martes, 24 de marzo de 2020

MÁS ALLÁ DEL VIENTO: CAPÍTULO 2. UN HOGAR ENTRE LOS ÁRBOLES


CAPÍTULO 2

UN HOGAR ENTRE LOS ÁRBOLES

Yuna y la mujer misteriosa caminaron durante más de una hora por el bosque. El calor del mediodía se había vuelto casi irrespirable y tuvieron que detenerse unas cuantas veces para beber agua y reponerse. La primavera eterna que reinaba en aquellos lares estaba tornándose en un verano asfixiante que deshacía cualquier sombra fresca que pudiesen ofrecer los árboles.
Yuna ansiaba preguntarle a la mujer cuál era su nombre, pero el hecho de que ella no se lo hubiese desvelado todavía la detenía. No era común que una persona escondiese su identidad durante tanto tiempo al encontrarse con otra. En su tribu tenían por costumbre presentarse enseguida que se hallaban ante alguien que no conocían.
La mujer parecía ser muy sabia, pero apenas hablaba; lo cual intensificaba la tensión que a Yuna le invadía el alma. Deseaba quebrar aquellos silencios en los que ella la obligaba a sumirse, pero no encontraba las palabras idóneas para hacerlo.
Además, el paso ligero y ágil de la mujer la agotaba mucho. Llevaba sin comer nada desde hacía casi dos días y en su cuerpo apenas se albergaba la energía suficiente para caminar con tanta presteza. Sin embargo, no osó protestar en ningún momento, ya que no deseaba parecer débil ni exangüe.
Al fin, el camino que recorrían se internó de repente en un poblado hecho de casas de piedra, mucho más grandes que las que Yuna conocía, y que se alzaban hacia el cielo desafiando el calor de la suave tarde azulada que se derramaba por sus muros antiguos. Olía a tierra seca, pero también a comida recién hecha y a flores. Olía mucho a flores. Además el viento que soplaba atravesando las calles era cálido, pero su caricia no incomodaba. Yuna se percató de que aquellas brisas la serenaban.
El bosque quedaba tras ella, oscuro y misterioso, sumido en las primeras sombras de la tarde, y ante ella se hallaba el poblado, intensamente dorado, contrastando con la sombría presencia de los árboles. Parecía como si el bosque que acababa de abandonar fuese su oscuro y conocido pasado y las áureas calles que tenía delante fuesen su nuevo futuro; pero tampoco se atrevía a convencerse de nada ni a realizar interpretaciones tan trascendentales sin estar segura todavía de lo que viviría.
La mujer se adentró en el poblado y caminó a través de las calles arenosas. El silencio que reinaba en aquel lugar era tangible. Se podía tocar e incluso saborear. Nadie lo interrumpía, como si aquel silencio fuese un dios al que no había que incomodar con sonidos innecesarios. Entonces Yuna entendió por qué la presencia de aquella mujer era tan silente, por qué ella no hablaba apenas. Las únicas preguntas que le había formulado le habían servido para conocerla bien, pero ella no le había ofrecido ninguna noción sobre su vida.
      Qué lugar tan tranquilo —se atrevió a decir Yuna, temiendo que su intervención incomodase a la mujer o al silencio que las rodeaba.
      En estas tierras no hay lugar que no sea tranquilo —le contestó ella enigmática y quedamente, sin mirarla siquiera.
Yuna se fijó en que el azul intenso que anegaba el cielo volvía mucho más misteriosa su apariencia. Los negros y rebeldes cabellos de la mujer se ondulaban al viento, siendo mucho más oscuros que cualquier noche que Yuna hubiese conocido, y su forma de andar denotaba fortaleza y confesaba que ella había tenido que enfrentarse ya demasiadas veces a la dureza de la vida.
      Mi casa está allí —le anunció deteniéndose en medio de la calle y señalando hacia una morada de piedra que se hallaba al final de otra calle más estrecha. Aquel hogar parecía solitario. Era el último del poblado y su presencia se perdía en el principio del bosque—, pero todavía no me corresponde ir allí. Tengo que pasarme antes por el templo. Si quieres, puedes acompañarme, aunque no estás obligada a entrar.
      Por supuesto. No tengo a dónde ir.
La mujer no le dijo nada. Yuna notaba que hablaba lo necesario y que jamás pronunciaría palabras que no tuviesen ninguna relevancia en el momento y el lugar en el que se hallase.
La siguió hasta que llegaron a una construcción mucho más grande que las casas que formaban las calles. Yuna se fijó en que aquel templo era muy hermoso. El color de sus piedras parecía teñido por los últimos suspiros de la mañana y por la presencia cercana de la tarde. Los muros que lo creaban parecían estar hechos de oro. Además, las columnas que había en su entrada eran imponentes y se asemejaban a los árboles que habían protegido el poblado en el que Yuna había vivido hasta entonces.
Aunque no supiese a quién estaba dedicado aquel templo, decidió que se adentraría allí junto a la mujer. Ella no le dijo nada, ni siquiera la miró. Parecía hallarse sola en aquel instante, parecía como si ni siquiera ella misma se acompañase, como si no conociese nada ni a nadie.
El interior del templo estaba oscuro. No había más que un candelabro de cuatro brazos en el que brillaban tímidamente unas velas que estaban a punto de consumirse. El templo no estaba descuidado, pero sí abandonado a la suerte del tiempo. No había ni una mota de polvo enturbiando la belleza de las estatuas que lo adornaban, que llenaban sus rincones, pero parecía como si nadie se preocupase de que el fluir de las edades pudiese deshacer su majestuosidad.
Yuna tuvo la sensación de que aquel templo se había erigido en otra época, en un momento muy remoto al suyo, y creyó que nadie podría determinar cuánto tiempo hacía que se había construido.
Había cuatro estatuas, una a cada rincón de la principal estancia del templo, y las cuatro eran de mujeres o de diosas que tenían diferentes atributos. Una sostenía un gran arco de oro en una mano y una flecha en la otra. Estaba vestida con una túnica corta que dejaba al descubierto sus contorneadas piernas. Otra tenía en sus brazos una niña pequeña con los cabellos peinados en dos trenzas. El rostro de ésta era sereno, estaba bañado por una sombra de lejanía que inspiraba a creer que la muerte nunca sería un fin. Se distinguía de la diosa que soportaba el peso del arco en que de los ojos se le desprendía muchísima conformidad, mientras que los de la diosa cazadora dimanaban una inseguridad y una rabia que sobrecogían profundamente.
