CAPÍTULO 15
LO QUE EL MAR NOS TRAE
Hacía más de un mes de esa mañana
de primavera casi veraniega en la que zarparon hacia ese mundo nuevo que Yuna
tanto deseaba descubrir. El cielo la había acompañado en todo momento siempre
revelándole si llovería, si reinaría el sol o brillarían las estrellas. Yuna
sabía leer en el firmamento los mensajes que las estrellas le enviaban. La
posición de los astros era otro lenguaje que su pueblo sabía entender. El
firmamento era un libro abierto para ella. No sabía leer alfabetos, era cierto;
pero sabía interpretar lenguajes que para muchas personas eran sólo silencio,
que para muchos ni siquiera existían.
La travesía duró tantos días que
Yuna perdió la cuenta de los amaneceres que había visto, de los atardeceres que
había sentido y vivido y de las noches que había dormido allí, en aquel cuarto
pequeño sólo iluminado por bombillas amarillentas y por la luz del día que
entraba contenida por aquella ventana redonda tan curiosa que no se podía
abrir. Yuna se sentía encerrada en aquel camarote, por lo que pasaba la mayor
parte del día en la cubierta del barco, disfrutando del viento, del olor a mar,
del sonido del agua al ser removida, de la visión del inexistente horizonte y
del nadar de los peces, que, tranquilos, surcaban el mar sin saber nada de lo
que podían encontrar en la orilla de cualquier país o isla. Perdía la noción
del tiempo cuando se fijaba en todo lo que la rodeaba. Ni tan sólo oía las
voces de las personas que viajaban junto a ella y que, como ella, también
preferían permanecer en la cubierta del barco disfrutando del sol, que parecía
más amable y dorado allí, en medio del mar.
Yuna se había vuelto solitaria
cuando, antes de todos aquellos sucesos, había sido una mujer extrovertida,
alegre y sociable a la que siempre le había gustado mucho conversar con los
demás. Nunca había sentido vergüenza al conocer a otra persona ni tampoco se
había sentido cohibida al darse cuenta de que alguien desconocido la miraba;
pero, en aquel lugar, en aquel viaje, su manera de ser cambió muchísimo. No se
atrevía a hablar con nadie ni tampoco a mirar a cualquier persona que se
hallase cerca de ella. El mundo exterior para ella era un sitio inhóspito,
inexplorable. Se sentía tan acompañada por Maebe que no necesitaba a nadie más.
Sin embargo, los demás viajeros
no pensaban lo mismo de ella. Había personas que la miraban constantemente, que
la observaban procurando entenderla, adentrarse en sus ojos, oírla hablar; algo
que jamás ocurría, pues Yuna no hablaba con nadie. Cuando ya transcurrieron dos
semanas del inicio del periplo, entonces los demás viajeros comenzaron a
interesarse más por ella. Más de una vez, Yuna había descubierto que alguien la
espiaba descaradamente. Ella se había apartado de la trayectoria de esa mirada
indiscreta y se había escondido en su camarote rogando que nadie la buscase. No
entendía por qué la gente se tenía que preocupar tanto por ella. Notaba que la
miraban desasosegados, con muchos interrogantes en los ojos. Maebe la animaba a
que se relacionase, pero ella nunca le hacía caso. Ignoraba sus recomendaciones
alegando que no necesitaba entablar conversación ni amistad con nadie.
Mas huir de la constante
presencia de los demás es algo completamente imposible y mucho más cuando
nuestra propia presencia despierta tanto interés y misterio. Una mañana, próxima
ya al fin del viaje, alguien se acercó a Yuna cuando ella se hallaba asomada a
la borda del barco, mirando hacia el mar, imaginando ese horizonte en el que
pronto desembarcarían. Aquella mañana, Maebe no le había hablado aún. Prefería
permanecer en silencio permitiéndole a Yuna hundirse en sus sentimientos y sus
pensamientos sin que tuviese miedo a que ella los oyese. Maebe, muchas veces,
salía del cuerpo de Yuna por la noche y no volvía a introducirse en ella hasta
que ambas lo deseaban. Yuna se había habituado a la sensación de vacío que
experimentaba siempre que Maebe abandonaba su cuerpo y a ese estremecimiento
profundo que la agitaba toda cuando Maebe volvía a ella. Eran sensaciones que
no se asemejaban a nada que hubiese conocido antes.
Maebe no estaba con ella aquel
día. No obstante, Yuna no se sentía sola, puesto que le parecía que el mar
entero la acompañaba, que le hablaba también el sol, el aire que soplaba libre,
sin que hubiese ninguna rama de árbol obstaculizando su camino. Quedaban dos
días para que llegasen al país de Aneia, donde desembarcarían y empezarían su
inimaginable aventura. Yuna no entendía por qué todo debía comenzar allí, pero
no dudaba de nada, ya que la vida, en los últimos meses, le había enseñado a
creer en todo, en todo eso que antes ni siquiera había existido para ella. No
había reglas en esa nueva realidad que la acogía y la atrapaba.
