ORÍGENES DE LLUVIA
03
UNA LEYENDA EN EL OLVIDO
Aquella noche, Muirgéin estaba
llena de silencio, como si la naturaleza también desease escuchar todas las
palabras que desvelarían el verdadero pasado de Arthur. Eros y yo permanecíamos
sentados junto a él, entre aquellos árboles milenarios. Las grandes hojas que
pendían de las ramas construían para nosotros un techo natural donde nos
sentíamos inmensamente protegidos.
El silencio se había acurrucado
entre nosotros, haciéndose un huequito entre los tres, para amparar todas las
palabras que Arthur pudiese dedicarnos. Arthur apenas se atrevía a mirarnos.
Estaba nervioso. Le temblaban levemente las manos y restaba con los ojos
entornados.
—
Me gustaría que prendiésemos una pequeña hoguera —nos comunicó de
pronto alzando la mirada.
—
¿No será peligroso? —le pregunté inquieta, recordando de repente la
terrible pesadilla que había tenido aquel día.
—
No. Ya lo he hecho varias veces —me aseguró alzándose del suelo.
La pequeña lumbre que Arthur
prendió entre grandes piedras iluminaba tiernamente todos los rincones de aquel
mágico bosque. Sus temblorosas y juguetonas llamas se alzaban tímidamente hacia
el cielo como si quisiesen alimentar a las estrellas con su luz. El calor que
se desprendía de aquella dulce hoguera pareció tranquilizarnos a todos. Arthur
sonrió tibiamente cuando se apercibió de que aquel inocente fuego no había
templado solamente los recovecos más fríos de aquella naturaleza tan mágica,
sino sobre todo nuestro corazón.
—
Mi vida es muy confusa. Cuando te la expliqué hace casi un siglo,
Sinéad, te omití la mayoría de sus detalles porque en verdad no me apetecía
desvelar todo mi pasado —comenzó a decirnos con nerviosismo—; pero creo que no
es justo que siga ocultándoosla. Es justo que me conozcáis plenamente, tanto en
mi presente como en mi pasado. Veréis, es cierto que... que en torno a mi vida
se ha creado una misteriosa leyenda cuya verdad nadie conoce realmente... pero
la mayor parte de esa leyenda no es cierta y, por el contrario, hay muchos
detalles que jamás se conocieron...
—
Lo que nos interesa realmente es tu vida, no la que hayan podido
contarnos los humanos en todas esas obras que se escribieron sobre ti
—intervino Eros con cariño, intentando tranquilizar a Arthur.
—
Gracias, Eros. El problema es que no sé cómo empezar —se rió incómodo.
—
Por el principio, por tu nacimiento, supongo —me reí también.
—
Está bien —se rió incómodo agachando la mirada—. Sinéad, olvida todo
lo que te expliqué. La mayoría de hechos que te relaté no son ciertos.
—
¿Me mentiste? —le pregunté extrañada.
—
Sí, te mentí, Sinéad... y te oculté muchísima información. Tergiversé
todo lo referente a mi infancia... No te dije la verdad prácticamente en nada
—me confesó con mucha vergüenza—. Ni siquiera te revelé la verdadera fecha de
mi nacimiento. No quería que relacionases mi vida con ningún acontecimiento
histórico que pueda ser demostrado. No quería que te asegurases de que en
realidad era...
—
No importa, Arthur. Supongo que tenías demasiados motivos para
mentirme —le contesté intentando serenarme. No estaba enfadada ni decepcionada
con él. Simplemente me sentía demasiado aturdida.
—
Olvidad también todo lo que conocéis sobre...
—
Sobre el rey Arturo —se rió Eros con travesura. Arthur se sonrojó al
oír aquellas palabras.
—
Exactamente...
—
No estés nervioso, Arthur. Solamente nos interesa lo que tú puedas
contarnos. Y no nos mientas, por favor —le pedí tomándolo dulcemente de las
manos.
—
Está bien... Nací en el norte de Gales a mediados del siglo Vi, hacia
el año 540 aproximadamente. Desde que nací, mi vida fue extraña... Mi padre era
rey de Britania cuando yo llegué al
mundo. Mi madre era una mujer muy despistada que apenas me prestaba atención.
Siempre estaba más pendiente de mi padre, lo cual era comprensible, pues era la
reina... Crecí en un ambiente opresivo, triste, lluvioso. Vivíamos en un castillo
antiquísimo cuyo origen nadie conocía. Se contaban muchas leyendas acerca de su
construcción. Algunos decían que había emergido directamente de la tierra;
otros, que habían sido unos gigantes ancestrales quienes habían colocado las
piedras y lo habían erigido... Sea como fuere, lo cierto es que era un castillo
precioso con muchísimos recovecos misteriosos. Yo nunca pude conocerlo
plenamente —se rió incómodo—; pero también fue el escenario de mis más
terribles pesadillas. Viví en ese castillo hasta los cuatro años. Apenas
recuerdo el tiempo que viví allí, no guardo casi recuerdos de los años que pasé
allí. Lo único que recuerdo es mucha oscuridad y el sonido de la lluvia. La
lluvia golpeaba continuamente los muros del castillo y lo llenaba todo de barro.
Más allá de los patios de mi hogar, había bosques frondosísimos donde nunca me
adentré. Apenas salía del castillo... También guardo recuerdos de una niña muy
buena que siempre me cuidó mucho mejor que mi madre. Era mi hermana...
