jueves, 9 de octubre de 2014

EN LAS MANOS DEL DESTINO - 13. LA HIRVIENTE SANGRE DE LA TIERRA


EN LAS MANOS DEL DESTINO - 13. LA HIRVIENTE SANGRE DE LA TIERRA
Cuando atardecía en la región del verano, el cielo se cubría de esperanza, de la tierra emanaba un frescor que derretía la inquebrantable tibieza que se escondía entre los granitos de arena y la luna emergía de los deslumbrantes destellos del día, orgullosa de ser tan brillante, hermosa y pálida. La noche encendía pausadamente las estrellas y todo se quedaba en silencio, como si nunca hubiese susurrado ninguna vida en aquella árida naturaleza.
Habíamos dejado el desierto atrás, entre sombras encandiladoras que hacían arder la arena, entre suspiros de desesperación y sed. Ante nosotros, se extendía aquella gran sierra de montañas hirvientes, entre las cuales se escondían valles intransitables donde el calor hacía de la naturaleza una constante hoguera. Veíamos que, de la tierra que cubría aquellos valles, subía un humo que desdibujaba la forma de las montañas y se mezclaba con los incandescentes matices del firmamento.
Intentaba no sentir miedo; pero, a medida que nos acercábamos a esas montañas, notaba que, por dentro de mí, crecía sin límite una inquietud que me asfixiaba. No le confesé a nadie que estaba asustada porque deseaba que hallasen en mí las fuerzas que necesitaban para caminar; pero llegó un momento en el que creí que sería imposible ocultar mis sentimientos. Percibía que mis ojos irradiaban un desconsuelo que ensombrecía mi mirada y que cada vez caminaba más lentamente. Brisita, Scarlya, Eros y Rauth andaban también pareciendo que arrastraban su alma. Estaban agotados y tenían la sensación de que llevábamos caminando durante siglos; sin embargo, no perdían el fulgor de sus ojos ni la dulzura de sus movimientos. Me sonreían cuando me captaban tan apagada y extenuada, mas ya apenas podía encontrar serenidad en ellos.
La noche había caído sobre aquellas montañas y el humo que emanaba de sus entrañas refulgía en el oscuro firmamento como neblinas doradas. Nos sentamos entre grandes rocas para descansar. El suelo era duro, no había crecido entre sus piedras ni el tallo más sutil y delicado de hierba y el ambiente que nos rodeaba era frío e incómodo. Yo no estaba preparada para soportar ese frío precedido por días asfixiantes. Mi cuerpo y mi alma estaban habituados al constante e ininterrumpido aliento del invierno. El helor que desprendía el viento que soplaba allí, en aquellas tierras tan vacías y solitarias, no era verdadero. Se trataba de una frialdad que intentaba luchar contra el calor del día.
-          Tengo frío, Sinéad —se quejó Brisita acurrucándose entre mis brazos.
-          Yo también.
-          ¿No se supone que los niedelfs no tienen frío? —me preguntó Rauth extrañado.
-          No estamos acostumbrados a este tipo de frío. No estamos hechos para soportar el helor de las noches de verano —le contesté con paciencia.
-          Vaya —se lamentó Scarlya—. ¿Por qué no hay vida en estos lares? ¿Por qué está todo tan desierto? Ni siquiera nos hemos encontrado con un estidelf.
-          Es cierto. No hay nada —corroboró Eros mirando las estrellas—, solamente la luna y esos lejanos y apáticos astros. Ni siquiera las estrellas brillan igual aquí. No sé para qué los estidelfs quieren expandir el verano por toda Lainaya si no hay vida.
-          Los estidelfs son hadas muy bonitas —nos explicó Rauth con paciencia—. No todos los estidelfs quieren extender el verano acabando así con el otoño y el invierno. Hay quienes ni tan sólo saben que algunos miembros de su especie quieren hacer eso.
-          Me gustaría conocer a algún estidelf —nos confesó Scarlya anhelosa—. Siento mucha curiosidad por ellos.
-          Seguro que dentro de poco conoceremos a alguno o al menos lo veremos en la distancia. Es posible que hayan estado a nuestro lado durante algunos momentos de nuestro viaje, pero su presencia brillante se confunde con la luz y el calor del día. Es difícil percibirlos —adujo Rauth.
-          Sería adecuado que nos encontrásemos con alguna de esas hadas, pues está acabándosenos la comida y el agua —indiqué tristemente.
-          Los estidelfs no nos solucionarán los problemas alimenticios —se rió Rauth con inocencia.
-          Vaya... pero es que ni siquiera hemos visto un árbol con frutos... Qué tierras más áridas y vacías... No me gustan.
-          Es comprensible. Vienes del invierno. A los estidelfs tampoco les gusta la región de la nieve ni la del otoño —seguía riéndose Rauth.
-          Lo que deberíamos hacer es callarnos ya y dormir —opuso Eros con cariño—. Estamos agotados.
Durante días caminamos entre aquellas rocas ardientes, bajo un cielo que el humo de la tierra cubría. Nos acercábamos cada vez más a aquellas incandescentes montañas donde moraba todo el calor del verano. Conforme nos aproximábamos a aquellas montañas tan altas y escalofriantes, la inquietud que había nacido por dentro de mí se acrecía, alimentándose de mi cansancio y mi temor.
-          ¿Cuánto tiempo llevamos caminando? Estamos a punto de quedarnos sin provisiones y apenas nos queda agua —le susurré a Eros en el oído mientras me aferraba a su brazo.
-          Ni idea, Shiny. Tal vez llevemos caminando dos semanas, pero es que no sé contar el tiempo en estas tierras. Es como si no existiese...
