
La mujer pareció
no conmoverse al oír las palabras de Yuna; al contrario de lo que le había
ocurrido a Ondina. Parecía una mujer distante, inmutable y fría.
—
Debo marcharme —le reveló de pronto,
interrumpiendo el denso silencio que se había apoderado de su efímera
conversación.
Entonces la
mujer se marchó, alejándose rápidamente de Yuna sin que a ella le diese tiempo
a analizar el significado de la última mirada que le había dedicado.
Volvió a
quedarse sola en medio de aquella calle en la que ni siquiera se percibía la
presencia del viento. Aunque se sintiese totalmente sobrecogida, reanudó su
paseo y en breve se encontró de nuevo ante el misterioso templo de las cuatro
diosas. Esta vez, no se atrevió a entrar allí de nuevo, sino que lo rodeó para
descubrir nítidamente su apariencia. Entonces atisbó una puerta casi
imperceptible en la parte trasera de la construcción. Era una puerta que se
camuflaba en el dorado color de las piedras que la formaban.
Alguien
interrumpió de repente su quietud, introduciéndose en aquel misterioso momento
sin que Yuna pudiese preverlo. La voz poderosa de otra mujer la sobresaltó
profundamente. Las palabras que le dirigió no sonaban amenazantes, pero en su
voz podía detectarse un deje de desconfianza que a Yuna le heló el corazón:
—
Si quieres entrar en el templo, me temo que
tendrás que hacerlo por la puerta principal. Aléjate de aquí si en realidad no
formas parte de este poblado. No creo que nos entiendas.
—
Ya he estado en el templo —contestó Yuna mirando
tímidamente a la mujer que le hablaba tan segura de sí misma, con tanta
fortaleza.
—
¿Quién eres?
—
Soy Yuna.
La mujer
permaneció mirándola fijamente durante unos largos momentos que a Yuna le
parecieron una eternidad. Ella también se detuvo a observar su aspecto.
Era mucho más
joven que Ondina y su apariencia desvelaba que su carácter era inquieto e
incluso rebelde. Parecía una niña traviesa que se hubiese convertido en mujer
sin tener tiempo para disfrutar plenamente de su infancia. Guardaba en su
oscura mirada un matiz muy tierno de inocencia que conmovía a quien se hundía
en sus grandes ojos. Sin embargo, observaba su alrededor como si todo lo que
captaba le resultase superfluo y a la vez intrigante. Yuna nunca había visto
una mirada semejante.
Sus cabellos
eran rojos como el fuego y ondulados como las olas del mar. Le caían abundantes
por la espalda, resaltando el matiz pálido de su tersa piel. Además tenía las facciones
muy delicadas y elegantes y vestía una túnica negra ornamentada con bordados
preciosos que resplandecían bajo el cielo atardeciente que las cubría.
Tenía el rostro
pequeño y las facciones muy delicadas, aunque sus ojos eran grandes y muy
expresivos. Su sonrisa era la propia de un duende, traviesa e intrigante, y los
gestos que esbozaba eran efímeros y casi imperceptibles, pero dejaban una mella
marcada en el corazón y en la memoria de quien los observaba.
—
Soy sacerdotisa de las diosas gemelas Deinan —le
informó con simpatía y también orgullo.
—
Encantada de conocerte.
—
¿Qué nombre deseas atribuirme?
—
Tendría que conocerte mejor para encontrar el
nombre que te defina más adecuadamente.
—
Está bien. Tengo prisa. Lo siento, pero tengo
que marcharme. Hablaremos después, en la reunión.
—
¿Qué reunión? —le cuestionó Yuna extrañada e
intrigada cuando la chica ya estaba alejándose de ella.
—
La de la luna llena.
Yuna no
comprendió sus palabras, pero se imaginó que aquella ceremonia se asemejaría
mucho a la que ella había presenciado en muchísimas ocasiones junto a los demás
miembros de su tribu. En las noches de luna llena, se reunían todos alrededor
de una hoguera y entonces bailaban, cantaban y contaban historias muy antiguas
que se habían transmitido de generación en generación. Yuna siempre había
sentido que aquellas noches eran muy inspiradoras, estaban anegadas en detalles
que no todos sabían percibir. Notaba que los espíritus de los elementos y del
bosque se unían a sus cantos y a sus danzas y que compartían con ellos aquel
ritual tan inocente a través del cual se desprendían de la mayor parte de sus
tensiones, de sus tristezas, de las energías opresivas que les apretaban el
corazón, a través del cual invocaban la buena suerte, la paz, el bienestar
anímico necesario para enfrentarse a cada nuevo día.
