lunes, 6 de octubre de 2014

EN LAS MANOS DEL DESTINO - 12. EL AROMA DEL VERANO


EN LAS MANOS DEL DESTINO - 12. EL AROMA DEL VERANO
Una anaranjada tibieza cubría e invadía todos los rincones de un bosque lleno de árboles frondosos y de tronco invencible. Había frutas suculentas colgando de las ramas, de la tierra emergían otras tan grandes como nuestra cabeza y el ambiente olía a calor y a vida. Los ríos fluían nítida y templadamente entre rocas ya demasiado acariciadas por el agua y el cielo que nos protegía era tan azul y brillante como el sol. Hacía muchísimo tiempo que no sentía tan vivamente la caricia de la luz del día, lo cual me hacía sonreír anhelosamente de placer; pero enseguida me di cuenta de que, siendo niedelf, la luz del sol no me gustaba tanto como yo deseaba. Sin embargo, cuando sus dorados rayos rozaban mi piel y me envolvían, creía que la maldad en verdad no existía y todo el helor que se esparcía por mi cuerpo parecía querer derretirse. Aquella sensación era muy agradable; pero sabía que, si fuese heidelf, sería muchísimo más hermosa y luminosa.
Caminábamos mientras reíamos tibiamente y aludíamos a todo lo que habíamos visto hasta entonces en Lainaya. Todos estábamos inmensamente felices de que Rauth hubiese vuelto y, al saber que los niadaes lo habían ayudado a regresar a la vida, habíamos empezado a confiar más plenamente en ellos. Estábamos seguros de que conseguirían encontrar a Leonard en muy poco tiempo y lo asistirían en todo lo que él requiriese hasta que aquel viaje se terminase y todos pudiésemos regresar para reunirnos con él. La viva presencia de Rauth nos infundía ánimo, seguridad e inocencia.
Rauth parecía haber renacido entre pétalos de amor, ternura e ingenuidad. Me parecía que su alma se había desprendido de la capacidad de anegarse en emociones punzantes. Ni en los ojos ni en los gestos de Rauth yo detectaba el menor ápice de miedo o tristeza. Únicamente la melancolía se acomodaba en su mirada junto a la dulzura que a todos nos dedicaba cuando nos observaba. Su voz sonaba mucho más tierna y aterciopelada que nunca y todos sus ademanes estaban impregnados de amor y entrega. Nadie se sentía incómodo a su lado, sino que a todos nos hacía creer que los peligros se habían terminado para siempre y que, si permanecíamos juntos, nada volvería a separarnos ni a hacernos daño.
De ese modo atravesamos prácticamente todos los bosques que formaban la región del verano. Rauth sabía que, cuando aquella naturaleza verde, frondosa y llena de vida comenzase a escasear, deberíamos vagar largas horas por un incandescente desierto de arenas brillantes donde la luz del sol relucía con una peligrosa agresividad. No obstante, ninguno de nosotros tenía miedo, puesto que los ojos de Rauth no dejaban de exhalar ánimo, fuerza y tranquilidad.
En la región del verano, las noches eran cortas, húmedas y frescas. Nos acurrucábamos entre los árboles, acostados sobre un mullido lecho natural formado por hojas enormes, flores inquebrantables y una hierba densa que nos protegía de la dureza de las piedras. Rauth siempre dormía abrazando a Brisita, pues, desde que Lianid se había alejado de nosotros, ella se sentía mucho más desamparada y triste. Además, ser consciente de que había dejado para siempre la niñez atrás la sumía en un ensimismamiento melancólico que ensombrecía su mirada.
-          Me cuesta creer que ya haya abandonado mi infancia para siempre —me confesaba a veces mientras juntas nos bañábamos en algún caudaloso río de aguas templadas y limpias—. Apenas he disfrutado de lo hermoso que es ser niña.
-          Yo siempre podré tratarte como una niña cuando lo desees —le sonreía yo con amabilidad.
-          Ya no será lo mismo, mamá. No es lo mismo ser niño que sentirse como un niño. Lo primero es algo inconsciente, mientras que lo segundo es voluntario...
-          Lo entiendo...
Los días transcurrían en una harmonía luciente y cálida que nos hacía sentir protegidos. En la región del verano, todo aparentaba más mágico y sencillo. Incluso Eros parecía más alegre y entusiasmado con todo. Me abrazaba íntimamente siempre que nos hallábamos solos olvidándose de que mi cuerpo estaba mucho más frío que el suyo y me amaba como si en aquel instante se terminase la vida.
