lunes, 23 de septiembre de 2019

LA SOMBRA DEL ETERNO RETORNO


LA SOMBRA DEL ETERNO RETORNO

Desde hacía días, deseaba acallar un silencio profundo que le llenaba toda el alma y gritaba en su interior con una fuerza superior a la de cualquier huracán. Un remolino de emociones se le anudaba a la garganta cada vez que intentaba sumergirse en sí misma con el fin de entender lo que sentía, pero algo se le había quebrado desde hacía más de seis meses. Seis meses no parecía una medida de tiempo muy exacta, pues ella sabía que su tortura y su sufrimiento habían comenzado mucho antes, desde que supo que tendría que abandonar su cálido hogar para lanzarse a un futuro incierto en busca de una estabilidad económica que, en su tierra, nunca podría conseguir. Impulsada por todas esas ideas que le fueron inculcando desde niña, viajó a ese lugar desconocido en el que apenas podía aspirar el aroma de la hierba. Poco a poco, fue consiguiendo esa estabilidad económica que todos ansiaban para ella, pero le costaba mucho retener el dinero a su lado. Ella, que siempre había sido humilde y nunca había pensado en lo que gastaba, debía andar con mucho ojo con todo lo que compraba, debía hacer cuentas interminables para comprender cuánto podía gastar en los días siguientes. Era un sinvivir, algo que le quitaba el sueño, algo que la desorientaba en su vida.

Sus estudios la habían construido como persona, pero no como ser humano que pudiese subsistir en esa sociedad en la que todos vivían aparentemente tan conformes. Era un número más en la seguridad social, un número más en las estadísticas, una persona más que cogía el tren todos los días, tan temprano que ni siquiera había salido el sol. Era una persona más que caminaba por la calle hacia una oficina en la que debía permanecer encerrada durante ocho horas. Era una voz sin rostro para todos aquéllos que se veían obligados a hablar con ella al otro lado del teléfono. Era algo que no tenía personalidad para los responsables de su trabajo. Nadie conocía bien su historia. Se hallaba en una tierra ajena en la que trataba de encontrarse, pero, en todos esos días que llevaba allí viviendo, no había conseguido conocer a nadie que pudiese conocerla.

Algunos días, salía de la oficina más tarde de lo que deseaba porque, a último momento, le había entrado una llamada de alguien que parecía intuir la prisa que se apoderaba de toda ella cuando se acercaba la hora de salir. Debía ser cordial y fingir que esa llamada no la fastidiaba. Cada día le resultaba más complicado esconder sus sentimientos y, paradójicamente, cada día hablaba mejor, sabía modular con más perfección su voz, hasta hacerles creer a todos aquéllos que conversaban con ella que era la persona más alegre de la Tierra.

Cuando salía más tarde de lo deseado de su trabajo, debía aguardar veinte minutos a que llegase el siguiente autobús que la llevaría a la estación de tren. Veinte minutos. A nadie le importaba que ella desperdiciase esos veinte minutos de su vida esperando el autobús. Daba lo mismo. Ella lo único que debía hacer era trabajar lo mejor posible, y punto. No cabían lamentaciones en ninguna parte. Había de callar y seguir adelante, esforzándose día tras día por alcanzar esa estabilidad económica que le permitiese comprar un piso en alguna parte. Lo cierto es que había perdido el interés por cualquier hogar que pudiese conseguir en aquella tierra insulsa en la que le costaba tanto adivinar el sabor de los alimentos.

No deseaba perder veinte minutos de su vida sentada en la parada del autobús intentando que los que aguardaban, como ella, ni siquiera la mirasen. Quería pasar desapercibida por todos. No quería que nadie le hablase ni la mirase. Era una chica morena, con el pelo muy largo, tenía los ojos marrones, era delgada y su estatura no alcanzaba los ciento sesenta centímetros, pero ella no se sentía bonita en aquel lugar; al contrario, notaba que sus ojos no brillaban igual, que la mirada se le estaba apagando.

