viernes, 5 de septiembre de 2014

EN LAS MANOS DEL DESTINO - 04. NÍVEA PIEDAD


EN LAS MANOS DEL DESTINO - 04. NÍVEA PIEDAD
Las imponentes y ancestrales montañas que protegían los bosques más nevados que yo jamás pude imaginar ya se alzaban enfrente de nosotros, escondiendo sus inalcanzables cumbres entre las nubes de las que nacía la nieve. El rojizo y oscuro cielo que cubría aquellas inhóspitas tierras había apagado la templada luz que nos había ofrecido la primavera de la naturaleza que habíamos dejado atrás. Volvíamos a temblar descontroladamente, el frío se arraigaba en nuestras manos, helando nuestros dedos, y nos costaba tanto caminar que a veces parecía como si en realidad tuviésemos que sostener el firmamento en nuestros hombros. Todos aparecíamos cansados, pero también esperanzados.
Apenas se habían dirigido a mí en todo el viaje. Rauth les había explicado con calma lo que me había sucedido y, aunque aparentemente todos lo habían aceptado con sosiego, yo sabía que sus corazones se habían cubierto de temor, nervios y escarcha. Sin embargo, ninguno de ellos me dedicó miradas llenas de inquietud, al contrario; sus ojos resplandecían de amor cuando me observaban. Mas sabían que no podían hablarme durante un largo tiempo. Rauth les había advertido de que lentamente dejaría de ser yo misma para ir convirtiéndome en un ser cuyo aspecto todos desconocían.
A lo largo de aquellas gélidas horas, por dentro de mí no dejó de desempeñarse una estridente y escalofriante lucha entre mis sentimientos y la fuerza que deseaba invadirme. Yo notaba que unas espesas brumas ansiaban anegar todo mi interior y envolverme como si de un manto de terciopelo desgastado se tratase. Sentía que una tenebrosa y fría oscuridad cubría mis pensamientos y a veces me olvidaba de por qué caminaba por aquellos lares y de quiénes eran los seres que me acompañaban; pero enseguida renacía mi memoria, gritando con ímpetu, y aquellas neblinas se disipaban, descubriendo entonces todo mi mundo interior.
Eros era el que parecía más preocupado de todos. No podía evitar que en sus ojos reluciese el miedo cuando, pensando que yo no lo advertía, me miraba de soslayo. En algún momento de aquella travesía, percibí que sus ojos se volvían húmedos e inhóspitos; pero las lágrimas nunca llegaban a resbalar por sus mejillas, tal vez porque él se negaba a demostrarle a aquella gélida y solitaria naturaleza que estaba verdaderamente asustado y triste.
-          Sinéad, tienes que guiarnos... A partir de aquí, ya no conozco estas tierras —me avisó Rauth con muchísima delicadeza.
Por primera vez en aquel largo y oscuro día, le presté una inquebrantable atención a esa fuerza que quería vencer mis sentimientos y mi forma de ser. Aquella fuerza que anhelaba apoderarse de mi alma comenzó a esparcirse por dentro de mí, nublando mis pensamientos y mis recuerdos; pero yo me aferré a ellos como si de una pétrea cornisa se tratase y aquel brumoso ímpetu fuese un interminable abismo que se abría desde el centro de la Tierra. Entonces noté que algo gritaba sutilmente por dentro de mí. «Es mi nueva naturaleza», pensé mientras cerraba con fuerza los ojos. Y así comencé a pedirle que me guiase hacia la madre del invierno, hacia la reina de la nieve y de aquellas gélidas tierras. Algo semejante a una lucecita que intenta brillar en la más espesa oscuridad apareció en mi mente, como una estrella fugaz que se detiene en el firmamento, y supe que debía seguirla, que debía hundir mis silenciosos ojos anímicos en ella.
Su destello comenzó a esparcirse por mi entorno. Yo sentía que la nieve resplandecía, aunque todavía tuviese los ojos cerrados, y en el cielo que nos cubría aparecía un fulgor que aguardaba a que lo siguiésemos. Abrí los ojos, notando en ellos un extraño y electrizante poder, y comencé a caminar con decisión. Hacía mucho tiempo que no percibía tanta fuerza y energía por dentro de mí. Los demás me siguieron sin decir nada, sin protestar ni preguntar. El ambiente se había cargado de una magia que a todos nos envolvía, que nos conducía hacia un lugar que creíamos el más seguro, siendo, sin embargo, uno de los más peligrosos que habíamos visitado hasta entonces.
-          Es por aquí —les anuncié señalándoles un declive entre dos montañas—. Llegaremos a un valle helado que tendremos que atravesar lo más rápido que podamos. Podemos morir congelados.
-          Mami, tengo miedo —me confesó Brisita con un susurro.
-          Brisa, no te dirijas a Sinéad. Empieza a no ser ella —le advirtió Rauth con delicadeza—; pero no temas. Conseguiremos que vuelva a ser la que conocemos y amamos...
-          Tal vez sea conveniente que no vayamos todos —propuso Scarlya con una voz que intentó impregnar de seguridad, pero sonó llena de temor—. Imaginaos que no vuelven... Es peligroso que vayamos todos. Leonard y yo podemos esperaros aquí... y, si vemos que tardáis...
-          Pero ¿cómo iréis a donde estamos si no conocéis el camino? —le pregunté extrañada. Sentía ganas de reír de ironía—; pero creo que tienes razón. Es mejor que no vayamos todos, Scarlya. Leonard y tú os quedaréis aquí con Brisita. Brisita tampoco debe venir...
-          ¿Por qué? Tiene que conocer todas las partes de su próximo reinado —me contradijo Rauth con paciencia.
-          Yo no seré la reina de Lainaya, por mucho que ese sea mi propósito. No me da la gana —protestó de forma infantil—. Me da miedo reinar una tierra tan grande...
-          Ahora no te preocupes por eso, hijita mía —le pedí agachándome enfrente de ella y mirándola a los ojos.
-          Estás extraña... Tu mirada ha cambiado de color —me musitó ella con timidez.
-          No te preocupes por mí. Estaré bien; pero tú esperarás aquí con Leonard y Scarlya...