Se hallaba sumida en sus pensamientos
cuando notó que alguien se acercaba a ella, sigilosamente, como si no quisiese
sobresaltarla. Yuna oyó esos pasos cautelosos y se dio la vuelta antes de que
esa persona llegase junto a ella. Se quedó paralizada observando a quien se
encontraba a escasos centímetros de ella, mirándola con ansia, como si quisiese
devorarla con los ojos. Yuna se estremeció. Nadie la había mirado así nunca,
con tanto interés y fascinación. Lamentó que Maebe no estuviese con ella, pues
necesitaba preguntarle qué significaba aquella mirada, qué pensaba aquella
persona al tenerla enfrente. Tuvo que afrontar sola ese momento que tan
nerviosa empezó a ponerle.
— Hola.
¿Estás ocupada? Me gustaría hablar contigo.
Se trataba de un hombre alto,
fornido, de ojos verdes, tan verdes como la hierba que cubre los campos al
llegar la primavera. Le sonreía amigablemente e incluso Yuna detectó que
también con algo de timidez. Sus ojos grandes y tan vivos la atraparon. No se
sentía capaz de retirar la mirada de aquellos ojos que la habían absorbido como
jamás antes le había ocurrido. Su sonrisa, además, era preciosa, blanca,
luminosa, sincera. Era algo más alto que Yuna, quien, en esos momentos, se
sintió extremadamente menuda y delgada junto a aquel hombre que parecía tan
fuerte, que albergaba tanta fortaleza en sus brazos, que tan atlético parecía
también. Vestía con una sencilla camiseta de color azul y con unos tejanos
oscuros. Sus cabellos, rebeldes, rizados, eran del color de las rosas, rojos,
vivos, relucientes bajo el sol. Tenía un flequillo que le caía oblicuo por la
frente y casi le cubría el ojo izquierdo.
Yuna notó que se le esparcía por
las entrañas un calor muy agradable que la sonrojó por completo. No se sentía
capaz de moverse, ni de gesticular, ni de hablar... pero también sabía que él
le había formulado una pregunta. No entendía lo que le ocurría. Jamás había
experimentado esas sensaciones tan extrañas.
— Perdona.
Quizá no hables mi lengua... —se excusó él riendo con timidez—. Do you speak
English? O... Parli italiano?
— No,
no, no... Hablo tu lengua —le contestó en español, aún más avergonzada—. No
estoy habituada a conversar con extraños. Lo siento si parecí grosera al no
contestarte.
Ni siquiera ella sabía de dónde
habían brotado esas palabras que se le escaparon de los labios sin pensar, sin
pedirle permiso a su mente. El chico sonrió más abiertamente al oírla hablar y
se acercó a ella posicionándose más cerca de sus ojos.
— Tienes
un acento muy bonito. ¿De dónde eres?
«No lo sé», pensó Yuna agachando
la mirada. No sabía cómo se llamaba su país. Sólo recordaba que a su poblado,
el que tampoco existía ya, se lo conocía como Yumavir; pero ya no tenía sentido
pronunciar aquel nombre. Tampoco sabía qué acento tenía ella, con qué lugar del
mundo concordaba su manera de hablar.
— De...
de un lugar que ya no existe —le respondió con nostalgia. El chico entornó los
ojos.
— Vaya,
cuánto lo siento; pero ¿dónde estaba ese lugar?
— Más
allá de las montañas, entre bosques que también desaparecieron. Los quemaron
—le contó susurrando.
El chico no contestó. Le retiró
la mirada. Yuna vio disgusto y rabia en sus ojos verdes.
— Malditos
todos —murmuró con rencor—. Supongo que escapaste del que era tu hogar porque
te lo arrebataron, ¿verdad?
— Así
es. Tengo familia en...
Se detuvo, calló. No sabía cómo
se llamaba el país de Aneia.
— Sí,
yo también tengo familia allí. En realidad, podría haber viajado en avión
porque es mucho más rápido; pero me da pánico volar —le explicó intentando
animar la conversación—. Estoy deseando ver a mi madre y a mi hermana. Mi padre
murió hace un año y ni siquiera pude despedirme de él por estar lejos. Estuve
estudiando en México.
«México: tal vez se llame así el
país donde se encontraba mi poblado o quizá sea el que se hallaba al otro lado
de las montañas», pensó Yuna estremecida, ignorante, olvidando todo lo que le
había enseñado Maebe.
— Lo
siento. Siento mucho la muerte de tu padre. Yo también perdí a mi familia en
ese incendio.
Entonces Yuna recordó de pronto
que, al marcharse tan lejos del lugar donde había nacido, perdía por completo
la oportunidad de encontrar a su familia. No obstante, algo en su interior le
indicó que no merecía la pena que viviese pendiente de ellos. Esta vez, no se
trataba de la voz de Maebe, sino de su propia intuición y debía obedecerla.
