ORÍGENES DE LLUVIA
PREFACIO
Nuestro eterno destino nunca mantendría
el mismo matiz, nunca permanecería intacto, alejado de las mutaciones de la
vida y del tiempo. Nuestro hado era tan moldeable como el barro, era frágil y
tembloroso y podía convertirse de repente en una existencia compuesta de
momentos inimaginables y propios de un sueño.
Inesperadamente, se había
abierto ante nosotros un nuevo camino, lleno de luz y a la vez sombras que
brillaban bajo las eternas estrellas de nuestro destino. Había comenzado para
nosotros una época distinta, llena de cambios que mudarían la tonalidad de nuestras
noches, que mutarían nuestra existencia hasta convertirla en una nueva vida.
Desde que habíamos regresado de
Lainaya, yo había sentido que algo había cambiado irrevocablemente para todos nosotros.
Nuestros ojos ya no miraban de la misma forma, ya no existíamos con las mismas
sensaciones, no experimentábamos las mismas emociones cuando observábamos la
belleza de la naturaleza o el fluir de la civilización. Nuestro interior se
había convertido en un mar de recuerdos a la par dolorosos y preciosos que nos
agitaban el alma.
La aventura que habíamos vivido
en Lainaya nos había condicionado irreversiblemente. Para nosotros, sin
preverlo, fue el comienzo de una nueva vida. Al partir del bellísimo mundo de
Lainaya, no habíamos dejado atrás solamente toda la magia de aquella tierra, no
habíamos abandonado aquella apariencia maravillosa que nos había caracterizado
durante aquel inocente tiempo, sino que, además, nos habíamos separado de un
inquebrantable pedacito de nuestras vidas. Cuando Arthur (o Rauth) desapareció
por las sombras de la muerte, por el brumoso camino que conduce al mundo de la
nada, nos habíamos distanciado, al parecer para siempre, de una gran parte de
nuestro pasado. Arthur había vuelto a fenecer, y nosotros teníamos que luchar
contra la tristeza que aquello nos causaba para poder aceptar aquella realidad.
Él había vuelto a marcharse... y estábamos seguros de que aquella vez sí sería
para siempre, de que no existiría ningún alma bondadosa y todopoderosa que
pudiese regresarlo a la vida. Y yo había sido incapaz de vivir con aquella
certeza.
Mas Arthur había vuelto. Lo hizo
inesperadamente, sin que yo pudiese imaginarme que la vida había planeado su
regreso. Y pudo retornar a nuestro mundo gracias a la misma mágica que le había
devuelto la vida antes, en aquel momento en el que él quiso marcharse del mundo
por no soportar nuestra triste separación, por no soportar la certeza de que ya
no podíamos estar juntos. La magia de Lainaya, esa magia que siempre palpitará
por dentro de nosotros, lo lanzó de nuevo a nuestro destino, nos lo devolvió
entre sombras de amor, de luz y de vida.
Arthur había vuelto junto a
nosotros, pero su regreso fue delicado, parecía efímero, parecía que pudiese
deshacerse como un bello sueño en cualquier momento. No era el mismo. Su alma
seguía siendo tan soñadora como siempre, pero su cuerpo estaba débil, quizá
demasiado aterido por el frío de la muerte. Había vuelto a nuestra realidad
sintiéndose desdichado, preguntándose por qué de nuevo tenía otra oportunidad
para seguir sufriendo nuestra separación. Había preguntado por qué tenía que
enfrentarse de nuevo a la vida cuando ésta le parecía tan oscura... pero
entonces algo cambió para nosotros, para él, para mí y para Eros, mi enamorado.
Ni Arthur ni yo pudimos prever
lo que ocurriría. Existe a nuestro alrededor y en nuestro interior una fuerza
que nos incita a estar juntos, a fundir su vida y la mía en un único destino.
Esa fuerza mágica late sonoramente cada vez que nos tenemos cerca y nos miramos
hondamente a los ojos, cada vez que enlazamos nuestras manos, cada vez que, sin
poder evitarlo, sus labios y los míos se encuentran en instantes secretos y delirantes.
Me imaginaba levemente que aquella fuerza procedía de Lainaya, tal vez del alma
de esa hadita que ambos habíamos engendrado en aquel mundo mágico. Quizá ella
nos enviase sus deseos a través del tiempo y del espacio. Su condición mágica
impulsaría sus anhelos para que traspasasen las dimensiones que nos separaban y
llegase hasta nuestra mente y nuestra alma.
Sea como fuere, ninguno de los
dos pudo evitar lo que aconteció. No podíamos eludir la fuerza de nuestros
sentimientos. Yo sentía que deseaba fundirme con su destino y con su alma para siempre
mientras también notaba latir en mí el amor indomable que le profeso a Eros.