Una de esas tardes, decidió caminar por los alrededores de la oficina en la que trabajaba tratando de encontrar alguna imagen que le pudiese acariciar el alma. Su oficina se hallaba cerca de una pequeña plaza en la que jugaban niños a la pelota. Aquella plaza se encontraba rodeada por edificios altos construidos hacía más de tres décadas, de los cuales apenas emanaba vida.

Se sentó en uno de los bancos que había en aquella plaza. Curiosamente, el banco estaba rodeado por un sinfín de flores que no despedían ningún olor. Intentando huir de la decepción que aquello le produjo, sacó de su bolso el libro que pretendía leer desde hacía semanas. No conseguía avanzar prácticamente nada. No podía leer. Cuando posaba los ojos en aquellas letras impresas, algo se le quebraba por dentro. El sonido silencioso de aquellas palabras escritas en su lengua le removía demasiado el alma, pero no se atrevía a comprar libros escritos en castellano. No quería alejarse de la melodía de su tierra. Deseaba retornar a ella siempre que pudiese, aunque aquel retorno ficticio le rompiese el corazón, aunque no pudiese desintegrar con aquellos acercamientos la distancia que la separaba de su hogar. No quería ignorar que existía y saber que existía le dolía. Seguía existiendo. Eso era lo que más la aliviaba, que todo seguía como siempre allí, pero también era lo que más la laceraba.

Cuando luchaba contra sus sentimientos intentando que éstos le permitiesen entender lo que leía, notó que alguien caminaba hacia ella. Creyendo que se trataría de algún niño de los que jugaban en aquella plaza, procuró ignorar aquella presencia, pero ésta se corporeizó con precisión y, al instante, se apercibió de que alguien se había sentado a su lado, alguien que irradiaba un fuerte olor a perfume de mujer.

Alzó tímidamente la cabeza y la miró con curiosidad y miedo. No quería hablar con nadie, pero su educación le impedía ignorar a las personas que se hallaban tan cerca de ella. Parpadeó ante la potente mirada de la chica que se había situado a su lado. Tenía los ojos grandes y muy azules. Parecían un pedazo de cielo caído a la tierra. Sus pestañas eran doradas y tenía congelado en su rostro un gesto de curiosidad como el que a ella también se le había helado en el alma.

Sus cabellos rubios, brillantes y rizados caían libres por sus delgados hombros. Iba vestida con una sencilla camiseta negra y una falda tejana. Tenía en la mano un bolso pequeño y bastante usado y llevaba muchas pulseras en los dos brazos. Una punta de amatista le colgaba del cuello.