-          Está bien —accedió agachando los ojitos.
Entonces Rauth, Eros y yo reemprendimos nuestro camino. Empezamos a descender por una montaña escarbada, toda cubierta de nieve y hielo. Notaba que la tierra deseaba impulsarme hacia el valle donde debíamos llegar, como si de la nieve emanase una fuerza que me incitaba a correr, pero me mantuve al paso de Eros y Rauth mirando continuamente hacia el horizonte helado; ese horizonte que dividía el mundo en luz y oscuridad. El tenebroso y escarlata firmamento (donde no brillaba ni una sola estrella) contrastaba con la pureza blanquísima de la nieve y las montañas parecían dibujadas en un fondo rojo que aparecía apagado ante nosotros. Las esponjosas nubes se deslizaban suavemente por aquel extraño cielo, impulsadas por un viento imperceptible y casi inaudible que se colaba entre las montañas y levantaba estremecedores y destellantes remolinos de nieve.
-          Qué paisaje tan hermoso —susurré encantada a punto de emocionarme. No sabía si aquel sentimiento nacía de mi antigua naturaleza o de aquélla que estaba brotando por dentro de mí—. Creo que hacía mucho tiempo que no veía algo tan bonito...
-          Es bonito, pero también peligroso. Debemos llegar cuanto antes a la morada de la Doncella Blanca para poder protegernos... La noche está a punto de caer —nos avisó Rauth intimidado.
-          Shiny, ¿sabes si falta mucho? Tengo muchísimo frío —se quejó Eros acobijándose en su abrigo—. Creo que nunca he tenido tanto frío. Noto que apenas puedo mover los brazos y no siento los dedos de los pies...
-          No creo que quede mucho, Eros —le contesté un poco asustada.
No quedaba mucho: era una certeza que sentía latir por dentro de mí; pero tampoco estaba segura de si nacía de la realidad o de mis deseos, así que no dije nada más. Continuamos caminando en silencio, descendiendo por aquella montaña, hasta que nos vimos rodeados de una inesperada tempestad de nieve y hielo. El sutil viento que había soplado antes se había convertido en un remolino agresivo que movía la nieve sin consideración, impidiéndonos percibir la senda que debíamos seguir. Todo se había vuelto blanco y brumoso a nuestro alrededor. Sabía que aquella tormenta tan gélida y violenta nacía del valle al que estábamos dirigiéndonos, por lo que enseguida adiviné que, cuanto más nos acercásemos a aquel rincón tan estremecedor, aquella tormenta se intensificaría cada vez más, hasta volverse completamente peligrosa y devastadora.
-          Shiny —protestó Eros con una voz llena de miedo y tristeza—. ¿Dónde estás, Shiny?
-          Estoy aquí, cariño. No temas. Tomadme de la mano... Sé por dónde tenemos que ir.
-          Pero si apenas podemos caminar, Shiny —se quejó Eros aferrándome con fuerza de la mano.
-          No temáis...
-          Sinéad, debemos detenernos. No estamos preparados para llegar al valle helado... ¡Nos moriremos congelados, Sinéad! —gritó Rauth en medio de aquel silbante viento—. ¡Sinéad, no podemos ir!
-          Tenemos que hacerlo —lo contradije con un hilo de voz—. Siento que cada vez queda menos de mí en mi cuerpo...
-          Shiny, te aseguro que haría cualquier cosa por ti, pero, de veras, no puedo más. No me siento bien, Shiny —protestó Eros con una voz casi inaudible. Noté que perdía la fuerza con la que me sostenía la mano—. Shiny, mi Shiny, no entiendo por qué tiene que estar ocurriéndonos esto...
-          No te preocupes, cariño. Te prometo que no te sucederá nada malo —le aseguré abrazándolo con amor, soltando así la mano de Rauth. Entonces percibí que Eros se desvanecía entre mis brazos—. Eros, amor mío, ¿puedes oírme? Estás temblando tanto...
-          Sinéad, estamos en peligro.
-          Idos con Leonard, Scarlya y Brisita.
-          ¿Cómo piensas que podemos dejarte sola? —me preguntó Rauth extrañado y escandalizado.
-          Yo tengo que ir, Rauth. Tengo que llegar a la morada de la Doncella blanca...
-          Pero no podemos dejarte sola...
-          Eros está muy mal —lo avisé con una voz quebrada y susurrante—. Ni siquiera me oye. Atiende a cómo tiembla... Llévatelo de aquí, Rauth, por favor. No aguanto su peso... Yo también estoy muy asustada.
-          No veo nada más que nieve y tengo mucho frío —protestó Eros casi inaudiblemente—. Shiny, te juro que nadie te ha amado como te he amado yo y nadie te querrá con tanta locura... Shiny, he sido... tan feliz contigo... Me enseñaste el valor de la vida, me enseñaste a querer de verdad, a darlo todo por un sentimiento, por un momento, por una palabra amorosa... Shiny, ojalá en el mundo existiesen más almas como la tuya, mi dulce Shiny...
-          Calla, Eros, por favor. No digas esas cosas. Tú no te irás. Rauth, llévatelo de aquí —le ordené casi histérica—. No me importa seguir sola si vosotros os salváis... si estáis bien.
Rauth no protestó, no me contradijo, no se opuso. Agarró a Eros de los hombros y lo atrajo hacia sí, arrancándomelo de los brazos, y, con mucha delicadeza, oí que le susurraba:
-          Eros, tienes que ser fuerte. Cógete a mí. Te prometo que no permitiré que te pase nada malo. Volveremos junto a Scarlya, Brisita y Leonard y encenderemos una lumbre para que puedas templarte... ¿Eros? No me oye, Sinéad...
-          Llévatelo de aquí, por favor —le supliqué casi llorando.
Rauth empezó a caminar dificultosamente por la nieve. Entre aquellas níveas y espesas brumas, tras los remolinos de nieve que el viento creaba, pude ver que se alejaban. Eros se había aferrado desesperado a los brazos de Rauth. Aunque no pudiese ver su mirada, sabía que en sus ojos resplandecía el pánico más feroz y triste.
