CAPÍTULO 6
RUINAS Y CENIZAS
La felicidad y
armonía que acompañaban a Maebe y Yuna en aquel viaje hacia lo desconocido eran
frágiles como el hielo en el estío. Yuna sentía en su alma, como si de una
premonición se tratase, que aquellas horas de calma precedían a una impetuosa
tormenta que devastaría la poca esperanza que pudiese latir en su corazón.
Aunque Maebe no le confesase lo que pensaba, Yuna sabía que Maebe experimentaba
exactamente las mismas sensaciones que ella. Se lo leía en sus ojos negros como
la noche más oscura. Había aprendido a leer en su mirada muy rápidamente.
Sentía que entre ellas había semejanzas que provenían de otros tiempos no
compartidos.
Se hallaban cada
vez más cerca del bosque que rodeaba la aldea en la que Yuna había nacido. Yuna
reconocía los árboles que veía, aunque, ante la vista de cualquier persona,
fuesen idénticos a los que llevaban poblando los bosques por los que corrían.
Ella podía distinguir la madera de cada uno de esos árboles que estuvieran
junto a ella desde que era niña.
Litzia y Unse
corrían veloces a través de las horas brillantes de la mañana, sin agotarse,
con una energía preciosa que resplandecía en sus ojos profundos. Yuna se sentía
muy segura a lomos de aquella hermosa yegua que estaba siendo la compañera de
viaje más especial de su vida, junto a Maebe. Viajar con Maebe también era muy
sencillo. Maebe era silenciosa, pero sabía mantener profundas e interesantes
conversaciones imposibles de olvidar.
Aquella mañana,
habían despertado juntas, acariciadas por el tierno sol que emergía de tras los
montes, dorado y suave. Las brumas del alba se habían desvanecido entre el
canto húmedo y dulce de los pájaros, quienes les habían dado unos buenos días
llenos de esperanza y suavidad. Yuna no recordaba en qué momento se había quedado
dormida, pero la última imagen que podía evocar antes de que el sueño la
atrapase era la quietud en la que Maebe dormía, su suave respirar, sus
imperceptibles movimientos. No fue necesario que le preguntase a Maebe cómo
había dormido. Sabía que Maebe no había tenido pesadillas. Ella tampoco las
había tenido.
Habían
desayunado calmadamente y, enseguida que recogieron todas sus pertenencias,
reemprendieron su camino. Maebe le comunicó que apenas quedaban diez horas para
llegar a su aldea. Viajarían durante todo el día, deteniéndose para lo
necesario, para que las yeguas descansasen y para refrescarlas en el río, pero
era muy importante que llegasen antes de que la noche se apoderase por completo
del terreno del día.
Mas la tarde
llegó mucho antes de que pudiesen darse cuenta. El cielo se volvió anaranjado
justo cuando Yuna empezaba a reconocer el terreno por el que pasaban. Descubrió
que se hallaba cerca de la orilla del río en el que se había bañado aquella
mañana en la que había conocido a Ondina. Al acordarse de Ondina, entonces
sintió la imperiosa necesidad de hablarle a Maebe de ella. Necesitaba saber qué
opinaba Maebe de las creencias de aquel poblado y de la misma Ondina. Recordó
que Maebe le había confesado que conocía a Ondina.
—
Sí conozco a Ondina —le confirmó Maebe bajándose
de Litzia. Iban a detenerse para que las yeguas bebiesen agua y para prepararse
para la noche—. Hace mucho tiempo, también me encontré con ella cerca de su
poblado. No sé por qué apareció ante mí.
—
Ella estaba por aquí la mañana en la que la
conocí. Lo que me extrañó fue que se hallase tan lejos de su aldea. Su poblado
quedaba a más de una hora caminando de aquí. Podría pensar que le gustaba más
bañarse en este río, pero cerca de su hogar también fluyen ríos muy caudalosos,
por lo que esa posibilidad no me convence.
—
No es una posibilidad lógica. Es probable que le
gustase caminar por este bosque. Realmente, Yuna, nunca entendí muy bien el
carácter de Ondina ni de las demás mujeres que vivían con ella en el poblado.
—
No hay hombres en su poblado.
—
No, no hay hombres, pero bien que luego copulan
con ellos en rituales que celebran unas pocas veces al año.
Al oír esas
palabras en la voz de Maebe, Yuna enrojeció enteramente. Notó arder sus
mejillas. No entendía por qué la había atribulado tanto que Maebe hablase de
ese modo.
—
¿Cómo sabes eso? —le preguntó aún sintiendo
latir la vergüenza en su alma.
—
Porque Ondina me lo explicó.
—
No lo entiendo.
—
¿Qué no entiendes?
