miércoles, 6 de mayo de 2020

MÁS ALLÁ DEL VIENTO: CAPÍTULO 12. FUTURO INVERNAL


CAPÍTULO 12

FUTURO INVERNAL

Nacer en un poblado en el que, desde muy niños, todos aprendían a interpretar el lenguaje de la naturaleza y a cultivar esos alimentos que les servirían de sustento le permitió a Yuna desenvolver una nueva vida en un lugar que estaba completamente muerto, sin embargo. No la acobardó el profundo silencio que llenaba todos los rincones de aquellos lares ni tampoco el olor a muerte que se esparcía por las calles. Con la ayuda de su fortaleza, cubrió de tierra fértil, llena de semillas, aquellas fosas repletas de tantos cuerpos fenecidos con la esperanza de que la naturaleza aprovechase aquella putrefacción para crear más vida. Ella creía plenamente en el poder de renovación de la naturaleza, de la vida, incluso de la muerte.
No le resultó difícil convivir consigo misma, siempre prestándole atención a todo lo que la rodeaba en busca de alguna señal que le indicase que estaba en peligro. Le gustaba sentirse la única dueña de su vida. Era la primera vez que estaba tan sola. Aquella soledad la animaba a hundirse en sus pensamientos y a remover en sus recuerdos en procura de aquellos detalles que la ayudasen a entender mejor lo que le había acontecido durante las últimas semanas de su vida.
Reflexionó muchísimo acerca de Ondina y su poblado. No le costó llegar a la conclusión de que Ondina y las demás mujeres que habitaban en aquella aldea tan desértica tampoco estaban vivas. Parecía como si, al marcharse de viaje para encontrar la planta que sanaría a su hermana, hubiese abandonado el mundo de los vivos. Aquella posibilidad le hizo sentir un profundo escalofrío. Estaba totalmente segura de que ella sí estaba viva. Su piel estaba templada, notaba latir su corazón, sentía hambre, frío, ganas de dormir y de hacer las necesidades biológicas de siempre. Seguía teniendo la menstruación y la atacaban aquellos dolores tan fuertes de estómago cuando vivía aquellos días tan delicados para toda mujer.
Ella estaba viva. Incluso se sentía viva en el mundo de los sueños. El cansancio también la dominaba cuando volvía de trabajar del campo o cuando regresaba de largas jornadas de viaje para encontrar aquellos mercados donde podría vender sus alimentos. Había varias aldeas a unos cuantos kilómetros de allí que celebraban mercados una vez a la semana y que la acogieron en cuanto ella se presentó allí con sus verduras y sus frutas, incluso con prendas que ella confeccionaba empleando lana o lino. Tenía ovejas a las que cuidaba mucho y quería profundamente, a las que les cortaba la lana con mucho primor. También había conseguido extraer algodón de alguna plantación que había encontrado entre los montes. Le resultaba muy curioso que aquella tierra tuviese tantas bendiciones y facilidades. Sentía que alguien la ayudaba desde el Más Allá a vivir aquella existencia tan extraña y súbita.
El otoño avanzaba entre dorados rayos de sol que marchitaban las hojas caducas. Los animales se mostraban menos activos, preparados para la época de recogimiento invernal, y se marcharan aquellas aves que buscarían un lugar más cálido al otro lado del océano, de los mares, de las montañas. Yuna observaba el vuelo veloz y majestuoso de aquellas aves que abandonaban el frío que ya se asomaba entre los árboles.
Cuando el otoño se volvía oscuro, más frío y melancólico, entonces decidió que trataría de llamar a su familia, de nuevo. Ya habían transcurrido muchos meses de aquella mañana en la que había contactado con su madre a través de la magia y la asombraba tristemente que, desde entonces, nadie hubiese intentado comunicarse con ella. No quería rendirse. Prefería creer que nadie había querido molestarla ni agobiarla; pero una voz le susurraba que, tal vez, todos aquéllos que la habían conocido y supuestamente querido la daban por muerta.