—Entonces Arthur se detuvo. La voz le temblaba suavemente y los ojos se le
habían llenado de tanta nostalgia que por un momento creí que Muirgéin se había
estremecido profundamente—. Mi hermana fue la única persona que me quiso
realmente a lo largo de toda mi vida humana. Casi no la recuerdo cuando era
niña... Solamente me acuerdo de que su carita era redonda y que tenía los ojos
muy oscuros. Creo recordar que, cuando me abrazaba y me sentaba en su regazo,
yo tocaba sus largas trenzas negras... Lo que más recuerdo era que me decía: «mamá
no está, cariño; pero yo te cuidaré, hermanito». Tenía una voz muy bonita...
Esa niña siempre apareció en mis sueños más hermosos... Me separaron de ella
cuando cumplí cuatro años. Me llevaron a la casa de un hombre muy rudo que me
educó para que fuese caballero. Era el único futuro que podía tener... Podía
ser bardo, pero mi padre no quiso que desperdiciase mi vida de esa forma. Así
pues...
—
Arthur —lo interrumpí con temor.
—
¿Sí?
—
¿Cómo se llamaba tu hermana?
—
Me gustaría revelároslo más adelante.
—
De acuerdo... —accedí tímidamente.
—
Me dolió mucho más que me separasen de mi hermanita que perder a mi
madre. De mi padre casi no me acuerdo. Solamente recuerdo a un hombre muy alto,
rubio y de facciones fuertes, que una vez me tomó en brazos un instante y luego
me dejó en el suelo para intentar que yo caminase solo... No sé si ese recuerdo
es real o forma parte de un sueño...
—
Debe de ser duro no tener casi recuerdos de tus padres —aportó Eros
con respeto.
—
En realidad... Antor y Fabia fueron mis verdaderos padres, fueron
quienes me educaron y me criaron. No obstante, ambos eran bastante rígidos y
fríos. Eran... romanos... y quisieron educarme a la manera romana... Cuando
cumplí quince años, de repente me llevaron a la corte de mi padre. Mi padre
estaba muy enfermo. Había sido atacado en una batalla y estaba a punto de
fallecer por una infección. Mi madre y él no tuvieron más hijos, por lo que yo
era el único heredero de la corona; pero mi nacimiento era algo... oscuro para
la gente. Me engendraron cuando mi madre todavía estaba casada con el duque de
nuestras tierras, por lo que era un hijo bastardo, engendrado en adulterio. Por
eso me apartaron de la vera de mis padres, porque mi padre no quería que
relacionasen mi presencia con... lo que ocurrió aquella lluviosa noche...
—
¿Qué sucedió? —le pregunté intrigada.
—
Realmente, nunca me contaron detalladamente esa historia. Lo único que
sé es que mi padre se introdujo en el castillo donde vivía mi madre una fría y
lluviosa noche de invierno. Su marido estaba peleando en una guerra contra los
sajones. Llevaba meses fuera de casa y aquella noche llegó una comitiva que
anunciaba que traían al duque muerto. No, no era el duque quien viajaba en
aquella litera, sino mi padre... Esa historia tiene detalles escabrosos y
misteriosos que yo nunca conocí. Sólo sé que a partir de aquel momento se
corrió la voz de que Gorlius, el marido de mi madre, había muerto y mi padre,
Uther, fue escogido como rey de Britania
al morir su tío Aurelius.
—
¿Entonces tu padre también era romano? —quiso saber Eros.
—
Algo así —se rió incómodo—. Aurelius fue un rey justo que respetó a
todos los pueblos de Britania, tanto a los antiguos como a los que estaban
llegando de otras tierras. Respetó todas las creencias esparcidas por nuestros
territorios; pero Uther, mi padre, quiso instaurar un injusto régimen que
prohibía cualquier creencia que no fuese la cristiana, la que imponían los
romanos. Britania deseaba tener un rey
que volviese a respetar a todos sus habitantes, cualesquiera que fuesen sus
creencias y sus religiones... Estaba escrito en el destino de nuestras tierras
que tenía que llegar un rey que restaurase la paz que había existido con
Aurelius.
—
Y ese rey eras tú —le sonreí admirada.
—
Nadie lo sabía... Cuando tenía quince años, me llevaron a Camelein, la
corte de mi padre.
—
¿No volviste al castillo donde habías nacido? —le cuestioné
desorientada.
—
No, nunca más volví a Gales...
—
Vaya...
—
En la corte de mi padre se cantaban lais referidos al próximo rey de
Britania. Se cantaba que tenía que ser un rey justo que pudiese restaurar una
paz inquebrantable y que, para que pudiese ser rey, debía superar unas cuantas
pruebas... Sería muy entretenido contaros todas esas pruebas... Sólo os diré
que yo las superé todas. Había recibido una educación inmejorable para ser un
buen caballero y en aquellas pruebas pude poner en práctica todo lo que había
aprendido. Gané en muchas justas... Alguna noche os explicaré todas las
aventuras que viví en esos meses... Cuando al fin el pueblo de Britania me eligió como su rey... se celebraron unas
fiestas que duraron incluso semanas... En realidad yo no tenía ni idea de lo
que iba a pasar a partir de entonces. Me sentía pequeño, desorientado y
asustado; pero no podía desvelarle mis sentimientos a nadie.
—
Es totalmente comprensible... —le aseguré.
