jueves, 4 de agosto de 2016

LA VISITA - 07. TENEMOS QUE VERLA VOLAR

Tenemos que verla volar 
La noche había caído plena y densa sobre el mar. Las estrellas tiritaban tras las espesas nubes entre las que volaba nerviosa y tensa. El camino celestial hacia Muirgéin me pareció interminable; pero, al fin, entre las brumas de la lejanía y la lluvia latente que solía humedecer sus bosques, la vi refulgir como un astro errante. Se oía, desde el remoto rincón intangible donde me hallaba, el eco de los animales que habitaban en aquella antigua y serena naturaleza. En esos momentos, mientras observaba aquella bella isla tan poblada de árboles frondosos, me preguntaba dónde estaría Arthur. Sin embargo, la inquietud nacida de no conocer su paradero y de plantearme la posibilidad de que él no se encontrase en Muirgéin se desvaneció en cuanto el viento frío y húmedo de aquella triste noche me trajo el aroma de su cuerpo; el que se mezclaba con el silencio y la soledad que invadían aquellos lares tan mágicos.
Descendí suavemente a la tierra portando en el alma una inmensa calma con  la que deseaba desvanecer la voz de los sentimientos punzantes que querían atravesarme el corazón. Que Brisa estuviese enferma me desasosegaba tanto que me creía incapaz de hablar con serenidad; pero, cuando me hallé caminando entre los tupidos árboles de Muirgéin, sobre su mullido suelo, aquella intranquilidad tan profunda comenzó a desaparecer. Sin saber muy bien por qué, intuía que cualquier idea que se me ocurriese solucionaría aquella tristísima situación.
No pensaba en el camino que debía seguir, sino que directamente me dirigí hacia aquella cueva que Arthur amaba tanto. Sabía que él se encontraba allí, taciturno y melancólico, evocando los recuerdos más felices de su vida para sentirse protegido por la templanza de la ternura de la vida. Me lo imaginaba con la mirada perdida, los ojos fijos en aquellos momentos tan pasados, con sus eternos cabellos otoñales revueltos por la lluvia, la humedad y la soledad que vivían en Muirgéin, con el esbozo de una sonrisa pendiéndole de los labios... Su hermosura seguiría fulgurando, a pesar de que hubiesen transcurrido tantos siglos de su nacimiento, y estaba segura de que la añoranza que le anegaba el alma lo volvería mucho más bello. Aquella posibilidad me estremeció y me hizo preguntarme cómo actuaría cuando nos mirásemos a los ojos después de tanto tiempo sin hacerlo.
Cuando me hallé en el interior de aquella silenciosa y profunda cueva, miré a mi alrededor y, tal como había intuido, encontré a Arthur sentado enfrente de ese manantial de aguas nítidas y mágicas en las que, sin necesidad de que nos alumbrase la luna, nuestro reflejo aparecía con exactitud y esplendor.
Arthur se hallaba de espaldas a mí, por lo que no podía ni siquiera intuir mi presencia. Estaba profundamente sumido en sus pensamientos y en sus recuerdos, incapaz de advertir que su soledad se había turbado. El aire que flotaba a su alrededor, posiblemente, le trajese el aroma de mi cuerpo, así como a mí el viento me había llevado el suyo, pero yo no podía aguardar el momento en el que aquello sucediese, por lo que me acerqué a él y, antes de tocarle la espalda con cuidado para no sobresaltarlo en exceso, lo apelé con muchísima ternura y nostalgia. 
Arthur, al oír mi voz, se sobresaltó, al contrario de lo que deseaba que ocurriese, y se volteó rápidamente para cerciorarse de que lo que había oído formaba parte de su realidad. Al descubrirme ante él, observándolo con ternura y a la vez felicidad, se quedó paralizado; pero de los ojos se le desprendía muchísima sorpresa y a la vez alivio. Me sonrió con mucha dulzura. Me pregunté si él era consciente de que estaba sonriéndome con tanto amor. Me parecía que su mente y aquella sonrisa que había esbozado él con tanta luz formaban parte de seres distintos.