Todavía no nos habíamos encontrado con ningún estidelf. Aquellos verdes y vivos bosques parecían estar habitados únicamente por unos animales que apenas se atrevían a mirarnos y por un sinfín de árboles enormes que daban unos frutos suculentos, jugosos y riquísimos que nos devolvían las fuerzas que el caminar nos arrebataba. Creía que nunca podría conocer el mágico aspecto de las hadas del verano, pero no me impacientaba, puesto que precisamente teníamos que hallar el hogar de uno de esos seres que los niedelfs tanto temían.
-          Conociendo lo hermosos que son estos bosques, no me extraña que los estidelfs quieran expandir el verano por toda Lainaya. Estas tierras son mucho más acogedoras que las que pertenecen al invierno —aseguró Scarlya una mañana.
-          Cuando descubras cómo son los desiertos del verano, comprenderás que las intenciones de los estidelfs son injustas y peligrosas —le contestó Brisita con seguridad.
-          ¿Y cómo conoces tú el aspecto de esos desiertos si nunca los has visto? —le cuestionó Scarlya sobrecogida.
-          Pues porque soy la próxima reina de Lainaya. No necesito estar en un lugar para conocer su apariencia. La naturaleza y la Diosa me han entregado toda la sabiduría que necesito para proteger mi hogar. Además, los he visto en sueños. Los sueños tenidos en Lainaya son tan válidos como cualquier vivencia.
-          ¿De veras? —le pregunté asustada.
-          Por supuesto...
-          Yo he tenido sueños horribles...
-          No te preocupes por eso. A veces soñamos lo que sucedería si no recorremos la senda que nos corresponde...
Aquellas palabras no me satisficieron, pero no se lo comuniqué. Continuamos caminando por aquellos bosques tan verdes; los que, sin embargo, lentamente dejaron de ser frondosos y densos para convertirse, de forma cálida y brillante, en extensiones de tierra árida, sin flores, ardiente.
-          Ya estamos llegando a los desiertos —anunció Rauth con una voz casi susurrante—. Cerca de aquí hay un río. Tenemos que llenar de agua esos recipientes que portamos. No podemos pasar sed o moriremos. El sol nos golpeará con fuerza, por eso tenemos que ir deprisa. No podemos detenernos...
-          ¿Y por qué no atravesamos el desierto por la noche? —propuso Scarlya estremecida.
-          Porque por la noche hace demasiado frío. Moriríamos helados.
-          Yo no —musité intimidada—. Yo puedo morir derretida si lo atravieso ahora...
-          Si no te hubieses convertido en niedelf,  no correrías ese peligro —me espetó Rauth con acritud; lo cual me estremeció dolorosamente.
-          Sabes perfectamente por qué lo hice —me defendí con ganas de llorar.
-          No era necesario que te convirtieses en niedelf para salvarnos la vida. Zelm podría haberte ayudado sin necesidad de que sufrieses la transformación.
-          No era posible detenerla, Rauth.
-          Habría preferido que regresases a tu realidad...
-          No es cierto. Si me marchaba...
-          ...no habría ocurrido nada malo. Habríamos podido hacer el viaje sin ti y ahora no tendríamos que cargar con tus problemas.
-          Está bien, id sin mí. Ya os alcanzaré cuando caiga la noche —le dije incapaz de no llorar.
-          No, Shiny. No vamos a dejarte sola, cariño. Rauth, ¿se puede saber qué te sucede ahora? Shiny nos salvó la vida.
-          Para nada porque igualmente morí.
-          Pero ahora estás aquí —protesté yo estremecida dejándome caer entre los brazos de Eros.
-          Vayamos antes de que se haga más tarde —exigió Rauth ignorando mis palabras, retirando de pronto su mirada de mí.
Rauth comenzó a caminar con decisión hacia un río que fluía libremente entre los árboles. Intentando desprenderme de la tristeza que me había anegado el alma, tomé la mano de Eros y todos seguimos a Rauth en silencio. De repente me acordé de las hierbas que Zelm me había proporcionado, pero no estaba segura de si todavía serían efectivas, ya que el agua había humedecido el recipiente que las contenía. No obstante, me agaché junto al río y, en el mismo tarrito donde estaban guardadas, las mezclé con aquella agua tibia y limpia.
-          ¿Qué son esas hierbas? —me preguntó Rauth con ternura, como si nunca me hubiese dirigido palabras hirientes.
-          Son hierbas curativas. Debo tomarlas si noto que estoy a punto de derretirme —le expliqué con temor, intimidada.