   Hola —la saludó amigablemente, sonriéndole. Al sonreír, ella advirtió que llevaba aparatos en los dientes—. ¿Puedo sentarme contigo? Bueno, ya estoy sentada, claro. Me refiero a si puedo estar contigo sentada aquí. —Ella asintió extrañada, en silencio—. Vale, pues es que mira, este sitio a mí me gusta mucho. Vigilo a mi hermano desde aquí. Mi hermano es ese niño con la camiseta del Real Madrid. —Ella no tenía ni idea de cómo era una camiseta del Real Madrid—. Es muy bueno jugando al fútbol, la verdad. Quiere ser futbolista, pero eso es tan difícil... Realmente, es difícil ser algo que quieras ser en esta vida, sobre todo si se trata de cosas tan así, así... como de mentira, como de cuento o de novela. ¿Te gusta leer? —Ella volvió a asentir—. Pues es que yo soy escritora, mira, no se lo leería a cualquier persona, pero a mí tú me caes bien... —Sacó entonces una pequeña libreta de su bolso diminuto—. Escribí esto el otro día, en el Retiro, ¿has ido al Retiro? Supongo que sí. Pues puse: “me gustaría que el atardecer cayese sobre mí y me llevase junto a las estrellas para anochecer sobre la ciudad y ver cómo amanece en el mundo.” Sé que no es gran cosa, pero es que llevo un año escribiendo una novela de una chica que tiene problemas psicológicos y que desea cosas imposibles que ella luego quiere convertir en realidad cueste lo que le cueste. Va por la calle fijándose en pequeñas cosas que la puedan llevar a realizar sus sueños. Bueno, te preguntarás por qué te cuento todo esto. Pues te lo cuento porque he visto que contigo se puede hablar. Me gustaría que me contestases, no creas. No quiero que pienses que creo que se puede hablar contigo porque no me has interrumpido ni me has dicho nada todavía. Sé que se puede hablar contigo porque de toda la empresa eres la única que no se habla todavía con nadie. Yo también trabajo donde trabajas tú. Te veo entrar todos los días en la oficina en silencio, como si no quisieses que nadie te mirase, y realmente consigues pasar desapercibida porque creo que las personas que quieren pasar desapercibidas pasan desapercibidas. Es como algo que irradian, que no quieren que los demás les hablen ni nada. Pues yo no tengo con quien hablar. Eso quería decirte, que no tengo con quien hablar. Mis padres están divorciados y yo preferí quedarme con mi padre porque mi madre... Bueno, mi madre... es otra cosa, pero con mi padre apenas puedo hablar porque no coincidimos prácticamente. A mi hermano lo cuidan mis abuelos paternos. Mis abuelos maternos viven en un pueblo de Euskadi, porque es que resulta que yo soy de Euskadi, pero desde muy pequeña vivo aquí en Madrid porque mis padres decidieron venirse aquí a Madrid a vivir. Mi padre sí es de aquí, pero mi madre no y mi madre ha vuelto a Euskadi y de vez en cuando vamos a verla mi hermano y yo, pero no me gusta mi madre. Es muy severa y silenciosa. No le gusta escucharme hablar.

Ella se había quedado pendiendo de su voz. Hacía mucho tiempo que nadie le hablaba durante tantos momentos seguidos. El libro que intentaba leer se le había helado en las manos. Tenía puesto el dedo índice de la mano derecha en la parte interior del lomo del libro para no perder la página.

   Me llamo Edurne. ¿Y tú? Por cierto, Edurne significa nieve en euskera. No sé euskera y me encantaría aprender porque es la lengua de mi tierra. ¿Cómo te llamas tú?

   Uxía —dijo con timidez, pronunciando su nombre con lentitud y precisión para que Edurne lo entendiese bien.

   ¿Uxía? —le preguntó con curiosidad.

   Sí, Uxía.

   Pues me parece muy bonito ese nombre. ¿De dónde es?

Ella no respondió. No quería contestar. No quería explicarle que su nombre, en castellano, era Eugenia y que era una virgen gallega...

   Uxía. Suena a gallego. ¿Es que eres gallega?

Asintió, retirándole la mirada y cerrando los ojos.

   ¡Ahí va! ¡Somos del norte las dos, entonces!

   Lo somos, sí —respondió sin mirarla aún, con una voz suave y casi inaudible.

   Eres muy tímida, ¿verdad? Bueno, dicen que las personas tímidas son las que más merecen la pena. Las que hablan tanto como yo... Bueno, no digo que sean peores, pero somos diferentes. Las que nos damos a conocer enseguida somos más cansinas. Las que no habláis tan rápido de vosotras tenéis un misterio que sólo esconde una gran persona.

   Gracias. Nunca interpretaron de ese modo mi timidez.

   Huy, te canta el acento, Uxía. No sé cómo no me he dado cuenta antes de que eres gallega.

   Tampoco hablé tanto.

   ¿Y qué haces aquí?

   Vine porque se me escapó el autobús.

   No, mujer. Aquí en Madrid —rió Edurne con ganas.

   Trabajar.

   ¿Sólo eso?

   Sólo eso.

