CAPÍTULO 11
¿QUÉ ES EL MUNDO, ENTONCES?
Yuna no podía Dormir. Daba
vueltas sin cesar en aquel lecho tan confortable. Era la cama más cómoda en la
que había dormido nunca y no entendía por qué no la vencía el sueño cuando tan
cansada estaba. En cambio, Maebe dormía profundamente. Apenas se movía.
Desesperada, cuando llegó el
alba, se levantó enfurecida consigo misma y con esa falta de sueño que tan
nerviosa la ponía. Se vistió en silencio, fue a aquel extraño cuarto donde tantos
objetos para el aseo había y, tras asearse y hacer sus necesidades de aquella
forma tan limpia, salió del dormitorio que compartía Con Maebe dispuesta a
recibir el día entre el silencio de aquella aldea y sus nervios.
El amanecer despertaba las
montañas, dorando las cumbres. Una luz grisácea y tímida se esparcía por el
cielo, llenando el silencio de luz. Yuna respiró profundamente cuando percibió
el aroma de la mañana, tan fresco y húmedo. Olía a hierba y a rocío.
No se oía absolutamente nada. Ni
siquiera cantaban los pájaros. El silencio que lo inundaba todo era tan denso
que parecía tener materia, pero aquel silencio también era acogedor y tierno.
La rodeaba como si de unos brazos fuertes y cariñosos se tratase y el principio
del alba era ese pecho maternal que le hacía creer que nunca le ocurriría nada
malo.
Caminó lentamente por aquellas
desiertas calles. No se oía ni siquiera el eco de sus pasos. Se preguntaba cómo
era posible que hubiese tanto silencio. Parecía como si, en aquel lugar, no
hubiese posibilidad de que sonase nada.
Las casas que, el ocaso anterior,
le habían parecido tan llenas de vida, estaban envueltas en vacío y soledad. Permanecían
calladas y quietas. Yuna dudó de que viviese alguien allí. El amanecer le
revelaba que allí los días eran calurosos y la noche anterior también había
sido templada. La extrañaba que los habitantes de aquella aldea no abriesen las
ventanas para que entrase el aire de la noche, pero entonces recordó que se
encontraba en un país distinto al suyo, en el que había costumbres que en
absoluto se asemejaban a las que ella conocía tan bien.
Se detuvo al notar que había
dejado atrás las calles que, la tarde anterior, Maebe y ella habían recorrido
junto a aquella chica tan alegre y extraña. No conocía lo que la rodeaba. Nunca
lo había visto. Miró a su alrededor y descubrió que se hallaba junto a una
extensión desierta de tierra marrón. El amanecer oscurecía el color de la
tierra. El cielo estaba limpio y parecía un lago profundo de aguas nítidas.
Siguió caminando, observando lo
que quedaba a pocos metros de ella, trémula y desorientada. La herida que tenía
en la mano comenzó a dolerle con tanta intensidad que los ojos se le llenaron de
lágrimas. Sintió ganas de llorar. Se presionó la mano desesperada, rogando que
aquel dolor cesase. No entendía por qué le sucedía aquello. Quería encontrar el
significado a aquel hecho, pero no conseguía hallarlo y tenía la sensación de
que nunca comprendería nada.
Entonces, al detenerse por culpa
del intenso dolor que la atacaba, se dio cuenta de que, ante ella, había una
gran zanja horadada en la tierra. La oscuridad que emanaba de aquella oquedad
se mezclaba con un fuerte olor a putrefacción que a Yuna le provocó unas densas
náuseas. Estuvo a punto de vomitar, pero se contuvo. No entendía tampoco por
qué los olores fuertes le afectaban tanto. En pocos días, le bajaría la menstruación.
Tal vez eso la volviese más sensible.
