martes, 22 de diciembre de 2015

ABANDONANDO LA REALIDAD - 03. MIEDO


MIEDO
Los atardeceres, en aquellas escondidas tierras, brillaban como si estuviesen hechos de la luz de todas las estrellas del firmamento. Cuando abría los ojos, notaba palpitando por dentro de mí los últimos rescoldos del templado fulgor del día. Salía de la alcoba donde dormía sabiendo que dentro de unos breves instantes me reencontraría con un resplandor que ya no podía herirme, que podía protegerme del frío y de la oscuridad de la noche.
Caminaba viendo cómo se adivinaban las primeras sombras de la noche tras esas montañas entre las que se ocultaban grandes extensiones de bosques densos y frondosos de acacias, robles y castaños, en cuyas preciosas copas reverberaban los matices más refulgentes del otoño. Caminaba aspirando el aroma de la savia de los árboles y de los pétalos de las tímidas flores que crecían suavemente entre las raíces de los árboles; oyendo cómo el murmullo ininterrumpido del agua se mezclaba con el musitar de los animales y sintiendo en mi piel los postreros suspiros del día.
Sabía que podía disfrutar plenamente de la luz y la templanza del día, pero me costaba mucho acostumbrarme a dormir por las noches, a imaginarme que el alba era en verdad el atardecer de mi sueño. Mis instintos vampíricos me impedían cerrar los ojos cuando el ocaso se hubiese transformado en una noche espesa y abrirlos cuando el amanecer rozase el cielo apagando las estrellas.
Se acercaba el invierno. Ya se adivinaba el frío en el aliento del viento que mecía con fuerza las ramas de los árboles pretendiendo arrancarles las últimas hojas anaranjadas que perlaban sus copas. Olía a nieve lejana, a nubes espesas que resguardaban las primeras lágrimas del invierno. Las remotas cumbres de las montañas se habían vuelto blanquecinas. La escarcha destellaba en las últimas flores del otoño y se posaba en las murientes hojas.
Ya llegaba el invierno y la naturaleza se preparaba tiernamente para recibirlo. Las vacías ramas de los árboles se erguían hacia el cielo como si esperasen la llegada de esa nieve que se convertiría en sus copas. Los troncos protegían las fulgurantes lágrimas del rocío y los animales que durante el otoño habían vagado libres por el bosque se ocultaban en refugios templados donde aguardarían la llegada de la primavera.
Me desperté un ocaso notando una leve punzada de dolor en el alma, como si fuese la voz de una nostalgia silenciada. Salí del hogar donde vivía con mis padres y Geork y empecé a caminar sigilosamente entre los vacíos árboles. El silencio que impregnaba el bosque era tan profundo que me sentí tentada de detener la respiración para que ni siquiera las piedras oyesen mi aliento. El cielo estaba teñido de gris; de un gris que se apagaba conforme los segundos transcurrían. En la creciente oscuridad de ese helado firmamento no se había prendido todavía ninguna estrella. El cielo estaba cubierto de unas nubes densas que me ocultaban el fulgor de la luna y me hacían creer que las sombras de la noche apagarían el resplandor de cualquier vida.
El murmullo del agua también sonaba tenue, como si se ocultase tras un sinfín de rocas áridas y gruesas. Me había despertado anhelando bañarme en ese río que tanto adoraba; pero aquellos deseos se desvanecieron cuando capté la inmensa soledad en la que estaba sumida la naturaleza. Ansié regresar hacia la hermosa casita de mis padres, pero alguien me detuvo apareciendo de pronto ante mí.
     Sinéad —se rió inocentemente—, no pretendía asustarte.
     Áurea —me reí también, inquieta y sobresaltada.
Áurea brillaba sutilmente entre las sombras de la noche como si portase en su piel el esplendor de todas esas estrellas que refulgirían tras esas inmensas y densas nubes que apagaban nuestro entorno. Me sonreía con dulzura y los ojos le fulguraban débilmente. Estaba vestida con una falda negra cuyo vuelo le daba vida a su estrecha cintura. Una blusa floreada perfeccionaba la hermosa forma de su cuerpo y sus cabellos ondulados y rubios le caían libres y rebeldes por los hombros y se le desparramaban por la espalda como si fuesen las hojas de un sauce llorón. Estaba tan bella que pensé que ningún paisaje mágico podría poseer tanta beldad como ella.