Edurne se quedó en silencio, mirando curiosa a Uxía, quien apenas alzaba sus ojos castaños. Aquel “sólo eso” escondía demasiadas cosas. Escondía una verdad dolorosa que Uxía no se atrevía a convertir en palabras por miedo a que se le partiese el alma delante de una desconocida que, en esos momentos, había comenzado a ser una conocida que quería oírla hablar.

   No encontraba trabajo en Ourense y me vine a Madrid —prosiguió con esfuerzo.

   Pero ¿conoces a alguien o vives sola?

   Vivo en un piso compartido con estudiantes. No puedo pagarme un piso para mí sola.

   Está la cosa muy cara, es cierto.

Esa frase le golpeó el corazón. Sin saberlo, Edurne le había lanzado una flecha impregnada de veneno que se le había clavado en lo más hondo del alma. Como respuesta a la dolorosa reacción que le habían provocado esas palabras, Uxía miró rápidamente el reloj que llevaba en su muñeca derecha y se levantó con calma, fingiendo que se sentía tranquila cuando lo cierto era que un terremoto le agitaba todo su ser.

   He de irme, Edurne. Dentro de tres minutos, pasará mi autobús.

   ¿Dónde vives?

   En Alcalá de Henares.

   ¡Está muy lejos de aquí!

   Lo sé. Llevo seis meses haciendo este trayecto dos veces al día.

   ¿Quieres que te acerque a casa en mi coche? Lo tengo aparcado cerca de aquí.

   No es necesario, de veras.

Edurne le sonrió y Uxía se despidió de ella con un ligero movimiento de cabeza. El autobús pasaba por la parada justo cuando ella llegó. El conductor la conocía, por lo que se detuvo al instante y le abrió la puerta para que pudiese subir. Intercambiaron un cordial “buenas tardes” y, acto seguido, Uxía se refugió en los últimos asientos del vehículo, rogando que nadie le preguntase nada ni la mirase. Sabía que a todos los viajeros de aquel medio de transporte les fastidiaba que ella siempre detuviese la rapidez con la que el vehículo debía desplazarse porque siempre llegaba tarde. Nunca estaba en la parada cuando el autobús pasaba; pero no era culpa suya. Ya le gustaría decirles que ella sólo cumplía con su trabajo, que, si fuese por ella, no se subiría a ese autobús ni a ninguno que circulase por esa ciudad, que su deseo no era precisamente viajar en aquellos asientos duros que reforzaban el dolor de espalda que le había surgido hacía seis meses; pero callaba, como siempre, como nunca había callado antes.

Llegó a su casa a las dos horas. Nadie la recibió. Nadie se apercibió de que había llegado. Se dirigió directamente hacia el baño para darse una ducha rápida. Justo entonces advirtió que algo había cambiado en su interior. La profundísima tristeza que siempre gritaba en su ser se había calmado un poco. Brillaba en ella una ilusión tenue que la detenía para que reflexionase, que la instaba a rebuscar en sus pensamientos hasta encontrar la causa de esa dicha tan súbita. Sí, se sentía levemente sosegada por algo que no conseguía descifrar. Tal vez fuese Edurne la que había disminuido su pena. Era ella, sí. Alguien se había dignado fijarse en su existencia. Alguien había querido hablar con ella, después de seis meses de absoluta indiferencia, después de seis meses preguntándose por qué en aquella ciudad nadie la miraba ni se planteaba que respiraba. Sin embargo, una voz burlona le advirtió de que no debía ilusionarse tanto, pues lo único que Edurne quería era que ella la escuchase, nada más. Seguramente, a Edurne no le interesarían su vida ni sus sentimientos. Lo único que ella anhelaba (y bien se lo había comunicado) era desahogarse, era tener a alguien que la escuchase porque en su casa no podía hablar con nadie. Nada más. Ella no importaba. Era Edurne quien importaba, como siempre. Eran los demás los que recibían toda la importancia que ella nunca se merecía tener. Siempre los demás.