— Lo
siento mucho. Las pérdidas nos unen, entonces —le indicó el chico acercándose
más a ella. Yuna se sintió aún más estremecida—. ¿Quieres que hablemos en otro
lugar menos concurrido? Conozco un salón pequeño al que casi no va nadie.
Quiero que conversemos serenamente. Me das muy buenas vibraciones y capto que
tu energía es preciosa.
— ¿De
veras? Creo que es la primera vez que me dicen algo así en mucho tiempo —sonrió
Yuna sin controlar sus gestos. Se sintió llena, feliz y satisfecha sin entender
por qué, de pronto, sin preverlo—. Sí, por favor, llévame a ese salón que
dices. También estoy cansada de que me dé el sol.
— Por
cierto, me llamo Arturo. ¿Cuál es tu nombre?
— Mi
nombre es Yuna.
— Yuna
es un nombre precioso... igual que tú —musitó Arturo retirándole la mirada,
tímido y sensual.
Yuna dudó en decirle su nombre.
Fugazmente, pensó que lo mejor sería inventarse otro nombre que ocultase su
identidad, pero no pudo ser precavida. Algo poderoso la obligaba a ser sincera.
Algo estaba desatándose por dentro de ella. Las sensaciones que le llenaban el
cuerpo eran demasiado nuevas para ella y no sabía cómo gestionarlas ni cómo
debía vivir ese momento. También se percató de que podía olvidar su vida y todo
lo que la rodeaba con demasiada facilidad junto a aquel chico que acababa de
conocer y por el que, sin embargo, comenzó a sentir una atracción imparable.
Además, tuvo la impresión de que ya se conocieron en otra vida, pero no se
atrevió a confesarle aquellos detalles. Era muy pronto para abrirse tanto a
otra persona.
Arturo le pidió que la siguiese y
ambos caminaron por la cubierta del barco dirigiéndose hacia esas escaleras que
descendían a la segunda planta. Se adentraron en un vestíbulo muy bien
iluminado por la cantidad de ventanitas que lo inundaban. La luz del día allí
era azulada. Arturo la condujo hacia un pasillo estrecho que desembocaba en una
pequeña sala donde había un piano y varias mesas rodeadas de sillones y sofás
que parecían extremadamente cómodos. Una barra de color azulado dividía la sala
en dos. Tras la barra, había largos estantes llenos de botellas, de vasos...
Había tantos detalles en aquel lugar que Yuna no supo hacia donde mirar.
Colgaba del techo una lámpara preciosa, llena de bombillas pequeñas que dimanaban
un poder místico; una luz brillante y tenue a la vez, que iluminaba todos los
rincones de la sala, pero dejando sombras sinuosas que invitaban a realizar
confesiones íntimas.
— ¿Quieres
tomar algo? —le preguntó Arturo dirigiéndose hacia la barra—. No sé si sabes
que nos entra todo lo que queramos tomar. Entraba en el billete.
— Mi
billete es muy sencillo. No creo...
— No
importa. Queda poco para que lleguemos a nuestro destino. Disfruta del momento
y del mundo. Siempre te he visto muy sola y me da pena que nadie hable contigo.
— Más
bien, era yo la que no quería hablar con nadie.
— ¿Por
qué?
— Porque
soy muy tímida.
— Vaya,
yo también; pero pensé que, si no me animaba a hablar contigo, me arrepentiría
toda la vida —le confesó tomando en sus grandes manos dos copas y una botella
de vino—. ¿Alguna vez has probado el vino?
— No,
no he probado el vino, pero, si lleva alcohol, no lo tomaré.
— Perdóname.
Vas a pensar que quiero emborracharte para... conquistarte, pero no es verdad.
¿Qué te apetece tomar? Soy torpe, lo siento. Es la primera vez que me encuentro
en una situación así y no sé cómo actuar.
La franqueza de Arturo la
sobrecogió. No se imaginaba que un hombre pudiese confesarle algo así. Ella
siempre había creído que entre las personas todo debía fluir con naturalidad,
pero le pareció que Arturo era más inexperto que ella.
— Si
es posible, me gustaría tomar una infusión —le confesó tímidamente.
— No
hay aquí de eso. No importa. Entonces no tomaremos nada. Nos sentaremos juntos
y hablaremos todo lo que podamos.
— Está
bien.
A Yuna le costaba entender que no
hubiese infusiones en aquel lugar donde parecía haber todo lo que existía en el
mundo, pero también se dio cuenta de que, en aquella sala, no había ningún
utensilio que sirviese para preparar una infusión.
Se sentó en uno de los sillones
forrados de terciopelo y fijó los ojos en la preciosa lámpara de cristal que
colgaba del techo. Arturo la miró sonriente, pero, antes de situarse junto a
ella, se dirigió hacia el piano, abrió su tapa limpia y reluciente y se sentó
ante las teclas. Empezó a tocar suavemente, creando una melodía que a Yuna le
removió el alma. Se incorporó de pronto, se levantó y caminó lentamente hacia
Arturo sin entender nada, sorprendida, sobrecogida y sintiendo unas extrañas
ganas de llorar que apenas podía controlar.
