EN LAS MANOS DEL DESTINO - 13. LA HIRVIENTE
SANGRE DE LA TIERRA
Cuando atardecía en la región
del verano, el cielo se cubría de esperanza, de la tierra emanaba un frescor
que derretía la inquebrantable tibieza que se escondía entre los granitos de
arena y la luna emergía de los deslumbrantes destellos del día, orgullosa de
ser tan brillante, hermosa y pálida. La noche encendía pausadamente las
estrellas y todo se quedaba en silencio, como si nunca hubiese susurrado ninguna
vida en aquella árida naturaleza.
Habíamos dejado el desierto
atrás, entre sombras encandiladoras que hacían arder la arena, entre suspiros
de desesperación y sed. Ante nosotros, se extendía aquella gran sierra de
montañas hirvientes, entre las cuales se escondían valles intransitables donde
el calor hacía de la naturaleza una constante hoguera. Veíamos que, de la
tierra que cubría aquellos valles, subía un humo que desdibujaba la forma de
las montañas y se mezclaba con los incandescentes matices del firmamento.
Intentaba no sentir miedo; pero,
a medida que nos acercábamos a esas montañas, notaba que, por dentro de mí,
crecía sin límite una inquietud que me asfixiaba. No le confesé a nadie que
estaba asustada porque deseaba que hallasen en mí las fuerzas que necesitaban
para caminar; pero llegó un momento en el que creí que sería imposible ocultar
mis sentimientos. Percibía que mis ojos irradiaban un desconsuelo que
ensombrecía mi mirada y que cada vez caminaba más lentamente. Brisita, Scarlya,
Eros y Rauth andaban también pareciendo que arrastraban su alma. Estaban
agotados y tenían la sensación de que llevábamos caminando durante siglos; sin
embargo, no perdían el fulgor de sus ojos ni la dulzura de sus movimientos. Me
sonreían cuando me captaban tan apagada y extenuada, mas ya apenas podía
encontrar serenidad en ellos.
La noche había caído sobre aquellas
montañas y el humo que emanaba de sus entrañas refulgía en el oscuro firmamento
como neblinas doradas. Nos sentamos entre grandes rocas para descansar. El
suelo era duro, no había crecido entre sus piedras ni el tallo más sutil y
delicado de hierba y el ambiente que nos rodeaba era frío e incómodo. Yo no
estaba preparada para soportar ese frío precedido por días asfixiantes. Mi
cuerpo y mi alma estaban habituados al constante e ininterrumpido aliento del
invierno. El helor que desprendía el viento que soplaba allí, en aquellas
tierras tan vacías y solitarias, no era verdadero. Se trataba de una frialdad
que intentaba luchar contra el calor del día.
-
Tengo frío, Sinéad —se quejó Brisita acurrucándose entre mis brazos.
-
Yo también.
-
¿No se supone que los niedelfs no tienen frío? —me preguntó Rauth
extrañado.
-
No estamos acostumbrados a este tipo de frío. No estamos hechos para
soportar el helor de las noches de verano —le contesté con paciencia.
-
Vaya —se lamentó Scarlya—. ¿Por qué no hay vida en estos lares? ¿Por
qué está todo tan desierto? Ni siquiera nos hemos encontrado con un estidelf.
-
Es cierto. No hay nada —corroboró Eros mirando las estrellas—,
solamente la luna y esos lejanos y apáticos astros. Ni siquiera las estrellas
brillan igual aquí. No sé para qué los estidelfs quieren expandir el verano por
toda Lainaya si no hay vida.
-
Los estidelfs son hadas muy bonitas —nos explicó Rauth con paciencia—.
No todos los estidelfs quieren extender el verano acabando así con el otoño y
el invierno. Hay quienes ni tan sólo saben que algunos miembros de su especie
quieren hacer eso.
-
Me gustaría conocer a algún estidelf —nos confesó Scarlya anhelosa—.
Siento mucha curiosidad por ellos.
-
Seguro que dentro de poco conoceremos a alguno o al menos lo veremos
en la distancia. Es posible que hayan estado a nuestro lado durante algunos
momentos de nuestro viaje, pero su presencia brillante se confunde con la luz y
el calor del día. Es difícil percibirlos —adujo Rauth.
-
Sería adecuado que nos encontrásemos con alguna de esas hadas, pues
está acabándosenos la comida y el agua —indiqué tristemente.
-
Los estidelfs no nos solucionarán los problemas alimenticios —se rió
Rauth con inocencia.
-
Vaya... pero es que ni siquiera hemos visto un árbol con frutos... Qué
tierras más áridas y vacías... No me gustan.
-
Es comprensible. Vienes del invierno. A los estidelfs tampoco les
gusta la región de la nieve ni la del otoño —seguía riéndose Rauth.
-
Lo que deberíamos hacer es callarnos ya y dormir —opuso Eros con
cariño—. Estamos agotados.
Durante días caminamos entre
aquellas rocas ardientes, bajo un cielo que el humo de la tierra cubría. Nos
acercábamos cada vez más a aquellas incandescentes montañas donde moraba todo
el calor del verano. Conforme nos aproximábamos a aquellas montañas tan altas y
escalofriantes, la inquietud que había nacido por dentro de mí se acrecía,
alimentándose de mi cansancio y mi temor.
-
¿Cuánto tiempo llevamos caminando? Estamos a punto de quedarnos sin
provisiones y apenas nos queda agua —le susurré a Eros en el oído mientras me
aferraba a su brazo.
-
Ni idea, Shiny. Tal vez llevemos caminando dos semanas, pero es que no
sé contar el tiempo en estas tierras. Es como si no existiese...
Justo entonces, en aquel
atardecer silencioso y brillante, mientras Eros me dedicaba aquellas palabras
llenas de confusión, las piedras tiritaron suavemente bajo nuestros pies.
Aquellos temblores se mezclaron con un lejano rugido que parecía emanar de las
entrañas de la tierra. Aquellos remotos y a la vez ensordecedores sonidos se
intensificaron, volviéndose más fuertes, a medida que nos acercábamos a
aquellas imponentes montañas, entre las cuales deseábamos pasar para dejar
atrás aquellas planicies tan solitarias.
