domingo, 10 de julio de 2016

LA VISITA - 03. VIAJANDO A TRAVÉS DEL VIENTO

3
Viajando a través del viento
Me hallaba de nuevo en aquel antiguo castillo que había sido mi morada durante unos incontables años. Ardía una tierna e inocente lumbre en una inmensa chimenea de piedra. Las llamas creaban reflejos dorados en los muros ennegrecidos y crepitaban suavemente los leños, rompiendo con delicadeza el profundo silencio que me rodeaba. Me hallaba totalmente sola en aquella estancia que me costaba reconocer. Trataba, continuamente, de identificar su cambiada apariencia con algún recuerdo yacente casi olvidado en mi memoria, pero no quedaba allí ni el menor vestigio de lo que fue aquel rincón antaño. No había ningún mueble que me recordase aquellas noches que yo pasaba leyendo cabe el fuego. Tampoco las paredes resguardaban la presencia bellísima de esos cuadros pintados por mi padre que tan acogedora volvían cada sala. Me parecía que me encontraba en unos lares completamente desconocidos para mí, en una morada en la que nunca había estado antes.
Me costaba mucho pensar y sobre todo acordarme de los últimos momentos que había vivido. Unas brumas espesas me anegaban la memoria, impidiéndome evocar cualquier recuerdo. Lo único que sabía era que me encontraba en ese lugar porque había corrido desesperadamente bajo la lluvia hasta alcanzar su pedregosa protección y que me había encontrado con una humana muy especial que me había pedido ayuda. Después de eso, ya no podía recordar nada más.
Alcé la mirada, desolada y agotada, y desplacé los ojos por mi alrededor en busca de algún detalle que pudiese ayudarme a recordar. Lo único con lo que me encontré fue un arpa apoyada en uno de los muros de la estancia. La música seguramente me permitiría deshacerme mínimamente del desconcierto que tanto me invadía. Así pues, me levanté de donde estaba sentada y me dirigí hacia aquel instrumento que parecía no ser tocado desde hacía mucho tiempo. Tuve que esforzarme por afinar cada cuerda y, cuando comprobé que todas sonaban con dulzura y precisión, comencé a tañer una canción cuya tímida melodía todavía no me palpitaba enteramente en el alma; pero, al cabo de unos efímeros instantes, me percaté de que de mis dedos nacía una trova que había permanecido demasiado tiempo encerrada en mi corazón.
Entonces mi alrededor cambió, como si la música tuviese el poder de convertir en brillo la oscuridad, y me encontré rodeada de montañas altísimas cuyas cumbres se escondían entre las nubes. El cielo de una mañana límpida relucía y el sol caía a raudales sobre los prados, tiñendo la hierba de un esplendente matiz verdoso que refulgía con intensidad sin deslumbrarme. Aquel cálido fulgor no me intimidaba, sino que me hacía sentir acogida. A medida que la canción avanzaba entre mis dedos, el paisaje que formaba mi entorno se embellecía, se descubría más nítidamente ante mí. Aparecieron, suavemente, robledales en los que se acumulaban sombras frescas que olían a humedad. A lo lejos, sonaba el murmullo de un río de aguas limpias y el canto de los pájaros volvía más sereno el profundo silencio que me envolvía. 
De pronto, cuando más inmersa me hallaba en aquel ensueño, alguien me tocó la espalda con delicadeza, sabiendo perfectamente que me extraería bruscamente de aquel tierno momento, aunque me avisase con mucho primor de que ya no estaba sola. Se trataba de la misma mujer que aparecía en los pocos recuerdos que era capaz de evocar. Sus ojos profundamente negros y sus largas pestañas velaban una mirada ensoñadora, pero también llena de preocupación. No me sonreía (sin embargo, no recordaba ni una sola vez que lo hubiese hecho), pero el gesto que tenía congelado en su rostro era calmado y estaba teñido de conformidad. 