Era la primera vez que Yuna oía la
voz del piano. Le pareció mágico que de unas teclas pudiese brotar un sonido
tan dulce, tan bonito; pero también supo que eran los largos y ágiles dedos de
Arturo los que hacían aquella magia que la arrobaba por momentos.
Miró a Arturo, fijándose en su
espalda, en sus hombros anchos, en sus manos fuertes y grandes, que parecían
tan dulces resbalando sobre el piano, pulsando con majestuosidad y delicadeza
aquellas teclas. La sala, vacía hasta antes de que ellos llegasen, se llenó de
luz, de melodías, de olores a hierba, de la sensación del agua cayendo entre
rocas, del viento meciendo las ramas de los árboles. A Yuna incluso le pareció
que de veras el viento le removía los cabellos.
Sintió un escalofrío
recorriéndole la espalda. Las ganas de llorar de emoción que había experimentado
se diluyeron en la hermosura de ese momento y sólo pudo sonreír, sonreír con
dulzura. Nunca había conocido a un hombre que le mostrase un alma tan bonita y
mágica en tan poco tiempo.
Arturo notó que Yuna lo miraba
fascinada, sobrecogida y emocionada. Se volteó suavemente y la miró intrigado
sin dejar de tocar. De sus dedos nacía Experiencie de Ludovico Einaudi. Como
polluelos saliendo del cascarón, la música brotaba en sus manos y volaba por el
vacío que los rodeaba, por la soledad que los protegía y los abrazaba. La
música volaba hacia la luz, se perdía en las sombras, se deshacía en el tiempo.
La música subía de intensidad, se
volvía más llena, más volátil, más libre, densa incluso. Yuna notó que se estremecía,
que le latía el corazón cada vez más rápido, que incluso los ojos se le
llenaban de luz. No lloraba porque no sentía que la emoción que la dominaba
tuviese que desahogarse con llanto. Tenía ganas de reír, de bailar dejándose
llevar por las alas de la música. Cerró con fuerza los ojos y se imaginó que el
suelo desaparecía, que sólo había aire a su alrededor y que, de nuevo, se
hallaba recorriendo el mundo en los brazos de esos sueños astrales que tanto le
habían enseñado.
De pronto, la música se volvió
más delicada, como si hubiese sido el agua de una desesperada cascada que, de repente, encuentra la estabilidad entre las rocas y detiene su curso imparable...
pero, cuando creía que todo se acallaría, de nuevo la música volvió a subir y
volvió a sentir que de nuevo volaba, que el cielo la acogía, que se convertía
en una nube que se deshacía en una lluvia amable que regaba los campos, que le
daba la vida a la hierba, a la naturaleza que dormía bajo el cielo.
Entonces, Arturo dejó de tocar.
Se quedó quieto, aún observando fijamente a Yuna, quien parecía estar muy lejos
de ese momento. Cuando la música fue de nuevo silencio, entonces Yuna abrió los
ojos y lo miró agradecida, estremecida y extrañada.
— Ha
sido precioso —musitó Yuna sin voz, aún sobrecogida por todo lo que había
sentido—. No conozco ese instrumento. No sabía que se podía experimentar algo
tan intenso con la música... aunque, cuando vivía en mi poblado, las
percusiones y las flautas servían para invocar la lluvia. La música nos
acompañaba en rituales ancestrales que siempre tenían un significado mágico;
pero lo que acabo de sentir ahora no se parece a nada que haya conocido antes.
— Me
alegra y me conmueve mucho que te haya gustado. Este instrumento se llama piano
y te interpreté una pieza de un compositor que admiro con toda mi alma. Se
llama Ludovico Einaudi. Supongo que tampoco lo conoces. Algún día, te llevaré a
algún recital suyo y te parecerá que lo que acabo de tocar yo no es ni la
sombra de lo que él puede hacer, de veras.
— Gracias
—contestó ella emocionada.
— Entonces,
¿en tu poblado hacíais rituales?
— Sí,
así es. Estábamos muy conectados con la naturaleza y ella era parte de
nosotros, pero tenía nuestras vidas en sus manos y a ella le debíamos agradecer
todo y solicitar lo que necesitásemos —le explicó ella encantada de ser, por
primera vez, quien tenía conocimientos nuevos para él.
— Suena
tan interesante...
Arturo se levantó del taburete
que ocupaba y se dirigió hacia uno de los sillones. Al sentarse allí, le pidió
a Yuna con la mirada que se situase junto a él. Ella lo obedeció encantada. Deseaba
seguir explicándole cosas sobre su poblado, sobre su vida pasada... Era la
primera vez que experimentaba esos deseos tan bonitos de compartir, de
confesarse, de abrirle su alma a otra persona. No podía creer que aquello estuviese
ocurriéndole después de ansiar que nadie la mirase ni le hablase en todo aquel
viaje.