Cuando la distancia y la tormenta me los ocultaron, me volteé y rogué con toda mi alma que ante mí apareciese aquel camino que me llevaría a mi destino. La nieve, el viento y el hielo creaban olas blancas y espesas que me impedían fijarme en mi entorno, pero de pronto sentí, por dentro de mí, ese llamado proveniente de la nueva naturaleza que estaba creciendo en mi interior. Reemprendí aquella senda helada sin pensar en nada, solamente prestándoles atención a los latidos de ese nuevo espíritu que quería adueñarse de mi cuerpo.
Me pareció que transcurrían días, meses, años, mientras yo descendía tan costosamente aquella helada montaña. Sabía que estaba a punto de adentrarme en el valle más frío, solitario y peligroso de Lainaya, pero intentaba que aquella certeza no me estremeciese. Al fin, noté que el terreno se declinaba hasta perderse en una horadación que mis ojos no podían divisar nítidamente. La nieve y el viento parecían anegar aquel profundo y enorme hoyo. La nieve creaba muros infranqueables, el hielo me ocultaba la forma de las montañas, el viento me ensordecía... pero yo continuaba andando como si aquel estremecedor entorno no existiese.
Inesperadamente, cuando creí que la nieve, el viento y el frío me devorarían para siempre, percibí que algo cambiaba a mi alrededor. Entre la claridad del invierno, detecté una silueta pétrea que interrumpía la fluidez del viento. «Es posible que sea la morada de la Doncella Blanca», me dije esperanzada. Aquella posibilidad me incitó a caminar más deprisa, más veloz, a correr casi... hasta que la realidad confirmó mis sospechas.
Había pensado que aquella silueta oscura que contrastaba con la nívea tormenta que deseaba abatirme era de piedra; pero, cuando me hallé a tan sólo unos pasos de aquella construcción, me apercibí de que estaba hecha de hielo; sin embargo, era un hielo oscuro, casi rojizo, del mismo matiz con el que estaba teñido el cielo de aquella tierra. Saber que había alcanzado mi destino me hizo sentir unas infinitas ganas de llorar.
No me percaté de que estaba temblando brutalmente hasta que me encontré enfrente de lo que supuse la puerta de aquella morada. Me acerqué a ella y llamé delicadamente con mis nudillos congelados. Rogué que me abriesen enseguida. Deseaba acurrucarme junto a una lumbre inocente para poder templarme.
El viento me impidió captar el sonido de unos pasos o cualquier otro movimiento. La puerta se abrió cuando ya empezaba a creer que el frío me derrotaría para siempre. Me costaba ver lo que me rodeaba porque el encandilador brillo de la nieve me lo dificultaba, pero pude advertir que delante de mí había alguien que me observaba con extrañeza, conformidad y sosiego. Intenté decir algo, pero el alivio más inmenso y desgarrador se había apoderado de mi corazón. Pensaba que nunca lograría encontrar la morada de la mujer que me miraba intensamente.
-          Buen cauce te haya llevado hasta aquí.
Aquél fue su saludo. Aquellas palabras me estremecieron de inquietud y desconcierto, pero no protesté, ni siquiera se lo confesé con los ojos. Agaché la cabeza, rogando que se apiadase pronto de mí y me permitiese protegerme en su morada; de la que emanaba un tibio aliento que me acogió inesperadamente.
No me atrevía a hablar, pero el silencio que nos rodeaba era tan punzante y espeso (solamente el viento era capaz de quebrarlo con su escalofriante silbido) que ansié encontrar cuanto antes las palabras que podía pronunciar. De repente, mi alma se llenó de gratitud y admiración. Mis ojos se aclararon, como si la nieve ya no los deslumbrase, y hablé sin conocer la procedencia de aquellas palabras que sonaron tan sublimes:
-          No sé si el cauce que me ha llevado hasta vos es bueno o malo, pero me siento agradecida de poder hallarme en vuestra presencia. Os agradecería que me acogieseis, aunque solamente sea por esta noche... en vuestra anhelada morada... He venido desde...
-          Hablar a través de la magia siempre implica sinceridad. Pasa —susurró apartándose de la puerta. El viento y la nieve quisieron adentrarse en aquel oscuro hogar, pero parecía como si de su interior surgiesen unas manos que los retenían—. Mi MORADA ES HUMILDE.
No me atreví a decir nada más. Entré con los ojos agachados en aquella casa sin mirar a mi alrededor. Me sentía intimidada, sobrecogida, temerosa. No tenía ni la más remota idea de cómo debía comportarme con aquella reina tan extraña; la que reinaba a la vez que lo hacía la de Lainaya. Entonces entendí que cada región tenía su propia soberana y que Lumia era la reina de todas las reinas, de todas las tierras, de todos los rincones de aquel mágico mundo.
Aunque no me atreviese a moverme ni a mirar a mi alrededor, supe que me hallaba en una estancia confortable. A mi piel llegó el cálido rumor de la lumbre, el aroma de la comida caliente rozó mi olfato y mis oídos captaron la suave melodía de una cítara. Me pregunté quién la tocaría... Creía que aquella reina vivía sola...
-          Siéntate donde quieras —me ofreció pacientemente.
Su voz parecía emergida de las profundidades del valle helado que había atravesado. Parecía estar hecha de todas las lágrimas que el invierno había llorado sobre la tierra, de todas las brisas heladas que habían rugido entre las montañas, de todos los inviernos que habían apagado el efímero calor del otoño.
Me atreví a observar vergonzosamente mi alrededor y así pude captar una silla que se hallaba cabe la lumbre. Me senté sin hacer ruido, agradeciendo profundamente el poder descansar un poco. Notaba que mi piel recibía con amor y alivio la templanza del fuego y que el hielo que se había adherido a mis ropajes comenzaba a derretirse.
-          La Diosa está en todas partes, así como el bien y el mal están en todos los corazones —habló la Doncella Blanca sentándose enfrente de mí—. La Diosa te ha llevado a mí con un propósito. Has turbado la quietud de mi soledad... pero nada puedo reprocharte. Todo lo que sucede es voluntad de la Diosa. Estás aquí porque crees que tú has decidido venir, pero en realidad es ella quien se ha adentrado en tu alma para guiarte hasta mi hogar... para cumplir ese propósito... el que ni siquiera conoces.