     ¿Te apetece que paseemos un ratito por el bosque? —me preguntó acercándose más a mí y tendiéndome su mano derecha. Yo se la tomé con delicadeza—. Esta noche está tan oscura que no me apetece caminar sola por ninguna parte, pero tampoco quiero encerrarme como si sintiese miedo.
Yo le asentí levemente con la cabeza mientras le presionaba la mano y empezaba a caminar junto a ella bajo el opaco cielo de la noche. Los últimos suspiros del atardecer parecían un espejismo que se perdía en la inmensidad de las sombras de la oscuridad. Era la primera vez que me hallaba a solas con Áurea después de tantos y tantos siglos sin conversar íntimamente entre los árboles. Me costaba recordar la última vez que habíamos estado juntas sin sentirnos en peligro. No quise rebuscar entre mi memoria por miedo a que el alma se me llenase de la imagen y las sensaciones de algún recuerdo que me hiriese profundamente en el corazón.
     Voy a llevarte a un lugar donde todavía brillan los últimos destellos del día. Quiero mostrarte algo.
Áurea hablaba con distancia, como si estuviese dirigiéndose a alguien que no se hallaba a su lado, sino más allá de los sueños y de la vida. Me fijé en que tenía los ojos perdidos en ese horizonte ensombrecido por la noche. El silencio que nos rodeaba era tan profundo que nos sentíamos tentadas de hablar susurrando. Ni siquiera el viento se atrevía a mecer más las ramas de los árboles, tal vez intuyendo que ya no le quedaban más hojas por arrancar.
     ¿Te encuentras bien? —me preguntó deteniéndose en el empiece de una senda que se perdía entre los gruesos troncos de los árboles—. Te noto distante.
     Tengo en el alma una sensación que no logro comprender.
     Tal vez nos venga bien hablar a las dos.
     Sí, tal vez.
Juntas nos internamos en ese bosque poblado de tantos árboles, descendiendo por una misteriosa cuesta que de repente se convirtió en un prado alfombrado por una hierba perlada de escarcha. Áurea me soltó de la mano y se sentó en el suelo, perdiendo los ojos por ese horizonte donde debían reverberar las estrellas y que, sin embargo, estaba todo cubierto por unas brumas mucho más espesas que la tristeza más honda.
     Mira, Sinéad —me ordenó suavemente mirándome a los ojos. Cuando me senté a su lado, me dijo—: Hace tiempo que noto que algo ha cambiado en este mundo. Sigue siendo tan hermoso, pero hay matices que nunca he visto. Nadie parece reparar en esos detalles tan aparentemente ínfimos, pero a mí me preocupan mucho.
     ¿De qué detalles se trata? —le pregunté inquieta.
     ¿No ves, en el horizonte, donde se supone que deberían brillar las estrellas, unas brumas azuladas que parecen moverse sin que el viento sople?
     Sí. Hasta ahora pensaba que se trataba de nubes, simplemente.
     No son nubes. Hace unas semanas, esas nieblas no eran más que una línea que se confundía con el horizonte; pero ahora son mucho más grandes y notables. Desde que empezaron a crecer, no he visto que las estrellas brillen allí, en esa parte del horizonte.
     ¿Qué crees que puede ser?
     No lo sé, Sinéad, pero... pero me temo que no se trata de nada bueno. Geork también las ha visto, pero no les da importancia.
     Parecen olas.
     Sí, sí, se mueven como si fuesen olas que se acercan a una orilla invisible.
Ambas nos quedamos en silencio, observando esas lejanas y oscuras brumas que parecían querer cubrir el cielo entero con lentitud y espesura. El viento soplaba de vez en cuando, muy de vez en cuando, intentando arrancarnos un suspiro; pero una sensación muy potente, parecida al temor más punzante, se había apoderado de nuestra voz y no nos permitía hablar ni gesticular.
     No debe de ser nada bueno —repitió Áurea entornando los ojos.
     No sé qué hacer.
     ¿Cómo está Lacnisha?
     Hace días que no salgo de aquí. No necesito alimentarme.
     Tienes que ir a ver cómo está.
