EN LAS MANOS DEL DESTINO - 07. BÚSQUEDA EN LA
NADA
Estaba oscuro. Sólo había frío y
nieblas a mi alrededor. De vez en cuando oía un grito lejano que se convertía
en ecos que se perdían por la inmensa soledad que me rodeaba. Estaba tiritando,
tenía mucho miedo y me costaba recordar los últimos instantes de mi vida. Sin
embargo, de vez en cuando, mi mente se iluminaba como si hubiese amanecido en
mi memoria y alcanzaba a vislumbrar unas extrañas imágenes que se difuminaban
con mis sentimientos. Brisita siempre aparecía en medio de esos confusos
recuerdos. La percibía amedrentada, triste, estremecida. Parecía que me miraba
con una pena mucho más honda e interminable que el vacío que me envolvía.
Intenté llamarla, pero no podía hablar. Era como si en esa incomprensible e
inquietante vacuidad no hubiese espacio para los sonidos.
No me movía, pero notaba que mi
entorno se desplazaba por otro vacío mucho más inconcreto. Quería aferrarme a
alguna cornisa para no sentirme tan desprotegida, pero lo único que había a mi
alrededor era aire, un aire helado que enfriaba mucho más mi congelado cuerpo.
No había nada que pudiese hacerme creer que estaba resguardada de los extraños
peligros que se escondían en Lainaya; pero de pronto advertí que el insólito
mecer de ese vacío se detenía y que me quedaba quieta en un lugar que me
costaba vislumbrar y apreciar con los sentidos.
Se trataba de una estancia muy
pequeña en la que flotaba un espeso olor a humedad corrompida. Estaba rodeada
de agua estancada cuyo oscuro color me estremeció de repulsión. Los muros
estaban impregnados de suciedad y polvo y en los rincones se acumulaban
pequeñas cantidades de restos de vida. Parecía una cárcel nauseabunda que había
encerrado a un sinfín de seres inocentes a lo largo de un millón de siglos.
Quise pedir ayuda, pero bien sabía que mi voz no sonaría en ese espacio tan
reducido, donde ni siquiera cabía la esperanza.
Tenía muchísimas ganas de
llorar. Al verme encerrada en un sitio tan podrido y repulsivo, recordé
aquellas veces que la vida me había castigado arrebatándome la libertad. Sin
embargo, aquellos recuerdos no me estremecieron por lo horrorosos que eran,
sino porque me desvelaron que en esos momentos no carecía únicamente de mi
libertad, sino de la posibilidad de ayudar a mis seres queridos. Si restaba
detenida en ese lugar oscuro y maloliente, no podría saber si estaban en
peligro, si necesitaban ayuda, si me requerían a su lado para encontrar en mí
las fuerzas que los impulsasen a seguir luchando por sus vidas.
Al acordarme de que no estaba
sola en ese mundo, un escalofrío de terror me recorrió todo el cuerpo.
Inesperadamente, rememoré todo lo que había acaecido desde que habíamos
abandonado la casita de Rauth para emprender un viaje peligroso e inescrutable.
Los últimos instantes que había vivido junto a ellos se presentaron tan nítidos
ante mis ojos mentales que me pareció que me deslumbraban. Vi a Brisita, a
Rauth, a Leonard, a Scarlya y a Eros remando con ímpetu por las oscuras e
innavegables aguas que intentábamos surcar. Me percibí a la vera de Brisita en
una alcoba azulada decorada con plantas marinas y un ser extraño que nos miraba
con desconfianza. Y, por último, atisbé el momento en el que Alneth había
aparecido subrepticiamente y había inundado el palacio de Oisín. No dudé ni un
instante de la veracidad de esos recuerdos; los que me revelaban que Brisita
estaba en peligro y que Leonard, Scarlya, Rauth y Eros habían desaparecido.
¡Tenía que ayudarlos! Pero no
sabía cómo podría salir de allí. Los muros que me rodeaban parecían
infranqueables e inquebrantables. No se asomaba en la piedra que los construía
ni el menor ápice de libertad. No había ni un solo hueco que me permitiese
creer en la probabilidad de huir de allí. Todo era oscuro, negro, vacío e
invencible a mi alrededor. No obstante, yo no me rendiría. Lucharía por mi vida
todo lo que pudiese. No podía permitir que la debilidad, el miedo y la tristeza
me venciesen. La vida de mis seres queridos estaba en peligro, sobre todo la de
Brisita, pues bien recordaba que Alneth la había atrapado injustamente.
Me alcé del suelo y me dirigí
hacia una de las paredes, la que parecía menos sucia. Empecé a empujarla con
mis manos como lo había hecho en infinidad de ocasiones cuando me había hallado
encerrada en cárceles injustas. Sin embargo, tal como ocurría en aquellos
lejanos momentos, los muros no cedieron bajo mis manos. Mis manos eran
demasiado débiles para poder quebrantar algún pedacito de esa piedra que me
encerraba. Entonces comencé a rogar, con todo el ímpetu de mi alma, que mi
cuerpo se desprendiese por unos instantes de la materialidad que lo componía y
que únicamente quedase en el mundo mi parte espiritual. Sabía que podía
hacerlo. Me acordaba de que los niedelfs podían ser sólo espíritu, así los
había conocido yo la primera noche de nuestro viaje. Ellos vagaban por el aire
sin arrastrar la materia de su ser. Eran como pequeños y resplandecientes
soplos de viento que, sin embargo, no se mezclaban con la brisa del invierno.
Yo podía hacer lo mismo. Podía convertirme en un ser intangible que atravesaría
esos irrompibles muros.
Me concentré tanto que mi
alrededor se desvaneció. Sólo quedó en mi alma ese deseo de dejar mi materia
atrás, entregándosela al viento para que me la devolviese cuando fuese
menester. Quería ser sólo aire, sólo espíritu. Lo anhelé con tanto ímpetu y
desesperación que en breve noté que mi equilibrio se esfumaba. Lo perdí en
medio de un silencio inquebrantable, un silencio que se apoderó tanto de mi
exterior como de mi interior. Solamente quedó en esa nada el grito de mis
deseos.