-
¿Qué ha sido eso? —pregunté estremecida.
-
Por estos lares es frecuente oír esos rugidos de la tierra —explicó
Rauth con tranquilidad.
-
¿Son preocupantes o peligrosos? —quiso saber Scarlya.
-
Si se vuelven ensordecedores y la tierra comienza a temblar con
brutalidad, sí —respondió Brisita con calma, aunque sus ojos destilaban miedo.
-
Esperemos que eso no ocurra —deseó Eros.
Mas cada vez nos costaba más
caminar. Los sutiles temblores que agitaban las piedras devenían cada vez más
estridentes y duraderos. De repente, el suelo se sacudió, como si quisiese
desprenderse de las rocas que lo cubrían, y nuestro alrededor se llenó de
polvo. Aquellos estremecedores sonidos que provenían de lo más profundo de la
tierra se convirtieron en un murmullo constante que apenas nos permitía oír
nuestra respiración. Queríamos hablar, protestar o preguntar algo, pero no
podíamos, pues sabíamos que nuestra voz no sonaría en medio de tanto estruendo.
-
Shiny... —susurró Eros con miedo.
-
No tengas miedo, amor mío. No nos ocurrirá nada malo si permanecemos
juntos —le aseguré presionándole la mano con cariño.
-
Brisita, estos sonidos y estos temblores ya no son normales, ¿verdad?
—inquirió Scarlya.
-
No, no lo son —respondió ella casi inaudiblemente.
Nos costaba oír las palabras que
nos dirigíamos, pues aquel sonido estruendoso se había apoderado
irrevocablemente del silencio. La tierra seguía estremeciéndose y las piedras
rodaban desorientadas entre las grandes rocas. El humo que emanaba de los
valles se convertía en ráfagas de fuego que nos ocultaban el color del cielo y
que brillaban en el atardecer como si el sol hubiese caído sobre aquellos
rincones.
-
¿Qué debemos hacer? —pregunté intentando sobreponer mi voz a la de
aquellos destructivos sonidos.
-
¡Nada, seguir caminando! —contestó Rauth con fuerza y ánimo.
-
¿Cómo pretendes que sigamos avanzando hacia las montañas? ¡Es peligroso,
Rauth! ¡Debemos regresar! —lo contradijo Brisita impaciente y nerviosa.
-
¡Por supuesto que no! ¡En alguna de estas montañas habrá una cueva
donde podamos protegernos! ¡Si volvemos al desierto, es posible que...!
Una fuerte explosión interrumpió
las palabras de Rauth. Nuestra reacción fue empezar a correr a través de
aquellas neblinas ardientes, sobre aquellos temblores que agitaban la tierra
con brutalidad y desafío, hacia algún lugar que ni siquiera podíamos
imaginarnos. Eros me presionaba la mano cada vez con más fuerza, embargado por
completo por el miedo más atroz y devastador. Corríamos y corríamos,
tropezándonos con las piedras que aquellos temblores tan agresivos expulsaban
de su hogar, entre rocas que tiritaban hasta perder el equilibrio, bajo un
cielo cubierto totalmente por un humo deslumbrante que nos impedía vislumbrar
nuestro alrededor.
-
¡Sinéad, por favor, tómame de la mano! —me suplicó Scarlya
aterrorizada.
-
¡Corred más deprisa! —nos exigió Rauth desesperado.
-
No puedo, no puedo —se quejó Scarlya—. ¡Tengo miedo, Sinéad! Por
favor... cógeme de la mano... ¿Dónde estáis?
La voz de Scarlya sonaba lejana,
silenciada por aquel estruendo que se escapaba de las entrañas de la tierra,
escondida entre las columnas de humo que emergían de los valles. De repente,
cuando traté de buscarla con la mirada, la montaña que teníamos a nuestra
siniestra pareció explotar. Noté que sus más hondas profundidades expulsaban
una feroz, incalculable y devastadora cantidad de fuego que derritió el aire,
que nos impidió seguir respirando.
-
¡Ay, Sinéad! ¡Sinéad! ¡Eros!
-
¡Scarlya! —la apelé con desesperación, descontrolada por el miedo.
-
¡Mami, es una erupción! —me comunicó Brisita a gritos—. ¡Sinéad!
-
¡Estoy aquí, Brisita! —le dije casi sin poder hablar. El humo me
asfixiaba.
-
No puedo respirar, Sinéad —protestó Scarlya empezando a toser.
-
La lava desciende hasta aquí. ¡Tenemos que darnos prisa en huir!
¡Corred todo lo que podáis! —nos ordenó Rauth con una desesperación
estremecedora. Nunca lo había oído hablar así.
-
No quiero vivir esto —se lamentó Eros con mucha pena.
-
No temas por nada, vida mía. Jamás te soltaré, aunque mi vida esté en
peligro.
-
¡Huid! ¡No te preocupes ni por Scarlya ni por Brisita, Sinéad! ¡Yo
cuidaré de ellas! —me aseguró Rauth.
Justo entonces noté que el suelo
se convertía en las brasas de un incandescente e indisipable incendio. Mi
reacción fue seguir corriendo, aunque de las piedras emanase un calor que
estaba derritiendo la madera y la tela de mis zapatos. Presionaba la mano de
Eros como si así pudiese evadirme de ese instante; el instante más delirante y
horrible que vivía desde hacía muchísimo tiempo. Ambos corrimos apenas sin
poder mantener nuestro equilibrio, casi sin poder respirar, incapaces de
atisbar la sombra del camino más sutil. El humo, el calor, el asfixiante
aliento que emanaba de las montañas y de la tierra nos oprimía el pecho y de
nuestros ojos ya brotaban lágrimas que se mezclaban con la ceniza que llovía
incesantemente del cielo.
-
No puedo más, Shiny —se quejó Eros tosiendo—. Shiny...