Las palabras de Áurea sonaron tan teñidas de preocupación que no pude evitar estremecerme. Cerré los ojos con fuerza, intentando imaginarme qué estaba sucediendo, elucubrando sobre el significado de esos extraños detalles, y entonces, inesperadamente, tomé la decisión de regresar a Lacnisha para comprobar en qué estado se encontraba su nieve, sus árboles, sus nubes, su aliento.
     Creo que iré hoy mismo a verla —la informé mientras me levantaba del suelo.
     Iré contigo, Sinéad. No quiero que estés sola.
     No creo que esté ocurriendo nada malo. Tal vez estemos alertándonos en vano.
     No lo sé, pero yo también tengo el alma invadida por una sensación que me empequeñece.
No nos dijimos nada más. Corrimos juntas hacia el rincón exacto que nos permitiría salir de ese mágico mundo y llegar hasta mi amada y ancestral isla. No nos costó nada encontrarnos en medio de aquellos eternamente nevados bosques, bajo ese cielo espeso y liliáceo en el que nunca habían brillado las estrellas. El frío del interminable invierno que reinaba en esas tierras me golpeó en la piel, pero no me estremeció como siempre lo hizo, no me hizo sentir acogida, no me hizo saber que estaba de nuevo en casa.
     Áurea —susurré incapaz de levantarme del suelo. El cuerpo me pesaba—, Áurea.
     Aquí estoy, Sinéad —me avisó ella presionándome las manos—. ¿Qué te ocurre?
     No sé, no noto lo de siempre.
     ¿Qué quieres decir?
Tenía los ojos cerrados. No me atrevía a abrirlos por miedo a encontrarme con una imagen que no concordase con mis recuerdos; pero no podía alargar más el momento de perder la mirada por la hermosura de Lacnisha. Abrí los ojos lentamente, con temor, y entonces el aliento del invierno me los rozó como si desease arrancarme esas lágrimas que tanto tiempo llevaba encerrando en mi mirada.
La nieve más blanca y pura seguía alfombrando el suelo de Lacnisha y el silencio más denso lo impregnaba todo; pero algo había cambiado. No sabía concretar de qué se trataba, qué detalle había mutado la apariencia de aquella isla que tanto amaba. Simplemente notaba que la nieve no brillaba igual, que había esparcida por el bosque una oscuridad que nunca había invadido Lacnisha; una oscuridad que parecía querer destruir el antiguo resplandor de su alma.
     Lacnisha no está igual.
     Yo la veo igual que siempre, Sinéad.
     No, Áurea. Tú no la conoces desde siempre, desde hace tantos años.
     No, no la conozco tanto como tú.
     Noto que hay menos nieve alfombrando su suelo y, además, no está nevando ahora, cuando debería nevar sin cesar. Estamos cerca del solsticio de invierno, cuando más nieva en Lacnisha. No está nevando, no está nevando, y al tocar esta nieve, sé que no nieva desde hace al menos un mes. Esta nieve está demasiado dura. No es una nieve reciente —protestaba con la respiración convertida en suspiros sutiles mientras tañía sin cesar la nieve que cubría aquel suelo tan antiguo—. Mira los árboles. No tienen nieve en sus ramas...
     Sinéad, posiblemente empiece a nevar dentro de poco.
     No, no... Áurea —la apelé levantándome deprisa del suelo y corriendo hacia la orilla—, ven, ven, Áurea. Mira el mar... No, no está igual. Ya no hay banquisas flotando a la deriva, como siempre. Ahora el agua se mueve, se mueve. En Lacnisha nunca hubo olas.
     Yo creía que sí...
     Algo está ocurriendo. Lacnisha no está igual.
     Sinéad, cálmate, cariño —me pidió rodeándome con sus brazos. Yo había empezado a llorar sin preverlo ni poder evitarlo—. No te preocupes. Estoy segura de que...
     Las banquisas que rodeaban Lacnisha eran tan antiguas como su suelo. Este mar nunca tuvo olas. Debería estar nevando, y tengo la sensación de que no lo hace desde...
     Estarás equivocada, Sinéad...
     No, conozco tanto esta isla como a mí misma. No está igual.
     ¿Quieres que vayamos a buscar a Leonard y hablemos con él?