Descubrir que los amaba sin regreso ni cordura a los dos me deshizo, me hizo
creer que el mundo se había derrumbado sobre mí. Era incapaz de aceptar que en
mi corazón no hubiese solamente un amor y que necesitase entregarles a los dos
todo lo que existía para ellos, todo los sentimientos y la pasión que se albergaban
en mi alma; pero ¿cómo podía aceptar aquella realidad? Creía que lo mejor que
podía ocurrirme era que la vida se desvaneciese para mí. No quería herirlos a
ninguno de los dos, y sabía que aquello sería inevitable.
Mas Eros es demasiado observador
y cauteloso. Advierte todo lo que sucede en mi interior. Sabe leer mi mirada
mejor que nadie. Sabe interpretar todos mis gestos y el tono de mis palabras.
Sabe adivinar qué sentimientos se encierran en mi alma cada vez que hablo o
sonrío. Y así adivinó lo que me acaecía. Provocó que nuestro destino dejase de
ser doliente y tembloroso. Al contrario de lo que me esperaba, Eros aceptó sin
reservas ni rencor todo lo que estaba aconteciendo. Aceptó nuestros
sentimientos y, además, nos incitó a vivir todo aquello que el alma nos pidiese
vivir, nos impulsó a demostrarnos cuánto nos queríamos. Nos aseguró que era
consciente de que nuestro amor no era terrenal, sino celestial, y que éste siempre
gritaría a través del tiempo y del espacio para que nunca lo ignorásemos. Nos convenció
de que no le haría daño saber que nos entregábamos ese amor que siempre había
palpitado en nuestra alma. La forma en que Eros se comportó con nosotros me
hizo amarlo mucho más, me hizo creer que a mi lado tenía el ser más mágico de
la Historia. Gracias a Eros, entonces nuestro hado devino luminoso, sencillo y harmonioso.
Desde entonces, empezó a crecer
entre los tres una complicidad que se intensificaba imparablemente con cada
momento que compartíamos. Eros comprendía a Arthur en todo lo que él nos
contaba, conocía lo que sentía por mí y podía figurarse cuán doloroso era
tenerme lejos de él. Por empatía aceptó su amor, no luchó contra algo
ineluctable. Sabía que nuestro amor era tan fuerte como el tiempo, pues había
conseguido vencer el paso de las edades, no había perecido cuando la muerte
abrazó a Arthur en todas esas ocasiones y seguía latiendo incluso cuando la
locura había anegado nuestra mente. Pugnar contra un sentimiento tan potente únicamente
traería desdicha y desesperación.
Y así fue como comenzó para
nosotros una nueva y reluciente época, una época que parecía un sueño. Al cabo
de unos días, la felicidad que se había instalado tan repentinamente en nuestro
destino se volvió inmensamente fulgurante. Arthur nos propuso llevarnos hacia
una pequeña materialización de su pasado. Nos propuso viajar juntos a una isla
que para él era mágica, una isla donde había vivido infinidad de noches y días
llenos de añoranza; una isla donde no se albergaban solamente esos instantes
que él había compartido con aquella naturaleza, sino la certeza de que él también
era tan antiguo como las estrellas, de que había existido en un tiempo que se
había convertido en una leyenda y de que su alma siempre, siempre, había sido inmensurablemente
romántica y soñadora. Arthur nos llevó hacia aquella isla para transmitirnos
sus sentimientos más ancestrales y para compartir con nosotros el recuerdo de unos
años que para él fueron la calma que precedió a su verdadera vida. Arthur nos llevó
hasta Muirgéin; el paraíso donde se encontraba el origen de la lluvia y de la
melancolía.
CAPÍTULO UNO
MUIRGÉIN
El mundo había quedado atrás. Su
ruidosa civilización, su espeso aire, sus luces artificiales, sus bosques
maltratados, sus inmensas ciudades de calles desgastadas y sus egoístas ideas
parecían un espejismo de una pesadilla. Arthur, Eros y yo viajábamos a través
de densas nubes que nos ocultaban la faz de las ciudades, de los pueblos y de
los bosques que sobrevolábamos intentando que la ilusión que invadía nuestro
corazón no nos hiciese errar en nuestro camino. Arthur era el único que conocía
la invisible senda que conducía a aquel rincón tan mágico donde él había vivido
durante largos años, aquel rincón que él tanto adoraba y que tan tiernamente
deseaba mostrarnos. Lo que más me entusiasmaba no era viajar hacia un lugar
maravilloso que nos alejaría de la humanidad, sino saber que aquella isla se
hallaba en el mismo mundo que yo tanto anhelaba abandonar para distanciarme de
la corrupción que lo invadía. Me resultaba totalmente hermoso y enternecedor
que en nuestra Tierra, la que cada vez se hallaba más destruida y abatida, aún
quedasen algunos lares intactos, que se mantenían detenidos en un tiempo que
para ellos no fluía.