—
No entiendo por qué hacen eso. Es como si
utilizasen a los hombres y luego no quisiesen saber nada más de ellos.
—
Sí, así es. A mí tampoco me parece lógico. Tanto
hombres como mujeres somos válidos. Nadie tiene derecho a utilizar a otra
persona para su propio beneficio, pero creo que las mujeres del poblado de
Ondina no actúan así por...
—
Un momento —exclamó Yuna asustada y estremecida.
—
¿Qué ocurre?
—
¿Cómo sabes quién es Ondina?
—
No te entiendo...
—
¿Cómo sabes de quién te hablo cuando menciono
ese nombre?
—
Pues porque... porque igual que sé quién es
Anwon...
—
No, Maebe. Aquí hay algo que no tiene sentido.
Cuando conocí a Ondina, ella no me reveló su nombre. Me explicó que las
personas de su poblado, bueno, las mujeres de su poblado, llaman a las otras utilizando
nombres que cada una le asigna a las demás.
—
¿Qué? No, no, eso no es verdad —se rió Maebe
extrañada—. Ondina es Ondina para ti, para mí y para estos árboles que ahora
nos oyen hablar.
—
No, no. Ella me dijo que...
—
Ella dominaba tu mente, Yuna.
—
¿Qué?
—
Vamos, Yuna, no me digas que nunca te has
planteado esa posibilidad. No es comprensible que te puedas sentir tan a gusto con
alguien que ni sabes quién es, que, además, le asignes un nombre tan bonito,
que...
—
Pero luego conocí a otra mujer de su poblado y me
contó que ella la nombraba con otro nombre.
—
¿Y te lo creíste?
—
Pues claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—
Eso de que cada persona pueda llamar a otra con
el nombre que quiera no tiene ningún sentido. Entonces no habría leyes para
nadie, no podríamos conocernos... No tiene sentido, Yuna.
Maebe reía
incómoda, como si aquella conversación le resultase incomprensible, propia de
un sueño, como si no supiese explicarse ante Yuna, quien se hallaba cada vez
más desconcertada y desorientada.
—
¿Por qué me engañó?
—
No te engañó. Jugó con tu mente. Esas mujeres
son muy peligrosas. Pueden hipnotizarte sin que te des cuenta.
—
Pero ¿cómo es eso posible?
—
Son un poblado que domina la hipnosis. Es una hipnosis
muy sutil de la que apenas eres consciente.
—
¿Y por qué querían hipnotizarme?
—
Para que fueses una de las suyas.
—
Pero, entonces, ¿cómo logré escapar?
—
Porque no consiguieron hipnotizarte suficiente.
Eres mucho más poderosa de lo que piensas.
—
Pero Ondina parecía tan amable, tan servicial y
mística...
—
Huy, Yuni, desconoces tantas cosas... —le dijo
con cariño mientras refrescaba con un paño húmedo el lomo de Litzia, quien la
miraba agradecida.
—
Me gustaría conocer contigo todo eso que ignoro.
—
Son demasiadas cosas, Yuna.
—
¿Y por qué tú sabes tanto?
—
La respuesta a esa pregunta te asustaría.
—
No, creo que nada podría asustarme. Además,
quiero conocerte plenamente. Por favor, sé sincera conmigo.
Entonces Maebe
se quedó quieta, estrujando el paño entre sus frías, blancas y delgadas manos.
Miraba a Yuna sin verla, pensativa e insegura. Yuna se fijó en que, tras Maebe,
las brumas del ocaso destellaban suavemente, envolviéndola, haciendo refulgir
la pálida piel de Maebe; la que parecía intolerante al sol, la que, por mucho
que la luz la acariciase, nunca se bronceaba. Aquello inquietaba a Yuna, pero
no osaba preguntarle algo tan extraño.
Una repentina
ráfaga de viento agitó las hojas de los árboles, provocando un sonido
misterioso y tierno, y revolvió los lisos, largos y negros cabellos de Maebe,
quien seguía pensativa y paralizada.
Al fin, Maebe
tendió el paño con el que había lavado a su yegua en una rama y se acercó a
Yuna sonriéndole sutilmente. La tomó de la mano y la instó silenciosamente a
alejarse de la orilla.
—
Quiero que paseemos mientras hablamos.
Yuna no pudo
protestar ni preguntar nada. La mano de Maebe era fría como el hielo, pero se
desprendía de sus dedos un calor y un cariño deliciosos que le hacían sentir
protegida. No era capaz de deshacerse de la mano de Maebe.