—
Una de las noches en las que se celebraba mi coronación, sentí que el
mundo se caía sobre mí. Tuve que conocer a todos los reyes, condes y duques de
toda Britania, tuvieron que jurarme fidelidad muchos caballeros, tuve que
escoger a las mesnadas que formarían mi ejército... No soportaba más la música
y los juegos que se hacían en mi honor. Quería que todo se terminase... pero no
podía huir de mi destino. Mi padre había muerto hacía semanas, justo cuando yo
estaba cumpliendo las misiones que se me encomendaron, y precisamente esa noche
deseé con todas mis fuerzas poder hablar con él para preguntarle qué debía
hacer. Entonces fue cuando me escapé de la corte. Sí, me escapé —nos
reiteró al ver nuestra sorprendida
mirada—. Huí hacia un bosque que quedaba cerca del castillo donde debía vivir y
me senté entre dos árboles, intentando calmarme. Era una noche primaveral
preciosa. La luna brillaba con fuerza e iluminaba todos los rincones del
bosque. Al oír la voz de la noche, me calmé al instante. Había tanto silencio
que el recuerdo de la música que llevaba sonando desde hacía días me parecía un
sueño...
—
Eras casi un niño. Es comprensible que te sintieses así —expresé con
culpabilidad.
—
Ya no era tan niño, Sinéad —me contradijo con cariño.
—
Vaya —me reí con él.
—
Ya no era tan niño porque durante todos esos días había estado
fijándome en una mujer muy hermosa que apenas se atrevía a mirarme —nos confesó
con vergüenza—. Se escondía entre otras mujeres, era escurridiza como el
agua... pero yo siempre la buscaba entre la multitud. Cuando me encontraba con
sus nocturnos ojos, me parecía que nada era tan grave ni tan difícil. Me sentía
fuerte cuando la miraba. Aquella noche, en la que me escapé unas horas de todo
aquel ajetreo, decidí que debía hablar con ella. Mi corazón latía por ella. Era
la primera vez que me enamoraba realmente. Fue pensando en ella como me animé.
Huí de aquel bosque y regresé a la corte. Casi ya no había nadie bailando ni
comiendo. Solamente sonaban un arpa y una flauta tímidas...
—
Qué bonito —me reí sin poder evitarlo.
—
Sí, a ti te habría gustado mucho... Me sorprendió encontrarme los
patios del castillo tan desiertos. No había casi nadie y las pocas personas que
quedaban estaban ebrias. Mi enamorada no estaba por ninguna parte, pero yo no
me rendiría. Al día siguiente hablaría con ella...
Me sobrecogía saber que Arthur
había amado antes. Me preguntaba qué sentiría todavía por aquella mujer. Cuando
hablaba de ella, los ojos le brillaban con mucha ternura y sonreía tímidamente,
como si temiese que nosotros pudiésemos adivinar todos sus sentimientos. No
obstante, conocer aquella parte de su historia también me reconfortaba. Ansiaba
saber todo lo que había acaecido entre ellos dos.
—
Aquella noche no pude dormir. Sabía que era importante que yo
escogiese a una mujer para que fuese reina, para que fuese no sólo mi consorte,
sino también quien me ayudaría a reinar, mi confidente más fiel, y ya me
imaginaba reinando junto a aquella mujer tan hermosa y dulce... Era dulce, lo
sabía. Sus ojos me lo confesaban. Aquella noche ni siquiera podía imaginarme
que el destino es el ser más cruel que existe sobre la faz de la Tierra y en
todo el Universo... Al día siguiente, al despuntar el alba, salí de mi alcoba e
intenté encontrarla cuando todos nos reunimos para desayunar. La fiesta de mi
coronación todavía no se había terminado, pero a mí ya no me importaba.
Pensaba: «que beban, coman y bailen ellos». A mí lo único que me importaba era
encontrarla...
—
¿Pudiste encontrarla entonces? —le preguntó Eros. Yo era incapaz de
decir nada. La mirada de Arthur se había vuelto sombría y excesivamente
nostálgica y las palabras que nos había dedicado acerca del destino me habían
sobrecogido profundamente.
—
Sí, por supuesto que pude encontrarla. Estaba cerca del bosque al que
había huido yo la noche anterior. Estaba recogiendo flores para hacer una
guirnalda. Cuando la vi, me... me empequeñecí tanto que me creía incapaz de
hablar con ella; pero entonces se volteó y me miró hondamente a los ojos. Jamás
nadie me había mirado de ese modo. No pude evitar sonreírle con todo mi amor.
Me acerqué a ella y la tomé de la mano mientras le balbuceaba algún saludo
lleno de cortesía y amabilidad, pero mi voz y mi mirada me traicionaron...
Nunca olvidaré lo hermosa que estaba. Había amanecido un día gris y lluvioso y
la tenue luz del cielo caía sobre ella, iluminando su rosada piel y haciendo
resplandecer sus nocturnos ojos. Tenía los cabellos sueltos... y había algo en
su rostro que... que me resultaba demasiado familiar... Sentía que ya nos habíamos
mirado en otro tiempo, pero no podía evocar ningún recuerdo concreto. Ella
también parecía sentir lo mismo que yo, pues apenas se atrevía a hablar.
Solamente podíamos mirarnos a los ojos... y así estuvimos durante largos
minutos... Al fin, ella, agachando la mirada, me llamó con tanta ternura que no
pude evitar estremecerme. Esa voz... yo sentía que esa voz ya me había dedicado
un sinfín de palabras... Entonces le pregunté quién era y ella, con nervios y
timidez, me reveló su nombre: «soy Morgaine, Arthur. Soy tu hermana Morgaine».
Nunca unas palabras me hicieron tanto daño, jamás —nos confesó con una voz
trémula—. Todo perdió sentido a partir de entonces.
—
Dios mío —susurró Eros totalmente sobrecogido.