     No, no creo que él pueda hacer nada. Es eterno y muy poderoso, pero no creo que pueda remediar nada...
     Tú sí puedes lograr que nieve, Sinéad.
     Nunca he controlado la naturaleza que reina en Lacnisha.
     Hazlo ahora. Concéntrate y haz que nieve. A Lacnisha le irá bien, Sinéad.
No tenía fuerzas ni ánimos para rebatirle a Áurea ni una sola de sus palabras, así que me separé de la orilla y me dirigí hacia el corazón de ese puro y nevado bosque. Cerré los ojos y me arrodillé en la nieve mientras concentraba toda mi magia en mi alma, mientras reunía todos mis poderes en un solo deseo: «Por favor, haz que el invierno llore sus lágrimas heladas sobre este bosque, haz que la temperatura de estos lares descienda hasta congelar ese mar que siempre estuvo lleno de banquisas que protegían la orilla de Lacnisha», rogaba con todo el ímpetu de mi alma, con una desesperación que me hacía suspirar de vez en cuando; pero, por mucho que suplicase empleando toda mi magia, nada cambiaba a mi alrededor, al contrario, cualquier cambio que yo pudiese captar solamente se operaba en mi interior. Percibía que la voz de esa magia que podía unirme a la consciencia de la Naturaleza se silenciaba, algo la golpeaba, tal vez la brutalidad de la realidad que nos envolvía.
     No puedo —me quejé abriendo de repente los ojos. La poca magia que había logrado concentrar en mi alma se desvaneció irrevocablemente—. Por mucho que lo ruegue, no consigo nada.
     Tal vez no lo consigas porque estás demasiado nerviosa.
     No, Áurea, no consigo conectarme con el espíritu de la Naturaleza. Ya nada es como antes. No capto su voz, no oigo nada más allá de mis pensamientos.
     Tranquilízate, Sinéad, por favor —me pidió agachándose enfrente de mí y abrazándome de nuevo. Estaba tan nerviosa que ni siquiera podía controlar mi equilibrio—. Volveremos a nuestro hogar y les contaremos a los demás todo lo que está sucediendo.
     No puedo creerme que esto sea real. Incluso tengo la sensación de que hace más calor en Lacnisha.
     No es cierto. Hace mucho frío. Venga, regresemos antes de que te sientas más desprotegida.
     Yo nunca me he sentido desprotegida en Lacnisha, nunca, nunca —sollozaba sin poder controlar mis sentimientos.
     Sinéad, nada es lo que parece. Volvamos.
No me opuse. Permití que Áurea me condujese de vuelta a aquellas tierras que, aparentemente, estaban lejos de la destrucción; aquellas tierras que yo había creado con el deseo de que fuesen el hogar más protector de todo el Universo; pero en esos momentos ya empezaba a dudar de que aquellos lares se hallasen alejados de cualquier adversidad que pudiese golpear nuestro mundo.
Cuando llegamos al bosque donde nos habíamos encontrado esa noche, Áurea me acompañó al hogar de mis padres y me acomodó en el lecho en el que llevaba durmiendo todos los días desde que había llegado a aquellas mágicas tierras. No era capaz de atender a lo que sucedía a mi alrededor. Áurea me hablaba, pero me costaba mucho comprender sus palabras. Lo único que me anegaba el alma era un miedo atroz e infinito a que Lacnisha desapareciese, a que mi amada isla también muriese.
     Lacnisha, Lacnisha —deliraba sin poder controlar mis lágrimas.
     No te preocupes por Lacnisha, Sinéad.
     Debería estar nevando —susurraba casi sin voz.
     Nevará, ya lo verás. Dentro de unos días vuelve a Lacnisha, ya verás cómo esto solamente es un susto.
Me dormí entre suspiros de dolor y miedo, guiada hacia el sueño por unas caricias cariñosas que Áurea me dio en el rostro, en los cabellos y en las manos. Cuando mi consciencia desapareció, me encontré perdida en un mundo lleno de sombras y frío. Caminaba por un bosque cuyos árboles parecían haber estado siempre vacíos, carentes de vida y de luz.
La oscuridad del cielo que me cubría era tan espesa que ni siquiera podía atravesarla con los ojos. Me costaba ver lo que había a mi alrededor. Solamente notaba las sombras de los árboles que orillaban mi camino.