Justo entonces, en aquel atardecer silencioso y brillante, mientras Eros me dedicaba aquellas palabras llenas de confusión, las piedras tiritaron suavemente bajo nuestros pies. Aquellos temblores se mezclaron con un lejano rugido que parecía emanar de las entrañas de la tierra. Aquellos remotos y a la vez ensordecedores sonidos se intensificaron, volviéndose más fuertes, a medida que nos acercábamos a aquellas imponentes montañas, entre las cuales deseábamos pasar para dejar atrás aquellas planicies tan solitarias.
-          ¿Qué ha sido eso? —pregunté estremecida.
-          Por estos lares es frecuente oír esos rugidos de la tierra —explicó Rauth con tranquilidad.
-          ¿Son preocupantes o peligrosos? —quiso saber Scarlya.
-          Si se vuelven ensordecedores y la tierra comienza a temblar con brutalidad, sí —respondió Brisita con calma, aunque sus ojos destilaban miedo.
-          Esperemos que eso no ocurra —deseó Eros.
Mas cada vez nos costaba más caminar. Los sutiles temblores que agitaban las piedras devenían cada vez más estridentes y duraderos. De repente, el suelo se sacudió, como si quisiese desprenderse de las rocas que lo cubrían, y nuestro alrededor se llenó de polvo. Aquellos estremecedores sonidos que provenían de lo más profundo de la tierra se convirtieron en un murmullo constante que apenas nos permitía oír nuestra respiración. Queríamos hablar, protestar o preguntar algo, pero no podíamos, pues sabíamos que nuestra voz no sonaría en medio de tanto estruendo.
-          Shiny... —susurró Eros con miedo.
-          No tengas miedo, amor mío. No nos ocurrirá nada malo si permanecemos juntos —le aseguré presionándole la mano con cariño.
-          Brisita, estos sonidos y estos temblores ya no son normales, ¿verdad? —inquirió Scarlya.
-          No, no lo son —respondió ella casi inaudiblemente.
Nos costaba oír las palabras que nos dirigíamos, pues aquel sonido estruendoso se había apoderado irrevocablemente del silencio. La tierra seguía estremeciéndose y las piedras rodaban desorientadas entre las grandes rocas. El humo que emanaba de los valles se convertía en ráfagas de fuego que nos ocultaban el color del cielo y que brillaban en el atardecer como si el sol hubiese caído sobre aquellos rincones.
-          ¿Qué debemos hacer? —pregunté intentando sobreponer mi voz a la de aquellos destructivos sonidos.
-          ¡Nada, seguir caminando! —contestó Rauth con fuerza y ánimo.
-          ¿Cómo pretendes que sigamos avanzando hacia las montañas? ¡Es peligroso, Rauth! ¡Debemos regresar! —lo contradijo Brisita impaciente y nerviosa.
-          ¡Por supuesto que no! ¡En alguna de estas montañas habrá una cueva donde podamos protegernos! ¡Si volvemos al desierto, es posible que...!
Una fuerte explosión interrumpió las palabras de Rauth. Nuestra reacción fue empezar a correr a través de aquellas neblinas ardientes, sobre aquellos temblores que agitaban la tierra con brutalidad y desafío, hacia algún lugar que ni siquiera podíamos imaginarnos. Eros me presionaba la mano cada vez con más fuerza, embargado por completo por el miedo más atroz y devastador. Corríamos y corríamos, tropezándonos con las piedras que aquellos temblores tan agresivos expulsaban de su hogar, entre rocas que tiritaban hasta perder el equilibrio, bajo un cielo cubierto totalmente por un humo deslumbrante que nos impedía vislumbrar nuestro alrededor.
-          ¡Sinéad, por favor, tómame de la mano! —me suplicó Scarlya aterrorizada.
-          ¡Corred más deprisa! —nos exigió Rauth desesperado.
-          No puedo, no puedo —se quejó Scarlya—. ¡Tengo miedo, Sinéad! Por favor... cógeme de la mano... ¿Dónde estáis?
La voz de Scarlya sonaba lejana, silenciada por aquel estruendo que se escapaba de las entrañas de la tierra, escondida entre las columnas de humo que emergían de los valles. De repente, cuando traté de buscarla con la mirada, la montaña que teníamos a nuestra siniestra pareció explotar. Noté que sus más hondas profundidades expulsaban una feroz, incalculable y devastadora cantidad de fuego que derritió el aire, que nos impidió seguir respirando.
-          ¡Ay, Sinéad! ¡Sinéad! ¡Eros!
-          ¡Scarlya! —la apelé con desesperación, descontrolada por el miedo.
-          ¡Mami, es una erupción! —me comunicó Brisita a gritos—. ¡Sinéad!
-          ¡Estoy aquí, Brisita! —le dije casi sin poder hablar. El humo me asfixiaba.
-          No puedo respirar, Sinéad —protestó Scarlya empezando a toser.
-          La lava desciende hasta aquí. ¡Tenemos que darnos prisa en huir! ¡Corred todo lo que podáis! —nos ordenó Rauth con una desesperación estremecedora. Nunca lo había oído hablar así.
-          No quiero vivir esto —se lamentó Eros con mucha pena.
-          No temas por nada, vida mía. Jamás te soltaré, aunque mi vida esté en peligro.
-          ¡Huid! ¡No te preocupes ni por Scarlya ni por Brisita, Sinéad! ¡Yo cuidaré de ellas! —me aseguró Rauth.
Justo entonces noté que el suelo se convertía en las brasas de un incandescente e indisipable incendio. Mi reacción fue seguir corriendo, aunque de las piedras emanase un calor que estaba derritiendo la madera y la tela de mis zapatos. Presionaba la mano de Eros como si así pudiese evadirme de ese instante; el instante más delirante y horrible que vivía desde hacía muchísimo tiempo. Ambos corrimos apenas sin poder mantener nuestro equilibrio, casi sin poder respirar, incapaces de atisbar la sombra del camino más sutil. El humo, el calor, el asfixiante aliento que emanaba de las montañas y de la tierra nos oprimía el pecho y de nuestros ojos ya brotaban lágrimas que se mezclaban con la ceniza que llovía incesantemente del cielo.