—
Sabes que he viajado mucho a lo largo de mi
vida. Mi primer viaje lo hice cuando tenía sólo diez años. Era consciente de lo
que quería. Yo nunca fui niña, Yuna. No sé qué es tener inocencia, qué es ser
peligrosamente ingenua. No jugué nunca con los demás niños de la aldea porque
me parecían demasiado infantiles para mí. No me identificaba con nadie porque
era silenciosa y conocía excesivamente lo que los demás pensaban de mí. Podía oír
nítidamente la voz de los pensamientos de los demás. Jamás le confesé esto a
nadie. Guardé muchos secretos a lo largo de mi vida y éste es uno de ellos.
Eres la primera persona a la que le confieso que siempre pude leerles la mente
a los otros. No me cuesta nada hacerlo. Sé lo que piensan las personas que
están a mi lado, que me miran, que me oyen hablar, que me conocen, ya sea poco
o profundamente, aunque sé que nadie jamás me ha conocido profundamente.
Yuna sintió un
escalofrío. Si era cierto aquello que Maebe afirmaba con tanta solemnidad,
entonces quería decir que Maebe podía leer sus pensamientos, que estaría
leyéndolos en ese momento, que podía conocer todo lo que pensaba. Sintió que la
vergüenza y el miedo le llenaban el alma, pero no fue capaz de interrumpir a
Maebe.
—
No temas, Yuna. Yo nunca te leería la mente a
ti. Soy capaz de cerrar el flujo de pensamientos que llegan accidentalmente a
mí.
—
Pues no lo parece. Justo pensaba...
—
Para saber que lo que te confieso te inquieta,
no es necesario que te lea la mente. Todas las personas del mundo pensarían
exactamente lo mismo que tú si les confesase que puedo oír la voz mental de los
demás —rió Maebe encantada, tiernamente. Yuna se tranquilizó al instante—. No
es una bendición poder leer la mente de los demás. Es más bien una maldición,
pero es algo inevitable. Es como si hubiese nacido con el pelo de color rojizo
o los ojos verdes. Es una manera de ser, sólo eso. Tuve que esforzarme mucho
por aprender a disimular que conocía lo que todos pensaban de mí y, créeme, no
fue una tarea fácil, sobre todo porque no podía contar con nadie que me ayudase.
Yo misma me enseñé a no meterme en la mente de los demás cuando no era preciso.
Contigo siempre lo hice, desde siempre, porque yo quiero conocerte de un modo
natural. No quiero saber más de lo que tú desees contarme. Te mereces por mi
parte todo el respeto del mundo.
—
¿Por qué?
—
Porque tú tienes otras facultades que todavía no
has descubierto y porque... porque...
—
¿Por qué, Maebe? —le preguntó deteniendo su paso
y mirándola profundamente a los ojos.
—
Porque me haces sentir como jamás nadie me hizo
sentir antes, porque me gusta lo que soy cuando estoy contigo, porque desde
siempre me pareciste un ser mágico, porque eres como yo sería si... si no fuese
así como soy en esta vida.
—
¿Nada más?
—
¿Te parece poco, Yuna?
—
Creo que hay algo más que no quieres decirme.
—
Todavía no es el momento de hacerlo, por mucho
que lo piense y lo sienta. A ti te parece que nos conocemos desde hace dos
días, pero no es así. Yo te conozco mucho más de lo que posiblemente te conozcas
a ti misma.
—
Maebe, por los seres elementales, dime por qué
afirmas algo así —le rogó estremecida, sintiendo un escalofrío gélido
recorriéndole todo el cuerpo.
—
Yo...
—
¿Yo te gusto, Maebe? Quiero decir...
—
Te entendí perfectamente, Yuna.
—
Quiero que seas sincera conmigo.
—
Ya lo estoy siendo —se defendió Maebe intentando
desasirse de la mano de Yuna, pero ella se la presionó con más fuerza—. No es
justamente eso, es... es...
—
Sí o no, Maebe.
—
Eso es no decir nada —se excusó Maebe indefensa,
deshaciéndose de los dedos de Yuna.
—
Entonces es que sí. Sí te gusto.
—
Por supuesto que me gustas. Si no me gustases,
no querría ayudarte; pero es que se trata de algo más elevado. Es... A través
de ti, puedo ayudar a la Naturaleza, a las tierras que sufrirán la maldad de
las personas, a la vida de los bosques, de los animales, de nuestra Madre
Tierra...
Maebe luchaba
contra unas intensas ganas de llorar que le apretaban la garganta. Las palabras
de Maebe le helaron la sangre a Yuna. No acababa de comprenderlas.
—
¿Por qué?
—
Es la primera vez que atacan nuestros poblados,
pero no será la última. Yo... Yuna, no me preguntes nada más, por favor —le
rogó consiguiendo deshacerse de la mano de Yuna, cubriéndose el rostro con sus
dedos trémulos—. No puedo seguir hablando, no puedo.
—
Maebe, pero...
—
Por favor, ya no sigamos hablando. No puedo
decírtelo. Todavía no.