Al fin, tras ansiarlo como no
había anhelado nada en Lainaya, percibí que mi cuerpo comenzaba a
volatilizarse. Me sentía como si un viento imperceptible y tierno quisiese
tomarme en sus etéreos brazos. La parte material de mi ser estaba
desvaneciéndose. Algo la absorbía, como si se tratase de una fuerza oculta que
no quería hacerme daño. En breve, advertí que podía volar sin necesidad de
esforzarme. Solamente con pensarme vagando intangiblemente por el aire mi
cuerpo se separaría del suelo y empezaría a levitar. Aquella sensación me hizo
abrir los ojos, me animó, me impulsó y me incitó a intentar deslizarme por el
extraño y horrible vacío que me rodeaba.
Noté que el aire me impelía.
Cuando me hallé enfrente de ese inquebrantable muro que había intentado
derribar, sin temer y sin dudar, anhelé atravesarlo. Entonces mi cuerpo se coló
por entre esas húmedas y frías piedras. No sentí dolor ni inquietud, solamente
libertad. De pronto aparecí en una estancia muy extraña, un poco más grande que
la que me había encerrado, llena de cajas cubiertas de polvo y lámparas
apagadas que parecían no usarse desde hacía siglos.
Traté de percibir con mis
agudizados sentidos algún sonido que me guiase; pero el silencio que me
rodeaba, que lo invadía todo y se adentraba en todos los rincones de ese
espacio era espeso, irrompible. Ese silencio parecía ser tangible. Creía que,
si alargaba mis etéreas manos, podría tocarlo, estrujarlo.
Pese a que el silencio que lo
anegaba todo me inquietase, yo no me detuve. Seguí traspasando paredes como si
fuese un espíritu abandonado en el tiempo, atravesando estancias extrañas y
oscuras, vagando por corredores infinitos que parecían construidos en mitad de
un agujero negro. Creía que nunca vería la luz del día y que jamás percibiría
el sonido más lejano. Aquellos gritos que se tornaban ecos eran lo último que
mis oídos habían podido apreciar. Después de su desaparición, ya no volvió a
susurrar nada más, ni siquiera el aire que quizá soplase más allá de esa
insólita y misteriosa morada. No obstante, de súbito me di cuenta de que mi
alrededor había cambiado excesivamente. Ya no me encontraba en medio de
habitaciones oscuras de aspecto sombrío y lúgubre, sino en medio de un jardín
lleno de plantas que jamás había visto. Sus colores eran brillantes y a la vez
apagados. Parecían estar mustias, pero, sin embargo, destilaban mucha vida.
El cielo que cubría aquel jardín
estaba anegado en nubes oscuras que presagiaban la tormenta más terrorífica de
la Historia. A lo lejos, de forma casi imperceptible, los relámpagos iluminaban
las cumbres de unas remotas montañas. El cielo era azul, pero las negras nubes
lo oscurecían estremecedoramente. Aquel jardín tenía un aspecto fúnebre que me
encogió el corazón. El húmedo y gélido viento que soplaba entre las plantas y
los troncos de los árboles parecía querer arrastrarme hacia la oscuridad de ese
lúgubre atardecer. El viento portaba fragancias a lluvias distantes, a otoños
inacabables. Cuando interpreté de ese extraño modo las fragancias que el viento
traía consigo, me sobrecogí. Al pensar en un otoño eternamente oscuro y
lluvioso, recordé que Rauth nos había explicado que, cuando surcásemos la
región del agua, de donde nacía toda la vida de Lainaya, llegaríamos a la
tierra del otoño, donde el viento y la
lluvia siempre decoraban los jardines y los bosques.
«Quizá me halle en la región del
otoño», pensé estremecida. No pude prever que en mi alma brillase un pequeño
rallo de esperanza. Si estaba en la región del otoño, quería decir que podría
proseguir el viaje tal como Rauth nos había indicado que debíamos hacer; pero
enseguida comprendí que sola no podría llegar a ninguna parte. Me desanimé
estridentemente cuando recordé que no conocía el paradero de ni uno solo de mis
seres queridos. Aquella lástima me invadió de tal modo que me sentí incapaz de permanecer
más tiempo suspendida en el aire. Caí lentamente entre las plantas, abatida,
triste. Necesitaba encontrarlos, pero no sabía por dónde empezar a buscarlos.
De pronto noté que alguien se
acercaba a mí. Sonaban unos pasos muy remotos llenos de ecos, pero se hicieron
más fuertes a medida que se aproximaban hacia donde yo me hallaba. Temerosa,
alcé la cabeza y entonces enfrente de mí vi a un ser precioso y misterioso que
me observaba con ternura y compasión; lo cual me emocionó dulcemente, pues
había perdido la esperanza de que alguien pudiese tratarme con bondad y
amabilidad.
Sus verdosos ojos albergaban una
inmensa melancolía que volvía mucho más tierno el gesto que tenía esbozado en
su rostro. Sus cabellos rojizos y brillantes caían revoltosamente rizados por
sus hombros y su estatura era menor a la mía. Vestía una larga túnica de color
azul y entre sus rizos se escondían sus relucientes y tibias orejitas. Su
hermosa apariencia me recordó a Brisita, lo cual me encogió el corazón. Al
contrario de lo que me había ocurrido con Oisín, sí podía saber que el ser que
me observaba con tanta curiosidad era un hombre. Sus brazos fuertes y la forma
de su cuerpo me lo desvelaban cariñosamente.
-
Hola —me saludó tiernamente. Su voz era muy grave y profunda—. ¿Qué
haces aquí? Eres un niedelf. Los niedelfs no visitan nuestras tierras.
-
Me he perdido —le contesté con vergüenza—. ¿Dónde estoy?
-
Estás en la tierra del otoño. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Has
atravesado la región del agua?
-
Sí, pero...
-
Me llamo Lianid —se presentó de pronto sentándose enfrente de mí—. No
sé cómo has llegado hasta aquí, pero eres bienvenida a mi morada.