—
Pero lo más grave es que no me importó que fuese mi hermana. Me había
enamorado plenamente de ella... No podía ignorar lo que sentía... Y yo sabía
que ella... que ella también se había enamorado de mí. Me lo decían sus ojos;
pero a partir de ese momento algo se apoderó de nuestro corazón; una infinita e
indomable tristeza que ensombreció nuestras vidas. Morgaine se alejó de mí tras
revelarme quién era y yo me quedé paralizado ahí, en la linde del bosque,
sintiéndome tan mal que apenas podía respirar serenamente. No pude controlar ni
mis movimientos ni mis deseos. Corrí en pos de ella, sin darme cuenta de que
estaba adentrándome cada vez más en el bosque. La busqué hasta encontrarla
junto a un lago precioso rodeado de árboles antiquísimos y repletos de enormes
hojas. La descubrí llorando. Me pareció entonces que jamás me había encontrado
ante un ser tan frágil. Quise protegerla... Me senté a su lado y le hablé con
sinceridad, con una sinceridad prohibida que nos hacía mucho daño... Nunca
olvidaré sus palabras: «Nunca me imaginé que el próximo rey de Britania serías
tú, Arthur; pero, en cuanto te vi por primera vez al empezar las fiestas de tu
coronación, supe que eras tú. No podría confundirte con nadie, aunque llevemos más
de diez años sin vernos. No puedo describir con palabras lo que sentí al verte,
y creo que no debería confesarte nada de esto». También me reveló que nunca se
había atrevido a acercarse a mí porque yo ahora era rey y eso la intimidaba
mucho. Me contó que estaba viviendo en una isla preciosa y que estaba
aprendiendo muchísimo... Apenas quiso hablarme de su vida.
—
¿Y qué ocurrió a partir de entonces? —le pregunté con cariño al ver
que suspendía su relato.
—
A partir de entonces, siempre intentamos luchar contra lo que
sentíamos; pero el amor es indomable. A los pocos días de nuestro encuentro en
el lago, vino el rey de Caledonia, de Escocia, y me presentó a su hija
Winlongee. Enseguida adiviné las intenciones de ese rey y de su hija, pues ésta
me miró con pasión e interés en cuanto nos tuvimos uno frente al otro; pero yo
no podía sentir nada por nadie. Mi corazón estaba ocupado... No obstante, no
podía confesarle a nadie mis sentimientos, por eso tuve que aceptar que me
casasen con Winlongee. No la amaba, nunca la amé, por eso nunca... por eso
nunca tuve descendencia. Winlongee era buena y dulce, pero yo no la quería, y
se lo confesé en cuanto nos hallamos a solas la noche de bodas. Le dije que no
la amaba, que prefería que ella amase a otro y que disfrutase con otro amante.
Yo no podía... no podía estar con ella, no podía.
—
¿Y qué ocurrió mientras tanto con Morgaine? —quiso saber Eros.
—
Al poco tiempo de mis bodas con Winlongee, regresó a su isla y... no
volví a verla nunca más.
—
¿Pero no sucedió nada importante entre vosotros? —le preguntó Eros
intentando hacerle sonreír. Arthur parecía tan afligido de pronto...
—
No ocurrió nada de lo que estás pensando. Nunca pudimos intimar... Y
no puedo hablar de esto, lo siento —nos confesó soltando de repente mis manos y
cubriéndose levemente el rostro. Me percaté de que los ojos se le habían
llenado de lágrimas.
—
¿Todavía la extrañas, Arthur? —le cuestionó Eros con respeto. Yo no
podía hablar.
—
Sí, por supuesto. Nunca más supe de ella. Solamente me llegaban
rumores que yo no me atrevía a creer. Decían que se había convertido en una
hechicera rencorosa y que con su arpa tañía melodías hipnóticas desde la orilla
de la isla en la que vivía... pero yo sabía que nada de aquello era cierto. Morgaine
era tan buena que era incapaz de pensar en que existía la maldad. Se cantaba
sobre ella que se había vuelto la sacerdotisa suprema de una de las religiones
que mi padre había prohibido. Yo intenté instaurar la paz de nuevo, pero me
resultó imposible. Winlongee era cristiana y me chantajeaba con contar todo lo
que de mí sabía si no imponía la religión cristiana como la verdadera. Prefería
que mi secreto no se conociese.
—
Pero ¿cómo lo sabía? —le pregunté extrañada.
—
Porque una vez nos descubrió...
—
¿Os descubrió? —exclamé asustada.
—
Sí. Estábamos escondidos en un jardín... Era la primera vez que habíamos
sucumbido a nuestro amor. Tras luchar incesantemente contra nuestros
sentimientos, aquel atardecer... Ella iba a marcharse, y yo no soportaba esa realidad.
El dolor nos volvió incautos y temerarios.
—
Tuvisteis mucha mala suerte —declaré con pena.
—
Sí, muchísima... Cuando Morgaine desapareció, sentí que el mundo caía
sobre mí; pero al mismo tiempo su recuerdo me animaba a luchar en cualquier
guerra que se presentase, me ayudaba a combatir contra quienes quisiesen
invadirnos. En aquel tiempo, había muchos problemas con los sajones... pero
creo que esos detalles forman parte de otra historia que algún día os contaré.
—
A mí me interesan —se rió Eros con emoción.
—
No, es la parte más aburrida de mi historia.
—
¿Y es cierta la leyenda de la búsqueda del santo grial? —le preguntó
Eros.
