PRÓLOGO
Corría sin mirar
atrás. Una nube de humo la perseguía en todos sus sueños, pero aquello era la
vigilia. El cielo plomizo caía sobre ella, aplastándola y arrebatándole el
aliento. Intentaba llenarse los pulmones de aquel viento feroz que agitaba con
agresividad las ramas de los árboles. Estaba a punto de dejar atrás ese bosque
tupido y denso lleno de caminos escondidos. La tierra se extendía más allá de
las montañas y de los valles. Respiraba, pero se ahogaba en aquella prisa que
la apremiaba a alejarse. Aquello no era un sueño. Era la realidad.
Su hermana
estaba enferma y sólo aquella velocidad la salvaría. La rapidez era el antídoto
de aquella terrible debilidad que deshacía su vida. Sentía hervir los músculos
de sus piernas como si ella también tuviese fiebre, pero no la tenía. Ella
estaba sana. Le ardían los brazos y el vientre. Le ardía también el alma herida,
tan llena de tristeza y rabia; porque a ella los hechos desoladores le hacían
sentir rabia, muchísima rabia, y aquella rabia la impulsaba a correr más allá
de sus límites.
Se hallaba
pronta a perder el equilibrio entre estremecimientos de cansancio, pero no
quería detenerse. “Tienes que ir allá a las montañas y buscar entre los valles
esa planta que le podrá salvar la vida. La misnácsica únicamente crece en
ambientes húmedos que el sol apenas roza. Tienes que buscarla muy atentamente
porque su color verdoso-azulado se camufla entre rocas y piedras” le había
indicado aquella mujer sabia, con tantos años cumplidos ya, que la mirara con ese
interés violáceo en los ojos, que la había animado a viajar en busca de aquella
planta que más bien era un tesoro que curaría a su querida hermana, quien se
había enfermado hacía ya varios días y a quien ninguna medicina le había aliviado
su profundísima tristeza y debilidad.
Aquella planta
crecía muy lejos de su hogar, pero a ella no la asustaba la distancia. La asustaba
el tiempo. El tiempo jugaba en su contra. Era su rival. Los días, las tardes y
las noches eran minutos, si es que en aquel entonces se acordaba de contar los
minutos, y pasaban mucho más rápido que cualquier suspiro. Por eso corría y
corría intentando ignorar su cansancio, pero éste se aceleraba por dentro de
ella como si realmente fuese su corazón latiendo cada vez más desbocado y
desesperado.
“Tengo que
llegar, tengo que llegar” se repetía intentando animarse, pero el cansancio se
le estaba ya instalando en el alma y entonces notó que los ojos le pesaban como
si de súbito se hubiesen convertido en piedra. No pudo evitar caer arrodillada
al suelo. No tenía aire, no tenía aliento. Respiraba desesperada, tratando de alcanzar
una mota de oxígeno que pudiese proporcionarle el vigor que ya se le acababa.
El cielo caía sobre
ella, cada vez más plomizo. Iba a llover. “No, ahora no puede llover” pensó
atemorizada. “Si llueve, no podré correr y ahora no hay ningún lugar donde me
pueda proteger y no debo resguardarme. Tengo que seguir corriendo”.
Ya caían las
primeras gotas de lluvia, allá sobre las montañas. El agua brillaba bajo el
cielo muriente del atardecer. Las piedras que dificultaban su caminar se le
clavaban en las rodillas y pretendían agujerearle la ropa que llevaba. Se
levantó aún sintiéndose agotada. Tosió histérica hasta que consiguió recuperar
el aliento. Le ardían los pulmones, pero ella no estaba enferma. Quien estaba
enferma era su hermana. La vida de su hermana dependía de ella, estaba en sus
manos, en sus piernas, en su cuerpo y en su inteligencia.