-
¿Esta casa es tuya? —le pregunté estremecida.
-
Sí... es mía, pero no vivo solo.
-
Me he despertado encerrada en una estancia muy sucia y extraña... ¿También
pertenece a tu casa?
-
No... Mi casa es este bosque...
-
¿Cómo?
-
Vivo en el bosque, dentro del tronco de un árbol...
Totalmente desorientada, me
volteé para observar la morada en la que me había despertado. Me estremecí de
sobresalto e inquietud cuando me apercibí de que tras de mí no había nada. No
quedaba ni la sombra de la gran construcción de piedra oscurecida por la que
había vagado tan asustada y desorientada. También pude darme cuenta de que
había recuperado la parte material de mi cuerpo.
-
No entiendo nada...
-
Yo tampoco. Nosotros no construimos nada. La naturaleza ya nos
proporciona nuestros hogares...
-
Pero yo me he despertado en un lugar muy oscuro y extraño... —protesté
estremecida con timidez.
-
No has estado aquí, entonces.
-
Estaba viajando con mis seres queridos cuando de repente nuestra
barquita se volcó y acabé en el palacio de Oisín. Después, alguien oscuro me
separó de Brisita y todo desapareció. Lo primero que recuerdo después de esos
momentos tan aterradores es despertarme en una pequeña estancia llena de
podredumbre...
-
¿Alguien oscuro? ¿Quién?
-
Alneth. Es mala. Se introdujo en Lainaya adoptando la forma de heidelf
y se ha quedado aquí únicamente para destruir nuestra tierra.
-
¿Una heidelf? Hace tanto tiempo que no veo a un heidelf...
-
Pero ella quiere destruirlo todo y quiere matar a Brisita, mi hijita, quien
empezó a convertirse en audelf en el palacio de Oisín.
-
¿Cómo?
-
Su destino es ser una audelf, una de vosotros... Nació siendo medio
heidelf, pero no le crecían las alitas... y cuando estábamos en el palacio de
Oisín empezó a encontrarse mal, a tiritar, a llorar...
-
¿Y dónde está ahora?
-
Alneth se la ha llevado. Por favor, ayúdame a encontrarlos.
-
¿Quiénes son?
-
Hay tres heidelfs y mi hijita Brisita... Está en peligro —le revelé
llorando sin poder evitarlo.
-
No te preocupes por nada... ¿Cuál es tu nombre? —me preguntó
cortésmente. Entonces me di cuenta de que aquel audelf parecía un niño por la
curiosidad que emanaba de sus ojos.
-
Soy Sinéad.
-
Sinéad... Es un nombre muy bonito, Sinéad. Se parece al mío... Sinéad,
Lianid... Se pronuncian de forma semejante.
-
Gracias.
-
Te ayudaremos a encontrar a tus seres queridos, pero tienes que
revelarme por qué estabas viajando.
-
Queríamos llegar a la región del fuego, donde habita Lumia, la reina
de Lainaya, para preguntarle cuál es el verdadero destino de mi hijita Brisita
y para explicarle que el mundo de la oscuridad se ha adentrado en Lainaya.
Tenemos que combatir a Alneth y a más seres que habitan aquí sin tener que
hacerlo para salvar la vida de Lainaya.
-
¿Lainaya está desapareciendo?
-
No todavía, pero...
-
La región del otoño sí. Los estidelfs están apoderándose de
todo...Quieren expandir la luz y el calor por toda Lainaya... Quieren quitarnos
el otoño y el invierno.
-
Por eso también tenemos que ir a ver a Lumia, para pedirle que imponga
orden entre todos. No podemos enemistarnos de esta manera e irrespetar las
tierras de los demás.
-
Sí, tienes razón; pero los audelfs no podemos viajar a la tierra del
fuego. Nuestra condición natural nos impide acercarnos al calor. Entonces
nuestra vida se marchitaría antes... El verano y el otoño son casi
incompatibles... El verano es fuerza, el otoño es decadencia... Son opuestos.
-
Si no puedes acompañarnos, no te preocupes, lo entiendo perfectamente;
pero, por favor, dime cómo puedo encontrar a mis seres queridos...
-
Yo no sé... no sé nada, Sinéad... Tendrás que hablar con la reina del
otoño.
-
Pero...
-
Yo te acompañaré a su morada. Sé dónde está... ya que soy su hijo —me
confesó con vergüenza.
-
¿Eres hijo de una reina? —le pregunté con cariño y curiosidad.
-
Así es.
Lianid me guió a través de aquel
bosque lleno de plantas relucientes y extrañas, cubierto y anegado por unas
brumas que él disipaba al caminar, como si manejase el fluir del viento y la
presencia del aire. Pasamos entre árboles frondosos que estaban perdiendo sus
hojas, de tronco grueso donde seguramente habitarían más audelfs. Dejábamos
atrás el rincón donde nos habíamos encontrado, donde yo quería enterrar la incertidumbre
y el temor que se habían arraigado en mi corazón.
Al fin llegamos a un árbol mucho
más majestuoso y grande que todos los demás. Lianid se detuvo enfrente de su
ancho tronco y me miró con respeto y un ápice de desconfianza. Yo le sonreí
para indicarle que estaba dispuesta a acatar todas las normas que concerniesen
a su tierra con tal de hallar a mis seres queridos y que respetaría todo lo que
él me mostrase. Así pues, agachando la cabeza en señal de aprobación, Lianid se
adentró en aquel tronco sin necesidad de abrir ninguna puerta. Como ocurría en
la morada de Rauth, la madera cedía suavemente al ser acariciada por los ojos
de aquel audelf tan tierno y cariñoso. Yo lo imité y me introduje en aquella
casita tan natural y aromática. La luz que anegaba aquel hogar era verdosa y
acogedora. Solamente se formaba de una sola estancia que estaba dividida por
biombos en dos dependencias pequeñas y también muy acogedoras. Los biombos eran
de madera y estaban adornados con imágenes donde se veía el atardecer más
lluvioso y fresco.
