EN LAS MANOS DEL DESTINO - 12. EL AROMA DEL
VERANO
Una anaranjada tibieza cubría e
invadía todos los rincones de un bosque lleno de árboles frondosos y de tronco
invencible. Había frutas suculentas colgando de las ramas, de la tierra
emergían otras tan grandes como nuestra cabeza y el ambiente olía a calor y a
vida. Los ríos fluían nítida y templadamente entre rocas ya demasiado
acariciadas por el agua y el cielo que nos protegía era tan azul y brillante
como el sol. Hacía muchísimo tiempo que no sentía tan vivamente la caricia de
la luz del día, lo cual me hacía sonreír anhelosamente de placer; pero
enseguida me di cuenta de que, siendo niedelf, la luz del sol no me gustaba
tanto como yo deseaba. Sin embargo, cuando sus dorados rayos rozaban mi piel y
me envolvían, creía que la maldad en verdad no existía y todo el helor que se
esparcía por mi cuerpo parecía querer derretirse. Aquella sensación era muy
agradable; pero sabía que, si fuese heidelf, sería muchísimo más hermosa y
luminosa.
Caminábamos mientras reíamos
tibiamente y aludíamos a todo lo que habíamos visto hasta entonces en Lainaya.
Todos estábamos inmensamente felices de que Rauth hubiese vuelto y, al saber
que los niadaes lo habían ayudado a regresar a la vida, habíamos empezado a
confiar más plenamente en ellos. Estábamos seguros de que conseguirían
encontrar a Leonard en muy poco tiempo y lo asistirían en todo lo que él
requiriese hasta que aquel viaje se terminase y todos pudiésemos regresar para
reunirnos con él. La viva presencia de Rauth nos infundía ánimo, seguridad e
inocencia.
Rauth parecía haber renacido
entre pétalos de amor, ternura e ingenuidad. Me parecía que su alma se había
desprendido de la capacidad de anegarse en emociones punzantes. Ni en los ojos
ni en los gestos de Rauth yo detectaba el menor ápice de miedo o tristeza.
Únicamente la melancolía se acomodaba en su mirada junto a la dulzura que a
todos nos dedicaba cuando nos observaba. Su voz sonaba mucho más tierna y
aterciopelada que nunca y todos sus ademanes estaban impregnados de amor y
entrega. Nadie se sentía incómodo a su lado, sino que a todos nos hacía creer
que los peligros se habían terminado para siempre y que, si permanecíamos
juntos, nada volvería a separarnos ni a hacernos daño.
De ese modo atravesamos
prácticamente todos los bosques que formaban la región del verano. Rauth sabía
que, cuando aquella naturaleza verde, frondosa y llena de vida comenzase a
escasear, deberíamos vagar largas horas por un incandescente desierto de arenas
brillantes donde la luz del sol relucía con una peligrosa agresividad. No
obstante, ninguno de nosotros tenía miedo, puesto que los ojos de Rauth no
dejaban de exhalar ánimo, fuerza y tranquilidad.
En la región del verano, las
noches eran cortas, húmedas y frescas. Nos acurrucábamos entre los árboles,
acostados sobre un mullido lecho natural formado por hojas enormes, flores
inquebrantables y una hierba densa que nos protegía de la dureza de las
piedras. Rauth siempre dormía abrazando a Brisita, pues, desde que Lianid se
había alejado de nosotros, ella se sentía mucho más desamparada y triste.
Además, ser consciente de que había dejado para siempre la niñez atrás la sumía
en un ensimismamiento melancólico que ensombrecía su mirada.
-
Me cuesta creer que ya haya abandonado mi infancia para siempre —me
confesaba a veces mientras juntas nos bañábamos en algún caudaloso río de aguas
templadas y limpias—. Apenas he disfrutado de lo hermoso que es ser niña.
-
Yo siempre podré tratarte como una niña cuando lo desees —le sonreía
yo con amabilidad.
-
Ya no será lo mismo, mamá. No es lo mismo ser niño que sentirse como
un niño. Lo primero es algo inconsciente, mientras que lo segundo es voluntario...
-
Lo entiendo...
Los días transcurrían en una
harmonía luciente y cálida que nos hacía sentir protegidos. En la región del
verano, todo aparentaba más mágico y sencillo. Incluso Eros parecía más alegre
y entusiasmado con todo. Me abrazaba íntimamente siempre que nos hallábamos
solos olvidándose de que mi cuerpo estaba mucho más frío que el suyo y me amaba
como si en aquel instante se terminase la vida.