—
Por supuesto. A uno de mis caballeros se le ocurrió la enloquecida
idea de buscar el santo vaso y entonces muchos de mis caballeros se
encomendaron a una aventura imposible. Para ese entonces, la grandeza y el
esplendor de mi reinado ya habían empezado a desvanecerse. A la gente le
extrañaba mucho que no tuviese descendencia, se sabía que la reina tenía otro
amante y se rumoreaba que yo también tenía otra mujer. Hacía algún tiempo, a mi
corte había llegado un muchacho moreno, fuerte y educado que deseaba formar
parte de mis mesnadas. Yo no me opuse. Vi en él mucha fortaleza y algo me dijo
que podía confiar en él... pero me equivoqué profundamente. Nunca supe de dónde
procedía aquel hombre tan imponente. Nunca me reveló su verdadera identidad.
Decía llamarse Maurdred y ser hijo de una hechicera muy poderosa; pero...
—
¿Y ahora puedes intuir de quién se trataba? —le propuse con timidez.
—
En realidad... nunca quise creer todo lo que desveló sobre sus
orígenes. Y ahora tampoco me atrevo a hacerlo. Tras la llegada de Maurdred,
todo empezó a ir mal. Muchos de mis caballeros se habían enzarzado en la
búsqueda del Santo Grial precisamente cuando estaban llegando más sajones a
nuestras tierras. Empecé a perder a muchos caballeros en batallas cruentísimas
que lo llenaban todo de sangre y destrucción. Mi reinado estaba llegando a su
fin.
—
Vaya... —susurré estremecida.
—
Sé que apenas os he hablado de mi reinado, pero ya lo haré en otro
momento. No creo que sea totalmente necesario conocer todo lo que ocurrió. El
hecho que puso punto final a mi época dorada fue la traición de Maurdred. Había
creído que él era mi más fiel consejero, le había pedido opinión en muchas
ocasiones... pero él era un traidor. Estaba aliado con los sajones. Había
creado un ejército a mis espaldas y había conseguido que muchos de mis
caballeros más fieles también me traicionasen. Y entonces, un atardecer, en una
batalla horrible donde tuvimos que luchar contra un poderoso ejército de
sajones, Maurdred detuvo la contienda con sus desesperados alaridos de furia y,
con sus exigentes palabras, convirtió en silencio el fragor de la batalla.
Nunca olvidaré las palabras que gritó con todas sus fuerzas: «¡Pueblo de
Britania! ¿Queréis seguir bajo el mandado de un rey que ha cometido incesto con
su hermana? ¡Yo soy hijo de esa incestuosa relación! ¡Soy Maurdred, hijo de
Morgaine y de Arthur, rey de Britania!». Sus declaraciones fueron tan crueles,
tan amenazadoras y estuvieron tan cargadas de rabia que todos los caballeros
que me seguían y me habían jurado fidelidad se revelaron contra mí. Aunque yo
me esforzase por hacerles entender que todo aquello no era cierto, nada merecía
la pena. Entonces el mundo sí cayó sobre mí. Traté de pugnar contra todos los
que deseaban acabar con mi vida, pero poco a poco fui perdiendo las fuerzas y
el ánimo para defenderme. Entonces sentí hundirse en mí la espada de Maurdred.
Caí en medio de un gran charco de sangre notando cómo la vida se escapaba de mi
cuerpo con una rapidez escalofriante. Vi cómo el cielo se oscurecía, oí cómo la
ruidosa voz de la batalla iba acallándose... pero no morí. No morí porque
Leonard, nuestro creador, Sinéad, me rescató... Él siempre me había cuidado
desde la distancia. No podía permitir que yo muriese. Y en realidad fue Leonard
quien se encargó de hacer nacer esa leyenda sobre mí. No quería que la
humanidad me olvidase; pero eso ya forma parte de otra historia. Leonard me
creó como su hijo y me enseñó todo lo que siempre necesité saber sobre la vida.
—
Arthur... lo que me explicaste hace tanto tiempo no se relaciona en
absoluto con lo que nos has confesado esta noche —le recriminé con tristeza—.
¿Por qué no me dijiste la verdad?
—
Era incapaz de confesarte que me había enamorado de mi propia hermana
—me contestó intimidado—. Era incapaz de aceptar que ella me hubiese
traicionado de ese modo.
—
¿Crees que fue ella quien te traicionó? —le pregunté con cariño—. Yo
creo que ella no tuvo nada que ver con todo lo que acaeció. Maurdred estaba
celoso, estaba dolido...
—
No lo sé, Sinéad. Lo cierto es que me gustaría preguntarle qué ocurrió
en verdad, con quién engendró aquel demonio... pero nunca podré hacerlo. Si
ahora estuviese aquí, podríamos...
Entonces Arthur se calló de
repente, como si alguien lo hubiese golpeado en el corazón. Las palabras que
acababa de pronunciar fueron un puñal que se me hundió en el alma sin que
pudiese preverlo. Además, la mirada de Arthur desprendía tanta tristeza que no
pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas.
—
Pero a veces siento que ella está a mi lado, a veces creo que ha
vuelto... —musitó cerrando los ojos—. A veces me parece verla en ti, Sinéad. Te
pareces mucho a ella...
—
No, no, no creas eso, porque es imposible, Arthur —le contesté
nerviosa y a punto de ponerme a llorar.
—
Lo sé, Sinéad, lo sé. Sé que ella murió para siempre... Cuando Leonard
me convirtió, la busqué, la busqué incluso por los lugares más lejanos; pero no
volví a verla nunca más... nunca más.
—
¿La buscaste? —le preguntó Eros—. ¿Y qué habría ocurrido si la
hubieses encontrado?
—
Supongo que le habría rogado a
Leonard que me enseñase a convertirla, no lo sé... Jamás podré saberlo.
—
Lo que estás diciendo es muy... muy importante, Arthur —le advirtió
Eros con delicadeza—. ¿Te gustaría que ella estuviese aquí ahora?