Regresó al hogar
de Ondina. No le apetecía seguir vagando sin rumbo por aquellas calles
desiertas. Cuando se adentró en aquella casa en la que supuestamente debía
sentirse acogida, descubrió a Ondina leyendo junto a la ventana uno de esos
libros de apariencia atractiva e intrigante. Recitaba en voz alta unos versos
que a Yuna le hicieron sentir un profundo escalofrío. Se detuvo en la entrada
de aquella morada notando que interrumpía un momento sagrado para Ondina, pero
ella, en cuanto captó su presencia, dejó de leer y la invitó a pasar mirándola
con mucha ternura y conformidad.
—
Ven, siéntate junto a mí —le pidió señalándole
un hueco entre ella y la pared. Cuando Yuna se hubo acomodado a su lado,
entonces, Ondina le comentó—: Estaba ensayando los versos que le dedicaremos a
la diosa Inelda esta noche. Creo que ya te habrás percatado de que esta noche
hay luna llena. Inelda es la diosa cazadora de la luna y de la noche. Es la reina
de los espíritus fenecidos que moran entre el mundo de la muerte y el de la
vida. Sus símbolos son el arco y las flechas de oro y los animales astados. Es
una diosa virginal que habita en los bosques más profundos y se baña bajo la
potente luz de la luna llena. Es independiente y muy valiente. Es solitaria y
hermética y su elemento es la tierra.
Yuna escuchaba a
Ondina sintiendo una profunda curiosidad que le apretaba el corazón. Jamás se
había imaginado que un espíritu divino pudiese tener tantos atributos humanos.
Jamás había creído que los elementos pudiesen tener personalidad. Para ella,
había una inmensa incoherencia en el discurso de Ondina: un dios no podía
representar un elemento, no podía estar vinculado de forma tan vaga a un
elemento, pues, para ella, los elementos ya eran seres mágicos e intangibles
que no tenían forma ni tampoco apariencia, que se hallaban en cualquier parte y
en cualquier momento sin necesidad de invocarlos continuamente para atraerlos
hacia el alma de quien desea captarlos. No obstante, no osó interrumpir a
Ondina en ningún momento y tampoco se atrevió a formularle preguntas que podían
entorpecer la fluidez de aquel instante que para ella tenía tanto significado,
puesto que adoraba el modo como Ondina se expresaba. Lo hacía con tanta
seguridad y orgullo...
—
Los versos que le dedicamos están dotados de un
poder muy especial. Las palabras contienen una magia ancestral que se une al
alma de los seres divinos y pueden despertar fuerzas dormidas que yacen
aguardando en la onírica tierra de los sueños el momento en que alguien las
pronuncie para rescatarlos de su somnolienta consciencia. Las palabras sobre
todo surgen efectos si quien las exclama tiene el espíritu lleno de vigor. No
todas las personas están preparadas para ser las portadoras de los hechizos que
lanzamos en los rituales más especiales. Hay quienes nacen con el alma pequeña
y esas personas son duchas en otros asuntos que en nada se relacionan con
nuestra magia, pero hay quienes llegan al mundo conteniendo en su cuerpo un
alma inmensa y muy especial que puede derribar cualquier frontera que separe
los mundos. Tengo la sensación de que tú eres precisamente una de esas
personas. Percibo mucho poderío en tu interior. De tus ojos se desprende una
clara potencia que me absorbe cuando te miro.
Nadie le había
dedicado unas palabras tan hermosas y a la vez inquietantes. Yuna se sintió
pequeña al lado de aquella mujer que había descubierto cómo era su alma con tan
sólo haber compartido con ella unas horas efímeras. No obstante, se percató
enseguida de que Ondina tenía razón. Yuna siempre se había creído diferente.