Todavía no nos habíamos
encontrado con ningún estidelf. Aquellos verdes y vivos bosques parecían estar
habitados únicamente por unos animales que apenas se atrevían a mirarnos y por
un sinfín de árboles enormes que daban unos frutos suculentos, jugosos y
riquísimos que nos devolvían las fuerzas que el caminar nos arrebataba. Creía
que nunca podría conocer el mágico aspecto de las hadas del verano, pero no me
impacientaba, puesto que precisamente teníamos que hallar el hogar de uno de
esos seres que los niedelfs tanto temían.
-
Conociendo lo hermosos que son estos bosques, no me extraña que los
estidelfs quieran expandir el verano por toda Lainaya. Estas tierras son mucho
más acogedoras que las que pertenecen al invierno —aseguró Scarlya una mañana.
-
Cuando descubras cómo son los desiertos del verano, comprenderás que
las intenciones de los estidelfs son injustas y peligrosas —le contestó Brisita
con seguridad.
-
¿Y cómo conoces tú el aspecto de esos desiertos si nunca los has
visto? —le cuestionó Scarlya sobrecogida.
-
Pues porque soy la próxima reina de Lainaya. No necesito estar en un
lugar para conocer su apariencia. La naturaleza y la Diosa me han entregado
toda la sabiduría que necesito para proteger mi hogar. Además, los he visto en
sueños. Los sueños tenidos en Lainaya son tan válidos como cualquier vivencia.
-
¿De veras? —le pregunté asustada.
-
Por supuesto...
-
Yo he tenido sueños horribles...
-
No te preocupes por eso. A veces soñamos lo que sucedería si no
recorremos la senda que nos corresponde...
Aquellas palabras no me satisficieron,
pero no se lo comuniqué. Continuamos caminando por aquellos bosques tan verdes;
los que, sin embargo, lentamente dejaron de ser frondosos y densos para
convertirse, de forma cálida y brillante, en extensiones de tierra árida, sin
flores, ardiente.
-
Ya estamos llegando a los desiertos —anunció Rauth con una voz casi
susurrante—. Cerca de aquí hay un río. Tenemos que llenar de agua esos
recipientes que portamos. No podemos pasar sed o moriremos. El sol nos golpeará
con fuerza, por eso tenemos que ir deprisa. No podemos detenernos...
-
¿Y por qué no atravesamos el desierto por la noche? —propuso Scarlya
estremecida.
-
Porque por la noche hace demasiado frío. Moriríamos helados.
-
Yo no —musité intimidada—. Yo puedo morir derretida si lo atravieso
ahora...
-
Si no te hubieses convertido en niedelf, no correrías ese peligro —me espetó Rauth con
acritud; lo cual me estremeció dolorosamente.
-
Sabes perfectamente por qué lo hice —me defendí con ganas de llorar.
-
No era necesario que te convirtieses en niedelf para salvarnos la
vida. Zelm podría haberte ayudado sin necesidad de que sufrieses la
transformación.
-
No era posible detenerla, Rauth.
-
Habría preferido que regresases a tu realidad...
-
No es cierto. Si me marchaba...
-
...no habría ocurrido nada malo. Habríamos podido hacer el viaje sin
ti y ahora no tendríamos que cargar con tus problemas.
-
Está bien, id sin mí. Ya os alcanzaré cuando caiga la noche —le dije
incapaz de no llorar.
-
No, Shiny. No vamos a dejarte sola, cariño. Rauth, ¿se puede saber qué
te sucede ahora? Shiny nos salvó la vida.
-
Para nada porque igualmente morí.
-
Pero ahora estás aquí —protesté yo estremecida dejándome caer entre
los brazos de Eros.
-
Vayamos antes de que se haga más tarde —exigió Rauth ignorando mis
palabras, retirando de pronto su mirada de mí.
Rauth comenzó a caminar con
decisión hacia un río que fluía libremente entre los árboles. Intentando
desprenderme de la tristeza que me había anegado el alma, tomé la mano de Eros
y todos seguimos a Rauth en silencio. De repente me acordé de las hierbas que
Zelm me había proporcionado, pero no estaba segura de si todavía serían
efectivas, ya que el agua había humedecido el recipiente que las contenía. No
obstante, me agaché junto al río y, en el mismo tarrito donde estaban
guardadas, las mezclé con aquella agua tibia y limpia.
-
¿Qué son esas hierbas? —me preguntó Rauth con ternura, como si nunca
me hubiese dirigido palabras hirientes.
-
Son hierbas curativas. Debo tomarlas si noto que estoy a punto de
derretirme —le expliqué con temor, intimidada.
-
¿Quién te las ha dado?
-
Zelm.