-
No te detengas, amor mío —le pedí intentando ser valiente, pero el
miedo estaba apoderándose cada vez más de mis sentimientos—. Saldremos de esta,
te lo prometo, vida mía.
-
No puedo respirar. Me ahogo, Shiny, me ahogo —me decía con una voz
entrecortada.
-
No hables. Trata de serenarte y de respirar. Ven... ven conmigo —le
pedí mientras lo abrazaba—. Sentémonos entre estas rocas para recuperar el
aliento.
-
Tengo mucho miedo —lloró Eros desconsoladamente—. Lo siento, lo
siento. Soy un cobarde, Shiny, soy un cobarde...
-
No eres ningún cobarde, amor mío. Eres valiente. Si no lo fueses, no
estaríamos aquí, juntos... Por favor, intenta desprenderte del miedo. Te
prometo que no permitiré que te suceda nada malo. Daré la vida por ti si es
necesario, Eros...
-
Jamás des la vida por mí. Yo no merezco la pena tanto como tú. Mi vida
no es más valiosa que la tuya. Nunca lo creas, por favor. Yo siempre he sido
insignificante...
-
Pero ¿por qué dices eso ahora?
-
Porque tú siempre has sido mágica...
-
Eros, cálmate, vida mía. Todo irá bien, te lo aseguro —lo consolaba
mientras lo abrazaba, aunque lo cierto es que yo no creía en absoluto en mis
palabras.
A nuestro alrededor no dejaban
de caer rocas incendiadas. El brillo y el calor de la lava cada vez estaban más
cerca y la tierra no dejaba de temblar. Por debajo de nosotros, en las entrañas
de aquellos lares, rugía sin cesar todo ese fuego que deseaba huir de la
oscuridad para quemar el mundo.
-
Debemos proseguir, Eros. Tenemos que escondernos en algún recodo que
pueda protegernos. Estoy segura de que el fuego no llegará a todas partes.
-
No me siento capaz de continuar, Sinéad. Me ahogo —protestó
hiperventilando.
-
Yo tampoco me encuentro bien, Eros. Estoy agotada y siento que me
derrito... pero no quiero que tu vida peligre por culpa mía.
-
Eres un ángel.
-
Vayamos, aunque no podamos respirar. Sé que cerca de aquí debe de
haber alguna cueva...
Entonces, aunque nos faltasen el
aliento y las fuerzas, ambos nos alzamos del suelo y comenzamos a caminar casi
lánguidamente, temiendo que alguna de aquellas ardientes rocas cayese sobre
nosotros y nos aplastase inesperadamente. Eros no dejaba de presionarme la mano
mientras intentaba recuperar la cadencia de su respiración. Apenas veíamos lo
que nos rodeaba. Todo estaba lleno de fuego, el calor hacía que nuestros ojos
no cesasen de lagrimear y la oscuridad del anochecer se había convertido en
neblinas incandescentes que nos deslumbraban. No se percibía ni el más sutil
rescoldo de esa árida naturaleza por la que habíamos vagado durante tanto
tiempo.
-
No encontraremos nada —se quejó Eros con pesimismo y tristeza.
-
No pienses eso, por favor.
-
Creo que estamos descendiendo por uno de esos valles ardientes, Shiny,
donde he visto que se acumulaba lava y fuego. No podemos seguir, amor mío.
-
No puede ser —susurré desencantada y asustada.
De repente, una gran roca cayó
tras de nosotros, agrietando la tierra, de la que manó un humo casi tangible
que nos envolvió y nos arrebató definitivamente la respiración. Noté que la
lava descendía vertiginosamente por la ladera de aquel volcán despertado por el
fuego y que el calor se volvía insoportable. Mi piel empezó a derretirse.
Advertí que perdía la consistencia de mis dedos, que Eros ya no sostenía mi
mano, sino el espejismo de lo que había sido. Asustado, intentó buscarme en
aquellas deslumbrantes sombras y encontró mi cuerpo ardiendo.
-
Shiny, dios mío, Shiny, Shiny —exclamó palpando
mis hombros, mis brazos y mi rostro.
-
Eros, me muero.
-
Bebe de la infusión —me ordenó buscando aquel
tarrito que pendía de mi pecho.
-
No... el agua se habrá evaporado —declaré sin
aliento. Noté que perdía el equilibrio y caía entre los brazos de Eros.
-
No, no, Shiny, no te rindas, por favor, amor
mío. Dios mío, si estás... ay, Shiny...
-
Eros, te quiero, te quiero muchísimo... Nunca lo
olvides, por favor —le pedí sintiendo que el poco aire que se albergaba en mi
cuerpo se escapaba de mis labios.
-
Shiny... estás desapareciendo, Shiny —protestó
llorando asustado—. ¡Por favor, que alguien me ayude! —gritó desconsolado.
-
Quizá deba morir aquí —divagué empezando a
perder la consciencia, con una voz apenas audible.
-
No es verdad. Tú no puedes morir, no... Tu
destino no está enlazado a la muerte, Shiny —me contradijo intentando tomarme
en brazos.
Mas ya casi no
oía sus palabras. Una fuerza indómita y ardiente estaba apoderándose de mí,
derritiendo mi piel, arrebatándome la consciencia y la capacidad de respirar.
El poco aire que conseguía hacer llegar a mis pulmones parecía ser lava,
solamente lava, y me quemaba las entrañas como si en verdad estuviese ingiriendo
la hirviente sangre de la tierra.
-
¿Qué hace una niedelf en la región del verano?
Fueron las
primeras palabras que oí en medio de mi ardiente dormir. Sonaron con fuerza,
decepción e ira. La voz que las había pronunciado destilaba disgusto y pánico.
Noté que unas manos templadas me retiraban algo de los ojos y me sumergían en
un agua helada que empezó a devolverme las fuerzas, la consciencia, la vida.
Intenté abrir los ojos, pero no pude, puesto que mis párpados me pesaban como
si estuviesen hechos de hierro.