-          ¿Quién te las ha dado?
-          Zelm.
-          De acuerdo...
Reemprendimos nuestro camino cuando todos hubimos llenado de agua nuestras cantimploras. El desierto que debíamos atravesar ya se expandía dorado y vacío ante nuestros ojos. No había horizonte que delimitase el terreno de aquellas tierras tan áridas, ardientes y solitarias. Lo único que había ante nosotros era una inmensa planicie carente de cualquier planta, de cualquier resto de vida, cubierta por un cielo demasiado luminoso por el que no se deslizaba ni la nube más pequeña y frágil. De la tierra parecía emanar un humo que volvía más deslumbrante el fulgor del sol, que nos hacía creer que aquellas arenas estarían hirviendo como si el fuego más indestructible se albergase bajo aquellas piedras casi quemadas por el calor.
-          Dios mío —susurró Scarlya estremecida—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en cruzarlo?
-          No lo sé. Nunca lo he atravesado —le contestó Rauth con paciencia.
-          ¿Y no podemos pasarlo volando? Yo puedo volar... —propuse con miedo.
-          Si volamos, el calor nos envolverá. Es más peligroso acercarnos al cielo que caminar sobre la tierra —me aseguró Brisita intimidada también.
Nadie replicó. Intimidados, sobrecogidos y asustados, dejamos atrás el último vestigio de naturaleza y nos adentramos en aquella inmensa extensión de tierra dorada y ardiente. En cuanto empezamos a caminar sobre aquella arena hirviente, el calor más absoluto nos envolvió y cayó sobre nosotros como si de un árido y áspero manto se tratase. Noté que me costaba respirar y moverme. El aire entraba en mi cuerpo como si en realidad estuviese aspirando lava y todas mis extremidades parecieron convertirse en hierro. Dar pasos comenzó a serme casi imposible, por lo que enseguida me quedé rezagada, tratando de igualar la velocidad a la que todos andaban. Como no podíamos mirar atrás, pues entonces el sol nos deslumbraría irrevocablemente, nadie se apercibió de que cada vez me hallaba más lejos de ellos.
-          Brisita —la apelé con una voz susurrante. Hablar me costaba tanto como moverme o respirar.
-          ¡Sinéad!
Hasta que Brisita me apeló con desesperación, no me percaté de que estaba perdiendo el equilibrio. Inesperada e inevitablemente, caí al suelo y sentí que aquella ardiente arena me rozaba impiadosamente la piel. Los ojos casi no se me mantenían abiertos y no podía percibir lo que me rodeaba, pero noté que alguien corría hacia mí.
-          ¡No podemos volver atrás! —gritó Rauth asustado—. ¡No avanzaremos nunca si retrocedemos!
-          ¡Pero Sinéad está en peligro! —opuso Brisita con muchísimo miedo.
-          ¡Sinéad no está preparada para atravesar este desierto! Lo mejor será que regrese a ese bosque e intente cruzarlo por la noche, pero tampoco eso le garantiza que pueda dejarlo atrás. Enseguida amanecerá sobre ella y se hallará en las mismas circunstancias.
-          No podemos dejarla aquí... Shiny, ¿puedes oírme? —me preguntó Eros agachándose a mi lado, desobedeciendo así a Rauth.
-          Eros, me siento mal.
-          Toma las hierbas que Zelm te dio, Sinéad —me aconsejó Brisita con paciencia.
-          No puedo tomarlas tan pronto —me quejé con una voz débil. Sentía que la intensa y ardiente luz del sol estaba arrebatándome la consciencia. Era como volver a ser vampiresa, aunque la piel no me dolía.
-          Vuelve al bosque, Shiny —me ordenó Eros con cariño y pena.
-          Pero no quiero dejaros solos.
-          Tienes que buscar a algún estidelf que te ayude, pero no creo que, con la enemistad que existe entre ellos y los niedelfs, quieran ayudarte —opuso Brisita.
-          Cerinia nos aseguró que...
-          Cerinia es ingenua —se burló Rauth. Su actitud me estremeció de sorpresa y desorientación.
-          ¿Por qué dices eso, Rauth? Estás muy extraño —declaré intentando alzarme del suelo.
-          No me sucede nada raro, Sinéad. Sólo digo la verdad.
-          Pero tú no eres así...
-          Deja de acusarme y álzate del suelo. Sé que eres capaz de aguantar el calor, pero tienes muy poca fuerza de voluntad.
-          Yo te ayudaré, cariño —me aseguró Brisita tomándome de la mano.
-          Gracias...