Las otras dos estatuas se asemejaban muchísimo entre sí. Ambas eran de dos diosas que estaban vestidas con trajes largos y elegantes. En sus manos ambas tenían guirnaldas de flores a medio hacer y llevaban los cabellos sueltos, derramándoseles ondulados por la espalda. El rostro de aquellas dos diosas estaba tan teñido de inocencia que incluso Yuna sintió vergüenza al observarlas con tanta precisión.
La mujer se había arrodillado ante la diosa cazadora y permanecía sumida en un silencio mucho más profundo que el que había dominado su voz desde que Yuna la había conocido. La observó con curiosidad y entonces se percató de que la mujer se hallaba cada vez más inclinada ante los pies de la estatua. Entonces Yuna se acordó de cómo veneraban en su poblado a los dioses. No tenían una divinidad única, sino que creían que cada elemento llevaba en su esencia las criaturas mágicas que custodiaban sus poderes. Creían en los espíritus del aire, de la tierra, del agua y del fuego y también en los de los árboles, en los de las plantas... El mundo estaba lleno de vidas silentes e invisibles que solamente se percibían con los sentidos del alma.
En cambio, aquella mujer parecía encontrar a su divinidad en aquellas estatuas que seguramente habrían nacido de las manos de una persona. Yuna nunca había comprendido por qué los humanos se dignaban representar tangiblemente sus dioses o diosas. A ella le habían enseñado que los espíritus divinos no tenían una forma única ni tampoco era conveniente encerrarlos en un cuerpo inerte.
La mujer se levantó y rodeó la estatua con sus brazos mientras depositaba un beso en los labios de la Diosa, después en sus pechos y por último en sus pies. Después se volteó y miró a Yuna con curiosidad y temor, como si se hubiese olvidado de que ella estaba allí. Enseguida recompuso su rostro y se acercó a ella esbozando una tímida sonrisa.
      La Diosa puede protegerte en todo momento, pero, según cómo te encuentres, tienes que hablar con una de sus formas. Hoy me entrego a la diosa Inelda, la cazadora, porque noto que estoy perdiendo mi ímpetu vital. Ella es Neith, la diosa madre de las criaturas del mundo —le desveló señalándole la estatua que abrazaba a una niña pequeña—, y ellas dos son las gemelas Deinan, las portadoras de la inocencia de los niños y de la primavera; pero la Diosa tiene muchísimas más representaciones de las que podríamos memorizar. Tiene todas las que tú quieras, pero también puede perderlas de repente si no la invocas en tu corazón.
Yuna sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo cuando oyó aquellas extrañas palabras. No dudaba de que fuesen ciertas, pero le costaba mucho creer que una divinidad pudiese desaparecer si no se la invocaba. ¿Qué quería significar aquello, que los espíritus divinos que ella conocía se desvanecerían si no los recordaba, que el mundo y las criaturas que lo poblaban podían quedarse desprotegidos si no llamaban a sus dioses?
De repente, tuvo mucho miedo a que su mundo desapareciese y se esfumase como el humo de las hogueras al amanecer. No dudaba de que jamás dejaría de creer en todo lo que le habían enseñado, pero, sin saber por qué, fue consciente de que a partir de ese momento se alejaría de todo lo que había sido tan suyo, de los detalles que habían compuesto su pasado y su hermosa vida.
La mujer continuaba mirándola, confesándole con sus hondos y silentes ojos que la había acogido en su vida a cambio de que renunciase a todo lo que había tenido y sentido. Yuna sabía que, si se alejaba de lo que había definido sus días, perdería su identidad, pero también se preguntó qué identidad le quedaría si se distanciaba de aquella mujer que le había abierto las puertas de su existencia para dejarla entrar en su destino.
      ¿Cómo se llama tu diosa? —le preguntó Yuna con delicadeza y temor.
      ¿Mi Diosa? —se rió incómoda y extrañada la mujer.
      Supongo que tiene algún nombre.
      Tiene todos los nombres y a la vez ninguno. Todos los nombres son suyos, incluso el tuyo, porque la Diosa está en nosotras, también.
      ¿Y los hombres de tu tribu también creen en ella?
      Todos, todos deberíamos creer en Ella.
La mujer no le dijo nada más. Se dirigió hacia la salida del templo sin pedirle que la siguiese. Yuna sabía que tenía que hacerlo, aunque no se lo hubiese solicitado. Tuvo miedo a que se hubiese enfadado con ella, pero, cuando se hallaron caminando de nuevo por las silenciosas y doradas calles del poblado, le explicó con paciencia:
      Comprendo que te cueste entender todo lo que te cuento. Provienes de otra cultura, de otro poblado con sus creencias, con su modo de vivir y de sentir; pero, si quieres encontrar aquí un hogar, tendrás que conocer lo que nos define y aceptarlo como parte de tu vida. Sé que serás capaz de hacerlo.
Yuna no le contestó, pues aquellas palabras la habían sobrecogido tanto que se creyó incapaz de hablar, pero entonces se armó de valor e, ignorando la timidez que tanto la controlaba, le preguntó a la mujer:
      ¿Cuál es tu nombre? Todavía no me lo has dicho y estoy habituada a conocer enseguida el nombre de las personas con las que me encuentro.
La mujer la miró intrigada y confundida. Yuna creyó que había sido indiscreta y grosera, así que se apresuró a decir:
      Perdóname por si te he incomodado con mis preguntas. Ni siquiera puedo imaginarme qué costumbres definen tu poblado...
      No me han incomodado tus palabras —le aseguró con dulzura—. ¿Cómo quieres que me llame?
      ¿Cómo? —le preguntó totalmente desconcertada.
      Aquí no tenemos un único nombre. Cada uno de nosotros recibe el que los demás desean que llevemos.
      ¿Y qué ocurre si te asignan un nombre que denota desprecio?
      Nadie hace eso. Todos nos queremos y nos respetamos y, si sucediese algo así, ten por seguro que nadie te recordaría con ese nombre maldito.
      Es tan extraño lo que me cuentas...
      Soy consciente de ello.
      Tú eres nocturna, brillante y ágil como una ondina, así que para mí serás Ondina.
      Ondina —se rió ella con mucha ternura. Yuna enseguida notó que estaba conmovida.
      Sí, Ondina.
      Gracias, Yuna. Qué lástima que ya tengas un nombre asignado.
