domingo, 22 de septiembre de 2019

SIN PRESUNCIÓN DE INOCENCIA


SIN PRESUNCIÓN DE INOCENCIA

“Acabaría siendo una mujer despiadada que mataría a los animales sin el menor rastro de humanidad”, dije sin pensar, sin fijarme en todas esas personas que me miraban fijamente, esperando la respuesta a todas esas preguntas de cortesía que me formularon. La jueza, vestida con un traje azul, me miraba sin pestañear tras esas lentes gruesas. Llevaba su cabello rojizo recogido en un peinado imposible y no sonreía, nunca. Creí que no sabía hacerlo. Puede que la vida le hubiese enseñado a deshacerse de ese gesto que tanta calma puede inspirar.

Yo deseaba contestarles en la lengua que me oyó pronunciar mis primeras palabras, pero me hallaba en un juzgado de Madrid. Mi caso había traspasado las fronteras de mi región histórica y había llegado a los juzgados de Madrid. Jamás creí que todo pudiese llegar tan lejos. Nunca pude imaginarlo.

“¿Dónde estaba usted la noche del dieciocho de enero a las nueve? Varias fuentes comentan que la vieron en el lugar de los hechos”.

De nada me valía mentir. Debía decir la verdad. No tenía sentido que intentase engañarlos, ya no tenía sentido. Durante mis treinta años, había tratado de esconder mi realidad disfrazándola de intuiciones casuales, de bromas sin importancia, de risas entre llantos; pero, a aquellas alturas, ya no tenía ningún sentido que siguiese fingiendo.

“Estaba en el lugar de los hechos porque yo fui la causante de éstos” dije con una voz clara, intentando esconder mi acento. Me pareció oír varios suspiros de sorpresa que se perdieron en el silencio de la sala, tan llena de ecos. Fugazmente, pensé que aquel silencio había oído las peores palabras que jamás pudieron pronunciarse.

“Estaba en el lugar de los hechos, evidentemente”. El silencio que siguió a mis palabras me indicó que podía y debía continuar hablando. “Estaba en el lugar de los hechos porque yo quise estar. Hacía muchos años que reprimía mis impulsos y mis ganas de asesinar a quienes serían...”

Alguien quiso interrumpirme, pero la jueza lo impidió y me ordenó que prosiguiese. Me hallaba nadando en mi confesión, sin vuelta atrás. Noté que los ojos se me habían llenado de lágrimas, pero ya no me importaba nada. Estaba segura de que aquél sería el momento preciso que le daría punto final a mi vida; esa vida que tanto me había costado construir. Trabajaba como administrativa en el ayuntamiento de mi ciudad, aquella ciudad que había visto mis primeros pasos, que había sido siempre mi refugio, tan llena de parques y de historia. Nunca más regresaría a sus calles empedradas. No podría volver a caminar por aquel paseo a la orilla del río.

“Prosiga” me pidió la jueza sin consideración, con una voz fría y distante.

“Siempre supe qué personas llegarían lejos, siempre pude conocer el destino de los demás. Nadie decidió que fuese así, ni siquiera yo entendí nunca por qué podía adivinar con tanta claridad el futuro de aquellos bebés que tan inocentes me parecían” comencé a explicar intentando que mi voz sonase tan fría y distante como la de la jueza. “Estaba en algún restaurante, oía llorar a un bebé y, enseguida, sabía si aquél se convertiría en una buena persona. Por suerte, la gran mayoría de niños serían buenas personas; pero una pequeña parte de ellos se volverían crueles cuando llegasen a su adultez. Yo no podía permitir que hubiese más asesinos en la sociedad, asesinos de vidas, de cualquier tipo de vidas. Intuía el destino de los pirómanos, de los violadores... Si yo podía evitar un mal a la sociedad, evidentemente, lucharía por hacerlo; pero también es evidente que no me atrevía a quitarle la vida a un ser supuestamente inocente que llevaba dentro de sí el germen de la maldad, de la impiedad. No obstante, todas esas ansias de quitarles el aliento a esos asesinos se convirtieron en una bola de hierro que me presionaba el alma. Yo no podía caminar tranquilamente por la calle. Siempre podía ver ante mí el futuro de esos niños que dormían sosegados en sus carricoches o que paseaban tomados de la mano de sus padres. Sé que les costará creerme, que no me creerán, que incluso pensarán que soy una psicópata, pero les aseguro que, esta vez, no tienen ante ustedes a una enferma mental. Les juro que les estoy diciendo toda la verdad. Nunca le expliqué a nadie mi problema. Aguanté más de veinte años en silencio todo lo que me ocurrió. Si esta vez no pude reprimir mis impulsos, fue porque el futuro de aquel bebé me pareció insostenible, imposible, inaceptable. Sería un asesino de mil vidas. Sería un pirómano que le prendería fuego al bosque que rodea la aldea en la que viven mis abuelos. Si yo no le hubiese quitado la vida, posiblemente, dentro de cinco años, habría incendiado ese precioso bosque, lleno de árboles milenarios, y el fuego que habría provocado habría quemado la casa de mis abuelos, habría asesinado a un número incontable de vidas. Además, iba a ser un terrorista. Vi que ponía una bomba en la catedral de la capital de mi Comunidad Autónoma y que después viajaría hasta Barcelona para poner otra bomba en la estación de Sants. ¿Creen ustedes que yo tendría que haberme quedado de brazos cruzados sabiendo todo eso? No les miento, no les miento. Deben creerme, deben creerme.”