Entonces, esforzándome indeciblemente, me levanté del suelo y empecé a caminar costosamente aferrándome a la mano de Brisita, quien, pacientemente, me dedicaba miradas anegadas en ímpetu y aliento. De ese modo continuamos atravesando aquel inhóspito e infinito desierto durante un tiempo que se me asemejó a una eternidad. Creía que en cualquier momento el sol me quitaría todas las fuerzas que me permitían moverme y que el aire ardiente que nos envolvía se negaría a seguir adentrándose en un cuerpo donde reinaba el frío. Nunca había tenido tanto calor, ni siquiera cuando la fiebre se dignaba bajar cuando era humana y me enfermaba. El calor que experimentaba en esos instantes era tan desgarrador y devastador que apenas captaba la frialdad de mis dedos o de mis labios.
El día brillaba con tanta fuerza que apenas podía mantener los ojos abiertos. Sobre nosotros, el sol lanzaba violentamente sus incendiados e invencibles rayos sobre la arena, provocando que el calor que la cubría se volviese totalmente ardiente e incandescente. No soplaba ni la menor brisa; pero, cuando el viento intentaba expresarse, la arena se revolvía contra él y se levantaban inmensas olas doradas que nos ocultaban el cielo y nos tiznaban de arena y piedras quemadas.
Ni siquiera había dunas. El desierto por el que caminábamos se extendía más allá del infinito. No tenía fin y parecía como si la naturaleza que lo lindaba no fuese sino un dulce sueño que el calor derretía, un recuerdo que el sol volvía un espejismo. No había nada que pudiese indicarnos que estábamos a punto de salir de aquella inmensa e inhóspita extensión de ardientes arenas. Nada nos recordaba que Lainaya estaba compuesta de otros paisajes. Aquel desierto parecía la única tierra que existía en todo el universo.
De vez en cuando, cuando sentía que el calor deseaba fundirme para siempre, abría cuidadosamente el recipiente donde tenía las hierbas que Zelm me había proporcionado e ingería con calma un sorbito de aquella infusión que me devolvía el frío de mi cuerpo. Aquella tisana de hierbas sabía a frescor, a noche, a humedad... Su sabor me gustaba mucho y sobre todo adoraba masticar las hierbas que la componían, pues de ellas emanaba un jugo sabroso que me hacía sentir protegida y valiente. Tenía que esforzarme por lograr que aquella infusión me durase todo nuestro viaje.
El primer día que pasamos caminando por aquel interminable desierto se convirtió en noche cuando creí que ya había empezado a acostumbrarme a la fuerza y a la excesiva templanza del sol. La noche fue cubriendo el cielo, apagando la deslumbrante luz del día, y el ardiente calor que nos asfixiaba fue tornándose un frío que comenzó a adentrarse en nuestro cuerpo, derritiendo los vestigios de la asfixia que me había hecho creer que moriría de forma inesperada en medio de aquellas arenas incandescentes e incendiadas.
-          Tenemos que aprovechar el frescor de la noche, pero no podemos permitir que el frío se apodere de nosotros. Debemos  correr todo lo que podamos... —nos ordenó Rauth, quien todavía tenía en sus ojos los rescoldos de esos sentimientos tan hirientes e impropios de su alma—. Brisa, Eros y Scarlya, tenéis que seguirme... Sinéad sí podrá vagar libremente, pues el frío es su hogar... pero nosotros corremos peligro.
-          De acuerdo —contestó Eros.
-          Quizá, si os aferráis a mí, podremos cruzar más rápidamente el desierto —propuse esperanzada—. Puedo tomaros en brazos y volar todo lo veloz que pueda por el cielo, sobre las arenas...
-          Es peligroso. No creo que tengas tanta fuerza para transportarnos a todos. Los niedelfs sois débiles —me contradijo Rauth.
-          No es verdad. Los niedelfs podemos ser fuertes...
-          Recuerda que apenas podías tomarnos en brazos a Eros y a mí cuando intentaste salvarnos la vida.
-          En aquellos momentos estaba débil porque acababa de convertirme, pero estoy segura de que ahora tengo mucha más fuerza que antes...
-          Estás agotada, Sinéad. No creo que puedas —seguía contradiciéndome Rauth.
-          Sinéad confía plenamente en ella misma. Puede hacerlo, Rauth. La confianza es la fuerza más potente —le comunicó Brisita.