Era cierto que las personas que formaban parte de su vida tenían un alma muy
bella y mucha capacidad para conectar con los espíritus del bosque en cualquier
momento, pero ella siempre había experimentado cualquier emoción o sensación de
un modo distinto, quizá con muchísima más intensidad y potencia. Ansió
asegurarle a Ondina que tenía razón, pero no se atrevía a interrumpirla. Ondina
continuaba hablando con una seguridad hipnótica y con una dulzura entrañable
que a Yuna le acariciaba el corazón:
—
Estoy segura de que te convertirás en una mujer
muy influyente y poderosa cuando aprendas a vivir con nosotros. Si lo deseas,
yo puedo ser tu maestra. Puedo adoctrinarte sobre lo que anheles aprender y
puedo transmitirte todos los conocimientos necesarios para que entiendas
nuestro modo de existir.
Yuna no le
contestó. Todavía estaba confundida. Aunque realmente se sintiese muy cómoda y
acogida junto a Ondina, no estaba segura de si deseaba vivir en aquel lugar tan
extraño y solitario que tanto la intimidaba. Ondina creyó que el silencio de
Yuna solamente significaba miedo e inseguridad, así que se apresuró a decirle:
—
No tienes por qué decidirte ahora. Esta noche
presenciarás una de las ceremonias más importantes de nuestro calendario. Si de
veras sientes que éste no es tu lugar, puedes marcharte sin preguntárselo a
nadie. Todavía eres libre como el viento. No te has atado a nada ni a nadie,
así que no temas por nada. Tu vida no le pertenece a nadie, ni siquiera a ti
misma.
Ondina le
hablaba con mucha cercanía e intimidad, pero Yuna se sintió sobrecogida y
estremecida. No estaba segura de entender nítidamente las palabras que Ondina
le dedicaba, pero tampoco se atrevió a preguntarle nada. Se dejó llevar por su
voluntad, por la voluntad de aquella mujer que tan poderosa parecía y que tan
tiernamente la había acogido en su vida sin pedirle nada a cambio.
Llegó la noche,
al fin, y la luna se alzó sobre los tejados de las silenciosas casas que
orillaban las solitarias calles de aquel oscuro poblado. La oscuridad era
impenetrable. Ni tan sólo la poderosa luz de la luna conseguía quebrar las
profundas sombras que se habían esparcido por las calles y por el bosque.
Además, no se oía nada. Parecía como si el mundo entero se hubiese callado. NO
cantaban las aves nocturnas, ni las ranas ni los ríos. El silencio que se había
apoderado de aquellas místicas horas era indestructible.
Yuna tenía la
sensación de que Ondina y ella eran las únicas que vivían y respiraban en el
mundo. Ondina, además, se comportaba de un modo mucho más silencioso que antes.
Caminaba sin hacer ruido y, cuando hablaba, lo hacía en un susurro muy quedo
que costaba mucho oír. Parecía como si no quisiese despertar a la noche con el
sonar de su poderosa voz.
—
Ya ha llegado el momento —le comunicó Ondina a
Yuna antes de salir de su casa.
Entonces Ondina
tomó de la mano a Yuna y salieron juntas de aquel protector hogar. Caminaron en
silencio por las solitarias calles del poblado, en dirección al templo en el
que Ondina había adorado a Inelda; la diosa a la que aquella noche se le
rendiría culto en aquel recinto tan místico. Yuna apenas era capaz de
comprender los pensamientos que se le arraigaban a la mente. Tenía la sensación
de que sus recuerdos se deshacían para que en su lugar se instalasen esas
nuevas vivencias que la vida le entregaba; las cuales le resultaban tan
indescriptibles.
Cuando llegaron
al templo, entonces Yuna se percató de que en el interior de aquella
construcción tan hermosa se había reunido un gran número de mujeres que estaban
vestidas de forma elegante y sencilla. Muchas llevaban guirnaldas de flores en
la cabeza. Algunas tenían el cabello suelto y libre, pero otras se lo habían
recogido en peinados que parecían muy complicados de hacer. El color de casi
todos los vestidos que Yuna vio era azul, pero otras estaban ataviadas con
trajes negros que volvían muchísimo más mística su apariencia.