      ¿Qué nombre me pondrías tú?
Ondina no le contestó, sino que le retiró la mirada y continuó caminando ligeramente a través de las calles. Yuna tampoco le insistió. Sabía que Ondina ya había hablado suficiente sobre aquel asunto.
Al fin, llegaron a la casa de Ondina. Estaba alejada de las demás, separada por una calle extensa llena de árboles, de tierra y de silencio; un silencio tan profundo y aterciopelado que a Yuna le hizo creer que en aquel poblado no vivía nadie. Impulsada por aquella inquietud, le preguntó a Ondina antes de que se adentrasen en aquella casa tan quieta y queda como la mujer que la habitaba:
      ¿Cuántos vivís aquí?
      Muchos, Yuna, muchos; pero ahora la mayoría se ha ido a buscar alimentos. Entra, por favor —le pidió retirándose de la puerta tras abrirla.
Cuando Yuna se introdujo en aquel hogar, enseguida se percató de que lo inundaba un intenso olor a tierra húmeda, a incienso (sabía cómo se hacía el incienso, pero nunca había puesto en práctica aquellos conocimientos) y también a flores, muy intensamente a flores, como si, en vez de en una casa, se hallase en medio del bosque cuando la primavera explota en colores de oro y de vida.
Era una casa pequeña, pero muy acogedora. Tenía un salón lleno de alfombras y una habitación ocupada en su mayoría por un lecho de paja y de madera que parecía muy cómodo. Además los grandes ventanales que había horadados en los muros de piedra permitían que se adentrase nítidamente la luz brillante de la tarde, por lo que parecía muy complicado que en aquella casa se acumulasen las sombras de la vida. Además estaba muy ordenada y tenía estantes repletos de objetos de cocina que Yuna nunca había visto.
También había otros objetos que no conocía, que ni siquiera sabía nombrar. Eran cuadrados como una madera oscura y parecían frágiles. Ondina enseguida advirtió la intensa y enorme curiosidad que se desprendía de los ojos oscuros de Yuna y, con delicadeza, sin querer incomodarla, le comentó:
      Son libros.
      ¿Qué? —le preguntó Yuna desconcertada.
      ¿Nunca has visto un libro?
Yuna no contestó. En esos momentos se sintió de repente tan frágil que no pudo evitar que se le formase en la garganta un nudo feroz que le llenó los ojos de lágrimas. No era habitual que llorase con tanta facilidad, pero en esos instantes ni siquiera ella misma podía dominar sus sentimientos. Notó que se apoderaba de ella una vergüenza tan grande que le impedía respirar. Supo, entonces, que al lado de Ondina ella era una persona ignorante e insignificante que apenas sabía nada de la vida. No conocía la existencia de los libros porque siempre había vivido lejos de cualquier matiz proveniente de la civilización que tanto estaba destruyendo a las personas del mundo y hasta entonces jamás había ansiado adquirir los peligrosos conocimientos que casi todos los humanos tergiversaban para volverse más fuertes.
      ¿Por qué lloras, Yuna? —le cuestionó Ondina riéndose curiosa—. ¿Te emociona ver por fin un libro?
No se trataba de nada de eso ni de nada parecido, pero Yuna fue incapaz de decírselo. Ondina se percató entonces de que aquella situación se había vuelto punzante y se apresuró a decirle a Yuna:
      En mi casa no hay sitio para que podamos dormir las dos, pero buscaré la forma de acomodarte en el salón. Espero que no te importe alojarte aquí hasta que encuentres otro lugar mejor para vivir.
      No me importa, gracias; al contrario, estoy encantada de haberte conocido —le confesó emocionada, con una voz frágil y dulce como una flor primaveral.
      Gracias, Yuna. Yo también me alegro de haberte encontrado; pero me inquieta no saber por qué lloras. Supongo que haber perdido a tu familia debe resultarte insoportable.
Entonces Yuna, guiada por aquellas palabras, se permitió el privilegio de derrumbarse al fin, de dejarse invadir por la intensa tristeza que llevaba golpeándole el corazón desde que había descubierto que todo su mundo había desaparecido.
Ondina, entonces, se acercó a ella y la abrazó con mucha fuerza, con mucho cariño y ternura, como si nunca hubiesen formado parte de mundos diferentes, como si fuesen hermanas de sangre desde el principio de la vida de la Tierra. Yuna se sintió muy acogida en aquel abrazo y entonces se olvidó de que había habido un momento en el que había dudado de que su destino se enderezaría.
Deseó que aquel momento durase para siempre, que aquel abrazo nunca tuviese fin. No estaba acostumbrada a que le entregasen demostraciones de cariño tan intensas y sinceras; mas Ondina se alejó de ella mucho antes de que Yuna pudiese aspirar nítidamente la fragancia de aquel tierno instante.
      Tienes que ser fuerte, Yuna. Estás viviendo un momento muy difícil y no puedes rendirte. Tienes derecho a llorar por lo que has perdido y por hallarte tan sola y desorientada en el mundo, pero no debes permitir que esa tristeza te detenga. ¿Me has entendido? La Diosa está contigo, aunque todavía no la conozcas.
“No es la Diosa quien está conmigo. Eres tú, Ondina”, se dijo Yuna emocionada; pero se esforzó por dejar de llorar. No quería parecer tan débil ante Ondina, quien era una mujer valiente y poderosa de cuya presencia se desprendía tanta fortaleza y seguridad.
      Supongo que tendrás hambre. ¿Cuánto hace que no comes? No tienes muy buen aspecto, aunque eres muy bella y atractiva —la halagó mirándola fijamente.
      Pues comí por última vez hace casi dos días. El viaje que tuve que realizar fue muy duro y no podía perder tiempo.
      Pues te prepararé algo.
Entonces Ondina se alejó de ella y empezó a cortar verduras que después hirvió en una gran olla de barro. Yuna observaba sus movimientos como si se encontrase en otro mundo y Ondina fuese parte de otra realidad inaccesible. Le gustaba detectar la nitidez y agilidad de sus gestos y el significado de sus miradas, pero también se sobrecogía cuando advertía que no podía interpretar los sentimientos que de repente le anegaban los ojos a aquella mujer que la había acogido en su vida como si alguien se lo hubiese ordenado desde otra dimensión.
      Mientras se hace la comida, te invito a que des un paseo por el poblado y descubras cómo son sus rincones. Quizá te encuentres con alguna de mis hermanas —le dijo Ondina mientras removía las verduras que hervían en la olla. No la miró cuando le habló, pero Yuna notó que Ondina tenía los ojos anegados en cansancio y soledad.