De repente noté que la temperatura de mi entorno ascendía imparablemente. Me desperté sobresaltada y, sin poder controlar mis movimientos ni mis pensamientos, salí del lecho en el que dormía y corrí hacia el exterior guiada por un miedo que no tenía ni principio ni fin. Corrí y corrí a través de la noche, dejando atrás la protección que aquel hogar podía ofrecerme, hasta encontrarme en el rincón que era la puerta hacia el otro mundo, el mundo de la humanidad. No dudé ni un instante, solamente llené mi alma del deseo de regresar a esa tierra tan corrompida y amenazada.
Entonces me encontré de nuevo en medio de los bosques de Lacnisha. Bajo mis pies, refulgía muy tenuemente la pura nieve que alfombraba su suelo. Sobre mí, el cielo espectral de una noche eterna apagaba cualquier destello de luz que pudiese alumbrar mi camino o mi alrededor. Me rodeaban esos árboles ancestrales que nunca se habían llenado de hojas, pero sus ramas parecían tristes, decaídas, apuntaban hacia la tierra como si el firmamento pesase sobre ellas.
Miré a mi alrededor sin comprender nada. No podía aceptar las imágenes que llegaban a mí. La nieve que cubría aquel eterno suelo era tan fina como la escarcha que adorna las flores en las madrugadas. El infinito silencio que siempre se había esparcido por la inmensa soledad que reinaba en Lacnisha estaba lleno de sonidos cuya procedencia era incapaz de determinar. Me pareció captar el murmullo de unas olas tímidas, la voz de la lejana civilización; un sonido que nunca había llegado hasta Lacnisha. Corrí, sin preverlo, hacia la orilla de aquella entrañable isla, sin percatarme de que sobre las cumbres de las montañas ya no se posaba esa nieve esponjosa que las había engrandecido bajo el cielo de la noche. Reparé en esa terrible ausencia cuando me hallé al otro lado de esas montañas observando ese mar que antaño estuvo tan helado y que en esos momentos se mecía en unas olas interminables. Me di la vuelta, incapaz de soportar esa imagen, y entonces advertí que la piedra que formaba aquellas ancestrales montañas se había descubierto ennegrecida ante los ojos del presente.
Tuve que reprimirme un alarido de terror, de impotencia y de tristeza cuando me percaté de que la nieve que siempre había argentado esas poderosas montañas se deslizaba suavemente por sus laderas convertida en unos ríos de dudoso caudal; unos ríos que se mezclaban, al llegar a la tierra, con la nieve que había caído del cielo ya hacía tanto y tanto tiempo; un tiempo que era incapaz de contar, de conocer.
     ¡Lacnisha! —susurré con la voz quebrada, perdiendo involuntariamente el equilibrio y cayendo de rodillas al suelo mientras empezaba a llorar desconsoladamente—. Lacnisha, ¿Qué está pasando?
De repente noté que alguien me llamaba a través de la distancia; una distancia no creada por el espacio que separa dos lares, sino por la distancia que divide dos mundos. Sabía que aquel reclamo procedía de la tierra que yo había creado con tanto amor uniéndome al alma de la Naturaleza. Alguien me llamaba con desesperación desde el otro lado de la vida y yo debía acudir cuanto antes a aquel reclamo, pero no tenía fuerzas para abandonar Lacnisha en medio de aquella triste noche. No obstante, me esforcé por levantarme del suelo y volver a aquel mundo mágico antes de que se hiciese mucho más tarde.
Sabía que quien me llamaba con tanto ahínco y desesperación era Klaudia, mi madre. Que ella me reclamase a través del espacio y del tiempo me estremecía tanto que era incapaz de concentrarme para traspasar las fronteras de la realidad para llegar hasta ella; pero al fin me hallé corriendo por esos bosques tan inmaculados y puros que habían emergido de lo más profundo de mi alma. Sin embargo, noté, mientras corría, que la noche ya no cantaba igual, que la voz de los bosques estaba silenciándose.
Vi a Klaudia esperándome entre dos árboles. Tenía los ojos anegados en miedo, en desesperación y en agonía. Cuando me tuvo al alcance de sus manos, me aferró con fuerza de los brazos y me atrajo hacia sí temblando descontroladamente.