Entonces, el silencio selló sus labios. Me acerqué a ellos y, tras ordenarles que se aferrasen a mis brazos, me alcé hacia el cielo deseando que su nocturno frío nos acogiese a todos. Inesperadamente, todas las fuerzas que guardaba en mi cuerpo se apoderaron de mis sentimientos, de mis pensamientos y de mis movimientos y empecé a volar raudamente por aquel firmamento lleno de estrellas nítidas. Las arenas que antes habían sido doradas y ardientes se habían convertido en extensiones inmensas y rojizas que pasaban por debajo de nosotros como si fuesen un espejismo. Rauth, Brisita, Scarlya y Eros se asían desesperadamente a mis brazos, protegiéndose junto a mí, incapaces de protestar o de suspirar. Yo me sentía segura, pero también tenía miedo a que alguno de ellos se soltase de mí y cayese al vacío...
-          Estás haciéndolo muy bien, Sinéad —me susurró Brisita en el oído—. Estoy segura de que Zelm está enviándote fuerzas a través de la distancia.
-          Es cierto. Sí, yo también lo siento así —me reí gozosa.
Conseguimos atravesar una gran parte de aquel árido y destructivo desierto. Cuando noté que el cansancio se apoderaba irrevocablemente de mi cuerpo, descendí a la tierra y me senté en aquella helada arena que todavía resguardaba algunos vestigios del intenso calor que bañaba aquellas tierras. Rauth, Brisita, Scarlya y Eros se situaron a mi alrededor, perdiendo los ojos por la inmensidad que nos rodeaba. Durante unos largos segundos, nadie fue capaz de decir nada; pero al fin Rauth habló. Su voz sonó impregnada de preocupación:
-          Podemos morir helados aquí, así que lo más conveniente es que no nos detengamos. Debemos dejar atrás este desierto cuanto antes. Tenemos que llegar a la cordillera de los volcanes de Lainaya antes de que pasen tres días. Presiento que alguno de esos volcanes erupcionará dentro de poco...
-          Entonces no nos detengamos —exclamé alzándome del suelo—. Volaré todo lo rápido que pueda hacia el fin de este desierto. Volaré bajo el sol...
-          Sinéad, no seas ingenua. No tienes tantas fuerzas como piensas —me advirtió Rauth intentando no reírse. Su modo de actuar me parecía demasiado extraño, pero no le objeté nada.
-          No me importa sentirme cansada. Sé que Zelm me enviará fuerzas a través de la distancia. Venid conmigo. Volvamos a volar.
Nadie me replicó. Volví a ascender hacia el cielo notando cómo la presencia de todos mis seres queridos me infundía fuerza y aliento. Volé raudamente por el firmamento, cerca de las estrellas, sintiendo en mi cuerpo la velocidad vuelta sensación y la agresiva caricia del viento.
Volamos durante toda la noche. Scarlya, Eros y Rauth también podían volar. La única que no podía hacerlo era Brisita, pues no dominaba esa facultad y tampoco estaba segura de si los audelfs la poseían. No obstante, nunca volábamos todos al mismo tiempo, puesto que entonces gastaríamos las fuerzas que nuestro cuerpo nos ofrecía.
Volando juntos, llegamos a un lugar donde había algunas palmeras rodeando un pequeño lago. Aquel oasis apareció ante nosotros cuando el oscuro firmamento de la noche ya comenzaba a albergar los primeros suspiros de otro día largo e incandescente que podía arrebatarnos la serenidad y la valentía. Nos detuvimos en aquel oasis para llenar nuestras cantimploras y dormir un poco bajo aquellas enormes hojas que nos proporcionaban una sombra que podía acariciarnos la piel. Me quedé dormida enseguida entre los brazos de Eros, cerca de Brisita, de Scarlya y de Rauth. Después de muchísimo tiempo sintiéndome desprotegida y aterrada, pude percibir que mi alma se llenaba de amparo y seguridad.
-          Te quiero, Shiny. Eres muy valiente, cariño. Estoy muy orgulloso de ti —me susurró Eros en el oído antes de cerrar los ojos.
-          Yo también lo estoy de ti, vida mía. Descansa, amor mío...
El sueño nos alejó de la realidad durante un tiempo que apenas pudimos medir. Nos despertamos cuando el sol empezaba a apagarse, a esconderse tras las brumas del atardecer. La dorada arena despedía un humo que se elevaba hacia el firmamento, convirtiéndose en nubes grisáceas que presagiaban una sólida y polvorienta tormenta. El viento comenzó a soplar con fuerza cuando los primeros murmullos de la noche empezaron a expandirse por el firmamento. Había caído la noche, pero no nos atrevíamos a dejar nuestro refugio atrás. El viento levantaba grandes olas de arena y hacía que el cielo se cubriese de nubes marrones y brillantes que nos deslumbraban. Parecía como si el firmamento hubiese devenido en el suelo de aquel inhóspito desierto.