-          No puedo más, Shiny —se quejó Eros tosiendo—. Shiny...
-          No te detengas, amor mío —le pedí intentando ser valiente, pero el miedo estaba apoderándose cada vez más de mis sentimientos—. Saldremos de esta, te lo prometo, vida mía.
-          No puedo respirar. Me ahogo, Shiny, me ahogo —me decía con una voz entrecortada.
-          No hables. Trata de serenarte y de respirar. Ven... ven conmigo —le pedí mientras lo abrazaba—. Sentémonos entre estas rocas para recuperar el aliento.
-          Tengo mucho miedo —lloró Eros desconsoladamente—. Lo siento, lo siento. Soy un cobarde, Shiny, soy un cobarde...
-          No eres ningún cobarde, amor mío. Eres valiente. Si no lo fueses, no estaríamos aquí, juntos... Por favor, intenta desprenderte del miedo. Te prometo que no permitiré que te suceda nada malo. Daré la vida por ti si es necesario, Eros...
-          Jamás des la vida por mí. Yo no merezco la pena tanto como tú. Mi vida no es más valiosa que la tuya. Nunca lo creas, por favor. Yo siempre he sido insignificante...
-          Pero ¿por qué dices eso ahora?
-          Porque tú siempre has sido mágica...
-          Eros, cálmate, vida mía. Todo irá bien, te lo aseguro —lo consolaba mientras lo abrazaba, aunque lo cierto es que yo no creía en absoluto en mis palabras.
A nuestro alrededor no dejaban de caer rocas incendiadas. El brillo y el calor de la lava cada vez estaban más cerca y la tierra no dejaba de temblar. Por debajo de nosotros, en las entrañas de aquellos lares, rugía sin cesar todo ese fuego que deseaba huir de la oscuridad para quemar el mundo.
-          Debemos proseguir, Eros. Tenemos que escondernos en algún recodo que pueda protegernos. Estoy segura de que el fuego no llegará a todas partes.
-          No me siento capaz de continuar, Sinéad. Me ahogo —protestó hiperventilando.
-          Yo tampoco me encuentro bien, Eros. Estoy agotada y siento que me derrito... pero no quiero que tu vida peligre por culpa mía.
-          Eres un ángel.
-          Vayamos, aunque no podamos respirar. Sé que cerca de aquí debe de haber alguna cueva...
Entonces, aunque nos faltasen el aliento y las fuerzas, ambos nos alzamos del suelo y comenzamos a caminar casi lánguidamente, temiendo que alguna de aquellas ardientes rocas cayese sobre nosotros y nos aplastase inesperadamente. Eros no dejaba de presionarme la mano mientras intentaba recuperar la cadencia de su respiración. Apenas veíamos lo que nos rodeaba. Todo estaba lleno de fuego, el calor hacía que nuestros ojos no cesasen de lagrimear y la oscuridad del anochecer se había convertido en neblinas incandescentes que nos deslumbraban. No se percibía ni el más sutil rescoldo de esa árida naturaleza por la que habíamos vagado durante tanto tiempo.
-          No encontraremos nada —se quejó Eros con pesimismo y tristeza.
-          No pienses eso, por favor.
-          Creo que estamos descendiendo por uno de esos valles ardientes, Shiny, donde he visto que se acumulaba lava y fuego. No podemos seguir, amor mío.
-          No puede ser —susurré desencantada y asustada.
De repente, una gran roca cayó tras de nosotros, agrietando la tierra, de la que manó un humo casi tangible que nos envolvió y nos arrebató definitivamente la respiración. Noté que la lava descendía vertiginosamente por la ladera de aquel volcán despertado por el fuego y que el calor se volvía insoportable. Mi piel empezó a derretirse. Advertí que perdía la consistencia de mis dedos, que Eros ya no sostenía mi mano, sino el espejismo de lo que había sido. Asustado, intentó buscarme en aquellas deslumbrantes sombras y encontró mi cuerpo ardiendo.
-          Shiny, dios mío, Shiny, Shiny —exclamó palpando mis hombros, mis brazos y mi rostro.
-          Eros, me muero.
-          Bebe de la infusión —me ordenó buscando aquel tarrito que pendía de mi pecho.
-          No... el agua se habrá evaporado —declaré sin aliento. Noté que perdía el equilibrio y caía entre los brazos de Eros.
-          No, no, Shiny, no te rindas, por favor, amor mío. Dios mío, si estás... ay, Shiny...
-          Eros, te quiero, te quiero muchísimo... Nunca lo olvides, por favor —le pedí sintiendo que el poco aire que se albergaba en mi cuerpo se escapaba de mis labios.
-          Shiny... estás desapareciendo, Shiny —protestó llorando asustado—. ¡Por favor, que alguien me ayude! —gritó desconsolado.
-          Quizá deba morir aquí —divagué empezando a perder la consciencia, con una voz apenas audible.
-          No es verdad. Tú no puedes morir, no... Tu destino no está enlazado a la muerte, Shiny —me contradijo intentando tomarme en brazos.
Mas ya casi no oía sus palabras. Una fuerza indómita y ardiente estaba apoderándose de mí, derritiendo mi piel, arrebatándome la consciencia y la capacidad de respirar. El poco aire que conseguía hacer llegar a mis pulmones parecía ser lava, solamente lava, y me quemaba las entrañas como si en verdad estuviese ingiriendo la hirviente sangre de la tierra.
-          ¿Qué hace una niedelf en la región del verano?
Fueron las primeras palabras que oí en medio de mi ardiente dormir. Sonaron con fuerza, decepción e ira. La voz que las había pronunciado destilaba disgusto y pánico. Noté que unas manos templadas me retiraban algo de los ojos y me sumergían en un agua helada que empezó a devolverme las fuerzas, la consciencia, la vida. Intenté abrir los ojos, pero no pude, puesto que mis párpados me pesaban como si estuviesen hechos de hierro.