-
Bienvenida a mi humilde morada, Sinéad. Espero que puedas sentirte
acogida.
-
Muchas gracias, Lianid.
-
MI madre ahora no está, pero, si lo deseas, puedo servirte algo de
comer. ¿Tienes hambre?
-
Lo cierto es que sí, un poquito...
-
No sé qué comen los niedelfs...
-
Verduras, frutas...
-
De acuerdo... Tengo castañas y mandarinas. No sé si te gustan...
-
No las he probado nunca —le confesé avergonzada.
-
Las mandarinas te gustarán mucho.
Lianid me sirvió en una
bandejita roja unas cuantas mandarinas pequeñas y unas pocas castañas
calientes. Me ayudó a pelar las castañas y le quitó la piel a las mandarinas
mientras me explicaba cosas referentes a su madre y a su hogar. Yo lo escuchaba
con atención y dulzura, pero de vez en cuando mi mente volaba lejos de ese
lugar para vagar por mis recuerdos. Deseaba descubrir cómo podría encontrar a
mis seres queridos refugiándome en todo lo que Rauth nos había explicado sobre
Lainaya.
-
Mi madre es reina, pero el otoño apenas necesita ser reinado. La
naturaleza ya lo ayuda a fluir... Perdóname, no tendría que agobiarte con estas
cosas... Háblame tú de tu viaje y de tus seres queridos. Será bueno que me
expliques cosas de ellos para que pueda ayudarte.
-
Tengo mucho miedo. No sé en qué momento estoy en peligro o no. No sé
si ahora...
-
La oscuridad puede aparecer cuando menos te lo esperas. Su llegada
nunca es inminente, pero cuando alcanza tu vida la tiñe de tanta desolación que
te preguntas en qué momento todo se torció... Es cierto que Lainaya está en
peligro, pero es más peligroso que los mismos habitantes de Lainaya no sepamos
respetarnos. Creo que la oscuridad que quiere destruirlo todo ha nacido en esta
tierra por culpa nuestra.
-
No os culpéis...
-
Los estidelfs quieren invadirlo todo.
Entonces, en esos momentos, oí
que alguien se adentraba en aquella dulce y acogedora morada. Supe que se
trataba de una audelf, pues ya me había acostumbrado al aroma que desprendía el
cuerpo de Lianid. Era una fragancia que mezclaba el olor de las hojas
moribundas, de la humedad de la lluvia, de los atardeceres precedidos por días
calurosos... Me gustaba mucho el olor que exhalaba aquel ser tan nostálgico y
entrañable.
-
Hola, mamá —la saludó Lianid con una sonrisa encantadora—. Te presento
a Sinéad. Es una niedelf que se ha perdido y está buscando a sus seres
queridos. Quiere ir a ver a la reina de Lainaya para exponerle los problemas
que acechan nuestras vidas, para preguntarle cómo podemos vencer la enemistad
que ha crecido entre todos los habitantes de Lainaya y para revelarle que...
-
Una niedelf... Cuánto tiempo sin ver a una de vosotros... —expresó la
madre de Lianid con una voz lejana.
-
...y también quiere preguntarle sobre el destino de su hijita Brisita.
-
Brisita... ese nombre... lo he oído en el viento. Sí, el viento me lo
ha revelado cuando me comunico con la naturaleza.
No me atrevía a mirar a aquella
misteriosa reina. Tenía la sensación de que su aspecto me impondría y me
sobrecogería mucho. Estaba demasiado sensible para soportar la belleza de aquel
melancólico mundo; pero sabía que no mirarla era una falta de respeto, así que
me volteé y la observé con timidez y cuidado.
Era hermosa, como Lianid. Tenía
también los cabellos rojizos, pero su tono se acercaba más al castaño de las
hojas que están a punto de ser invadidas por la caducidad de su vida. Eran
largos, brillantes y lisos como las piedras que el agua ya ha acariciado
demasiado. Su rostro era alargado y relucía en sus facciones una inmensa
sabiduría que me sobrecogió. Sus ojos eran pequeños y se escondían tras unas
espesísimas pestañas también rojizas. Su mirada era del color rosado y
fulgurante del atardecer y sonreía como si el mundo le pareciese infinitamente
hermoso y tierno. Era menuda y delgada. Parecía una niña que estaba a punto de convertirse
en mujer, pero se apreciaba mucha madurez en sus movimientos.
-
Gracias por acogerme en vuestra morada... —susurré sin saber qué
decir.
-
Gracias a ti por confiar en nosotros. Nadie lo hace ya. Los audelfs y
los niedelfs somos los más despreciados en Lainaya. Se nos atribuye el
nacimiento de la oscuridad y del frío y la muerte de toda la vida, y no es
cierto.
-
Por supuesto que no. Nosotros creamos otro tipo de vida... —prosiguió
Lianid.
-
Sí, es verdad... —corroboré—. Yo siempre he adorado el otoño y el
invierno.
-
Lo sabemos... Se percibe en tu mirada.
-
¿Cómo os llamáis? —le pregunté con dulzura e intriga.
-
Soy cerinia —me contestó amablemente tendiéndome su mano—; pero no me
trates tan lejanamente, por favor.
-
De acuerdo —accedí con ternura—. Encantada de conocerte, Cerinia.
-
Mamá, Sinéad quiere que la ayudemos a encontrar a sus seres queridos
—insistió Lianid—. Tiene mucho miedo por ellos y su hijita estaba
convirtiéndose en audelf cuando la separaron de ella.
-
¿De veras? ¿Cómo es posible que tengas una hijita si los niedelfs no
pueden engendrar hijos? —me preguntó extrañada con muchísima curiosidad.
-
Antes de ser niedelf, era heidelf —le expliqué con temor—. Dejé de
serlo porque era la única forma de salvar a dos de los hombres que más quiero
en mi vida... pero... no me arrepiento nada de haber sufrido el cambio.