-
Shiny, Shiny, Shiny —me apelaba una voz llena de
amor, preocupación y culpabilidad.
-
Eros...
-
Te pondrás bien, mi Shiny.
Sí, era
cierto: ya estaba recuperando mi aliento. Podía respirar cada vez más
serenamente y el aire que se introducía en mi cuerpo ya no estaba ardiendo. El
agua en la que estaba sumergida regeneraba mi piel y notaba que todo mi cuerpo
recobraba la frialdad que lo había caracterizado siempre.
-
Necesita beber mucha agua. Está deshidratada —le
dijo a Eros la misma voz de antes, la que esta vez sonó más calmada—. Sinéad,
bebe de esta agua, por favor —me pidió colocándome un recipiente en los labios.
Obedecí sin
oponerme. Empecé a ingerir aquella agua con desesperación y placer, notando
cómo todo mi interior se regeneraba. Ya podía abrir los ojos, pero disfruté un
instante más de aquella oscuridad que me protegía. Cuando ya me sentí más
fuerte, abrí los ojos y miré curiosa a mi alrededor. Apenas podía recordar lo
que me había sucedido, pero experimenté una alegría infinita cuando vi a Eros a
mi lado, sosteniendo mi mano; la que había recuperado enteramente su mágica y
brillante forma.
-
Hola, Eros, amor mío —lo saludé con muchísima
felicidad y cariño, dedicándole una hermosa y brillante sonrisa; la que
dulcifiqué cuando me di cuenta de que Eros estaba llorando tímidamente,
ocultando sus lágrimas tras la mano que le quedaba libre—. Estoy bien, vida
mía.
-
Mi Shiny... pensaba que te perdía, mi Shiny
—suspiró abrazándome dulcemente, sin importarle que estuviese totalmente
mojada.
-
Quiero vestirme... —musité vergonzosa,
perdiéndome en su inmenso y amoroso abrazo.
-
Tus ropas han quedado totalmente destruidas,
Sinéad. El fuego y el calor las han derretido.
-
Mi abriguito, mi vestido... —susurré con pena.
-
No te preocupes. Para vagar por estas tierras,
no los necesitas. Nosotros te proporcionaremos ropa limpia, nueva y adecuada y
además te daremos algunas prendas de abrigo —me comunicó la misma voz que me
había instado a beber agua.
-
Gracias por salvarme la vida —dije con timidez.
No me atrevía a mirar a aquel ser que me hablaba. Por su forma de expresarse y
el tono de su voz, deduje que se trataba de alguien masculino, lo cual me hizo
sentir muchísimo más avergonzada.
-
Toma. Sécate y vístete —me ordenó con un extraño
ápice de frialdad tiñendo su voz.
Obedecí sin
decir nada, en silencio, y sin mirar a ninguna parte. Cuando me hube secado y vestido,
me senté en el suelo, junto a Eros, en una mullida alfombra del color brillante
del atardecer más azulado. El ser que me había proporcionado aquel vestido
blanco y unas sandalias hechas de una tela que nunca había visto volvió a
dirigirse a mí, esta vez con una voz más calmada.
-
Eres Sinéad, una niedelf. Los niedelfs tenéis
rotundamente prohibido adentraros en la región del verano. Estas tierras no
están hechas para vosotros.
-
Ya os he explicado por qué estamos aquí —adujo
Eros con respeto.
-
Lo siento. Yo...
-
No temas, Sinéad. No te haremos nada. Sin
embargo, tienes que regresar a tu hogar cuanto antes. Aquí no puedes quedarte.
Los estidelfs no aceptamos niedelfs en nuestras tierras.
Entonces sí me
sentí capaz de mirar al ser que me hablaba de ese modo tan extraño, pues quería
comprobar si las palabras que estaba dirigiéndome provenían de su alma o
estaban incitadas por las inquebrantables normas que regían sus tierras. Cuando
hundí los ojos en la apariencia del primer estidelf que veía en mi vida, me
quedé tiernamente sorprendida. Jamás me había figurado que los estidelfs fuesen
así.
El estidelf
que tenía enfrente de mí era alto, fornido y de apariencia invencible, como los
días veraniegos. Sus brazos y sus piernas destilaban fortaleza y protección,
sus ojos inmensamente azules eran grandes y alargados y estaban velados por
unas pestañas doradas y resplandecientes. Sus cabellos también eran del mismo
color que sus pestañas. Eran encandiladores y áureos como el trigo y caían espesos
por sus orejas hasta posarse efímeramente en sus hombros. Su rostro era muy
expresivo. Cuando intentaba sonreír, se le formaban unos curiosos hoyuelos en
las mejillas y entornaba los ojos con ironía y grandeza. Miraba a su alrededor
y a todos los que formábamos su momento como si fuésemos insignificantes; no
obstante, sus ojos también destilaban compasión, como si creyese que éramos
mucho más débiles que él... y en realidad creí que eso era así. Vestía una
preciosa y colorida túnica de lana que dejaba al descubierto sus brazos y sus
hombros y calzaba unas sandalias parecidas a las mías, aunque las suyas eran
más robustas.
-
Me llamo Aimund —se presentó agachándose
enfrente de mí y tendiéndome su mano, la que era grande y poderosa. Incluso,
situándose a mi altura, yo era mucho más bajita que él—. Lo siento, Sinéad. No
puedo acogerte en mi hogar. Tienes que irte.
-
Shiny no puede irse. Estamos haciendo un viaje
para encontrar a la reina de Lainaya.
-
No es necesario que ella esté. Sabemos de la
existencia de Brisita y de todos los que os acompañan, quienes están en
peligro; pero no os preocupéis. He enviado a más estidelfs para que los
busquen. Somos inmunes al fuego y a las erupciones de nuestros volcanes, por
eso los encontrarán pronto. Podemos ver a través del humo y respirar el
incandescente aliento del calor. No temáis.
-
Yo no puedo irme. Tengo que llegar hasta el
final del viaje con ellos. Después, ya no podré regresar a Lainaya —dije
nerviosa, sin controlar mis palabras.