-
De acuerdo...
Reemprendimos nuestro camino
cuando todos hubimos llenado de agua nuestras cantimploras. El desierto que
debíamos atravesar ya se expandía dorado y vacío ante nuestros ojos. No había
horizonte que delimitase el terreno de aquellas tierras tan áridas, ardientes y
solitarias. Lo único que había ante nosotros era una inmensa planicie carente
de cualquier planta, de cualquier resto de vida, cubierta por un cielo
demasiado luminoso por el que no se deslizaba ni la nube más pequeña y frágil.
De la tierra parecía emanar un humo que volvía más deslumbrante el fulgor del
sol, que nos hacía creer que aquellas arenas estarían hirviendo como si el
fuego más indestructible se albergase bajo aquellas piedras casi quemadas por
el calor.
-
Dios mío —susurró Scarlya estremecida—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en
cruzarlo?
-
No lo sé. Nunca lo he atravesado —le contestó Rauth con paciencia.
-
¿Y no podemos pasarlo volando? Yo puedo volar... —propuse con miedo.
-
Si volamos, el calor nos envolverá. Es más peligroso acercarnos al
cielo que caminar sobre la tierra —me aseguró Brisita intimidada también.
Nadie replicó. Intimidados,
sobrecogidos y asustados, dejamos atrás el último vestigio de naturaleza y nos
adentramos en aquella inmensa extensión de tierra dorada y ardiente. En cuanto
empezamos a caminar sobre aquella arena hirviente, el calor más absoluto nos
envolvió y cayó sobre nosotros como si de un árido y áspero manto se tratase.
Noté que me costaba respirar y moverme. El aire entraba en mi cuerpo como si en
realidad estuviese aspirando lava y todas mis extremidades parecieron
convertirse en hierro. Dar pasos comenzó a serme casi imposible, por lo que
enseguida me quedé rezagada, tratando de igualar la velocidad a la que todos
andaban. Como no podíamos mirar atrás, pues entonces el sol nos deslumbraría
irrevocablemente, nadie se apercibió de que cada vez me hallaba más lejos de
ellos.
-
Brisita —la apelé con una voz susurrante. Hablar me costaba tanto como
moverme o respirar.
-
¡Sinéad!
Hasta que Brisita me apeló con
desesperación, no me percaté de que estaba perdiendo el equilibrio. Inesperada
e inevitablemente, caí al suelo y sentí que aquella ardiente arena me rozaba
impiadosamente la piel. Los ojos casi no se me mantenían abiertos y no podía
percibir lo que me rodeaba, pero noté que alguien corría hacia mí.
-
¡No podemos volver atrás! —gritó Rauth asustado—. ¡No avanzaremos
nunca si retrocedemos!
-
¡Pero Sinéad está en peligro! —opuso Brisita con muchísimo miedo.
-
¡Sinéad no está preparada para atravesar este desierto! Lo mejor será
que regrese a ese bosque e intente cruzarlo por la noche, pero tampoco eso le
garantiza que pueda dejarlo atrás. Enseguida amanecerá sobre ella y se hallará
en las mismas circunstancias.
-
No podemos dejarla aquí... Shiny, ¿puedes oírme? —me preguntó Eros
agachándose a mi lado, desobedeciendo así a Rauth.
-
Eros, me siento mal.
-
Toma las hierbas que Zelm te dio, Sinéad —me aconsejó Brisita con
paciencia.
-
No puedo tomarlas tan pronto —me quejé con una voz débil. Sentía que
la intensa y ardiente luz del sol estaba arrebatándome la consciencia. Era como
volver a ser vampiresa, aunque la piel no me dolía.
-
Vuelve al bosque, Shiny —me ordenó Eros con cariño y pena.
-
Pero no quiero dejaros solos.
-
Tienes que buscar a algún estidelf que te ayude, pero no creo que, con
la enemistad que existe entre ellos y los niedelfs, quieran ayudarte —opuso
Brisita.
-
Cerinia nos aseguró que...
-
Cerinia es ingenua —se burló Rauth. Su actitud me estremeció de
sorpresa y desorientación.
-
¿Por qué dices eso, Rauth? Estás muy extraño —declaré intentando
alzarme del suelo.
-
No me sucede nada raro, Sinéad. Sólo digo la verdad.
-
Pero tú no eres así...
-
Deja de acusarme y álzate del suelo. Sé que eres capaz de aguantar el
calor, pero tienes muy poca fuerza de voluntad.
-
Yo te ayudaré, cariño —me aseguró Brisita tomándome de la mano.
-
Gracias...