-          Yo... Mi nombre es Sinéad —le dije con timidez. Me imponía su forma de hablar—. Estoy encantada de conoceros...
-          Zelm, la Doncella Blanca —se presentó con una voz vacía, como si ya lo hubiese hecho demasiadas veces y creyese que no era necesario volver a decir su nombre.
Entonces me di cuenta de que no eran su voz y su forma de hablar lo único que me imponía. Era, sobre todo, su aspecto, su manera de gesticular, la atmósfera que la rodeaba, ese halo de misterio y frío que ni siquiera la lumbre podía templar. Zelm era tan blanca como esa nieve que nunca ha sido acariciada por los dedos del alba. Era tan pálida que me pregunté si su piel sabría lo que significaba la palabra “luz”. Sin embargo, Zelm resplandecía como si fuese la misma aurora materializada en un cuerpo. Tenía los ojos inmensos, tan grandes y redondos como esos lagos que el invierno hiela, y sus pestañas eran tan níveas como lo son las ramas que la nieve envuelve. El color de su mirada era indescriptible, tan hondo como los ríos que discurren por tierras desiertas y congeladas. El azul que teñía su mirada era tan inverosímil que incluso me costaba creer que hubiese provenido de la naturaleza. Sus ojos parecían absorberlo todo. No quedaba a su alrededor nada que su mirada no pudiese abarcar. Eran unos ojos grandes y redondos en un rostro también redondo y tan fulgurante como lo es la luna en las noches de otoño. Sus cabellos, largos, casi etéreos, parecían impregnados de soledad, de lejanía, de oscuridad; pero eran tan pálidos como su piel. No obstante, no se trataba de ese blanco que destella en la nieve. Era un blanco que se asemejaba al matiz de las remotas estrellas. Sus facciones destilaban infancia, inocencia, delicadeza; pero de sus ademanes se desprendía una madurez que nadie podría alcanzar jamás, ni tan sólo el ser más antiguo de la Historia. Era como si ella hubiese vivido ya demasiados siglos.
Portaba una larga túnica sobre la cual llevaba una capa que supe de una tela muy suave y cálida. Se asemejaba al terciopelo, pero sabía que era mucho más suave y agradable al tacto. Sus ropajes eran tan blancos e inmaculados como su piel y sus cabellos; los que por sus hombros caían lisos, bien peinados, pero también agitados, como si el viento acabase de mecerlos. Zelm resplandecía en medio de la oscuridad de la estancia en la que nos hallábamos, en medio de la negrura de las paredes... y su clara apariencia competía en brillo con el fulgor de la lumbre.
-          Bienvenida a mi morada y a mis tierras, Sinéad —me saludó sonriéndome sutilmente. Cuando arqueó los labios, mostró unos pequeños, rectos y blanquísimos dientes, tan blancos como su piel—. El viaje que te ha conducido hasta aquí es tan duro como los largos inviernos que la Madre Naturaleza no puede tolerar. Eres muy valiente. Sé que no provienes del invierno... Eres una heidelf —observó entornando sus grandes ojos. Sus párpados me recordaron a la nevada orilla de un lago helado donde se ahoga la oscuridad—. Los heidelfs son nuestros opuestos. No nos respetan, pero tú estás aquí, conmigo, quebrando todas las reglas... —me sonrió de nuevo alargando sus manos y tomando las mías; las que ya estaban templadas—. Qué placentero es poder tocar una piel tan tibia... Oh, qué gozo tocarte... —suspiró acercándose más a mí, alzándose de la silla y arrodillándose ante mí. Tenerla tan cerca me estremeció—. Eres cálida, cálida... —musitaba aún suspirando de añoranza. Estaba tan pegada a mí que podía aspirar el aroma que emanaba de su cuerpo: el olor de la soledad, de la frialdad, de la oscuridad, pero también el de las flores que resisten el envite del otoño—; pero supongo que no habrás venido aquí para darme calor...
Sus manos estaban mucho más frías que la nieve, más frías de lo que lo estaba mi piel cuando mi alma se encerraba en mi cuerpo vampírico. No obstante, aunque la gelidez de sus manos me intimidase, no me desasí de ella, sino que permití que el calor de mi cuerpo se transmitiese al suyo. Estaba tan sobrecogida que no podía pensar con claridad.
-          He venido a pediros ayuda... —le confesé con un susurro—. Necesito que...
-          Todos venís a pedirme ayuda, a rogarme que os revele el origen del invierno y de la nieve. Nadie viene por curiosidad, por amor, por veneración —se lamentó mirándome intimidatoriamente. Sus grandes ojos parecían ser el cielo de toda aquella tierra—. Soy reina del invierno, pero también de la soledad, de la oscuridad, del abandono.
-          Sí sentía curiosidad por vos...
-          No era curiosidad. Era temor...
Hablaba quedamente, pero su voz sonaba nítida. Tenía una voz tan bonita que pensé que podía entonar los cantos más tristes de la Historia. La cítara que había oído al entrar en su hogar continuaba sonando. La melodía que se escapaba de sus cuerdas era tranquila y acogedora, pero también muy melancólica.
-          ¿Quién toca la cítara? —le pregunté con respeto.
-          Nadie toca la cítara. Es la voz lastimosa de los amaneceres que no existen en invierno. Están encerrados en el sótano de este hogar... La naturaleza solamente puede expresarse a través de la música. Es música todo lo que declara...
No le pregunté nada más. Aquellas palabras me robaron la voz. Una admiración por Zelm y por todo lo que la rodeaba empezó a nublarme la razón, me invadió el alma y el corazón y por unos largos momentos me olvidé de mi vida. Solamente podía mirarla a ella, solamente podía escuchar atentamente esa melodía que nacía de las auroras que el invierno no sabe acoger. Zelm todavía tenía tomadas mis manos y, cuando la voz de aquella fascinación gritó estridentemente por dentro de mí, se las presioné con respeto y gratitud.
-          Gracias por acogerme...