Siento interrumpir tu música. Tocas muy bien, de veras, y sé que tienes una voz preciosa, aunque todavía no la haya oído; pero tienes que acompañarme. Necesito que vuelvas a ayudarme.
Sí, por supuesto.
No podía recordar el nombre de aquella misteriosa mujer que se vestía como si todavía nos hallásemos en la Edad Media. Su forma de vestir me serenaba, me hacía sentir cómoda, alejada del tumultuoso presente que estaba obligada a vivir.
Me levanté de donde estaba sentada, dejé el arpa en el mismo sitio donde la había encontrado y la seguí a través de esos antiguos y oscuros pasillos. Hacía mucho frío. Lo notaba porque el poco calor que se me había adherido a la piel se desvanecía bruscamente a medida que caminábamos. El helor que se acumulaba en los pasadizos y en las estancias en las que no ardía la lumbre se me clavaba en el alma como si de un puñal afilado se tratase, haciéndome creer que no volvería a hallar refugio nunca más en ninguna parte.
Salimos. El bosque, el que la lluvia había azotado con tanta fuerza, estaba impregnado de serenidad. La luna relucía tímidamente tras una plateada red de nubes evanescentes. El viento soplaba de vez en cuando, agitando las ramas de los árboles con mucha calma, como si no quisiese despertarlas de su nocturno letargo.
La mujer caminaba con decisión a través del bosque, dejando cada vez más lejos la morada donde podríamos encontrar un pedacito de paz. Aunque la noche fuese serena y nítida, el frío más devastador lo invadía todo, se adhería a los troncos de los árboles como si quisiese convertir en hielo su savia, y el viento que soplaba con tanto primor era tan gélido como el aliento del invierno más impenetrable e inhóspito.
Llegamos, al fin, a un prado todo rodeado de árboles milenarios. En el centro del prado, había vestigios de una lumbre inocente. Los leños quemados parecían tristes. Entre ellos, se adivinaban retazos de hojas secas y de otros elementos cuya identidad no pude descubrir. 
Sé que te cuesta recordar lo que has vivido antes de este instante. Mi nombre es Artemisa, me ayudaste a volver a su hogar a un ser mágico, después te perdiste por otro mundo en el que te encontraste con una mujer muy especial y de nuevo estás aquí, traída por el viento de la magia. Te hallas en el único mundo donde puedes vivir. Siento decepcionarte, pero todo lo que te ocurrió antes de ahora forma parte de otra tierra.
Yo no le dije nada. Me costaba, también, entender sus palabras. Cuando me hablaba del único mundo donde podía vivir y de la otra tierra a la que pertenecían los hechos que me habían acaecido, me parecía que se expresaba en otro idioma muy distinto al mío; pero, lentamente, fui comprendiendo por qué estaba tan confundida. Cuando viajaba de una realidad a otra, la mente se me quedaba aterida y estremecida, como si me la hubiese agitado un despiadado huracán, y necesitaba dormir y alimentarme para recuperar la calma. 
Sé que tienes sed. 
¿Cuántas cosas sabes de mí? —le pregunté inquieta.
Lo sé todo. Soy a la vez nadie y todos los seres que te conocen. Bien, la mujer con la que te encontraste en el otro mundo también está en mí. Tú eres una versión de ti misma.
No entiendo nada.
Es comprensible.
Lo mejor será que me marche. Necesito alimentarme y descansar.
No te irás. No puedes irte. Ahora te toca vivir aquí una serie de acontecimientos de los que no puedes escaparte.
No le objeté nada. Realmente, estoy acostumbrada a que el destino juegue conmigo y con mi vida tal como le apetezca, por eso no me extrañó que de nuevo me encontrase ante una situación que no tenía ni idea de cómo enfrentar. Sólo me dejé llevar por los pasos de Artemisa, quien parecía muy segura del camino que debíamos tomar. 
