CAPÍTULO 14
ATRAVESANDO EL MUNDO
¿Quién no tiene una voz dentro de
sí que continuamente le habla, critica lo que hacen los demás sin que así lo
queramos o tira por tierra cualquier acto que llevamos a cabo? ¿Quién no tiene
que luchar para ignorar una serie de palabras que atacan directamente a nuestra
autoestima o a nuestra manera de ser? Quien nunca haya tenido una voz aparte de
sus propios pensamientos, esos pensamientos conscientes de los que somos absolutos
dueños y que podemos convertir en recuerdos sin esfuerzo, entonces no ha vivido
realmente la división entre la parte positiva y negativa de nuestro ser, dos
partes que se complementan y que, incluso, no serían nada sin la otra.
De esa manera se sentía Yuna
desde que Maebe se introdujera en su cuerpo, compartiendo con ella la esencia,
la mente y el alma, hablándole en los sueños y en la vigilia, creando una unión
única que alimentaba el corazón y que ayudaba a crear más esperanzas dentro de
un estado de completa soledad, que había sido una noche sin estrellas a la que
no se asomaba la luna por sentirse ésta también algo solitaria en la nada.
Seguramente, Yuna siempre se habría negado a que cualquier ser se adentrase en
ella para controlar sus pensamientos y sus acciones; pero, en el momento en el
que Maebe había reaparecido ante ella, en aquellos sueños astrales, Yuna se
sentía desvalida y perdida en su vida, sin rumbo ni acciones concretas por los
que luchar. No sabía qué sería de ella el invierno siguiente, no confiaba en la
eterna ayuda que la naturaleza le había proporcionado siempre, sobre todo
porque llevaba ya varios meses subsistiendo en una vida que no entendía y que
se desarrollaba en un mundo que había cambiado demasiado para ella, que había
dejado de ser el mundo que ella había conocido para convertirse en una realidad
absolutamente inhóspita.
Maebe era una parte de ella ya,
innegable y necesaria, que la ayudaba a confiar en la vida, que le enseñaba a sobrevivirle
a la desesperanza. Quedaba ante ella una larga senda por recorrer; una senda
cuyo fin, en realidad, Yuna desconocía dónde se hallaba; pero nunca se habría
sentido capaz de empezar a recorrerla sola. Ante el mundo desconocido, ella se creía
nada, tan pequeña como una mota de polvo que se pierde en una tormenta, que el viento
arrastra y lleva al olvido.
Nunca se sentía sola. Al fin,
alguien contestaba a sus pensamientos, a sus preguntas retóricas y a sus
inquietudes, calmaba sus preocupaciones y la animaba cuando el desaliento se le
asomaba al alma. Por fin alguien compartía con ella la belleza de cada momento,
las opiniones con respecto al mundo y al pasado. Alguien la escuchaba, le
aconsejaba, le resolvía las dudas que surgían cuando el camino se estrechaba y
se enrevesaba entre los árboles. Yuna temía que aquella voz que la acompañaba
siempre que ella lo necesitaba y deseaba desapareciese. No se creía capaz de
vivir sin ella. Maebe era única en sí misma, pero también se había convertido
en una parte de su ser. Incluso, Yuna dudaba, en algunos momentos, de dónde
nacían los pensamientos y los sentimientos que le llenaban el alma, si de su propio
ser o de la mente de Maebe.
A veces, intentando no desear que
Maebe escuchase esos pensamientos, lamentaba que ella no fuese tangible, que no
estuviese a su lado acompañándola de verdad, físicamente, que no pudiese
abrazarla, ni tocarla ni besarla. No tenía muy claro qué sentía por ella, pero
sí sabía ciertamente que había comenzado a depender de su voz y de sus
emociones para sentirse alguien, para creer que todo iría bien.