¿Sinéad? ¿Qué haces aquí, Sinéad? —me preguntó  incrédulo, incapaz de esconder sus intensos sentimientos.
Arthur, necesito hablar contigo.
Fue lo único que me atreví a contestar. Me senté en el suelo, a su lado, antes de que él se percatase de que estaba temblando brutalmente. Tenerlo ante mí después de tantos meses sin mirarlo a los ojos, tras todo lo que había acaecido entre ambos, me llenaba el alma de nervios y de tristeza a la vez. Cuando experimentaba aquellas emociones tan potentes, entonces me acordaba de Tsolen; pero no quería pensar en él porque, si lo hacía, todo lo que me había propuesto se me volvería insoportable e imposible de llevar a cabo.
¿Qué haces aquí? —volvió a preguntarme, esta vez retirando los ojos de los míos—. Me esperaba cualquier cosa, menos que vinieses a verme.
Sí, Arthur, yo tampoco me imaginaba, hace unos días, que acabaría volviendo a Muirgéin. Me he encontrado con Morgaine en Hispania. Vivía en el interior de un árbol grueso y...
¿Cómo está Morgaine? —me cuestionó asustado. Me pregunté si todo lo que Morgaine me había explicado sobre ellos dos era cierto.
Ahora estará muy feliz.
¿Cómo lo sabes?
Morgaine se encuentra en Lainaya.
¿Cómo?
Y lo más posible es que sea madre de muchos niadaes. Oisín y ella se han enamorado locamente, como si estuviesen destinados a estar juntos.
Las palabras con las que le explicaba a Arthur lo que había ocurrido con Morgaine me brotaban del alma sin que apenas yo valorase el significado que contenían. Arthur permaneció en silencio durante unos larguísimos momentos en los que solamente hablaba por nosotros la voz del viento que soplaba allí afuera meciendo las densas ramas de los árboles.
Me alegro por ella, de veras —declaró cerrando los ojos con fuerza. Intuí que estaba reprimiéndose las ganas de llorar que lo atacaban.
¿Tú la amas todavía, Arthur? 
La aprecio con todo mi corazón, pero ya no puedo amarla.
Ella me asegura que no es el amor de tu vida inmortal.
Se lo confesé así, ciertamente; pero no sé por qué tengo que experimentar esos sentimientos ni por qué tener encerradas en mi alma esas certezas que han destruido mi vida por completo y que tanto me impiden ser feliz.
Arthur, quisiera mantener contigo una conversación muy importante; pero antes tengo que advertirte de algo muy triste.
¿De qué se trata?
Arthur, Brisita está enferma. Se halla su vida muy cerca de la muerte.
¿Por qué?
Le expliqué, con sentimiento y nervios, lo que había acaecido desde que me había introducido de nuevo en Lainaya. Cuando se enteró de que la enfermedad de Brisa no tenía cura, empezó a llorar en silencio, ocultando sus rojizas lágrimas tras sus manos temblorosas. Yo no me atrevía a abrazarlo para consolarlo porque sabía que, en cuanto lo rodease con los brazos, yo también arrancaría a plañir desconsoladamente. La tristeza que me agitaba tanto el alma era tan potente que apenas me permitía moverme.
No he podido gozar apenas de ella, de su bondad y su belleza, y de repente la vida me la arranca definitivamente de mi lado —sollozaba Arthur desconsoladamente—. La vida siempre me aparta de los seres que más amo, sin los que menos capaz me siento de vivir. No es justo. No sé para qué estoy vivo si mi destino está tan lleno de sufrimiento.
Arthur, no te rindas, por favor. Tenemos que ser fuertes para ayudar a Brisita. 
No sé cómo la ayudaremos, Sinéad, si ni siquiera tu poderosa sangre ha conseguido destruir su enfermedad.
Yo estoy segura de que hay alguna solución que nadie ha logrado  descubrir todavía.