-
¿No eres una habitante de Lainaya? —me cuestionó
Aimund con extrañeza.
-
No... pero adoro estos lares y, antes de ser
niedelf, fui heidelf —le expliqué con miedo. Aimund me intimidaba
profundamente.
-
No importa. Igualmente tienes que irte, Sinéad
—me instó alzándose del suelo.
-
No quiero irme hasta que Brisita, Scarlya y
Rauth vuelvan —indiqué con pena.
-
No puedes salir de aquí. Los próximos caminos
que tendréis que recorrer están llenos de lava, de fuego, de calor, y tú no lo
soportarás...
-
Pero yo tengo unas hierbas que...
-
Esas hierbas se han quemado, Sinéad —me reveló
Aimund empezando a perder la paciencia.
-
No quiero dejarlos solos —lloré delicadamente.
-
Ya has visto para qué ha servido tu presencia:
para entorpecer su camino.
-
Pero... pero si ellos no están —protesté
llorando más hondamente sin poder evitarlo.
-
No temas, Shiny, alguno de estos estidelfs será
tan amable de acompañarte a la tierra del invierno y allí nos esperarás, junto
a Zelm —me consoló Eros con mucho amor, pero yo detecté otras intenciones en su
voz.
-
No la acompañará ningún estidelf a la tierra del
invierno —lo contradijo Aimund con determinación—. Los estidelfs no viajan a
esas inhóspitas y desiertas tierras. Lo siento.
-
Shiny no se irá sola de aquí —aseveró Eros
también con decisión.
-
¡Pero tampoco puede quedarse! ¡No aceptamos a un
estidelf en nuestras tierras! —exigió Aimund con una voz potente.
-
¿Por qué? —pregunté dolida.
-
Porque no aceptamos el frío ni la oscuridad en
nuestra mágica y luminosa tierra.
-
Tú serás uno de esos estidelfs que quiere
invadir con el poder de su verano el territorio del invierno... —divagué
tristemente.
-
El invierno no sirve para nada. No da vida, sino
que la destruye; detiene el tiempo en lugar de permitir que avance y surjan
nuevas vidas; es oscuro y frío, no hay consuelo en el invierno... —declaró
despreciativamente.
-
El verano también es destructivo. Derrite la
nieve que puede quedar en las cumbres de las montañas, vuelve asfixiantes los
días e incluso mata a las flores —me defendí sobrecogida.
-
¿Qué sucede, Aimund? —intervino una nueva voz,
mucho más suave que la del estidelf que me había salvado la vida—. Oh, ya has
despertado, Sinéad —susurró con amabilidad y complacencia.
-
Es mi amada —nos desveló Aimund entornando los
ojos. Noté que toda esa valentía que lo había impulsado a despreciar el
invierno huía de sus ojos convertida en ternura.
-
Me llamo Galeia —se presentó inclinando la
cabeza—. Encantada de conocerte, Sinéad. Hace mucho tiempo que no veo a una niedelf.
-
Pero debe irse, ¿verdad, Galeia?
-
No es necesario que se marche. Podemos disfrutar
de sus diferencias... No seas tan intransigente, Aimund —le pidió sonriéndole
con paciencia y hablando con mucha ternura.
Galeia era un
encanto. Sus brillantes y grisáceos cabellos desvelaban la larga vida que se
posaba en sus hombros y su ovalado rostro estaba surcado por unas pequeñas
arrugas casi imperceptibles. Sus ojos eran también grandes y alargados y se
había refugiado en ellos el matiz azulado del día más nítido y caluroso.
Sonreía con muchísima amabilidad mientras tomaba las manos de Aimund y se las
acariciaba con respeto. Aimund agachó la cabeza, casi sumiso y avergonzado, y
sonrió también con ternura.
-
Gracias, Galeia. Sois muy amable —dije
emocionada.
-
¿Ya has comido? Necesitáis recobrar todas vuestras
fuerzas para poder proseguir con vuestro viaje —adujo—. Seguidme. Os llevaré al
salón. Dentro de poco llegarán los demás estidelfs con vuestros seres queridos.
No os preocupéis. Estarán a salvo —nos sonreía de una forma entrañable e
inocente.
La voz de Galeia
sonaba levemente trémula, confesándonos que ya había pronunciado demasiadas palabras.
Entonces entendí por qué la voz de los seres que ya han vivido muchos años se
vuelve temblorosa al llegar a la vejez... Sin embargo, aunque anhelase
halagarla y comunicarle lo agradecida que me sentía con ella, no me atrevía a
decir nada. Eros y yo nos alzamos del suelo y la seguimos a través de pasadizos
brillantes llenos de puertas relucientes, las cuales supuse que conducían a
estancias de ensueño, hasta acabar en un rincón amplio y acogedor con grandes
ventanales. La magnífica luz del atardecer se colaba por aquellas ventanas sin
cristales y la brisa del verano mecía las flores que adornaban los alféizares.
Olía a frutos maduros, a frescor y a sequedad. Notaba que la garganta se me
había quedado áspera y que la sed protestaba por dentro de mí, pero no pedí
nada hasta que Galeia me acomodó en una silla acolchada y confortable.
-
Puedes beber lo que quieras: agua fresca de las fuentes,
zumo de zanahoria, zumo de sandía o de melón...
-
Muchísimas gracias, Galeia —dije sonriéndole con
mucho respeto.
-
Alguno de nuestros hijos os acompañará a través
de los bosques incendiados hasta la morada de Lumia. Eros ya me ha explicado
que estáis buscando la reina de Lainaya porque vuestra hija está destinada a...
-
No es hija mía —la corrigió Eros con paciencia y
vergüenza—; pero la quiero como si lo fuese.
-
Es cierto, qué olvidadiza soy —se rió Galeia
encantadoramente.
-
Comed todo lo que deseéis y después os acompañaremos
a una alcoba donde podréis descansar —nos ofreció Aimund con condescendencia.
-
Gracias —contestamos Eros y yo al mismo tiempo.