—
Está bien, Maebe. Cálmate, por favor —le pidió
mientras la abrazaba.
—
Mañana iremos a tu poblado y posiblemente
descubramos cosas muy duras. Tenemos que mantener estable nuestra alma para
poder aceptar todo lo que veremos.
—
¿Cómo lo sabes?
—
Porque este incendio fue provocado y porque no
será el único que arrasará con nuestras tierras. Quieren destruir nuestro
mundo, Yuna —le confesó con una voz trémula, llena de desesperación y lágrimas.
—
¿Cómo lo sabes?
—
Lo sé. Confórmate con eso. Creo que hoy te
confesé ya suficiente...
—
Desde luego que sí, pero...
—
Y tú sí me gustas, Yuna, mucho. Si nos
hallásemos en otras circunstancias, lucharía por seducirte, por enamorarte, por
hacerte feliz; pero no puedo hacerlo.
—
¿Por qué no?
—
Porque yo a ti no te gusto y jamás te gustará
ninguna mujer y porque... porque.... porque yo no soy de tu tiempo.
—
¿Cómo?
—
No soy de tu tiempo. No pertenezco a tu mundo ni
a estos años. No soy de aquí, no soy de ahora, ni del pasado ni...
Maebe había
hablado como si no pudiese dominar su voz. Yuna estaba segura de que no le
confesaría nada más aquel ocaso, pero Maebe había expulsado de su alma una
certeza que no podía mantener más tiempo guardada en el silencio.
Al oír esas
extrañas palabras, se quedó paralizada. Sostenía a Maebe en sus brazos y de
repente la notó frágil, brumosa, como si su materia estuviese convirtiéndose en
aire. La soltó rápidamente, como si su piel quemase, e intentó mirarla a los
ojos, pero Maebe no estaba junto a ella.
—
¡Maebe! ¿Puedes oírme?
—
Yuna... —susurró ella casi sin voz—. No tendría
que habértelo dicho. Perdóname.
—
No te entiendo. ¿Qué ocurre?
Maebe se alejó
velozmente de ella, asustada por una realidad que Yuna no podía imaginar. Se
perdió entre los árboles, desapareció tras las brumas del crepúsculo. El sol
brilló un instante en su pálida piel, pero enseguida todo quedó en silencio,
oscuro y sin vida.
—
¡Maebe! —la llamó Yuna empezando a correr en pos
de ella—. ¡Maebe, no me dejes sola!
Maebe había
desaparecido. La noche se esparcía por el cielo, apagando los pocos haces de
luz que el ocaso lanzaba a la Tierra, y Yuna sentía que no veía nada en medio
de las nieblas que de súbito lo habían inundado todo.
—
¡Maebe! ¡Maebe!
De pronto, notó
que corría entre árboles sin vida. A través de los sutiles resplandores que aún
le quedaban al cielo, vio que los árboles que allí había estaban calcinados.
Los troncos estaban ennegrecidos, derribados. Había ramas quemadas por el
suelo, hojas secas y muchas cenizas, sobre todo cenizas. Se agachó y hundió los
dedos en esas cenizas que antes habían sido vida.
Alzó los ojos y,
ante ella, aparecieron ruinas de casas de madera. Sintió un escalofrío de
terror cuando descubrió dónde se hallaba. Estaba en su aldea, su aldea vuelta
ruinas y cenizas.
Se quedó
paralizada, llorando sin respirar. Sólo sentía cómo le resbalaban las lágrimas
por las mejillas, ardientes como las llamas que habían devorado su vida. El
cielo que cubría aquellos instantes tenía el color de las cenizas que le
tiznaban las manos y sus ropas. Se encendían algunas estrellas en el horizonte,
pero su luz era también ceniza. Sólo la rodeaban cenizas.
—
Mamá, papá... —musitó casi sin voz, incapaz de
saber por qué los llamaba en esos momentos en los que, evidentemente, ellos no
podrían oírla—. Hermana... Belina, Belina...
Se levantó
impulsada por la impotencia y la tristeza y empezó a correr sobre las cenizas,
saltando los pedazos de madera que habían formado esos hogares tan hermosos que
su padre había construido. No sentía cómo esas ruinas le arañaban la piel. Era
como si su cuerpo y su alma se hubiesen separado. Se movía guiada por unos
sentimientos mucho más potentes que el incendio que había devastado su poblado.
Tropezó con los
restos de una puerta y cayó al suelo llorando desesperada, sin poder luchar
contra las imágenes que le llenaban la mente. Veía cómo el fuego avanzaba
devorando todo lo que encontraba a su paso. Aquellas imágenes terribles se
mezclaban con las palabras que Maebe acababa de dirigirle, con las
estremecedoras confesiones que había compartido con ella, y entonces su
desesperación crecía imparable, alimentada por el horror, la desorientación y
la pena más honda que jamás experimentara.