No, Sinéad. Si ni siquiera las hadas de Lainaya han logrado curarla...
Tenemos que volver a Lainaya. Estoy segura de que, juntos, encontraremos la forma de curarla. Ayúdame a volver, Arthur.
Yo no puedo volver, Sinéad, ¿o acaso no recuerdas que fenecí allí?
Sinceramente, ni siquiera recuerdo cuántas veces te has muerto —intenté bromear. Sorprendentemente, Arthur sonrió.
No sé cómo lo haces, pero siempre que estamos juntos encuentro el sentido a todos mis momentos.
Tenemos que ofrecerle el sentido de la vida a Brisita. Por favor, Arthur, ayúdame.
Lo haré, pero mañana. Hoy quisiera gozar plenamente de tu presencia. Hace mucho tiempo que deseaba conversar contigo.
Yo también anhelo que hablemos serenamente, pero no podré hacerlo mientras Brisita nuestra hijita esté en peligro.
Eso es cierto. Pues no se hable más.
Entonces Arthur salió de la cueva que nos protegía de la lluvia. Yo anduve en pos de él, intentando que los nervios que me atacaban no se apoderasen completamente de mí. Cuando nos hallamos en medio del bosque, bajo las frondosas ramas de los árboles, con las nubes espesas que cubrían el cielo custodiando todos nuestros movimientos, Arthur se acercó a mí y me tomó fuertemente de las manos. Cerró los ojos y me pidió con calma y a la vez impaciencia:
Pídele a Ugvia que te permita viajar a Lainaya. Ella puede oírte, pues se halla en todas partes, sobre todo en la naturaleza, y ésta que nos rodea, te lo aseguro, es mucho más poderosa que cualquier ánima ancestral.
¿Alguna vez has intentado volver a Lainaya pidiéndole a Ugvia que te ayude?
Sí, alguna vez.
¿Y te ha funcionado?
No, pero estoy seguro de que ahora sí nos ayudará a los dos.
No le pregunté ni le objeté nada más. Cumplí lo que me pedía. Empecé a suplicarle a Ugvia que nos permitiese viajar una vez más a Lainaya; a esa mágica tierra que nos había permitido ser felices una vez más. Entonces todo comenzó a desvanecerse, sin necesidad de que Arthur y yo nos lanzásemos al abismo de la noche para que nuestro vuelo nos transportase a esa otra realidad. Las nubes que cubrían el cielo nos envolvieron como si hubiesen descendido a la Tierra y un olor intenso a humedad y a invierno se adentró  en nuestro ser, apagando cualquier recuerdo que perteneciese a la naturaleza que habíamos abandonado. Ni tan sólo nos agitó el viento de la magia, sino que nuestro alrededor permaneció silencioso y sereno. 
Arthur me presionaba las manos cada vez con más fuerza, pero también con más decisión. Al fin, noté que el frío que nos rodeaba se convertía, lentamente, en un espeso calor que  nos acarició la piel. Sin embargo, yo notaba que la apariencia de nuestro cuerpo no mudaba. Seguiríamos siendo vampiros en aquella mágica tierra; pero  a ninguno de los dos nos importaba porque ambos comprendíamos que era necesario que poseyésemos esa forma perfecta que Leonard nos había ofrecido y con la que tantos siglos llevábamos existiendo. 
Ya nos encontramos en Lainaya —me avisó Arthur con calma.
Qué rapidez —susurré sorprendida.
Creía que sería más complicado. Si no nos ha costado introducirnos en este mundo, es porque es necesario que nos hallemos aquí.
Abrí los ojos justo cuando Arthur me advirtió de aquella posibilidad y entonces me encontré rodeada por un desierto árido en el que reposaban las estrellas. Reconocí enseguida el desierto que reinaba en la región del estío. Me pregunté por qué nos hallábamos allí precisamente, pero no le transmití a Arthur mis dudas. 
Sinéad, ¿dónde estamos?