-
Eres buena. En cualquier cuerpo que estés, serás bella porque tu alma
es pura —me comunicó Lianid con vergüenza. Entonces me pareció que no era tan
niño como había creído. Sus ojos destilaban soledad y tristeza... unos
sentimientos que no pueden estar encerrados en el corazón de un niño.
-
Gracias, Lianid.
-
Te ayudaremos a encontrar a tus seres queridos, pero debes darnos
alguna señal de su vida... Tengo que conocer el olor que desprenden, cómo
hablan...
-
¿Cómo puedo hacer eso?
-
Ven conmigo.
Cerinia me llevó a las afueras
de su entrañable morada. Me condujo por aquel inmenso bosque hasta detenerse
enfrente de una laguna de aguas verdosas y a la vez nítidas que reposaba entre
inmensos árboles. Cerinia se sentó en la orilla y, tras ahuecar sus manos, las
hundió en aquellas misteriosas aguas.
-
Bebe de mis manos —me pidió cariñosamente.
-
¿Cómo?
-
Inclínate...
Aunque me resultase incómodo y
algo vergonzoso, obedecí a Cerinia y me incliné sobre sus manos. Tomé el agua
con respeto, paciencia y ternura. Cuando la saboreé, me pareció que nunca había
bebido un agua tan deliciosa y fresca. Su sabor me revivió. Parecía que estaba
ingiriendo sorbos de vida.
-
Qué rica —expresé sonriendo encantada.
-
Sí, el agua de la laguna Maistía es muy buena. Sirve para comunicarnos
con nuestro espíritu y para enlazarnos con la memoria de otro ser. Yo conoceré
la apariencia de tus seres queridos gracias a estas aguas... Piensa solamente
en ellos y entonces aparecerán en las aguas de la laguna. No recuerdes nada
más, solamente los momentos que has compartido con ellos para que yo pueda
conocerlos.
-
¿Así de sencillo? —pregunté extrañada.
-
Sí, exactamente...
No me costaba recordar a mis
seres queridos, ya que era lo único en lo que podía pensar. Los rememoré nítidamente
y con mucho amor. Entonces todos aparecieron ante nosotras, reflejados en
aquellas aguas turbulentas y a la vez aquietadas. Leonard, Scarlya, Brisita,
Eros y Rauth: todos me observaban desde la lejanía de las aguas, protegidos por
un brillante atardecer rojizo que hacía relucir sus ojitos.
-
Ahí están todos —expresé con amor.
-
Ya los veo.
Cerinia permaneció en silencio
durante un tiempo incalculable que me pareció eterno, propenso a convertir
aquel otoño en invierno. Observó a todos mis seres queridos con un respeto y
una curiosidad muy tierna reflejados en sus pequeños ojos. Al fin, alzó la
cabeza y, mirándome con intriga y conformidad, me dijo:
-
Iremos a buscarlos. Quien más nos interesa en estos momentos es
Brisita, pues he percibido su destino en sus ojos y además está convirtiéndose
en una de nosotros.
Encontrar bondad tras sentir la
oscuridad de la maldad era algo que me emocionaba dulcemente y me anegaba el
alma en gratitud e ilusión. Miré a Cerinia con una infinita ternura y le sonreí
con mucha luz mientras la tomaba de las manos y se las presionaba en señal de
agradecimiento. Cerinia supo interpretar muy bien mis gestos, los cuales
sustituían a las palabras porque las ganas de llorar de felicidad me oprimían
la garganta, y, sonriéndome con respeto y dulzura, me comunicó:
-
No temas por tus seres queridos, Sinéad. Los encontraremos, aunque nos
cueste hacerlo. Es importante que consigáis llegar al palacio de Lumia. Lainaya
está en peligro...
Tras aquellas palabras, las
negras nubes que cubrían el cielo fueron mecidas por un viento cuya procedencia
fui incapaz de determinar. Las nubes se convirtieron en un remolino que apagó
los últimos suspiros del atardecer. Fue como si la noche más espesa lo
invadiese todo y desvaneciese incluso la lejana luz de las estrellas. Cerinia
me presionó las manos con tensión e inquietud. En sus ojos pude detectar una
sombra de temor que me reveló que lo que estaba sucediendo no era comprensible
ni habitual.
-
¿Qué ocurre? —le pregunté nerviosa.
-
Esta oscuridad... no es...
Mas algo interrumpió sus
palabras. NO se trataba de algo que poseyese sonido, sino de una visión que nos
robó el aliento. La laguna que había acogido la añorada imagen de mis seres
queridos se revolvió inquieta, deviniendo en un amasijo de olas furiosas que
destrozaron la serenidad que cubría aquellas oscuras aguas. Del cielo
comenzaron a caer relámpagos que nos deslumbraron y la voz del trueno se
repartió ensordecedoramente por todos los rincones de aquel ameno bosque. Las
ramas de los árboles empezaron a temblar y las débiles hojas que esperaban el
momento de su fenecimiento llovieron sobre el suelo, cubriéndolo de una muerte
seca y crujiente que el viento irrespetó por completo. El viento arrastró las
hojas por todas partes, haciéndolas volar descontroladamente. El silbido de ese
irascible viento quebró definitivamente el apacible silencio que lo había
anegado todo y entonces la oscuridad más densa e inhóspita se apoderó de todos
los recovecos de esa otoñal naturaleza.
Cerinia se alzó de pronto del
suelo, inmensamente asustada, y, como todavía teníamos las manos enlazadas, me
obligó involuntariamente a que yo también me levantase. La miré sorprendida y
aterrada, pero en sus ojos no hallé ni un solo ápice de calma. Cerinia estaba
irrevocablemente nerviosa y amedrentada. Empezó a correr todavía presionándome
la mano a través de esa imprevisible e inesperada tormenta que estaba
destruyendo la belleza de esa otoñal naturaleza. Llegamos enseguida a su hogar,
donde nos encerramos junto a Lianid, quien también estaba infinitamente
atemorizado. Nos miraba con sus ojos llenos de súplicas, pero siendo consciente
de que nosotras no podíamos disipar aquella tormenta que nos había robado la
calma.