— Tienes
unos rasgos preciosos, Yuna. Tus rasgos me desvelan que tu pueblo... es... lo
que llamamos indígena. Tú no conociste las ciudades, ¿verdad? Tú siempre viviste
así, en los bosques, y además es que te expresas distinto, de una manera muy
especial. Perdóname si parezco grosero. Creo que casi nadie sabe que todavía
quedan poblaciones indígenas en el país en el que viviste, aunque quizá sí...
Indígena: aquella palabra no le
gustaba. Sonaba de un modo negativo. La energía que se desprendía de su sonar
la desanimó, le hizo sentir diferente e incluso algo repudiada. Agachó la
cabeza y fijó los ojos en las marcadas líneas de sus manos. Sentía ganas de
llorar, pero no quería que éstas la dominasen.
— Yo
no pienso que seas distinta por provenir de un poblado indígena. Por favor, no creas
nada malo de mí, al contrario. Yo precisamente fui a estudiar a México para
investigar esas culturas que el colonialismo silenció y reprimió. Lamento muchísimo
todo lo que le ha ocurrido a tu pueblo y daría parte de mi alma si pudiese
evitar tanto sufrimiento y dolor.
— ¿De
veras? —le preguntó ella emocionada.
— Sí,
de veras. Mi pueblo también sufrió mucha represión hace siglos y de eso nadie
se acuerda. Le arrebataron su lengua, quisieron sustituir sus costumbres y su
cultura por una que hizo muchísimo daño... pero, por suerte, siento que ahora
mi pueblo está renaciendo de toda esa oscuridad que lo silenció durante siglos.
A Yuna le gustaba muchísimo como
hablaba Arturo. Se expresaba con entusiasmo, respeto, cariño y también con una
dosis de indignación que volvía más rotundas sus palabras. Yuna descubrió
enseguida que le gustaba mirarlo a los ojos cuando le confesaba lo que pensaba.
¿Por qué sentía tanta conexión con alguien con quien apenas había compartido
momentos de su vida? De pronto, esa pregunta le hizo temblar. ¿Arturo estaría
vivo o sería otra alma fenecida que había acudido a ella atraída por su magia?
No podía confiar en nada, era
cierto, y temió que Arturo no estuviese vivo. Notó que el estómago se le revolvía.
¿Y si él también estaba muerto como lo habían estado todas las personas de
aquel poblado al que habían llegado Maebe y ella? Maebe tampoco había estado
viva, tampoco lo estuvo la familia de Maebe... y, en esos momentos, incluso
dudó de que Ondina y las demás estuviesen vivas, fuesen materia y alma.
— ¿Qué
te ocurre? Te has quedado muy seria.
— Me
apena todo lo que me cuentas —le contestó ella incapaz de evitar que su voz
sonase trémula—. Es muy triste que nos hagan esto.
— Triste
no es la palabra acertada. Es injusto, es horrible, es una barbarie.
— Exacto.
Yuna alzó de nuevo los ojos y,
con decisión, le tomó la mano a Arturo, con fuerza, enlazando sus dedos con los
de él, apretando cada vez con más ímpetu, como si quisiese encontrar la respuesta
que tanto necesitaba a las preguntas que se había formulado... Arturo la miró
extrañado, pero enseguida respondió a la presión creciente que Yuna ejercía en
su mano.
— Yuna,
dentro de dos días, llegaremos a nuestra tierra. Es probable que no nos
volvamos a ver nunca más, pues yo tengo mi vida casi resuelta allí. Tú seguro
que también tienes otros planes... Es posible que nos perdamos para siempre. No
me gustaría desaprovechar ni un solo minuto de los que tenemos. Por favor,
permíteme conocerte hasta lo más hondo de tu alma. Congeniamos, sé que estamos
en la misma dimensión...
— ¿Seguro?
Estás aquí conmigo, ¿verdad?
— Por
supuesto que estoy contigo.
— ¿Qué
te ocurrió antes de subir a este barco? ¿No estuviste enfermo, ni se quemó tu
casa, ni...?
— Por
supuesto que no. No estuve enfermo, ni sufrí un accidente ni nada de eso. ¿Por qué?
¿Temes que yo también muera, como tu familia?
— Temo
que no estés vivo, que estés muerto —le confesó casi sin voz.
— ¿Cómo?
No, no, ¡de momento estoy seguro de que estoy vivo! —rió él con energía—. ¿Por
qué crees que estoy muerto? ¿Acaso no sientes el calor de mis manos, el latir
de mi corazón, mi respiración...?
Yuna intentó recordar si también
había notado los latidos del corazón de Maebe cuando habían dormido juntas,
bajo los árboles. No podía recordarlo. Tampoco recordaba si la había sentido
respirar. No recordaba nada del aspecto físico de Maebe. Quizá ella la hubiese
hechizado para que no se fijase en esos detalles. Cerró los ojos con impotencia.