-          Shiny, Shiny, Shiny —me apelaba una voz llena de amor, preocupación y culpabilidad.
-          Eros...
-          Te pondrás bien, mi Shiny.
Sí, era cierto: ya estaba recuperando mi aliento. Podía respirar cada vez más serenamente y el aire que se introducía en mi cuerpo ya no estaba ardiendo. El agua en la que estaba sumergida regeneraba mi piel y notaba que todo mi cuerpo recobraba la frialdad que lo había caracterizado siempre.
-          Necesita beber mucha agua. Está deshidratada —le dijo a Eros la misma voz de antes, la que esta vez sonó más calmada—. Sinéad, bebe de esta agua, por favor —me pidió colocándome un recipiente en los labios.
Obedecí sin oponerme. Empecé a ingerir aquella agua con desesperación y placer, notando cómo todo mi interior se regeneraba. Ya podía abrir los ojos, pero disfruté un instante más de aquella oscuridad que me protegía. Cuando ya me sentí más fuerte, abrí los ojos y miré curiosa a mi alrededor. Apenas podía recordar lo que me había sucedido, pero experimenté una alegría infinita cuando vi a Eros a mi lado, sosteniendo mi mano; la que había recuperado enteramente su mágica y brillante forma.
-          Hola, Eros, amor mío —lo saludé con muchísima felicidad y cariño, dedicándole una hermosa y brillante sonrisa; la que dulcifiqué cuando me di cuenta de que Eros estaba llorando tímidamente, ocultando sus lágrimas tras la mano que le quedaba libre—. Estoy bien, vida mía.
-          Mi Shiny... pensaba que te perdía, mi Shiny —suspiró abrazándome dulcemente, sin importarle que estuviese totalmente mojada.
-          Quiero vestirme... —musité vergonzosa, perdiéndome en su inmenso y amoroso abrazo.
-          Tus ropas han quedado totalmente destruidas, Sinéad. El fuego y el calor las han derretido.
-          Mi abriguito, mi vestido... —susurré con pena.
-          No te preocupes. Para vagar por estas tierras, no los necesitas. Nosotros te proporcionaremos ropa limpia, nueva y adecuada y además te daremos algunas prendas de abrigo —me comunicó la misma voz que me había instado a beber agua.
-          Gracias por salvarme la vida —dije con timidez. No me atrevía a mirar a aquel ser que me hablaba. Por su forma de expresarse y el tono de su voz, deduje que se trataba de alguien masculino, lo cual me hizo sentir muchísimo más avergonzada.
-          Toma. Sécate y vístete —me ordenó con un extraño ápice de frialdad tiñendo su voz.
Obedecí sin decir nada, en silencio, y sin mirar a ninguna parte. Cuando me hube secado y vestido, me senté en el suelo, junto a Eros, en una mullida alfombra del color brillante del atardecer más azulado. El ser que me había proporcionado aquel vestido blanco y unas sandalias hechas de una tela que nunca había visto volvió a dirigirse a mí, esta vez con una voz más calmada.
-          Eres Sinéad, una niedelf. Los niedelfs tenéis rotundamente prohibido adentraros en la región del verano. Estas tierras no están hechas para vosotros.
-          Ya os he explicado por qué estamos aquí —adujo Eros con respeto.
-          Lo siento. Yo...
-          No temas, Sinéad. No te haremos nada. Sin embargo, tienes que regresar a tu hogar cuanto antes. Aquí no puedes quedarte. Los estidelfs no aceptamos niedelfs en nuestras tierras.
Entonces sí me sentí capaz de mirar al ser que me hablaba de ese modo tan extraño, pues quería comprobar si las palabras que estaba dirigiéndome provenían de su alma o estaban incitadas por las inquebrantables normas que regían sus tierras. Cuando hundí los ojos en la apariencia del primer estidelf que veía en mi vida, me quedé tiernamente sorprendida. Jamás me había figurado que los estidelfs fuesen así.
El estidelf que tenía enfrente de mí era alto, fornido y de apariencia invencible, como los días veraniegos. Sus brazos y sus piernas destilaban fortaleza y protección, sus ojos inmensamente azules eran grandes y alargados y estaban velados por unas pestañas doradas y resplandecientes. Sus cabellos también eran del mismo color que sus pestañas. Eran encandiladores y áureos como el trigo y caían espesos por sus orejas hasta posarse efímeramente en sus hombros. Su rostro era muy expresivo. Cuando intentaba sonreír, se le formaban unos curiosos hoyuelos en las mejillas y entornaba los ojos con ironía y grandeza. Miraba a su alrededor y a todos los que formábamos su momento como si fuésemos insignificantes; no obstante, sus ojos también destilaban compasión, como si creyese que éramos mucho más débiles que él... y en realidad creí que eso era así. Vestía una preciosa y colorida túnica de lana que dejaba al descubierto sus brazos y sus hombros y calzaba unas sandalias parecidas a las mías, aunque las suyas eran más robustas.
-          Me llamo Aimund —se presentó agachándose enfrente de mí y tendiéndome su mano, la que era grande y poderosa. Incluso, situándose a mi altura, yo era mucho más bajita que él—. Lo siento, Sinéad. No puedo acogerte en mi hogar. Tienes que irte.
-          Shiny no puede irse. Estamos haciendo un viaje para encontrar a la reina de Lainaya.
-          No es necesario que ella esté. Sabemos de la existencia de Brisita y de todos los que os acompañan, quienes están en peligro; pero no os preocupéis. He enviado a más estidelfs para que los busquen. Somos inmunes al fuego y a las erupciones de nuestros volcanes, por eso los encontrarán pronto. Podemos ver a través del humo y respirar el incandescente aliento del calor. No temáis.
-          Yo no puedo irme. Tengo que llegar hasta el final del viaje con ellos. Después, ya no podré regresar a Lainaya —dije nerviosa, sin controlar mis palabras.