-          Es una tormenta de arena —explicó Brisita estremecida—. No podemos seguir con nuestro viaje. Tenemos que aguardar a que amaine.
-          Nos retrasaremos mucho —protestó Rauth con seriedad.
-          Pero no podemos viajar con esta agresiva tormenta. Podemos resultar heridos —le informó Brisita, quien en esos momentos parecía la más madura de todos.
-          Yo propongo que nos quedemos descansando un poco más aquí. Estoy agotada. No puedo más. Apenas he podido dormir —se quejó Scarlya con una voz susurrante.
-          ¿Por qué? —le preguntó Eros.
-          No dejo de pensar en Leonard, en cómo estará, en si alguna vez volveremos a vernos. No puedo dormir si no estoy entre sus brazos...
-          Leonard está bien, Scarlya, lo siento por dentro de mí, te lo aseguro —la consolé abrazándola dulcemente.
-          Gracias... Además, me da miedo el desierto. Ver a mi alrededor una extensión tan infinita de tierra y sol... Este lugar es horrible. No me gusta percibirme tan desprotegida. Por eso quiero quedarme aquí. Sé que no volveremos a encontrar otro oasis tan bonito y calmado...
-          No te preocupes por eso, Scarlya. Cuando abandonemos este desierto, hallaremos paisajes mucho más preciosos y protectores —la animó Brisita acariciándole los cabellos.
-          En cuanto la tormenta de arena pase, reemprenderemos nuestro viaje. No podemos acobardarnos. Mientras os serenáis y os animáis, yo voy a comprobar el estado de esta tormenta —dijo Rauth mientras se levantaba y salía del amparo de las palmeras.
-          Papá, es peligroso que te expongas a la tormenta —lo avisó Brisa.
-          No me sucederá nada malo, Brisa —le contestó él con frialdad y lejanía.
-          Rauth está muy extraño —musité cuando vi que se perdía por aquellas olas arenosas—. No es habitual que nos hable así y que se muestre tan distante.
-          Está extraño, es cierto. Además, Sinéad, he visto algo muy insólito en él... —me confesó Brisita—. No ha dormido nada.
-          Bueno, yo tampoco he dormido nada —se rió Scarlya incómoda.
-          Pero él... él tenía los ojos extraños. Los ponía en blanco... y se quedaba mirándome creyendo que yo no me daba cuenta...
-          ¿Qué podemos hacer para conocer lo que le sucede? —quiso saber Eros.
-          Yo creo que... No, es demasiado horrible para que sea cierto —se estremeció Brisita.
-          ¿Qué crees, Brisita, cariño? —la interrogué con amor.
-          Creo que Rauth no es él.
-          ¿Cómo? Entonces, ¿quién es? —preguntó Scarlya sobrecogida.
-          Desde que regresó me resulta muy extraño que haya renacido... Es cierto que los niadaes son las hadas del agua y pueden revivir cualquier existencia apagada, pero un heidelf siempre muere para siempre, a menos que la naturaleza tenga preparado para él otro propósito que en su primera vida no pudo cumplir; pero no es habitual que los niadaes consigan resucitar a los heidelfs —aclaró Brisita con paciencia, aunque su voz destilaba nervios.
-          Entonces, ¿qué insinúas? —intervino Eros.
-          No insinúo, afirmo: la oscuridad ha regresado junto a nosotros utilizando el cuerpo de Rauth. Además, es muy extraño que tenga esos cambios de humor tan agresivos. Cuando nos trata con dulzura, es como si sus virtudes estuviesen hiperbolizadas...
-          Pero ¿cómo podemos estar seguros de eso? Tal vez estés equivocada, Brisita —adujo Scarlya sorprendida y asustada.
-          No podemos estar seguros de nada, ni siquiera de que ahora mismo estemos vivos... Lainaya guarda secretos que ni tan sólo su reina podrá conocer jamás.
-          ¿Y qué tenemos que hacer? —pregunté con pena.
-          Nada extraño. Tenemos que comportarnos como si no sucediese nada, como si Rauth fuese el mismo de siempre. No debemos darle motivos para que se enfade ni se disguste con nosotros y tenemos que tratarlo con amor y paciencia... Si es cierto que la oscuridad se ha apoderado de su cuerpo, no podemos hacer nada contra él... pues en algún momento esa oscuridad resurgirá para abatirnos; pero, si estoy equivocada y Rauth actúa de ese modo porque tiene miedo, habrá sido injusto que desconfiemos tan plenamente de él. Tenemos que esperar los acontecimientos.