— Tienes
razón. A partir de mañana, tendremos que separarnos. Nos separaremos cuando lleguemos
a nuestro destino. Debemos aprovechar estos momentos que tenemos —le confirmó Yuna
estremecida—. Verás, todas las personas que se han acercado a mí en los últimos
meses estaban muertas.
— Tú
eres lo que en mi tierra... y tu tierra también, supongo, por lo que me has
contado de tus familiares, se llama “meiga”.
— ¿Qué
es eso?
— Es
una mujer con poderes hermosos, pero también puede llegar a actuar con mucha maldad
y rencor. Hay meigas buenas y meigas no tan buenas. Por cierto, ahora que pienso...
Hay algo que no me cuadra. Si provienes de una tribu indígena y me dijiste que
perdiste a toda tu familia en un incendio, ¿qué familiares tienes en mi tierra?
— A
nadie, no tengo a nadie allí, pero tengo que llegar allí para cumplir una
promesa que le hice a una buena amiga —le explicó presionándole las manos. Aún no
se las habían soltado.
— Eres
increíble. Haces un viaje de semanas por una promesa. Supongo que tu intención
es quedarte allí a vivir, ¿verdad? Sería inútil e ilógico que quisieses marcharte
tan rápido. Entonces tal vez no sea necesario que nos separemos. Puedes venir a
mi casa si no tienes a donde ir y, cuando sepas qué quieres hacer con tu vida,
entonces...
— Te
lo agradezco muchísimo. Realmente no tengo a donde ir y ni siquiera sé qué debo
hacer una vez llegue allí. Nunca he estado en ningún sitio aparte de mi poblado.
Desconozco cómo funcionan las cosas allí.
— Allí
funcionan de una manera muy sencilla, de la misma manera como funciona el mundo
entero: con dinero. Si tienes dinero, puedes aspirar a comprar algún lugar para
vivir o quedarte en alguna pensión u hotel mientras no encuentras donde habitar.
— Sí
tengo dinero. Antes de emprender este viaje, ahorré mucho y...
— Perfecto.
No es necesario que me des explicaciones. Yo te ayudaré a encontrar allí un
trabajo y un lugar para vivir. Por suerte, es un país económicamente accesible.
En otros lugares, es mucho más caro vivir.
Aquella conversación derivó en
otras más profundas. Arturo y Yuna permanecieron conversando hasta que el día empezó
a declinar, hasta que el atardecer se volvió una realidad. La noche ya se
asomaba al horizonte imaginario que dividía el cielo y el mar. Ni siquiera se
dieron cuenta del paso de las horas. Habían bebido agua, habían hablado de
todo, se habían mirado largamente a los ojos durante minutos eternos. Habían
compartido lo que otras personas ni siquiera podían compartir en una vida.
— Yo
sabía que eras especial, pero nunca imaginé que lo fueses tanto. Por cierto,
¿sabes hablar la lengua de nuestra tierra? —le preguntó mientras caminaban
lentamente por la sala que los había acogido durante horas.
«Se supone que sé hablar
cualquier lengua del mundo, pero ahora no recuerdo nada. Es como si Maebe se
hubiese llevado todo lo que me ha enseñado al abandonar mi cuerpo», pensó
estremecida.
— No,
no sé hablarla. ¿Es necesaria para vivir allí?
— Por
supuesto que lo es. El español también se habla, pero es mejor si te expresas
en nuestra lengua, pues mucho nos ha costado que sea lengua cooficial de
nuestro país... Yo te enseñaré a hablarla si quieres.
— De
acuerdo. Sí quiero aprenderla.
— Es
muy tarde. Deberíamos ir a cenar ya. Supongo que tendrás hambre.
— Tengo
mucha hambre, realmente. No entiendo a dónde han ido las horas del día. ¡Ni
siquiera hemos comido!
— No
hemos comido nada físicamente, pero nuestra alma se ha alimentado de la magia
que nos ha acompañado durante estas horas —le indicó acercándose a ella. Tomó un
mechón de sus rizados cabellos y lo envolvió en sus dedos—. Eres preciosa,
Yuna. No voy a negarte que me he enamorado profundamente de ti. Es la primera
vez que me ocurre esto. He estado con otras mujeres que me han gustado mucho,
pero por ti siento algo único, especial... Perdóname, tal vez sea demasiado
pronto para confesarte esto; pero pienso que no tiene sentido que me lo calle
si lo siento con tanta vida.
— No
te preocupes. Agradezco que me lo digas. Yo nunca me he enamorado de nadie. Es la
primera vez que siento que me gusta tanto otra persona —le reveló agachando la
mirada, tímida y estremecida.
— Entonces,
los dos somos unos inexpertos en el amor —le sonrió amigable—. Quiero que nos
conozcamos bien, que no nos precipitemos, pero hay algo que me impulsa a ti,
como si el mismo tiempo me avisase de que son pocos los momentos que podemos
compartir.