No era la
primera vez que acudía al terreno de las áridas y agrestes montañas para buscar
una planta sanadora. Muchos habían sido los vecinos de su aldea que le habían
solicitado que los ayudase. Ella conocía muy bien los caminos, los valles, el
desierto de las piedras azules y las montañas, sobre todo las montañas, porque
con su padre había hecho siempre largas excursiones que duraban semanas para
conocer aquella tierra que la había visto nacer y bajo la cual tendría que
morar cuando su vida se acabase. La conocía tan bien como se conocía a sí
misma, aunque en esos momentos le parecía que se hallaba en un lugar inhóspito
que en nada se asemejaba a la tierra que tanto amaba y conocía; esa tierra que
quedaba lejos del mundo entero, de los demás continentes y de la existencia de
miradas inquisitorias.
“No puedo
rendirme” se animó y empezó a correr veloz, ignorando las piedras que
intentaban desvanecer su equilibrio. Corrió durante horas entonando para sí
misma las canciones que siempre habían formado parte de su vida, nombrando en
silencio los árboles que se encontraba a su paso, las flores que crecían
tímidamente bajo el cielo tormentoso y los animales que buscaban refugiarse de
la furiosa lluvia que estaba a punto de caer.
Merecieron la
pena el esfuerzo, el cansancio, las ganas de gritar de impotencia. Merecieron la
pena el silencio y la soledad. La misnácsica no se ocultó a sus ojos. Parecía esperarla.
Sus colores vivos y a la vez camuflados la llamaban desde la quietud de las
piedras. Se había agachado frente a ella y, acariciándola, mientras recitaba un
profundo y bello agradecimiento, procedió a llevarla consigo, para su hermana,
para la vida de una de las personas que más quería en el mundo. La misnácsica
pareció agradecerle que la separase de la tierra, pareció ser consciente de su
utilidad, porque, cuando la tuvo entre sus dedos, la planta abrió sus pétalos
como si le diese la bienvenida a su pequeño mundo, como si le diese las gracias
por haberla encontrado, por confiar en ella.
La vuelta ya no
jugaba en contra del tiempo, al contrario, el camino parecía encogerse para que
ella pudiese llegar cuanto antes a su aldea; ese pequeño rincón del mundo
oculto entre árboles milenarios, compuesto por calles antiguas, de piedras
demasiado pisadas ya, habitado por gentes humildes y sabias que amaban la
naturaleza y que tanto se apreciaban las unas a las otras. Era un pequeño mundo
dentro del Universo habitado por la paz, el respeto y la tolerancia y ella se
sentía muy orgullosa de pertenecer a esa tribu de historias sin fin. Volvía
orgullosa y emocionada. Sólo pensaba en su hermana, en lo importante que era
para ella, y aquel pensamiento fue el vigor que la impulsó a correr sin tregua
hasta dejar atrás, a lo lejos, las imponentes montañas.
2 comentarios:
Una sorprendente y bonita forma de empezar una historia. Engancha desde la primera palabra. No conoces a la protagonista ni a su hermana, pero esa urgencia y cansancio que vive lo sientes en tus propias carnes. Transmites todos esos sentimientos que la protagonista vive en esos momentos. Me imagino ese bosque profundo, con las nubes negras a punto de estallar, los animales buscando refugio y ella corriendo a toda velocidad, sorteando obstáculos. Cansada, agotadísima, pero sin intención de parar, pues su hermana la necesita. ¿Que le pasará a su hermana? ¿Podrá salvarla? ¡Está muy interesante!
El principio de esta historia me recuerda al de "Rayuela", que siempre me ha parecido genial: "¿encontraría a la maga?", porque te mete en la historia y a la vez te deja intrigado. Eso es lo que pasa con tu introducción, que en lugar de presentarte nada ni contarte nada, lo que hace es dejarte lleno de preguntas, ¿pero qué le pasa a la protagonista? ¿quién es? ¿dónde y cuándo pasa todo? ¿es real? Es imposible saberlo, así que nos estás diciendo que quien lo quiera saber ya sabe: a meterse dentro. Hoy comienzo la aventura, estoy seguro que me llevarás a sitios maravillosos.
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