¿No recuerdas este lugar? —le pregunté sobrecogida por los recuerdos que de repente me habían anegado el alma.
No, no lo recuerdo. Apenas me acuerdo de Lainaya, solamente puedo evocar con nitidez la región de la primavera y la del invierno. 
No recuerdas este lugar porque el espíritu vengativo de Alneth se había introducido en tu cuerpo.
¿Cómo?
No importa, Arthur.
Sinéad, fíjate, parece inmenso. Mis vampíricos ojos no alcanzan a ver más allá de estas dunas; lo cual me inquieta, pero sé que allí a lo lejos refulge el amanecer.
Por eso estamos aquí, porque en esta región de Lainaya todavía no ha amanecido. Alborea antes en la tierra de la primavera o en la del otoño. En la del verano el día nace más tarde y se apaga también cuando en las otras regiones brillan intensamente la luna y las estrellas.
Creo que éste es el lugar más idóneo.
¿Para qué?
Para confesarte algo que llevo ansiando decirte desde hace mucho tiempo.
¿De qué se trata?
Cuando todo esto pase, quisiera llevarte a un lugar que...
Arthur no pudo terminar su confesión, pues alguien interrumpió delicadamente sus palabras. Apareció a nuestro lado una estidelf preciosa que nos miraba inquieta y levemente asustada; pero enseguida se desvaneció el miedo que se le había posado en los ojos. Pareció reconocernos, aunque nosotros no la conocíamos. No obstante, se asemejaba muchísimo a una estidelf que nos había ayudado profundamente.
No me conocéis, pero soy hija de Adina —se presentó simpática, aunque tímidamente—. Mi nombre es Loyalen y quisiera guiaros hacia mi palacio para que allí podáis protegeros. La noche, en este lugar, es peligrosa, es más corta de lo que creéis, aunque es cierto que en Estidalia amanece más tarde que en las otras regiones de Lainaya.
No te preocupes, Loyalen. Estamos bien, de veras. Debemos ir hacia la región del otoño. No sé si sabes que la reina suprema de Lainaya está enferma...
Sí, lo sé —me interrumpió retirándome la mirada. Se fijó detenidamente en Arthur—. ¿De dónde sois? No sois hadas de Lainaya.
No, no lo somos. Creía que me habías reconocido.
Sé que eres Shiny, pero... 
No soy un hada de Lainaya, pero nunca os haré daño.
Lo sé. Tu mirada es franca y luminosa.
Loyalen, mi nombre es Arthur. 
Rauth en tu anterior vida en Lainaya —indicó ella sonriéndole.
Sí, así es.
Y eres el padre de la reina suprema. No os interrumpiré más. Os acompañaré a la región del otoño. Conozco un atajo que os permitirá alcanzar vuestro destino con más celeridad y antes de que amanezca, que es lo importante.
Entonces Loyalen comenzó a caminar con decisión a través del desierto. Era muy blanca y, bajo la estrellada noche que nos cubría, su piel parecía de plata. Tenía los cabellos tan oscuros como su madre y era menuda, aunque de su ser se desprendía mucha fortaleza y vigor. Andaba como si nada la asustase, pero al mismo tiempo era cautelosa. 
Creí que el amanecer nos sorprendería caminando por aquel desierto vacío sin que a nuestro alrededor se operase ningún cambio; pero, en la lejanía, de pronto vi que un bosque de pinos altísimmos recortaba el horizonte. Sus largas ramas eran la cuna de las estrellas. La luna se había alzado hacia el centro del cielo y el viento cantaba una canción serena que me acarició el alma.
Justo cuando llegamos al principio de ese pinar, Loyalen se separó de nosotros, despidiéndose como si fuésemos a vernos al día siguiente, y desapareció entre los troncos de los árboles tras asegurarnos que, si continuábamos la senda que ella nos indicaba, conseguiríamos llegar al lago otoñal más precioso de Lainaya. No necesité preguntarle si aquel lugar era el que Brisita tanto adoraba, pues sus ojos sabios me ofrecieron la respuesta. 