     Madre...
     Sinéad, debes hacer algo, debes hacer algo —me pidió acongojada.
     ¿Qué sucede?
     Mira allí —me ordenó señalándome con su mano diestra el horizonte en el que Áurea también había perdido los ojos—. Esas nubes...
Aquellas sombras que a Áurea y a mí nos habían parecido olas serenas se habían convertido en un cielo más que cubría el horizonte de nuestros mágicos días y nuestras brillantes noches. Aquellas nieblas avanzaban a través de las sombras de aquella inmensa oscuridad, cubriéndolo todo, apagando cualquier destello de vida. Algo se quebró por dentro de mí, como un aviso, como un temor incontrolable. Me acordé rápidamente de que la nieve de Lacnisha estaba derritiéndose y que el mar que la rodeaba estaba perdiendo las banquisas que siempre la habían protegido.
     ¿Qué está pasando, Sinéad? —me preguntó de repente Geork.
     No lo sé, no lo sé.
     Lacnisha está en peligro, ¿verdad? —quiso saber Alex situándose a mi lado—. He ido a alimentarme y la he visto tan extraña...
     Sí, sí. La nieve de Lacnisha está derritiéndose y debería estar nevando. Ahora es cuando más frío hace en Lacnisha y... sin embargo no hace frío y no nieva —les explicaba nerviosa—. Las banquisas que la rodean están derritiéndose y en el mar que la protege del mundo han surgido unas olas que...
     Algo muy grave está sucediendo —aportó Ernest sobrecogido.
     Debemos hacer algo —pidió Áurea temerosa.
     ¿Qué podemos hacer nosotros? —cuestionó Eitzen. De repente me di cuenta de que todos mis seres queridos se hallaban a mi alrededor—. Creo que lo que está ocurriendo no depende de ninguno de nosotros, ni siquiera de ti, Sinéad.
Mientras intercambiábamos palabras tan llenas de desesperación, aquellas brumas oscuras que nos lo ocultaban todo iban avanzando a través de la noche, cubriéndolo todo. Entonces me percaté de que, a su paso, aquellas brumas destruían los árboles que poblaban aquel mundo, aquel bosque. Parecían devorarlos, absorberlos, convertirlos en más nieblas que alimentaban esas nubes destructoras. Lentamente, dejé de oír el murmullo de la voz del agua y el musitar de los animales. Olía a vacío. Lo llenaba todo un olor a nada, a vida desvanecida.
Inesperadamente, el suelo empezó a temblar violentamente bajo nuestros pies. Un terremoto cruel y despiadado agitó con una brutalidad interminable todos los rincones de esa naturaleza tan amada, derrumbando inevitablemente los curiosos y preciosos hogares que se hallaban entre los árboles, arrebatándoles las rocas a las montañas, derribando esos mismos árboles que nos habían protegido siempre. Las montañas perdían su hermosa y poderosa forma, el cielo que nos cubría se había oscurecido irreversiblemente y de todas partes surgían suspiros de desesperación. Los pocos animales que todavía vagaban por el bosque creyendo que dentro de poco celebrarían la llegada del invierno corrían desorientados por doquier, intentando encontrar un refugio que pudiese ampararlos de aquel desastre.
     ¡Sinéad, Sinéad! —gritaba Alex intentando no perder el equilibrio.
     ¡Sinéad, haz algo! —me suplicó Klaudia cayendo al suelo inevitablemente.
     ¡No sé qué puedo hacer! —protesté con la voz totalmente quebrada.
     ¡Intenta conectarte con el espíritu de la Naturaleza! —me aconsejó Áurea.
Traté de ignorar todos esos sentimientos que me anegaban el alma, pero era incapaz de serenarme. Jamás podría conectarme con el alma de la Naturaleza si estaba tan desasosegada y desesperada; pero entonces supe que ni tan sólo hallándome sumida en la calma más interminable podría enlazarme a esa voz ancestral que me había ayudado a crear aquel mundo tan hermoso y aparentemente eterno.
Mientras trataba de conectarme con aquella alma tan antigua, a mi alrededor se derrumbaban los árboles, desaparecían las flores, las nubes, se turbaba el silencio. Miles de sonidos indescifrables se habían apoderado de la suave voz de los bosques y la habían convertido en un delirio de gritos, golpes y rugidos que me sobrecogían profundamente.