Entonces, esforzándome
indeciblemente, me levanté del suelo y empecé a caminar costosamente
aferrándome a la mano de Brisita, quien, pacientemente, me dedicaba miradas
anegadas en ímpetu y aliento. De ese modo continuamos atravesando aquel inhóspito
e infinito desierto durante un tiempo que se me asemejó a una eternidad. Creía
que en cualquier momento el sol me quitaría todas las fuerzas que me permitían
moverme y que el aire ardiente que nos envolvía se negaría a seguir
adentrándose en un cuerpo donde reinaba el frío. Nunca había tenido tanto
calor, ni siquiera cuando la fiebre se dignaba bajar cuando era humana y me
enfermaba. El calor que experimentaba en esos instantes era tan desgarrador y
devastador que apenas captaba la frialdad de mis dedos o de mis labios.
El día brillaba con tanta fuerza
que apenas podía mantener los ojos abiertos. Sobre nosotros, el sol lanzaba
violentamente sus incendiados e invencibles rayos sobre la arena, provocando
que el calor que la cubría se volviese totalmente ardiente e incandescente. No
soplaba ni la menor brisa; pero, cuando el viento intentaba expresarse, la
arena se revolvía contra él y se levantaban inmensas olas doradas que nos
ocultaban el cielo y nos tiznaban de arena y piedras quemadas.
Ni siquiera había dunas. El
desierto por el que caminábamos se extendía más allá del infinito. No tenía fin
y parecía como si la naturaleza que lo lindaba no fuese sino un dulce sueño que
el calor derretía, un recuerdo que el sol volvía un espejismo. No había nada
que pudiese indicarnos que estábamos a punto de salir de aquella inmensa e
inhóspita extensión de ardientes arenas. Nada nos recordaba que Lainaya estaba
compuesta de otros paisajes. Aquel desierto parecía la única tierra que existía
en todo el universo.
De vez en cuando, cuando sentía
que el calor deseaba fundirme para siempre, abría cuidadosamente el recipiente
donde tenía las hierbas que Zelm me había proporcionado e ingería con calma un
sorbito de aquella infusión que me devolvía el frío de mi cuerpo. Aquella
tisana de hierbas sabía a frescor, a noche, a humedad... Su sabor me gustaba
mucho y sobre todo adoraba masticar las hierbas que la componían, pues de ellas
emanaba un jugo sabroso que me hacía sentir protegida y valiente. Tenía que
esforzarme por lograr que aquella infusión me durase todo nuestro viaje.
El primer día que pasamos
caminando por aquel interminable desierto se convirtió en noche cuando creí que
ya había empezado a acostumbrarme a la fuerza y a la excesiva templanza del
sol. La noche fue cubriendo el cielo, apagando la deslumbrante luz del día, y
el ardiente calor que nos asfixiaba fue tornándose un frío que comenzó a
adentrarse en nuestro cuerpo, derritiendo los vestigios de la asfixia que me
había hecho creer que moriría de forma inesperada en medio de aquellas arenas
incandescentes e incendiadas.
-
Tenemos que aprovechar el frescor de la noche, pero no podemos
permitir que el frío se apodere de nosotros. Debemos correr todo lo que podamos... —nos ordenó
Rauth, quien todavía tenía en sus ojos los rescoldos de esos sentimientos tan
hirientes e impropios de su alma—. Brisa, Eros y Scarlya, tenéis que
seguirme... Sinéad sí podrá vagar libremente, pues el frío es su hogar... pero
nosotros corremos peligro.
-
De acuerdo —contestó Eros.
-
Quizá, si os aferráis a mí, podremos cruzar más rápidamente el
desierto —propuse esperanzada—. Puedo tomaros en brazos y volar todo lo veloz
que pueda por el cielo, sobre las arenas...
-
Es peligroso. No creo que tengas tanta fuerza para transportarnos a
todos. Los niedelfs sois débiles —me contradijo Rauth.
-
No es verdad. Los niedelfs podemos ser fuertes...
-
Recuerda que apenas podías tomarnos en brazos a Eros y a mí cuando
intentaste salvarnos la vida.
-
En aquellos momentos estaba débil porque acababa de convertirme, pero
estoy segura de que ahora tengo mucha más fuerza que antes...
-
Estás agotada, Sinéad. No creo que puedas —seguía contradiciéndome
Rauth.
-
Sinéad confía plenamente en ella misma. Puede hacerlo, Rauth. La
confianza es la fuerza más potente —le comunicó Brisita.
Entonces, el silencio selló sus
labios. Me acerqué a ellos y, tras ordenarles que se aferrasen a mis brazos, me
alcé hacia el cielo deseando que su nocturno frío nos acogiese a todos.