      Gracias. Sí, lo haré.
Deseaba confesarle que sentía mucha curiosidad por aquel lugar y muchas ansias de descubrir profundamente su apariencia, pero supo enseguida que no era necesario expresar con tanta sinceridad lo que sentía y pensaba. Con Ondina estaba aprendiendo a desvelar de sí lo esencial, lo que importaba en ese momento, y a callar lo que podía resultar superfluo y evanescente.
Cuando salió de la casa de Ondina, notó que el viento de la tarde se había vuelto mucho más cálido y aromático. Tenía mucha hambre, pero ignoró las sensaciones físicas de su ser para poder centrarse en lo que estaba viviendo en esos momentos y en lo que percibían sus sentidos.
Tenía ante sí una calle estrecha y extensa que la invitaba a perderse por los principios de la tarde. Las casas que orillaban las calles que formaban aquel poblado estaban completamente vacías. Solamente las recorría el viento y el silencio que se acumulaban en aquellos lares como si siempre hubiesen vivido allí, como si hubiesen nacido en aquella tierra. El cielo azulado parecía una ilusión que se hundía en el dorado matiz de aquellas horas tan quietas. Sin embargo, cielo y tierra se fusionaban en una misma mirada, en una misma existencia.
Yuna jamás había observado una unión tan perfecta entre el cielo y la tierra. Le parecía que ambos emanaban del mismo aliento, de la misma alma, como si quien los había creado tuviese un único sentimiento amarrado al corazón. Creyó que podría tañer el cielo como si su color poseyese materia y que la tierra le desvelaría al aire todo lo que captaba, todo lo que ocurría sobre ella.
Qué pensamientos tan extraños le llenaban la mente, qué sentimientos tan inesperados, qué sensaciones tan profundas y excelsas. Mientras caminaba por aquellas vacías calles, se percató de que su forma de pensar había cambiado mucho durante las últimas horas de su vida. Siempre había sabido captar prácticamente todos los detalles que formaban su entorno, pero jamás aquellas percepciones le habían suscitado pensamientos tan sobrecogedores. Notaba que su fuerza y su profundidad la estremecían y que apenas era capaz de soportarlos.
Siempre había sabido apreciar el aroma del viento, el de las flores y el de la madera de los árboles. Siempre había sabido escuchar con atención la voz del agua y el susurro de las brisas que soplaban entre las ramas. Siempre había sabido interpretar el lenguaje de la luz de las estrellas y de la luna. Siempre había sabido adivinar si la lluvia se hallaba cerca tan sólo con prestarle atención al matiz del cielo y a la fragancia del aire que la rodeaba. No obstante, todos aquellos estímulos habían sido independientes de su alma. Nunca habían mudado sus pensamientos, nunca habían supuesto un enlace con un acontecimiento futuro y con un instante presente. Habían sido detalles de su entorno que condicionaban su vida física, no su existencia anímica, y en esos momentos, en cambio, le parecía que cualquier percepción, cualquier color, cualquier imagen o cualquier sonido podían escoger su porvenir.
Caminó durante una hora por las calles del poblado, intentando no alejarse demasiado y no acercarse al bosque que lo rodeaba. Le apetecía explorar aquel lugar tan civilizado en vez de analizar la apariencia de la naturaleza que ya tan bien se conocía. Además, a aquellas horas de la tarde, las calles de aquel poblado tan íntimo resplandecían de un modo hipnótico y absorbente y era incapaz de alejarse de ese instante, de ese lugar.
No se encontró con nadie durante su paseo. De vez en cuando, le había parecido oír el susurro de algunos pasos que hacían crujir la arena que alfombraba las calles, pero, cuando había dirigido los ojos hacia el lugar del que había emanado aquel sutil sonido, solamente había detectado la soledad más inquebrantable.
El viento soplaba tan solitario, tan quedo, tan ajeno al mundo, al resto de vidas, a todos los destinos de la Tierra... Yuna se había detenido en más de una ocasión notando que el corazón se le encogía en el pecho hasta convertirse en el reflejo de uno de esos granitos de arena que reposaban inertes en el suelo. Entonces miraba ante sí y captaba la inmensa soledad que anegaba aquellos lares. El bosque se adivinaba tras los tejados de las casas, oscuro y levemente tenebroso, como si formase parte de otro mundo. Yuna había llegado a plantearse la posibilidad de que Ondina le hubiese mentido y que, en realidad, no viviese nadie allí, que allí jamás hubiese habitado nadie más que la soledad.
“Quizá esté muerta y me haya internado en otro mundo, en otra dimensión”, se dijo sobrecogida. Aquella posibilidad la asustaba a la vez que la intrigaba. Ella siempre había creído que no existía diferencia entre la muerte y la vida, que quienes partían al otro mundo no se daban cuenta de que se habían distanciado de sus seres queridos y de todo lo que habían conocido y que lo más probable era que continuasen habitando en esa realidad que ellos amaban sin advertir que nadie más los veía, que el mundo que los había acogido no era ya el mismo de siempre.
Antes de regresar hacia el hogar de Ondina, se detuvo unos instantes ante el templo en el que hacía poco se había adentrado junto a ella. Le pareció detectar una sombra entre las murallas, pero enseguida se apercibió de que era solamente el reflejo de la tarde, el olor de la soledad y el vacío que la rodeaba los que la habían confundido. Aún así, se atrevió a introducirse en aquella estancia tan mística sin saber por qué lo hacía, por qué de repente necesitaba hallarse junto a aquellas estatuas tan bien cinceladas.
Cuando la rodearon las cuatro diosas de las que Ondina le había ofrecido unas leves nociones, entonces notó que la soledad que invadía su entorno se volvía mucho más profunda. Incluso advirtió que le costaba respirar, que aquel vacío la asfixiaba. Nunca había sentido una soledad tan grande, tan interminable, tan ingente e infinita.
Entonces sintió muchísimo miedo, tanto que experimentó un inmenso vacío en el estómago, como si de repente se hubiese quedado sin entrañas y hubiese caído en un abismo inacabable. Huyó de aquel templo antes de que aquel pavor la desesperase definitivamente y se dirigió casi corriendo hacia el hogar de Ondina. El cansancio y la falta de alimento le impedían moverse todo lo ágil y velozmente que ansiaba, pero, aún así, alcanzó su destino cuando ya aquel miedo se le había calmado un poco.