-          ¿No eres una habitante de Lainaya? —me cuestionó Aimund con extrañeza.
-          No... pero adoro estos lares y, antes de ser niedelf, fui heidelf —le expliqué con miedo. Aimund me intimidaba profundamente.
-          No importa. Igualmente tienes que irte, Sinéad —me instó alzándose del suelo.
-          No quiero irme hasta que Brisita, Scarlya y Rauth vuelvan —indiqué con pena.
-          No puedes salir de aquí. Los próximos caminos que tendréis que recorrer están llenos de lava, de fuego, de calor, y tú no lo soportarás...
-          Pero yo tengo unas hierbas que...
-          Esas hierbas se han quemado, Sinéad —me reveló Aimund empezando a perder la paciencia.
-          No quiero dejarlos solos —lloré delicadamente.
-          Ya has visto para qué ha servido tu presencia: para entorpecer su camino.
-          Pero... pero si ellos no están —protesté llorando más hondamente sin poder evitarlo.
-          No temas, Shiny, alguno de estos estidelfs será tan amable de acompañarte a la tierra del invierno y allí nos esperarás, junto a Zelm —me consoló Eros con mucho amor, pero yo detecté otras intenciones en su voz.
-          No la acompañará ningún estidelf a la tierra del invierno —lo contradijo Aimund con determinación—. Los estidelfs no viajan a esas inhóspitas y desiertas tierras. Lo siento.
-          Shiny no se irá sola de aquí —aseveró Eros también con decisión.
-          ¡Pero tampoco puede quedarse! ¡No aceptamos a un estidelf en nuestras tierras! —exigió Aimund con una voz potente.
-          ¿Por qué? —pregunté dolida.
-          Porque no aceptamos el frío ni la oscuridad en nuestra mágica y luminosa tierra.
-          Tú serás uno de esos estidelfs que quiere invadir con el poder de su verano el territorio del invierno... —divagué tristemente.
-          El invierno no sirve para nada. No da vida, sino que la destruye; detiene el tiempo en lugar de permitir que avance y surjan nuevas vidas; es oscuro y frío, no hay consuelo en el invierno... —declaró despreciativamente.
-          El verano también es destructivo. Derrite la nieve que puede quedar en las cumbres de las montañas, vuelve asfixiantes los días e incluso mata a las flores —me defendí sobrecogida.
-          ¿Qué sucede, Aimund? —intervino una nueva voz, mucho más suave que la del estidelf que me había salvado la vida—. Oh, ya has despertado, Sinéad —susurró con amabilidad y complacencia.
-          Es mi amada —nos desveló Aimund entornando los ojos. Noté que toda esa valentía que lo había impulsado a despreciar el invierno huía de sus ojos convertida en ternura.
-          Me llamo Galeia —se presentó inclinando la cabeza—. Encantada de conocerte, Sinéad. Hace mucho  tiempo que no veo a una niedelf.
-          Pero debe irse, ¿verdad, Galeia?
-          No es necesario que se marche. Podemos disfrutar de sus diferencias... No seas tan intransigente, Aimund —le pidió sonriéndole con paciencia y hablando con mucha ternura.
Galeia era un encanto. Sus brillantes y grisáceos cabellos desvelaban la larga vida que se posaba en sus hombros y su ovalado rostro estaba surcado por unas pequeñas arrugas casi imperceptibles. Sus ojos eran también grandes y alargados y se había refugiado en ellos el matiz azulado del día más nítido y caluroso. Sonreía con muchísima amabilidad mientras tomaba las manos de Aimund y se las acariciaba con respeto. Aimund agachó la cabeza, casi sumiso y avergonzado, y sonrió también con ternura.
-          Gracias, Galeia. Sois muy amable —dije emocionada.
-          ¿Ya has comido? Necesitáis recobrar todas vuestras fuerzas para poder proseguir con vuestro viaje —adujo—. Seguidme. Os llevaré al salón. Dentro de poco llegarán los demás estidelfs con vuestros seres queridos. No os preocupéis. Estarán a salvo —nos sonreía de una forma entrañable e inocente.
La voz de Galeia sonaba levemente trémula, confesándonos que ya había pronunciado demasiadas palabras. Entonces entendí por qué la voz de los seres que ya han vivido muchos años se vuelve temblorosa al llegar a la vejez... Sin embargo, aunque anhelase halagarla y comunicarle lo agradecida que me sentía con ella, no me atrevía a decir nada. Eros y yo nos alzamos del suelo y la seguimos a través de pasadizos brillantes llenos de puertas relucientes, las cuales supuse que conducían a estancias de ensueño, hasta acabar en un rincón amplio y acogedor con grandes ventanales. La magnífica luz del atardecer se colaba por aquellas ventanas sin cristales y la brisa del verano mecía las flores que adornaban los alféizares. Olía a frutos maduros, a frescor y a sequedad. Notaba que la garganta se me había quedado áspera y que la sed protestaba por dentro de mí, pero no pedí nada hasta que Galeia me acomodó en una silla acolchada y confortable.
-          Puedes beber lo que quieras: agua fresca de las fuentes, zumo de zanahoria, zumo de sandía o de melón...
-          Muchísimas gracias, Galeia —dije sonriéndole con mucho respeto.
-          Alguno de nuestros hijos os acompañará a través de los bosques incendiados hasta la morada de Lumia. Eros ya me ha explicado que estáis buscando la reina de Lainaya porque vuestra hija está destinada a...
-          No es hija mía —la corrigió Eros con paciencia y vergüenza—; pero la quiero como si lo fuese.
-          Es cierto, qué olvidadiza soy —se rió Galeia encantadoramente.
-          Comed todo lo que deseéis y después os acompañaremos a una alcoba donde podréis descansar —nos ofreció Aimund con condescendencia.
-          Gracias —contestamos Eros y yo al mismo tiempo.