Los atajos siempre me parecen mucho más largos que los caminos reales —le dije a Arthur cuando llevábamos andando unas cuantas horas.
A mí también, pero eso sucede porque no conocemos esa senda. Cualquier camino conocido nos resultará más corto que cualquier otro.
Creo que ya queda poco.
Mira, Sinéad, por detrás de nosotros ya está amaneciendo —me informó  deteniendo su paso y mirando hacia el desierto que habíamos abandonado.
El amanecer dorado llovía sobre el desierto, volviendo áurea su arena y tornando de plata las dunas que se levantaban en su inmenso vacío. Me pareció  una imagen tan bella que rogué que nunca se borrase de mi memoria. Deseaba retratarla en cuanto pudiese. 
Sinéad, quisiera decirte algo —me avisó cuando transcurrieron unos silenciosos segundos en los que solamente nos habíamos limitado a observar la belleza de aquel instante.
¿De qué se trata?
¿No tienes la sensación de que en realidad el tiempo no ha pasado?
No te comprendo, Arthur.
Cuando estoy a tu lado, tengo la impresión de que todavía nos encontramos inmersos en esos años en los que  fuimos tan felices. Me parece que el tiempo no ha transcurrido, que verdaderamente nunca  nos separó la muerte, que aún vivimos en Vasnilth y podemos tomarnos de la mano para correr juntos hacia esa cueva en la que tantas veces nos amamos. No me juzgues erróneamente por todo lo que estoy confesándote. No quiero malinfluenciarte y arrancarte de tu presente, pero necesitaba decírtelo, Sinéad. En cambio, cuando me hallo lejos de ti, siento en mi corazón y en todo mi ser el peso de todos esos siglos que de veras han discurrido por nuestro destino, distanciándonos cada vez más. ¿Tú no sientes exactamente lo mismo que yo?
No, Arthur —le confesé con franqueza—. Yo sí siento el peso de todos esos siglos que han pasado desde esos instantes tan felices. Lo siento cuando estoy a tu lado y cuando me encuentro lejos de ti. No puedo desprenderme de esa asfixiante sensación.
¿ Y cómo vives con ella? Cuando a mí me invade el alma, soy incapaz de respirar.
No podía contestarle. Aquella sensación de la que tan plenamente acababa de hablarle a Arthur se acreció poderosamente por dentro de mí, como si, al convertirla en palabras, le hubiese otorgado una fuerza indestructible. Ésta me presionaba el alma, me arrebataba la serenidad de mi respiración y me hacía creer que el mundo se había vuelto inmensamente grande y yo me había empequeñecido como un granito insignificante de arena.
¿Estás bien? —me preguntó acercándose más a mí y rodeándome la cintura con su brazo derecho—. No tienes buen aspecto.
No sé, Arthur. No me encuentro bien. Hace muchos años que no estoy totalmente bien. De repente me invade una sensación horrible y solamente tengo ganas de llorar —le contesté con un hilo de voz.
Pues llora, Sinéad. Llora si lo necesitas.
Es que, si empiezo, no puedo parar.
Yo estoy contigo.
Arthur me abrazó con ternura, incitándome a desahogarme entre sus brazos. Se comportaba tan cariñoso y comprensivo como siempre había sido conmigo. Aquella certeza hizo que emergiesen de mi memoria un sinfín de recuerdos en los que me veía junto a Arthur llorando por algún motivo que él volvía dulzura o protegida por su amor, su empatía, su tierna sonrisa. Arthur había estado a mi lado en los momentos más difíciles de mi existencia. Estuvo a mi lado cuando Leonard perdió  su reinado y murieron tantos amigos nuestros, también cuando me había hallado pronta a perder la cordura, cuando regresé de ese trance mortífero... Arthur me había perdonado cuando me había entregado a Scarlya (aunque le costó mucho permitir que mi amor cerrase la herida que yo misma le había horadado en el alma), me amparó de la crueldad de los humanos, me hizo tan feliz siempre, siempre... y en esos momentos de nuevo me encontraba entre sus brazos, resguardada por su serenidad otoñal.