Sin poder
dominarse, empezó a rebuscar entre las ruinas, retiraba pedazos de madera, de
tierra, de barro incluso. No le importaba que todo aquello estuviese ensuciando
vilmente sus ropas, su piel, que incluso estuviese haciéndose heridas que le
sangraban desagradablemente, mezclándose su sangre con el polvo, las cenizas,
con los residuos de todas aquellas vidas.
—
Yuna, cariño, ¿qué haces? —le preguntó una voz
amable, calmada, tiernamente llena de lágrimas.
Maebe se sentó a
su lado, también ignorando la ceniza que flotaba a su alrededor, y tomó las
manos de Yuna con decisión, intentando detenerla. Cuando vio las heridas que
Yuna tenía en los dedos y en los brazos, entonces sintió una horrible
culpabilidad repartiéndose por todo su cuerpo y su alma.
—
Cielo, para ya, por favor. Basta, basta, cielo —le
ordenó firmemente, pero con mucha dulzura. Entendió enseguida que Yuna estaba
fuera de sí—. No conseguirás nada haciéndote daño, Yuna. Perdóname, no tendría
que haberte dejado sola.
—
Están aquí, están aquí, están aquí, mis padres,
mi hermana, mis vecinos, están aquí y tengo que salvarlos —decía Yuna entre
sollozos de dolor, de tristeza.
—
No, Yuna. Ellos no están aquí. Es muy probable
que huyesen. Puede que aquí...
—
Aquí hay algo, Maebe, hay algo bajo estas
maderas quemadas. Ayúdame a encontrarlo.
Efectivamente,
Maebe vio que, bajo el último suspiro del día, brillaba algo entre aquellos
tablones quemados. Era un objeto blanco, manchado por la ceniza. Maebe se esforzó
por extraerlo de bajo aquellas maderas y, al fin, consiguió asir un pedazo de
tela suave y antigua.
Al tenerlo en
las manos, se percató de que era una diadema de tela.
—
Es... es la cinta de pelo de mi hermana, Maebe.
La reconocería entre un millón. Sí, es la suya, es la suya, la que tenía flores
bordadas, mira, mira —le ordenó arrebatándosela de las manos y moviéndola entre
sus dedos, en busca de los bordados mencionados—. ¿Ves? Aquí están las flores que
yo misma le bordé cuando nació, eh, cuando nació, porque ella es más pequeña
que yo, sólo tres años, pero yo con tres años ya sabía bordar, pero mal, por
eso estas flores tienen unos pétalos tan uniformes, pero a mi hermana le
gustaba mucho esta diadema y la llevó siempre. Cuando le creció la cabeza un
poco, tuvimos que coserle más tela,. ¿Ves las puntadas que hicimos? Aquí están,
están aquí, míralas.
—
Sí, Yuna, las veo.
—
Mi hermana nunca se separaba de esta diadema. La
llevaba siempre consigo. Si está aquí, es porque ella no pudo huir. Ella estaba
enferma del alma. Si el incendio se declaró teniendo ella uno de sus brotes,
entonces no pudo huir porque, porque no...
—
Yuna, vayámonos de aquí, cariño. Ahora no es
momento para que rebusquemos entre las ruinas. Mañana, bajo la luz del sol...
—
No, Maebe. Aquí hay algo que tenemos que descubrir.
—
Mañana, Yuna, tiene que ser mañana. Ahora con la
noche no veremos nada y no es seguro que estemos aquí. Hazme caso, por favor.
—
Tú lo sabes todo siempre, ¿verdad? No puedes
hacerme caso porque lo sabes todo. Si tanto sabes, entonces dime quién provocó
este incendio, dime dónde están mis familiares, dime...
Yuna hablaba
enfadada, pero Maebe sabía que aquella rabia nacía de la tristeza. Yuna no
estaba enfurecida con ella, sino con la situación. No obstante, le dolió en el
alma que Yuna le hablase así cuando lo único que ella deseaba era protegerla.
—
Vayamos a bañarnos y a cenar un poco. Tenemos
que descansar.
Maebe había
tomado con mucho cariño la mano de Yuna y la instaba a alzarse del suelo. Yuna
la obedeció, siendo consciente de súbito de lo injusta que acababa de ser con Maebe,
quien sólo la había tratado con amor desde que se habían reencontrado.
—
Perdóname, Maebe. La tristeza me ha
descontrolado.
—
No te preocupes, Yuna. Entiendo perfectamente lo
que sientes. Conozco la rabia que te hace sentir que unos ingratos y crueles
humanos provoquen incendios que queman lo que más quieres. Sé perfectamente lo
que sientes, créeme.