Aquélla fue la cena más copiosa y rica que ingería en muchísimo tiempo. Todo estaba delicioso: las frutas, las verduras y los zumos que Galeia y Aimund nos ofrecieron entre sonrisas de complicidad y amabilidad. Cuando terminamos de comer, nos acompañaron a una alcoba cubierta de alfombras mullidas, en cuyo centro había una cama hecha de algodón, plumas brillantes y algunas hojas que, uniéndose, formaban el lecho más cómodo de la vida.
-          ¿Cómo te has encontrado con ellos? —le pregunté a Eros con curiosidad cuando ya nos hallamos solos, uno en los brazos del otro.
-          Estabas a punto de desaparecer cuando, de repente, entre el humo y el fuego que descendía de las montañas, apareció Aimund rodeado de más estidelfs. Al principio pensaba que se trataba solamente de un espejismo; pero, cuando estuvieron delante de mí y te arrancaron de mis brazos, me convencí de que eran reales. Entonces otro estidelf me tomó en brazos y empezó a correr velozmente. No se detuvo hasta que llegamos a esta gran morada, donde Galeia salió a recibirnos. Cuando vio que Aimund sostenía a una niedelf moribunda, te cogió en brazos y te llevó corriendo al cuarto de baño donde te has despertado.
-          ¿Entonces no ha sido Aimund quien me ha desnudado? —le pregunté intimidada y con mucha vergüenza.
-          No, no —se rió cariñosamente acariciándome la espalda—. No te preocupes por nada. Aimund solamente tiene ojitos para Galeia, igual que yo sólo tengo ojitos y manitos para ti, para mirarte con amor y acariciarte lo más dulcemente posible —me susurró muy tiernamente mientras deslizaba sus dedos por mi ya recuperada  piel.
-          ¡Eros! —me reí gozosa acomodándome más entre sus brazos.
-          Quiero amarte, Sinéad...
-          ¿Aquí? Pero...
Mas no pude oponerme a su pasión, a su amor... Necesitaba sentirme entre sus brazos, irrevocablemente suya, para notar que la vida había regresado plenamente a mí. La noche se fue entre caricias, besos y abrazos íntimos y apasionados. Cuando estaba a punto de alborear, nos dormimos uno entre los brazos del otro, respirando cada vez más serenamente, felices, tranquilos, confiando en que todo saldría bien y que ninguna dificultad se opondría a que realizásemos nuestros propósitos.
Nos despertó el canto de los ruiseñores, de las tórtolas, de los gorriones y del viento, el que mecía suavemente unas ramas llenas de hojas y frutos suculentos. Abrí los ojos acariciada por la luz del día, sintiéndome templada y protegida entre los brazos de mi amado. Eros ya estaba despierto y me miraba con tanto amor que creí que aquel sentimiento solamente podía emanar de sus enamorados ojitos.
-          Buenos días, mi Shiny. ¿Cómo has dormido, vida mía? —me preguntó acariciándome muy delicada y efímeramente las mejillas, como si quisiese retirar de mí el sueño que todavía se posaba en mis párpados. Sentí ganas de llorar de ternura cuando detecté tanto primor y suavidad en sus dedos—. Qué dulce y hermoso es verte dormir.
-          Hacía tiempo que no dormía tan bien —le contesté satisfecha y emocionada, cerrando los ojos.
-          ¿Por qué lloras, mi Shiny? —quiso saber con mucha ternura y paciencia. Dejó detenidos sus dedos en mis mejillas para resguardar mis lágrimas.
-          Porque este momento me parece un sueño, amor mío. Creí que... que ya no teníamos derecho a sentir tanta calma y tanto amor...
-          Siempre lo sentirás si estás a mi lado, vida mía.
-          Siempre lo estaré... Te amo, Eros.
-          Y yo a ti, mi dulce y amada Shiny.
-          Extraño nuestro hogar, nuestra alcoba...
-          Y a Orianita, ¿verdad? A tu amada arpa.
-          Sí... Me parece que hace una eternidad que no taño sus cuerdas...
-          Lo harás dentro de muy poco, ya verás.
-          Deseo que sea junto a todos... incluso Brisita... pero sé que ella no estará —lloré tiernamente apoyándome en el pecho de Eros para sentirme protegida.
-          Lo sé... Ay, Shiny... Será duro separarnos de ella.
-          No quiero... La añoraré tanto...
-          Yo también; pero estoy seguro de que podrá visitarnos en más de una ocasión.
-          La Diosa lo quiera... La quiero tantísimo, Eros...
-          Yo también.
-          ¿Estarán ya aquí? —le cuestioné con miedo.
-          Creo que sí. Ven, vayamos afuera.
Tras vestirnos, salimos de aquella mágica alcoba donde habíamos recuperado la calma y la seguridad del amor. Nos dirigimos hacia el salón donde la noche anterior habíamos cenado y nos encontramos a un estidelf que no conocíamos. Nos miró con sorpresa; pero, cuando se dio cuenta de quiénes éramos, nos sonrió con amabilidad mientras se levantaba de la silla donde estaba sentado y se encaminó hacia nosotros con un trozo de sandía rojiza en sus manos.
-          Buenos días, Sinéad. Buenos días, Eros. Sinéad, tú no me conoces. Soy Aliad —me confesó agachando la cabeza—. Ante una niedelf siempre debemos mostrarnos respetuosos.
-          Gracias...
-          Yo salvé a Eros.
-          Muchísimas gracias —le dije emocionada.
-          Soy hijo de Galeia y Aimund. Tengo veintinueve hermanos —se rió casi escandalizado. Sus dientes eran perfectos, blancos y rectos—. Es imposible que podáis conocer a todos los estidelfs que vivimos en esta casa.
-          ¡Cuántos! —me reí con él. Enseguida me percaté de que era un estidelf muy divertido.
-          Qué graciosos sois los heidelfs, con esas orejitas en la cabeza. ¿Y dónde están vuestras alitas?