La mujer más
anciana estaba situada junto a la estatua de la diosa Inelda y sostenía un gran
arco hecho de un material que parecía ligero y muy brillante. La anciana
depositó el arco en los pies de la Diosa y después se dirigió a todas las
mujeres que la observaban con minuciosidad y cariño. Yuna se percató enseguida
de que de los ojos de todas ellas se desprendía un infinito respeto hacia
aquella mujer que parecía haber vivido tanto. Tenía los cabellos blancos como
el amanecer y los ojos muy claritos, como si el cielo de la mañana se hubiese
encerrado en su mirada. Estaba vestida con una túnica negra con bordados muy
elaborados de flores y plantas.
—
Bienvenidas, hijas de Inelda, hijas de la noche
y de la madrugada, compañeras del viento y del agua, del fuego y la tierra.
Estamos reunidas para dar inicio a este ritual de plenilunio a través del cual
nos comunicaremos con nuestra Gran Creadora para solicitarle su atención, para
agradecerle las bendiciones recibidas. Empecemos a cantar, hijas mías, todas al
unísono, quedamente, para despertar nuestra esencia dormida, a la que esta noche
tiene que alimentar con su majestuosidad.
Entonces todas
las mujeres, incluida Ondina, comenzaron a entonar un canto muy tierno que a
Yuna le hizo sentir escalofríos. Nunca había oído una canción tan dulce, tan
profunda y mística. Le costaba entender las palabras que creaban los versos que
aquellas mujeres le dedicaban a la Diosa, pero enseguida comprendió el
significado que encerraban. Sin embargo, supo que no habían sido las palabras
las que se lo habían revelado, sino la energía que aquellas chicas habían hecho
nacer al cantar todas juntas. Aquella energía era mucho más antigua que las
palabras, que cualquier sonido. Era la energía que había despertado al mundo,
que había alumbrado las almas, que había inventado la vida.
Entonces, sin
poder evitarlo, Yuna empezó a ver, tras sus párpados cerrados, imágenes que ella no había creado, imágenes
antiguas como el viento. No le costó percibir que poco a poco se alejaba de
aquel lugar y de aquel momento. La canción que oía a su alrededor la envolvió
como si de un manto ancestral se tratase, como si de repente aquellos sonidos
se hubiesen convertido en unos brazos muy tiernos que la rodearon y la
separaron de la tierra, del suelo que pisaban sus pies. Se sintió volar hacia
el cielo de la noche. Captó el sutil brillo de las estrellas destelleando en
torno suyo, notó que la luz de la luna le acariciaba la piel y supo que el
matiz azul de la noche era su única realidad. Muy lejos habían quedado el mar,
la tierra, los árboles, las plantas, las flores, los ríos.
Una fuerza muy
dulce la arrastraba hacia el olvido. Impulsada por aquellas voces armónicas,
volaba y volaba cada vez más rápido, pero no tenía miedo, no sentía inquietud,
no se preguntaba a dónde iría, a dónde deseaban llevarla esas fuerzas antiguas.
Notó que alguien
le rodeaba la cintura para mantenerla erguida. Entonces, de repente, abrió los
ojos y aquellas imágenes que tan lejos de la realidad la habían llevado se
desvanecieron, pero la sensación que se había desprendido de su apariencia
todavía le llenaba el alma.
Quien sostenía
su equilibrio era la mujer alta y castaña con la que se había encontrado por la
tarde. La miraba satisfecha, pero también con un deje de inquietud
ensombreciendo sus curiosos ojos expresivos y profundos. Quiso preguntarle qué
le ocurría, pero sabía que no podía interrumpir el canto que ella seguía
entonando con tanta entrega.
Miró a su
alrededor, analizando sin preverlo el aspecto de las mujeres que se hallaban
junto a ella, y le pareció que todas irradiaban un brillo muy especial e
hipnótico. La mayoría tenía los ojos entornados, pero Yuna sabía que estaban
irrevocablemente conectadas a ese momento y que podrían percibir cualquier
cambio que se operase en aquel lugar, en aquel instante.
De pronto, los
cantos cesaron y el silencio se acomodó entre ellas, en sus labios, en su alma.