Aquélla fue la
cena más copiosa y rica que ingería en muchísimo tiempo. Todo estaba delicioso:
las frutas, las verduras y los zumos que Galeia y Aimund nos ofrecieron entre
sonrisas de complicidad y amabilidad. Cuando terminamos de comer, nos
acompañaron a una alcoba cubierta de alfombras mullidas, en cuyo centro había
una cama hecha de algodón, plumas brillantes y algunas hojas que, uniéndose, formaban
el lecho más cómodo de la vida.
-
¿Cómo te has encontrado con ellos? —le pregunté
a Eros con curiosidad cuando ya nos hallamos solos, uno en los brazos del otro.
-
Estabas a punto de desaparecer cuando, de
repente, entre el humo y el fuego que descendía de las montañas, apareció
Aimund rodeado de más estidelfs. Al principio pensaba que se trataba solamente
de un espejismo; pero, cuando estuvieron delante de mí y te arrancaron de mis
brazos, me convencí de que eran reales. Entonces otro estidelf me tomó en
brazos y empezó a correr velozmente. No se detuvo hasta que llegamos a esta
gran morada, donde Galeia salió a recibirnos. Cuando vio que Aimund sostenía a
una niedelf moribunda, te cogió en brazos y te llevó corriendo al cuarto de baño
donde te has despertado.
-
¿Entonces no ha sido Aimund quien me ha
desnudado? —le pregunté intimidada y con mucha vergüenza.
-
No, no —se rió cariñosamente acariciándome la
espalda—. No te preocupes por nada. Aimund solamente tiene ojitos para Galeia,
igual que yo sólo tengo ojitos y manitos para ti, para mirarte con amor y
acariciarte lo más dulcemente posible —me susurró muy tiernamente mientras
deslizaba sus dedos por mi ya recuperada
piel.
-
¡Eros! —me reí gozosa acomodándome más entre sus
brazos.
-
Quiero amarte, Sinéad...
-
¿Aquí? Pero...
Mas no pude
oponerme a su pasión, a su amor... Necesitaba sentirme entre sus brazos, irrevocablemente
suya, para notar que la vida había regresado plenamente a mí. La noche se fue
entre caricias, besos y abrazos íntimos y apasionados. Cuando estaba a punto de
alborear, nos dormimos uno entre los brazos del otro, respirando cada vez más serenamente,
felices, tranquilos, confiando en que todo saldría bien y que ninguna
dificultad se opondría a que realizásemos nuestros propósitos.
Nos despertó
el canto de los ruiseñores, de las tórtolas, de los gorriones y del viento, el
que mecía suavemente unas ramas llenas de hojas y frutos suculentos. Abrí los
ojos acariciada por la luz del día, sintiéndome templada y protegida entre los
brazos de mi amado. Eros ya estaba despierto y me miraba con tanto amor que
creí que aquel sentimiento solamente podía emanar de sus enamorados ojitos.
-
Buenos días, mi Shiny. ¿Cómo has dormido, vida
mía? —me preguntó acariciándome muy delicada y efímeramente las mejillas, como
si quisiese retirar de mí el sueño que todavía se posaba en mis párpados. Sentí
ganas de llorar de ternura cuando detecté tanto primor y suavidad en sus
dedos—. Qué dulce y hermoso es verte dormir.
-
Hacía tiempo que no dormía tan bien —le contesté
satisfecha y emocionada, cerrando los ojos.
-
¿Por qué lloras, mi Shiny? —quiso saber con
mucha ternura y paciencia. Dejó detenidos sus dedos en mis mejillas para
resguardar mis lágrimas.
-
Porque este momento me parece un sueño, amor
mío. Creí que... que ya no teníamos derecho a sentir tanta calma y tanto
amor...
-
Siempre lo sentirás si estás a mi lado, vida
mía.
-
Siempre lo estaré... Te amo, Eros.
-
Y yo a ti, mi dulce y amada Shiny.
-
Extraño nuestro hogar, nuestra alcoba...
-
Y a Orianita, ¿verdad? A tu amada arpa.
-
Sí... Me parece que hace una eternidad que no
taño sus cuerdas...
-
Lo harás dentro de muy poco, ya verás.
-
Deseo que sea junto a todos... incluso
Brisita... pero sé que ella no estará —lloré tiernamente apoyándome en el pecho
de Eros para sentirme protegida.
-
Lo sé... Ay, Shiny... Será duro separarnos de
ella.
-
No quiero... La añoraré tanto...
-
Yo también; pero estoy seguro de que podrá
visitarnos en más de una ocasión.
-
La Diosa lo quiera... La quiero tantísimo,
Eros...
-
Yo también.
-
¿Estarán ya aquí? —le cuestioné con miedo.
-
Creo que sí. Ven, vayamos afuera.
Tras
vestirnos, salimos de aquella mágica alcoba donde habíamos recuperado la calma
y la seguridad del amor. Nos dirigimos hacia el salón donde la noche anterior
habíamos cenado y nos encontramos a un estidelf que no conocíamos. Nos miró con
sorpresa; pero, cuando se dio cuenta de quiénes éramos, nos sonrió con
amabilidad mientras se levantaba de la silla donde estaba sentado y se encaminó
hacia nosotros con un trozo de sandía rojiza en sus manos.
-
Buenos días, Sinéad. Buenos días, Eros. Sinéad,
tú no me conoces. Soy Aliad —me confesó agachando la cabeza—. Ante una niedelf
siempre debemos mostrarnos respetuosos.
-
Gracias...
-
Yo salvé a Eros.
-
Muchísimas gracias —le dije emocionada.
-
Soy hijo de Galeia y Aimund. Tengo veintinueve
hermanos —se rió casi escandalizado. Sus dientes eran perfectos, blancos y
rectos—. Es imposible que podáis conocer a todos los estidelfs que vivimos en
esta casa.
-
¡Cuántos! —me reí con él. Enseguida me percaté
de que era un estidelf muy divertido.