Justo cuando decidió que volvería a comunicarse con su madre, tuvo un sueño muy extraño. Caminaba por su casa en busca de un tarro de barro para cocer unas hierbas para hacer una infusión cuando vio que alguien la observaba desde una de las ventanas de su hogar. Se acercó a la ventana y se encontró con Maebe, quien la miraba como si se sintiese muy triste por no poder hablarle. Yuna supo que Maebe sí podía hablarle, pero parecía como si ambas se hallasen en mundos opuestos.
Al fin, Maebe le preguntó, con una voz trémula y tímida, se podía entrar en su casa. Efectivamente, Yuna la dejó entrar y le solicitó que se sentase en un cómodo sillón que había junto a la lumbre. Hacía mucho frío y el cielo estaba gris, casi sin luz, apagado y triste. Era una mañana muy triste.
     Quiero pedirte perdón por no haber sido sincera contigo. Tú me acusabas de que no te decía la verdad y tenías razón. Nunca fui del todo franca contigo, tampoco. Tendría que haberte confesado desde el principio que tú eras la única habitante viva de este mundo, de nuestro mundo. Aneia también murió ante ti. Ella estaba casi muerta cuando llegamos a su hogar. Verla morir fue algo que aún me hizo sentir más muerta, si cabe. Tú nunca pudiste intuir que yo no estaba viva, en tu mundo, porque todavía me quedaba algo por hacer en esta existencia. Tenía que llevarte lejos del peligro, de la muerte, de todo eso que amenazaba tu vida. No hay nadie en nuestros poblados. Hace mucho tiempo que los últimos moradores de esas tierras se marcharon sintiéndose amenazados por el fuego y la destrucción, por la contaminación y el dominio que algunos quieren ejercer sobre los ríos. Les arrebataron todo lo que tenían, absolutamente todo. No podían seguir viviendo en un lugar donde habían ardido todos los árboles, donde había muerto la vida que los había llenado, donde el agua de los ríos se mezclaba con ingentes cantidades de residuos, donde otros humanos avanzaban en la destrucción sin tener en cuenta nada. A ti te pareció que todo seguía como siempre cuando llegaste, a excepción de tu aldea, pero, en realidad, nada está como lo viste. Tú no volviste anímicamente a este mundo. Volviste físicamente al lugar donde habías nacido y crecido, pero espiritualmente estabas en el pasado. Tienes un alma tan poderosa que eres capaz de percibir distintas dimensiones al mismo tiempo. Tú tampoco eres un ser de este mundo. Eres algo más. Tu familia te abandonó cuando supieron que tú no eres del todo humana. Sí eres humana, pero tienes dones de otros seres que los humanos convencionales no suelen heredar. A tu madre la visitó un ser extraño una noche y le confesó que tú llevarías una herencia especial para que...
Maebe calló al darse cuenta de que Yuna temblaba brutalmente. Se había sentado junto al fuego, también, y se cubría el rostro con las manos. Lloraba sin consuelo. Yuna notaba que se le resquebrajaba algo por dentro, como si hasta entonces hubiese tenido una burbuja de jabón en su interior y alguien, en esos momentos, se la hubiese rasgado con un puñal antes de explotarla.
     Lamento mucho hacerte sufrir tanto, pero es que nadie, excepto quienes ya no estamos en este mundo, puede decirte lo que ocurre contigo. Debes saberlo. Tienes una misión. Has de luchar por nuestra Madre Tierra.
     Yo no puedo hacer eso porque no tengo ni idea de lo que debo hacer —protestó Yuna casi sin poder hablar.
     Sólo tienes que escuchar tu corazón.
     ¿Y dónde estoy ahora, entonces? ¿el lugar en el que me encuentro a qué mundo pertenece?
     Tú lo ves distinto a cómo es.
     ¿Y cómo puedo lograr ver las cosas tal como son?