—
¿Tú lo has sentido también?
Maebe asintió en
silencio.
—
Sí, Yuna, por desgracia, sí, pero... no fue en
esta vida. Mejor dicho, no será en esta vida.
—
No te entiendo.
—
Lógico. No me entiendo ni yo.
—
Es como si me hablases de vidas que todavía no
han existido.
—
Son vidas que no han existido, pero existirán.
Te prometo que, mientras cenemos, te lo contaré todo con detalle...
—
¿Por qué huiste antes?
—
Porque todo lo que te confesé me duele tanto que
no puedo soportarlo, porque mi alma no es lo suficientemente grande para
albergar certezas tan potentes y trascendentales. Me cuesta mucho entender por
qué yo soy la escogida... y tú también eres otra escogida.
—
¿Escogida para qué?
—
Lo entenderás más adelante sin que tenga que
explicártelo.
Llegaron a la
orilla del río donde Yuna se había bañado aquella mañana en la que había
conocido a Ondina. De pronto, recordó lo que Maebe le había contado sobre ella
y su poblado e, inconscientemente, entendió por qué Maebe sabía que Ondina y
las demás mujeres de aquella aldea hipnotizaban a los demás. Maebe le habría
leído la mente a Ondina.
—
Ondina no pudo hipnotizarte nunca, ¿verdad? —le
preguntó mientras se desvestía para bañarse. Estaba tan aturdida que ni
siquiera sintió vergüenza al notar que Maebe deslizaba los ojos por su cuerpo
desnudo.
—
Nunca pudo, efectivamente. Vaya, Yuna, estás
llena de ceniza y heridas. Tengo que curarte esas heridas.
Maebe se acercó sigilosamente
a Yuna, intuyendo lo que Yuna pensaba en esos momentos. Por eso, no la tocó.
—
Vaya, seguro que, después de conocer todo eso de
mí... no querrás ni que te acaricie.
—
No, no es así para nada –se rió Yuna
avergonzada—. Que yo te pueda gustar me parece tan natural como la humedad del
agua.
—
Hay civilizaciones que no entienden que haya
mujeres que amen a otras mujeres y hombres que amen a otros hombres.
—
¿Cómo? ¿Por qué?
—
No lo entienden.
—
No entender eso es no entender el sentimiento
del amor. Nunca creí que fuese diferente que un hombre amase a otro hombre a
que una mujer amase a un hombre. Es exactamente lo mismo, es amor. ¿Qué más da
qué género tenga la persona a la que amamos?
—
Pues hay culturas a las que les parece una
aberración que las personas del mismo sexo se quieran.
—
No lo entiendo, pero tampoco tenemos que
preocuparnos por eso, pues nunca viviremos entre esas gentes incomprensivas e
incultas. No comprender el amor es no tener cultura.
Maebe le sonrió
emocionada, pero no dijo nada más. Aquel silencio le advirtió a Yuna de que sus
palabras no eran reales. Maebe, con su falta de respuesta, estaba revelándole
que, algún día, tendrían que enfrentarse a esas culturas tan incomprensibles
para ellas.
—
Porque no tendremos que... que hablar nunca con
alguien así, ¿verdad, Maebe?
—
No estamos tan lejos del resto del mundo como
siempre nos quisieron hacer entender nuestros padres, nuestros antepasados...
El mundo está volviéndose cada vez más pequeño, Yuna. Están rompiéndose
fronteras que antes eran indestructibles, están encogiéndose las distancias...
—
Pues yo nunca cambiaré mi manera de pensar por
mucho que en el mundo haya quienes no la entiendan. Tenemos que ser fieles a
nuestras creencias.
—
Es imposible ser fiel a tus creencias en un
mundo donde ser como eres es un delito.
—
Pero esos mundos de los que hablas no están en
este tiempo.
—
No, todavía no; pero no falta mucho para que lo
estén, y, sí, sí forman parte de esta era; pero quedan muy lejos de nuestro
pequeño rincón, Yuna —intentó calmarla acariciándole las mejillas, también
llenas de cenizas—. Anda, bañémonos para quitarnos de encima tanta desolación.
Se bañaron en
silencio, sin decirse nada. Yuna recordó lo hermoso que había sido jugar juntas
la noche anterior, pero aquella noche todo era distinto. Pensó entonces en lo
que Maebe le había confesado sobre lo que sentía por ella. Se preguntó por qué
Maebe estaba tan segura de que no podría seducirla nunca. Efectivamente, ella
nunca se había imaginado compartiendo su vida con otra mujer, ni con otra mujer
ni con un hombre, porque ella adoraba estar sola, ser independiente. No
obstante, en esos momentos se percató de que necesitaba a Maebe mucho más de lo
que había necesitado a nadie. Si ella desapareciese, se sentiría de pronto
desorientada, perdida e inexperta. Era como si Maebe le hubiese hecho nacer de
nuevo. Cuando Maebe se había alejado de ella desolada por sus poderosas
certezas, había notado que el alma se le llenaba de temor.