Dejamos atrás aquel hermoso y sereno prado para internarnos de nuevo en el bosque, esta vez para seguir un camino que apenas era perceptible bajo la luz de la luna. Mas, al fin, alcanzamos una senda estrecha que las caídas y frondosas ramas de los árboles intentaban ocultarnos. Descubrí que, tras aquella densa naturaleza, se escondía una extraña morada. Artemisa, sin decirme nada, se dirigió hacia la puerta que custodiaban los troncos de los árboles.
Me sentía muy desorientada, pero era incapaz de hablar. Latía en mi interior un extraño presagio que me sobrecogía y que me impedía prestarles atención a los pensamientos que comenzaban a invadirme la mente. 
Artemisa llamó a la puerta de aquel hogar que parecía irrevocablemente abandonado. En breve, una mujer le abrió la puerta, apareciendo súbita y misteriosamente en el umbral. Sabía que a Artemisa le costaba percibir el matiz de los cabellos de aquella mujer, así como también le resultaría complicado hundirse en esa serena mirada; pero yo podía captar, nítidamente, todos los detalles que creaban el semblante de aquel ser que tan desconocido me resultaba.
Bienvenidas —nos dijo con mucha calma—. Pasad.
Parecía como si nos hubiese aguardado desde el principio de su vida. El desconcierto me anegaba el alma, pero la seguridad y el sosiego que se desprendían de los ademanes y de la mirada de aquella mujer y también de Artemisa me serenaban. Así pues, me introduje en aquel hogar misterioso sin saber muy bien qué debía hacer, si obedecerlas sin preguntar o interesarme por el significado de aquel instante. 
Supongo que es ella —susurró la mujer, cuya voz era trémula y antigua como el sonido del viento—. No me digas nada. Ahora hablaremos mejor, cuando lleguemos al salón.
La mujer, cuyo nombre todavía desconocía, caminaba muy lentamente apoyándose en un bastón de madera gruesa y fuerte. Los sordos golpes que el bastón dejaba caer en el suelo del hogar creaba ecos en mi corazón, haciéndome pensar de repente en lo lejos que me encontraba del destino de aquella mujer ya demasiado envejecida. Yo nunca alcanzaría su apariencia ni tampoco necesitaría jamás cederle mi equilibrio a un bastón como el que ella usaba para sostenerse.
Llegamos a un salón acogedor en cuya chimenea ardía una lumbre muy serena. Los leños crepitaban de vez en cuando y las llamas danzaban sutilmente. Las ventanas del hogar estaban cerradas, pero yo tenía la sensación de que la luna se adentraba con suavidad por los postigos herméticos. Olía a hierbas y a fruta; un olor que, extrañamente, no me desagradó. No solían gustarme los aromas provenientes de los alimentos, pero aquella vez noté que aquella fragancia me acogía. De repente me percaté de que me sentía inmensamente cómoda en aquel lugar, como si no pudiese hallarme mejor en ninguna parte. La paz que de pronto me había invadido el alma había destruido el desconcierto que tanto me había hecho temblar.
Siéntate, Sinéad —me pidió la mujer señalándome una silla de madera junto a la lumbre—. Tienes frío. Lo noto en tus ojos.
No suelo tener frío —susurré sin saber muy bien qué decir.
Lo sé, pero estás más helada de lo que es necesario. 
Me acomodé en aquella silla y acerqué las manos a la lumbre. Cuando realizaba aquel gesto, mi memoria se anegaba en recuerdos antiquísimos en los que me veía conversando con mi padre en la alcoba en la que había comenzado mi vida vampírica. Allí fue donde descubrí lo placentero que me resultaba que el fuego me templase mi eternamente helada piel.
Sinéad no sabe por qué está aquí —le desveló Artemisa sentándose a mi lado.
No te preocupes, Sinéad. No te haremos daño.
Lo sé.
Queremos hablar contigo sobre algo muy importante —me anunció la mujer—. Por cierto, mi nombre es Silente.
Tiene usted un nombre precioso.
No me trates de usted. No quiero que me dediques esa deferencia. Sinéad, yo te conozco muy bien, más de lo que te imaginas. Quizá te conozca mejor que tú a ti misma.