Se fijó detenidamente en lo que
tenía ante ella, en aquella zanja que parecía tan profunda. Bajo los primeros rayos
del día, vio una masa uniforme de cuerpos, todos mezclados y en estado de
descomposición. Yuna sintió que se le helaba la sangre y que le costaba
respirar. Ante ella, había una ingente cantidad de personas muertas. Algunos de
esos cuerpos aún conservaban el color de la piel, de los cabellos y de los
ojos. Otros se habían vuelto irreconocibles y lo único que quedaba de ellos era
la ropa que portaran cuando la muerte se los llevó.
No pudo evitar que el corazón
empezase a latirle con una fuerza que la hería. Continuamente deslizaba los
ojos por aquella masa de cadáveres. Entonces, repentinamente, le pareció
reconocer, entre todos esos cuerpos ya fenecidos, sin vida, a la chica rubia
que las había recibido la tarde anterior.
Se acercó temblorosamente a la
zanja, se agachó y observó más detenidamente aquel cuerpo en el que había
reconocido los rasgos de la chica rubia. Sí, era ella. Incluso llevaba el mismo
vestido, tenía dibujada en los labios la misma sonrisa simpática y
resplandeciente. Sostenía en la mano un libro y estaba cogida al brazo de una
mujer que también le resultó conocida a Yuna.
Era Miren, la mujer que las había
invitado a dormir en su casa. Junto a ellas, había hombres jóvenes, niños,
personas mayores, incluso animales; todos muertos, todos.
Yuna notó que le resbalaban las
lágrimas por las mejillas y que la quemadura gritaba en su mano, queriendo
comunicarle algo que Yuna era incapaz de entender.
Se levantó apresuradamente y
corrió de vuelta a la casa donde había dormido con Maebe. Necesitaba
despertarla y contarle lo que había visto. Fue corriendo entre las casas, por
las calles desiertas y silenciosas. De pronto, se detuvo ante una de esas casas
que parecían vacías y calladas y llamó desesperadamente a la puerta. Golpeó tan
fuertemente con sus nudillos que, inesperadamente, la puerta se abrió. Del
interior de aquel hogar manó un denso olor a olvido.
Sólo polvo y humedad invadía el
espacio donde había habido antes tanta vida. No había nadie ni nada que pudiese
recibirla.
Dejó atrás esa casa y siguió su
desesperada carrera hacia la pensión; la que se levantaba imponente y oscura
bajo la primera luz del alba.
Lloraba, se quejaba y notaba que
le costaba respirar, pero Yuna no quería detenerse. Se sentía tentada de llamar
a Maebe a través del silencio y la distancia, pero se contuvo. Era incapaz de
gritar en un lugar tan muerto. Entendió al fin que aquel poblado estaba
desierto porque todos sus habitantes habían muerto. Habían muerto todos y ellas
habían estado relacionándose con gente que no estaba viva.
La desesperación era una bola de
hierro que le quitaba la respiración. Entró a toda prisa a la pensión y fue
directamente hacia el dormitorio que había compartido con Maebe. Fugazmente, se
le ocurrió pensar que Maebe estaba muerta también y que, continuamente, ella
había estado rodeada de gente que no vivía.
— ¡Maebe!
—gritó incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Maebe!
Maebe dormía. ¿Dormía? Yuna se
acercó desesperadamente a ella y le colocó una mano en el pecho. Maebe no
respiraba, tampoco.
La quemadura le ardía. Se miró la
mano y vio que se le abría aquella herida tan profunda. Le dolía muchísimo, más
que nunca.
«Maebe
también está muerta», pensó horrorizada.
Al darse cuenta de que Maebe no estaba viva,
entonces supo que nunca más abriría los ojos para ella.
No entendía por qué había sido tan sencillo
relacionarse con alguien que no estaba vivo, que sólo era un espíritu. ¿Acaso
ella también lo era? No, ella no estaba muerta. Ella se sentía muy viva.
Pensó en Unse y Litzia. ¿Ellas tampoco vivían?
Sí, ellas sí.
Se sentó en el suelo, abatida, notando que no
soportaba aquella certeza. La mano le dolía tanto que apenas podía mantener los
ojos abiertos. Sentía tantas ganas de llorar que no podía soportarlo. Se echó a
llorar profundamente mientras recordaba toda su vida, desde que empezara a
tener uso de razón hasta esos momentos extraños.