Aquellos meses invernales de
preparación fueron muy productivos. Maebe le enseñó a hablar la mayoría de
lenguas con las que se encontrarían a lo largo de su viaje. También le reveló una
sabiduría antigua a la que Yuna nunca habría tenido acceso si no hubiese sido por
ella. Incluso la ayudó a desenvolver esos dones que su familia le había
ocultado que tenía. Yuna aprendió a escuchar la voz de su alma sin ignorar ni
una sola de las palabras o señales que ésta le enviaba.
Yuna era muy buena alumna. Aprendía
todo lo que Maebe compartía con ella y le enviaba en el silencio en el que
ambas convivían. Todo conocimiento era hermoso, era necesario; sin embargo, la
enseñanza que a Yuna más la enriqueció y sorprendió fue la que, en una noche de
luna llena, Maebe le transmitió con solemnidad y emoción.
Durante generaciones, la tribu en
la que Yuna había nacido siempre había estado muy conectada a la naturaleza. La
naturaleza era tanto la madre como la hija de todos. Cuidaban de ella como si fuese
una creación de sus manos, la respetaban como siempre hay que respetar a una
madre y la mimaban como esos hijos que llevan en su corazón tanto de nosotros
mismos. Era una maestra y de ella aprendían. La vida era sencillo si convivían
en perfecta harmonía con los árboles, los animales del bosque y del cielo y con
el agua de los ríos, aprovechando las bendiciones que esta bondadosa madre les
enviaba y compartía con ellos: la luz del sol después de una tormenta, el olor
de la hierba recién nacida, el sabor de los frutos maduros, el canto de los
pájaros que de tantas cosas avisan, el viento que alerta de la llegada de una
tormenta, las estaciones que invitan a sementar, cultivar y a cosechar, el paso
de los días llenos de aprendizaje, el campo de estrellas en el que reina la
noche, las fases de la luna y el atardecer, reposado y tranquilo. A ninguna de
aquellas personas se les habría ocurrido destruir un bosque en su propio beneficio,
más que nada porque a nadie se le habría pasado por el alma la idea de que
pudiesen obtener beneficio quitándole tanta vida a la naturaleza que con tanto
amor se la daba. Ninguno de ellos podía imaginar que la vida pudiese continuar
después de quemar una ingente cantidad de árboles y asesinar así a tantos y
tantos animales. La naturaleza era la única realidad que tenían. Más allá de
ella, ya no había nada más. Ni siquiera existía la idea de otro mundo, de otra tierra.
Sólo conocían lo que tenían y era más que suficiente.
Desde siempre, esa conexión con
la naturaleza les había permitido hablar con ella, conversar con ella,
preguntarle qué ocurriría con sus vidas, pedirle al viento que se marchase
hacia las montañas y agitase así el polvo de los caminos, solicitarle a la
lluvia, en tiempo de sequía, que viniese a regar los campos. Esa conexión les
facilitaba manejar el poder de la lluvia, del viento, de la nieve, de los días soleados.
Era una fuerza ancestral que llevaban en el alma, que les volvía únicos en su
especie. De aquella conexión nacía el respeto infinito que todos le profesaban
a la naturaleza. La amaban como se ama al ser que nos ha dado la vida y con
quien mantenemos un vínculo inquebrantable si el amor reina en esa relación, el
amor y el respeto.
Yuna también llevaba ese poder en
el alma, pero ella no lo sabía, no lo supo hasta que apareció Maebe para
revelárselo. Aquella noche en la que Yuna descubrió aquella faceta de su
carácter, aquella habilidad tan mágica, sintió que volvía a nacer, que, de una
forma veloz y casi imperceptible, era niña de nuevo, crecía rodeada de verdad y
maduraba siendo quien vino a ser a este mundo. Conocer ese don la liberó y la
creó de nuevo.
Maebe iba dándole indicaciones
sutiles y llenas de paciencia y cariño. Mientras el viento se aquietaba, las
desnudas ramas de los árboles susurraban suavemente y la luna lanzaba a la
tierra su luz plateada, Yuna, en silencio, concentrada en lo que Maebe le musitaba,
notó que algo comenzaba a cambiar por dentro de ella.