Mientras
cenaban, Maebe le dijo a Yuna:
—
Yo no soy de este presente. Nací aquí, pero
siempre sentí y supe que éste no era ni mi tiempo ni mi tierra. Vengo de otra
era, de otro siglo, de otras tierras muy lejanas a éstas; mas amo estos
bosques, estas montañas...
—
¿Eres una mujer del futuro?
—
El futuro no existe. Digamos que hay una
distinción temporal entre lo que hemos vivido y lo que todavía no conocemos que
viviremos, pero, en la dimensión de las edades, no existe tal diferencia.
Existen todas las vidas al mismo tiempo, todas las épocas a la vez. El tiempo
es una construcción irreal que nosotros formulamos para orientarnos en el
transcurso de los días, pero para la Naturaleza sólo existen las estaciones. Si
no existiésemos nosotros, para ella no habría eras tan distintas. Podría
permanecer todo igual durante años y años. Para ella no existen los años. Sí
hubo distintos períodos en la historia de la Tierra, pero ella no los decidió.
Nosotros, en cambio, establecemos una cuenta temporal para no perdernos, para
que sepamos qué va después y antes de lo que vivimos. El alma, además, nuestra
alma y el alma de todos los seres de este mundo, es inmaterial, sólo es
energía. Podemos conectar tan plenamente con los seres elementales porque ellos
también son energía. Hay personas con las que tienes una conexión más profunda
e intensa que con otras porque su alma y la tuya se conocieron en otro tiempo,
pero nunca lo recordaríamos. Yo... yo sí lo recuerdo todo, todo lo que viví en
mis vidas, distinguidas por épocas que aprendí a contar cuando llegué a este
mundo de nuevo. Me mandaron aquí porque tengo que intentar luchar contra una
fuerza más devastadora que cualquier huracán o volcán: la maldad del ser
humano, la ambición de las personas, la inconsciencia de las personas, todas
ellas englobadas en. Una única fuerza destructora. Yo recuerdo todo lo que
ocurrirá después de esta vida porque lo he vivido ya, pero me hallo en un
pasado que antecede a un futuro que nadie, excepto yo, ha vivido, y en ese
futuro... todo es tan cruel, tan desolador... Yo existo a la vez en varias
épocas y tengo una conexión indestructible con la yo de otras épocas. Vaya, no
me crees, ¿verdad?
—
Sí, sí te creo. Lo que me ocurre es que todo lo
que me cuentas me vuelve nada, nada...
—
te equivocas, Yuna. Tú eres mucho. Eres la
escogida para que me ayudes. Eres muy semejante a alguien que será muy
importante para mí en otra vida. Tienes un alma poderosa que puede contactar
con otros planos y eso...
—
Pero si no tengo ni idea de cómo se hace eso —se
lamentó Yuna trémula, llorosa.
—
Lo aprenderás. Por cierto... tenemos que buscar a
otra mujer que nos puede ayudar a encontrar el origen del incendio que devoró
tu aldea y que devastará prácticamente todos estos bosques que ahora nos rodean
y nos protegen.
—
¿Qué?
—
Estos bosques se quemarán, Yuna. Los quemarán, como
también están quemando los bosques de otras tierras inocentes, que también son
mi hogar.
—
ay, no, no, eso no puede ser cierto —lloró Yuna
asustada.
—
No puede ser cierto, no tendría que poder ser
cierto, pero lo será. Tenemos que ser muy fuertes, Yuna —le pidió Maebe con una
voz frágil.
—
No podré dormir esta noche. Todo lo que me has
explicado es...
—
¿Entiendes ahora por qué no quería ser tan
sincera contigo?
—
Pero era preciso que lo fueses.
—
Sí podrás dormir. Estás muy agotada tanto física
como anímicamente, sobre todo anímicamente. Ven, acomodémonos junto al fuego.
Intenta cerrar los ojos o contar estrellas. Yo cuento estrellas cuando no puedo
dormir. Intento imaginar que se multiplican, que el cielo se divide, que...
—
Por favor, Maebe, no me abandones nunca —le
pidió indefensa mientras se acomodaba junto a ella—. Es muy probable que no
pueda amarte ni me enamore de ti, pero te necesito mucho.
—
¿Es muy probable? Tendrías que haber dicho que
es completamente imposible, ¡no? —se rió Maebe deslizando los dedos por los
rizados cabellos de Yuna.
—
No me gustan las frases rotundas.