¿Por qué?
Ahora te sientes desconcertada y posiblemente inquieta, pero te aseguro que esos sentimientos durarán muy poco en tu corazón. Sinéad, desde hace muchísimo tiempo, noto que ya no eres la misma. Has renunciado a tus mayores placeres. Estás atenuada por una tristeza de la que no puedes desprenderte. ¿Me equivoco?
No —musité agachando la mirada, empezando a conmoverme.
Crees que eres feliz, pero tú sabes muy bien que en tu corazón se encierran sentimientos que te cuesta entender. Hay desengaño en tu alma, hay también inquietud y rencor, pero no sabes por qué. Sientes rencor hacia la vida por haberte golpeado tanto y sin motivo. No tienes fuerzas ni ánimos para luchar por tu vida y estás rindiéndote. Muy pocas cosas te despiertan esas emociones que tanto te caracterizan, pero éstas siguen vigentes en ti. Lo único que tienes que hacer es permitir que se expresen.
¿Cómo sabes todo eso de mí?
Porque tenemos una amiga en común que nos quiere muchísimo. Tú eres su ideal. Reúnes todas las virtudes que ella admira, tienes la capacidad de portar en ti todo lo que a ella le habría gustado ser, pero no te tiene rencor por eso, al contrario, te ama con locura. Yo, en cambio, soy lo que ella espera hallar en las personas que han vivido demasiado: soy una anciana entrañable que es feliz por haber vivido tanto y tan bien. Ella espera llegar a ser como yo cuando envejezca. Artemisa es la mujer que a ella le gustaría ser cuando sea posible liberarse de esas cadenas que la retienen. Las tres tenemos algo en común y es que resguardamos en nuestra forma de ser todo lo que ella venera de la vida. ¿Lo entiendes?
¿De quién se trata?
De esa mujer joven que conociste hace unas horas. Estaba cantando frente a un público imaginario y tú formabas parte de ese público anhelado. Te ama tanto que no sabe ver más allá de tu vida. Solamente en ti sabe encontrar la inspiración. Creo que te confesó lo que sentía. También sé que sin ti no encuentra motivos para seguir luchando por sus sueños. 
No lo entiendo. Yo apenas la conozco... —titubeé sobrecogida.
No es necesario que la conozcas profundamente. Solamente basta con que ella te conozca a ti. No, no llores —me pidió al darse cuenta de que los ojos se me habían llenado de lágrimas—. No te imaginas lo hermoso que es esto.
Por eso tengo ganas de llorar, porque todo lo que me cuentas me parece inverosímilmente hermoso y me cuesta entenderlo.
Hace tiempo que ella también está desalentada porque el mundo en el que le ha tocado vivir tiene más defectos que virtudes y ella intenta, continuamente, encontrar la belleza en cada instante. Créeme, muchísimas veces es imposible hallarla cuando te rodea tanta negatividad. Ella siente que es su ambiente lo que le oprime el corazón. Tiene la sensación de que la vida le ofrece placeres con los que ella no sabe disfrutar porque tiene en el alma un dolor del que no sabe desprenderse. No puedo hablar nítidamente de sus sentimientos porque, al fin y al cabo, no soy ella; pero puedo asegurarte que ella en ti encuentra la magia y la capacidad de soñar con otro mundo, con otros momentos hermosos. 
Es exactamente lo que yo siento...
Y quiero decirte algo más: me gustaría que nunca dejases de creer en ti. Eres una leyenda para todos aquéllos que han leído tus memorias, pero para nosotras eres real y para la mujer de la que te hablo eres su mayor realidad. 
No sé cómo no perder la confianza en mí misma. No sé cómo no dejar de creer en mí.
Siendo tú misma. Escucha siempre lo que desee tu corazón. Escúchate siempre.
A veces tengo la sensación de que he perdido mi voz.
No es verdad. No la has perdido —se rió dulcemente Silente.