— Tienes
que sentirte volátil. Olvida que tienes una parte material y convéncete de que
sólo eres espíritu, alma, algo intangible que puede volar entre los árboles.
Y aquello era posible porque Yuna
dominaba a la perfección las técnicas de meditación que durante años habían
sido la curación a sus nervios y sus tristezas.
— No
cierres los ojos. Fíjate en todo lo que te rodea. Descríbelo.
— Hay
oscuridad, pero la luna quiebra las sombras. Veo que las ramas de los árboles
se alzan hacia el cielo como si quisiesen alcanzar las estrellas. Ya me he
acostumbrado a la luminosidad de la luna. Creo incluso que puedo ver la silueta
de las poderosas montañas que nos separan del país donde nací.
— Muy
bien. ¿Y qué percibes con el alma? ¿Puedes oír la voz que susurra detrás de
todo lo que ves?
Después de un largo silencio, Yuna
notó que en su alma entraba una voz nueva, hasta entonces desconocida, que le
removió muchas emociones y sentimientos siempre retenidos.
— Es
como si alguien me llamase. Es una voz que no suena, pero se siente con mucha
fuerza —contestó con ganas de llorar.
— Escúchala.
¿Qué te dice?
— Siento
que me invita a unirme a ella. Es una sensación muy poderosa.
Yuna sintió que su alma se
aquietaba y que, enseguida, una fuerza tibia y brillante le inundaba el ser, la
transportaba lejos de ese instante y la llevaba a un lugar en el que no había
materia, sólo una niebla que giraba envuelta en destellos que no deslumbraban. Un
remolino de luz y de sombras la envolvió como si fuese un manto cálido y protector.
Una calma muy grande se adueñó de ella. Al mismo tiempo, Yuna sabía que podía
desear algo, lo que fuese, que ocurriese algo relacionado con los fenómenos meteorológicos.
La naturaleza (o ese espíritu que la había invadido por completo) la escucharía
e incluso la obedecería.
Era invierno. Hacía mucho frío,
pero no había nevado todavía. No solía nevar en aquellos lares. Las montañas
estaban acostumbradas a alimentarse sólo de lluvia, pero aquel año los ríos iban
menos caudalosos que otras veces porque aquel otoño pasado no había sido muy lluvioso.
Yuna sabía que la primavera demandaría más agua cuando llegase, sedienta de
vagar por la tierra fría de la nada. Así pues, sin casi pensárselo, Yuna deseó
que nevase.
Nunca había visto la nieve, pero
le habían hablado de ella en más de una ocasión. Sobre todo Maebe la había
ayudado a conocerla. La había visualizado gracias a Maebe. A Yuna le pareció
preciosa la imagen de un bosque todo cubierto de nieve, en el que los oscuros
troncos de los árboles contrastaban con aquella blancura tan pura. Sabía que
debía nevar durante varias horas para que cuajase, para que aquella nevada
tuviese sentido. Se imaginó también lo hermosas que se verían esas montañas tan
imponentes adornadas por la nieve.
En cuanto aquel deseo musitó por
dentro de ella, Yuna percibió que el remolino de luz y de sombras que la envolvía
se aquietaba por unos momentos. Parecían nubes hasta entonces movidas por un
viento feroz que se habían quedado paralizadas, a la espera de una nueva ráfaga
que las impulsase. Entonces, de ese remolino sereno, comenzaron a brotar unos
copos blancos, pequeños y delicados, que cayeron suavemente a la tierra, a
través de la oscuridad de la noche. El cielo, antes tan estrellado e iluminado
por la poderosa luna que todo lo veía, se cubrió de unas nubes densas y
violáceas que volvieron más profunda aquella noche tan mágica.
— Muy
bien, Yuna, sigue así —oyó lejanamente que la animaba Maebe—. Lo has logrado.