-          Debía hacerlo. Ahora dime —dijo sonriéndome de nuevo mientras se separaba de mí y se sentaba en el suelo, cabe el hogar, acobijándose junto a la lumbre y entre sus suaves ropajes—, ¿en qué necesitas que te ayude?
Zelm era buena. El alma que se encerraba en ese cuerpo tan etéreo era pura, inmaculada, completamente noble. Me lo confesaban esos ojos tan grandes y su forma de hablar. Zelm parecía una niña que no deseaba ser mayor y a la vez una anciana que deseaba regresar a su infancia. Estaba segura de que podría comprenderme y que me ayudaría.
-          Estoy convirtiéndome en niedelf y tengo miedo. Yo no pertenezco a esta tierra. Vivo en otro mundo con otra forma, pero... de repente estuve aquí... Yo soy...
-          No temas, no estés nerviosa —me pidió amablemente mientras se acariciaba los cabellos, tras los que se escondían sus redondas y pequeñas orejas—. Quizá necesites comer algo...
-          Sí... —contesté intentando que mis anhelos no se reflejasen en mi voz.
-          Perdóname. Hace tiempo que no recibo ninguna visita —se disculpó alzándose del suelo. Cuando la vi en pie, me sobrecogí mucho más. Sus ropajes eran pomposos y a la vez delicados, blancos, suaves. Cuando caminaba, los movimientos de su cuerpo mecían aquellas acogedoras telas y sus etéreos cabellos. Casi no hacía ruido al andar—. Te traeré caldo... sopa —me sonrió.
Apenas podía pensar, sentir, recordar. Estaba abrumada, impresionada, estremecida tanto de placer como de intimidación. Zelm ni siquiera parecía pertenecer a la magia que nos rodeaba. Era un ser tan místico, tan nocturno y a la vez brillante que creía que nunca podría apartarme de su bellísima imagen, de su atrayente y absorbente mirada... que nunca podría dejar de escuchar su voz, una voz en la que susurraban los secretos más antiguos del invierno.
Apenas percibí el tiempo que discurrió hasta que Zelm regresó portando una gran olla blanca. La dejó cerca de la lumbre y, en un tazón de barro pálido, me sirvió una apetecible cantidad de sopa. El color y el olor de aquella comida me trajeron a la mente un sinfín de recuerdos donde la debilidad y el hambre gritaban con estridencia y desesperación. Intenté no pensar en mi vida humana, pero no podía deshacerme de esos instantes. Era como si mi entorno se hubiese desplazado atrás en el tiempo y solamente existiese para mí ese pasado, ese presente...
-          Sé más cosas de ti de las que crees. La Diosa siempre nos comunica lo que sucederá, ya sea a través del cielo, de la tierra, del viento, del agua, del fuego, del aire... o de los sueños... —me explicó tendiéndome aquel tazón que contenía una comida humeante y acogedora.
-          Gracias...
-          Hay todo el que quieras. Come... Tiene verduras de invierno. No sé si alguna vez las habrás probado.
-          No... Muchas gracias.
-          Son... extrañas —reflexionó mirando la danzante lumbre—; pero no conozco otro sabor.
De pronto, la vida de Zelm me pareció tan triste que no pude evitar que en mi garganta surgiese un nudo que me incitó a realizarle preguntas que en mi mente no estaban escritas:
-          ¿Sois feliz? Os percibo tan... herida y vulnerable... No me esperaba encontrarme con alguien así. Cuando me hablaban de la Doncella Blanca, creía que seríais una mujer de mirada lacerante... y en cambio parecéis tan pura y tierna...
Zelm no me contestó, como si mis palabras en realidad hubiesen sido unas manos que le habían arrancado la voz. Permaneció mirando el fuego con sus ojos cada vez más entornados. Entonces me di cuenta de que las lagunas de sus ojos habían sido cubiertas con brumas que ocultaban todo su interior, sus sentimientos, sus pensamientos.
-          Lo que percibimos con el alma es lo que verdaderamente importa. No importa que los ojos nos muestren la apariencia de nuestro entorno, que nuestros oídos nos permitan escucharlo casi todo, que nuestro olfato y nuestro tacto nos desvelen los detalles más íntimos de las cosas, de los seres, de los lugares. Lo que verdaderamente importa es lo que nuestra alma capta, lo que a través de ella podemos conocer. Y bien has advertido en tan sólo un instante que no soy feliz. Sinéad, ¿cómo puedo serlo, si cada vez el invierno está perdiendo más fuerza? Conozco el mundo al que perteneces, sé de dónde provienes, y te aseguro que te envidio por tener la oportunidad de apartarte de la realidad cuando ésta te hiere. Sinéad, nuestro mundo no es más que el reflejo de lo que sucedió en tu realidad hace ya demasiados milenios. Es el mundo primitivo de la Tierra. Los bosques que aquí existen, los manantiales que brotan de la tierra, los ríos que discurren por entre las montañas, las mismas montañas, los desiertos, los volcanes... todo, todo estuvo ya en tu mundo, ese donde naciste. Ya vivió allí hace tantos siglos que ni siquiera la misma Diosa puede recordarlo. Lainaya sigue el lento curso de la Historia que transformó la realidad que conociste desde que naciste... Es independiente de la humanidad, pero está íntimamente ligada a los sucesos que acaecen allí, al otro lado de la verdad. Y, en aquellos dominios del Universo, el invierno cada vez tiene menos voz. Está agotándose el ímpetu que vuelve frío el calor, que le hace al cielo llorar lágrimas heladas. ¿Cómo no voy a estar triste, si siento que cada vez tengo menos razones para reinar esta región? El invierno aquí es fuerte, poderoso, invencible, pero llegará una noche en la que esta nieve comience a derretirse, en la que el gélido aliento de estas tierras empiece a templarse imparablemente, y entonces el blancor de la nieve desaparecerá, Sinéad, igual que lo hará el invierno en la tierra de la que procedes. Cada vez hay menos almas que adoren el invierno. Solamente anhelan el calor, la frescura del verano, para poder disfrutar de la libertad de las aguas, pero nadie se acuerda de que el invierno tiene una hermosura inigualable...