Inesperadamente, todas las fuerzas que guardaba en mi cuerpo se apoderaron de
mis sentimientos, de mis pensamientos y de mis movimientos y empecé a volar
raudamente por aquel firmamento lleno de estrellas nítidas. Las arenas que
antes habían sido doradas y ardientes se habían convertido en extensiones
inmensas y rojizas que pasaban por debajo de nosotros como si fuesen un
espejismo. Rauth, Brisita, Scarlya y Eros se asían desesperadamente a mis
brazos, protegiéndose junto a mí, incapaces de protestar o de suspirar. Yo me
sentía segura, pero también tenía miedo a que alguno de ellos se soltase de mí
y cayese al vacío...
-
Estás haciéndolo muy bien, Sinéad —me susurró Brisita en el oído—.
Estoy segura de que Zelm está enviándote fuerzas a través de la distancia.
-
Es cierto. Sí, yo también lo siento así —me reí gozosa.
Conseguimos atravesar una gran
parte de aquel árido y destructivo desierto. Cuando noté que el cansancio se
apoderaba irrevocablemente de mi cuerpo, descendí a la tierra y me senté en
aquella helada arena que todavía resguardaba algunos vestigios del intenso
calor que bañaba aquellas tierras. Rauth, Brisita, Scarlya y Eros se situaron a
mi alrededor, perdiendo los ojos por la inmensidad que nos rodeaba. Durante
unos largos segundos, nadie fue capaz de decir nada; pero al fin Rauth habló.
Su voz sonó impregnada de preocupación:
-
Podemos morir helados aquí, así que lo más conveniente es que no nos
detengamos. Debemos dejar atrás este desierto cuanto antes. Tenemos que llegar
a la cordillera de los volcanes de Lainaya antes de que pasen tres días.
Presiento que alguno de esos volcanes erupcionará dentro de poco...
-
Entonces no nos detengamos —exclamé alzándome del suelo—. Volaré todo
lo rápido que pueda hacia el fin de este desierto. Volaré bajo el sol...
-
Sinéad, no seas ingenua. No tienes tantas fuerzas como piensas —me
advirtió Rauth intentando no reírse. Su modo de actuar me parecía demasiado
extraño, pero no le objeté nada.
-
No me importa sentirme cansada. Sé que Zelm me enviará fuerzas a
través de la distancia. Venid conmigo. Volvamos a volar.
Nadie me replicó. Volví a
ascender hacia el cielo notando cómo la presencia de todos mis seres queridos
me infundía fuerza y aliento. Volé raudamente por el firmamento, cerca de las
estrellas, sintiendo en mi cuerpo la velocidad vuelta sensación y la agresiva
caricia del viento.
Volamos durante toda la noche. Scarlya,
Eros y Rauth también podían volar. La única que no podía hacerlo era Brisita,
pues no dominaba esa facultad y tampoco estaba segura de si los audelfs la
poseían. No obstante, nunca volábamos todos al mismo tiempo, puesto que
entonces gastaríamos las fuerzas que nuestro cuerpo nos ofrecía.
Volando juntos, llegamos a un
lugar donde había algunas palmeras rodeando un pequeño lago. Aquel oasis
apareció ante nosotros cuando el oscuro firmamento de la noche ya comenzaba a
albergar los primeros suspiros de otro día largo e incandescente que podía arrebatarnos
la serenidad y la valentía. Nos detuvimos en aquel oasis para llenar nuestras cantimploras
y dormir un poco bajo aquellas enormes hojas que nos proporcionaban una sombra
que podía acariciarnos la piel. Me quedé dormida enseguida entre los brazos de
Eros, cerca de Brisita, de Scarlya y de Rauth. Después de muchísimo tiempo
sintiéndome desprotegida y aterrada, pude percibir que mi alma se llenaba de
amparo y seguridad.
-
Te quiero, Shiny. Eres muy valiente, cariño. Estoy muy orgulloso de ti
—me susurró Eros en el oído antes de cerrar los ojos.
-
Yo también lo estoy de ti, vida mía. Descansa, amor mío...
El sueño nos alejó de la
realidad durante un tiempo que apenas pudimos medir. Nos despertamos cuando el
sol empezaba a apagarse, a esconderse tras las brumas del atardecer. La dorada
arena despedía un humo que se elevaba hacia el firmamento, convirtiéndose en
nubes grisáceas que presagiaban una sólida y polvorienta tormenta. El viento
comenzó a soplar con fuerza cuando los primeros murmullos de la noche empezaron
a expandirse por el firmamento. Había caído la noche, pero no nos atrevíamos a
dejar nuestro refugio atrás. El viento levantaba grandes olas de arena y hacía
que el cielo se cubriese de nubes marrones y brillantes que nos deslumbraban.