-
Es la oscuridad —anunció Cerinia con una voz apática; mas yo sabía que
su interior estaba lleno de sentimientos punzantes—. La oscuridad ha llegado
hasta la tierra del otoño y está arrasándolo todo. Supongo que a su paso habrá
destruido todo lo que se habrá encontrado... Lainaya está irrevocablemente en
peligro...
-
¿Y qué podemos hacer, madre? —preguntó Lianid asustado.
-
Nada, hijo... Los audelfs no podemos luchar contra la oscuridad...
Tienes que huir, Sinéad. Si es cierto que la oscuridad viene porque quien la
porta está persiguiéndote, tienes que escaparte. No puede encontrarte aquí...
Huye cuanto antes, vamos —me ordenó dirigiéndose hacia la salida de su morada y
haciendo que la madera cediese bajo sus dedos—. Vete, Sinéad, vete. Vuela lejos
de aquí.
-
No puedo irme sin buscar a mis seres queridos —protesté amedrentada y
triste—. Tampoco quiero dejaros solos.
-
No importamos tanto como la próxima reina de Lainaya —me advirtió
Cerinia nerviosa.
-
¿Cómo sabes que...?
-
No importa cómo lo sé, sino que es cierto. Vete.
No podía desobedecerla. Era la
reina del otoño. Le debía una extraña obediencia que no podía ignorar. Así pues, me dirigí hacia la mágica puerta de
aquella morada y salí para enfrentarme a la tormentosa oscuridad que estaba
invadiéndolo todo. Una lluvia feroz caía con fuerza y desconsideración sobre
los árboles, anegaba todos los rincones del bosque, ahogaba las tímidas flores
que crecían entre los troncos y volvía mucho más inhóspita la oscuridad que lo
cubría todo. Los relámpagos iluminaban el firmamento y hacían resplandecer las
cumbres de las lejanas montañas, pero aquella luz no destruía la oscuridad que
me rodeaba, sino que parecía intensificarla y tornarla mucho más profunda. Sin
embargo, aunque el miedo más feroz y devastador se hubiese adueñado de mi
corazón, comencé a caminar a través de aquella naturaleza descontrolada por el
mal y el terror.
-
¡Sinéad, ven! —me llamó de pronto una voz suave y a la vez potente—.
¡Estamos aquí, Sinéad! ¡Ven! ¡Nosotros te ayudaremos!
Escuchar aquellas palabras me
infundió una inmensa calma que me hizo empezar a correr hacia el rincón de donde
provenía aquella voz. La palabra “nosotros” hizo nacer en mí una potente
esperanza que pareció destruir mínimamente la oscuridad que me rodeaba. Corrí y
corrí sin importarme que no dejase de tropezarme con las salidas raíces de los
árboles y las hojas caídas ni que la lluvia estuviese empapándome. Aquel
llamado continuó llegando a mi alma traspasando el inquebrantable sonido de la
tormenta hasta que pude distinguir, en medio de aquellas sombras, unas
refulgentes figuras que me rodearon en cuanto me hallé al alcance de sus manos.
Unas manos templadas me atraparon, otras me asieron de los brazos;
otras, de las piernas, y la mayoría empezó a tirar de mí como si quisiesen
arrastrarme hacia las profundidades de la tierra. Me asusté inmensamente, pero
la misma voz que me había llamado me calmó en cuanto percibió mi miedo,
comunicándome que pretendían ayudarme y llevarme a un lugar seguro.
-
Somos los guardianes ocultos de
la naturaleza. Te llevaremos a un lugar donde la oscuridad no te hará daño.
Confié en aquellas palabras, pues en realidad no tenía adónde ir, y
entonces permití que todas esas manos me transportasen velozmente a través de
aquella inquebrantable oscuridad y aquella impetuosa tormenta. Al fin, noté que
la lluvia cesaba de caer sobre mí. Habíamos entrado en un sitio inconcreto.
Tras las gotas que chorreaban de mi flequillo, pude ver que se trataba de un zaguán
inmenso de piedra, lleno de oscuridad y polvo. Las manos me soltaron y entonces
todo se quedó en silencio, tenebrosamente oscuro.
-
Ya estamos en casa, Sinéad. Aquí
podrás protegerte.
Me preguntaba cómo era posible que unos seres que apenas sabían de mí
quisiesen resguardarme de la oscuridad que estaba destruyéndolo todo, pero no
quise dudar de la bondad de mi destino y permití que aquellas extrañas
presencias me guiasen a través de aquella oscuridad por los fríos y pétreos
pasadizos de aquella gran morada. Descendimos peldaños de piedra cubiertos de
polvo, dejamos atrás estancias enormes donde resonaba el vacío y al fin nos
detuvimos en un sótano donde adiviné que habían transcurrido demasiados siglos.
-
Sinéad, aquí se acaba tu
libertad.
Era la misma voz que me había hablado cuando el ensordecedor sonido de
aquella desgarradora tormenta se había convertido en lo único que yo podía percibir.
Esta vez, sonó inesperadamente amenazante. Me estremecí de inquietud cuando
aquellas temibles palabras resonaron en mitad de aquel vacío tan helado.
Entonces me fijé más detenidamente en los seres que me rodeaban y que me habían
conducido hacia aquel lugar. Me sobrecogí de horror cuando me di cuenta de que
en aquel sótano tan oscuro solamente nos hallábamos Alneth y yo.
-
¿Cómo? —pregunté incapaz de
hablar serenamente. Mi voz sonó llena de miedo.
-
Hola, Sinéad. Volvemos a
encontrarnos —me sonrió ella aparentemente con bondad, pero yo sabía que tras
aquella sonrisa se escondía toda la maldad de la Tierra—. Creo que esta vez no
podrás huir de mí. Te hemos engañado, Sinéad.
-
Pero ¿cómo es posible? —me
cuestioné con tanto miedo que apenas pude hablar.