Yuna no quería abrir los ojos,
aunque sabía que, si lo hacía, vería el resultado de su mágico deseo, el fruto
de aquella conexión tan inesperada y sublime con la naturaleza. No quería
despegarse de esa imagen tan hermosa en la que los copos blancos y tiernos se perdían
por la fuerza de la gravedad, jugando con el remolino de niebla antes de
desaparecer. Había tanta quietud que Yuna deseó que aquellos momentos durasen
para siempre, pero de súbito sintió que la tierra la llamaba, que su cuerpo la reclamaba.
Hacía más frío que antes. Yuna estaba
sentada en el suelo, apoyada en el tronco antiguo de un árbol cuyas enormes
ramas la protegían de la nieve que caía a su alrededor, de ese cielo antes tan
brillante y, ahora, tan misteriosamente cubierto de nubes.
— Me
da lástima que aquí no haya nadie que pueda ver la nieve —le confesó Yuna a
Maebe—. Yo soy la única habitante de estos lares.
— Esta
nevada no influirá a ninguna persona, pero sí beneficiará mucho a la naturaleza.
Gracias por no pensar en ti solamente, Yuna.
— Yo
nunca había visto la nieve —declaró Yuna levantándose del suelo—. Es preciosa. Que
bonito se ve todo. Es como si la nieve brillase.
— Cuando
todo esto esté cubierto de nieve, entonces te parecerá que no es preciso que
las estrellas iluminen la noche. La nieve es luz, también. Su blancor tan puro
será la luminiscencia que quebrará la oscuridad.
Yuna caminó lentamente entre los
árboles, volviendo a su hogar, sintiendo el frío, sintiendo cómo los copos
caían en sus cabellos y se perdían entre sus rizos, notándolos fluir por su
piel, dándole esas caricias tan gélidas que la estremecían, pero no la
incomodaban. Le gustaba la nieve. Le parecía mágico que del cielo pudiese brotar
algo tan puro, tan inmaculado y frágil.
Como aquélla, Yuna vivió muchas
más noches. Maebe la volvía sabia con el conocimiento que le transmitía, con
las habilidades que la ayudaba a descubrir. Yuna se sentía dichosa, afortunada,
feliz, después de perder la esperanza de que algún día encontraría esa paz que la
vida le había arrebatado.
Y así llegó la primavera, lenta,
hermosa, verde. Nevó varias veces más. De las montañas, descendían caudalosos
los ríos, la tierra se volvió mucho más fértil y brotaron tantas flores y
frutos... El cielo fue aún más azul después de cada nevada. La tibieza que traía
la primavera aceleró el fluir de los acontecimientos. Yuna preparó aquel viaje
hacia no sabía dónde con la ayuda de Maebe sintiendo que no quería alejarse de
ese lugar que había sido su hogar durante tantos meses. La aliviaba saber que
no estaba sola, pero no quería irse de allí. Habría preferido no tener ninguna
misión que cumplir, permanecer allí para siempre, rodeada de soledad y
acompañada por el ser más mágico que podía existir; pero la Tierra la
necesitaba, el mundo también, la naturaleza confiaba en ella.
Para entonces, ya dominaba a la
perfección esas técnicas que le permitían conectar con el espíritu de la naturaleza.
También podía tener sueños astrales cuando lo desease. A través de ellos,
viajaba hacia lugares que todavía no conocía y que, más tarde, recorrería junto
al espíritu de Maebe. El mundo era un lugar ingente para ella, pero, gracias a
esos sueños astrales, podía conocerlo un poco mejor antes de viajar por él.
Gracias a los mercados en los que
había vendido sus productos, Yuna tenía varios ahorros que le facilitarían
desplazarse por los diferentes países que tenía que recorrer. No sabía por qué
debía hacer ese viaje cuando era el espíritu de la naturaleza el que estaba
amenazado por un alma llena de ambición y odio, si es que a ese ente se le
podía llamar alma. Para ella, un alma no era alma si estaba hecha de maldad y
egoísmo.