Me imaginaba que la isla que
Arthur tanto amaba (cuyo nombre todavía no nos había revelado) se asemejaba a
Lacnisha. Estaba segura de que aquella isla tan azulada que Arthur nos había
descrito ligeramente estaba envuelta en unas brumas que la protegían de la
mirada de las estrellas y que estaría rodeada por un mar innavegable que
devoraba cualquier embarcación que desease dirigirse hacia su orilla.
El viaje fue largo, incluso un
poco difícil, pues, en más de una ocasión, tuvimos que volar bajo nubes que
portaban una gran cantidad de agua. La lluvia nos humedecía enteramente, volvía
pesados nuestros ropajes y nos ondulaba los cabellos con rebeldía y ternura;
mas ninguno de nosotros protestó, al contrario; nos hacía una dulce gracia que
la lluvia desease entorpecer nuestro camino.
Mas, al fin, cuando creí que el
amanecer empezaría a distinguirse entre aquellas densas y azuladas nubes,
Arthur se volteó y, con una sonrisa llena de emoción y dulzura, nos anunció que
estábamos a punto de comenzar a sobrevolar el mar donde se hallaba su amada
isla.
—
Todavía no nos has revelado cómo se llama —le recordé con divertimento
e ilusión.
—
No quiero decirlo fuera de su naturaleza. No quiero que nadie oiga su
nombre —me confesó con timidez—. Tengo miedo a que el viento lo transporte
hasta oídos indeseados.
—
Vaya, no creo que eso ocurra —me reí curiosa y enternecida.
—
Os lo diré cuando lleguemos —nos prometió de nuevo situándose delante de
nosotros para guiarnos.
Y, de repente, cuando el
silencio volvió a adueñarse de nuestras palabras, bajo aquellas oscuras y
húmedas nubes, entre olas aquietadas por la nocturnidad del mar, pude atisbar
una sombra que parecía esconderse entre unas espesísimas e indisipables
nieblas. Me estremecí cuando me percaté de que la mágica isla de Arthur estaba
rodeada por unas brumas inquebrantables tal como yo me había imaginado. No
obstante, no me atreví a decir nada, pues la belleza de aquella imagen tan
misteriosa me robó el aliento. Fue Eros quien rompió aquel silencio lleno de
expectación:
—
¿Está ahí?
—
Sí, es esa —le contestó Arthur con una voz susurrante—. Le ocurre lo
mismo que a Lacnisha: permanece envuelta y oculta por unas brumas que ni el
viento más fuerte podrá disipar jamás. Mejor así... Además, las aguas del mar
que la rodea no son sino corrientes gélidas que desvían el camino de cualquier
embarcación que desee adentrarse en esta isla. Que yo sepa, ningún barco ha
conseguido jamás llegar hasta su orilla.
—
¿Crees que eso se debe a alguna especie de hechizo? —le pregunté
curiosa y estremecida.
—
Es posible. Nadie conoce los orígenes de esta isla tan maravillosa. Es
preciosa. Estoy seguro de que te gustará mucho, Sinéad... y a ti también,
Eros... pues en este lugar el mar susurra con mucha calma y a la vez fuerza. Su
voz te hipnotiza y te hace creer que en el mundo no existe nada más, que
solamente estáis tú, el mar y la naturaleza que anega esta preciosa isla.
—
Estoy deseando verla —le confesé de forma ensoñadora.
Arthur me sonrió con tanto amor
que por un momento temí que Eros se sintiese incómodo; pero sus ojos me
demostraron que no debía preocuparme por nada. Estaba tan tranquilo como el mar
que sobrevolábamos; el que, lentamente, fue convirtiéndose en unas olas tímidas
que danzaban con pausa, tornándose de pronto en una espuma brillante y plateada
que rozaba una arena rojiza llena de almejas resplandecientes y de piedrecitas
que fulguraban tenuemente.
Enseguida pude aspirar el aroma
a sal, a arena húmeda, a savia, a soledad, a silencio, a olvido. Aquella
fragancia me recordó, inevitablemente, a un sinfín de momentos que Arthur y yo
habíamos vivido en otra isla mágica donde el tiempo no fluía... Aquellos
recuerdos me hicieron sonreír tiernamente. Hacía mucho tiempo que no los
evocaba, pero parecía como si siempre hubiesen susurrado por dentro de mí con
toda la fuerza de su belleza.