     Tienes que salir de aquí. Aún estás cerca del que fue tu hogar. Nada de eso queda ya. Ven conmigo. No tengas miedo. En este momento, sólo eres espíritu. No eres materia.
Maebe se había levantado del sillón que ocupaba y le tendía la mano a Yuna, quien, sin comprender nada, se alzó del suelo y se aferró a aquella mano que tanto cariño le había entregado. Justo entonces entendió por qué Maebe nunca confió en que entre ellas pudiese existir algo más que una amistad. Sus enigmas quedaban resueltos en ese instante. No pertenecieron nunca a la misma realidad. Aquello las separaría para siempre. Saber aquello le llenó el alma de frustración y rabia. Supo que Maebe y ella habrían podido quererse mucho en otras circunstancias, pero Maebe no le pertenecía a nadie, ni siquiera a la vida.
     Volaremos por encima de estos lares y te mostraré tal como está el mundo, tu mundo, ahora. Es la única manera de que despiertes de ese extraño letargo en el que la magia te sumerge.
Yuna temblaba, pero procuró confiar plenamente en Maebe, quien la abrazó suavemente al notar que ella se entregaba a su voluntad.
     No tengas miedo. No te pasará nada malo. Despertarás de este sueño conociendo nuevas certezas, sintiendo que todo ha cambiado por dentro y fuera de ti —le contó Maebe mientras se separaba del suelo y salía del hogar de Yuna casi sin esfuerzo.
     Volaremos —se rió Yuna nerviosa.
     Volaremos, sí. Te soltaré en cuanto confíes en tu poder. En sueños, podemos viajar a donde queramos. No hay distancias. No hay límites de ningún tipo. Sólo te basta con desear ir a ese lugar y entonces la magia te llevará.
     Son como viajes astrales.
     Más bien, son sueños astrales, Yuna.
     Tuve alguno antes, cuando ni siquiera sabía que eso tenía nombre.
     Ahora ya lo sabes y tienes que aprovechar tu fuerza interior y tus dones.
Yuna cerró los ojos y se concentró en lo que sentía. Le pareció que latía en su interior un corazón nuevo, vivo, con palpitaciones pausadas e intensas. Yuna se aferró a esa sensación y notó que se esparcía por su ser una energía distinta, única, húmeda y cálida que deshizo el poco temor que le quedaba en el alma.
     Ya me siento preparada —le indicó a Maebe soltándose de su abrazo—. Sólo quiero que me des la mano. No deseo perderme.
     No te perderás.
El color grisáceo del cielo se convirtió en un azul celeste en el que flotaban motas de niebla blanquecina. Bajo ellas, se extendía la tierra, verde, densa. El dorado color de los campos de trigo se mezclaba con el marrón de la tierra en barbecho. Se veía todo a la vez y nada en concreto. Panteras negras y lobos blancos corrían entre los árboles. Las montañas parecían estar al alcance de sus dedos, pero Yuna sabía que quedaban lejos. El aire soplaba a su alrededor removiendo sus cabellos intangibles. Olía a vida... hasta que, de súbito, algo apareció ante sus ojos, algo distinto. El mar sustituyó al verdor de la tierra. Era un mar en calma.
     No estás pensando en ningún lugar en concreto.
     Sí, sí, sí estoy haciéndolo. Quiero ir a la tierra de Aneia.
     Tendrías que haber cogido su trisquel.
     Puedo hacerlo. Podemos volver en un instante...
Fue pensarlo y ser real. Estuvieron en su casa, de nuevo. El trisquel brillaba entre los objetos que Yuna conservaba de su anterior vida. Lo tomó delicadamente entre sus dedos y deseó de nuevo hallarse en el cielo, volando hacia la tierra de Aneia.
     Cierra los ojos. Viajaremos a una velocidad que no se puede ver.
Yuna obedeció a Maebe durante unos instantes, pero fue incapaz de mantener los ojos cerrados durante todo aquel extraño e inmaterial trayecto. Abrió los ojos justo cuando notó que el día se convertía en atardecer. El aire se volvió mucho más frío y, por debajo de ellas, el mar rugía.