-          Las tengo escondidas bajo mi ropa —le contestó Eros con vergüenza.
-          A mí también me gustaría tener orejitas, pero sin embargo tengo estas antenas tan delicadas.
Hasta entonces no me había apercibido de que los estidelfs  tenían unas finísimas y relucientes antenas que emergían de entre sus dorados y espesos cabellos. Eran pequeñas y, en su fin, tenían unas diminutas bolitas brillantes que cambiaban de color de forma inesperada, pero lenta.
-          ¿Por qué os cambian de color...? No sé cómo se llama eso... —dije tímidamente mientras señalaba aquellas curiosas bolitas.
-          Son nuestros laiuts. No tiene traducción en vuestro idioma. En la lengua de los estidelfs significa voz de los sentimientos. La raíz “La” significa “sentir”, el morfema “i” quiere decir “de” y “uts” se traduce como “voces”.
-          Es muy curioso. Muchas gracias —sonreí con amabilidad.
-          La lengua en la que todos los habitantes de Lainaya nos comunicamos, la que estamos usando ahora, se llama lainadein; pero cada región de Lainaya tiene sus dialectos. Seguro que no te has dado cuenta de que estás hablando un idioma muy distinto del que utilizas cuando estás en otro mundo, ¿verdad?
-          Exacto... ¿Ya sabes que no pertenezco a Lainaya?
-          Sí, lo sé. Salvo Brisita, nadie pertenece a Lainaya...
-          ¿Dónde están todos? —le pregunté temerosa.
-          Brisita está descansando en su alcobita con Scarlya y Rauth está recorriendo el jardín... Se ha negado a dormir y a comer.
-          ¿Cómo? —exclamé desorientada.
-          Percibimos algo extraño  en él.
Entonces advertí que los laiuts de Aliad se volvían del color anaranjado de las mandarinas. No quise preguntarle qué sentido tenía cada color, puesto que empezaba a aceptar que no podía conocer todos los misterios de Lainaya.
-          ¿Qué detectáis en él? —le cuestionó Eros.
-          Es un heidelf; sin embargo, de sus ojos no emana la misma magia que se desprende de los tuyos o de los de Scarlya. Es como si su interior estuviese vacío. ¿Qué ha ocurrido con él? ¿Siempre fue tan taciturno?
Entonces, con paciencia y serenidad, le relatamos a Aliad todo lo que nos había sucedido desde que habíamos partido de la tierra de la primavera. Aliad se quedó en silencio, pensativo, hundiendo sus ojos en la florida apariencia del jardín que rodeaba su hogar. Creíamos que no volvería a hablar, pero de pronto nos comunicó con una voz susurrante y llena de cautela:
-          Me habéis hablado de la oscuridad, me habéis explicado que Rauth murió y que misteriosamente apareció a vuestro lado cuando atravesasteis el valle del otoño... Estoy seguro de que Rauth no está vivo porque los niadaes lo hayan resucitado, sino porque la oscuridad se ha apoderado de su cuerpo. Es peligroso. Deberíais... acabar con su vida antes de que se haga más tarde.
-          ¡No podemos hacer eso! —protesté con un susurro quebrado.
-          Lo siento, pero me temo que Rauth no es quien parece ser.
-          ¿Cómo podemos estar seguros de que el alma de Rauth no está en ese cuerpo? —quiso saber Eros con paciencia y temor.
-          Sólo la reina de Lainaya puede estar convencida de algo tan triste; pero, si aguardáis a llegar a su hogar para determinar si estoy en lo cierto, corréis el riesgo de que la oscuridad no aguante más tiempo encerrada en ese cuerpo y se manifieste brutalmente.
-          ¿Por qué nos persigue la oscuridad de ese modo? —pregunté desanimada.
-          Quiere matar a Brisita para que no haya próxima reina de Lainaya —me respondió Aliad con paciencia.
-          Sí, lo sé; pero...
-          Brisita corre peligro a su lado, Brisita y todos los demás. Por eso tenéis que separaros de Rauth...
-          Pero... no sé cómo podemos hacer eso...
-          Por lo pronto algunos de nosotros os acompañaremos a la morada de Lumia para que no corráis ningún tipo de peligro, para que el fuego y el  calor no os hagan daño. Sinéad, tendrás que cubrirte enteramente con telas gruesas que no permitan el paso del sol y del calor. Aunque estés asfixiándote, no ´podrás quitártelas hasta que abandones la región del verano.
-          No suena muy alentador... —me quejé sobrecogida agachando la cabeza.
-          No lo es, pero tienes que ser valiente, mi Shiny. No estarás sola.
-          Y no volveremos a sufrir una erupción tan fuerte —me aseguró de repente la voz de Brisita.
-          ¡Brisita! —exclamé con felicidad y emoción abrazándola con mucha ternura.
-          Estoy bien, mami. Te lo dije, que todo iría bien... Scarlya también está bien. Está aquí.
-          Gracias a la Diosa... —susurré sin controlar mis palabras.
-          Ugvia nos protege porque somos buenos —aseguró Rauth inesperadamente. Su repentina aparición nos asustó levemente.
Aunque me percibiese protegida entre mis seres queridos, la presencia de Rauth ensombrecía levemente la luz que se desprendía de aquel mágico instante. A pesar de que sus ojos exhalasen ternura y cariño, yo podía sentir que de su interior emanaba una sensación que no sabía describir. Sin embargo, fui incapaz de apartarme de él cuando me rodeó con sus brazos, apretándome con mucho amor y delicadeza contra su cuerpo y besándome inesperadamente en las mejillas con una lentitud y una paciencia estremecedoras.
-          Me alegro tanto de que estés bien... amor mío —me susurró en el oído con una voz llena de deseo; lo cual me sobrecogió.
-          Rauth... estoy bien —le aseguré intentando apartarme de sus brazos.
-          Tibia y a la vez fría, como cuando eras una vampiresa... —seguía musitando.