—
Estamos solas ahora. Nadie te pediría
explicaciones de lo que sientes. Ni siquiera tienes que dártelas a ti misma.
—
Todo ha cambiado mucho para mí. Ya no soy la
misma mujer que era antes de que se incendiase... que incendiasen mi aldea. Por
lo tanto, tampoco tienen sentido todas esas convicciones que me definieron
entonces.
—
Así pues... ¿puedo intentar algo? —le preguntó
mirándola tiernamente.
—
Depende...
Maebe abrazó a
Yuna y la acomodó en su pecho, como si Yuna fuese una niña indefensa, y, entre
caricias delicadas y lentas, empezó a entonar una melodía preciosa. Comenzó a
cantarle en un idioma que Yuna no conocía. Sonaba dulce, cariñoso, muy distinto
a las lenguas que se hablaban por aquellas tierras. Yuna permaneció escuchando
a Maebe totalmente paralizada, sumida en una quietud que la calmaba, que le
llenaba el alma de esperanza y de amor, sobre todo de amor. Sin darse cuenta,
los ojos empezaron a pesarle y se durmió dulcemente, perdiendo poco a poco el rastro
de la noche, de la aterciopelada voz de Maebe y de las dulces caricias que le
daba en los cabellos. Se durmió notando que había desaparecido por completo la
tristeza, el miedo, la tensión y la desorientación que le habían agitado el
alma. Antes de perder la consciencia, pensó fugazmente que, al día siguiente,
se sentiría más animada y fuerte para luchar contra la injusticia y para
descubrir qué le ocurrió a su familia.
2 comentarios:
Poquito a poco se van desvelando los misterios que ciernen a nuestras protagonistas. Son dos elegidas. Ellas son las encargadas de salvar su mundo, los poblados, sus bosques y su cultura. Maebe es alguien muy especial, con dones extraordinarios. En un momento, ha explicado todo lo referente a Ondina, y con su explicación, lo comprendo todo mucho mejor. Ella tampoco se fía de Ondina. Pudo leer sus pensamientos y no le gusta lo que vio. Yuna también debe tener algún tipo de don especial, a ver si se nos desvela. Momentos complicados está pasando Yuna, intentando encontrar a su familia. Cuando aparece la cinta de pelo de su hermana, se viene a bajo. Maebe la convence para que se detenga. Han congeniado perfectamente, hacen un buen equipo. Por lo que he podido entender, Maebe pertenece a un futuro, pero no es un futuro como tal, es otra dimensión paralela pero unidas entre sí. Con eso del futuro/pasado siempre me lié jajaja. Me encanta su forma de pensar, de ambas, creen en el amor, sin limitaciones. ¡Ojalá todo el mundo pensase así! Sigo viendo muchas chispas entre ellas, aunque por el momento no van más allá. Creo que ambas lo desean, sobretodo Maebe. ¿Dónde está la familia de Yuna? ¿Siguen vivos? ¿Quién quiere destruir su mundo? ¿Quién decidió que eran las elegidas? ¡¡Que sigaaaa!!
El relato está teniendo el mismo efecto que cuando vas subiendo por una montaña, de modo que ciertamente cada vez hay más lugares visitados y conocidos, pero a la vez se presentan muchos más lugares por descubrir, y eres cada vez más consciente de cuánto desconoces. Yuna y Maeba se están conociendo, y está por ver qué tipo de amistad quede entre ellas, pero, lo más sorprendente es todo lo que nos revela Maeba, empezando por Ondina, ¿será verdad que es una hipnotizadora? ¿o habrá leído en la mente de Yuna quién era y luego no ha tenido valor para confesarle esta indiscreción? Por otro lado ahora me queda la duda de por qué Ondina estaba por ahí, su encuentro con Yuna ya no me parece posible que fuese casual, pero si no fue así, ¿qué motivos la guiaban? Ya es bastante sorprendente todo ese asunto de Ondina y la capacidad telepática de Maeba, pero esto no es nada en comparación con saber que se mueve o conocer lugares y hechos del futuro, no sé si es una viajera del tiempo, una reencarnada lúcida o qué, el caso es que este es un asunto que siempre me ha fascinado, normalmente me lo encuentro en relatos de ciencia ficción, pero aquí el tono es completamente distinto, unes en un mismo texto el amor a la naturaleza, las pasiones humanas, la aventura, la ilusión y la pasión por la vida... es un texto tan luminoso... No puedo creer que la hermana de Yuna haya desaparecido sin más, y también me gustaría saber quién amenaza la existencia de la aldea, y por qué Maebe dice que conoce de sobra a Yuna, ¿eso por qué? Seguro que más adelante se irá desganando todo esto, de momento y creo que este has ido el capítulo que más me ha gustado.
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