— Yo
tengo exactamente la misma sensación.
Se hallaban entre las sombras del
ocaso, sombras que la luz cristalina que manaba de aquella preciosa lámpara
quebraba, volvía acogedoras. No había nadie en ese instante ni en ese espacio
que pudiese interrumpir ese momento, pero los detenían la prudencia y la
inseguridad. Una certeza incierta flotaba entre los dos, alertándolos de que
iba a ocurrir algo y, también, callando las intuiciones que gritaban en sus
almas.
— Vayamos
a cenar. No quiero que te desmayes de hambre por culpa mía —le pidió él
tomándola del brazo.
— Vayamos,
sí.
Fue una velada muy tierna y llena
de complicidad. De vez en cuando, Yuna se acordaba de Maebe y, sin que pudiese
evitarlo, rogaba que ella no volviese aquella noche. Era la primera vez que
ansiaba estar sola, realmente a solas con otra persona, sin que Maebe sintiese
sus emociones.
— Me
gustaría poder leer la voz de tus pensamientos cuando callas.
— Pienso
en todo lo que nos espera después de este viaje.
— Nada
es seguro en la vida, pero yo también me imagino que esto que nos está sucediendo
es una gran oportunidad para los dos.
— No
me costará iniciar una nueva vida allí si tengo a alguien que me apoya y me
ayuda.
— Yo
te apoyaré y te ayudaré. Es probable que haya personas que no entiendan este
amor tan repentino, pero es que yo siento que te conocí en otro tiempo, en otro
lugar, porque tu manera de hablar no me resulta en absoluto desconocida. Es como
si hubiese oído tu voz durante años. Además, sé lo que puedes decir y opinar
antes de que me lo reveles.
Era magia, simplemente; pero Yuna
no dudaba de la veracidad de esa magia porque no era la primera vez que le ocurría
algo tan hermoso; algo que no parecía formar parte del mundo que todos
conocían. Era algo intangible que iba más allá de cada momento y de cada
dimensión.
Cuando terminaron de cenar,
entonces subieron a la cubierta del barco y permanecieron mirando el mar,
nocturno como el cielo, hasta que el frío los instó a protegerse. Había más
gente a su alrededor, pero, para ellos, no existía nadie más que el otro.
Mientras el frío de la noche les
permitió estar juntos allí, bajo el firmamento y a la vera del mar, conversaron
sobre sus vidas, sobre lo que esperaban encontrar cuando desembarcasen, sobre
lo que era para ellos la magia. Yuna fue capaz de abrirle su corazón a Arturo de
una manera única y él la escuchaba embelesado, fascinado, sorprendido. Ella también
ansiaba conocer cómo había sido su vida, qué había hecho. Arturo le habló de su
infancia, vivida en una aldea costera del país al que viajaban. Le habló de su
padre y su abuelo tanto materno como paterno, todos marineros, descendientes de
una estirpe que siempre había vivido del mar. Le habló de su madre cariñosa,
trabajadora y fuerte, labriega de alma, que había sacado adelante una familia
compuesta por tres hijos, dos chicos y una niña débil y enfermiza a la que
todos querían proteger con sus propias vidas. Le habló de campos verdes sin fin
en los que pastaban vacas marrones, le habló de la fuerza de los temporales
marítimos que derribaban muros, que arrastraban árboles, incluso casas. Le cantó
canciones típicas de su pueblo, le habló en la lengua de sus ancestros y de sus
posibles hijos. Estuvieron compartiendo el alma y la memoria como si aquélla
fuese la última noche de sus vidas.
De repente, cuando el frío arreció,
volviéndose casi insoportable, Arturo le propuso a Yuna protegerse en algún
lugar donde pudiesen seguir conversando tranquilamente. Entonces, ella sintió
que unos nervios férreos se le asían al estómago. Aquellos nervios le revelaron
que lo que más deseaba en ese momento era hallarse junto a Arturo en su
camarote, a solas con él, sin que existiese la posibilidad de que alguien los
interrumpiese, ni siquiera Maebe, quien parecía muy lejos de ella, de ese lugar
y de ese momento.
— Puedes
venir a mi dormitorio, si quieres —le propuso ella sin pensar en sus palabras.
— ¿Estás
segura? No quiero forzarte a nada.
— Sí,
estoy segura. ¿Qué más da? Me conoces ahora mismo mucho mejor de lo que me
conoció nunca mi familia tras compartir con ellos tantos años. Quiero que
estemos juntos. No quiero nada más.
Él no se opuso. Realmente ansiaba
estar con ella a solas, contemplarla a la tenue luz de las bombillas que
iluminaban los camarotes, juntos en un espacio mucho más reducido y poder
acercarse a ella hasta aspirar el aroma de su cuerpo. Flotaba entre ellos una
marea que iba y venía, una marea de seducción de la que ninguno de los dos
podía huir, y verdaderamente ninguno de los dos quería hacerlo. ¿Qué importaba
ya?