Parecía como si el firmamento hubiese devenido en el suelo de aquel inhóspito
desierto.
-
Es una tormenta de arena —explicó Brisita estremecida—. No podemos
seguir con nuestro viaje. Tenemos que aguardar a que amaine.
-
Nos retrasaremos mucho —protestó Rauth con seriedad.
-
Pero no podemos viajar con esta agresiva tormenta. Podemos resultar
heridos —le informó Brisita, quien en esos momentos parecía la más madura de
todos.
-
Yo propongo que nos quedemos descansando un poco más aquí. Estoy
agotada. No puedo más. Apenas he podido dormir —se quejó Scarlya con una voz
susurrante.
-
¿Por qué? —le preguntó Eros.
-
No dejo de pensar en Leonard, en cómo estará, en si alguna vez
volveremos a vernos. No puedo dormir si no estoy entre sus brazos...
-
Leonard está bien, Scarlya, lo siento por dentro de mí, te lo aseguro
—la consolé abrazándola dulcemente.
-
Gracias... Además, me da miedo el desierto. Ver a mi alrededor una
extensión tan infinita de tierra y sol... Este lugar es horrible. No me gusta
percibirme tan desprotegida. Por eso quiero quedarme aquí. Sé que no volveremos
a encontrar otro oasis tan bonito y calmado...
-
No te preocupes por eso, Scarlya. Cuando abandonemos este desierto,
hallaremos paisajes mucho más preciosos y protectores —la animó Brisita
acariciándole los cabellos.
-
En cuanto la tormenta de arena pase, reemprenderemos nuestro viaje. No
podemos acobardarnos. Mientras os serenáis y os animáis, yo voy a comprobar el
estado de esta tormenta —dijo Rauth mientras se levantaba y salía del amparo de
las palmeras.
-
Papá, es peligroso que te expongas a la tormenta —lo avisó Brisa.
-
No me sucederá nada malo, Brisa —le contestó él con frialdad y
lejanía.
-
Rauth está muy extraño —musité cuando vi que se perdía por aquellas
olas arenosas—. No es habitual que nos hable así y que se muestre tan distante.
-
Está extraño, es cierto. Además, Sinéad, he visto algo muy insólito en
él... —me confesó Brisita—. No ha dormido nada.
-
Bueno, yo tampoco he dormido nada —se rió Scarlya incómoda.
-
Pero él... él tenía los ojos extraños. Los ponía en blanco... y se
quedaba mirándome creyendo que yo no me daba cuenta...
-
¿Qué podemos hacer para conocer lo que le sucede? —quiso saber Eros.
-
Yo creo que... No, es demasiado horrible para que sea cierto —se
estremeció Brisita.
-
¿Qué crees, Brisita, cariño? —la interrogué con amor.
-
Creo que Rauth no es él.
-
¿Cómo? Entonces, ¿quién es? —preguntó Scarlya sobrecogida.
-
Desde que regresó me resulta muy extraño que haya renacido... Es
cierto que los niadaes son las hadas del agua y pueden revivir cualquier
existencia apagada, pero un heidelf siempre muere para siempre, a menos que la
naturaleza tenga preparado para él otro propósito que en su primera vida no
pudo cumplir; pero no es habitual que los niadaes consigan resucitar a los
heidelfs —aclaró Brisita con paciencia, aunque su voz destilaba nervios.
-
Entonces, ¿qué insinúas? —intervino Eros.
-
No insinúo, afirmo: la oscuridad ha regresado junto a nosotros
utilizando el cuerpo de Rauth. Además, es muy extraño que tenga esos cambios de
humor tan agresivos. Cuando nos trata con dulzura, es como si sus virtudes
estuviesen hiperbolizadas...
-
Pero ¿cómo podemos estar seguros de eso? Tal vez estés equivocada,
Brisita —adujo Scarlya sorprendida y asustada.
-
No podemos estar seguros de nada, ni siquiera de que ahora mismo
estemos vivos... Lainaya guarda secretos que ni tan sólo su reina podrá conocer
jamás.
-
¿Y qué tenemos que hacer? —pregunté con pena.
-
Nada extraño. Tenemos que comportarnos como si no sucediese nada, como
si Rauth fuese el mismo de siempre. No debemos darle motivos para que se enfade
ni se disguste con nosotros y tenemos que tratarlo con amor y paciencia... Si
es cierto que la oscuridad se ha apoderado de su cuerpo, no podemos hacer nada
contra él... pues en algún momento esa oscuridad resurgirá para abatirnos;
pero, si estoy equivocada y Rauth actúa de ese modo porque tiene miedo, habrá
sido injusto que desconfiemos tan plenamente de él. Tenemos que esperar los
acontecimientos.