Recordó entonces que, cuando era pequeña, se
había relacionado con personas que sus padres luego nunca veían. Ella aseguraba
que tenía amigas, pero sus padres luego la regañaban por jugar siempre sola. Les
hablaba de niñas que para ellos nunca existieron. Sus padres la acusaban de tener
amigos imaginarios en lugar de amigos reales, pero ella nunca había entendido
por qué le recriminaban algo tan grave. Para ella sí eran reales.
Fue creciendo sintiéndose distinta y extraña.
Se acordó de que, algunas veces, había oído comentarios entre los vecinos sobre
su extraña habilidad para ver a los que no estaban. Ella no comprendía esas
palabras ni tampoco el temor que los vecinos desarrollaban hacia ella. Muchos
niños se apartaban de ella, se metían con su forma de ser, la acusaban de ser
una bruja. Ella no entendió aquel rechazo jamás. Ella actuaba como si todo lo
que veía y sentía fuese real, pero entonces, una noche, su hermana le había
contado que ella veía cosas que los demás no percibían y la había aconsejado
que tuviese mucho cuidado con lo que les explicaba a los demás.
Entonces se preguntó cómo podría distinguir a
los muertos de los vivos si para ella todos estaban en el mismo mundo. En esos
momentos, cuando se hizo esa pregunta, la herida le latió con fuerza.
Entendió por qué a Maebe no la había herido
aquella daga. Aquella daga le había hecho una quemadura que en realidad era una
voz mágica que la alertaba de cuándo se encontraba con seres que no estaban en
el mundo real. A Maebe aquella daga no la había herido porque ya estaba muerta.
Siguió rememorando su vida. Cuando era
adolescente, aprendió a entender el lenguaje del viento, del agua y del fuego.
Se sentía unida a los elementos de la Tierra como si también pudiesen
expresarse con su voz. Sonrió al recordar aquella mañana en la que supo que
llegara la primavera sólo porque el viento le trajo el susurro de las aves que
de dentro de poco inundarían sus bosques, regresando de esos lugares que se
habían vuelto fríos. Lo supo antes que nadie.
También conversó con una vecina
que había sido como una abuela para ella mucho antes de que los demás supiesen
que llevaba horas muerta. Ella le dijo que era mucho más mágica de lo que nadie
quería aceptar y sabía. Se acordó justo en ese momento de que aquella mujer le
había asegurado que llegaría un momento en el que su familia la abandonaría por
miedo, sólo porque era demasiado distinta de los demás y llevaba en la sangre
la herencia de un ser antiguo y mágico que antes habitara en aquellos bosques
profundos.
¿De dónde procedía ella, entonces? Dudó incluso de que sus padres fuesen sus verdaderos progenitores. Y en esos
momentos estaba en un poblado sin vida. ¿Sería la única habitante de ese país?
Se levantó del suelo sintiéndose
más sola que nunca, notando que no podía dominar sus emociones. Se acercó a
Maebe y la observó cuidadosamente bajo un rayo de sol que entraba por aquella
ventana antigua, llena de polvo y olvido.
Acercó la mano herida a su rostro
y la acarició con dulzura. Maebe no respiraba, pero no parecía muerta. Le
brillaba la piel. El sol hacía resplandecer su cuerpo.
— ¿Cómo
es posible que hayas estado muerta siempre? —le preguntó con lágrimas en la
voz—. Entonces, ¿tu familia también estaba muerta cuando me encontraron?
Justo entonces, Yuna notó que,
bajo sus dedos, la piel de Maebe desaparecía. Estaba deshaciéndose,
convirtiéndose en polvo. Antes de desvanecerse definitivamente, Yuna vio que
Maebe le sonreía fugazmente. Oyó que alguien le daba las gracias antes de que
todo volviese a quedar en silencio.
Una mariposa de alas doradas voló
hacia la ventana abierta y se perdió en el rayo de luz que le regalaba aquel
día extraño.