Hablaba para sí misma, aunque su voz se adentraba plenamente en mi alma, estremeciéndomela, rodeándome el corazón de escarcha. Estaba a punto de ponerme a llorar. Su voz sonaba tan cargada de sentimientos: tristeza, añoranza, impotencia... y sus ojos destilaban tanta oscuridad, tanta desolación y tanto temor de pronto que no pude evitar alargar mis manos para rozar sus largos y etéreos cabellos. Deseaba infundirle calma, amor... ternura.
-          Te entiendo. Yo sí adoro el invierno —le dije con cariño.
-          No es cierto. Los heidelfs piensan que los niedelfs somos malos porque deseamos esparcir el poder del invierno por toda la tierra. En realidad no se atreven a reconocer que, si anhelamos algo así, es porque cada vez quedan menos rincones que aguarden la llegada de la nieve, del frío, de la oscuridad. Nos relacionan injustamente con el mundo de la oscuridad; ese mundo que queda más allá de Lainaya y de la tierra que es tu verdadero hogar. Nosotros no tenemos nada que ver con esos seres extraños que ansían destruir todo lo que puede relucir. La oscuridad de nuestro invierno no devora la vida, al contrario; crea otro tipo de vida... Los heidelfs son ignorantes, Sinéad...
-          Posiblemente estén equivocados, por eso tenéis que hablar...
-          Es inútil, no serviría para nada. Ellos no quieren escucharnos.
-          La otra noche yo...
-          La otra noche danzaste y entonaste con los niedelfs por la llegada del solsticio de invierno —me sonrió complacida.
-          Sí, pero yo no creí en ningún momento que fueseis malos; no obstante, quisiera pediros algo... aunque no sé si debería hacerlo.
-          Sé lo que anhelas rogarme: que detenga la transformación en niedelf.
-          Adoro el invierno y, de hecho, en mi otra vida, requiero la oscuridad para poder vivir; pero en este mundo tengo que ser una heidelf...
-          No es necesario. Puedes ser cualquier cosa, siempre y cuando respetes todo cuanto te rodea, todo lo que forma parte de esta naturaleza. La Diosa nos creó a todos con el mismo derecho a ser amados y respetados, con las mismas posibilidades de ser felices, con el mismo amor, a todos: a los guardianes del otoño, del invierno, de la primavera y del verano. Creó el bien y el mal para introducirlos en todos los corazones para que pudiésemos aceptar tanto las faces más hermosas de la vida como las faces más crueles, para que pudiésemos escoger el camino de nuestra vida... pero en Lainaya están surgiendo enemistades simplemente porque somos distintos... Los heidelfs y los estidelfs están devorando nuestro mundo con su magia. Nosotros únicamente deseamos recuperar lo que fue nuestro. Todos teníamos la misma extensión de mundo... y ahora, a semejanza de lo que está ocurriendo en tu mundo, la primavera y el verano están absorbiendo el terreno del otoño y del invierno.
-          Entonces... ¿qué puedo hacer? Necesito realizar un viaje junto a mis seres queridos...
-          Puedes ser lo que desees. Ser Niedelf no te impedirá que puedas estar con ellos, no te impedirá que puedas vagar por el mundo en busca de tus sueños. Ser niedelf no es una maldición como los heidelfs creen. Únicamente somos distintos.
-          ¿Es posible que eso sea cierto? Yo creía que en esta tierra todos nos respetábamos.
-          Los heidelfs están equivocados, Sinéad. Nos relacionan con la oscuridad porque el invierno es oscuro y decadente. Somos distintos, no malvados. Sí, deseamos expandir la fuerza del invierno por Lainaya, pero porque anhelamos recuperar unas tierras y unos derechos que siempre nos pertenecieron. Sin embargo, soy consciente de que jamás lograremos conseguir todo lo que fue nuestro. La Naturaleza Madre avanza, el Tiempo avanza... y se lo llevan todo para no devolvérnoslo. Debemos aceptarlo, pero no lo haremos sin luchar antes, aunque sea de forma pacífica...
-          Pero yo... Yo vine aquí para ser heidelf. Mis seres queridos se transformaron en heidelfs para poder hacer conmigo ese viaje, mi hijita es una heidelf...
-          Tu hijita... Brisita... ¿verdad?
-          Sí —le contesté emocionada e intimidada.
-          La Diosa me ha revelado su destino, aunque debe comunicárselo Lumia. Lumia no es una heidelf, es una estidelf. La reina de Lainaya no está vinculada únicamente a un elemento de la naturaleza, sino también a una región de estas tierras. Cada elemento está unido a una estación de la naturaleza. Así como el fuego está ligado al verano, el aire está íntimamente relacionado con el otoño; el agua, con la primavera; la tierra, con el invierno, y el ánima, con la vida de la que nace todo, todo.
-          Es impresionante...
-          Y Brisita... bien, Brisita no es bien dicho una heidelf...
-          ¿No? Pero si ha nacido de dos heidelfs...
-          Dos heidelfs cuya alma está atada a una de las estaciones de la naturaleza, aunque no sean conscientes de ello. Tú tienes una inquebrantable unión con el invierno y seguro que el heidelf que te ayudó a engendrar a tu hijita está más cerca del otoño que de la primavera.
-          Pero yo creía que todos los heidelfs estaban relacionados con la primavera...
-          No es siempre así. El alma y el cuerpo de un heidelf no forman parte del mismo mundo. Ahora crees que Brisita es una heidelf, pero, si le prestas atención a su apariencia, te darás cuenta de que se distingue excesivamente de vosotros. No tendrá alitas jamás y el color de sus ojos está más cerca del otoño que de la primavera.
-          No tendrá alitas...
-          No tendrá alitas y, conforme vaya creciendo, su cuerpo sufrirá cambios inesperados que la alejarán de la primavera; pero no te preocupes ahora por eso. Has venido aquí porque quieres pedirme que te aleje de ser una niedelf, porque temes que, si dejas de ser heidelf, perderás a todos tus seres queridos. No es cierto. Es posible que siendo una niedelf soportes menos el calor, pero nada te apartará para siempre de la naturaleza. El invierno puede convivir con el resto de las estaciones. En cambio, nadie puede convivir con el invierno, pues siempre es destruido... Tal vez por eso los heidelfs que te acompañan en este viaje te rechazarán... Es su naturaleza.