     ¿Eso es el mar? —le preguntó a Maebe sorprendida.
     Sí, eso es el mar —le confirmó Maebe encantada.
     Es impresionante.
     Lo es. Tiene mucho poder.
Yuna no podía retirar los ojos de esa ingente extensión de agua que parecía no tener fin. De súbito, entre aquella masa lisa y oscura, vio aparecer una orilla verde donde se mezclaba la arena con la espuma de olas que agitaban el aire. La espuma resplandecía suavemente como si estuviese hecha de plata. Más allá de la orilla, se alzaban grandes rocas, tan altas como el cielo, áridas y teñidas de negrura. Sobre las rocas, a lo lejos, había una masa densa de árboles frondosos, llenos de vida. Yuna aspiró el aroma de la hierba, el de las flores recién nacidas, el del mar. El olor del mar era distinto a todos los que conocía. Era fuerte y dulce. Le despejaba las fosas nasales y le llenaba el alma de vida.
     Bajemos —le pidió Maebe. Su voz sonó atenuada por el viento feroz que soplaba.
Cuando Yuna notó la tierra bajo sus pies, entonces se percató de que se hallaba sobre un suelo rocoso en el que vivían algunos animalitos marinos. Se agachó y acarició un cangrejo que reposaba entre las piedras.
     La marea está baja —le informó Maebe–. Dentro de unas horas, todo esto se llenará de agua.
     ¿Y por qué ocurre eso?
     Por la luna. La luna ejerce una influencia muy potente en el mar.
     Entiendo... pero ¿el agua llega hasta esas rocas tan altas?
     No, no. Mira, ven. Aquí se ve perfectamente la marca del agua. ¿Ves? El agua llega hasta aquí. ¿Ves cómo es diferente el color de la piedra? Además, mira cuántos animalitos hay aquí.
     ¿Qué es eso? —le preguntó señalándole un animal con un caparazón alargado.
     Es un percebe.
     Hay tantos animales que no conozco...
     Porque nunca has estado cerca del mar.
     ¿Ya estamos en la tierra de Aneia?
     Sí, ya estamos aquí. No sé si nos hallamos justo donde ella quería que lanzásemos el trisquel, pero creo que tendremos que andar un poco más.
     Prefiero sobrevolarlo todo.
     Pues volemos.
Volvieron a alzarse hacia el cielo. Se desplazaban lentamente, disfrutando del paisaje que quedaba a largos metros de ellas. El mar rodeaba una tierra verde, fértil, llena de rincones de ensueño que parecían muy antiguos. Había colinas donde reposaban olvidadas algunas casitas redondas, en ruinas. Había poblados de hogares dispersos, extensiones inmensas de campos de trigo, de cultivos de patatas, de muchísimas verduras que Yuna apenas reconocía. Había bosques tan densos que no dejaban ver los caminos que había entre los árboles. También había ciudades cuyas luces artificiales creaban formas estelares, elegantes y mágicas. A Yuna le pareció que aquellas ciudades, desde el aire, parecían pequeñas constelaciones.
Era casi de noche, pero al cielo todavía le quedaban algunos rayos que lanzar a las montañas, tras las que se escondía dorado y orgulloso. En el mar, el sol también se hundía, como si quisiese dormir sobre las agitadas aguas. El sol repartía sus últimos suspiros de vida por los campos, sobre las montañas, en el mar, haciendo que todo refulgiese.
De vez en cuando, al cielo por el que volaban ascendía el canto de las aves, el ulular de los búhos, el siseo de las lechuzas y el reclamo de los cárabos. Se oía también música atravesando el aire; una música melancólica y fina que removía el aire, que alimentaba la sensación de soledad y silencio.
     ¿No vive nadie aquí?
     Sí, claro que sí; pero, en los sueños astrales, en este en concreto, no puedes ver a los vivos.
     Es como si fuese otra dimensión.