Ondina la miró intrigada cuando la oyó entrar. Apenas la conocía, pero sabía que Yuna no se encontraba bien. No necesitó hundirse en sus ojos oscuros para descubrir lo que sentía, pues se lo había desvelado la desesperación que dominaba sus movimientos. Yuna intentó introducirse con paciencia y serenidad en aquella casa, pero tenía la respiración agitada y había llegado corriendo allí, por lo que le resultó completamente imposible esconder sus emociones.
      ¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Ondina colocando sobre la mesa un plato lleno de verduras hervidas que despedían un aroma exquisito—. ¿Estás asustada?
Yuna no supo qué contestar. Sabía que no podía mentirle a Ondina, pues era una mujer muy observadora, pero tampoco se atrevía a confesar lo que le ocurría, pues temía pronunciar más palabras de las necesarias.
      No hay nadie en este poblado, Ondina —le indicó sin pensar en las palabras que le dirigía—. Lo he recorrido enteramente, y no me he encontrado con nadie.
      Volverán por la noche —le respondió ella sentándose a la mesa—. Vamos, empieza a comer antes de que se enfríe.
      ¿Ahora comeremos verduras cocidas? —le cuestionó extrañada.
      Estás desfallecida y agotada. Tienes que comer.
      ¿Y tú no me acompañarás?
      Yo cenaré más tarde, cuando regresen —le reveló enigmáticamente mirando hacia la puerta entreabierta.
Aunque Yuna tuviese el alma anegada en emociones incomprensibles, comió con muchísimo apetito, saboreando cada cucharada de cocido que se introducía en la boca. Las verduras tenían un sabor exquisito y Yuna sabía que aquello era responsabilidad de las especias que Ondina había utilizado para cocinar; las que no conseguía identificar por mucho que se concentrase. En su poblado utilizaban algunas, pero siempre eran las mismas, siempre eran los mismos sabores.
Ondina apenas le habló mientras ella comía. Se mantenía mirando distraída hacia la ventana, como si ansiase detectar la sombra de alguien a quien esperaba. Yuna no osaba preguntarle si de veras estaba aguardando la aparición de alguna de las personas que vivían supuestamente en aquel poblado tan callado.
Cuando al fin terminó de comer, Ondina le ofreció un vaso de agua fresca y después la invitó a pasear por el pueblo una vez más. Parecía como si Ondina quisiese desprenderse de su presencia, como si desease estar sola. Yuna no le objetó nada, sino que volvió a salir de su hogar notando que en realidad no se hallaba acogida en ninguna parte.
Había recuperado gran parte de su energía vital gracias al exquisito plato de comida que había ingerido, pero anímicamente todavía se sentía desvalida y desfallecida.
La Luz de la tarde ya moría sobre los tejados puntiagudos de las casas. Ya podían distinguirse las primeras estrellas que se atrevían a resplandecer en aquel ocaso. Eran muy delicadas y parecía que pudiesen apagarse en cualquier momento. Yuna se detuvo en una calle desierta para observarlas con atención, como si creyese que en su fulgor tenue y tímido encontraría el significado de su destino.
Entonces oyó que alguien caminaba cerca de ella. Asustada, se volteó lentamente y se encontró con una silueta alta, fornida y ágil que se desplazaba con velocidad por aquella desierta calle. Se trataba de otra mujer. Parecía ser mayor que Ondina, pues tenía algunas arrugas en la comisura de los labios y en los pómulos, pero también era muy hermosa y atractiva. Tenía los cabellos castaños como los troncos de los árboles más antiguos y los llevaba recogidos en un complicado moño adornado con flores que ya estaban casi marchitas. Vestía una túnica larga de color violeta y azul y se desplazaba con precisión y seguridad. No obstante, cuando descubrió que en su camino había una mujer que ella no conocía y que la observaba con tanta minuciosidad, se detuvo de repente y la miró intrigada y desafiante. De sus ojos grandes y azules se desprendía un poder absorbente que sobrecogía profundamente.
Yuna quiso saludarla, pero se sintió como si hubiese olvidado todas las palabras que conocía. Un nudo hecho de vergüenza y temor se le había aferrado a la garganta. No comprendía por qué se había vuelto tan asustadiza. No se reconocía en aquella mujer titubeante y tímida a la que era tan sencillo empequeñecer.
      ¿Quién eres tú? No te conozco. No formas parte de nuestro poblado —le preguntó la mujer con interés. A pesar de que sus palabras hubiesen sido tan directas, su voz no había sonado desafiante al pronunciarlas; lo cual serenó mínimamente a Yuna—. ¿Qué te ocurre? ¿No entiendes mi idioma?
      Sí, sí lo entiendo —respondió Yuna con educación intentando que su voz desprendiese nitidez y seguridad—. Conozco a Ondina.
      ¿Quién es Ondina?
Entonces Yuna se acordó de que solamente ella conocía por ese nombre a la mujer que la había encontrado junto al río. Por unos momentos, temió no poder comunicarse nítidamente con las personas que habitaban en aquel poblado si nadie llamaba a nadie con el mismo nombre.
      Ondina vive en esa casa de allí —le indicó señalándole el pequeño y solitario hogar de Ondina.
      Tú la llamas Ondina, pero yo la llamo Boadare, que en nuestra lengua significa...
      Noche dorada —la interrumpió Yuna con simpatía.
      Eso es. ¿Y cómo os habéis conocido?
      Nos hemos encontrado a la vera del río. Un incendio ha devorado mi poblado y no sé dónde está mi familia.
La mujer pareció no conmoverse al oír las palabras de Yuna; al contrario de lo que le había ocurrido a Ondina. Parecía una mujer distante, inmutable y fría.
      Debo marcharme —le reveló de pronto, interrumpiendo el denso silencio que se había apoderado de su efímera conversación.
Entonces la mujer se marchó, alejándose rápidamente de Yuna sin que a ella le diese tiempo a analizar el significado de la última mirada que le había dedicado.
Volvió a quedarse sola en medio de aquella calle en la que ni siquiera se percibía la presencia del viento. Aunque se sintiese totalmente sobrecogida, reanudó su paseo y en breve se encontró de nuevo ante el misterioso templo de las cuatro diosas. Esta vez, no se atrevió a entrar allí de nuevo, sino que lo rodeó para descubrir nítidamente su apariencia. Entonces atisbó una puerta casi imperceptible en la parte trasera de la construcción. Era una puerta que se camuflaba en el dorado color de las piedras que la formaban.