Dime qué tienes, Sinéad —me pidió tomando mi cabeza entre sus dulces manos.
Arthur... 
Sí, estoy aquí contigo. Dime qué te sucede. 
No puedo.
Está bien, pero debes intentarlo.
No podía hablar, solamente llorar; pero, cuando transcurrieron unos larguísimos momentos, pude dejar de plañir. Me limpié las lágrimas con un pañuelo que me prestó Arthur y después me senté en la hierba, entre dos árboles. Arthur se sentó  enfrente de mí. Me miraba fija, profunda y amorosamente.
Quizá lo que necesites sea alejarte del mundo  en el que vives —comenzó a decirme con pausa—. Te hace daño ver cómo los humanos maltratan la naturaleza, cómo viven cada vez más inmersos en una realidad completamente materialista, cómo destruyen lo que tú tanto amaste...
No lo sé. He creído siempre que ésa es la causa de mi tristeza, pero tal vez no sea la única. 
Quizá no debas esforzarte por buscarla. La encontrarás cuando menos te lo esperes. Ahora, debemos ayudar a Brisita en todo lo que podamos. Intenta animarte. Atiende a lo bello que es este amanecer. ¿No te parece que el silencio que nos rodea es de terciopelo? Además, un olor exquisito ha llenado el bosque. Huele a rocío, a savia, a madera, a humedad. Es un aroma que adoro con toda el alma.
Yo también —le sonreí tiernamente. Hacía mucho tiempo que nadie me incitaba a reparar en los detalles hermosos de mi entorno—. Es una fragancia que despierta los sentidos y te llena el alma de paz.
Exactamente. Ven, vayamos a la región del otoño. Intuyo que nos falta poco para llegar.
Con el ánimo que Arthur me había entregado, fui capaz de levantarme del suelo y empezar a caminar casi sin acordarme de que, hacía apenas unos instantes, había llorado desconsoladamente. Lainaya también me ayudaba a creer que aquellos momentos eran únicos e irrepetibles (como lo son todos los instantes nacidos de la felicidad más nostálgica) y que la naturaleza podría deshacer cualquier problema que se interpusiese en nuestro camino.

Así pues, bajo la luz rosada del amanecer, caminamos hacia aquel lugar en el que debíamos ser tan fuertes para entregarle a Brisita la mayor parte de nuestro poder. Yo estaba dispuesta a renunciar incluso a mi inmortalidad si así conseguía alargar la vida de mi amada hijita; el único fruto de mis entrañas, del amor verdadero, de la belleza de la vida.

1 comentario:

Wensus dijo...

¡Pensaba que en este capítulo sabría la suerte que corre Brisa! (Comento los dos capítulos aquí) Ahora me dejas en ascuas, con la incertidumbre. Me da tanta pena Brisa...no quiere preocupar a los demás y prefiere morir lejos...ains, si es que hasta en eso es buena y piensa en los demás. Jo, me quedo con las ganas de saber más. Ya no recordaba Murgein, esa isla mágica donde vivía Arthur. Si lo piensas bien, es todo muy triste. Un amor sincero como el de ellos, truncado por otro amor sincero que les lleva a la infelicidad, sobretodo a Arthur. Yo que pensaba que había encontrado finalmente su destino...Para que luego digan que los vampiros no son capaces de amar. Más intensamente que un humano diría yo. Aunque tus vampiros, del mundo que has creado son seres diferentes, tienen ese lado oscuro (sobretodo al principio), pero ahora parecen más seres celestiales que oscuros. ¿Conseguirán salvar a Brisa? ¿Reconsiderarán su amor? ¿Dudará Sinéad entre Arthur y Tsolen una vez más? ¿Dónde están Tsolen y Leonard? ¿La estarán buscando? En fin, todavía quedan algunas cuestiones por resolver. Como siempre, ¡geniaaaal!