Yuna solamente podía oír la respiración de todas aquellas mujeres que habían
creado un momento tan místico con sus dulces voces. Entonces habló Ondina, con
majestuosidad y seguridad:
—
Sentimos en nuestra alma el poder de la luna
llena. Hay que fortalecer su magia, su ímpetu, para que la Diosa nos guíe en
esta noche. Dediquémosle ahora el canto sin versos.
Yuna no pudo
desprenderse de la sensación de bienestar que le había inundado el alma cuando
se había percibido rodeada por la soledad azulada de la noche. Esta sensación
resurgió con potencia por dentro de ella cuando todas las mujeres que la
rodeaban comenzaron a entonar un canto ancestral que no tenía palabras,
solamente sonidos que se mezclaban con el silencio y la suave voz del viento
que seguía soplando allí afuera sin que nadie osase interrumpirlo. Las calles
del poblado se habían cubierto de vacío y no quedaba ni un alma que respirase
en aquel momento, pero Yuna no creyó que la vida la hubiese abandonado; al
contrario, se sintió mucho más henchida de aliento que nunca.
2 comentarios:
Por fin conocemos el nombre (aunque sea el que le ha puesto Yuna) de la mujer misteriosa. Ondina, me gusta ese nombre, de siempre. Parece una mujer muy sabia, con experiencia y dispuesta a ayudarla en todo lo que necesite. Ha tenido suerte de encontrarla. Ha dado con una comunidad muy religiosa, con costumbres muy marcadas y parece que todo lo que ha visto y descubierto le gusta, incluso esas mujeres que ha podido saludar. Todos parecen vivir en armonía, en paz. Por la experiencia que ha vivido, diría que una experiencia extra sensorial o algo así, creo que le gusta y simpatiza con ellas. Parece un buen lugar en el que empezar de cero, aunque deberá adaptarse a sus creencias y su forma de vivir. Me gusta el lugar, pero está todo envuelto en un aura de misterio muy extraño y no me termino de fiar al 100%. Es una entrada muy intensa y me la he leído en un momento. Quedan muchas incógnitas en el aire, como que es lo que le pasó a su familia, a su hermana, y si el incendio de su aldea fue un accidente o un ataque. ¡¡Está muy interesante!!
Es un mundo tan curioso el que nos regalas... libros, casas de piedra, cultos ancestrales, naturaleza virgen... son cosas que en nuestra historia real por lo general no se podían dar a la vez y en el mismo lugar. Hasta ahora Yuna solamente ha encontrado mujeres, aunque el plural genérico "nosotros" que en algún momento se dice da a entender que seguramente en las casas del poblado viven hombres y mujeres. Por otro lado, la idea de los nombres particulares no es nueva del todo, pero resulta de lo más original, en realidad es menos rara de lo que parecería tal vez a primera vista, ya que es un reflejo de lo que pasa en realidad, pues la imagen que tenemos de cada persona es única y personal, de cualquier persona yo tengo una imagen que seguro que no corresponde al 100% con la que otros tienen de la misma persona, así que en cierto modo es como si yo le diera un nombre familiar para dirigirme a ella; eso sí, no sé cómo se las apañarán para entenderse en sociedad, tal vez tienen una especie de nombre público, genérico, pero distinto de su nombre real, que guarda cada uno para sí mismo, y de los nombres particulares que cada cual pone a los otros. Sí, un lío, pero también un sistema rico y posible. Yuna se encuentra inmersa en una sociedad indudablemente compleja, de algún modo emparentada con la suya propia, porque comparten la lengua, que es la base de cualquier civilización; aunque se ha producido el hermoso ceremonial del templo es evidente que el poblado está prácticamente vacío, por alguna razón quedó una especie de personal de guardia, y antes o después el resto de los habitantes tendrán que regresar. A todo esto, para el tiempo y no sabemos nada de la gente del poblado de Yuna, especialmente de su hermana, así que se va tensando esa parte del relato; espero que tal vez los habitantes del poblado a su regreso traigan alguna noticia. De momento hay que seguir las andanzas de Yuna y Ondina, poco a poco se van desvelando detalles y la historia se desvela... da mucho leerla, la verdad.
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