Alguien interrumpió de repente su quietud, introduciéndose en aquel misterioso momento sin que Yuna pudiese preverlo. La voz poderosa de otra mujer la sobresaltó profundamente. Las palabras que le dirigió no sonaban amenazantes, pero en su voz podía detectarse un deje de desconfianza que a Yuna le heló el corazón:
      Si quieres entrar en el templo, me temo que tendrás que hacerlo por la puerta principal. Aléjate de aquí si en realidad no formas parte de este poblado. No creo que nos entiendas.
      Ya he estado en el templo —contestó Yuna mirando tímidamente a la mujer que le hablaba tan segura de sí misma, con tanta fortaleza.
      ¿Quién eres?
      Soy Yuna.
La mujer permaneció mirándola fijamente durante unos largos momentos que a Yuna le parecieron una eternidad. Ella también se detuvo a observar su aspecto.
Era mucho más joven que Ondina y su apariencia desvelaba que su carácter era inquieto e incluso rebelde. Parecía una niña traviesa que se hubiese convertido en mujer sin tener tiempo para disfrutar plenamente de su infancia. Guardaba en su oscura mirada un matiz muy tierno de inocencia que conmovía a quien se hundía en sus grandes ojos. Sin embargo, observaba su alrededor como si todo lo que captaba le resultase superfluo y a la vez intrigante. Yuna nunca había visto una mirada semejante.
Sus cabellos eran rojos como el fuego y ondulados como las olas del mar. Le caían abundantes por la espalda, resaltando el matiz pálido de su tersa piel. Además tenía las facciones muy delicadas y elegantes y vestía una túnica negra ornamentada con bordados preciosos que resplandecían bajo el cielo atardeciente que las cubría.
Tenía el rostro pequeño y las facciones muy delicadas, aunque sus ojos eran grandes y muy expresivos. Su sonrisa era la propia de un duende, traviesa e intrigante, y los gestos que esbozaba eran efímeros y casi imperceptibles, pero dejaban una mella marcada en el corazón y en la memoria de quien los observaba.
      Soy sacerdotisa de las diosas gemelas Deinan —le informó con simpatía y también orgullo.
      Encantada de conocerte.
      ¿Qué nombre deseas atribuirme?
      Tendría que conocerte mejor para encontrar el nombre que te defina más adecuadamente.
      Está bien. Tengo prisa. Lo siento, pero tengo que marcharme. Hablaremos después, en la reunión.
      ¿Qué reunión? —le cuestionó Yuna extrañada e intrigada cuando la chica ya estaba alejándose de ella.
      La de la luna llena.
Yuna no comprendió sus palabras, pero se imaginó que aquella ceremonia se asemejaría mucho a la que ella había presenciado en muchísimas ocasiones junto a los demás miembros de su tribu. En las noches de luna llena, se reunían todos alrededor de una hoguera y entonces bailaban, cantaban y contaban historias muy antiguas que se habían transmitido de generación en generación. Yuna siempre había sentido que aquellas noches eran muy inspiradoras, estaban anegadas en detalles que no todos sabían percibir. Notaba que los espíritus de los elementos y del bosque se unían a sus cantos y a sus danzas y que compartían con ellos aquel ritual tan inocente a través del cual se desprendían de la mayor parte de sus tensiones, de sus tristezas, de las energías opresivas que les apretaban el corazón, a través del cual invocaban la buena suerte, la paz, el bienestar anímico necesario para enfrentarse a cada nuevo día.
Regresó al hogar de Ondina. No le apetecía seguir vagando sin rumbo por aquellas calles desiertas. Cuando se adentró en aquella casa en la que supuestamente debía sentirse acogida, descubrió a Ondina leyendo junto a la ventana uno de esos libros de apariencia atractiva e intrigante. Recitaba en voz alta unos versos que a Yuna le hicieron sentir un profundo escalofrío. Se detuvo en la entrada de aquella morada notando que interrumpía un momento sagrado para Ondina, pero ella, en cuanto captó su presencia, dejó de leer y la invitó a pasar mirándola con mucha ternura y conformidad.
      Ven, siéntate junto a mí —le pidió señalándole un hueco entre ella y la pared. Cuando Yuna se hubo acomodado a su lado, entonces, Ondina le comentó—: Estaba ensayando los versos que le dedicaremos a la diosa Inelda esta noche. Creo que ya te habrás percatado de que esta noche hay luna llena. Inelda es la diosa cazadora de la luna y de la noche. Es la reina de los espíritus fenecidos que moran entre el mundo de la muerte y el de la vida. Sus símbolos son el arco y las flechas de oro y los animales astados. Es una diosa virginal que habita en los bosques más profundos y se baña bajo la potente luz de la luna llena. Es independiente y muy valiente. Es solitaria y hermética y su elemento es la tierra.
Yuna escuchaba a Ondina sintiendo una profunda curiosidad que le apretaba el corazón. Jamás se había imaginado que un espíritu divino pudiese tener tantos atributos humanos. Jamás había creído que los elementos pudiesen tener personalidad. Para ella, había una inmensa incoherencia en el discurso de Ondina: un dios no podía representar un elemento, no podía estar vinculado de forma tan vaga a un elemento, pues, para ella, los elementos ya eran seres mágicos e intangibles que no tenían forma ni tampoco apariencia, que se hallaban en cualquier parte y en cualquier momento sin necesidad de invocarlos continuamente para atraerlos hacia el alma de quien desea captarlos. No obstante, no osó interrumpir a Ondina en ningún momento y tampoco se atrevió a formularle preguntas que podían entorpecer la fluidez de aquel instante que para ella tenía tanto significado, puesto que adoraba el modo como Ondina se expresaba. Lo hacía con tanta seguridad y orgullo...
      Los versos que le dedicamos están dotados de un poder muy especial. Las palabras contienen una magia ancestral que se une al alma de los seres divinos y pueden despertar fuerzas dormidas que yacen aguardando en la onírica tierra de los sueños el momento en que alguien las pronuncie para rescatarlos de su somnolienta consciencia. Las palabras sobre todo surgen efectos si quien las exclama tiene el espíritu lleno de vigor. No todas las personas están preparadas para ser las portadoras de los hechizos que lanzamos en los rituales más especiales. Hay quienes nacen con el alma pequeña y esas personas son duchas en otros asuntos que en nada se relacionan con nuestra magia, pero hay quienes llegan al mundo conteniendo en su cuerpo un alma inmensa y muy especial que puede derribar cualquier frontera que separe los mundos. Tengo la sensación de que tú eres precisamente una de esas personas. Percibo mucho poderío en tu interior. De tus ojos se desprende una clara potencia que me absorbe cuando te miro.