Se duchó con rabia, con movimientos rápidos, sintiendo que algo le ardía en la garganta, que una fuerza indómita le quemaba en los ojos, que la sangre se le había convertido en plomo y que se ahogaba, se ahogaba en su frustración. “Vida miserenta” pensaba continuamente, sin calma, sin silencio.

Se peinó su largo pelo negro casi sin importarle nada, se lo secó sin fijarse en cómo le estaba quedando el peinado y salió del baño después de vestirse con unos pantalones tejanos y una camiseta que llevaba estampada la versión estrellada de la bandera de su tierra. Salió a la calle rápidamente, sin coger nada, ni el móvil ni las llaves, y empezó a caminar y a caminar sin importarle a dónde podían dirigirle sus pasos. No conocía nada de lo que la rodeaba y no deseaba conocerlo. Quería huir, correr de regreso a casa. Aquella vida no tenía importancia, no importaba nada. El atardecer caía sobre ella como una amenaza, como si el cielo brillante del ocaso quisiese aplastarla. Seis meses, seis meses lejos de quienes la conocían y podían entenderla, lejos de su hogar y de las calles de su ciudad, lejos de sí misma. ¿Qué sentido tenía aquello? ¿Y todo aquello por una estabilidad económica que apenas la mantenía con vida?

Había pasado seis años de su vida en la universidad. ¿Para qué? Para que aquellos conocimientos le alimentasen el alma y la construyesen como persona; pero nada había sido suficiente. Debía presentarse a unas oposiciones de enseñanza si quería tener futuro, pero no conseguía estudiar, no conseguía enfrentarse a todos esos temas que podían asegurarle la vida que siempre había soñado tener. Enseñar a hablar y entender bien la lengua de su tierra, de su país, al fin y al cabo, a personas que ni siquiera estaban interesadas en saberla hablar, leerla, escribirla. Sentía que en aquel momento de la Historia todo había perdido importancia para todo el mundo, que ningún esfuerzo obtenía recompensa, que ni siquiera el cielo del día aguardaba ya la presencia de las estrellas, porque eran muchos años de Historia, muchos años de vida ya en la Tierra, muchos siglos vividos. Nada se vivía ya con ilusión. Estaba segura de que la Tierra también sentía esa carencia de ilusión a medida que iban pasando los años, como los niños que al ser niños se ilusionan por todo y que pierden esa capacidad de emocionarse conforme la vida los va rasgando por dentro. Exactamente igual que esos niños que ya no encuentran ilusión en cada nuevo día. Todos pasamos por ese momento en el que no sentimos que la vida sea una ilusión, sino una obligación, mantener abierto un regalo que no queremos mirar ni tocar.

¿De dónde había manado tanto desaliento? ¿Quién le había enseñado a pensar de ese modo tan negativo? ¿Qué sentido tenía vivir así? De pronto, tomó una resolución. Volvió sobre sus pasos, corriendo, como si alguien la persiguiese. Tal vez la persiguiese la tristeza que, durante más de veinte semanas, le había gritado en el alma con una fuerza insoportable. Tal vez fuesen las pocas ganas de vivir que le quedaban las que iban en pos de ella. Ella regresaba a la vida. Quería regresar a la vida. Quería recuperar la ilusión de vivir, de soñar de nuevo, de despertar sonriéndole al día que empezaba.

Llegó a casa y tuvo que llamar al timbre, pues se había dejado las llaves. Le abrió Marta, una de las compañeras de piso que llevaban compartiendo hogar con ella desde que llegara hacía seis meses. No le dijo nada, como siempre. Marta parecía muda, pero no lo era. Bien alzaba la voz cuando discutía con Sergio, el otro chico insoportable con el que Uxía tenía que compartir piso. Uxía miró a Marta con cien interrogantes en la mirada, como si, en ese momento, quisiese recuperar todas las palabras que nunca se habían dirigido. Marta le devolvió una mirada de indiferencia. Marta ni siquiera sabía de dónde era Uxía, ni le importaba. Tan absorta en su mundo, su existencia sólo se componía de libros en los que se sumergía horas y horas y en chicos que iba desechando como si fuesen muñecos. Nada más. El resto, ¿qué más daba? Tal vez estuviese sumida en el mismo vacío en el que flotaba Uxía, pero tampoco quería saberlo.