—
Ya hemos llegado —anunció Arthur con solemnidad mientras empezaba a
descender hacia la arena. Sin que pudiese esperármelo, me tomó muy
cariñosamente de la mano y me impulsó hacia la orilla. Eros nos siguió
dedicándonos una sonrisa cuyo significado no supe interpretar—. Bienvenidos a
Muirgéin.
—
Muirgéin —me reí cariñosamente—. ¿Qué significa su nombre?
—
En gaélico, Muirgéin significa “nacida del mar”.
—
Qué curioso —dije sorprendida.
—
¿No sabes hablar gaélico, Shiny? —me cuestionó Eros extrañado.
—
Pues... lo cierto es que nunca he tenido la oportunidad de aprender a
hablarlo. He oído muchos lais y alguna vez he leído algunos... pero nunca me he
encontrado con nadie que lo hable...
—
Conmigo puedes hablarlo —me propuso Arthur sonriéndome con mucho
cariño y timidez—; aunque, sinceramente, prefiero expresarme en el romance que
nos comunicó por vez primera.
—
Yo también —le correspondí aliviada.
—
¿No sabes que tu nombre procede del gaélico, Sinéad?
—
No, no lo sabía —le contesté confundida—. Nadie me lo ha dicho nunca.
—
Vaya, Shiny, qué curioso —se rió Eros complacido.
—
No nos entretengamos más. Descendamos a la arena —nos pidió Arthur
tiernamente.
Descendimos con lentitud, sublimidad
y nervios. Era la primera vez que Arthur, Eros y yo nos hallábamos solos en un
lugar completamente apartado de la realidad. Ni siquiera en Lainaya había
existido esa sensación tan potente nacida de saber que la vida ha quedado ya
muy lejos de nuestro momento.
La voz del mar nos arrulló, nos
hizo creer que el tiempo se había detenido y que a partir de aquel instante
comenzaba para nosotros un presente que nunca se convertiría ni en pasado ni en
futuro. Cuando hubimos descendido a la arena, Arthur me presionó la mano con
una ternura que me estremeció. Miré a Eros sintiéndome levemente culpable y
entonces lo vi observando el mar como si sus olas le hubiesen arrancado el alma
y se la hubiesen llevado hasta sus más lejanas profundidades. Estaba tan
embelesado que apenas podía percibir lo que lo rodeaba. La eterna danza de las
olas lo había arrobado irrevocablemente y lo había apartado de ese instante tan
bello que todos compartíamos. Sonreía levemente... Su sonrisa estaba anegada en
recuerdos que yo también podía evocar. Sabía que, en esos momentos, Eros estaba
acordándose de aquellas noches tan brillantes que juntos habíamos vivido en
Ibiza, en una isla compuesta por dos rostros muy distintos...
—
Es... hermoso. Hace mucho tiempo que no veo el mar y no me esperaba
poder observarlo de esta forma, tan brillante, tan sereno. Parece mentira que
estas aguas estén llenas de corrientes peligrosas, pues a mí me parecen tan...
tan inocentes... —susurró Eros estremecido.
—
Es muy extraño que haya tantas olas. Cuando las hay, significa que, en
el interior de la isla, hace algo de viento —nos explicó Arthur con paciencia—.
En el corazón de esta isla, hay árboles muy antiguos y también... Bueno, será
mejor que lo veáis vosotros.
—
Esta isla me recuerda a otro rincón del mundo muy especial para
nosotros, Arthur —le confesé temerosa.
—
Sí, te recuerda a aquella mágica isla donde vivimos durante tanto tiempo,
¿verdad?
—
Sí...
—
En realidad escogí aquella isla porque me recordaba a ésta...
—
Una pregunta, Arthur —intervino Eros de pronto, sonriéndonos con
divertimento y extrañeza.
—
¿Qué ocurre, Eros?
—
¿Dónde viviremos? Supongo que recuerdas que cuando amanece debemos
escondernos —se rió complacido al ver a Arthur tan desorientado.
—
No os preocupéis por eso —le contestó él notablemente aliviado—. Hace
muchísimos años construí una pequeña casita de piedra... y estoy seguro de que
el tiempo no se habrá atrevido a estropearla.
—
¿De cuánto tiempo estás hablando? —le cuestionó Eros estremecido.
—
Será mejor que no te lo diga —le respondió Arthur adentrándose en la
isla.