-          Pero eso es muy peligroso —protesté con un susurro.
-          Sinéad, es lo único que podemos hacer. Tenemos que estar seguros de que el alma que habita en ese cuerpo no es la de Rauth.
-          De acuerdo, Brisa. Pareces la más inteligente y sabia de todos nosotros —le revelé con vergüenza.
Brisita no dijo nada, solamente agachó tímidamente los ojos. Nos quedamos en silencio, sin atrevernos a hablar ni a respirar con más fuerza de la necesaria. En pocos minutos, Rauth regresó lleno de tierra, sonriéndonos divertido y mirándonos con muchísima inocencia. Intenté no desconfiar de su presencia, pero había algo en mí que me advertía de que todas las miradas, sonrisas y palabras amables y hermosas que él pudiese dedicarnos nacían del propósito de engañarnos a todos.
-          Es divertido jugar con la arena —nos explicó sacudiéndose la ropa—. Podemos tirarnos bolas de arena como si fuese nieve. ¿Te acuerdas, Sinéad, de cuando jugábamos con la nieve en Lacnisha?
-          Por supuesto que me acuerdo —le contesté con añoranza. Me estremecí cuando Rauth me dirigió aquellas palabras, pues no era habitual que él se refiriese a su anterior vida, al contrario: parecía querer huir de su pasado cada vez que yo lo rememoraba—. Jamás podré olvidarme de unos momentos tan bonitos.
-          El viento sopla con mucha fuerza y es divertido intentar que la arena no nos golpee...
-          Yo prefiero quedarme aquí —adujo Scarlya acurrucándose entre dos palmeras—. Es mejor que recuperemos fuerzas para proseguir con nuestro viaje cuando la tormenta se desvanezca.
-          Sí, eso es cierto —afirmó Rauth sentándose en el suelo—. Deberíamos comer algo. ¿No tenéis hambre?
Todos asentimos con la cabeza y, en silencio, comimos esperando que la arena dejase de ocultarnos el color del cielo y que el viento se cansase de agitar el suelo de aquel interminable desierto. Cuando creímos que aquellas olas polvorientas y arenosas se hubieron aquietado, nos dispusimos a reemprender nuestro camino. Volvimos a volar todos juntos a través de la noche. Por debajo de nosotros se deslizaban terrenos de tierra removida, dunas derruidas (eran las únicas dunas que veíamos en todo nuestro viaje) y socavones horadados por el viento en la arena, donde se escondían insectos escalofriantes que buscaban su alimento.
-          Escorpiones, qué asco —gimió Scarlya disgustada.
-          Son horribles —corroboré yo riéndome.
-          Pero no os picarán... —nos consoló Eros también riéndose.
Volando bajo el cielo de la noche, acompañados por las estrellas, me parecía que aquel desierto no era amenazante, sino protector, y que dentro de poco lograríamos vislumbrar el empiece de otra naturaleza más frondosa y fresca. Con aquel ánimo palpitando por dentro de mí, continué volando, llevando a mis seres queridos a un rincón donde pudiésemos reír sin sentir que el sol podía destruir nuestra felicidad.
Continuamos volando durante dos noches más con sus respectivos días, descansando de vez en cuando, refugiándonos bajo aquellas mantas que en la noche nos protegían del frío para que el sol no nos rozase directamente el cuerpo. En más de una ocasión, tuve que ingerir una pequeña parte de aquellas hierbas que Zelm me había proporcionado porque sentía que estaba a punto de fundirme y desaparecer para siempre. Cada vez que me encontraba tan débil y mal, Eros me abrazaba y me consolaba, pero a mí me parecía que nada podría salvarme de una muerte incandescente e irrevocable.
Sin embargo, no nos ocurrió nada lamentable durante todo aquel tiempo. Aquellos días y aquellas noches se nos asemejaron eternos, pero llegó un momento en el que la apariencia de aquel infinito y árido desierto comenzó a cambiar. La arena se volvió más blanda y menos deslumbrante, el calor que nos asfixiaba empezó a tornarse un leve frescor que acarició nuestra bronceada piel y el cielo se tiñó de un matiz azulado mucho más inocente que aquél que había protegido aquellas ardientes arenas. A lo lejos, entre el invisible horizonte, se alzaban unas altísimas y ásperas montañas. No había vegetación en sus laderas y sus cimas no eran sino horadaciones profundas de las que emanaba un humo incansable y oscuro que ensombrecía la luz del atardecer.