Lo único que deseas en este momento es llorar, ¿verdad? —me preguntó Artemisa—. Llora. Nosotras no vamos a asustarnos al ver tus lágrimas de sangre.
No, no nos asustaremos, por supuesto que no —confirmó Silente con mucha ternura mientras me deslizaba una mano por los cabellos—. Llora, dulce Sinéad. 
No podía aceptar que aquel momento fuese real. Estaba segura de que formaba parte de un bello sueño del que dentro de muy poquito me despertaría; pero los segundos transcurrían hundiéndome cada vez más en la ternura apacible de ese instante. Así pues, relajándome, después de mucho tiempo sin hacerlo, comencé a llorar. No temía que ellas dos se inquietasen al detectar la preocupante apariencia de mis lágrimas, pues era plenamente consciente de que me aceptaban tal como era y que me querían como yo no me quería a mí misma. 
Sinéad, has sufrido tanto a lo largo de toda tu vida que te cuesta creer que un instante pueda ser hermoso, ¿verdad? —me preguntó Silente acariciándome la cabeza. Yo no podía contestarle, pues los sollozos me habían arrebatado la voz, así que solamente me limité a asentir en silencio—. Lo sé, lo sé. Conozco todos los instantes de tu vida.
No te mereces haber sufrido tanto —aportó Artemisa con una voz trémula—. Me gustaría decirte que todo ese dolor ha quedado atrás, pero no es cierto. Nunca podemos desprendernos de nuestros recuerdos. Éstos siempre palpitarán en nuestra memoria. No podemos deshacernos de su fuerza.
Yo a veces he... he deseado perder la memoria...
No debes desear algo así, Sinéad. Vale más tener recuerdos dolorosos que tener la memoria vacía. Yo temo perder los míos —me comunicó Silente conmovida.
Si es cierto que ella encuentra en ti todas las cualidades de una mujer que ha llegado plácidamente a su vejez, no perderás la memoria —la tranquilizó Artemisa.
Es curioso, pero yo quería decir lo mismo —les sonreí.
Porque pensamos de una forma muy parecida —indicó Silente.
Aquel momento fue una tierna tregua para mí. La vida me ofrecía la posibilidad de olvidarme durante unos inconcretos instantes de todo lo que me afligía. Lloré hasta que noté que la sed se volvía insoportablemente intensa. Entonces me limpié las lágrimas con mi fiel pañuelo y miré satisfecha a quienes me acompañaban en aquel momento tan ensoñado. La lumbre continuaba susurrando y ardiendo a nuestro lado, protegiendo nuestros sentimientos; pero ya no se oía nada más, tal vez el eco de los latidos del corazón de aquellas dos mujeres que tanto me apreciaban sin que yo las conociese. Entonces me sentí dichosa y anhelé que Leonard estuviese conmigo para experimentar exactamente las mismas sensaciones que yo. Aquel instante era mágico y valía más que el oro, que cualquier vida. 
Puedes llamarlo. No te hallas lejos de tu hogar, en realidad. Te encuentras en el mismo mundo en el que abres los ojos todos los atardeceres —me comunicó Silente adivinando, sorprendentemente, mis deseos.
¿De veras?
Pero sé que él también está muy encerrado en sí mismo y no desea que nadie se aperciba de lo deprimido que se siente.
Es cierto —corroboré con mucha lástima.
Sinéad, ¿qué ha sido de vosotros, de vuestra fuerza, de vuestra eterna magia? —me preguntó Artemisa con culpabilidad, como si ella fuese responsable de nuestra tristeza.
Es este mundo el que nos ha hundido.
Pero vosotros sois fuertes. No podéis permitir que el desaliento os venza —aportó Silente con energía.
Hemos vivido muchísimos siglos luchando contra ese desaliento que, al fin, nos ha arrancado las fuerzas y los ánimos para seguir adelante. No queremos morir porque somos plenamente conscientes de que no nos merecemos perder la vida después de haber vivido tanto, pero nos sentimos atenuados, sin aliento. 