No podía luchar contra nada. Parecía como si me hallase en un mundo que nunca había sido mi hogar, que yo nunca había amado ni conocido; en un mundo manejado por una fuerza impiadosa que lo despreciaba todo, que deseaba destruir cualquier vida, aunque ésta fuese efímera y delicada. No podía ni siquiera aferrar de las manos a mis seres queridos. Ellos se alejaban de mí arrancados de mi lado por un ímpetu que solamente provenía de la destrucción.
Sentí ganas de gritar, pero estaba tan paralizada que no podía ni siquiera entornar los ojos. Hipnotizada por una fuerza incontrolable, observaba aterrada cómo aquellas oscuras sombras avanzaban y avanzaban a través de la noche absorbiendo todo lo que formaba aquel mundo que tanto esfuerzo me había costado construir; notaba aterrada cómo el suelo temblaba bajo mis pies, intentando arrancarme el equilibrio, destruyendo los árboles, destruyéndolo todo. Además, a lo lejos, podía oír el eco de la nieve derritiéndose.
Solamente podía notar que tenía la respiración agitada y que alguien me presionaba con mucha fuerza de las manos. La oscuridad que nos rodeaba a todos se hacía cada vez más profunda, más espesa e impenetrable. Los árboles desaparecían a nuestro alrededor, se apagaban los sonidos de la noche, dejaban de brillar las pocas estrellas que podía adivinar tras esa insondable capa de nubes densas. Ya no olía a savia ni a vida, solamente a vacío, a ese vacío que invade los hogares que se deshabitan.
     Sinéad, por favor, haz algo —me pidió una voz llena de ecos lejanos. Era incapaz de saber a quién le pertenecía—. Sinéad, todo está desapareciendo. Haz algo, Sinéad.
La estela de mi memoria me sugirió que aquella voz le pertenecía a Eitzen. Guiada por la desesperación que impregnaba aquellas palabras, me esforcé por observar minuciosamente lo que sucedía a mi alrededor, aunque en esos momentos me parecía que yo no era dueña de mis pensamientos ni de mis sentimientos.
La oscuridad que se cernía sobre nosotros y que avanzaba devorando todo lo que formaba aquel bosque se había apoderado de la imagen de todos mis seres queridos. Quien me aferraba de las manos cada vez tenía menos fuerza en los dedos. Inesperadamente, perdí el rastro de esas manos que me hacían sentir medianamente protegida y me quedé sola en medio de un mar de brumas que me apartó del último sonido de aquella noche. No podía hacer nada, no podía pensar, era como si me hubiesen robado la voluntad, el alma, la vida. Solamente podía presenciar cómo todo lo que yo había creado desaparecía absorbido por una fuerza cuya procedencia era incapaz de determinar. Mis seres queridos también se perdían por esa creciente inmensidad, por ese helado vacío. Yo caía por un abismo que me separaba cada vez más de ellos, irrevocablemente, para siempre, de ellos. Quise llamarlos, me esforcé por lograr recuperar el equilibrio y el dominio de mis deseos en medio de esa absoluta vacuidad, pero no podía controlar nada, ni tan sólo la voz de mis pensamientos.
Klaudia, Ernest, Geork, Áurea, Eitzen, Alex: todos desaparecían absorbidos por la nada en la que vivían antes de que yo los apartase de la muerte. La mirada de todos ellos se convirtió en oscuridad delante de mis incrédulos ojos. Sentía que en mi alma se quebraba una fuerza que hasta entonces la había mantenido más o menos estable, que la había protegido de la tristeza más irreversible. Continuamente intentaba gritar para llamarlos, para asegurarles que lucharía por ellos; pero no podía cumplir nada de lo que me proponía porque de repente yo había dejado de ser dueña de mi vida, de mi cuerpo y de mi destino. Solamente notaba que la gravedad de la realidad me atraía hacia sí, hacia un suelo que siempre, siempre, desde el principio de la vida de la Historia, había estado cubierto por una nieve inmaculada y eterna que, en esos momentos, estaba desvaneciéndose.