-
Pero eso es muy peligroso —protesté con un susurro.
-
Sinéad, es lo único que podemos hacer. Tenemos que estar seguros de
que el alma que habita en ese cuerpo no es la de Rauth.
-
De acuerdo, Brisa. Pareces la más inteligente y sabia de todos
nosotros —le revelé con vergüenza.
Brisita no dijo nada, solamente
agachó tímidamente los ojos. Nos quedamos en silencio, sin atrevernos a hablar
ni a respirar con más fuerza de la necesaria. En pocos minutos, Rauth regresó
lleno de tierra, sonriéndonos divertido y mirándonos con muchísima inocencia.
Intenté no desconfiar de su presencia, pero había algo en mí que me advertía de
que todas las miradas, sonrisas y palabras amables y hermosas que él pudiese
dedicarnos nacían del propósito de engañarnos a todos.
-
Es divertido jugar con la arena —nos explicó sacudiéndose la ropa—.
Podemos tirarnos bolas de arena como si fuese nieve. ¿Te acuerdas, Sinéad, de
cuando jugábamos con la nieve en Lacnisha?
-
Por supuesto que me acuerdo —le contesté con añoranza. Me estremecí
cuando Rauth me dirigió aquellas palabras, pues no era habitual que él se
refiriese a su anterior vida, al contrario: parecía querer huir de su pasado
cada vez que yo lo rememoraba—. Jamás podré olvidarme de unos momentos tan
bonitos.
-
El viento sopla con mucha fuerza y es divertido intentar que la arena
no nos golpee...
-
Yo prefiero quedarme aquí —adujo Scarlya acurrucándose entre dos
palmeras—. Es mejor que recuperemos fuerzas para proseguir con nuestro viaje
cuando la tormenta se desvanezca.
-
Sí, eso es cierto —afirmó Rauth sentándose en el suelo—. Deberíamos
comer algo. ¿No tenéis hambre?
Todos asentimos con la cabeza y,
en silencio, comimos esperando que la arena dejase de ocultarnos el color del
cielo y que el viento se cansase de agitar el suelo de aquel interminable
desierto. Cuando creímos que aquellas olas polvorientas y arenosas se hubieron
aquietado, nos dispusimos a reemprender nuestro camino. Volvimos a volar todos
juntos a través de la noche. Por debajo de nosotros se deslizaban terrenos de
tierra removida, dunas derruidas (eran las únicas dunas que veíamos en todo
nuestro viaje) y socavones horadados por el viento en la arena, donde se
escondían insectos escalofriantes que buscaban su alimento.
-
Escorpiones, qué asco —gimió Scarlya disgustada.
-
Son horribles —corroboré yo riéndome.
-
Pero no os picarán... —nos consoló Eros también riéndose.
Volando bajo el cielo de la
noche, acompañados por las estrellas, me parecía que aquel desierto no era
amenazante, sino protector, y que dentro de poco lograríamos vislumbrar el
empiece de otra naturaleza más frondosa y fresca. Con aquel ánimo palpitando
por dentro de mí, continué volando, llevando a mis seres queridos a un rincón
donde pudiésemos reír sin sentir que el sol podía destruir nuestra felicidad.
Continuamos volando durante dos
noches más con sus respectivos días, descansando de vez en cuando,
refugiándonos bajo aquellas mantas que en la noche nos protegían del frío para
que el sol no nos rozase directamente el cuerpo. En más de una ocasión, tuve
que ingerir una pequeña parte de aquellas hierbas que Zelm me había
proporcionado porque sentía que estaba a punto de fundirme y desaparecer para
siempre. Cada vez que me encontraba tan débil y mal, Eros me abrazaba y me
consolaba, pero a mí me parecía que nada podría salvarme de una muerte
incandescente e irrevocable.
Sin embargo, no nos ocurrió nada
lamentable durante todo aquel tiempo. Aquellos días y aquellas noches se nos
asemejaron eternos, pero llegó un momento en el que la apariencia de aquel
infinito y árido desierto comenzó a cambiar. La arena se volvió más blanda y
menos deslumbrante, el calor que nos asfixiaba empezó a tornarse un leve
frescor que acarició nuestra bronceada piel y el cielo se tiñó de un matiz
azulado mucho más inocente que aquél que había protegido aquellas ardientes
arenas. A lo lejos, entre el invisible horizonte, se alzaban unas altísimas y
ásperas montañas. No había vegetación en sus laderas y sus cimas no eran sino
horadaciones profundas de las que emanaba un humo incansable y oscuro que
ensombrecía la luz del atardecer.