En ese viaje, Yuna conoció
diferentes maneras de vivir, las que no tenían ninguna relación con lo que ella
había conocido. Fue aprendiendo a interpretar la forma de ser de los habitantes
de distintos países para detectar de dónde manaba ese deseo de exterminar los
bosques para extraer un supuesto beneficio que a todos perjudicaba. Tenía que
encontrar el origen de tanta maldad y aquello parecía una tarea imposible de
llevar a cabo.
Maebe siempre la animaba, la
serenaba cuando algo le parecía incomprensible, cuando caían sobre ella
momentos imposibles de entender, circunstancias que jamás creyó vivir. Al principio,
Yuna estaba muy ilusionada. Viajó con Litzia hasta que llegaron al país que
colindaba con aquél en el que había vivido durante aquellos meses. Llegaron a
unos poblados casi desiertos, atacados por la pobreza más extrema. Pasaron de
largo, sabiendo que aquellas personas no tenían la culpa de que el planeta
estuviese enfermo.
Litzia era una yegua muy
paciente, pero llegó un día en el que Yuna notó que estaba agotada de cabalgar por
lugares tan dispares, tan extraños. Ella era feliz allí en el hogar que Yuna
había habitado durante meses. No le había apetecido en ningún momento abandonar
aquella morada para lanzarse a un viaje incierto y Yuna había ignorado sus
sentimientos. Ni siquiera se había planteado la posibilidad de que Litzia prefiriese
ser libre. Una vez se dio cuenta de lo que ocurría en el alma de su yegua, la desmontó,
le quitó la silla y las riendas y la miró profundamente a los ojos mientras la
acariciaba y le decía:
— Perdóname,
Litzia. No pensé que no quisieses venir conmigo. He sido muy egoísta. Todavía estás
a tiempo de recorrer tu propia senda e ir a donde quieras llegar. ¿Quieres ser
libre, Litzia?
Litzia agachó levemente la
cabeza. A Yuna le pareció detectar tristeza en aquellos preciosos ojos claros.
— Quieres
ser libre. Lo entiendo, Litzia. Eres libre. Nada te ata a mí ni a nadie. Cuídate
mucho. Sé feliz, corre libre, busca tu hogar. Ojalá nos veamos en otra vida. Cuidaré
de ti desde la distancia. La naturaleza te protegerá. Te quiero, Litzia. Nunca me
olvidaré de ti. Gracias por todo lo que me has dado.
Yuna la abrazó aguantándose las
ganas de llorar. Se separó de ella y se dio la vuelta antes de hundirse una última
vez en los ojos sinceros y nobles de Litzia.
El corazón le latía con fuerza y
las ganas de llorar que sentía se intensificaron cuando oyó que Litzia empezaba
a caminar alejándose de ella.
Se hallaba en medio de un campo
sin árboles ni flores, exento de vida, bajo un cielo en el que moría la luz del
día. Las montañas quedaban lejos y un valle se abría entre ellas, también muy
lejano ya. Parecía como si hubiese dejado atrás todo lo que podía reconocer. Era
el principio de una senda casi desierta que Yuna tenía que recorrer en soledad,
en una soledad física que, por suerte, no se extrapolaba a su alma, pues anímicamente
no estaba sola, y eso era lo que más importaba, tal vez sea lo que más importa,
que no nos sintamos anímicamente solos, pese a que físicamente no haya nadie a nuestro
lado que pueda tomarnos de la mano para calmarnos el dolor y la tristeza a
través de gestos cariñosos. Si en el alma tenemos la certeza de que alguien
vela por nosotros allí en la distancia, entonces la parte física de nuestro ser
se sosiega y podemos sonreír sintiéndonos amparados por un alma que también nos
ama y nos habla sin palabras.
Yuna conoció los carruajes más
pobres, los vehículos más destartalados y también los trenes, diferentes formas
de desplazarse que nunca había imaginado y que conocía gracias a la sabiduría
de Maebe, quien no permitió que se sintiese sola en ningún momento. Cuando alguien
le hablaba, Maebe se expresaba a través de Yuna, facilitándole las palabras que
podía pronunciar y que no revelasen que ella no pertenecía a ese mundo tan
extraño.