Noté que me rodeaba el frágil frío que invadía tímidamente los bosques de Lacnisha; un frío que antes había sido el más denso y profundo del Universo; un frío que me había protegido de la gelidez más insoportable de la vida. Percibí que esa misma gravedad que me había arrancado de la vera de mis seres queridos me impulsaba hacia ese suelo para que me tumbase allí, para que descansase sobre una nieve que cada vez se volvía más frágil y menos espesa. No podía abrir los ojos porque me sentía inmensamente débil. Oía, a lo lejos, que un sonido sordo y continuo interrumpía el silencio de la noche. Un destello de razón me desveló que aquel sonido procedía de ese mar que rodeaba la isla de Lacnisha; un mar que hasta entonces había permanecido sumido en la quietud y la serenidad más absolutas; pero otro destello de consciencia me advirtió de que aquellos extraños sonidos que interrumpían la tranquilidad de aquella eterna noche que reinaba en Lacnisha era la voz de la desaparición de ese mundo que hasta esos instantes nos había protegido de la maldad de la humanidad.
Tenía mucho sueño, mi consciencia pretendía apagarse; pero antes de perder la noción de mí misma, me pregunté por qué estaba sucediendo aquello, quise saber qué estaba destruyendo mi amado mundo. «Tal vez sea imposible mantener vivo un lugar tan mágico cuando en este mundo real cada vez hay menos amor hacia la Naturaleza, cuando todo está perdiendo importancia en esta tierra», me dije antes de perder la consciencia. «Es imposible que haya magia en una realidad tan horrible y triste». Tras aquellas palabras, entonces todo desapareció, desapareció sin que yo pudiese saber cuándo volvería a pensar con nitidez, lejos de la inconsciencia, lejos del mundo oscuro de los sueños.

2 comentarios:

Uber Regé dijo...

¡Lacnisha nooooooo! La Dama es un sueño, y Lacnisha es un sueño dentro de ese sueño, y la mágica tierra donde viven los seres que tanto ama Sinéad son aún un nivel más de sueño... no quiero que todo eso se venga abajo, es una entrada muy angustiosa, con razón me prevenías para que no me enfadase demasiado... pero confío en la magia, y en el poder de la Naturaleza, siempre he pensado que para ella somos simples moscas que terminará por sacudirse. En tu relato encuentro tantas cosas reales que su lectura me provoca un gran desasosiego, como ese borde borroso en el horizonte, tan similar a la capa de contaminación. Hoy, día en que se supone que entra el invierno, la gente casi está en bañador en las playas, imaginar que el mundo donde Axel, Eitzen, Ernest y todos los demás viven se puede desvanecer me resulta tan triste que no puedo imaginar que no haya salida para la situación. Necesito que Lacnisha resista, necesito a Klaudia , sana y feliz, porque ahora ella y los demás son parte de mi mundo. Y necesito a Sinéad, por favor escribe pronto una continuación donde nos mate a todos si hace falta, pero en la que la magia no se apague y la vida, la verdadera, siga. Tú puedes hacerlo, porque la magia nace en ti.

Wensus dijo...

¡Noooo, Lacnisha! Esta entrada tiene mucho que ver con la carta que escribió Sinéad a la humanidad. Lo que ocurre en Lacnisha es lo que está ocurriendo en el mundo real. Estamos primavera, más que en invierno. Nos estamos cargando el planeta. Esto lo has reflejado en la magia de Lacnisha, en el mundo mágico que has creado. Lo peor de todo, es que esto no lo pueden solucionar ellos, depende de la humanidad. Y ya pueden esperar sentados, los gobernantes de los países más influyentes y poderosos no mueven un dedo por solucionar esta catástrofe, como si todo esto no fuese con ellos. Ese mundo maravilloso no puede desaparecer, y Lacnisha tampoco. Al estar el mundo real en peligro, el mundo mágico está desapareciendo. Me has dejado en ascuas, ¿que habrá sido de todos los personajes? ¿Han sido expulsados al mundo real? Me gustaría que Sinéad consiguiese dominar la fuerza de la naturaleza y lo solucionase. Podría enviar vendavales o huracanes a las fábricas más contaminantes o algo así, grrr. Una entrada muy triste y con mucha tensión. Estoy con Vicente, espero que consigas solucionar todo esto.