-
Qué graciosos sois los heidelfs, con esas
orejitas en la cabeza. ¿Y dónde están vuestras alitas?
-
Las tengo escondidas bajo mi ropa —le contestó
Eros con vergüenza.
-
A mí también me gustaría tener orejitas, pero
sin embargo tengo estas antenas tan delicadas.
Hasta entonces
no me había apercibido de que los estidelfs tenían unas finísimas y relucientes antenas
que emergían de entre sus dorados y espesos cabellos. Eran pequeñas y, en su
fin, tenían unas diminutas bolitas brillantes que cambiaban de color de forma
inesperada, pero lenta.
-
¿Por qué os cambian de color...? No sé cómo se
llama eso... —dije tímidamente mientras señalaba aquellas curiosas bolitas.
-
Son nuestros laiuts. No tiene traducción en vuestro
idioma. En la lengua de los estidelfs significa voz de los sentimientos. La
raíz “La” significa “sentir”, el morfema “i” quiere decir “de” y “uts” se
traduce como “voces”.
-
Es muy curioso. Muchas gracias —sonreí con
amabilidad.
-
La lengua en la que todos los habitantes de
Lainaya nos comunicamos, la que estamos usando ahora, se llama lainadein; pero
cada región de Lainaya tiene sus dialectos. Seguro que no te has dado cuenta de
que estás hablando un idioma muy distinto del que utilizas cuando estás en otro
mundo, ¿verdad?
-
Exacto... ¿Ya sabes que no pertenezco a Lainaya?
-
Sí, lo sé. Salvo Brisita, nadie pertenece a
Lainaya...
-
¿Dónde están todos? —le pregunté temerosa.
-
Brisita está descansando en su alcobita con
Scarlya y Rauth está recorriendo el jardín... Se ha negado a dormir y a comer.
-
¿Cómo? —exclamé desorientada.
-
Percibimos algo extraño en él.
Entonces
advertí que los laiuts de Aliad se volvían del color anaranjado de las
mandarinas. No quise preguntarle qué sentido tenía cada color, puesto que
empezaba a aceptar que no podía conocer todos los misterios de Lainaya.
-
¿Qué detectáis en él? —le cuestionó Eros.
-
Es un heidelf; sin embargo, de sus ojos no emana
la misma magia que se desprende de los tuyos o de los de Scarlya. Es como si su
interior estuviese vacío. ¿Qué ha ocurrido con él? ¿Siempre fue tan taciturno?
Entonces, con
paciencia y serenidad, le relatamos a Aliad todo lo que nos había sucedido
desde que habíamos partido de la tierra de la primavera. Aliad se quedó en
silencio, pensativo, hundiendo sus ojos en la florida apariencia del jardín que
rodeaba su hogar. Creíamos que no volvería a hablar, pero de pronto nos
comunicó con una voz susurrante y llena de cautela:
-
Me habéis hablado de la oscuridad, me habéis
explicado que Rauth murió y que misteriosamente apareció a vuestro lado cuando
atravesasteis el valle del otoño... Estoy seguro de que Rauth no está vivo
porque los niadaes lo hayan resucitado, sino porque la oscuridad se ha
apoderado de su cuerpo. Es peligroso. Deberíais... acabar con su vida antes de
que se haga más tarde.
-
¡No podemos hacer eso! —protesté con un susurro
quebrado.
-
Lo siento, pero me temo que Rauth no es quien
parece ser.
-
¿Cómo podemos estar seguros de que el alma de
Rauth no está en ese cuerpo? —quiso saber Eros con paciencia y temor.
-
Sólo la reina de Lainaya puede estar convencida
de algo tan triste; pero, si aguardáis a llegar a su hogar para determinar si
estoy en lo cierto, corréis el riesgo de que la oscuridad no aguante más tiempo
encerrada en ese cuerpo y se manifieste brutalmente.
-
¿Por qué nos persigue la oscuridad de ese modo?
—pregunté desanimada.
-
Quiere matar a Brisita para que no haya próxima
reina de Lainaya —me respondió Aliad con paciencia.
-
Sí, lo sé; pero...
-
Brisita corre peligro a su lado, Brisita y todos
los demás. Por eso tenéis que separaros de Rauth...
-
Pero... no sé cómo podemos hacer eso...
-
Por lo pronto algunos de nosotros os
acompañaremos a la morada de Lumia para que no corráis ningún tipo de peligro,
para que el fuego y el calor no os hagan
daño. Sinéad, tendrás que cubrirte enteramente con telas gruesas que no
permitan el paso del sol y del calor. Aunque estés asfixiándote, no ´podrás
quitártelas hasta que abandones la región del verano.
-
No suena muy alentador... —me quejé sobrecogida
agachando la cabeza.
-
No lo es, pero tienes que ser valiente, mi
Shiny. No estarás sola.
-
Y no volveremos a sufrir una erupción tan fuerte
—me aseguró de repente la voz de Brisita.
-
¡Brisita! —exclamé con felicidad y emoción
abrazándola con mucha ternura.
-
Estoy bien, mami. Te lo dije, que todo iría
bien... Scarlya también está bien. Está aquí.
-
Gracias a la Diosa... —susurré sin controlar mis
palabras.
-
Ugvia nos protege porque somos buenos —aseguró
Rauth inesperadamente. Su repentina aparición nos asustó levemente.
Aunque me
percibiese protegida entre mis seres queridos, la presencia de Rauth
ensombrecía levemente la luz que se desprendía de aquel mágico instante. A
pesar de que sus ojos exhalasen ternura y cariño, yo podía sentir que de su
interior emanaba una sensación que no sabía describir. Sin embargo, fui incapaz
de apartarme de él cuando me rodeó con sus brazos, apretándome con mucho amor y
delicadeza contra su cuerpo y besándome inesperadamente en las mejillas con una
lentitud y una paciencia estremecedoras.
-
Me alegro tanto de que estés bien... amor mío
—me susurró en el oído con una voz llena de deseo; lo cual me sobrecogió.
-
Rauth... estoy bien —le aseguré intentando
apartarme de sus brazos.