-          Pero si la primavera prosigue al invierno...
-          La primavera deshace todo lo que el invierno hace.
-          Jamás lo había pensado así...
-          Interrumpir una transformación es muy peligroso, Sinéad. Es posible que tu alma se pierda por la dimensión de la muerte por no saber a qué cuerpo debe adherirse. La materia de tu ser no puede cambiar tan rápidamente sin dejar huellas en tu alma. Además, si te opones a la conversión, puedes perder todo lo que eres; pero, si te entregas al cambio en cuerpo y alma, seguirás siendo quien fuiste siempre, pero tu vida estará introducida en otro cuerpo... Lo que no es posible es interrumpir la conversión. Lo siento mucho.
-          ¿No es posible? —le pregunté asustada.
-          No es posible.
Aquella respuesta se quedó flotando en el aire, luchando contra el sonido de la lumbre; se introdujo en lo más profundo de mi alma, donde apenas cabía, y me hizo empezar a tener tanto miedo que no pude evitar que mi cuerpo comenzase a temblar.
-          Pero ¿por qué temes tanto? —me preguntó tomando mis manos de nuevo—. Ser niedelf es algo precioso.
-          ¿Qué cambiará en mí? —le pregunté estremecida y sobrecogida.
-          Perderás el calor de tu cuerpo...
-          Eso ya no me supone ningún problema... Estoy acostumbrada a que mi piel sea fría —musité con añoranza—. Es como si yo hubiese nacido sin el derecho de albergar calor en mi cuerpo.
-          Pero, sin embargo, tolerarás el frío mejor que nadie...
-          También sé lo que es...
-          El invierno es triste, Sinéad, por eso mi hogar aparenta tanta pena; pero es acogedor cuando se mezcla con el fuego, es hermoso cuando la luz intenta bañarlo. Eso quiere decir que por ser niedelf no tienes por qué alejarte del resplandor y del calor de la vida, no tienes que apartarte de nada. De nada... Únicamente serás más fría, más pálida, no tendrás orejitas ni alitas porque podrás vagar por el mundo como lo hace la nieve, siendo tú tu única fuerza. Además, podrás volar por dondequiera que te lo propongas. Sí, es cierto que el excesivo calor puede hacerte sentir incómoda, pero puedes atravesar distancias considerables solamente dejándote llevar por la fuerza que late por dentro de ti. Ser niedelf es solemne.
-          No, no creo que sea conveniente que cambie de forma en tan poco tiempo... No puedo ser niedelf...
-          Los niedelfs no podemos engendrar hijos, ya que el invierno no da vida...
-          Pero es posible que...
-          Sinéad, las cosas suceden porque la Diosa lo ha decidido. En tu destino estaba escrito que no debías ser heidelf para siempre. Acéptalo.
-          Tengo miedo...
-          La transformación será lenta, pero no sufrirás. Yo no lo permitiré. Ven, forma parte de mi mundo, de nuestro abatible mundo... —me pidió desasiendo mis manos y dirigiendo las suyas hacia mi rostro para protegerlo entre sus cariñosos y fríos dedos. Se acercó tanto a mí que compartíamos el aliento—. Ven, ven... ven con nosotros...
-          Pero no puedo abandonar a mis seres queridos —protesté estremecida.
-          No debes abandonar a nadie. Ve con ellos y, cuando hayas realizado ese viaje, regresa junto a mí. Ambas reinaremos en la tierra del invierno.
-          No, no puedo, lo siento mucho...
-          Están acabando con nosotros, Sinéad... Ayúdanos... Puedes hacerlo porque en tu otra vida eres fría, oscura y triste como el invierno...
-          No puedo abandonar a mis seres queridos, Zelm...
-          Ven con nosotros... Necesitamos que alguien como tú nos proteja.
-          Zelm...
-          Pero debes dormir antes para que la transformación finalice... —me musitó besándome después en las mejillas. Su beso fue tan gélido como la caricia de la nieve que brota de la madrugada.
Sus ojos fueron un túnel hacia el sueño. Empecé a perder la noción de mi alrededor y de mí misma en un instante tan inconcreto como el primer suspiro de una vida. Lo último que percibí fue que los brazos de Zelm me rodeaban. Después, ya no quedó nada más. Todo desapareció. Solamente advertía que vagaba por un horizonte que no separaba ninguna tierra de su cielo, que estaba sumergida en unas neblinas que no cubrían nada, ni siquiera la oscuridad; pero de pronto aquellas brumas tan oscuras que eran mi sueño se convirtieron lentamente en imágenes que sí podía describir. La nieve resplandeció en aquella nebulosa oscuridad. Vi a Rauth y a Eros caminando costosamente por un bosque totalmente emblanquecido por el invierno. Las ramas de los árboles aparecían alicaídas, tristes, apuntando hacia el suelo. El firmamento estaba teñido de un matiz indescriptible. Sabía que se trataba del extraño color que impregnaba el cielo que nos había visto vagar sin cesar por aquellos terrenos nevados, pero en el sueño me costaba recordar que ya había visto aquella tonalidad antes.
Aunque estuviese dormida, me estremecí cuando me di cuenta de que en realidad solamente era Rauth quien caminaba. Eros no se sostenía en pie. Era Rauth quien lo protegía entre sus brazos, quien le incitaba a andar sin pasos. Rauth lo abrazaba para que la gravedad no atrajese a Eros hacia sí. Intenté fijarme en el sentimiento que se desprendería de los ojos de Eros, pero la deslumbrante blancura de la nieve me lo impidió. Traté de oír sus voces, pero la chirriante voz del viento lo ensordecía todo.
Mas, de repente, vi que Rauth perdía el equilibrio y caía al suelo, abatido por una impetuosa tormenta de nieve y viento. El viento soplaba tan fuerte que ni tan sólo las ramas de los árboles soportaban sus suspiros. Algunas volaban desorientadas por el cielo hasta acabar hundidas en la tierra; otras, en cambio, caían al suelo sin luchar por su vida. El tronco de algunos árboles se doblaba, provocando que la vacía copa que sostenía se inclinase escalofriantemente. Las montañas habían desaparecido tras una inquebrantable y poderosa ventisca que lo ocultaba todo.