-          Estamos a punto de dejar atrás el desierto —nos comunicó Brisita agotada. Ya no volábamos, sino que caminábamos, puesto que la luz del día nos asfixiaba con más desconsideración si nos acercábamos al firmamento—. Aquellas montañas que veis a lo lejos son los volcanes de Lainaya, de donde nace todo el calor del verano y el fuego de la tierra. La morada de Lumia cada vez está más cerca.
-          ¿De veras? —pregunté a punto de llorar de alegría.
-          Sí, está cada vez más cerca; pero tenemos que atravesar esa cordillera tan extensa de volcanes activos. Ninguno de ellos está dormido. Creedme, eso será mucho más difícil que haber cruzado este inabarcable desierto —intervino Rauth con paciencia.
Sus palabras siempre nos silenciaban, pues nos parecían demasiado potentes para rebatirlas. Seguimos caminando dirección a aquella extensa e inquebrantable cordillera de montañas ardientes en cuyo interior moraba todo el fuego de Lainaya y todo ese calor que derretía la nieve del invierno y luchaba contra la decadencia del otoño. A medida que dejábamos atrás aquel inhóspito y dorado desierto, me sentía más cansada, pero también más alentada. No dejábamos de superar obstáculos. Nuestras fuerzas no cesaban de renacer tras ser abatidas por el agotamiento. Experimentando aquel ánimo tan tierno, me imaginé que nuestro viaje terminaba en alegría, luz y amor y que todas las adversidades que habíamos tenido que sortear nos hacían sonreír de orgullo y complicidad.

2 comentarios:

Wensus dijo...

Está claro, consigues transmitir todas las emociones que te propones. He sentido el calor, la asfixia, el agotamiento y la sed que provoca ese terrible y eterno desierto. Tus descripciones como siempre son una maravilla. Incluso cuando Sinéad ha bebido del brebaje de Cerinia lo he saboreado (me lo imaginaba como un mojito, fresquito y con sabor a hierbas jajaja). Estaba ya cabreado con al actitud de Rauth. Por un lado reaparece con mucho amor, cariño y bondad y de pronto, se vuelveun estúpido desagradable...empezaba a desconfiar de él y Brisa ya me confirma mis sospechas. Vale que antes de morir estaba irritable pero no tenía estos cambios tan drásticos de humor. Creo que es la oscuridad, ese no puede ser Rauth...no sé. Me ha gustado eso que ha dicho Brisa, sobre lo de ser niño. Aunque es una etapa que tiene sus cosas buenas y malas, todos deseamos a veces volver a ser niños, que nuestros padres nos protejan, que nuestros únicos problemas sean ir a jugar o conseguir un juguete nuevo. La vida siendo un niño es maravillosa y es una pena que para Brisa haya sido tan rápido, pero compensa que en el mundo en el que vive todo es mágico y fascinante, y ella también lo es. A ver que ocurre, se aproximan cada vez más a la morada de Lumia, ¡que nervios!

Uber Regé dijo...

Rauth no es él, de eso estoy bastante seguro. Que conozca los recuerdos de su vida anterior demuestra que tampoco es un cascarón vacío, en cierto modo es él... pero su actitud no se corresponde en nada con su naturaleza, él es amable y bueno, nunca es duro, me dolería mucho que no se pudiera recuperar su verdadera naturaleza, pero ahora mismo es como si Alneth estuviera viajando con el grupo de nuestros amigos. Por otra parte, ¿dónde estará Leonard? Scarlya no es la única que lo echa de menos, estoy seguro que tendrá un papel muy destacado en lo que tenga que venir, sobre todo ahora que la meta va resultando más cercana. El viaje por Lainaya va despertando en mí todas las sensaciones, ahora con fuerza he sentido el calor, el desierto, la luz cegadora y el cansancio de vagar en condiciones extremas, leer este capítulo es dejar por completo la realidad cotidiana y entrar en un mundo mágico, los lectores somos, igual que tus personajes, peregrinos de una realidad que nos envuelve, he recordado lo que sentía hace muchos años, cuando leí por primera vez "Las Mil y Una Noches", donde las historias se van enredando unas con otras hasta no saber muy bien dónde acaba un relato y empieza el siguiente. Me quedo con ganas de más, quiero saber en qué concluyen todas las historias, ¡y que con ello no sufra demasiado! Eres una escritora maravillosa.