-          ¿Una vampiresa? —exclamó Aliad sorprendido—. No es posible. ¡Los vampiros formáis parte del mundo de las sombras!
-          No es verdad —me defendí con paciencia, desasiéndome al fin de los brazos de Rauth.
-          Sí es cierto... Ahora eres una niedelf, unos seres parecidos a...
-          Lo siento. No quería asustarte, Aliad —me disculpé con mucha vergüenza.
-          No me asustas... No me esperaba que tu naturaleza original fuese esa...
-          En Lainaya todos somos iguales —me defendió Brisita con amor—, por eso debemos respetarnos, seamos audelfs, estidelfs, heidelfs o niedelfs...
-          La Diosa quiera que el respeto llegue a nuestro hogar... —anheló Aliad.
-          Tiene que lograrlo la reina de Lainaya —aseveró inesperadamente Galeia—. Os he preparado todo lo que necesitáis para el trayecto que os queda recorrer. La morada de la reina de Lainaya no queda muy lejos de aquí; pero el camino es peligroso y os costará hallar su hogar.
-          Gracias, Galeia —dijo Brisita tomando la mochila que le pertenecía.
Partimos acompañados por diez estidelfs que reían animados y hablaban entusiasmados como si el camino que debíamos recorrer fuese inocente y puro. Brisita, Scarlya, Rauth, Eros y yo intentamos contagiarnos de aquel mágico positivismo y proseguimos con ese viaje que ya había hecho temblar demasiado nuestra aterida alma. Ante nosotros se expandían bosques llenos de árboles de copa frondosa y perenne, de plantas verdes y espesas; bosques por los que discurrían ríos de agua nítida y fresca en los que el dorado reflejo de los rayos del sol se mezclaba con el matiz brillante de los peces que nadaban serenamente por aquellas aguas transparentes. Aunque no tuviese frío, sino sobre todo calor, iba cubierta por unos ropajes que me protegían de la caricia del poderoso sol que les daba la vida a aquellas tierras. Incluso tenía puesta una capucha bajo la que se escondía mi mirada... Sin embargo, caminaba sosegada y animadamente junto a mis seres queridos tomada de la mano de Eros y de Brisita, riendo cuando ellos lo hacían, mirándolos incesantemente con amor y respeto. Scarlya iba a nuestro lado, junto a Rauth, y también parecía haberse recuperado de una fiebre que había durado demasiado tiempo.
Junto a los estidelfs, todo parecía mágico, sencillo, harmonioso y posible. El camino hacia la morada de Lumia era brillante, calmado, incluso divertido. Los animales salían a nuestro encuentro, saludándonos con sus sinceros ojos, y ninguno de ellos se atrevía a acercarse más de lo debido a nuestro camino. Nos despedían quietos desde las laderas de las montañas, entre los gruesos y ancestrales árboles, bajo ese cielo azulado donde no se resguardaba ni la nube más tímida.
Y así proseguimos un camino que habíamos creído desvanecido demasiadas veces. Me imaginaba que, al lado de todos esos estidelfs, hadas protectoras del verano, no corríamos peligro y que el calor de aquellos incandescentes días no podía hacernos daño. Con el alma llena de esperanza e ilusión, anduvimos durante días y noches bajo un firmamento que siempre nos amparó de la lluvia y del frío.
 

2 comentarios:

Wensus dijo...

Por fin conocemos a los Estidelfs, eran los últimos que nos quedaban por conocer. Como todos los demás son seres fantásticos, ¿cómo te puedes inventar estas cosas? Su aspecto es de lo más original, con sus laiuts y todo jajaja. Aimund me parece un ser atractivo, aunque al principio se mostrase tan terco al final Galeia a conseguido calmarle. Que buena es, Lainaya está llena de seres fantásticos. El principio ha sido catastrófico, ¡parecía el fin del mundo! Menos mal que han aparecido a tiempo, por muy poco Sineád no desaparece. Ellos han detectado la oscuridad en Rauth, ¿estarán en lo cierto? ¿Será un peligro para Brisa? ¿Hay alguna manera de que el verdadero Rauth vuelva a su cuerpo? A lo mejor nos preocupamos y en realidad es Rauth y no la oscuridad. A ver que ocurre en la próxima entrega, con esos Estidelfs están más seguros. Por cierto, ¡yo también quiero zumo de melón! Ayy, ahora mismo voy a merendar que me ha dado un hambreee.

Uber Regé dijo...

Rauth y Leonard, esos son los personajes que me preocupan más en este momento. Y es curioso lo de Leonard, porque no se habla de él, pero siento que ha de tener algún papel importante. Los estiedelfs no son tan fieros como los pintan, y Galeia ha contribuido mucho a poner cordura en la historia, después de todo son seres puros que viven de acuerdo con la Naturaleza, y eso hace que no puedan ser tan malos. Naturalmente, los niedelfs son sus opuestos, y difícilmente se van a entender, pero con un poquito de buena voluntad... Volviendo a Rauth, se nota que efectivamente las fuerzas de la oscuridad están ocupándolo, pero por otra parte da muestras constantes de saber todo lo que, como Arthur, vivió con Sinéad en su otra vida, por tanto no es todo falso, algo de él hay ahí dentro; no pierdo la esperanza de que una naturaleza tan fuerte, y un alma tan pura como la de Arthur salga adelanta y en pueda sacudirse el yugo de Alneth o de quien lo está aherrojando a un rinconcito de su alma. Me han gustado mucho las descripciones iniciales, con las sacudidas telúricas y la erupción, siempre he querido y a la vez temido asistir a la erupción de un volcán, debe ser un espectáculo maravilloso y espeluznante a la vez. Coincido con Dani en que dan ganas de beber zumos leyendo la historia, igual que casi se puede oler el aroma a chamusquina... con la banda sonora que le estás haciendo ya será un verdadero lujazo.