Y se quedó más sola que nunca. La
soledad se le adentró en el cuerpo y se convirtió en una piedra que le apretó
el alma.
Sin pensar en nada, o intentando
no pensar, recogió todas sus cosas y se marchó de allí. Reunió en una misma
bolsa los objetos de Maebe que aún podían servirle para el viaje y los suyos.
El libro parecía reclamar su presencia desde el fondo de la bolsa de Maebe,
pero no quiso cogerlo. No quería saber nada de ese libro. No sabía leer,
además, y tampoco creía que pudiese encontrar a alguien que supiese interpretar
aquella lengua antigua.
Se marchó sin despedirse de
nadie. No podía despedirse de nadie, absolutamente de nadie, y tampoco sabía
quién podía esperarla al otro lado de aquella terrible verdad. Ni siquiera
tenía la seguridad de que su familia la aguardase o quisiese verla. No tenía a
nadie.
Entonces, repentinamente, se
acordó de la promesa que le habían hecho a Aneia de lanzar al mar su apreciado Trisquel.
Sonrió al ser consciente de que ya tenía algo que hacer en la vida. No
obstante, se sentía desorientada en un mundo que no entendía. No tenía manera
de desplazarse por aquellos lares porque no sabía cómo se movía la gente, qué
empleaba para comprar... comprar. Necesitaba dinero, pero ¿cómo podía conseguirlo?
De pronto, se acordó de que en
aquella aldea no vivía nadie. Se armó de valor y, una por una, fue registrando
aquellas casas vacías en busca de monedas. Nadie las necesitaría allí y ella sí
que precisaba tenerlas. Encontró varios montones de monedas y billetes
escondidos bajo losas o en cajas de madera. No sabía contar el dinero, pero se
prometió que se esforzaría por aprender a hacerlo.
Quizá encontrase a alguien que le
enseñase a leer, pero tampoco sabía interpretar la lengua de aquellos lares.
Aquella realidad la agobiaba tanto que no podía ni pensar.
No podía llevarse a Litzia y a
Unse a la vez. Tenía que escoger a alguna de las dos yeguas; algo que la
entristecía profundamente. Supo que Litzia nunca iría con ella a ninguna parte
porque no confiaba en ella. Sólo confiaba en Maebe. Sólo había confiado en Maebe.
— Eres
libre, Litzia —le dijo antes de quitarle las riendas y todo lo que Maebe le
colocaba para cabalgar con ella—. Corre libre, preciosa.
La yegua la miró con cariño y
después empezó a trotar por aquellas calles desiertas hacia las montañas. Quizá
se encontrase con el espíritu de Maebe. Le pareció que una sombra esperaba a la
yegua entre los árboles. Quiso pensar que era ella, su querida amiga, cuyo
recuerdo le formaba un nudo en la garganta.
Lamentó haberse dado cuenta tan
pronto de que ella era la única persona viva que había en ese lugar. Si hubiese
tardado más en saberlo, quizá todavía pudiese relacionarse con Maebe... pero
entonces supo que Maebe sólo podía hablar con gente que estuviese muerta. Los
vivos no la verían.
La yegua miró atrás antes de
desaparecer. Litzia también se desvaneció como el recuerdo de un sueño.
Galopaba Litzia bajo el alba, bella y fuerte, resplandeciente y mágica, hacia
la libertad. Litzia era libre.
Yuna y Unse cabalgaron por aquel
desierto poblado, atravesando campos de cultivo que darían frutos y verduras
que nadie recogería... De pronto, Yuna pensó que podría vivir allí un tiempo
para trabajar aquellas tierras abandonadas y obtener de ellas unos alimentos
que luego podría vender en algún mercado. La idea resplandeció en su alma como
si fuese otro día naciente.
Ilusionada, se bajó de Unse y le
habló mientras, tomándola de las riendas, volvía al poblado. Sí, escogería una
casa cerca de los campos y allí viviría hasta que pudiese recolectar todos esos
alimentos que luego vendería. Conocía muchos métodos de conservar la comida y
era capaz de vivir con su yegua querida hasta que llegase el invierno.