Sentí tanto miedo que no pude evitar gritar en sueños. Rauth y Eros estaban tendidos en el suelo, tratando de no moverse para que el viento no los hiriese con alguna rama desprovista de su cuna o con su misma fuerza. Jamás había visto una tormenta tan estremecedora. Ni siquiera aquéllas que habían hecho temblar mi frágil destino mortal me habían parecido tan aterradoras. Me sentía impotente al percibir a Rauth definitivamente abatido, abrazado a Eros intentando encontrar en él el último rescoldo de vida que posiblemente quedase en su interior.
-          ¡No! —grité a la vez que aquellas imágenes desaparecían. Me había despertado tan de súbito que apenas pude presentir el instante en el que la consciencia deseaba regresar a mi mente—. ¡Zelm, Zelm!
Nadie me contestó, únicamente la cítara que expresaba los lamentos de los amaneceres que el invierno no desea acoger. Estaba sola al lado de la lumbre, tendida en una gruesa manta de lana y envuelta en otra que me protegía de la oscuridad. Estaba sentada en el suelo, hiperventilando, temblando de miedo. El arisco viento seguía soplando allí afuera, haciendo crujir la madera de los lejanos árboles, golpeando con furia la puerta y las ventanas de la morada en la que me hallaba. Grandes cantidades de nieve se chocaban contra los muros. Yo podía oír cómo, en el valle que rodeaba aquel hogar, batallaban la nieve y el viento para apoderarse de la oscuridad de la noche. Aquellos sonidos intensificaron el miedo que palpitaba desesperadamente por dentro de mí. Completamente descontrolada por el temor, empecé a pensar en cómo podría ayudar a Rauth y a Eros. No dudaba de la veracidad de las imágenes que habían anegado mi dormir. Sabía que eran ciertas, que Eros y Rauth estaban en peligro, abatidos estremecedoramente por aquella ventisca que podía arrebatarles todo el calor de su cuerpo. Eran heidelfs, podían morir aplastados por el frío del invierno...
-          Zelm —la apelé de nuevo, pero nadie me contestó.
Entonces noté que la templanza de la lumbre se consumía. El fuego que ardía a mi lado estaba apagándose lentamente, como si el viento que soplaba allí afuera también quisiese abatirlo. Las llamas temblaban ante la inminente llegada de su muerte, dejando tras su desvanecimiento un silencio que me robaba la razón. Fue entonces cuando percibí que mis manos estaban heladas, que mi cuerpo estaba tiritando excesivamente y que un sopor muy extraño deseaba adueñarse definitivamente de mi razón. Sí, comprendía lo que estaba acaeciéndome.
-          No, no, no —me negué cubriéndome enteramente con aquella suave manta—. No quiero.
Mas entonces regresaron a mi mente las aterradoras imágenes de mi sueño. Volví a ver a Rauth y a Eros tendidos sin remedio en la nieve, irrevocablemente vencidos por el frío, el viento y el inquebrantable helor de aquel interminable invierno. Entonces lo que estaba ocurriéndome cobró sentido, entendí por qué no debía impedir que aquella transformación finalizase. Cerré los ojos con fuerza y anhelé que cuanto antes mi condición de heidelf se helase para siempre y que el poder del invierno más eterno y oscuro de la vida se apoderase de todo mi ser. Fui plenamente consciente de que, si deseaba salvarles la vida a Rauth y a Eros, debía abandonar la mágica forma que Lainaya me había ofrecido para morar en su dulce calma.
 

3 comentarios:

Wensus dijo...

No me esperaba una entrada así, me a sorprendido mucho. Este vieja que han emprendido nos está descubriendo lugares maravillosos y mágicos, imposibles de conocer si tú no nos guías. Aquí demuestras una vez más la capacidad de imaginar, de crear cosas únicas. Este mundo me gusta tanto como la historia interminable o el señor de los anillos; dos mundos fantásticos de los que me enamoré. Has conseguido crear un mundo con sus reglas, seres, tradiciones, alimentos, normas...¡eso es muuuuuy difícil!
En este capítulo conocemos a la Doncella blanca, Zelm. En un principio no me fiaba de ella, supongo que por las cosas que ha dicho Rauth, pero conforme la describías y conocía su personalidad y sus sentimientos ha ido ganándose mi confianza. Me encanta, me la iba imaginando y pensaba "¡Que ser tan fantástico". Ahora Sinéad no piensa luchar contra su transformación, y creo que es lo más conveniente, de esta forma podrá ayudar a Rauth y Eros...que están en peligro...espero que llegue a tiempo. Pues tal y como lo cuenta Zelm no parece tan malo ser Niedelf, incluso puede tener su ventajas. Por otro lado, sabemos que Brisita no tendrá alas y se transformará. Ha sido una capítulo maravilloso. ¡Bravoo!

Por cierto, en el anterior capítulo no me acordé de decir que Scarlya y Leonard están juntoooos. Por fiiin!! Me alegra mucho, hacen una pareja perfecta y su historia no puede ser más bonita.

Wensus dijo...

Rectifico : No me esperaba una entrada así, me a sorprendido mucho. Este "viaje" quise decir jajaja no vieja...

Uber Regé dijo...

Que Sinéad sea un ser del frío y del invierno me parece algo muy lógico. Todo lo que Zelm le explica resulta muy bonito, me gusta más pensar que los seres de las diferentes estaciones del año se pueden relacionar en armonía, y que su oposición es más superficial de lo que pueda parecer a primera vista. Toda la descripción del paisaje helado, y luego la morada de la Doncella, su aspecto y costumbres, me resulta muy evocadora, es como cuando al principio de conocer el mundo de los heidelf veía todo lleno de una luz amarillo anaranjada, ahora la nieve y el frío se muestran de un modo precioso. Lástima de Rauth y Eros lo estén pasando tan mal, pero confío en que Sinéad podrá sacarlos del apuro. Es realmente una entrada muy bonita.