Mi voz había perdido la frialdad y la distancia que la habían empapado durante todo mi discurso. Me imaginé reflejada en la mirada de todas aquellas personas que después me juzgarían, que tenían mi futuro entre sus manos de hierro, en sus mentes de cuero. Había en el silencio que mantenían algo que yo no sabía interpretar. No pude entender por qué se me clavó tan profundamente en el alma el silencio de todos ellos. Fue un puñal, fue como un cuchillo que me rasgó las entrañas. Entonces, sin poder evitarlo, empecé a llorar, cada vez más honda e intensamente. Lloré arrodillándome en el suelo y pidiendo perdón, pero también comprensión. Rogaba que me comprendiesen, que, por un momento, se detuviesen a ponerse en mi lugar. Por supuesto que era posible que alguien naciese con facultades especiales. Yo era una persona demasiado humana. Había personas a las que le faltaba una inmensa porción de humanidad y precisamente eran esas personas las que yo quería eliminar de nuestro mundo. No podía soportar el maltrato en ninguna de sus formas, pero tampoco me gustaba creerme una Diosa implacable que le quitaba la vida a esos seres que después se convertirían en escoria, en crueldad; mas tampoco podía seguir viviendo, sabiendo que de mí dependía salvar esa innumerable cantidad de vidas.

“Compréndanme, por favor, sólo les pido eso, que me comprendan, que no me juzguen tan rápido, que no crean que soy una asesina por gusto.”

Pero yo sabía que no había nada que hacer, que había perdido la batalla. ¿Cómo pretendía que me comprendiesen unas personas tan físicamente arraigadas a lo material, a lo que se puede demostrar con los sentidos? Me habría gustado que me juzgasen los seres de la tierra, de los bosques, del aire, del agua; pero ellos nunca hablan, no se expresan en la lengua de las palabras. Estaba perdida. Había perdido mi existencia.

No me queda nada más que decir en mi futuro. Yo pude extinguir miles de vidas que acabarían siendo la Muerte sin guadaña; pero ellos fueron mi muerte. Me declararon culpable de diez delitos de asesinato con alevosía. Qué mentira tan cruel, tan profunda.

Mas ya nada importa, sólo que me hallo encerrada en una celda húmeda, lejos de mi hogar. Si al menos me hubiesen enviado a la prisión de Pereiro de Aguiar... pero me hallo “bajo el cielo sin estrellas de Madrid y no encuentro la ilusión que me quemaba dentro”. Ya no quedan estrellas que brillen para mí en esta mala hora que nunca será pasado, que nunca será un presente ni un futuro.

Me gustaría aprender a volar, ser invisible e inmaterial para poder atravesar las paredes de esta prisión física que me está quitando la vida, vida que, seguramente, ya no me merezco. Sin embargo, yo no me siento culpable. Lo declaro abiertamente, sin miedo ni remordimientos. Yo no soy culpable de nada, absolutamente de nada. Pienso que, si alguien me dio este poder, fue porque tenía que defender nuestro mundo frágil. No soy una asesina. Simplemente soy una mujer que tiene la capacidad de ver el futuro de los demás con una claridad que jamás nadie podrá comprender. No soy una asesina. Volvería a quitarles la vida una y otra vez a esos niños que acabarían por convertirse en unos asesinos. Quizás ellos tampoco tengan la culpa de lo que serían, pero yo no podía permitir que la vida fluyese por sus venas cuando ellos, precisamente, serían los portadores de la muerte. ¿¿Qué ocurriría si a mí me sucedía algo y nunca pudiese evitar todo ese mal?

Tengo treinta años y mi vida se ha detenido. Se detuvo aquella mañana de diciembre en la que me declararon culpable. No hay remedio para tanta desesperación; pero, tal vez, ya no merezca vivir fuera de esta cárcel. Tampoco podría convivir con mis semejantes siempre viendo el futuro de quienes ni siquiera entendieron qué es vivir. ¿Y qué es vivir? Cada cual tiene su manera de existir. Aprende como puede a respirar en este mundo que los demás crean para los demás. Este mundo no es de nadie y, no obstante, todos se creen dueños de esta realidad, para nadie es un misterio que hay fuerzas inmensas por encima de nosotros que disponen lo que nos encontraremos. No hay lugar para mí ya en esta realidad que tan llena de estímulos extraños está. Sólo me queda pasar aquí este fragmento de vida del que aún dispongo, pero, poco a poco, yo también me convertiré en una verdadera asesina. Me volveré una asesina de mi propia vida.