-
¿Creías que podías escapar de mí
tan fácilmente? Qué ingenua eres, Sinéad. A ver si aprendes a no confiar tan
rápidamente en quienes se acercan a ti. Ahora morirás en este lugar, lejos de
tus seres queridos. También tengo a Brisita. Si tratas de huir, la mataré sin
dilación, así que sé consecuente con tus actos. Mientras estáis aquí
encerradas, yo iré apagando la luz de Lainaya, una luz que jamás debió brillar
en la oscuridad del universo. Despídete de todo lo que aprecias...
-
No permitiré que me venzas tan
fácilmente —le advertí tratando de parecer valiente.
-
¿Qué intentas, Sinéad? —se burló
con malicia—. Eres la mujer más cobarde que he conocido nunca. Eres mucho más
cobarde que las liebres. Incluso tu adorable hijita es más valiente que tú. Por
cierto, está muy enferma. Si ningún audelf la asiste en la transformación, se
morirá —se rió complacida—. Y creo que por aquí no hay ningún audelf que pueda
ayudarla, así que... adiós, Brisita.
-
¿Por qué eres tan cruel? ¿Por
qué no nos dejas huir a nuestro hogar? Si permites que nos marchemos, jamás
volveremos a molestarte...
-
Sois parte de Lainaya. Tenéis
que morir con esta tierra.
-
Pero yo no pertenecía a
Lainaya...
-
Pero has empezado a formar parte
de su vida. Además... ¿para qué querías ir a ver a la reina de Lainaya, para explicarle
que se ha colado en su mágica naturaleza un ser maligno que quiere destruirlo
todo? —ironizó hiperbólicamente—. Desde siempre supe cuál era tu destino y por
eso permití que entrases en Lainaya. Debía estar cerca de la mujer que
engendraría la siguiente reina de Lainaya, evidentemente, para matarla en
cuanto se me presentase la ocasión; pero tú siempre has sido muy escurridiza,
Sinéad.
-
No es justo que nos hagas esto.
Nosotros te apreciábamos...
-
¿Para qué sirve el aprecio en un
mundo donde la muerte impera? Yo siempre he pertenecido a la oscuridad y la
oscuridad es en verdad la parte más real de la vida. La luz, la magia, la
bondad: todo eso es efímero, se desvanece ante la majestuosidad de la oscuridad
y de la muerte, todo eso se apaga cuando la vida fenece, porque no sé si sabes
que la vida es lo más frágil que tenemos, incluso en esta tierra donde
supuestamente pereces cuando has cumplido todos los propósitos que la Diosa te
encomendó. Bah, todo eso son pamplinas. Aquí todos podemos morir inesperadamente.
Podemos fallecer ahogados, devorados por un terremoto, quemados por las
lágrimas de un volcán, arrasados por la lluvia más devastadora... Quizá alguno
de tus seres queridos haya muerto de esa forma tan desoladora —se rió mientras
se dirigía hacia una puerta estrecha y casi imperceptible.
No me apetecía contestarle y, además, no me sentía capaz de hacerlo.
Me quedé quieta y queda, esperando que se marchase. Antes de hacerlo, sin
embargo, se volteó una última vez y, dedicándome una mirada escalofriante donde
se albergaba demasiada maldad, me advirtió:
-
Conozco todos los secretos de
todos los seres que habitan en Lainaya. Sé que los niedelfs podéis desprenderos
de la materia de vuestro cuerpo para vagar como espectros por doquier,
atravesando paredes y dejando que el viento os transporte. En esta morada, la
que ha sido construida por la oscuridad y la finitud de la vida, hay un sinfín
de seres traídos del mundo de las tinieblas que estarán vigilando todos tus movimientos
en todos los rincones de este hogar para detenerte si intentas escapar.
-
De acuerdo —susurré agachando
los ojos, a punto de ponerme a llorar.
-
Eres débil como las hojas
caducas. Ha sido muy conveniente que te conviertas en niedelf, pues son las
hadas más fáciles de detectar de toda Lainaya. Tu presencia se adivina
enseguida, como ocurre con el frío, así que será inútil que intentes
desplazarte por aquí tratando de que nadie advierta tus movimientos. No seas
ingenua, Sinéad.
Alneth desapareció mucho antes de que yo pudiese reaccionar. La puerta
por la que había salido de aquel escalofriante sótano se desvaneció cuando la
oscuridad devoró el último vestigio de la presencia de aquella alma tan
corrompida por la maldad. Me quedé encerrada en aquel lugar donde el aire
pesaba, donde podían palparse la desolación y la soledad. Allí donde había
existido aquella puerta que albergaba la frágil posibilidad de huir de aquel
rincón tan sombrío, sólo quedaron unas inquebrantables piedras que me
desvelaron que, de nuevo, la vida estaba a punto de detenerse para mí.
La desesperación más infinita se apoderó de mi corazón, anegó mi alma
y oscureció todos mis sentimientos y pensamientos. Intenté pensar en alguna
solución que me permitiese huir de allí, pero mi mente se había convertido en
piedra. No podía pensar, no podía recordar, no podía sentir nada más que no
fuese esa tristeza y ese miedo que recorrían todo mi ser. Me dejé caer
lentamente al suelo, me apoyé en uno de aquellos pedregosos y oscuros muros y
escondí mi cabeza tras mis temblorosas y frías manos. Empecé a llorar estúpida
y silenciosamente, temiendo que alguno de esos seres que estaban vigilando
todos mis movimientos oyese mis suspiros impregnados de dolor.
Me creía una inepta, una inútil mujer que no sabía luchar por nada.
Todo estaba acabándose por culpa mía, solamente porque yo no había sabido
enfrentarme a las adversidades de ese viaje que albergaba tantas amenazas,
porque no había conocido nuestro verdadero destino, porque había puesto en
peligro a mis seres queridos en lugar de permanecer protegida junto a ellos en
aquel castillo donde Leonard y yo habíamos vivido tantos momentos. Pensaba en
Brisita, en sus ojitos cariñosos, en sus resplandecientes ricitos otoñales, en
su suave y dulce voz, en sus amorosas manitos acariciándome los cabellos... Y,
cuando la recordé con toda la ternura existente en la Historia, el mundo se
convirtió en arena y se derrumbó sobre mí, aplastándome, encerrándome en una
honda tristeza que empezó a asfixiarme.