—
Siempre he deseado preguntarle tantas cosas... saber qué ocurrió con
ella...
—
No sabía que guardabas esos deseos en tu corazón ni tampoco que
todavía la recordases con tanto amor —le confesé incapaz de esconder mis
sentimientos.
—
Sí, la amé con todas mis fuerzas, es cierto; pero ahora ya no... ya no
es así.
—
Tal vez me ames tanto porque crees verla en mí, Arthur. Has dicho que
tenía los cabellos negros como la noche y que su rostro era redondito... Has
dicho que era dulce y buena...
—
Sí, era así... —nos confirmó incómodo.
—
Pues, ahora que lo dices... sí tiene más sentido que ames a Sinéad. Si
te recuerda a ella...
—
No, no, no tiene nada que ver una cosa con la otra —respondió
atolondrado y nervioso.
—
Posiblemente creas que no tiene nada que ver lo que sentías por ella
con lo que sientes por Sinéad, pero tu corazón sabe que no es así.
—
No, Eros... Yo me enamoré de Sinéad, no del recuerdo de Morgaine. No
creáis eso, por favor. Sinéad... te aseguro que a ti te amo como jamás amé a
nadie.
—
Ya no lo tengo tan claro.
—
¿Cómo puedes dudar de lo que siento por ti? —me preguntó estremecido.
—
No dudo de lo que sientes por mí, Arthur. Dudo de lo que sientes por
ella. tal vez podrías ser mucho más feliz si ella regresase a tu lado. No estoy
celosa, Arthur. Solamente quiero que seas feliz y me gustaría ayudarte a
conseguir lo que anhelas.
—
Pero es que estás equivocada, Sinéad.
—
No es verdad, y lo sabes. Sabes que puedo interpretar tus miradas
mucho mejor que nadie.
—
Ella no puede volver. No puedo desear que regrese.
—
Sí, sí es posible que vuelva.
—
Sinéad, por favor, no hablemos más sobre esto —me suplicó a punto de
llorar—. Me hace muchísimo daño.
—
Quiero ayudarte, Arthur. Sabes que podemos hacer que regrese.
Solamente tenemos que pedirles ayuda a la magia y a algunas habitantes de
Lainaya. Pueden ayudarnos... Tú has vuelto a la vida…
—
No, ella no podría vivir en este mundo, Sinéad. Sería imposible.
—
Podríais vivir aquí, en Muirgéin.
—
¿Y qué ocurre con lo que sientes por mí, Sinéad?
—
Creo que nuestro amor ha perdido importancia ante un sentimiento tan
antiguo.
—
Pero es que piensas que podría ser feliz con ella si estuviese a mi
lado, pero yo te amo a ti, Sinéad.
—
Piénsalo bien, Arthur... No te dejes llevar por la desesperación. No
te preocupes por mí, de veras. Sé que no estás diciéndome la verdad. Ahora
entiendo por qué tu mirada siempre ha destilado tanta melancolía, ahora
entiendo por qué eres así.
—
Estás totalmente equivocada, Sinéad —me insistió con impotencia.
—
No sé si estoy totalmente equivocada o no. Lo que sé es que todavía
sientes algo muy fuerte por ella.
—
Nuestro destino no era estar juntos. Si lo hubiese sido, habríamos
podido vencer todas las dificultades que la vida nos impuso... Además, es mi
hermana, Sinéad.
—
Ya no, ya no eres el mismo hombre que ella conoció.
—
Sinéad, no quiero que vuelvas a hablarme de esto nunca más —me pidió alzándose
de repente del suelo—. Gracias por escuchar todo lo que he querido revelaros,
pero ya no deseo seguir hablando de mi vida.
—
Arthur, no es necesario que te ofusques tanto —le dijo Eros también
levantándose del suelo e intentando detenerlo—. Relájate. Todo tiene solución.
—
No quiero hacerle daño a Sinéad —le confesó con un susurro quebrado.
—
No, no creo que se lo hagas —mintió descaradamente. Sabía que Eros
había podido interpretar muy bien el significado de mi mirada.
—
No es verdad...
—
Seguro que todavía te quedan muchas cosas por contarnos. Hace poco nos
dijiste que sabías que en la vida había hechos que no podían ser explicados —le
dijo intentando que de nuevo se sentase en el suelo, pero Arthur estaba
demasiado nervioso—. Arthur, por favor, serénate. No, no llores —se rió con
travesura.
—
Arthur, por favor, vuelve a sentarte con nosotros —le pedí con
timidez.
—
Lo siento. Hablar de Morgaine me hace mucho daño.
—
Es comprensible. Intenta hablarnos de otra cosa, así se te pasará el
disgusto —bromeó Eros con cariño.
—
No, ya no me apetece seguir hablando. Necesito estar solo.
Disculpadme... Nos vemos al amanecer.
—
Arthur, antes de que te vayas, ¿puedo preguntarte algo?
—
Por supuesto, Eros.
—
¿Excalibur existió de verdad?
—
Sí, sí existió; aunque su nombre no era exactamente así. Fue un regalo
de mi hermana... de Morgaine. Me confesó que hacía muchos años unos hombres del
campo habían encontrado esa espada enterrada bajo tierra y que en mitad de la
noche brillaba como si el sol refulgiese a través de su acero. Sí, hay hechos
mágicos que no tienen explicación, y la existencia de esa espada es uno de
ellos. Cuando Maurdred me hirió en aquella última batalla, lancé al aire
Excalibur para que nadie pudiese atraparla. Cerca del campo de batalla había un
lago de aguas verdosas. Cuando la espada se hundió en las aguas, emergió de
aquel lago una neblina que lo cubrió todo y la espada resplandeció bajo las
aguas... Fue lo último que vi antes de perder la consciencia. Por favor, no me
preguntéis nada más. No me siento capaz de seguir recordando —se excusó
alejándose de nosotros.