     Es otra dimensión. Incluso, si lo deseas, puedes observar esta tierra en otro tiempo. Entonces sí verás cómo vivían las personas antes de este momento.
     Qué interesante...
     nos alejamos ya del mar, Yuna. Tendríamos que volver hacia el noroeste. Allí está el lugar del que Aneia nos habló.
     Hay tantos bosques... es precioso.
     Pero también hay bosques quemados. A esta tierra también le han hecho mucho daño.
     No es justo.
     No lo es. Y aún no viste tu mundo...
     vayamos ya.
Volaron hacia el noroeste, hacia donde resplandecían los últimos rayos de sol. Por el resto de aquella tierra, ya lucía la noche, estrellada, limpia, mágica y misteriosa.
Cuando ya no quedó ni un resplandor en el cielo, entonces Maebe y Yuna descendieron a la tierra y caminaron hacia el borde de un inmenso acantilado. Había una pequeña barandilla separándolas del vacío, pero ambas se situaron tras ella, sin que aquel pedazo de hierro las protegiese. El abismo quedaba ante ellas, imponentes, pareciendo que descendía hacia el mismo centro del océano.
El océano rugía. En el silencio de la noche, las olas tenían un a voz grave y furiosa, pero también melodiosa, incluso arrulladora. Yuna cerró los ojos y permitió que sólo le llenase el alma esa sensación de vacío que el mar le hacía sentir. Qué sola y pequeña se sintió entonces. En ningún momento recordó que no estaba allí físicamente porque el embrujo de aquella tierra era tan potente que le hizo olvidar todo lo que había ocurrido antes de ese momento de ensueño, tan mágico.
Era de noche, pero ella podía observar perfectamente todo lo que la rodeaba. Abrió los ojos y el frescor de la noche le reveló que los tenía llenos de lágrimas.
     ¿Qué me ocurre en este lugar? —le preguntó a Maebe empezando a llorar—. Me siento distinta, como si alguien me hubiese desnudado el alma.
     Esta tierra tiene ese poder. Te quita la coraza en la que muchas veces encerramos nuestras emociones y provoca que tu alma sea libre, que se exprese. Esta tierra te inspira, te hace sentir amor, dicha y belleza, pero también mucha nostalgia. Ojalá el mundo entero fuese como este lugar que tanto sentimiento tiene en su alma. Lo que te ocurre es que conectas con el alma de este lugar.
     Es precioso, es tan bonito que no soy capaz de soportarlo —lloró Yuna perdiendo los ojos por el inmenso mar que rugía al fondo del acantilado, mirando hacia esas olas plateadas que ascendían las rocas, que llenaban grutas antiguas—. Siento que aquí hay mucha vida, que los árboles que quedan cerca de nosotras están tan vivos... Incluso me parece entender el lenguaje en el que esta tierra se expresa. No he sentido nada igual en mi vida.
     ¿Y qué sientes que te dice?
     Siento que me ha acogido, que me pide que me quede, que no me vaya, que ella también me necesita...
     Pues ya sabes lo que tienes que hacer en la vigilia, en tu otra vida, en la otra dimensión. Esta tierra también existe en ese mundo.
     Pero ¿por qué siento esta emoción así, tan potente?
     Porque esta tierra ha conectado contigo.
     Si salto hacia el mar... ¿me haré daño?
     Evidentemente, no —rió Maebe–; pero antes te pediría que lanzases el Trisquel de Aneia.
     Sí... es cierto. Lo tengo aquí.
El trisquel de plata brilló en cuanto Yuna lo extrajo del bolsillo donde lo guardaba. Brilló como si estuviese hecho de estrellas. El mar pareció callarse cuando Yuna lo expuso al aire, mostrándoselo a la tierra, al mar. Todo se quedó en silencio por unos momentos. Hasta Yuna tuvo que esforzarse por dejar de llorar. Quería que aquel momento estuviese hecho de quietud y solemnidad.