— ¿Quién
nos asegura que exista el mañana? —le preguntó Yuna después de cerrar la puerta
tras de sí—. No está escrito en ninguna parte que haya mañana.
— Ni
mañana ni ayer. Sólo existe este momento —prosiguió él mirándola tiernamente—. Por
cierto, me gusta mucho como vistes. Ese vestido azul te sienta de maravilla.
Era un vestido que Maebe la había
ayudado a adquirir en una tienda que se hallaba en el puerto del que zarparon
hacía ya tantos días. Era azul y tenía un vuelo sinuoso que la envolvía como si
no tuviese materia, como si ella no tocase el suelo al andar.
— Eres
muy bella, Yuna. Eres la mujer más bonita que conocí jamás. Tus ojos marrones e
intensos, tu pelo oscuro, tan vivo, tu cuerpo... Pareces un ser mágico.
— Realmente,
soy un ser mágico. No imaginas hasta qué punto lo soy —susurró ella
avergonzada.
— No
lo dudo, en absoluto.
Yuna sabía muy bien lo que podía
ocurrir a partir de esos momentos. Había oído hablar en infinidad de ocasiones del
amor, de cómo se demostraban esos sentimientos, de lo bonito que era compartir
el cuerpo y el alma con otra persona.
No quería evitar nada. Quería vivir,
experimentar y sentir, sentirse amada al fin. Nunca había necesitado tanto que
alguien le demostrase que la quería. Además, Arturo la atraía mucho. Conocía el
sentimiento de la atracción, pero era la primera vez que lo experimentaba. Sabía
que aquella sensación tan ardiente que se le esparcía por todo el cuerpo era
atracción, era deseo.
Se acercó tímidamente a él
mientras le sonreía con cariño. Él la tomó de las manos y la miró profundamente
a los ojos. En aquel momento, el mundo se detuvo. Incluso desapareció para los
dos el movimiento del barco al navegar.
Sería la primera vez que un
hombre la abrazaría, que ella besaría a otra persona, que le entregaría a otro
ser todo lo que ella era; pero no tenía miedo. Le apetecía saber qué era
fundirse con otra persona, sentirse y saberse deseada.
Él la abrazó con ternura, con
miedo a asustarla o a que ella se arrepintiese de querer vivir con él ese
momento. La abrazó como si su cuerpo fuese frágil y quebradizo. Ella se asió a
él con desesperación, como si de repente hubiese explotado en ella toda esa
soledad que llevaba acompañándola desde la mañana en la que había emprendido aquel
extraño viaje en busca de la hierba que sanaría a su hermana; un viaje que, al
final, había resultado una trampa.
Quiso olvidarse de todo lo que la
había afligido. Cuando Arturo se acercó a ella para besarla, cerró los ojos y
sólo se concentró en las sensaciones que despertaban en su ser: aquel delicioso
calor, los estremecimientos que agitaban su piel, la necesidad de deshacerse de
la ropa que llevaba... Todo ocurría tan rápido que ni siquiera ella podía
conocer lo que iba a suceder. Sintió que él la presionaba contra su cuerpo, la
abrazaba apasionadamente mientras la besaba y la desvestía rápidamente con sus ágiles
manos.
Nunca imaginó que besar a otra
persona fuese aquel intercambio de respiraciones, de ternura y de pasión. Le gustaba
sentir cómo él la besaba, cómo unía sus labios a los suyos, cómo se hundían en
aquellos besos que encendían todo su ser; mas aquellos besos no fueron más que
el preludio del sinfín de sensaciones que luego la enloquecerían al sentirse
tan unida a él, tanto física como anímicamente. Se entregó a él sin pensar en
nada, sólo sintiendo y olvidando el futuro, deseando que aquella noche no
terminase nunca y que no apareciese ningún horizonte en el que tuviesen que
desembarcar.
1 comentario:
Yuna y Arturo hacen una muy buena pareja. Ay, me he acordado de Arthur, qué tiempos aquellos. Pues han congeniado a la primera, es cierto lo que le dice, que ambos están en la misma dimensión. Es posible que se conociesen en otra vida, pues el vínculo que tienen es precioso y muy mágico. Los dos se entienden, han sufrido y quieren/necesitan lo mismo de la vida. Creo que hacen una pareja preciosa, la verdad. No esperaba que al final, terminarían juntos, pero es cierto que no necesitan más tiempo. No con su propia familia llegó a ese nivel de entendimiento. me gusta Arturo, creo que puede dar mucho juego. Van a Galicia. A lo mejor se encuentran con Agnes y Lúa, ¿te imaginas? Podrías hacer que en algún momento coinciden, sería divertido. Pues ha sido un capítulo muy bonito, por fin ha conocido a una persona viva con la que hablar y hacer otras cosas...jajaja. Con Maebe es feliz, pero creo que necesita sentirse viva, conocer a otras personas. Me ha encantado el capítulo, Ntoch, un capítulo muy romántico.
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