No, no podía dejarme vencer; pero, cuando aquel pensamiento invadía mi
mente, enseguida recordaba que Alneth me había advertido de que, si descubría
que trataba de escaparme, le arrebataría la vida a mi pobre hijita. Debía luchar
por todos ellos, pero no tenía modo de hacerlo. Así pues, casi de forma
inconsciente, empecé a llamar a Zelm a través de aquella profunda y vacía
oscuridad. La llamaba sin estar segura de que ella podría oírme, sin saber si
en realidad estaba empeorándolo todo si la reclamaba con tanta intranquilidad y
tristeza; pero mi alma ya no podía detenerse. Había alzado su voz para no
callarse hasta que Zelm me respondiese. Deseaba notar que mi corazón se llenaba
de serenidad, de paz y de protección.
-
Por favor, Zelm, ven a ayudarme
—acabé susurrando tiernamente desesperada—. No sé qué hacer. No sé enfrentarme
a este destino...
Mas nadie me contestaba. El silencio más hondo e inquebrantable se
había apoderado de todo mi ser. Parecía como si no hubiese vida en mi
interior... Y pasaban los segundos sin que mi alma recuperase esa serenidad que
podía ayudarme a pensar con claridad. Creí que el tiempo también estaba
desapareciendo, vencido por la maldad de Alneth y de todos esos seres que
provenían de su oscuro mundo; pero, de pronto, tan inesperadamente que no pude
entender lo que sucedía, una fuerza indómita e inhóspita se apoderó de todo mi
ser, llenó de valentía mi alma y me hizo alzarme del suelo para dirigirme hacia
un rincón que yo no había advertido en ningún instante. Se trataba de una
pequeña abertura en los muros, un hueco por el que mi cuerpo no podría caber,
pero sí mi alma, la parte espiritual de mi ser. Volví a esforzarme por
desprenderme de la materialidad de mi vida. Enseguida noté que aquel extraño y
brillante ímpetu que se había adueñado de mí deshacía la parte tangible de mí
misma y me convertía en una pequeña y reluciente brisa que pudo colarse por
aquella diminuta horadación.
No podía reconocer nada de lo que me rodeaba, pues unas brumas indisipables
e inhóspitas lo anegaban todo, cubriendo los rincones, difuminando los caminos;
pero, sin embargo, empecé a vagar por aquella oscuridad sin conocer mi destino,
únicamente sintiendo por dentro de mí que algo parecido a unos latidos
indestructibles me guiaba. Lejanamente, podía detectar que alguien me seguía,
pero yo confiaba en que las tinieblas que lo invadían todo me ocultasen de esa
peligrosa mirada. Me preguntaba, intranquila, dónde me hallaba, qué era aquel
lugar donde ni siquiera brillaba la oscuridad; pero apenas podía pensar y
recordar. Estaba dominada por una fuerza que me transportaba, que me impelía.
Sabía de dónde provenía y por eso apenas temía... aunque flotase a la deriva
por un destino quebrado.
2 comentarios:
Me dijo un pajarito que el capítulo 10 de esta historia será tremebundo y no dejará títere con cabeza, así que supongo que este a su lado no es nada, ¡ya estoy temblando! Dejé el capítulo anterior con el ansia de leer la continuación y saber cómo Brisa, Rauth y los demás se ponían a salvo junto con Sinéad, ¡pero no solamente eso no ha ocurrido sino que todo está mucho peor!
Es un gran descubrimiento el de Sinéad al comprender que, como niedelf, puede conseguir cambiar a una presencia incorpórea, y así escapar de la inmunda estancia donde se inicia el capítulo, y que por lo que luego acontece posiblemente era un lugar en el que Alneth pretendía retenerla... este malvado ser se ha convertido en una presencia que pone los pelos de punta, porque no sabemos quién es, y qué motivos la guían, y eso, el desconocimiento, la ignorancia, lo que causa un desasosiego mayor, como cuando en una película sabes que el asesino está en la habitación pero no lo ves y temes que salte en cualquier momento. En todo caso luego aparece en escena Lianid, y conocemos el hermoso y algo melancólico mundo de los audelf, unido por un cierto lazo de simpatía con el de los niedelf, un poco en sintonía con lo que ocurre entre Brisita y Sinéad. Y es verdad que a primera vista otoño e invierno parecen un reverso tenebroso de la vida, cuando en absoluto lo son, y primavera y verano no podrían existir sin las otras dos estaciones. Pero de nuevo la oscuridad, el mal, Alneth, se interponen en el cuadro, y el caos aparece en escena; esta vez se vale del engaño, ¡yo también piqué y no lo vi hasta que fue tarde! Brisita está en peligro, el resto de protagonistas desaparecidos, y solo un hilo de esperanza queda al final del relato, con una Sinéad desorientada pero con esperanza, con alguna libertad y llamando a Zelm... ¡tiene que ayudarla!
Qué bonito relato, y qué emocionante se queda.
Creas seres mágicos y maravillosos con una facilidad asombrosa. Cerinia y Liand son otra muestra de ello. Como siempre su aspecto es especial, mágico. Me encanta su casa en el el árbol, ¡yo quiero una casa así! Ahí están a salvo de todos los peligros pero no se si de Alneth...espero que sí. Las nuevas habilidades de Sinéad son asombrosas, gracias a ellas a podido escapar. Espero que esos seres oscuros no la encuentren...Ahora es cuando Alneth se deja de tonterías y enseña su verdadera personalidad, de un ser malvado y oscuro. ¡Dice que tiene a Brisita! Algo tienen que hacer o morirá...¿y que será de los demás? En este capítulo las cosas han ido a peor...Quizás Zelm sea la que a proyectado en ella esa fuerza que le a ayudado a escapar...espero que la siga ayudando...Alneth es un problema que incumbe a todos los seres mágicos. A ver que pasa en el próximo capítulo...miedo me da...
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