-
Estamos a punto de dejar atrás el desierto —nos comunicó Brisita
agotada. Ya no volábamos, sino que caminábamos, puesto que la luz del día nos
asfixiaba con más desconsideración si nos acercábamos al firmamento—. Aquellas montañas
que veis a lo lejos son los volcanes de Lainaya, de donde nace todo el calor
del verano y el fuego de la tierra. La morada de Lumia cada vez está más cerca.
-
¿De veras? —pregunté a punto de llorar de alegría.
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Sí, está cada vez más cerca; pero tenemos que atravesar esa cordillera
tan extensa de volcanes activos. Ninguno de ellos está dormido. Creedme, eso
será mucho más difícil que haber cruzado este inabarcable desierto —intervino
Rauth con paciencia.
Sus palabras siempre nos
silenciaban, pues nos parecían demasiado potentes para rebatirlas. Seguimos
caminando dirección a aquella extensa e inquebrantable cordillera de montañas
ardientes en cuyo interior moraba todo el fuego de Lainaya y todo ese calor que
derretía la nieve del invierno y luchaba contra la decadencia del otoño. A
medida que dejábamos atrás aquel inhóspito y dorado desierto, me sentía más
cansada, pero también más alentada. No dejábamos de superar obstáculos.
Nuestras fuerzas no cesaban de renacer tras ser abatidas por el agotamiento.
Experimentando aquel ánimo tan tierno, me imaginé que nuestro viaje terminaba
en alegría, luz y amor y que todas las adversidades que habíamos tenido que
sortear nos hacían sonreír de orgullo y complicidad.
2 comentarios:
Está claro, consigues transmitir todas las emociones que te propones. He sentido el calor, la asfixia, el agotamiento y la sed que provoca ese terrible y eterno desierto. Tus descripciones como siempre son una maravilla. Incluso cuando Sinéad ha bebido del brebaje de Cerinia lo he saboreado (me lo imaginaba como un mojito, fresquito y con sabor a hierbas jajaja). Estaba ya cabreado con al actitud de Rauth. Por un lado reaparece con mucho amor, cariño y bondad y de pronto, se vuelveun estúpido desagradable...empezaba a desconfiar de él y Brisa ya me confirma mis sospechas. Vale que antes de morir estaba irritable pero no tenía estos cambios tan drásticos de humor. Creo que es la oscuridad, ese no puede ser Rauth...no sé. Me ha gustado eso que ha dicho Brisa, sobre lo de ser niño. Aunque es una etapa que tiene sus cosas buenas y malas, todos deseamos a veces volver a ser niños, que nuestros padres nos protejan, que nuestros únicos problemas sean ir a jugar o conseguir un juguete nuevo. La vida siendo un niño es maravillosa y es una pena que para Brisa haya sido tan rápido, pero compensa que en el mundo en el que vive todo es mágico y fascinante, y ella también lo es. A ver que ocurre, se aproximan cada vez más a la morada de Lumia, ¡que nervios!
Rauth no es él, de eso estoy bastante seguro. Que conozca los recuerdos de su vida anterior demuestra que tampoco es un cascarón vacío, en cierto modo es él... pero su actitud no se corresponde en nada con su naturaleza, él es amable y bueno, nunca es duro, me dolería mucho que no se pudiera recuperar su verdadera naturaleza, pero ahora mismo es como si Alneth estuviera viajando con el grupo de nuestros amigos. Por otra parte, ¿dónde estará Leonard? Scarlya no es la única que lo echa de menos, estoy seguro que tendrá un papel muy destacado en lo que tenga que venir, sobre todo ahora que la meta va resultando más cercana. El viaje por Lainaya va despertando en mí todas las sensaciones, ahora con fuerza he sentido el calor, el desierto, la luz cegadora y el cansancio de vagar en condiciones extremas, leer este capítulo es dejar por completo la realidad cotidiana y entrar en un mundo mágico, los lectores somos, igual que tus personajes, peregrinos de una realidad que nos envuelve, he recordado lo que sentía hace muchos años, cuando leí por primera vez "Las Mil y Una Noches", donde las historias se van enredando unas con otras hasta no saber muy bien dónde acaba un relato y empieza el siguiente. Me quedo con ganas de más, quiero saber en qué concluyen todas las historias, ¡y que con ello no sufra demasiado! Eres una escritora maravillosa.
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