Lo seguimos sin protestar ni
preguntar nada más. En cuanto comenzamos a caminar, noté que la textura del
suelo cambiaba bajo nuestros pies. Me sorprendió inmensamente descubrir que
aquellos finitos y rojizos granitos de arena se convertían, paulatinamente, en
una especie de hierba mullida y fresca que el viento hacía crujir con respeto y
mucho primor. Entonces, al observar mi entorno, me percaté de que aquella
hierba era el lecho de un sinfín de flores de colores resplandecientes y tibios
que crecían entre árboles de troncos muy gruesos y de ramas larguísimas de las
que surgían unas hojas enormes que nos ocultaban el matiz espeso de las nubes
que cubrían el cielo.
Me sorprendía tiernamente que
aquella isla estuviese anegada en una naturaleza tan espesa; la que contrastaba
con la húmeda orilla del mar. Estaba convencida de que entre aquellos
majestuosos árboles vivían seres diminutos que se alimentaban del viento y de
gotitas de agua. Aquel pensamiento me estremeció levemente, pues me acordé de
que, hacía algún tiempo, había comprendido que Lainaya podía encontrarse en el
mismo espacio donde se hallaba nuestra vida y que a veces, si permitíamos que
la frontera que divide la magia de la realidad se disolviese en el viento,
podríamos atisbar levemente la vida de ese mundo secreto y resplandeciente.
—
Arthur —lo apelé con un susurro lleno de sublimidad.
—
¿Qué ocurre, Sinéad?
—
¿Es posible que en esta isla podamos reencontrarnos con una pequeña
parte de la vida de Lainaya? Me refiero a si es posible que en esta isla vivan
seres que también habitan en Lainaya, si es posible percibir levemente la magia
de Lainaya en este lugar.
—
Esta isla es mágica, pero no sé si se comunica con Lainaya —me
respondió confundido—. Cuando yo habité aquí hace tantos siglos, siempre me
parecía percibir respiraciones que no pertenecían a esta naturaleza, pero nunca
me asusté... Era consciente de que nuestro mundo no era el único que podía
formar nuestro espacio...
—
¿Por qué creías eso? —se interesó Eros.
—
Ya os lo contaré. Hay muchas cosas de mi vida que me gustaría
explicaros.
—
Éste es el mejor lugar para que lo hagas —le sonreí con cariño.
—
Pero no es el mejor momento. Todavía tengo que enseñaros la casita
donde viviremos. Es muy pequeñita, pero puede protegernos de la luz... y además
es muy confortable. Os aseguro que no extrañaréis nada...
Mientras Arthur nos dedicaba aquellas
palabras tan llenas de ilusión, nos adentrábamos cada vez más en la espesa
naturaleza que anegaba aquella isla. La voz del mar cada vez se hallaba más
lejos de nosotros, atenuada por el sonido del viento y el de nuestros pasos.
Las ramas crujían de vez en cuando y las hojas se mecían levemente, entonando
una trova impregnada de serenidad y magia.
No podía cesar de observar
nuestro alrededor. Mi estupefacción y mi emoción se acrecían imparablemente al
percatarme de que aquella isla parecía nacida de la soledad... No había, en
ningún lugar, ni una sola señal de que alguien hubiese estado allí antes. Las
plantas que envolvían los troncos de los árboles eran densas y poderosas, las
hojas que pendían de las gruesas ramas se chocaban contra el suelo y algunas se
alzaban hacia el cielo como si quisiesen formar parte de las nubes que lo
cubrían y por doquier crecían flores delicadas que el viento acariciaba con
sutileza. Había algunos animales protegidos en sus hogares y el silencio de la
noche se mezclaba con la voz de algunos pájaros nocturnos cuyo canto creaba
ecos que se hundían en lo más lejano del mar.
Me sentía inmensamente
sobrecogida, pero sabía que aquel sentimiento no nacía del temor ni de la
inseguridad, sino de la felicidad más inquebrantable y asfixiante. Hacía
muchísimo tiempo que no me hallaba rodeada por una naturaleza tan espesa, tan
viva, tan nocturna y silenciosa sin embargo; una naturaleza que no parecía
formar parte del mismo mundo en el que yo habitaba. Se trataba de una
naturaleza virgen que crecía y vivía libremente, sin miedo a que alguien
cortase sus halas... Experimenté ganas de llorar cuando advertí que, por
primera vez después de mucho tiempo, me encontraba en un lugar alejado de todo
aquello que podía aterirme y rasgarme el alma.
—
Gracias, Arthur, por permitirnos estar aquí —le dije intentando que mi
voz sonase nítida, pero las ganas de llorar que sentía la volvían susurrante.
—
Sinéad... gracias a vosotros por querer venir conmigo —me contestó
Arthur tiernamente impresionado.