No es justo que os rindáis de ese modo cuando cientos de seres viven sin saber lo que vale la vida —indicó Artemisa intentando no llorar.
Eres mágica, Sinéad. Eres inmortal. Tienes que amarte, sobre todo por todo el sufrimiento que has tenido que soportar. Tienes que sentirte orgullosa de ti misma. 
Lo intento, pero ya no encuentro motivos para sentirme orgullosa de mí misma ni para seguir viviendo ignorando todo lo que sucede a mi alrededor. No sé si podéis ser conscientes de lo que duele cuando ves que la naturaleza que tanto has amado está muriendo, cuando el lugar que fue tu hogar está desvaneciéndose. Es muy doloroso descubrir que todo tu mundo está desapareciendo. El tiempo pasa llevándose el escenario de todos mis recuerdos y yo eso no puedo tolerarlo. Me destroza el alma.
Lo sabemos, sí. Nosotras no hemos vivido tantos años como tú, pero sí nos duele muchísimo ver lo que está ocurriendo con la naturaleza —me confesó Artemisa.
Lo que tienes que hacer ahora es pasear unos largos instantes por este hogar. Encontrarás muchas cosas que te animarán, estoy totalmente segura de ello. Tienes libertad absoluta para recorrer todas las estancias y pasadizos de esta morada. Yo iré a buscarte cuando sea necesario.
No comprendía muy bien el significado de esas palabras, pero no desobedecí a Silente. Me levanté de donde estaba sentada y, tras agradecerles a las dos todo lo que me habían dicho, las abracé con ternura para después dirigirme, levemente desorientada, hacia una puerta de madera que accedía a un largo y ancho corredor en el que el frío todavía no se había atrevido a introducirse. Estaba segura de que ninguna de las dos reprobaría mi lejanía, al contrario, parecían desear fervientemente que me separase de ellas para que explorase aquel hogar que me resultaba tan desconocido.
Sin embargo, a medida que caminaba por sus pasillos en busca de las estancias que Silente quería que descubriese, mi memoria iba llenándose de recuerdos que no sabía por qué me invadían el alma. Me veía leyendo en el castillo de Lacnisha junto a esos braseros que Leonard me proporcionaba para destruir el frío que se acumulaba en todos los rincones de aquella morada tan antigua. Incluso evoqué aquellos recuerdos que me traían el aroma de los bosques de Hispania. Sí, todavía estaba en Hispania, pero no se trataba de la misma tierra que me había ayudado a renacer cuando la tristeza más honda se había apoderado de mi corazón, pues había cambiado mucho; pero todavía quedaban vigentes los rescoldos antiquísimos de los castillos que me habían ofrecido refugio.
Llegué a una estancia cuadrada, pequeña y muy acogedora en la que, aunque no ardiese ninguna lumbre, se respiraba un aire templado y confortable. En aquel lugar, no podía acordarme del frío que invadía el bosque. Había una mesa, en un rincón de la habitación, que resguardaba la presencia de unos folios amarillentos en los que había escritas unas palabras que no me atrevía a leer. A pesar de que nadie me lo hubiese indicado, yo sabía que aquellas líneas se me clavarían en el corazón como si de una antigua espada se tratase. No obstante, me acerqué a aquellas páginas y las tomé entre mis temblorosas manos. Comencé a leer como si solamente me quedase por hacer aquello en la vida. 
Tal como había intuido, las palabras que allí se hallaban escritas me sobrecogieron profundamente. Me invadieron de nuevo unas intensísimas ganas de llorar, pero las retuve porque no deseaba que la sangre manchase aquellos amarillentos folios. Me pregunté por qué éstos nunca habían llegado a mí, por qué el destino jamás me los había puesto ante los ojos. 