Uxía preparó el bolso con sus llaves y su documentación. Nada más. No se llevaría ni el móvil ni todos esos libros que la habían mantenido cerca de su tierra durante esos seis meses de vacío. Sólo cogió documentación y dinero. Necesitaba dinero, algo de dinero, sólo.

Entonces volvió a salir y corrió hacia la estación de tren de Alcalá de Henares. Subió a un tren que la llevaría a Atocha, desde donde tomaría otro que la llevaría a Chamartín y, de ahí, un Albia que la llevaría de regreso a casa en cinco horas. Conocía de memoria los horarios de esos trenes, pues demasiadas veces los había memorizado, tal vez preparándose para una ocasión como la que se le acababa de presentar. Estaba tan resuelta que no pensaba en nada más.

Corría por los andenes de Chamartín cuando, de repente, oyó que alguien la llamaba. No quería que su nombre sonase en aquel lugar, lleno de tanta gente desconocida. No quería que su nombre volviese a sonar lejos de su hogar, pero ya no había vuelta atrás. Había sonado en medio del barullo, del escándalo hecho de tantas voces chirriantes. Quiso ignorar esa voz que la llamaba, pero alguien la tomó rápidamente del brazo. Una respiración agitada le acarició el cuello y una mano cariñosa buscó sus dedos.

   ¿Qué haces aquí, Uxía?

Edurne la miraba con interés y sorpresa. Uxía lamentó tanto en aquel momento que aquella chica se hubiese sentado a su lado...

   He de volver a Ourense —dijo solamente.

   ¿Ahora? Pero si mañana es miércoles...

   He de volver.

   Pero ¿y el trabajo, Uxía?

Uxía no contestó. Con delicadeza, se deshizo de la mano de Edurne y, tras mirarla tímidamente a los ojos, le dijo:

   Que se queden con ese trabajo mal pagado. Yo no lo quiero.

   ¿Vuelves a Ourense, entonces?

   Vuelvo.

   Pero ¿por qué con tanta urgencia?

   Porque está muriendo un ser querido.

Edurne se quedó atónita, sin saber qué decir, mirándola con una lástima repentina que ensombreció sus clarísimos ojos azules.

   Vaya, lo siento. Si quieres, digo en la empresa que...

   No digas nada. A nadie le importará que falte.

   Por supuesto que le importará y...

   Sólo soy un número. Cualquier otra persona podrá sustituirme.

   Estaban muy contentos contigo, Uxía.

   Nunca me lo dijeron.

   Lo estaban. Yo trabajo en el departamento de recursos humanos y...

   No me importa, Edurne, de veras. Gracias por preocuparte por mí. Adiós.

Uxía se separó de ella antes de que Edurne pudiese detenerla con otra palabra o gesto más. No obstante, antes de que Uxía estuviese lejos, le dijo con claridad:

   Si vuelves, te presentaré a mis amigos, iremos juntas a fiestas preciosas en las que relucirás, te llevaré al teatro e incluso podemos viajar juntas a Euskadi para que conozcas mi tierra. Yo también quiero conocer la tuya.

Uxía no se volteó. Sus ojos castaños eran dos lagos en los que se hundían la miseria y la nostalgia más dolorosa.

   Si quieres, puedo ir contigo ahora mismo y... así no vas sola. Es un viaje muy largo.

   Só cinco horas —dijo para sí misma—. Cinco horas e poderei despedirme.