Me habría gustado mucho poder explicar más sobre mí, pero se me agota el tiempo y ya no me quedan palabras. No sé quién leerá estas líneas. Yo no las leeré jamás. Nunca deslizaré los ojos por las letras extrañas que nacen de mi pulso nervioso porque no puedo leer mi letra, porque mis ojos no tienen la capacidad de leer esta letra pequeña que escribo sin ni siquiera fijarme en su forma. Puedo ver el futuro de los demás con una claridad espeluznante, pero no puedo ver nada a mi alrededor. Vivo en una oscuridad profunda que no tiene estrellas, en la que ni tan sólo brilla el recuerdo de la luna. Vivo en una oscuridad constante y tenebrosa en la que jamás lució un suspiro de luz. No hay nada más que negrura y silencio en mis ojos. No vi nunca un rostro humano. No sé qué apariencia tiene una flor. Conozco el tacto de un incontable número de texturas y puedo reconocer una cantidad insospechada de olores, pero nada más.

Ahora mi cabello negro está tan largo y tan extrañamente peinado que ni siquiera puedo desenredarlo. Mis ojos deberían ser negros, como la noche que los apaga; sin embargo, son marrones como el tronco de un castaño antiguo. La falta de apetito me arrebató la forma sinuosa que mi cuerpo tenía y ya no me importa ni siquiera con qué ropa me visto, pues ya no tengo futuro; por lo tanto, tampoco tengo presente. No puedo tener proyectos, tampoco, porque una serie de personas incomprensivas me arrancaron ese derecho. Sólo me queda esperar, reflexionar, intentar entenderme.

Y quizá algún día, antes de marcharme definitivamente de este mundo sin que nadie lo sepa, contaré cómo fue mi infancia. Ahora le mando esta carta a la Nada, esa Nada que no quiero que deje de esperarme, pues algún día llegará a ser mi hogar.

 

2 comentarios:

Wensus dijo...

Menuda historia. Tenías razón es trágica. Esta mujer por lo visto asesina a niños, ya que es capaz de ver el futuro y sabe que se convertirán en asesinos o piromanos. Debe ser horrible saber que tu destino es morir encerrada. Recuerdo una historia o cuento, no recuerdo, cuyo argumento era que viajaban al futuro para matar a Hitler de niño, pero que al encontrarlo, era un niño dulce, que todavía no se había convertido en el ser diabólico que sería. Quizás a esta chica le faltó probar otras cosas, como intentar cambiar el destino de esos niños. No creo que un niño sea un monstruo al nacer, yo creo que esto se crea con el tiempo y las experiencias, y ella, teniendo ese conocimiento tan privilegiado, podría haber planeado algo para cambiar su destino. Ha matado a un futuro asesino (aunque no sabemos si realmente es verdad lo que dice, si no tiene algún problema mental, pero imaginemos que sí), pero en ese momento, siendo un bebé, ¿era un asesino? En ese momento era solamente un bebé, así que mató a un ser inocente, porque el delito no está cometido,porque de momento son solos bebés. Es una debate interesante, que seguro tiene muchos puntos de mira. Aunque en su caso ya no hay vuelta de hoja.

Es un relato triste y desesperado que despierta un debate muy interesante. Buena inauguración de esta nueva etapa.

Uber Regé dijo...

Es este un relato que hace uso de la paradoja, aunque lo trágico de la situación esconde del ánimo del lector este recurso, que de este modo "no se ve", y de este modo el lector no sabe muy bien por qué está perplejo tras la lectura. Naturalmente, la paradoja es el hecho de que el a priori dichoso poder de predecir el futuro de las personas se torna en maldición y finalmente causa de la muerte de su poseedora. Hay relatos clásicos muy similares, desde Las Mil y Una Noches, en los que siempre el protagonista es dotado de un bien prodigioso que se nos antoja maravilloso, como que sus deseos se hagan realidad, o los objetos se tornen en oro, etc., pero el final siempre es catastrófico, y este mismo don causa la ruina de quien lo tiene. ¿La moraleja? Bueno, eso ya queda a criterio del lector, quizá en esta versión que nos ofreces sería que salirse de la norma, ser muy diferente, es algo imperdonable en nuestra sociedad, da igual si la diferencia es porque se posea algo muy bueno: los demás no lo van a entender y a la larga no nos lo van a perdonar. Muy bien construido el relato, que parte del momento de la catástrofe, y luego nos explica lo demás. De premio de concurso de relatos breves.