«Jamás he podido creer en los ángeles, pues de unas lejanas creencias para mí formaban parte, mas la vida hoy me ha demostrado que, aunque no sea uno de esos seres puros e inmaculados, ella es como un ángel. Su piel pálida relucía como el pábilo de una vela temblorosa y sus ojos eran fantasía, solamente magia y maravilla. Me sonrió como si intuyese que yo necesitaba que lo hiciese. El deseo de correr hacia ella para pedirle que no se desvaneciese me invadió el alma, pero me contuve porque sabía que no podía interrumpir aquel instante en el que ella cantaba con tanta pasión, amor y dulzura. Nos dedicaba unos versos que trataban sobre la Madre Tierra, tal vez sin saber que ése es el tipo de canciones que más me conmueven. Tañía el arpa como si no lo hiciese ella, como si sus dedos tuviesen otra vida aparte de la suya.
Y aquel instante duró varias noches. Creyendo que jamás se acercaría a mí, vivía inmerso en un desconsuelo mágico que solamente se interrumpía cuando ella me miraba. Me despertaba todos los días con el corazón henchido de emoción, pues sabía que la vería de nuevo en el escenario, vestida con esos trajes que tan bella la vuelven, aunque ella desprende toda la beldad del mundo y no es necesario que nada más le ofrezca hermosura.»
Las palabras que proseguían estaban borradas por el paso del tiempo y la antigüedad, pero en los siguientes folios pude hallar lo que prosigue:
«...y hoy teniéndola conmigo me parecía que la luna había descendido a la Tierra. Lo que yo jamás pude imaginarme era que tendría a una leyenda entre mis brazos, una leyenda clara y oscura a la vez. Para los demás ella tal vez sea una quimera, pero para mí es real porque la he conocido hasta lo más hondo de su ser, me ha ofrecido la oportunidad de descubrir quién era, qué deseaba ser conmigo. No conozco su vida ni su historia, no sé qué hace aquí, en un lugar tan bello y a la vez tan ajeno a su magia, pero está aquí siendo feliz y ahora lo es más porque compartimos un instante íntimo que la luna y las estrellas protegieron. Me pregunto cuántos corazones habrá dejado temblando, cuántos amores habrá convertido en desamor, porque me imagino que su beldad habrá quedado palpitando en el alma de todos aquellos hombres que se hundieron en su perfecta belleza. Hay algo en ella que me sobrecoge, me intimida y a veces me asusta, y ese algo no es que pueda matarme en tan sólo un segundo (como podría haberlo hecho esta noche), sino la certeza de que ella no forma parte de este mundo. Esa certeza me sobrecoge porque no me creo merecedor de haberme enamorado de una leyenda, de alguien que no se merece sufrir las desdichas de esta vida. Sé que ha sufrido. Lo leo en sus ojos mágicos. No me lo ha confesado ni tampoco me lo ha insinuado, pero yo leo en su mirada una callada tristeza que sé que jamás podrá abandonarla. Quizá sea una tristeza nacida de saberse tan ajena a todo lo que la rodea porque, aunque ella ame todo lo que la envuelve, sabe que no es su verdadero hogar porque ella se merece habitar en otro mundo en el que no exista el peligro.
Si escribo todo esto, es porque estoy realmente enamorado de ella y daría por ella mi insignificante vida, la que espero que algún día ella vuelva eterna para vivir juntos esa inmortalidad a la que posiblemente ella le cueste encontrar el sentido, pero juntos trascenderemos el tiempo y volaremos más allá del viento, en la oscura noche de su vida. Estoy seguro de que me ama, puesto que me lo ha demostrado con firmeza, pasión y entrega. Nunca le había entregado a nadie lo que me ha dado a mí esta noche y para mí eso es lo más importante. Una mujer a su lado es una piedrecita junto a una gran cascada plateada. Ella es la cascada por la que se desliza la magia. Cuando nos enamoramos, deseamos el bien del ser amado, y egoístamente sé que yo puedo ser su bien, por eso no me he opuesto a que me confiese sus secretos profundos.