Nadie le había dedicado unas palabras tan hermosas y a la vez inquietantes. Yuna se sintió pequeña al lado de aquella mujer que había descubierto cómo era su alma con tan sólo haber compartido con ella unas horas efímeras. No obstante, se percató enseguida de que Ondina tenía razón. Yuna siempre se había creído diferente. Era cierto que las personas que formaban parte de su vida tenían un alma muy bella y mucha capacidad para conectar con los espíritus del bosque en cualquier momento, pero ella siempre había experimentado cualquier emoción o sensación de un modo distinto, quizá con muchísima más intensidad y potencia. Ansió asegurarle a Ondina que tenía razón, pero no se atrevía a interrumpirla. Ondina continuaba hablando con una seguridad hipnótica y con una dulzura entrañable que a Yuna le acariciaba el corazón:
      Estoy segura de que te convertirás en una mujer muy influyente y poderosa cuando aprendas a vivir con nosotros. Si lo deseas, yo puedo ser tu maestra. Puedo adoctrinarte sobre lo que anheles aprender y puedo transmitirte todos los conocimientos necesarios para que entiendas nuestro modo de existir.
Yuna no le contestó. Todavía estaba confundida. Aunque realmente se sintiese muy cómoda y acogida junto a Ondina, no estaba segura de si deseaba vivir en aquel lugar tan extraño y solitario que tanto la intimidaba. Ondina creyó que el silencio de Yuna solamente significaba miedo e inseguridad, así que se apresuró a decirle:
      No tienes por qué decidirte ahora. Esta noche presenciarás una de las ceremonias más importantes de nuestro calendario. Si de veras sientes que éste no es tu lugar, puedes marcharte sin preguntárselo a nadie. Todavía eres libre como el viento. No te has atado a nada ni a nadie, así que no temas por nada. Tu vida no le pertenece a nadie, ni siquiera a ti misma.
Ondina le hablaba con mucha cercanía e intimidad, pero Yuna se sintió sobrecogida y estremecida. No estaba segura de entender nítidamente las palabras que Ondina le dedicaba, pero tampoco se atrevió a preguntarle nada. Se dejó llevar por su voluntad, por la voluntad de aquella mujer que tan poderosa parecía y que tan tiernamente la había acogido en su vida sin pedirle nada a cambio.
Llegó la noche, al fin, y la luna se alzó sobre los tejados de las silenciosas casas que orillaban las solitarias calles de aquel oscuro poblado. La oscuridad era impenetrable. Ni tan sólo la poderosa luz de la luna conseguía quebrar las profundas sombras que se habían esparcido por las calles y por el bosque. Además, no se oía nada. Parecía como si el mundo entero se hubiese callado. NO cantaban las aves nocturnas, ni las ranas ni los ríos. El silencio que se había apoderado de aquellas místicas horas era indestructible.
Yuna tenía la sensación de que Ondina y ella eran las únicas que vivían y respiraban en el mundo. Ondina, además, se comportaba de un modo mucho más silencioso que antes. Caminaba sin hacer ruido y, cuando hablaba, lo hacía en un susurro muy quedo que costaba mucho oír. Parecía como si no quisiese despertar a la noche con el sonar de su poderosa voz.
      Ya ha llegado el momento —le comunicó Ondina a Yuna antes de salir de su casa.
Entonces Ondina tomó de la mano a Yuna y salieron juntas de aquel protector hogar. Caminaron en silencio por las solitarias calles del poblado, en dirección al templo en el que Ondina había adorado a Inelda; la diosa a la que aquella noche se le rendiría culto en aquel recinto tan místico. Yuna apenas era capaz de comprender los pensamientos que se le arraigaban a la mente. Tenía la sensación de que sus recuerdos se deshacían para que en su lugar se instalasen esas nuevas vivencias que la vida le entregaba; las cuales le resultaban tan indescriptibles.
Cuando llegaron al templo, entonces Yuna se percató de que en el interior de aquella construcción tan hermosa se había reunido un gran número de mujeres que estaban vestidas de forma elegante y sencilla. Muchas llevaban guirnaldas de flores en la cabeza. Algunas tenían el cabello suelto y libre, pero otras se lo habían recogido en peinados que parecían muy complicados de hacer. El color de casi todos los vestidos que Yuna vio era azul, pero otras estaban ataviadas con trajes negros que volvían muchísimo más mística su apariencia.
La mujer más anciana estaba situada junto a la estatua de la diosa Inelda y sostenía un gran arco hecho de un material que parecía ligero y muy brillante. La anciana depositó el arco en los pies de la Diosa y después se dirigió a todas las mujeres que la observaban con minuciosidad y cariño. Yuna se percató enseguida de que de los ojos de todas ellas se desprendía un infinito respeto hacia aquella mujer que parecía haber vivido tanto. Tenía los cabellos blancos como el amanecer y los ojos muy claritos, como si el cielo de la mañana se hubiese encerrado en su mirada. Estaba vestida con una túnica negra con bordados muy elaborados de flores y plantas.
      Bienvenidas, hijas de Inelda, hijas de la noche y de la madrugada, compañeras del viento y del agua, del fuego y la tierra. Estamos reunidas para dar inicio a este ritual de plenilunio a través del cual nos comunicaremos con nuestra Gran Creadora para solicitarle su atención, para agradecerle las bendiciones recibidas. Empecemos a cantar, hijas mías, todas al unísono, quedamente, para despertar nuestra esencia dormida, a la que esta noche tiene que alimentar con su majestuosidad.
Entonces todas las mujeres, incluida Ondina, comenzaron a entonar un canto muy tierno que a Yuna le hizo sentir escalofríos. Nunca había oído una canción tan dulce, tan profunda y mística. Le costaba entender las palabras que creaban los versos que aquellas mujeres le dedicaban a la Diosa, pero enseguida comprendió el significado que encerraban. Sin embargo, supo que no habían sido las palabras las que se lo habían revelado, sino la energía que aquellas chicas habían hecho nacer al cantar todas juntas. Aquella energía era mucho más antigua que las palabras, que cualquier sonido. Era la energía que había despertado al mundo, que había alumbrado las almas, que había inventado la vida.