-
Tibia y a la vez fría, como cuando eras una
vampiresa... —seguía musitando.
-
¿Una vampiresa? —exclamó Aliad sorprendido—. No
es posible. ¡Los vampiros formáis parte del mundo de las sombras!
-
No es verdad —me defendí con paciencia,
desasiéndome al fin de los brazos de Rauth.
-
Sí es cierto... Ahora eres una niedelf, unos
seres parecidos a...
-
Lo siento. No quería asustarte, Aliad —me
disculpé con mucha vergüenza.
-
No me asustas... No me esperaba que tu
naturaleza original fuese esa...
-
En Lainaya todos somos iguales —me defendió
Brisita con amor—, por eso debemos respetarnos, seamos audelfs, estidelfs,
heidelfs o niedelfs...
-
La Diosa quiera que el respeto llegue a nuestro
hogar... —anheló Aliad.
-
Tiene que lograrlo la reina de Lainaya —aseveró
inesperadamente Galeia—. Os he preparado todo lo que necesitáis para el
trayecto que os queda recorrer. La morada de la reina de Lainaya no queda muy
lejos de aquí; pero el camino es peligroso y os costará hallar su hogar.
-
Gracias, Galeia —dijo Brisita tomando la mochila
que le pertenecía.
Partimos
acompañados por diez estidelfs que reían animados y hablaban entusiasmados como
si el camino que debíamos recorrer fuese inocente y puro. Brisita, Scarlya,
Rauth, Eros y yo intentamos contagiarnos de aquel mágico positivismo y
proseguimos con ese viaje que ya había hecho temblar demasiado nuestra aterida
alma. Ante nosotros se expandían bosques llenos de árboles de copa frondosa y
perenne, de plantas verdes y espesas; bosques por los que discurrían ríos de
agua nítida y fresca en los que el dorado reflejo de los rayos del sol se
mezclaba con el matiz brillante de los peces que nadaban serenamente por
aquellas aguas transparentes. Aunque no tuviese frío, sino sobre todo calor,
iba cubierta por unos ropajes que me protegían de la caricia del poderoso sol
que les daba la vida a aquellas tierras. Incluso tenía puesta una capucha bajo
la que se escondía mi mirada... Sin embargo, caminaba sosegada y animadamente
junto a mis seres queridos tomada de la mano de Eros y de Brisita, riendo
cuando ellos lo hacían, mirándolos incesantemente con amor y respeto. Scarlya
iba a nuestro lado, junto a Rauth, y también parecía haberse recuperado de una
fiebre que había durado demasiado tiempo.
Junto a los
estidelfs, todo parecía mágico, sencillo, harmonioso y posible. El camino hacia
la morada de Lumia era brillante, calmado, incluso divertido. Los animales
salían a nuestro encuentro, saludándonos con sus sinceros ojos, y ninguno de
ellos se atrevía a acercarse más de lo debido a nuestro camino. Nos despedían
quietos desde las laderas de las montañas, entre los gruesos y ancestrales
árboles, bajo ese cielo azulado donde no se resguardaba ni la nube más tímida.
Y así
proseguimos un camino que habíamos creído desvanecido demasiadas veces. Me
imaginaba que, al lado de todos esos estidelfs, hadas protectoras del verano,
no corríamos peligro y que el calor de aquellos incandescentes días no podía
hacernos daño. Con el alma llena de esperanza e ilusión, anduvimos durante días
y noches bajo un firmamento que siempre nos amparó de la lluvia y del frío.
2 comentarios:
Por fin conocemos a los Estidelfs, eran los últimos que nos quedaban por conocer. Como todos los demás son seres fantásticos, ¿cómo te puedes inventar estas cosas? Su aspecto es de lo más original, con sus laiuts y todo jajaja. Aimund me parece un ser atractivo, aunque al principio se mostrase tan terco al final Galeia a conseguido calmarle. Que buena es, Lainaya está llena de seres fantásticos. El principio ha sido catastrófico, ¡parecía el fin del mundo! Menos mal que han aparecido a tiempo, por muy poco Sineád no desaparece. Ellos han detectado la oscuridad en Rauth, ¿estarán en lo cierto? ¿Será un peligro para Brisa? ¿Hay alguna manera de que el verdadero Rauth vuelva a su cuerpo? A lo mejor nos preocupamos y en realidad es Rauth y no la oscuridad. A ver que ocurre en la próxima entrega, con esos Estidelfs están más seguros. Por cierto, ¡yo también quiero zumo de melón! Ayy, ahora mismo voy a merendar que me ha dado un hambreee.
Rauth y Leonard, esos son los personajes que me preocupan más en este momento. Y es curioso lo de Leonard, porque no se habla de él, pero siento que ha de tener algún papel importante. Los estiedelfs no son tan fieros como los pintan, y Galeia ha contribuido mucho a poner cordura en la historia, después de todo son seres puros que viven de acuerdo con la Naturaleza, y eso hace que no puedan ser tan malos. Naturalmente, los niedelfs son sus opuestos, y difícilmente se van a entender, pero con un poquito de buena voluntad... Volviendo a Rauth, se nota que efectivamente las fuerzas de la oscuridad están ocupándolo, pero por otra parte da muestras constantes de saber todo lo que, como Arthur, vivió con Sinéad en su otra vida, por tanto no es todo falso, algo de él hay ahí dentro; no pierdo la esperanza de que una naturaleza tan fuerte, y un alma tan pura como la de Arthur salga adelanta y en pueda sacudirse el yugo de Alneth o de quien lo está aherrojando a un rinconcito de su alma. Me han gustado mucho las descripciones iniciales, con las sacudidas telúricas y la erupción, siempre he querido y a la vez temido asistir a la erupción de un volcán, debe ser un espectáculo maravilloso y espeluznante a la vez. Coincido con Dani en que dan ganas de beber zumos leyendo la historia, igual que casi se puede oler el aroma a chamusquina... con la banda sonora que le estás haciendo ya será un verdadero lujazo.
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