Era verano, pero sabía que el
otoño estaba muy cerca, pues algunos árboles ya estaban liberando sus hojas.
Otros se vestían de trajes dorados.
Algunas bandadas de aves volaban
lejos del frío venidero en procura de otros lugares más cálidos, llenaban el
cielo de cantos y vuelos majestuosos, inundando la oscuridad de vida y
atenuando por unos momentos la intensa luz del día.
Empezaba un sueño, en un mundo
que no vivía, pero Yuna se aferró a la vida que latía en su ser. Aquella misma
tarde, ya comenzó a adecentar su nuevo hogar. Escogió una casita con muebles
limpios, con un dormitorio, un cuarto de baño, un gran salón y una cocina con
una chimenea preciosa en la que se imaginó preparando guisos exquisitos. Para
Unse, había una cuadra muy acogedora que ella le llenó de heno fresco. Todo parecía
muy sencillo en aquel lugar. Sintió que alguien la ayudaba a construir su nueva
vida.
Antes de que oscureciese, notó
que la herida de su mano derecha dejaba de palpitar. Se miró la mano y vio que
la quemadura se cerraba, desaparecía casi por completo. Aún le quedaba en la
palma una pequeña señal que le indicaba que ahí había existido una herida
profunda... y supo que ésta siempre se reanimaría cuando tuviese que indicarle
con qué tipo de ser se comunicaba. Al menos, aquella herida siempre le hablaría
a través de una voz hecha de dolor. Junto con Unse, sería el único ser que se relacionaría
con ella.
Las estrellas brillaban atenuadas
por el plateado fulgor de aquellas farolas artificiales que seguían iluminando
el silencio y la oscuridad. Yuna notó que las estrellas le entregaban aliento y
la felicitaban por haber sido tan valiente. Sí, sabía que había sido valiente.
Había estado a punto de huir, pero su espíritu de superación no era tan
fácilmente vencible. Sonrió dando las gracias a la Madre Tierra por estar con
ella siempre, en todo momento, indicándole silenciosamente lo que debía hacer.
Entonces, si el espíritu de la
Madre tierra la acompañaba, ella nunca estaría sola.
1 comentario:
Esta es una de esas historias que te dejan en shock, que ocurre algo tan inesperado que no puedes dar crédito. Además, no se trata de una tontería, es algo sorprendente, sobrecogedor. Empieza ya con tensión y empiezas a temer que algo está a punto de suceder, pero no habría imaginado nunca esto.¡¡Están todos muertos!! Eso me ha pillado por sorpresa. La imagen de todos muertos en esa fosa común es terrible. Ahí se percata que ha estado hablando con muertos. Recuerda su pasado, cuando hablaba con ellos y la gente la miraba mal. Pone los pelos de punta, pero es que Maebe también era un espíritu. Eso ya ha sido como una mazazo, totalmente inesperado. ¡¡Pobre Maebe!! ¿Sabremos que le ocurrió? ¿Cómo es que la quiso ayudar? ¿Quién montaba Litzia? ¿Aneia murió en realidad o ya estaba muerta? ¿Sabía Aneia que Maebe era un espíritu? ¿Y la familia de Maebe estaba muerta? Me aterroriza pensar que todo el mundo está muerto...¡¡Qué habrá pasado ahí!! La idea de quedarse en ese pueblo fantasma a mi me aterrorizaría, pero imagino que debe recomponerse, aclarar las ideas y pensar bien su próximo paso. Permanecer en un pueblo muerto debe ser horrible, pero puede que le venga bien para pensar. No debe acercarse a esas fosas con muertos...ains, de pensarlo me da algo. Este capítulo ha sido como un hachazo a todo lo que podría haber imaginado. Me parece un golpe magistral. Lo has cambiado todo y ahora mismo estoy muy perdido pero muy intrigado. ¡¡¡Quiero más, por favor!!! ¡¡No tardes mucho en seguir, please!!
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