Entonces, sin poder evitarlo, Yuna empezó a ver, tras sus párpados cerrados,  imágenes que ella no había creado, imágenes antiguas como el viento. No le costó percibir que poco a poco se alejaba de aquel lugar y de aquel momento. La canción que oía a su alrededor la envolvió como si de un manto ancestral se tratase, como si de repente aquellos sonidos se hubiesen convertido en unos brazos muy tiernos que la rodearon y la separaron de la tierra, del suelo que pisaban sus pies. Se sintió volar hacia el cielo de la noche. Captó el sutil brillo de las estrellas destelleando en torno suyo, notó que la luz de la luna le acariciaba la piel y supo que el matiz azul de la noche era su única realidad. Muy lejos habían quedado el mar, la tierra, los árboles, las plantas, las flores, los ríos.
Una fuerza muy dulce la arrastraba hacia el olvido. Impulsada por aquellas voces armónicas, volaba y volaba cada vez más rápido, pero no tenía miedo, no sentía inquietud, no se preguntaba a dónde iría, a dónde deseaban llevarla esas fuerzas antiguas.
Notó que alguien le rodeaba la cintura para mantenerla erguida. Entonces, de repente, abrió los ojos y aquellas imágenes que tan lejos de la realidad la habían llevado se desvanecieron, pero la sensación que se había desprendido de su apariencia todavía le llenaba el alma.
Quien sostenía su equilibrio era la mujer alta y castaña con la que se había encontrado por la tarde. La miraba satisfecha, pero también con un deje de inquietud ensombreciendo sus curiosos ojos expresivos y profundos. Quiso preguntarle qué le ocurría, pero sabía que no podía interrumpir el canto que ella seguía entonando con tanta entrega.
Miró a su alrededor, analizando sin preverlo el aspecto de las mujeres que se hallaban junto a ella, y le pareció que todas irradiaban un brillo muy especial e hipnótico. La mayoría tenía los ojos entornados, pero Yuna sabía que estaban irrevocablemente conectadas a ese momento y que podrían percibir cualquier cambio que se operase en aquel lugar, en aquel instante.
De pronto, los cantos cesaron y el silencio se acomodó entre ellas, en sus labios, en su alma. Yuna solamente podía oír la respiración de todas aquellas mujeres que habían creado un momento tan místico con sus dulces voces. Entonces habló Ondina, con majestuosidad y seguridad:
      Sentimos en nuestra alma el poder de la luna llena. Hay que fortalecer su magia, su ímpetu, para que la Diosa nos guíe en esta noche. Dediquémosle ahora el canto sin versos.
Yuna no pudo desprenderse de la sensación de bienestar que le había inundado el alma cuando se había percibido rodeada por la soledad azulada de la noche. Esta sensación resurgió con potencia por dentro de ella cuando todas las mujeres que la rodeaban comenzaron a entonar un canto ancestral que no tenía palabras, solamente sonidos que se mezclaban con el silencio y la suave voz del viento que seguía soplando allí afuera sin que nadie osase interrumpirlo. Las calles del poblado se habían cubierto de vacío y no quedaba ni un alma que respirase en aquel momento, pero Yuna no creyó que la vida la hubiese abandonado; al contrario, se sintió mucho más henchida de aliento que nunca.



2 comentarios:

Wensus dijo...

Por fin conocemos el nombre (aunque sea el que le ha puesto Yuna) de la mujer misteriosa. Ondina, me gusta ese nombre, de siempre. Parece una mujer muy sabia, con experiencia y dispuesta a ayudarla en todo lo que necesite. Ha tenido suerte de encontrarla. Ha dado con una comunidad muy religiosa, con costumbres muy marcadas y parece que todo lo que ha visto y descubierto le gusta, incluso esas mujeres que ha podido saludar. Todos parecen vivir en armonía, en paz. Por la experiencia que ha vivido, diría que una experiencia extra sensorial o algo así, creo que le gusta y simpatiza con ellas. Parece un buen lugar en el que empezar de cero, aunque deberá adaptarse a sus creencias y su forma de vivir. Me gusta el lugar, pero está todo envuelto en un aura de misterio muy extraño y no me termino de fiar al 100%. Es una entrada muy intensa y me la he leído en un momento. Quedan muchas incógnitas en el aire, como que es lo que le pasó a su familia, a su hermana, y si el incendio de su aldea fue un accidente o un ataque. ¡¡Está muy interesante!!

Uber Regé dijo...

Es un mundo tan curioso el que nos regalas... libros, casas de piedra, cultos ancestrales, naturaleza virgen... son cosas que en nuestra historia real por lo general no se podían dar a la vez y en el mismo lugar. Hasta ahora Yuna solamente ha encontrado mujeres, aunque el plural genérico "nosotros" que en algún momento se dice da a entender que seguramente en las casas del poblado viven hombres y mujeres. Por otro lado, la idea de los nombres particulares no es nueva del todo, pero resulta de lo más original, en realidad es menos rara de lo que parecería tal vez a primera vista, ya que es un reflejo de lo que pasa en realidad, pues la imagen que tenemos de cada persona es única y personal, de cualquier persona yo tengo una imagen que seguro que no corresponde al 100% con la que otros tienen de la misma persona, así que en cierto modo es como si yo le diera un nombre familiar para dirigirme a ella; eso sí, no sé cómo se las apañarán para entenderse en sociedad, tal vez tienen una especie de nombre público, genérico, pero distinto de su nombre real, que guarda cada uno para sí mismo, y de los nombres particulares que cada cual pone a los otros. Sí, un lío, pero también un sistema rico y posible. Yuna se encuentra inmersa en una sociedad indudablemente compleja, de algún modo emparentada con la suya propia, porque comparten la lengua, que es la base de cualquier civilización; aunque se ha producido el hermoso ceremonial del templo es evidente que el poblado está prácticamente vacío, por alguna razón quedó una especie de personal de guardia, y antes o después el resto de los habitantes tendrán que regresar. A todo esto, para el tiempo y no sabemos nada de la gente del poblado de Yuna, especialmente de su hermana, así que se va tensando esa parte del relato; espero que tal vez los habitantes del poblado a su regreso traigan alguna noticia. De momento hay que seguir las andanzas de Yuna y Ondina, poco a poco se van desvelando detalles y la historia se desvela... da mucho leerla, la verdad.