Soy consciente de que me hallo frente a una mujer mágica y dual que tiene un lado oscuro por el que muchos la rechazan; pero todos aquéllos que se atreven a despreciarla desconocen lo bello que es su corazón, el que se le escapa de los ojos, y cuánto amor puede caber en su alma. Es injusto que solamente la tengan por una quimera peligrosa, pues es la muestra de que el bien existe junto al peligro. Yo la amo tan peligrosa y a la vez tan amorosa porque es un ángel para mí, un ángel que puedo amar con mi cuerpo y con mi alma.
Junto a ella he traspasado el límite de la realidad y me he adentrado en una mágica tierra que nunca quiero abandonar. No me importa quién haya muerto bajo sus labios, en sus entrañas, porque ella para mí es solamente amor. Se habrá sentido sola y desvalida en este mundo cruel. Yo nunca permitiré que vuelva a dolerle la vida.»
Tuve que dejar sobre la mesa aquellos folios porque el desconsuelo me invadió y me impidió continuar leyendo serenamente. Las lágrimas ya me brotaban de los ojos y se hallaron prontas a manchar aquel antiguo tesoro. No necesitaba preguntarme quién era el causante de mis sentimientos, quién había escrito aquellas palabras y quién se hallaba tras esas confesiones tan hermosas. Sabía que se trataba de Alex, que Alex había sido quien me había dedicado indirectamente unas palabras tan bellísimas que declaraban una confesión de amor mucho más hermosa que cualquier prado, que cualquier valle o bosque iluminados por la luna.
De ese modo había conseguido sentir en mi alma el recuerdo de aquel hombre que fue el primero en amarme plenamente sin importarle nada, sin inquietarse al conocerme, al ser consciente de que tendría a su alcance continuamente la posibilidad de morir. No le había importado fenecer entre mis brazos mientras nos fundíamos en un solo ser, no le había sobrecogido mi apariencia ni mi pertenencia a una especie peligrosa para él, que podía acabar en un instante con su valerosa vida. Se había entregado a mí creyendo en mi leyenda, la cual era mi realidad, adentrándose en mi mundo, en mi ser.
No pude controlar el tiempo que permanecí llorando, acordándome mientras de todo lo que habíamos vivido Alex y yo. Me preguntaba, continuamente, por qué todos los que me conocían se empeñaban en que fuese feliz en esos instantes cuando en mi mente se albergaban momentos en los que me había sentido mucho más plena. No sabía si merecía la pena seguir luchando por una existencia que en esos momentos me parecía vacía. Lloré de nuevo hasta notar que la sed gritaba, pero necesitaba que el llanto deshiciese mi confusión.

Me olvidé del paso del tiempo y de donde me hallaba. Me sentía cómoda llorando sentada en un rincón de aquella estancia tan acogedora. No me importaba nada, ni siquiera que alguien pudiese descubrirme. Ya no me daba miedo nada, ni saberme en peligro por la humanidad. Había algo en mí que me instaba a renunciar a todos mis principios y mis valores. No entendía por qué siempre había estado obligada a ocultar quién era. Tal vez a partir de esos momentos todo cambiase para mí.

1 comentario:

Wensus dijo...

Me viene a la cabeza la palabra "surrealista", es un capítulo sorprendente, desgarrador, diferente. Como me sucedió en la anterior entrada, me ha sorprendido muchísimo y no sabía por dónde tirar. Se mezclan sentimientos, sensaciones...Hay momentos mágicos de gran belleza, de melancolía y tristeza al recordar cosas del pasado y de alegría por los consejos y la forma de ver las cosas de Artemisa y Silente. La parte más emotiva ha sido la de Alex, recordando esas palabras tan bonitas. Aiins, si es que su pasado está cargado de pérdidas muy dolorosas, y recuperarse de eso creo que es imposible, no queda otra que vivir con ello y sobrellevar el dolor. No tengo ni idea, pero ni idea de que camino va a tomar esta historia, me tienes intrigado. Como siempre, una forma de escribir maravillosa. Me encanta!!