—
¿Cómo no íbamos a venir contigo? Si no lo hubiésemos hecho, habríamos
sido unos tontos. Este lugar es impresionante, Arthur. Hace mucho tiempo que no
me encuentro en una isla tan perfecta... —le confesó Eros sorprendido.
—
Muchas gracias, Eros. Si no recuerdo mal, entre esos árboles construí
mi pequeña casita de piedra —musitó deteniendo su paso.
Entonces reparé en que, entre altos
y majestuosos árboles cuyo tronco era tan grueso como la falda de una montaña,
se erguía, casi tímidamente, una casita de piedra oscurecida. Estaba escondida
tras las enormes hojas que pendían de aquellas poderosas ramas, las que
parecían querer protegerla de la mirada de cualquier flor o animal. Aquella
pequeña cabaña me pareció tan entrañable que no pude evitar esbozar una sonrisa
muy tierna llena de admiración y amor. Se notaba a leguas que aquel diminuto y
precioso hogar había nacido de las manos de Arthur.
—
Sí, está aquí —nos comunicó aliviado y alegre acercándose a la puerta.
—
Qué curioso que los hogares que construyes se mantengan tan... tan
inalterados... Ocurre lo mismo con la casa que construiste en Lacnisha. Parece
como si el tiempo no quisiese destruir lo que tú haces, Arthur —dijo Eros
asombrado.
—
Es cierto... Todo lo que tú creas es inmarcesible, Arthur —aporté con
cariño.
—
Incluso tu propia vida lo es... —continuó Eros fascinado—. No conozco
a nadie que tenga un alma tan poderosa como la tuya y que haya regresado de la
muerte tantas veces.
—
No sigáis, por favor —nos rogó sonrojado. Darnos cuenta de que se
había ruborizado nos hizo reír tiernamente.
—
¿Cómo es posible que ni siquiera la madera de la puerta aparezca
levemente estropeada? —se preguntó Eros deslizando los dedos por aquella oscura
madera.
—
Yo tampoco lo entiendo —se rió Arthur complacido.
La casita donde íbamos a vivir
durante un tiempo inconcreto era tan curiosa y hermosa que no pude evitar
desear permanecer en aquel lugar hasta que la vida y el tiempo se cansasen de
perseguirse. Estaba formada por dos estancias separadas por un grueso biombo de
madera donde aún quedaban restos de un paisaje pintado con colores
resplandecientes. Era lo único que aparecía tañido por las manos del tiempo. El
resto de los muebles, de los rincones y de las ventanas estaba intacto, como si
todo aquello acabase de surgir de la tierra.
Cuando nos hallamos en la
estancia más grande de aquel hogar, donde había una mesa y una banqueta de
madera y un armario con sus estantes vacíos, Arthur se asomó a una de las
ventanas de aquella pequeña morada y permaneció observando el paisaje que se
adivinaba más allá de los árboles y de la orilla del mar. Me pareció que los
ojos se le habían llenado de lágrimas, pero los cerró antes de que éstas
pudiesen empezar a resbalar por sus mejillas. Supe que aquel instante era muy
importante para él. Me figuré que su alma estaría anegada en las mismas
emociones que yo experimentaba cada vez que regresaba a Lacnisha. Eros también
parecía conocer lo que Arthur sentía, pues me miró en silencio y me sonrió con
sublimidad. Ninguno de los dos fue capaz de decir nada. Respetamos ese momento
y acordamos con nosotros mismos que debía ser Arthur quien lo quebrase.
Pareció como si la vida se
hubiese detenido, como si ya no hubiese más instantes tras el que estábamos
viviendo; pero de pronto Arthur se dio la vuelta y nos observó levemente
avergonzado. Cuando reparó en que nos habíamos percatado de que tenía lágrimas
en los ojos, nos sonrió tímidamente y nos dijo con delicadeza:
—
Hace más de mil años que no... que no regresaba... Todavía me resulta
imposible creer que todo permanezca tal como lo vi la última vez que...
—
¿Mil años? —susurró Eros estremecido—. Nunca podré aceptar que seáis
tan antiguos. Me siento tan nada a vuestro lado...
—
No debe ser así, cariño —le dije con ternura—. Arthur, no te
avergüences de lo que sientes, pues es totalmente comprensible y natural. Yo
también me siento así cuando vuelvo a Lacnisha. Cuando lo hago, me parece como
si hubiese permanecido alejada de ella durante un tiempo inmedible.
—
Sí, es cierto. En esta isla... siempre me recuperaba de mis tristezas.
—
El único que no tiene un lugar amado en el mundo soy yo. Qué pena doy.