Abandonaron aquellos países
enormes donde había tantas ciudades, tantos pueblos, y se embarcaron hacia otro
continente. Yuna nunca había montado en barco. Le pareció temeroso, pero descubrió
que la apasionaba el mar, atravesar el mar, los océanos, escuchando el rugir de
las olas allí abajo, viendo cómo anochecía y amanecía en el mar, sin ver
montañas, ni tierra, ni ríos, nada, sólo una extensión ingente de agua que
parecía no tener fin. Se sentía flotar y a la vez anclada a una sensación de
protección que no acababa de comprender.
Allí, en la cubierta del barco,
parecía posible tocar las estrellas si alargaba la mano. Pese a navegar con más
gente, ella se sentía única en su mundo compartido. No necesitaba relacionarse
con nadie porque dentro de ella tenía un alma que la entendía mejor que
cualquier persona. No obstante, para el resto de las personas que hacían ese
mismo viaje ella no era invisible. Intentaron entablar conversación con ella bastantes
pasajeros. Yuna contestaba educadamente, pero no se atrevía a abrirle su
corazón a nadie. Sentía que a ella nadie la comprendería ni la creería. ¿Cómo
iba a explicar que provenía de un poblado que ya no existía, que su familia
había desaparecido? Nadie confiaría en ella. Todos verían en ella a un ser
extraño y demasiado misterioso, incluso peligroso. Siempre lo desconocido
inspira miedo, un miedo algo racional, pues surge de querer protegernos; pero
ese miedo es injustificable la mayoría de ocasiones, pues invita al rechazo, a
la desconfianza más dañina y al desprecio, incluso.
Mas a Yuna no le importaba. Se dirigía
hacia algún lugar inconcreto, un puerto donde atracaría el primer barco que la
había llevado a través del mar durante días, durante semanas. La comida, lo que
bebía, cómo dormía, con quién hablaba, todo eso se lo quedaría el mar cuando desembarcase
de aquel transporte tan curioso que la arrobaba con su mecer lento y tranquilo.
Todo se lo quedaría el mar. El mar también se quedaría sus pensamientos y sus
recuerdos increíbles, sus experiencias incomprensibles. Le daría al mar su
inseguridad y su miedo para que también se los quedase y los convirtiese en
olas que removiesen las aguas, dándoles vida a los que allí existían,
impulsándolos a través de la vida. Todo eso se lo quedaría el mar y de ello se
olvidaría cuando tocasen tierra.
1 comentario:
Lo pienso y me parece algo maravilloso. Contar con alguien que está en ti (aunque de primeras da algo de miedo), que te ayude a superar esos miedos que nacen de ti, injustificados, que te juzgan y te condenan sin compasión. Maebe está en ella y le ayuda a superar todos esos pensamientos negativos. ¡Eso es una suerte! Todos necesitamos una Maebe en nuestra vida jajaja. No me extraña que la adore, que no quiera separarse de ella nunca más. Ya forma parte de ella, aunque si llega el momento de separarse, será muy duro para Yuna, aunque seguro que también para Maebe. Su poder es fascinante y me encanta su historia, el don tan mágico que tiene. Ains, haría falta también una Yuna en este mundo, solucionaría muchos problemas. Ha sido precioso el momento que se pone a nevar y descubre por primera vez la nieve. Otro momento muy bonito es cuando deja marchar a Litzia. La ha tenido en cuenta y me parece muy bonito que la haya dejado ser libre, hacer lo que le apetezca. Así debería ser en la realidad, dejar a los animales ser libres, al menos concederles la libertad pasado un tiempo, se lo merecen. Ahora está descubriendo nuevos mundos y formas de vivir. Gracias a Maebe se puede desenvolver bien por ellos, pero no debe ser fácil, ya que, como ella misma dice, es difícil explicar de dónde procede, sus poderes, su misión...nadie la creería y seguro que la tomarían por loca. ¡Está muy emocionante, Ntoch!
Publicar un comentario