     Al fin podemos cumplir lo que nos pediste —dijo Yuna con un susurro—. Le devolveremos al mar, a esta tierra, este símbolo tan significativo e importante. Gracias por confiar en nosotras.
Yuna abrió los dedos y entonces el trisquel voló suavemente, cayendo hacia el mar. La caída fue lenta, pausada y brillante. El trisquel no dejó de resplandecer en medio de la noche. La espuma de las olas quedó detenida en las rocas, el mar permanecía en silencio. Cuando el Trisquel rozó el agua, se volvió grande, su luz se hizo más potente y unos rayos de oro y plata se expandieron por el cielo de la noche, creando la misma forma del colgante en el aire nocturno. Después, se hundió en el mar, las olas reanudaron su danza eterna y el mar volvió a rugir.
     No preguntes nada, Yuna. A veces la magia no tiene explicación.
Yuna sonreía entre lágrimas. Aún estaba sujeta a la mano de Maebe. Se soltó delicadamente de sus dedos y caminó hacia la orilla del acantilado.
     Espérame, por favor —le pidió con nostalgia.
     Creo que sabes volver a tu hogar.
     No me dejes sola. Al menos, esta vez acompáñame.
     Está bien.
Yuna se acercaba a la orilla del acantilado con un paso lento, fijándose en lo que el aire le transmitía, oyendo la voz del mar, de la tierra. No tenía miedo. Iba a hacer algo que, en la vigilia, jamás podría hacer.
El acantilado caía limpio hacia el mar cuando una cuesta se convertía en una pared recta. Yuna descendió esa cuesta pedregosa notando que se sentía feliz, feliz al fin, después de muchos días notando sólo tristeza en su alma.
Saltó justo cuando la cuesta se terminó. El vacío de la noche la abrazó, el mar la esperaba allí abajo, las olas jugaban caprichosamente con el viento y la oscuridad. Yuna no sintió miedo, sólo una sensación de vértigo en su estómago que le hizo reír. Abrió los brazos y permitió que la caída la agitase, removiese sus cabellos y sus ropas.
El agua fría, casi helada, la abrazó fuertemente, acogiéndola en su húmedo abrazo, y Yuna notó que la risa se volvía histérica. Empezó a nadar jugando con las olas. Desde lo alto del acantilado, Maebe la saludaba sonriente.
Sin que Yuna se lo esperase, Maebe también saltó hacia ella. Cayó con majestuosidad en el mar, sin casi hacer ruido, y entonces ambas comenzaron a jugar con el agua, a nadar luchando contra la fuerza de las olas.
     Este mar es muy peligroso. Tiene corrientes que pueden ahogarte.
     Pero yo no puedo morir, ¿verdad?
      No, evidentemente no; pero tampoco puedes tardar mucho en volver. Corres el riesgo de que tu cuerpo se despierte y regreses súbitamente a tu parte física sin que entiendas lo que ocurre. Despertar así es muy peligroso.
      Entonces... volvamos; aunque no quiero separarme de este lugar.
      Puedes volver siempre que lo desees.
 Volvieron a alzarse hacia el cielo. Yuna deseó regresar a su actual casa, pero, antes de que la magia la llevase hasta allí, observó la tierra de Aneia con el alma llena de agradecimiento. Los densos bosques, los campos de cultivo, las pequeñas aldeas, aquellas ciudades que parecían constelaciones diminutas y sobre todo las playas, los acantilados y la orilla del mar también le dijeron adiós con calma. Yuna creyó oír con el alma que aquella tierra le pedía que regresase pronto.
      ¿Cómo se llama esta tierra?
      Huy, es mejor que no lo sepas.
      ¿Por qué?
      ¿Qué más da cómo se llame? Quédate con que es preciosa y que te quiere también, que quiere que vuelvas.
      Sí, volveré.
 Yuna notó que algo tiraba de ella, que un viento feroz la impulsaba de regreso a algún lugar que ella no podía determinar. La velocidad a la que aquel viento la impulsaba se hizo mucho más fuerte y, de repente, percibió que algo la encerraba, que la imagen de la tierra de Aneia desaparecía y que el aire de la noche se desvanecía.