Qué cutre soy —se rió Eros incómodo.
—
¡No es cierto! —me reí con dulzura.
—
Por supuesto que sí. Yo no tengo ningún lugar al que pueda escaparme
cuando me enfado con la vida...
—
Ya lo encontrarás, Eros. No te preocupes ahora por eso —lo animó
Arthur.
—
¿Y dónde vamos a dormir, Arthur? —le pregunté curiosa.
—
En la otra estancia... No hay ninguna ventana por la que pueda entrar
la luz. He traído mantas de lana para tumbarnos en el suelo. Sé que no es muy
cómodo, pero...
—
Yo quisiera dormir a la orilla del mar —les confesé anhelosa.
—
No podemos, mi Shiny —se rió Eros con mucho amor.
—
Lo sé... —aduje con pena.
—
Pero desde aquí también podemos oír la voz del mar y del viento...
—
Sí. Es increíble que no se oiga ningún sonido estridente ni
desagradable. No estoy acostumbrado a tanto silencio... Es maravilloso —aportó
Eros encantado.
—
Lo es, sí —respondí de forma ensoñadora.
—
Todavía no os he enseñado el lugar más hermoso de esta isla... el
lugar más mágico...
Arthur nos condujo a través de
ese bosque espeso y lleno de fragancias nítidas y resplandecientes. Creí que
permaneceríamos adentrándonos sin regreso en aquella densa naturaleza, pero de
pronto Arthur se detuvo enfrente de un declive que parecía desembocar en el
rincón más secreto del Universo. Comenzó a descender aquella cuesta con mucha
cautela, guiándonos con sus ojos otoñales; los que estaban impregnados de
emoción y amor.
Entonces, lentamente, comenzamos
a sumergirnos en una cueva subterránea donde habitaban la oscuridad más espesa
y el silencio más inquebrantable. La voz del mar quedaba tan lejos que me
pregunté si, en realidad, aquel rincón tan oscuro pertenecía a una isla que se
hallaba en medio del océano o en medio de la nada del Universo.
No obstante, aunque la oscuridad
más indestructible nos hubiese rodeado, yo no tenía miedo. Algo me avisaba de
que, dentro de poco, un resplandor muy tenue y mágico quebraría aquella
ausencia de colores y de luz. Y no me equivoqué. A medida que íbamos
descendiendo aquella cuesta cubierta por una hierba muy delicada y unas piedras
alisadas por el suspiro de la soledad, la oscuridad que nos había envuelto se
convertía, muy lentamente, en una especie de fulgor azulado que parecía emanar
de las paredes de aquella misteriosa cueva.
De repente, la voz del agua
interrumpió aquel espeso e inhóspito silencio. Entonces me percaté de que,
enfrente de nosotros, rodeado por unas rocas altísimas y oscuras, había un lago
de aguas nítidas removidas por una brisa cuya procedencia fui incapaz de
determinar. Arthur se detuvo enfrente de aquellas piedras altísimas y poderosas
y nos miró con fascinación y complacencia.
—
¿Qué os parece?
—
Pero... ¿cómo es posible? —logré preguntar. Estaba tan impresionada
que me faltaban las palabras.
—
Creo que éste es uno de los lugares más hermosos y mágicos del mundo y
de todo el Universo. Nunca he descubierto de dónde nacen estas aguas... ni el
viento que las mece, ni tampoco sé quién se encargó de colocar estas poderosas
rocas en torno a este lago... Os aseguro que es muy profundo... y su agua es
dulce...
—
¿Y de dónde emana este resplandor azulado que lo ilumina todo? —le
cuestioné invadida por una inmensa sensación de pequeñez.
—
No lo sé, Sinéad. Muchas veces he pensado que la piedra con la que
está construida este rincón tiene luz propia. Leonard tampoco sabe de dónde
procede este fulgor tan especial... Es magia, nada más... La magia no tiene
razón de ser ni explicación, ¿verdad?
—
No... —contesté sobrecogida.
—
Es escalofriante, Arthur —susurró Eros—. Nunca he visto algo similar.
—
Me recuerda a otra cueva muy especial para nosotros...
—
Sí, también adoraba aquel lugar porque se asemejaba a éste —me sonrió
Arthur con ternura.
Los recuerdos que Arthur y yo
compartíamos parecían albergarse serenamente en todos los rincones de aquella
isla. Era como si el pasado que nos pertenecía se refugiase en esos lares donde
la magia también tenía su hogar.