Edurne no pudo detenerla. Ni siquiera pudo asomarse a sus ojos por última vez. Una mano le apretaba el corazón. Se había imaginado junto a Uxía en una de esas fiestas a las que solía acudir tan a menudo, bailando con ella bajo las incandescentes luces que danzaban al compás de la potente música que los envolvía a todos, con un coctel en la mano, sonriéndole, riéndose con ella. Se la había imaginado vestida de rojo, ese rojo intenso que contrastaría con sus negrísimos cabellos lisos, con esos ojos marrones y tan grandes, con esa piel pálida que era el reflejo más bonito de la nieve, la nieve que ella llevaba en su nombre. Se había imaginado presentándole a sus amigos más queridos y diciendo: “ella es Uxía y es de Galicia”; pero nada de eso sería posible. Otra vez más, se le había escapado una ilusión, alguien en quien confiar, alguien que podría haber sido su hermana. De nuevo, la vida la había herido.

Uxía se subió al tren y se acomodó en un asiento junto a la ventana. A aquellas alturas del año, aquellos días tan grises y tristes de noviembre, prácticamente nadie tomaba ese tren para volver a Ourense. Muy pocos viajeros compartían vagón con ella; lo cual la serenaba. Se arrepintió de no haber introducido libros o el móvil en su bolso, pero no quería nada en aquellos momentos ni lo querría en los siguientes.

El traqueteo del tren y el sonido de su rodar por las vías la sumieron en un sueño tibio que se interrumpió justo antes de entrar en la estación de la ciudad. El corazón le golpeó el pecho con fuerza cuando reconoció los andenes de la estación de Ourense. Al bajar, el frío de la noche le acarició la piel, esa piel pálida llena de tantas derrotas ya, y la impulsó a correr hacia la salida de la estación. Era de noche. Brillaban las estrellas tras una gruesa capa de nubes que no se atrevían a deshacerse en llanto. Cruzó la avenida de las Caldas con calma, gozando de cada paso. La cuesta abajo que formaba aquella calle la empujaba tiernamente, impulsándola a correr, pero ella quería alargar esos momentos. Su casa estaba en la rúa do Progreso, cerquísima de la rúa do Paseo, pero no llegaría hasta allí.

Cruzó el paso de cebra que la separaba del puente Romano y entonces se detuvo. Las farolas amarillentas brillaban sobre la piedra. No había ruido, no había sonido. El Miño callaba, la noche era serena, no había malestar, no había tristeza. Nadie, excepto la ciudad, sabía que estaba allí, escondiéndose de la vida, del mundo, de la estabilidad económica.

Estabilidad económica. Qué ridículas le resultaban esas dos palabras que encerraban una realidad inventada. Estabilidad. La única estabilidad que conocía estaba allí, en esa piedra, en ese río quedo.

Se acercó al primer pretil que se encontraba al entrar al puente y se quedó asomada al río unos larguísimos instantes. Un viento suave jugó con sus cabellos negros y le secó las lágrimas que habían humedecido sus mejillas, sin atreverse a resbalar. Se aferró a la barandilla que la separaba del río como si en ese momento quisiese recuperar la fuerza que le había faltado durante esos seis meses que había permanecido lejos de su hogar. Seis meses que parecían seis años, seis siglos, seis vidas.

“Nunca máis me separarán de ti” se dijo mientras cerraba con fuerza los ojos. “Nunca máis serei ninguén fóra de eiquí nin tentarei selo”. Sentía que, al fin, alguien entendía sus pensamientos.

No pensó, no recordó, no quiso sentir. Se impulsó hacia el río, rogando que todo se apagase en aquel momento. Lo único que lamentó fue no haber escrito una carta de despedida a su familia, pero tampoco importaba. Nadie habría comprendido sus palabras. Nadie habría entendido por qué prefería morir antes que seguir viviendo en aquel teatro en el que no había ningún papel para ella. No quedaba ya más lucha.