Cuando Arthur desapareció tras
los gruesos troncos de los árboles, permití que aquellas ganas de llorar tan
intensas me dominasen. Empecé a plañir silenciosamente, cubriéndome el rostro
con las manos para evitar que Eros y la naturaleza percibiesen mis
sentimientos; pero Eros enseguida advirtió que estaba llorando. Me abrazó con
muchísima ternura mientras, con una voz anegada en dulzura, me decía:
—
Lo que hemos descubierto esta noche sobre Arthur es muy duro. Entiendo
que te sientas así; pero tienes que creerlo, Sinéad. Estoy seguro de que él te
ama a ti por lo que eres, no por lo que creyó ver en ti.
—
No es cierto. Ahora siento como si todo el amor que me ha profesado
hasta ahora no fuese sino los rescoldos del que le dedicaba a ella...
—
Eso no es verdad, Sinéad, y lo sabes. Nadie ama a un ser en otro ser.
—
Posiblemente no se atreva a confesarme la verdad...
—
Sinéad, cariño... cálmate, por favor. Dime qué es lo que tanto te
duele... —me pidió acariciándome los cabellos.
—
Me duele no haberte amado únicamente a ti. No quiero seguir así, Eros.
Quiero que todo cambie. Creo que eso será posible solamente si revivimos a
Morgaine.
—
Pero ¿por qué piensas que Arthur quiere estar con ella?
—
Se lo he notado, Eros.
—
Tal vez estés equivocada.
—
No, no lo estoy. Sé interpretar muy bien sus miradas. Sé que la
extraña, que siempre la ha extrañado, siempre, siempre... Y yo ahora me siento
como si me hubiese utilizado...
—
No es verdad, cariño.
—
Tal vez no lo haya hecho queriendo, Eros, pero... ¿acaso no has visto
la tristeza que emanaba de sus ojos?
—
Es comprensible que se sienta así al recordarla.
—
Tenemos que hacer todo lo posible para que ella vuelva.
—
Sinéad, no quiero que sufras. No soporto saber que algo puede hacerte
daño.
—
Mis sentimientos ahora no importan.
—
Por supuesto que importan, son lo que más importa para mí. Sinéad, si
tú sufres, yo... yo pierdo la ilusión por vivir. Mi Shiny, sé que a Arthur lo
quieres con todo tu corazón, pero... pero yo tampoco aguanto por más tiempo
esta situación. Te necesito enteramente, Sinéad. Desde que estamos aquí, apenas
disfruto de tus besos, de tus abrazos, de tu amor. Me siento impotente porque
fui yo precisamente quien os propuso vivir así, pero no lo soporto más, Sinéad.
Estoy volviéndome loco. Pensé que podría con todo esto, que no me afectaría
veros juntos; pero cada vez que lo miras con amor, que lo besas o que lo tomas
de la mano noto que algo se rompe por dentro de mí. Perdóname... No sé por qué
te confieso todo esto ahora. Estoy destrozado, Sinéad; pero he sido yo mismo
quien me he destruido.
—
Eros...
—
Estoy locamente enamorado de ti, Sinéad, estoy tan enamorado de ti que
no consigo ver nada sin pensar en ti. Te veo en el mar, en el cielo, en la
arena, en la naturaleza. No dejo de pensar en ti, día y noche. Sueño contigo
siempre, siempre, y todo lo que me forma existe porque tú estás conmigo; pero
necesito tenerte como te tuve antes de venir a Muirgéin. Cuando nos conocimos
me sentí el hombre más dichoso del mundo. Nos costó muchísimo estar juntos, Sinéad,
recuérdalo. Sufrimos muchísimo hasta que pudimos confesarnos lo que sentíamos.
Y ahora me parece como si hubiese vuelto a ese tiempo en el que te deseaba con
todas mis fuerzas y no podía estar contigo. No puedo vivir sin ti, Sinéad.
Quiero protegerte de todo, hasta de la tristeza. No puedo estar así, Sinéad, no
puedo. Sé que todavía me amas, pero...
—
Serénate, Eros... Sabía que te sentías así y que esta conversación iba
a llegar tarde o temprano. Tal vez lo que Arthur nos ha desvelado esta noche
nos haya servido para...
—
Arthur está loco de amor por ti.
—
Lo dudo, ya dudo de todo. No sé si está loco de amor por mí o por lo
que creyó ver en mí. Lo ha dicho, Eros, ha dicho que a veces siente que...
—
Sí, lo ha dicho, es cierto.
—
Yo no sé si el amor que dice profesarme es sincero ya, Eros. Me siento
muy mal. No entiendo nada, no entiendo ni siquiera las emociones que
experimento, no entiendo lo que pienso, no entiendo nada...
—
No creo que Arthur te haya engañado durante tanto tiempo, Sinéad. Tal
vez estemos sacando las cosas de contexto.
—
Solamente podremos saberlo si ella vuelve. Pienso luchar contra todo
lo necesario para hacer que regrese a la vida.
—
¿Por qué quieres hacerte tanto daño, Sinéad?
—
Necesito saber toda la verdad, y sé que Arthur nunca me la confesará.
—
Él te ama...
—
No sigas defendiéndolo, Eros...
—
No quiero que llores por nada, ni que sufras ni que te sientas tan
mal. Solamente lo defiendo para que tu corazoncito no siga padeciendo de este
modo.