Sin preguntar nada más, me
acerqué a la orilla de aquel lago tan resplandeciente y nítido. Me apetecía
tocar aquellas aguas removidas por una brisa invisible. Cuando me agaché en
aquella mullida orilla, me estremecí de sorpresa y desorientación cuando
advertí que aquellas aguas me devolvían mi reflejo con toda la claridad
existente en la vida. No pude evitar que el alma se me llenase de confusión y
pequeñez.
—
¿Cómo es posible que aparezca mi reflejo? No hay ninguna luz que pueda
alumbrarlo...
—
La magia no tiene explicación, Sinéad —me recordó Arthur con cariño
agachándose a mi lado.
—
Este lugar es idóneo para reflexionar y meditar acerca de tu vida. Es
propenso para estar en silencio contigo mismo —dijo Eros con solemnidad.
—
Es cierto. Aquí he pasado tantos momentos...
—
No obstante, yo prefiero vagar por la naturaleza que hay en esta
magnífica isla —nos comunicó Eros dedicándonos una sonrisa encantadora—. Nos
vemos en nuestro hogar dentro de unas horas...
—
Podemos pasear los tres... —le contestó Arthur. Noté que estaba
levemente nervioso.
—
Sí, vayamos afuera —propuse con timidez.
La noche, en aquel
mágico rincón del mundo, tenía una voz susurrante y muy amena que nos
hechizaba, que nos llenaba el alma de harmonía, de serenidad, de vida. Los
aromas que emanaban de todos los rincones del bosque y los que surgían del mar
se mezclaban en una fragancia revitalizante que nos acariciaba tiernamente la
piel, haciéndonos creer que nada malo podía turbar la calma de nuestro
instante.
Caminamos durante toda la noche
por aquella isla tan preciosa y resplandeciente, observando detenidamente todos
sus rincones, sus árboles, sus plantas... conociéndola profunda y
cariñosamente. Cuando el amanecer comenzó a perlar las olas del mar, entonces
permitimos que el tiempo fluyese mientras el alba lo cubría todo de oro,
tornaba más refulgentes los colores de la naturaleza y hacía que las nubes lagrimeasen
un rocío que parecía alimentar toda la hierba que cubría aquel hermosísimo
bosque. Entonces rogué que aquel instante durase para siempre y que el mar
devorase el tiempo...
2 comentarios:
Que entrada más bonita, de verdad. Es de esas veces que te gustaría estar en la piel de sus protagonistas, vivir sus experiencias. Murgéin es mágica, un lugar alejado de la mano destructora del hombre. Esa isla cueva con ese lago azul...¡que preciosidad! Yo me imaginaba yendo allí con un bocadillo y un refresco a pasar la tarde, observando sus mágicas aguas. También paseando por sus paradisíacas playas, entre su naturaleza y sus animales y bañándome en la playa, ¡que envidia! Exijo desde ya que esa isla exista grrr. La casita es preciosa, ideal para esconderse del sol y refugiarse. También me ha parecido mágico lo de las nubes, ¡ayy que envidia!Volar entre ellas, con las tormentas, mojarte y cuando te cansas, vuelas por encima de ellas. Joo, yo también lo quiero hacer. Me parece fantástico el trío amoroso (aunque entre Arthur y Eros no haya romance. No puedo dejar de pensar, ¿a quién querrá más Sinéad? ¿Es posible que a los dos por igual? Hemos comprobado en esta entrada que las experiencias vividas con Arthur son muchas. Bueno, no me enrollo más, que una entrada mágica para dejarte llevar y soñar con cosas que todos desearíamos hacer. Una maravilla ;-)
Lo que siento al leer tus relatos, y esta entrada en particular, es que se ensancha el mundo. Entiendo que los antiguos consideraran que escribir es un oficio sagrado, porque realmente creas a partir de la nada, como una diosa. La isla que describes tan nítidamente por fuerza existe, ha de existir, ocupa ya un lugar real en el mundo, aunque sea el mundo de la magia, ¿pero no es la magia algo real? Me gusta muchísimo la dinámica que se ha creado entre los tres protagonistas, que lejos de vivir su relación como algo forzado o producto de presiones llevan su convivencia con una naturalidad preciosa, me encanta que Eros admire y respete tanto a Arthur y Sinéad por ser tan antiguos, realmente es algo sobrecogedor. También me ha gustado mucho los apuntes sobre el gaélico, y en general toda la descripción de Murgéin, porque a la vez es mágica y tangible. Pasear por sus bosques o entrar en ese lago ensoñador es algo que deseo hacer y ¿quién sabe? Tal vez algún día... mientras tanto me dejaré acariciar con tus palabras, hoy me has llenado de paz y regalado una nueva visión, una esperanza. Y eso no tiene precio.
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