 Se hallaba de nuevo en su cuerpo, en su cama, cubierta por aquella manta de lana, tan gruesa y calentita, junto a un fuego que amenazaba con apagarse. Abrió los ojos sintiendo que aún no se había separado definitivamente del sueño que acababa de tener. Las imágenes de aquel sueño parecían grabadas en sus ojos.
 Supo que aquello que había vivido en el sueño era real. Había estado junto a Maebe volando por el cielo y habían viajado hacia la tierra de Aneia. Al pensar en aquel lugar, experimentó unas potentes ganas de llorar, una presión en el alma. Recordó también las palabras que Maebe le había dirigido antes de emprender aquel vuelo mágico.
 Era la escogida para defender la Madre Tierra de los peligros que amenazaban su vida, pero ella no se sentía capaz de luchar por nada y mucho menos cuando el invierno comenzaba a helar los ríos, a quitarles las hojas a los pocos árboles que se negaban a perderlas. El invierno iba a ser muy duro. Ella lo sentía, lo sabía, pero no podía rendirse.
 Entonces, súbitamente, recordó que Maebe no la había llevado a su antiguo hogar. Supo que habían perdido mucho tiempo viajando a la tierra de Aneia y estando allí. Supo también que viajarían a la noche siguiente.
Se levantó a toda prisa de su cama y corrió hacia el armario donde guardaba los objetos de Aneia y Maebe. Rebuscó entre la ropa y los enseres personales de Maebe y los que ella había empleado en aquel viaje; los que conservaba con mucho cariño. El Trisquel no estaba. Evidentemente, lo había lanzado al mar que bañaba las costas de la tierra de Aneia.
 De nuevo, la magia le había dado una lección, le había revelado que ella era mucho más mágica y especial de lo que nadie le había revelado nunca. No dudaba de sus poderes, pero tenía que aprender a entenderlos. Conocerse a sí misma sería la tarea en la que más horas del día ocuparía. Necesitaba saber plenamente quién era, qué podía hacer. Creyó incluso que era capaz de manejar los elementos si se lo proponía. Hasta le parecía posible volar estando despierta.
 Un nuevo mundo se abría ante ella. La esperaba una realidad distinta, más dolorosa quizá, pero también mucho más hermosa, que aquélla que la había acogido durante veinte años. Había despertado de un sueño astral, como lo había llamado Maebe, sintiendo que abría los ojos a una nueva vida. Había regresado de aquel viaje astral trayendo consigo nuevas esperanzas e ilusiones.

1 comentario:

Wensus dijo...

Es una entrada preciosa, más mágica imposible. Maebe al menos no se ha marchado del todo, se comunica con ella mediante los sueños o viajes astrales. Ha podido comprobar de lo que es capaz de hacer ella misma, y del poder de la magia que habita en ella y más allá. Ha sido un viaje precioso (me habría gustado sentir lo mismo, debe ser una sensación maravillosa de libertad). Me has hecho volar con ella y viajar a esa tierra tan maravillosa (intuyo su nombre jajaja). Ha sentido una conexión muy potente con esa tierra y parece que ese será su destino final cuando resuelva todo el misterio sobre su familia y su destino. Ha sido muy bonito el momento que lanza el colgante de Aneia y hace ese efecto mágico, me lo he podido imaginar. Y un puntazo que al regresar del sueño e ir a por el colgante, ya no lo encontrase. La magia tiene mucho más poder del que imaginamos. Espero con ganas otro viaje astral a su tierra que arroje un poco de luz a lo que está ocurriendo. Al menos ya sabemos que todos están muertos, que están desapareciendo a causa de los humanos "civilizados" más sádicos. En ella recae la responsabilidad de salvar la tierra, a ver cómo lo consigue, me parece una tarea muy difícil. ¡¡Que siga la historia!!