—
Ésta es la isla donde ella vivía, estoy segura —expresé de pronto,
inmensamente sobrecogida.
—
Eso sólo lo sabremos si se lo preguntamos...
—
No quiere hablar con nosotros.
—
Está avergonzado, por eso no quiere ni que lo mires.
—
Busquémoslo y pidámosle que nos hable con toda franqueza —resolví alzándome
del suelo—. Vayamos, Eros.
—
Creo que será mejor que por esta noche lo dejemos en paz —me sonrió
con amor—. Mañana todo será distinto. Ven, quiero enseñarte un lugar muy bonito
que vi hace poco. Es una isla también preciosa, mucho más pequeña que ésta... Sinéad,
necesito que estemos solitos... —me confesó entornando los ojos y hablándome
con mucha dulzura.
—
Ay, Eros...
No me opuse. Permití que me
abrazase tiernamente y que ascendiese hacia el cielo. Empezó a volar suavemente
entre las nubes, dejando atrás por unos instantes la mágica y a la vez
nostálgica isla de Muirgéin. No obstante, aunque nos envolviese al fin la
soledad más tibia, yo notaba que el corazón de Eros estaba anegado en una
tristeza inquebrantable que ensombrecía sus oceánicos ojos. Me miraba como si
yo estuviese a punto de desvanecerme, me abrazaba como si temiese que el viento
me arrancase de su lado y me hablaba como si yo fuese un ser frágil que
anhelaba abandonarlo en medio del firmamento.
La tristeza que se desprendía de
los ojos de Eros me hacía sentir pequeña. Me pregunté cómo era posible que le
hubiese hecho tanto daño sin darme cuenta, cómo era posible que él viviese con
esa pena tan honda presionándole el pecho. Entonces entendí que él siempre se había
sentido así, tan afligido, siempre, desde que Arthur y yo dimos libertad a
nuestros sentimientos, y Eros nunca había deseado que nosotros lo advirtiésemos,
por eso siempre nos había sonreído con complicidad, por eso sus miradas siempre
refulgían de travesura cuando nos dejaba solos. Por eso se marchaba, porque era
incapaz de soportar que Arthur y yo nos amásemos tanto...
Me sentí tentada de pedirle
perdón en infinidad de ocasiones, pero no podía hacerlo. Continuamente tenía ganas
de llorar. Intenté disfrutar de todos los instantes que Eros anhelaba compartir
conmigo aquella noche, traté de desprenderme de todo lo que me afligía para
poder hundirnos en unos momentos que nos hacía mucha falta vivir. Permanecimos
alejados de todo lo que podía oprimirnos el corazón hasta que el amanecer
comenzó a perlar la oscuridad de la noche. Entonces regresamos a Muirgéin,
rogando, tal vez al mismo tiempo, que todo cambiase favorablemente a partir de entonces.
2 comentarios:
¡Arthur mintió! Pobre, le daba vergüenza confesar que amaba a su hermana. Su historia es muy triste, de muchas desgracias. No fue un niño feliz y parece que sus deseos e ilusiones no eran importantes para los demás. Morgaine fue alguien muy importante para él, la persona más importante en su vida. La Winlongee fue un poco desgraciada, por casarse y que su marido no la amase, pero al final se comportó realmente mal con él. Al principio no lo entendía, ¿Morgaine podría volver a la vida? En seguida recordé cuales son sus poderes y he pensado, ¡¡puede ser emocionante!! Aunque Arthur lo niegue, está claro que no se ha olvidado de ella, la sigue amando. Aunque a Sinéad la quiere, el amor por Morgaine siempre ha estado ahí, eclipsando su relación (aunque Sinéad no lo supiese, incluso el mismo Arthur). Quizás la vuelta a la vida de Morgaine consiga solucionar todo este desaguisado, esto no puede seguir así. Eros se a comportado con Sinéad muy bien, soportando lo insoportable, aguantando que se ame con otro hombre, y merece que esto termine. Está claro que su amor es verdadero e invencible, así que Sinéad tiene que luchar por él. Aunque le duela que Arthur siempre haya amado a otra, debe hacer lo correcto por el bien de ambos. Tampoco creo que Arthur la haya engañado, sus sentimientos eran sinceros. Ama a Sinéad con locura, pero Morgaine siempre estuvo ahí, oculta en sus sentimientos, y no puede seguir evitando lo que siente. Un capítulo muy emocionante, ¡esto está que arde! Me encanta ;-)
Es fascinante todo lo que Arthur nos cuenta, es como descubrirlo otra vez, ver cómo se convierte en otro personaje. Lo que narra es a la vez algo que de algún modo me sonaba, pero por otra parte resulta como escuchar por primera vez lo que pasó, ahora cada vez que me llegue cualquier cosa del Rey Arturo no voy a poder evitar pensar que lo que acabo de leer es la realidad... Y todo ha cambiado, claro. Me refiero entre Arthur y Sinéad; es increíble que solo en unas líneas hayas conseguido que se quiebre un amor que flameaba desde hacía tanto, desde el principio de La Dama... y ahora... no, no... es Morgana, ¡Morgana! No me cabe duda de que antes o después la veremos, es un ser tan mágico que Sinéad sin duda va a poder traerla de nuevo entre nosotros... jajajaja... bueno, es un decir... es que... todo es tan real cuando lo leo... quiero decir que podrá aparecer en la historia, estoy seguro, y que eso lo cambia todo. El caso es que has hecho como en Las Mil y una Noches, son historias dentro de otras historias, el modo en que mezclas la realidad, la imaginación y lo mágico es absolutamente genial... No es preciso que corras, pero no hace falta que te diga que esto no se puede quedar así...
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