Las aguas del Miño estaban frías, pero ella no tembló. Se hundió y se hundió en el río, notando la falta de aire, notando que su cuerpo se agitaba en un último intento de seguir viviendo. Se golpeó la espalda con las rocas, se hundió en la oscuridad más húmeda y densa, pero, en el fondo de su ser, su alma brillaba, al fin, después de tanto tiempo sin luz, sin vida. Pudo recuperar la vida en la muerte. La muerte le devolvió la vida.

Semanas después, lejos de la ciudad de Ourense, cerca da Garda, en la linde entre Galicia y Portugal, un hombre mayor, pescador desde siempre, encontró su cuerpo hinchado y deshecho. Sus ojos seguían abiertos, llenos de agua y vida.

1 comentario:

Wensus dijo...

Es imposible no comparar la protagonista de esta historia contigo, pues eres tú, se nota en todo, tus pensamientos, lo que piensas del trabajo, la zona en la que vives...y tengo que decirte que mi sensación es agridulce. Entiendo que esto es una historia, un cuento, pero un cuento muy real, que casi es un calco de lo que vives, y con ese final tan terrible, me hace sentir mal. Es justo en este tipo de cuentos/relatos/historias donde me confundo, pues mezclas experiencias personales, tu vida, tus inquietudes y tus tristezas con la ficción, haciéndome pensar que esos pensamientos tan tristes, esas ideas derrotistas y tan oscuras son reales, que las sientes de verdad. No sé dónde termina la ficción y la realidad, pero me has dejado sobrecogido, es un final de verdad espantoso, sobretodo porque ese personaje eres tú, es tu reflejo, o al menos así lo he vivido yo. Sé que no te vas a suicidar, pero que esos pensamientos tan negros pasan por tu mente creo que es una realidad, y eso me entristece.

Dejando a un lado la similitud con tu realidad, se parece mucho a lo que se viene reflejando con Agnes, la ansiedad por no estar en Orense, por estar lejos de su tierra y el querer morir a estar lejos. No puedo entenderlo. Agnes se enfermaba, era algo que se escapaba a su control, pero esta chica es distinto. Morir a estar lejos de Orense, morir a llevar una vida que no le gusta. Menuda solución, la muerte...y lo peor es que lo ve como algo maravilloso, suicidarse, como una gran idea...Por un momento he pensado que volvía para construir otra vida, para empezar de cero, pero al final, se tira por un puente. No hay lugar, cosa ni persona que sea la panacea de la felicidad, y ni un motivo para suicidarse, es incomprensible, por muy enamorado que estés de una tierra, ¡eso solo tierra! Ni por una persona, ¡es solo una persona! Jamás entenderé a esa gente que es capaz de quitarse la vida por “no ser correspondido”. Es una historia sin esperanza, triste, desoladora, negra y extremadamente dura. Si esta historia tiene algo de lo que piensas o sientes, que yo creo que sí, espero que esos pensamientos desaparezcan, o que me equivoque y que absolutamente todo sea ficción. Quizás, si la protagonista no se pareciese tanto a ti, si su situación no fuese tan parecida a la tuya ni fuese Orense el lugar en el que se suicida, la vería de otra forma, pero siendo así, no puedo dejar de preocuparme, de entristecerme. Sé que no te gusta el lugar en el que trabajas, que vivir aquí no te gusta, que siempre piensas en Orense, que deseas con toda tu alma vivir allí, que es para ti el amor de tu vida, que sueñas con una vida allí, que el transporte público es un asco, que piensas que la gente va a lo suyo y las personas de aquí suelen ser antipáticas,... todo eso lo sientes, lo sé, me lo has explicado, por lo que el añadido del suicidio me sobrecoge mucho. Me confunde, pues ya no sé lo que es ficción o realidad. Si eso invade tu vida, si esto es lo que sientes, cambia de inmediato de vida, hazlo ya. Si no puedes con la desgana, lo ves todo oscuro, no esperes más y cambia tu situación, no me gusta que vivas con esos pensamientos.